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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.1 no.2 México jul./dic. 2005

 

Reseñas

La construcción del Estado: gobernanza y orden mundial en el siglo XXI

Gustavo Urbina Cortés* 

* Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, Campus Ciudad de México, México.

Fukuyama, Francis. La construcción del Estado: gobernanza y orden mundial en el siglo XXI. Ediciones B, México: 2004.


Del fin de la historia a la construcción del Estado, del triunfo de Occidente a la incesante previsión de amenazas. Así de vertiginosa se ha conducido la discusión sobre el espacio estatal en transformación, cuyo alcance y fuerza se cuestionan de cara a los retos de un futuro incierto planteado por la globalización y sus síntomas de metamorfosis.

Francis Fukuyama (2004), autor que forma parte del ala pragmática estadounidense en la ciencia política, resalta en su última entrega, La construcción del Estado: gobernanza y orden mundial en el siglo XXI, la necesidad de reinvención y fortalecimiento del Estado; sin embargo, esa construcción de lo estatal bajo el marco de los nuevos ordenamientos mundiales se cierne bajo un mar de debilidades, que evidencian no sólo las contradicciones al margen del devenir histórico-estructural sino también en el terreno propositivo y en el flujo de la acción política.

En ese sentido, el presente texto intentará forjar una reflexión crítica recorriendo los tres ejes de debate propuestos en la más reciente obra de Fukuyama, intentando arrojar luz sobre: 1) los aspectos más relevantes de las flaquezas del Estado, 2) las transformaciones en materia de administración pública y 3) las inconsistencias inherentes al fortalecimiento de la estatalidad contrastantes con el resquebrajamiento de la soberanía y la juridicidad internacional.

Los primeros cauces de esta reseña con tono caviloso objetan los limitados juicios de Francis Fukuyama respecto a los rasgos característicos de la estatalidad, tales como el alcance, la fuerza, la oferta y la demanda de instituciones. Posteriormente, esta discusión servirá de antesala para la generación de observaciones acerca de los intrincados argumentos realizados por el catedrático de la Universidad John Hopkins hacia la administración pública y sus contribuciones al Estado. Por último, se cierra con una reflexión dentro del marco de inconsistencias planteadas sobre la soberanía, la legitimidad y la seguridad en el ámbito internacional.

En ese tenor, la primera consideración obligada remite a la descomposición del Estado que ha desembocado en conflictos en torno al desarrollo y la seguridad en el plano global. Desde tal perspectiva, Francis Fukuyama vierte su análisis partiendo de los cambios generados en el seno del mundo tras los ataques perpetrados el 11 de septiembre de 2001. Las dimensiones del fenómeno marcaron abiertamente dos planos de observación; el primero, referente a la insuficiencia del Estado para combatir necesidades elementales en el interior de su esfera, y, el segundo, el nuevo embate de valores que presupone un enfrentamiento entre visiones políticas, esquemas institucionales, defensas democráticas y nuevos roles bajo la cuadratura del devenir norteamericano (Fukuyama, 2002a).

Si bien el eclipsado siglo XX propugnó la retracción del Estado, el naciente siglo XXI ha servido como evidencia de un neoliberalismo con tónicas contradictorias. Los viejos reclamos de un Estado mínimo han transitado para redimensionar al Leviatán hacia “la creación de nuevas instituciones gubernamentales y el fortalecimiento de las ya existentes” (Fukuyama, 2004: 9). En ese sentido, ha quedado claro que lo estatal requiere de un balance entre la excesiva intervención y el mantenimiento de la gobernanza.

La ausencia de la estatalidad como un fenómeno acompañante del devenir actual ha enmarcado los cauces de la desigualdad y, en el peor de los casos, la colisión de identidades. Sin embargo, apuntar la debilidad de los estados implica mucho más que señalar a los causantes de los problemas más graves que enfrenta el mundo. Por un lado, es necesario hablar de la incapacidad del Estado como cuerpo autosuficiente y, en segundo plano, explicar los reacomodos de carácter étnico, político y cultural que han dado lugar a los fracasos de algunas entidades estatales.

