1. Introducción
Hacia la década de los años setenta, Guillermo O’Donnell reflexionaba sobre las características que compartían los Estados capitalistas. Sus planteamientos teóricos se radicalizaban a consecuencia de lo vivido en su país natal, Argentina, y lo ocurrido en otros países del Cono Sur con las dictaduras militares. El golpismo e intervencionismo militar trajeron consigo debates en todos los planos intelectuales.1
O’Donnell contribuyó de forma importante a una teoría del Estado, que ha tenido afinaciones conceptuales, a partir de lo que denominó, Estado burocrático-autoritario.2 El Estado es un espacio político territorialmente determinado, sustento de dominación a través de la autorización de la supremacía en el control de los medios de coacción física. Utiliza múltiples recursos como medios de control: económicos, ideológicos, de información y de coerción física. Con ello, determina la especificidad de lo político-estatal,3 sumado a la precisión sobre su inmersión actual en cuestiones del mercado y la globalización.
La mirada de O’Donnell fue más allá, pues señaló que el Estado no se conforma únicamente por el entramado burocrático, sino que se constituye por una compleja articulación de relaciones sociales mediadas por un sistema jurídico-legal. En este sistema, la aplicación de la ley no está exenta de disputa. La importancia que dio a la legalidad estatal lo condujo a mostrar múltiples caras del Estado en su relación con la sociedad. Así, concluyó que la justicia no se administra ni se aplica por igual en los diferentes clivajes sociales.
Tuvo la inquietud intelectual de analizar un “tipo perverso de legalidad” en territorios controlados ―política y económicamente― por jefes mafiosos o, incluso, por propios funcionarios estatales que aplican su propia modalidad de justicia y ejercen poderes discrecionales sobre la población. Estos poderes son lo que O’Donnell denominó zonas marrones.4
La mayor producción investigativa de O’Donnell se llevó a cabo en las décadas de los años ochenta, noventa y la última del siglo XXI, particularmente, en países de la región latinoamericana. Por ello, esta investigación partió de una pregunta generadora: ¿La extensa obra de O’Donnell es vigente y factible de ser un marco teórico-conceptual de análisis para México? Con esa tarea, los lineamientos metodológicos exigieron una profunda revisión sobre los escritos de O’Donnell, aquellos que analizaron el tema-problema de las zonas marrones, a fin de contrastar y llegar al objetivo: demostrar la posible existencia de zonas marrones en México.
La lógica argumentativa se dio en sentido deductivo. No se podría comprender el problema de las zonas marrones en toda su complejidad, sin los elementos de la teoría del Estado, de O’Donnell; las formas de legalidad estatal que le dan sustento, y los vacíos en esa legalidad estatal que propician el surgimiento de esas zonas marrones. Éstas se insertan de forma oportunista y perversa en los clivajes sociales, generando un círculo vicioso entre la legalidad fallida y la violencia.
El artículo se integra por cuatro apartados. El primero ofrece algunas precisiones respecto al Estado y establece qué es el Estado en la terminología de O’Donnell. En él, encontramos las cuatro dimensiones constitutivas que le permiten caracterizar un ideal de Estado de derecho democrático. Éste nos posibilita contrastar al Estado burocrático-autoritario, ambos mediados por el monopolio de la coerción física. El siguiente apartado analiza el entramado jurídico-legal y hace hincapié en la ley y la red de instituciones estatales. Éstas, a su vez, dan sustento al orden estatal con base en sus componentes esenciales: territorialidad y funcionalidad.
El siguiente apartado explica las deficiencias en la legalidad del Estado, en los fenómenos que se generan y su impacto en las instituciones, lo cual permite precisar qué son las zonas marrones. El último apartado se enfoca en confirmar la existencia de zonas marrones en México. Para ello, analizamos ciertos escenarios de violencia, el papel del Estado y de los legisladores marrones, así como la percepción ciudadana sobre la seguridad. Asimismo, analizamos una práctica habitual en México: la discrecionalidad en la aplicación de la ley.
