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Revista IUS

versão impressa ISSN 1870-2147

Rev. IUS vol.8 no.34 Puebla Jul./Dez. 2014

 

La práctica de la criminología en los centros de reclusión*

 

The practice of criminology in detention centers

 

Delio Dante López Medrano**

 

** Profesor del Posgrado en Derecho en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán-UNAM, México (dantelopez44@hotmail.com).

 

* Recibido: 6 de enero de 2014.
Aceptado: 21 de febrero de 2014.

 

Resumen

El trabajo aborda los momentos históricos que constituyeron la base ideológica de la práctica de la criminología en los centros de reclusión. El autor da cuenta de la lucha ideológica que tuvo lugar, fundamentalmente en el siglo XX, entre el positivismo criminológico y jurídico, que culminó con la derrota, al menos en el plano normativo y judicial, de la práctica criminológica. En este desarrollo aparecen prácticas e instituciones jurídicas a las que dio lugar dicha disputa: el Consejo Técnico, la clasificación de los internos en el reclusorio, el quehacer del criminólogo en dichos centros y las sentencias o resoluciones de los jueces.

Palabras clave: Criminología, sentencia, Consejo Técnico, reclusorio, jurisprudencia.

 

Abstract

This work develops historical moments that constituted the ideological basis in the practice of Criminology in detention centers. The author explains the ideological struggle that took place, mainly in the 20th century, between criminological and juridical positivism, which ended with the defeat of criminological practice, at least in the normative and judicial level. In this progress, there are practices and legal institutions as result of this dispute: the Technical Council, the classification of prisoners, the work of the criminologists in the above mentioned centers and the sentences or decisions of the judges.

Key words: Criminology, sentence, Technical Council, prison, jurisprudence.

 

Sumario

1. El positivismo criminológico en las prisiones

2. Lo que hacía el criminólogo en la prisión

3. El derecho penal de acto

4. Una vieja lucha se resuelve en los tribunales: el retorno del derecho penal de acto

5. Lo que le queda por hacer a la luz de la jurisprudencia contemporánea

 

1. El positivismo criminológico en las prisiones

El devenir del sistema penal, como fue pensado por Franz von Liszt (1851-1919) a fines del siglo XIX, puede ser caracterizado por los siguientes hitos: a) sistema penal premoderno, en el que se responsabilizó al hombre por su influencia —recordemos los grandes procesos inquisitivos de la Edad Media—; b) sistema penal moderno, en el que se le responsabiliza de sus actos —derecho penal de acto—, y c) positivismo jurídico penal óque lo hace responsable de sus motivos y su ser, incluso denominado derecho penal de personaó. Este último paradigma fue ampliamente explotado por la ciencia criminológica, particularmente la llamada positiva o positivismo criminológico.

Si bien es cierto que el derecho penal partió del acontecimiento, el acto, el positivismo criminológico logró imponerse como modelo teórico al anteponer la voluntad al acto. Ello se logró al considerar que el acto depende "de lo que le ha precedido en la conciencia",[1] lo que tuvo una enorme repercusión en el sistema penal, pues desplazó el objeto de estudio del acto a la persona; más aún, esto permitió caracterizar a la persona —el delincuente— a través de un acto aislado, su delito, y con ello tener como objeto de estudio a la persona misma, su ser. Así, la intención que haya tenido para cometer el acto se transformó en cualidad de su ser, por tanto permanente, lo que constituye el momento en que se inventó el hombre peligroso. Esto nos permite comprender por qué las formas del castigo, adoptadas por el sistema penal a partir del siglo XVIII, recaen sobre el criminal más que sobre el crimen, esto es, en su hecho.