Bajo la perspectiva de Francis Fukuyama (2004), parte de las inconsistencias del Estado responden a la oferta y demanda de instituciones. Partiendo de ello, el Estado deja de ser, pues, una entidad soberana y plenipotenciaria, para convertirse en el administrador más preponderante de los bienes públicos (Salvadori, 1997: 26-28). La limitación del ejercicio de la autoridad se traduce entonces en un juego de fuerza y alcance que en algún sentido Francis Fukuyama tiende a simplificar, teniendo en cuenta su muy acotada previsión de factores de cambio, entre los cuales ubica el diseño y gestión de organizaciones, el diseño del sistema político, la base de legitimación y los factores culturales y estructurales, dejando de lado elementos endógenos, como el componente étnico o demográfico (Tilly, 2000), y exógenos, como la presión de organismos internacionales, el parasitismo de los sistemas de deuda, u otras formas de dependencia, que merman de manera directa o indirecta los arreglos de orden institucional.

Más aún, la oferta institucional, de manera obvia, obligatoriamente ligada a la demanda institucional, es un elemento de carácter dinámico en la evolución del Estado, razón por la cual resulta poco funcional avocarse sólo sobre las variables de fuerza y alcance. Fukuyama parece olvidar que los agigantados pasos dados por Japón y el tropiezo brutal de la Unión Soviética son dos puntos diametralmente opuestos en la recta del dinamismo, pues mientras el primero rediseñó sus instituciones a la par de la conservación de su plenitud burocrática y de los menesteres de su cambiante sociedad, el segundo optó por avanzar del plano abundante en fuerza y alcance hacia el anquilosamiento por potenciar ambas facultades sin el resguardo de su capacidad de reconversión ante nuevas coyunturas.

Añadido a esta última consideración, los Estados Unidos han redefinido su alcance favoreciendo su capacidad de acción, lo cual queda evidenciado por un radical recorte de sus transferencias en el ámbito social (Muñoz, 2000); no obstante, las propias contradicciones de las que parte el análisis de Francis Fukuyama centran la reflexión en torno a que toda retracción del Estado debe obedecer a un fortalecimiento previo de la base social. La experiencia latinoamericana permite vislumbrar cómo las decisiones de minimizar al Leviatán no consideraron el panorama desigualitario, razón por la cual resulta difícil asumir un dictum de acción estatal que enmarque dentro de las políticas públicas evaluaciones poco sostenibles sobre cómo hacer que prevalezca la fuerza de acción o alcance de ejercicio.

Ahora bien, con respecto a la demanda de instituciones, las suposiciones se encierran en un círculo vicioso aún más evidente, que lejos de poner énfasis en el fortalecimiento de la autonomía de los estados y la conformación real de ciudadanos con cultura política de cara a la sistematización de demandas, propia de una democracia funcional, termina por ser una justificación abierta para violentar la soberanía de los pueblos.

En efecto, “...una demanda nacional de instituciones o de reforma institucional insuficiente es el único y más importante obstáculo para el desarrollo institucional de los países pobres” (Fukuyama, 2004: 60); empero, resulta bastante simple creer que la respuesta se halla en generar las modificaciones pertinentes desde el exterior a partir de la guerra, la invasión y la perpetración de ataques a otros estados o las recomendaciones ineludibles de una institución de financiamiento internacional hacia sus prestatarios.

Como contraparte a tal argucia, si bien la demanda de instituciones no se hace presente en el interior de un Estado, es posible concebir por lo menos dos vías alternas, que lejos de socavar el espíritu soberano del Estado tienden a fortalecerlo. Por una parte, la generación de incentivos a partir de los mecanismos de negociación del sistema político como la forma no sólo más tradicional y eficiente de estimular la negociación mediante agentes políticos (Easton, 1965), tales como partidos, corporaciones y otras organizaciones de carácter colectivo y nacional. Por otro lado, bajo un esquema democrático como el planteado por Fukuyama siempre existe la posibilidad de ejercer un contrapeso en la canalización de demandas por parte de la sociedad civil, que lejos de causar un desgaste en los mecanismos institucionales, tal y como afirma Lechner (1997: 44-49), puede contribuir a hacer de la práctica institucional un aparato eficiente en la recepción, tratamiento y flujo de menesteres políticos y sociales.

En esencia, los desbalances de la oferta y demanda institucionales apelan de manera directa a la capacidad de un Estado para reinventarse a sí mismo, fortaleciendo sus mecanismos y transformándolos de ser necesario. Por tal razón, la relación hecha por Francis Fukuyama con la administración pública como un método de corrección de las inconsistencias a nivel institucional resulta un acierto.