2. Algunas precisiones respecto al Estado
En las primeras aproximaciones del concepto Estado, O’Donnell mostraba su preocupación hacia las bases de dominación, hacia la articulación desigual y contradictoria de la sociedad en clases, en actos de expropiación y explotación del valor del trabajo, y enfatizaba en el control ideológico. La desposesión no sólo la refería a los trabajadores, sino también a los propios capitalistas con relación a los medios de coacción. Señalaba que únicamente el Estado ejercía la supremacía de esos medios, a través de las instituciones estatales creadas ex profeso. Éstas se constituyen cuando se garantizan los medios de control.5
Esas instituciones aparecen ante la sociedad como neutras, como formas no capitalistas, pero que, en su carácter propiamente político, son la base constitutiva de esas relaciones sociales de dominación. Con ello, lo estatal-político se produce y reproduce. El Estado es el garante, articulador y organizador de la sociedad y, puesto que la dominación es relacional entre sujetos sociales, la relación económica aparece como privada, entre particulares, que, encubierta por el Estado, aparenta ser externa y ajena a las relaciones de dominación. O’Donnell ahondó en este punto al analizar los espacios económicos que son protegidos políticamente.6
En décadas posteriores, O’Donnell considera la dinámica de la sociedad y la globalización, enfatiza en otros aspectos constituyentes del Estado capitalista y de su componente democrático. Ahora, lo determina como una “asociación con base territorial, compuesta de conjuntos de instituciones y de relaciones sociales (la mayor parte de ellas sancionadas y respaldadas por el sistema legal de ese Estado) que normalmente penetra y controla el territorio y los habitantes que ese conjunto delimita”.7
Para su buen funcionamiento, el Estado requiere de cuatro dimensiones: a) un complejo de burocracias que demuestren eficacia en sus responsabilidades para el bien común; b) un sistema legal con grados de efectividad que actúe conforme a las facultades y responsabilidades de un sistema jurídico-legal; c) un sustento de identidades colectivas con grados de credibilidad al ser un foco de identidad nacional para sus poblaciones, y d) un sistema de filtros con relación al territorio, a la población y al mercado, el cual aminore el impacto de la globalización para proteger y beneficiar a sus poblaciones.
Un punto clave para nuestro tema es el de la coerción física. La aportación de O’Donnell refiere al uso de la violencia de Estado, mientras Weber8 sólo la refiere al reclamo del Estado para ejercer el monopolio del uso legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente. En cambio, O’Donnell señala con precisión que la exigencia es el monopolio en la autorización legítima del uso de la fuerza física. Ambos autores coinciden en que son las comunidades políticas las que legitiman el ejercicio de la coerción física por medio de mandatos o de permisos de la propia comunidad. Es decir, hablamos de cuestiones de legalidad y legitimidad del orden estatal.
Con estas premisas sobre lo que debe operar en un Estado esencialmente democrático, pensamos en México y en el debate suscitado por O’Donnell, respecto a un Estado autoritario o democrático, particularmente si esos atributos sólo corresponden al régimen. Siguiendo a O’Donnell,9 una característica esencial del contexto autoritario radica en su sistema legal. Existe la legislación para la protección de derechos fundamentales y garantías individuales que se aplique conforme a derecho, pero en muchos casos carece de efectividad, se soslaya, o se encuentra subordinada a intereses económicos, de los grupos de interés político, o ligados a grupos delincuenciales.
Conforme lo expuesto, se percibe que varias particularidades del Estado autoritario se presentan en amplias zonas del país, sobre todo en el norte de la república mexicana. En esta legalidad truncada, prevalece el autoritarismo institucionalizado, pues algunos gobernantes y funcionarios quedan al margen de la ley y de la rendición de cuentas en los tres niveles de gobierno, así como otros poderes “superiores”, ligados a la delincuencia organizada, como ha ocurrido en zonas de Chihuahua, Sinaloa, Coahuila, Tamaulipas. Pero también sucede en Michoacán, Veracruz y Guerrero, y al sureste, en Oaxaca y Chiapas, ya sea en capitales del estado o áreas municipales. A estas entidades federativas se han sumado otros espacios territoriales que, como focos de alerta, indican el crecimiento de los rasgos de un Estado autoritario ante la prevalencia de fallas en la legalidad y uso faccioso del poder.