En el contexto social esta inversión, funcional para el sistema penal, fue posible gracias al ascenso de la burguesía, pues a partir de ese momento el discurso y concepto de la guerra cambió; dejó de ser un conflicto con el exterior, con el extranjero, para pasar a ser un conflicto interno, con el sujeto peligroso, perfectamente identificado e individualizado por el positivismo criminológico. En consecuencia, el tema del orden —la seguridad— se centró en un sujeto virtual, no en uno real, pues, como se ha indicado, a partir de ese instante el sujeto dejó de ser considerado por sus actos: "El colonizado o nativo, el loco, el criminal, el degenerado, el perverso, el judío, aparecen como los nuevos enemigos de la sociedad. La guerra se concibe en términos de supervivencia de los más fuertes, de los más sanos, más cuerdos, más arios. Es la guerra pensada en términos histórico-biológicos".[2]

Si bien el conflicto de la guerra ubicaba perfectamente al enemigo, el sujeto peligroso condensó la figura del adversario para los tiempos de la política óla guerra continuada por otros medios, en los tiempos de pazó; su pálida figura se proyectó en la ley, brazo armado de la guerra.

La guerra nunca desaparece porque ha presidido el nacimiento de los Estados: el derecho, la paz y las leyes han nacido en la sangre y el fango de batallas y rivalidades que no eran precisamente —como imaginaban filósofos y juristas— batallas y rivalidades ideales. La ley no nace de la naturaleza, junto a las fuentes a las que acuden los primeros pastores. La ley nace de conflictos reales: masacres, conquistas, victorias que tienen su fecha y sus horroríficos héroes; la ley nace de las ciudades incendiadas, de las tierras devastadas; la ley nace con los inocentes que agonizan al amanecer.[3]

La modernidad, al transformar la economía del poder de castigar,[4] produjo al sujeto peligroso, inventó su representación[5] y con ello las instituciones jurídicas que lo soportan: todas ellas centradas en lo virtual. Dicha forma de conocimiento, moderna, va a construir esta imagen,[6] en donde ya no se trata de aniquilar el peligro social, ni mucho menos gestionar los daños producidos por la delincuencia, sino de producir su imagen,[7] concepto clave en nuestro momento cultural.

Hasta mediados del siglo XVII, había un status criminal de la monstruosidad, en cuanto ésta era transgresión de todo un sistema de leyes, ya fueran las naturales o las jurídicas. De modo que la monstruosidad era criminal en sí misma. La jurisprudencia de los siglos XVII y XVIII borra lo más posible las consecuencias penales de esa monstruosidad en sí misma criminal. Pero creo que hasta avanzado el siglo XVIII, sigue siendo aún esencial, fundamentalmente criminal. Así pues, lo criminal es la monstruosidad. Luego, hacia 1750, en medio del siglo XVIII, vemos aparecer otra cosa, es decir, el tema de una naturaleza monstruosa de la criminalidad, de una monstruosidad que surte efecto en el campo de la conducta, el campo de la criminalidad, y no en el de la naturaleza misma. Hasta mediados del siglo XVIII, la criminalidad era un exponente necesario de la monstruosidad, y ésta no era todavía lo que llegó a ser a continuación, es decir, un calificativo eventual de aquélla. La figura del criminal monstruoso, la figura del monstruo moral, va a aparecer bruscamente, y con una exuberancia muy viva, entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. Va a hacerlo en forma de discurso y prácticas extraordinariamente diferentes.[8]

La figura del monstruo, su representación, abandonó las figuras míticas medievales y se fue condensando, en la modernidad, entre el transgresor sexual y el antropófago, el primero vinculado a los estratos altos de la población y el segundo a los estratos bajos; ambos ubicados fuera de los márgenes de la ley, por encima y por abajo: el monarca y el pueblo, pero los dos disputando el poder a la burguesía. De esta forma se comprende que el primer monstruo de la modernidad fue Luis xvi; ya no eran las brujas y todos estos seres míticos que produjo la premodernidad. El enjuiciamiento penal del rey de Francia, verificado a fines de 1792 y principios de 1793, planteó serios problemas al sistema judicial vigente en su época: qué pena se le debía aplicar y cuál debía ser la forma del proceso. Se propuso el suplicio, a lo que Saint-Just opuso el hecho de que era la pena legal prevista en la norma, y por tanto solamente aplicable a quienes habían suscrito el pacto social.