De manera exacta, gran parte de las flaquezas del Estado pudieran hallarse contenidas en sus mecanismos de toma de decisiones, que más allá de la oferta y demanda institucional, se encuentran directamente ligados a la forma en que se integra la autoridad, sus patrones de conducción, incentivos, expectativas y desempeño. En relación con ello, los aparatos burocráticos no sólo deben constituirse como entidades cuya racionalidad responda a los estándares y necesidades de carácter social, sino también como cuerpos de ejercicio y administración de las funciones del Estado en el plano más elemental.

Por tal razón, la administración pública se ha convertido en el recetario de una gran variedad de gobiernos, que intentan construir las bases de su institucionalidad a través del forjamiento de políticas públicas y agentes políticos. En concordancia con ese camino, la public choice ha tomado un importante papel en las discusiones sobre el manejo político. En ese terreno, Fukuyama tiene tres impresiones medianamente acertadas sobre los posibles motivos del mal funcionamiento de las bases institucionales.

El primero de ellos se refiere a la ambigüedad de fines, y pone de relieve la necesidad de fortificar la directriz de toda organización gubernamental. Para Fukuyama, ello implica de manera decisiva una significativa toma de mando en bases jerárquicas, que deben tender hacia el federalismo y la delegación de autoridad, las cuales en efecto han comprobado cuán importante es poseer agentes diversificados a fin de llevar la capacidad estatal a su plenitud. Sin embargo, muchas de las medidas del denominado ajuste estructural tendieron a extender los nichos de gobierno por medio de la desconcentración de funciones, que en muchos de los casos latinoamericanos se enfocaron tanto a la esfera económica como a la política (García, 1997: cap. I). En esencia, tales cambios representaron importantes avances en la modernización de la burocracia, pero en muchos otros, quizá la mayoría, demostraron que la radical redistribución de roles, requería de una capacitación previa, sin la cual sólo se creaban nuevos niveles administrativos sin reportar resultados positivos.

Ligado a lo anterior, el segundo de los apuntes de Fukuyama relativo a la administración pública es el desequilibrio existente entre agentes e incentivos, cuyas inconsistencias pueden desembocar en situaciones como las obtenidas en estados como Bolivia o Ecuador, las cuales presentan niveles de eficiencia gubernamental extremadamente bajos. De forma teórica, la public choice presupone que los individuos se comportan de manera racional, como descendientes directos del homo economicus, por lo cual debe existir una diferenciación clara entre los bienes, beneficios y utilidades en los planos público y privado, así como prever mecanismos de contención que eviten a los llamados “polizones” (Meny y Thoenig, 2000: 48-52), principales ejecutores del “escaqueo” (Akerlof, 1970: 488-500) como actos tangentes a la gobernanza.

De forma definitiva, el principal problema de la descentralización defendida por Fukuyama apela a un conflicto no explorado en sus objeciones a la administración pública. Y es que si bien este autor pone especial énfasis en la jerarquía como mecanismo de control en favor de la desconcentración funcional, y apunta a la conformación de una ética organizacional cuyo influjo se enmarca en la dinámica grupal y en la social, es necesario señalar dos inconsistencias de orden elemental. Una primera relativa a lo sugerido por Charles Tilly (2000), cuando se observa que un orden jerárquico, como un arreglo asimétrico y de sitios sistemáticamente desiguales, puede favorecer lazos débiles que tienden a incomunicar los flujos de acción y contribuir a la herencia de malos funcionamientos de nivel a nivel. En segundo lugar, las interferencias que en el sentido más general puede tener una cultura de orden parroquial (Almond y Coleman, 1960: 53-75), que en mayor o menor grado dan lugar al mantenimiento de silos o feudos (Fukuyama, 2004: 71-74).

Como alternativa de posibles soluciones a dichas observaciones pudiera advertirse que existen diversas formas de conciliación, tales como un diseño controlado de las estructuras de gobierno mediante idearios, planes de acción y mecanismos que logren dar forma al comportamiento de los individuos (Buchanan y Tollison, 1972). No obstante, una vez más, pensando en acciones que contribuyan a la dilución de grupos oligárquicos y patrimoniales de poder, y en la democratización de la función pública, conviene poner más atención a la relación principal-agente, insertando las herramientas necesarias de carácter administrativo a fin de dar más participación a los principales. Tal sería el caso de un refuerzo a los espacios de evaluación que algunas organizaciones tienen para ser calificadas por agentes que captan un servicio. Empero, es necesario considerar que ello requiere instancias capacitadas de gobierno y una ciudadanía plenamente consciente de sus facultades como entidades principales en la relación principal-agente.