3. Formas de legalidad estatal
En una comunidad política, el orden estatal, su territorialidad y su funcionalidad se constituyen en un complejo entramado jurídico-legal que le proporciona cohesión y previsibilidad ―entre libertades, derechos y obligaciones― a la sociedad y al propio Estado. O’Donnell10 subraya que el sistema legal de un Estado genera cohesión a una diversidad de factores que permiten en su conjunto múltiples relaciones sociales, como la multiculturalidad, la diversidad ideológica e, incluso, el pluralismo legal en la producción de normas e instituciones, las cuales se acentúan, conforme las dinámicas de la globalización.
El sistema legal es una dimensión constitutiva del Estado que busca implantar un orden dentro de un determinado territorio. La ley y su efectividad consisten en comportamientos habituales, los cuales se conducen en patrones generados para su regular aplicación proporcionando la textura subyacente del orden social. En caso contrario, existe sanción mediante acciones estatales de coerción física.11 O’Donnell especifica que la ley “Se refiere a las únicas entidades verdaderamente existentes, expresiones organizacionales, altamente ritualizadas e institucionalizadas, especialmente en las democracias contemporáneas”.12
Por ello, la política de Estado hacia su propia imagen se sustenta en pregonar la igualdad de y ante la ley. Es más, “toda ley debe haber sido redactada y promulgada públicamente por una autoridad competente, y que dicha ley se aplique equitativamente por las instituciones estatales relevantes, incluyendo no sólo el poder judicial”.13 Un Estado de derecho considera convivir en un “Estado que no sólo ejerce el poder sub lege [sometido a la ley], sino que lo ejerce dentro de los límites derivados del reconocimiento constitucional de los llamados derechos inviolables del individuo”.14
Una serie de indicadores muestra la capacidad del sistema legal para mantener el ordenamiento general de la sociedad. O’Donnell ha identificado cuatro niveles que interactúan en una red de instituciones estatales.15 En primer lugar, está el nivel interinstitucional que, en el caso de la justicia, exige no sólo la autoridad del juez, sino la acción de todos los elementos del sistema de justicia, por ejemplo, abogados, policías, ministerios públicos, entre otros.
El segundo refiere al control horizontal de las instituciones del Estado y de sus funcionarios sobre la legalidad de sus acciones y omisiones. El siguiente nivel precisa que en todo el territorio estatal el sistema legal se aplique sin que queden regiones o espacios fuera de la legalidad estatal. Por último, el sistema legal no debe aplicarse en función de la estratificación social: jueces y dependencias judiciales no deben distinguir las condiciones particulares de los sujetos.
En este sentido, para O’Donnell, debe existir un marco global que permita la ejecución del sistema legal en la forma estatal, así: “Un estado en el que el sistema legal sanciona y respalda los derechos y libertades el régimen democrático, y donde instituciones pertinentes actúan en dirección a efectivizar e implementar esos derechos”.16
En su momento, afirmó que debía “ser considerado no sólo como una característica genérica del sistema legal y del desempeño de los tribunales sino también como el gobierno con base legal de un estado que alberga un régimen democrático”.17 Esa fue su principal inquietud intelectual. Un Estado de derecho democrático debía asegurar los derechos políticos, las libertades civiles y los mecanismos de accountability, preservando la igualdad política de todos los ciudadanos y marcando los límites a los abusos del poder estatal y privado.18
Su análisis respecto a la sociedad y el sistema legal le llevó a constatar la existencia de comportamientos habituales para acatar la ley debido a condicionantes desde consuetudinarias, como el temor al castigo, hasta el reconocimiento de la eficacia y legitimidad de la ley.19 Esas conductas habituales en la población tienen un fuerte sustento en la dimensión ideológica del Estado.
4. Legalidad fallida: zonas marrones
De carácter opuesto al Estado de derecho democrático, existen otras realidades políticas cuando ese orden jurídico-legal no es igualitario, con lo cual se presentan conflictos. O’Donnell identificó cinco deficiencias respecto a las formas legales estatales: a) en la legislación con leyes discriminatorias a grupos vulnerables; b) en la aplicación discrecional de la ley en beneficio de los privilegiados, esto es “Ser poderoso es gozar de impunidad [legal]”20; c) en el trato desdeñoso de instituciones estatales a ciudadanos; d) en el acceso al poder judicial y a un proceso justo plagado de complicaciones económicas y burocráticas, y e) en las deficiencias por la simple y flagrante ilegalidad.21 Estas precisiones se entienden cuando el Estado y su forma económica tienden a producir y reproducir relaciones de poder asimétricas, socialmente parciales y protegidas políticamente.