El rey, en cambio, jamás suscribió el pacto social. No se trata entonces de aplicarle sus cláusulas internas o las que deriven de él. No se le puede aplicar ninguna ley del cuerpo social. Él es el enemigo absoluto y el cuerpo social en su totalidad debe considerarlo como tal. En consecuencia, hay que matarlo, como se mata a un enemigo o a un monstruo.[9]

El primer monstruo jurídico fue, en consecuencia, el enemigo político: el monarca, y los argumentos que se emplearon para justificar su ejecución siguen siendo los mismos que se emplean para sostener la supresión del enemigo. Estos argumentos se van a prolongar en el ámbito de la psiquiatría y la criminología desde Esquirol a Lombroso, y en el ámbito del derecho penal de Saint-Just a Edmund Mezger, y más recientemente, según algunas opiniones, a Günther Jakobs. En el otro extremo, en los extractos bajos de la población, se colocó el monstruo contra natura.

El primer monstruo registrado, como saben, es esa mujer de Sélestat cuyo caso analizó Jean-Pierre Meter en una revista de psicoanálisis; la mujer de Sélestat, que había matado a su hija, la descuartizó y cocinó el muslo con repollo blanco, en 1817. Es también el caso de Léger, ese pastor al que su soledad devolvió al estado de naturaleza y que mató a una niña, la violó, cortó sus órganos sexuales y se los comió, y le arrancó el corazón para chuparlo. Es asimismo, hacia 1825, el asunto del soldado Bertrand, quien abría las tumbas del cementerio de Montparnasse, sacaba los cadáveres de las mujeres, los violaba y, a continuación, los abría con un cuchillo y colgaba sus entrañas como guirnaldas en las cruces de las tumbas y las ramas de los cipreses. Esto, esas figuras, fueron los puntos de organización, de desencadenamiento de toda la medicina legal: figuras, por lo tanto, de la monstruosidad, de la monstruosidad sexual y antropofágica. Estos temas, que con la doble figura del transgresor sexual y el antropófago van a cubrir todo el siglo XIX, los encontraremos constantemente en los confines de la psiquiatría y el derecho penal y darán su dimensión a esas grandes figuras de la criminalidad de fines de siglo. Es Vacher en Francia, es el Vampiro de Dusseldorf en Alemania; es, sobre todo, Jack el Destripador en Inglaterra, que presentaba la ventaja no sólo de destripar a las prostitutas, sino de estar probablemente vinculado por un parentesco muy directo con la reina Victoria. Por eso, la monstruosidad del pueblo y la monstruosidad del rey se reunían en su turbia figura.[10]

A través de estos casos, de locos que matan, la psiquiatría, y más tarde la psicología y la criminología, se constituirán como saberes que protegen a la sociedad, y más allá, al ofrecer poder estudiar, explicar y prever este tipo de crimen, la locura que mata, al ofrecer hacer racionales, dar explicaciones racionales a este tipo de conductas, se constituyen como el conocimiento que permitirá explicar y prever el crimen. Así, al institucionalizarse, pasaron de ser un campo específico de conocimiento, con la pretensión de explicar un crimen específico, a ser un modelo explicativo del crimen, de todo tipo de crimen. De esta forma, la ciencia de los siglos XIX y XX hizo del serial killer el psicópata, el psicótico, el enemigo de la sociedad; en ellos se condensó todo el imaginario social del temor, del miedo, del peligro: se le convirtió en el símbolo de la inhumanidad radical.[11]

En suma, la sociedad va a responder a la criminalidad patológica de dos modos, o más bien va a proponer una respuesta homogénea con dos polos: uno, expiatorio; el otro terapéutico. Pero ambos son los dos polos de una red continua de instituciones, cuya función, en el fondo, ¿es responder a qué? En absoluto a la enfermedad, desde luego, porque si sólo se tratara de ella, en ese caso tendríamos instituciones propiamente terapéuticas; pero tampoco exactamente al crimen, porque bastarían entonces las instituciones punitivas. En realidad, todo ese continuum, que tiene su polo terapéutico y su polo judicial, toda esa mixtura institucional, ¿a qué responde? Pues bien, al peligro.[12]

Con ello, los sujetos que hubieran sido simples criminales pasaron a ser monstruos, seres anticosmológicos en tanto violadores de las leyes de la naturaleza y jurídicas, ubicados en los confines de la comprensión racional y por tanto objeto de la psiquiatría, la psicología y la criminología.