De igual manera, de cara a la descentralización, Fukuyama cierra sus apuntes sobre la administración pública haciendo importantes consideraciones sobre la capacidad decisoria de las organizaciones. Primero, advierte la necesidad de cumplir con un principio de subsidiariedad, que apela a la toma de decisiones por niveles y, en segunda instancia, resalta la importancia de la rendición de cuentas y la transparencia.

Hablar de la diversificación en la toma de decisiones tiene serias implicaciones respecto al manejo de información. En efecto, tal y como rescata Fukuyama, ésta se constituye a través del manejo local (Hayek, 1945), lo cual requiere una clara distinción en el tratamiento de datos, y es su destino final. Joseph Nye, en una simplista pero práctica visión de la información, propone hablar de tres niveles: el primero, sobre datos comunes de tipo estadístico y noticioso; el segundo, como el conocimiento clave de las ventajas competitivas y el tercero de índole estratégica (Nye, 2003: 102). Distinguir con claridad entre los flujos informativos permite de modo acertado tener conciencia sobre la localidad de su manejo, pero sobre todo, y en complemento a lo planteado por Fukuyama, configurar los niveles de administración y constitución organizacional en torno a la tipología de datos en posesión. Ello facilita la flexibilización en la capacidad decisoria, de modo tal que se fortalece la especificidad y se media el volumen de transacciones definido por el catedrático de la Universidad John Hopkins.

Ahora bien, las suposiciones sobre el federalismo rescatado en La Construcción del Estado… implican hacer algunas reflexiones complementarias al margen; un esquema descentralizado de la esfera pública debe presuponer una democracia con altas capacidades funcionales. Fukuyama concibe con nitidez que en una estructura federalista con tintes democráticos existe un menor riesgo a la concentración de autoridad, pero al mismo tiempo se produce un mayor riesgo en la toma de decisiones. El conflicto de nuevo remite a que, sin una adecuada capacitación de agentes gubernamentales, los riesgos siempre se darán como elementos inminentes.

Empero, más allá de las limitantes de la administración pública, resulta imprescindible detenerse en uno de los puntos más álgidos y contradictorios de la posición de Fukuyama. Durante las últimas décadas, la exportación de modelos institucionales ha resultado nefasta para muchos países; de nuevo basta con rememorar los desenlaces del forzado ajuste estructural. Cierto es que en muchos casos se debió al acelerado ritmo con que se demolieron y crearon instituciones, pero más contundente resulta suponer que la causa última de los fracasos en la esfera pública de gobierno fue lo ajeno de los esquemas implantados dentro de los llamados estados débiles.

Para Fukuyama, en algunas circunstancias resulta atractivo trasladar estándares institucionales de un país a otro, entiéndase explícitamente, norteamericanizar al plano global con instancias de claro tinte pragmático estadounidense. Pese a ello, es loable por parte de este autor evidenciar los fallidos pasos hacia la exportación institucional en casos como el de Blaine Hoover durante la ocupación en Japón, cuyo desconocimiento de la estructura burocrática oriental resultaba más que ridículo y vergonzoso, marcando un abismo en la intención de llevar a la práctica nuevas técnicas de tipo administrativo.

Aun así, la síntesis entre la transferencia de cimientos institucionales y la no intervención en esquemas ajenos de gobernanza debe reorientarse. De nada sirve considerar los errores de viejos intentos de recomposición organizacional por parte de Estados Unidos, cuando lo realmente relevante se centra en lo que el propio Fukuyama (2002b) exalta en la idea de capital social. En ese sentido, el fracaso de toda implementación de herramientas estadounidenses en escenarios ajenos está más que declarado, motivo por el cual se debe incentivar la formación de grupos capacitados dentro de los países con bajas expectativas de gobierno, no a través de la imposición de patrones de conducta que resultan desconocidos para otras culturas o poblaciones, sino promoviendo la visión institucional desde el interior de cada Estado.

Construir las bases de gobernanza en los estados débiles significa no desalentar sus expectativas mediante el cínico intervencionismo, sino alentar a las sociedades en desarrollo en terrenos como la educación, la capacitación y la cultura política, medidas que distan en mucho de la agresión y la perpetración de ataques e invasiones que únicamente terminan por fraccionar los intereses sociales y heredan un clima de inestabilidad.