Son varios los fenómenos que se suscitan cuando las formas de la legalidad estatal no se acatan generando las características del Estado burocrático-autoritario.22 Uno de los que más estudió O’Donnell fue la democracia delegativa, la cual describe las prerrogativas y el derecho de gobernar del presidente en turno ―figuras políticas por encima en los partidos y de otras instituciones, como congresos y tribunales―, al margen y exento de cualquier tipo de restricción legal.23
En consecuencia, el incumplimiento de la ley por las propias dependencias estatales anula la efectividad de controles recíprocos en los espacios de la burocracia pública, lo cual ocasiona déficit de accountability horizontal.24 Ante la falta de rendición de cuentas y de la operatividad de las instituciones estatales, surgen a la par otro tipo de instituciones “informales” que tienden a suplir parte de las funciones gubernamentales con derechos y obligaciones para la población de forma facciosa y particularista. Esto provoca otra clase de problemas en sectores amplios de la población, como lo que O’Donnell denominó ciudadanía de baja intensidad.
Nos interesa de forma particular el punto que cuestiona tanto la territorialidad como la funcionalidad del Estado, aquello que O´Donnell denominó zonas marrones. Ahora nos preguntamos: ¿qué sucede en espacios territoriales donde la legalidad es claramente fallida? ¿Qué impacto social tienen las brechas de legalidad cuándo de forma constante se privatiza la aplicación de la ley? En los siguientes apartados respondemos estas cuestiones, reflexionando sobre México.
Estrechamente relacionados con las zonas marrones del Estado, O’Donnell identifica los intereses fácticos en los poderes del Estado, fenómeno que debe reflexionarse a partir del concepto de ley que hemos expuesto. Concretamente, identifica fallas relacionadas con el uso y la aplicación de la ley, debido a la fragmentación del Estado. En esta perspectiva, la aplicación del sistema jurídico- legal es discrecional. Lo mismo podemos afirmar respecto a la administración y procuración de justicia.
El Estado de derecho pierde gran parte de su esencia y se materializa en poderes fácticos. Acorde a las funciones del Estado, éstos se extienden en áreas estratégicas de los tres poderes ―ejecutivo, legislativo y judicial, y en los tres niveles de gobierno―, particularmente, ligados a grupos poderosos sean económicos, políticos, de presión con intereses particulares al margen de la ley, o a cárteles del narcotráfico, como ha sucedido en México desde hace una década.25
“La legalidad frecuentemente truncada y la legitimidad de la coerción que la respalda es desafiada por su escasa credibilidad como intérprete y realizador del bien común”26 en la figura de los gobernantes y encargados de la ley ante la desconfianza por parte de la población. Los problemas que se vislumbran ante esas deficiencias son relativos a la
homogeneidad con que se extiende el sistema legal a lo largo del territorio del Estado (la existencia de zonas marrones da cuenta de importantes vacíos al respecto); variaciones en que el trato que el sistema legal confiere a diversas clases sociales, etnias, sectores económicos y distintos grupos; si existen y se aplican reglas para sancionar la discriminación […] y si la supremacía de la Constitución es reconocida y si existe tribunal supremo o constitucional que la protege activamente.27
Es pertinente que precisemos qué son las zonas marrones. De forma gráfica, O’Donnell ha identificado en varios países del mundo, incluyendo a Europa, la efectividad de sus sistemas legales con sustento en la territorialidad y la funcionalidad del Estado, poniendo en color azul, un alto grado de presencia estatal; en verde, la mayor eficacia en la penetración territorial; en marrón, la poca, débil o nula existencia del Estado en esas dos áreas fundamentales: en un eficaz aparato burocrático estatal (territorial) y en una legalidad efectiva (funcional).28
Esta última categorización de color marrón está presente en México en numerosas regiones; son “territorios controlados por grupos de personas cuyos recursos no provienen de las elecciones, sino de actividades económicas semilegales o sencillamente mafiosas, como el narcotráfico y el contrabando”29. Es decir, son regiones en donde la presencia de la legalidad estatal tiene grandes vacíos.