La forma de crimen que aparece, a principios del siglo XIX, como más pertinente que se plantee con relación a ella la cuestión de la locura es pues el crimen contra natura. El individuo en el que la locura y la criminalidad se reúnen y plantean el problema de sus relaciones no es el hombre del minúsculo desorden cotidiano, la pálida silueta que se agita en los confines de la norma, es el gran monstruo. La psiquiatría del crimen en el siglo XIX se inauguró pues con una patología de lo monstruoso.[13]

Estos modelos permitieron a la criminología clásica sentirse cómoda, pues la psiquiatría le dio su objeto de estudio. El proceso histórico que instauró a los técnicos, al Consejo Técnico, al criminólogo, entre otros profesionistas, en la institución carcelaria en México tuvo que ver con las diferentes prácticas que se verificaban en la primera cárcel moderna de nuestro país, Lecumberri (penitenciaría inaugurada el 29 de septiembre de 1901), y su sustitución por el actual sistema penitenciario. La construcción de Lecumberri coincide con la etapa de moralización de las capas populares que se verificó en el siglo XIX, por lo tanto no escapa a ella.

El programa de moralización, por definición, no requería de los científicos ni de los técnicos, pues su objeto era la corrección moral, para lo cual bastaban los militares. Lecumberri fue el espacio privilegiado en que se verificó la lucha por el monopolio de la autoridad científica, en la que paulatinamente se van imponiendo los nuevos actores, quienes abanderan el positivismo criminológico. Por lo que los espacios ocupados durante la primera mitad del siglo por personal del ejército, para imponer la disciplina penitenciaria, fueron paulatinamente ocupados por personal técnico y su órgano de administración: los consejos técnicos.

La instauración de los consejos en nuestro país fue muy simple; es la historia que hasta nuestros días se sigue reciclando: una persona que es designada como funcionario público por su cercanía con los sujetos que deciden y en ese momento comienza su instrucción en el tema, por lo que lo más sencillo es recurrir a la experiencia de otras latitudes; en el caso, a las prácticas que se verificaban en los Estados Unidos de América. En los primeros días de enero de 1947, Javier Piña y Palacios fue nombrado director de la Penitenciaría del Distrito Federal, entonces viajó al vecino país del norte con el fin de conocer el trabajo penitenciario de ese país. En Washington, el director de prisiones le enseñó el manual que un grupo de directores de prisiones acababa de publicar, por lo que descubrió la forma de hacer las cosas; a su consideración, "en él estaban contenidos todos los lineamientos de la organización y funcionamiento de los consejos técnicos interdisciplinarios que deben manejar las prisiones".[14]

 

2. Lo que hacía el criminólogo en la prisión

La instauración de los consejos técnicos en el sistema de reclusión permitió la incorporación, a dicho campo, con la pretensión de lograr un adecuado manejo de las prisiones, de una serie de profesionistas vinculados con el estudio del comportamiento desviado; quienes, lejos de manejar las prisiones, fueron manejados por las mismas, pues se insertaron en una práctica establecida, simplemente a hacer lo que se esperaba que hicieran. La tarea más compleja correspondió al criminólogo, quien, bajo las primeras reglas reguladoras del sistema, debía justificar el encierro del sujeto, pues sus dictámenes, pensados en el manejo de la prisión, eran requeridos por la instancia judicial para determinar la penalidad del enjuiciado, lo que paulatinamente se convirtió en el objeto principal del estudio criminológico.