En ese sentido, y más allá de los tantos pendientes no abordados sobre la public choice (no tratados por Fukuyama, ni en esta reseña crítica por motivos de espacio), el tercer eje de discusión en La construcción del Estado… se erige sobre la polémica transformación de los estados, que obliga a redimensionar el panorama internacional, sus bases institucionales-diplomáticas y el derecho internacional como un pactum societatis de carácter global.

Para Francis Fukuyama, un esquema débil de gobernanza en el interior del país deviene en una razón de suficiente fundamento para adoptar una posición de prevención y legitimar cualquier tipo de intervención por parte de Estados Unidos en los diversos rincones del planeta. La interminable lista de candidatos, que va desde Venezuela y Cuba, hasta Siria o China, parece constituirse como una advertencia para declarar el derecho reservado de una nación para destruir y refabricar estados, cuestión que se halla lejos de la construcción propuesta inicialmente por Francis Fukuyama.

En el nivel factual, los riesgos atribuidos a los estados débiles van desde las olas masivas de migración, la violación de derechos humanos, el albergue a terroristas y la perpetración de desastres humanitarios (Fukuyama, 2004: 140). Es necesario ratificar la posición de países como Estados Unidos o el conglomerado comunitario de la Unión Europea, estados fieles a su ideal de globalización, de fronteras medianamente abiertas para agentes generadores de valor y medianamente cerradas para traficantes, terroristas, invasores y, en el peor de los casos, desempleados. En un segundo plano, debe evaluarse el grado preponderante de dependencia que dichas naciones guardan con respecto a esos flujos migratorios, que en ambos casos ‒el de la Unión Europea y Estados Unidos (Aguilera, 2001)‒, representan mano de obra barata y renovación media de su planta productiva.

Lo anterior sólo representa uno de los aspectos más ambiguos en la discusión con respecto a las divergencias entre estados débiles y fuertes. Ahora piénsese en el abismo de legitimidad planteado por las nuevas posiciones asumidas por Estados Unidos a raíz del 11 de septiembre (11-S).

Para Francis Fukuyama, “la lógica de la política exterior de Estados Unidos desde el 11-S está desembocando en una situación en la que, o bien se asume la responsabilidad de la gobernanza de los estados débiles, o bien deja el problema en manos de la comunidad internacional” (2004: 142). Con ello se debe entender la justificación de la Doctrina de la Guerra Preventiva, que en palabras del propio Fukuyama se traduce en la acción militar directa de Estados Unidos para gobernar a las poblaciones potencialmente hostiles de los países que lo amenacen con el terrorismo. Sin embargo, en ello se encierran por lo menos las siguientes contradicciones:

  1. La idea circundante acerca de la prevención existente en el derecho remite a la instrumentación normativa de leyes y aplicaciones jurídicas preservativas de la seguridad. El carácter previsor de la implementación legal está teóricamente establecido en un sentido “defensivo”, nunca “ofensivo”, puesto que, de estar en este último cauce, la prevención de la agresión adquiere un sentido meramente belicoso con un potencial de confrontación infinita, un círculo vicioso en el que toda acción representa un posible abuso o arremetimiento. Esto, tomando en cuenta la idea general del Estado de Derecho y la legitimidad por vía de la legalidad (Habermas, 1997).

  2. La débil gobernanza no puede ser pensada como una condición causante de la débil soberanía, aun entendiéndola bajo la perspectiva del alemán Carl Schmitt, para quien el fin de lo político se halla en la pérdida de la capacidad de decisión, entendida como el derrumbe de la soberanía (Atilli, 1997: 103-123). Fukuyama arguye que las intervenciones, tomadas como violaciones de la soberanía, responden en esencia a dos motivaciones, la primera, sobre la preservación de derechos humanos, y, la segunda, para mantener la seguridad. Empero, ninguna de esas razones constituyen argumentaciones suficientemente sólidas para menoscabar el papel soberano de un Estado, intervenirlo y destruirlo para después reedificarlo. En el sentido conclusivo de esta contradicción, es decisión de los pueblos, no estados, tal y como asume Rawls, decidir reestructurar su entidad de gobierno sin la descarada intromisión de agentes del exterior.