En México, el impacto que suscita este tipo de organización, a nivel de las instituciones, acarrea tres clases de problemas en la legalidad del Estado. El primero de ellos confirma que ciertos grupos delincuenciales han arrebatado al Estado una porción legal del territorio, controlando e imponiendo “normatividades” al margen de la ley. El segundo problema es que los grupos económicos poderosos, e incluso con cierta afiliación política, también se excluyen del acatamiento de las obligaciones que impone el Estado conforme a la legislación vigente. El tercer problema es que las propias instituciones del Estado no acatan la ley y violan de alguna manera la legalidad pública.30
5. Clivajes31 sociales y brechas en la legalidad
Está constatado que en México existen áreas de poder político y económico, las cuales son autónomas y e incapaces de garantizar la efectividad de las leyes y del sistema penal, éstas son las zonas marrones. Hay diferencia entre las zonas urbanas y las regiones periféricas en tres sentidos. Por una parte, en las zonas periféricas se manifiestan de manera más grave los problemas económicos; su sistema burocrático tiende a ser débil, y el sistema de poder local ejerce grados extremos de denominación caciquil, personalista y violenta.
En este último punto, se registra aumento en el índice de delitos, no sólo perpetrados por la delincuencia, sino por las intervenciones ilícitas de los cuerpos policiales y del Ejército, y por la creciente incapacidad del gobierno para hacer efectiva su propia legalidad.
La consecuencia ineludible de la legalidad fallida en las zonas marrones es el aumento en acciones de violencia. En 2016, el Gobierno federal implementó un programa emergente de seguridad en 18 entidades federativas, en ellas, 50 municipios registraron 44 % de los homicidios a nivel nacional.32 Para junio de 2017, los resultados de las acciones gubernamentales en esas políticas de seguridad eran inciertos por falta de información oficial. El seguimiento realizado por México Evalúa mostró que, de los 50 municipios más letales del país, 56 % había tenido una tendencia a la baja en el binomio violencia-homicidios, mientras que, 44 % incrementó la tendencia.
Explicar en las zonas marrones los fenómenos delictivos y su relación con la efectividad de la ley es compleja. Muchos factores intervienen, uno de ellos es la falta de información, puesto que, “al desconocer los objetivos, criterios e indicadores detrás del operativo federal, los resultados no [pueden] interpretarse como una evaluación de impacto sino como una herramienta para visualizar tendencias […] México no enfrenta un solo problema delictivo, sino diversos factores que propician el aumento de homicidios”,33 ligados a muy diversas causas.
Por lo anterior, los diagnósticos deben ser diferenciados de acuerdo a los clivajes sociales. Otro de ellos recae en el reacomodo territorial de los grupos delincuenciales, esencialmente ligados al tráfico ilícito de drogas. La captura o muerte de dirigentes de algunos cárteles, implican movimientos y luchas de poder por controlar la ganancia económica y el territorio. Ello explica el por qué disminuye o aumenta la violencia en determinado momento, tanto en zonas urbanas, como periféricas.
La pregunta que surge ahora es: ¿qué sucede con el Estado ante la ineficacia de la aplicación de la ley? Legalmente no pierde su estructura constitucional. Existe la división de poderes, la forma de gobierno y las instituciones con las que opera, así como el máximo órgano de seguridad en México, el Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP),34 que constantemente revisa y propone legislación en pro de la seguridad pública y nacional.
Los acuerdos que se toman son bajo la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública. En la última sesión de 2016, parte de los acuerdos refirieron a la homologación de modelos para toda la república mexicana de Acciones para la consolidación de la política pública en materia de prevención social de la violencia y la delincuencia; asimismo, se aprobaron los criterios del Fondo de Aportaciones en la materia para el ejercicio fiscal de 2017.35
Nuestro punto de análisis refiere ahora a los actores políticos que toman decisiones en la implementación de las políticas públicas. Entender las relaciones entre los Poderes de la Unión es complejo, particularmente cuando en el Poder Legislativo (Cámara de Diputados) se debe aprobar el presupuesto gubernamental de forma anual. El congreso nacional como fuente de legalidad y generadora de derecho es importante. La conformación del espacio legislativo se forja en ocasiones en la competencia democrática, pero, en otras, en luchas encarnizadas por obtener escaños, particularmente, cuando se trata del partido político vinculado el ejecutivo federal.