Bajo este modelo, el interno resultaba ser más o menos peligroso, pero la categoría de no-peligroso estaba negada, no existía, y en el peor de los casos el sujeto era clasificado como extremadamente peligroso. Es notable que esta práctica de diagnosticar a los internos como peligrosos se continuara realizando en los reclusorios y centros penitenciarios del país, aun cuando tal categoría fue eliminada expresamente de las leyes penales. Esto es así porque se incorporó al habitus como una práctica que ya ni siquiera se planteaba si tenía fundamento legal.

En todo caso, el criminólogo, con base en los datos que le reportaban las demás áreas técnicas, debía explicar a la instancia judicial los motivos que determinaron o impulsaron al delincuente a realizar el hecho; además, debía establecer el grado de culpabilidad del enjuiciado, término ajeno a la práctica criminológica y que incluso el derecho penal contemporáneo paulatinamente ha venido expulsando de su andamiaje teórico, entre otras razones por su fuerte contenido moral.

En los centros de reclusión del Distrito Federal el criminólogo debe realizar de tres a cinco estudios durante su jornada de trabajo de cinco horas al día, esto es, uno cada hora, por lo que las exigencias laborales lo llevan a aprender a hacer las cosas: como su estudio es síntesis —criminológica—, se toma demasiado en serio esta metodología.

Criminólogo. En alguna ocasión el jefe de Oficina de Criminología de uno de los reclusorios del Distrito Federal señalaba indignado que en ese centro una secretaria había solicitado plaza de criminólogo, ya que con el tiempo que tenía transcribiendo estudios ya sabía cómo se hacían: había que tomar una parte del estudio que remitía psicología, una parte del de trabajo social, de pedagogía, y eso era todo. De esta forma existen criminólogos que se ufanan de poder realizar cinco o más estudios al día.

Por otra parte, su actividad, que de acuerdo con el modelo establecido en las prisiones norteamericanas debía servir para el adecuado manejo de los centros de reclusión, poco o nada tenía que ver con el mismo, pues sus energías se encaminaban —y en algunos lugares se sigue haciendo— a cumplir con los dictámenes encargados por los tribunales. Como consecuencia de ello, su labor poco o nada tenía que ver con la vida del interno al interior de la institución. Lo que conllevaba que los conflictos relativos a la población interna, así como los legales, de relación y de satisfacción de necesidades, se resolvieran en el plano donde el técnico no intervenía, y continúa sin intervenir, pues mientras el técnico clasifica a la población en diferentes dormitorios a partir de los resultados que arrojan sus estudios, en la dinámica de la vida en reclusión se realizan reclasificaciones, auspiciadas por las autoridades, los cuerpos de seguridad o los mismos internos, de manera que terminan ubicados donde pueden y no donde el técnico sugiere. Lo mismo ocurre con otras actividades de la vida en reclusión: visita familiar, íntima, asistencia al centro escolar y a actividades laborales quedan fuera de la supervisión del criminólogo, quien se limita a trabajar con los informes respectivos.

No obstante, con base en la normatividad relativa a la determinación del quantum de pena, los jueces solicitaban de manera ritualista a los centros de reclusión el estudio de personalidad, mismo que servía, al interior del centro, para apoyar los criterios de clasificación de la población recluida en los diferentes dormitorios, y ante el juez, para apoyar la determinación de la cantidad de pena a imponer.

La necesidad del juzgador de tomar en consideración elementos aportados por las disciplinas científicas para determinar la cantidad de pena a imponer tuvo su origen ideológico en Paul Johann Anselm Ritter von Feuerbach (1775-1833), quien partió de la premisa de que la pena debe consistir en infligir un mal al infractor (1801). Para él: "La ejecución de cualquier pena debe tener lugar adecuándose a un pronunciamiento judicial que determine la forma y el grado del mal a infligir, en forma tal que nadie pueda sufrir un mal mayor que el que le corresponda por su hecho".[15]