  3. Más aún, en el sentido de la anterior acotación, es clara la inconsistencia de Fukuyama al identificar el riesgo a la integridad estadounidense en grupos terroristas como Al-Qaeda, cuestión poco relacionada con el aniquilamiento de estados. La confrontación entonces debe responder a un enfrenamiento con enemigos plenamente identificados. Para John Rawls, en El Derecho de Gentes es claro que “si la preocupación de un Estado es dominante; y sus intereses incluyen cosas tales como convertir otras sociedades a la religión del Estado, ampliar su imperio y ganar territorio, obtener prestigio y gloria dinástica, imperial o nacional, y aumentar su fuerza económica relativa, entonces la diferencia entre estados y pueblos es enorme” (2002: 40). Eso en el sentido de distinguir que la guerra emprendida por Estados Unidos en casos como Irak y Afganistán no sólo violentaron la estructura estatal sino también la base poblacional, resquebrajando las garantías humanas que antes motivaban a las intervenciones y cometiendo perjurios y agravios en contra del defendido. “Intereses como estos (señalados por Rawls) tienden a enfrentar un Estado con otros estados y pueblos, y amenazan su seguridad, sea expansionista o no. Las condiciones básicas también auguran el estallido de una guerra hegemónica” (Rawls, 2002: 141).

  4. Con las justificaciones del unilateralismo enunciadas por Fukuyama en este último punto de discusión, relativas a la defensa de los principios humanitarios y la seguridad global, sólo termina por reforzarse el mito de la Norteamérica excepcional (Barber, 2004: cap. II), como una entidad desapegada de los principios de carácter internacional y de los ordenamientos que medianamente intentan regir el caótico esquema global.

  5. Respecto de la legitimidad, se guarda una última inconsistencia al concebirla desde la perspectiva estadounidense como el fruto de la voluntad de las mayorías democráticas de los estados naciones constitucionales (Fukuyama, 2004: 155-168), recordando que las intervenciones de Estados Unidos en el Medio Oriente fueron descalificadas del todo por una gran mayoría de países. Fukuyama parece olvidar que incluso se desconocieron las recomendaciones de la ONU y que la legitimidad estuvo basada en una pugna comenzada en la década pasada en contra de un Saddam Hussein, antes fiel compañero de la batalla contra Irán, en la cual los derechos de la minoría kurda resultaron ignorados, abriendo paso a la arbitrariedad.

Así pues, Fukuyama tiene razón al concluir que el paradigma después del 11-S no girará en torno a “cómo recortar la estatalidad, sino a como construirla” (2004: 176) en el marco no sólo de los fortalecimientos de carácter interno, sino también al margen de los nuevos arreglos de alcance internacional que puedan velar por el buen desempeño de las relaciones interestatales.

La construcción de lo estatal debe, en ese sentido, ser protagonizada por los propios estados débiles, retomando el control de las fuerzas convergentes en el interior de sus esferas, sin esperar la llegada de modelos ajenos a sus formas de vida.

Los estados débiles deben, pues, verter su esfuerzo en fomentar su capacidad en el ejercicio de su conducción política, reforzando no sólo los elementos institucionales previamente señalados, sino también asegurando que su población cuente con mecanismos eficientes de expresión y garantía de sus derechos y libertades.

El desenvolvimiento de la capacidad estatal debe estar de ese modo libre de todo estorbo endógeno y exógeno, saber alternar sus facultades dinámicas de adaptabilidad coyuntural con el mantenimiento y fortalecimiento de sus áreas de plenitud. Encontrar entonces que el alcance de sus funciones debe tener importantes rasgos de fuerza, dando también oportunidad de entrada a otros agentes en una labor prominente de desconcentración del poder, función y autoridad. Mercado, sociedad, gobierno y agentes internacionales deben comulgar en el juego de la participación que asegure la maximización del bienestar dentro de las esferas estatales, implicando con ello cambios significativos y graduales en las vías de acción política y en las percepciones incluso de orden cultural.

La administración pública debe cumplir con la labor de dinamizar el entorno político mediante la planeación estratégica y la fuerte capacitación, que directamente relacionado con lo argüido por Francis Fukuyama, debe apuntar hacia el fortalecimiento del capital social como entidad de transformación en el devenir de todo Estado.

Aun así, debe quedar claro que los embates por los cuales hoy se hunde lo estatal responden a una conjugación escénica entre las instituciones, sus agentes, la sociedad y el gobierno como actores constituyentes del Estado. La reinvención del Estado debe ser, entonces, una misión de aquellos a quienes la insuficiencia institucional cubre con su desbordamiento, y debe tender a la reformulación de esquemas y no al arrasamiento de estructuras ni a la exportación de modelos a través de la disuasión o la agresión. Hoy, la construcción del Estado debe ser no una radical demolición, sino un replanteamiento global de la esfera política y social.

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