En ese espacio político del Estado, O’Donnell también ha identificado a legisladores cuyos intereses les obligan a “sostener el sistema de dominación privatizada que los ha elegido y canalizar hacia ese sistema la mayor cantidad posible de recursos estatales”.36 Estos son los legisladores marrones.
En México, sobran evidencias sobre prebendas e intercambio de favores entre partidos, legisladores y poderes del Estado, así como la manipulación y el manejo discrecional, en la legislación nacional con impactos negativos hacia la población en áreas esenciales de impuestos, de acceso a la salud, educación, de protección de grupos vulnerables, e incluso, en la transparencia, rendición de cuentas y leyes anticorrupción que las propias instancias gubernamentales deben hacer públicas.
Al respecto, reparamos en una acción trascendente que emprendió el gobierno federal en 2014 ante la certeza del control de territorios, principalmente, por cárteles de la droga. Los cruentos homicidios se habían extendido, no sólo a los involucrados en los conflictos, sino también a la ciudadanía en general. El Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia (PNPSVD)37 se creó con el objetivo de atender los factores de riesgo y de protección vinculados a la violencia y la delincuencia siguiendo el enfoque de la seguridad ciudadana, el cual privilegia su participación en la construcción de ambientes seguros a través de la prevención.
Posterior al PNPSVD, se implementaron otras acciones con programas destinados a la prevención, como el Programa Nacional de Prevención del Delito (Pronapred) a zonas urbanas y otros destinados a la intervención expresa en las comunidades.38 En teoría, los clivajes sociales estaban ahí. Empero, el ambicioso PNPSVD,39 en el cual el Gobierno federal invirtió en los escasos dos años de ejecución, casi diez mil millones de pesos, desapareció del Presupuesto Federal de Egresos de 2017.
Es decir, no se destinó expresamente ninguna partida presupuestaria, aunado al recorte de 952 millones de pesos en otros rubros que recibían subsidios para seguridad.40 A esta información se suma que la ley que sustentaba tal programa, Ley General de Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia, el debido reglamento, necesario para su plena ejecución, se publicó varios meses después.41
El impacto negativo de estas decisiones políticas no sólo se vincula a brechas cada vez más amplias sobre seguridad, sino también a la percepción social del actuar del Estado. Bien afirma O’Donnell: “esto aumenta la fragmentación del Estado (y sus déficits): el marrón se extiende hasta la cúspide burocrática del Estado”42 y de sus actores políticos sin importar a qué partido pertenezcan.
Como mostramos enseguida, no simplemente la falla de programas destinados a la protección ciudadana y aplicación de la ley, sino a la falta de evaluación, rendición de cuentas y de nuevas propuestas para la prevención delincuencial. La Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (Ensu) de marzo de 201743 sobre un área del clivaje social, la urbana, constata parte de la percepción sobre la seguridad que brinda el Estado.
Brevemente, señalamos que se respondió afirmativamente a la “sensación de inseguridad y temor al delito” (72.9 %); también fue frecuente el “Cambió de rutinas o hábitos por temor a ser víctimas de delito” (62.7 %); sobre el “Atestiguamiento de conductas delictivas”, la proporción de la población que mencionó haber visto o escuchado conductas delictivas o antisociales en los alrededores de su vivienda fueron: consumo de alcohol en las calles (64.7 %), robos o asaltos (63 %), vandalismo (51.8 %), venta o consumo de drogas (40 %), bandas violentas o pandillerismo (34 %) y disparos frecuentes con armas (32.5 %). De los datos anteriores registrados por Ensu, se desprende que la percepción de la población respecto a situaciones de inseguridad es alta, incluso, se pone de manifiesto el conocimiento de los climas de violencias que atraviesa el país.
Escapa al espacio de este artículo, plasmar otras evidencias respecto a la percepción de la inseguridad en las zonas periféricas y rurales con el surgimiento de grupos armados que han tomado la justicia por propia mano ante las fallas y vacíos en la legalidad del Estado, aunado a otros factores que complejizan el problema (pobreza y marginación, por ejemplo). Nos referimos a los grupos paramilitares, policías comunitarias y grupos de autodefensa,44 potencializando aún más el binomio ilegalidad-violencia en las zonas marrones.
El análisis de O’Donnell sobre ciertos países de la región latinoamericana no es ajeno a la realidad que se vive en México. Las características de ese Estado legal que se afirma en el discurso oficial gubernamental con factores de estabilidad económica (con inversión y crecimiento de pleno empleo), política (con procesos electorales en tiempo y forma) y social (con atención a minorías y grupos vulnerables con programas sociales) se encuentra limitado en sus alcances. Ante ello, y los vacíos en la legalidad, viene la duda, ¿se trata de que el Estado cree nueva legislación o de aplicarla conforme los principios del Estado de derecho?45
En el escenario nacional se percibe la aplicación de la legalidad estatal de forma intermitente y discrecional, muchas veces controlada por poderes privados que hacen de la legalidad truncada normas y leyes informales que tienden a producir, tanto en áreas urbanas, como periféricas y rurales, espacios de extrema violencia. En palabras de O’Donnell, “Estas son las zonas marrones, son sistemas sub-nacionales de poder con base territorial y un sistema legal, informal pero eficaz, que coexiste con un régimen que al menos en su centro político es democrático”.46
Con este sustento, comprender las zonas marrones de un Estado lleva al análisis de la “dimensión autoritaria [que] se entremezcla en forma compleja e intensa con la dimensión democrática” dando la apariencia de ser un Estado democrático.47 En suma, cualquiera que sea el contexto de aplicación de la ley, conforme a derecho o violatoria a las normas establecidas, implica el ejercicio de poder que no siempre es a favor de la ciudadanía.
O’Donnell ha señalado falencias y mecanismos ventajosos que confirman la discrecionalidad en la aplicación de la ley: creer que la ley se aplica de forma igualitaria para toda la población; el complicado acceso a la procuración de justicia para los ciudadanos, y la existencia de acciones ilegales en cualquier ámbito, ya sea la legislación, los funcionarios o las instituciones.48 Las implicaciones y consecuencias son análogas para México.
Enseguida, consideramos tres grandes problemas en las zonas marrones existentes en México. Quizá el principal problema radique en la aplicación discrecional de la ley, en su manipulación en favor de intereses (personales, partidistas, políticos, económicos) y en contra de adversarios o grupos vulnerables.
Otro punto de conflicto es la pérdida del imperio de la ley en amplias zonas del territorio mexicano a favor de grupos poderosos ligados a la delincuencia organizada, ―en muchas ocasiones demostrado― en contubernio con las propias autoridades; por último, y en consecuencia de lo anterior, de forma paradójica, la asertividad en la funcionalidad del Estado mexicano.49 Su propia fragmentación posibilita que los problemas de funcionalidad implanten un orden desigual, pues la ley se maneja conforme los intereses políticos o económicos de quien la aplica.
Bajo este argumento, O’Donnell expresó que “México, a pesar de haber tenido durante décadas regímenes autoritarios centralizadores, también [es un caso] de gran heterogeneidad territorial y funcional”,50 dejando al país lineamientos de una cultura política con relación a la procuración y administración de la justicia, sustentada en instituciones particularistas con acceso a cuestiones privadas y asimétricas, como la amistad, la riqueza, la familia, entre otras.51
No obstante, México tiene un gobierno de corte democrático.52 Si bien, los procesos de liberalización en el país han logrado abrir espacios para la transición a la democracia, los escenarios no han sido suficientes,53 pues han sido afectados por otros factores. En su análisis comparativo sobre las debacles económicas, la inflación y sus múltiples trastornos sociales en países de la región latinoamericana, O’Donnell afirmó que el partido en el poder ―en aquel momento, el Partido Revolucionario Institucional― supo manejar instrumentos eficaces para la implementación de las políticas neoliberales dada la cercanía y los intereses geopolíticos con los Estados Unidos de América.54 Tales políticas han fracasado al no reflejar a la baja los índices de pobreza, desigualdad y exclusión, que afectan no sólo el sistema legal de justicia, sino la calidad de la democracia.
Para concluir este apartado, y con la intención de visualizar cambios a favor del Estado de derecho y la democracia, es pertinente traer a escena algunas de las tesis sobre el Estado burocrático-autoritario que O’Donnell formuló. Detecta como problemas principales la ineficacia de la burocracia, la inefectividad de su sistema legal-justicia y la escasa credibilidad por parte de la población hacia el gobierno, las instituciones y el Estado.55
Por ende, creemos que la agenda pública del gobierno mexicano debe ampliarse hacia la atención ética de esos problemas, si realmente se quieren erradicar las fallas territoriales y funcionales que propician las zonas marrones.
6. Conclusiones
La discusión nos conduce de vuelta al objetivo y a la pregunta que guió este trabajo: ¿la extensa obra de O’Donnell es vigente y factible de ser un marco teórico-conceptual de análisis para México? En congruencia con el análisis realizado, consideramos que sí. En México, claramente se aprecian algunas de las tesis de O’Donnell sobre el tipo de Estado burocrático-autoritario. Constitucionalmente, el país tiene una forma de gobierno sustentada en la democracia representativa.
A pesar de ello, coexiste con el autoritarismo institucionalizado, la legalidad fallida que permea en las zonas marrones lesionando las premisas de la democracia liberal sobre ciudadanía y justicia. Sin embargo, permite el ejercicio de los derechos políticos durante los procesos electorales.
La crisis de Estado que refiere O’Donnell, fenómeno íntimamente ligado a la atomización de la sociedad en su conjunto, forma parte del escenario nacional. La percepción social sobre el Estado mexicano al interior del propio país, incluso, al exterior, reflejan imágenes de desintegración del aparato estatal y de la eficacia del orden, la seguridad y el Estado como ley. Esto aunado a la poca credibilidad de las instituciones estatales y la desconfianza de la actuación de los gobiernos en turno como agentes en defensa legítima de los derechos e intereses de la ciudadanía.
Luego entonces, es entendible el malestar de la sociedad civil por el abuso del poder en todos los niveles de gobierno ante la legalidad truncada y el desprecio hacia la aplicación de leyes que castiguen a los responsables del uso indebido del erario, por citar un ejemplo.56
En el sistema jurídico-legal la aplicación de la ley pone en evidencia, no únicamente relaciones de desigualdad, sino relaciones de dominación, entre grupos ciudadanos poderosos y vulnerables por acciones fuera de la ley de funcionarios marrones. La procuración y administración de la justicia se encuentra en relación a desigualdades sociales y económicas de la población.57 Tal parece que corrupción e impunidad se han vuelto premisas aplicables al quehacer cotidiano gubernamental.58
O’Donnell no estaba equivocado al afirmar la coexistencia de instituciones democráticas y autoritarias, como en el caso mexicano. Las primeras, formalmente en la Constitución y la normatividad secundaria; las segundas, operando de forma encubierta ―y muchas veces violatoria― a través de la fuerza pública estatal. Con todo, ambas prevalecen antagónicamente en la conducción del Estado asociadas a ciertas prácticas de la ley, que han servido en el uso faccioso del poder público.
La controversia in-constitucional que pretendió que las Fuerzas Armadas de México cumplieran la función para las que fueron creadas, quedó sólo en papel. Ello reafirma al Estado autoritario que, utilizando el monopolio de la “violencia legítima” bajo el sistema jurídico-legal, despliega mayor violencia para “controlar” los segmentos de ilegalidad que prevalecen en las zonas marrones del territorio mexicano.
Finalmente, en los clivajes sociales, no sólo periféricos sino urbanos, la ley tiene diferentes colores. Zonas marrones, legalidad fallida y violencia conforman un círculo vicioso, que, al parecer, no tiene salida mientras el Estado mexicano no logre erradicar las dos lacras que han infestado a importantes centros de poder gubernamental: la corrupción y la impunidad.