Las ideas de Feuerbach se plasmaron en el Código Penal para el Reino de Baviera, promulgado por el rey Maximiliano José en 1813. Esta premisa fue operacionalizada por Jeremías Bentham (1748-1832), quien en su quinta regla acerca de la proporción entre los delitos y las penas (1802) plantea que: "No debe imponerse la misma pena por el mismo delito a todos los delincuentes sin excepción, sino que se debe atender a las circunstancias que influyen sobre la sensibilidad".[16] Para ello, precisa que es menester considerar, entre otras circunstancias, la edad, el sexo, el rango, la hacienda. En la misma época, para expiar los delitos, Francisco Mario Pagano (1748-1799) propone que la pena le deberá corresponder al reo tanto en calidad como en cantidad. En ello se ha de tomar en consideración su menor o mayor maldad. "Éste fue el sistema de compromiso entre el legalismo y el arbitrio judicial que prosperó en las legislaciones posteriores: la ley fija un marco penal, con unos límites máximo y mínimo, dentro del cual corresponde al juez la determinación de la pena concreta".[17]

Este fue el origen que, al impulso de las corrientes positivas, se acentuó en la fase judicial y de ejecución de la sanción. En este marco se inscriben la Scuola Positiva italiana; el correccionalismo en España; las últimas posturas de Franz von Liszt (1851-1919); la defensa social de Filippo Gramatica y la nueva defensa social de Marc Ancel (1902-1990), y las doctrinas penitenciarias anglosajonas. A decir de Reinhart Maurach (1902-1976), con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial inició el trabajo de revisión tanto en la jurisprudencia como en la legislación. A nivel doctrinal, la exigencia de fijar límites al arbitrio judicial prácticamente inició a principios del siglo XX y culminó en el 7º Congreso Internacional de Derecho Penal celebrado en Atenas en 1958, en cuyo momento ya era unánime dicha exigencia.

Este estado de cosas prevaleció hasta los albores del siglo XXI, en donde la jurisprudencia ha considerado contrario a los principios del derecho penal liberal tomar en consideración aspectos relativos a la persona, por tanto ajenos al hecho por el cual se le juzga.

 

3. El derecho penal de acto

La acción constituyó el punto de partida de la moderna dogmática penal, que se consolidó a lo largo de los siglos XIX y XX. El punto de partida lo encontramos en la teoría de la acción de Samuel Pufendorf (1632-1694), para quien únicamente podía considerarse acción humana la que era dirigida por el intelecto y la voluntad. Este concepto fue desarrollado por la Teoría de la imputación del derecho natural y lo introdujo al ámbito jurídico penal J. S. Fr. von Bohmer (1704-1772), constituyendo el fundamento de la dogmática penal hasta Hegel. Para Hegel, "un delito es esta acción individual",[18] y sólo las acciones libres pueden ser antijurídicas y culpables; es decir, identifica, en el ámbito penal, la acción con la acción culpable. "La exteriorización de la voluntad como subjetiva o moral es la acción. La acción contiene las determinaciones señaladas de: a) ser sabida por mí como mía en su exterioridad; b) relacionarse en forma esencial con el concepto como un deber, y c) estar en relación con la voluntad de otros".[19]

La acción se determina por su relación de sentido con la norma. Se adecua a una teoría de la pena en la que el fin es la existencia de las normas.

En esta discusión lo único que importa es que el delito debe ser superado, y precisamente no como la producción de un mal, sino como vulneración del derecho en cuanto derecho, y luego cuál es la existencia que tiene el delito y que hay que superar (ella es el verdadero mal que hay que eliminar) y en dónde radique ella, el punto esencial.[20]

Sin embargo, el concepto hegeliano de la acción fue paulatinamente superado, bien por no proporcionar elementos para la didáctica del delito, bien porque dejó de tener vigencia la concepción del delito como expresión de sentido.

En Hegel se trata tan claramente de un sentido de la acción, del proyecto de conformación del mundo exterior "manifestado" en la acción, que la solución sólo se adapta para el sentido verdaderamente pretendido, o sea, para los hechos dolosos: "El derecho de la voluntad es, sin embargo, reconocer en su hecho como acción suya [...] sólo lo que estaba en su propósito (Vorsatz)".[21]

Acorde con el pensamiento de la época, los no hegelianos también consideraban la acción como elemento fundante del delito. En este sentido, Luden (1840) afirmaba que el delito es una acción humana que se caracteriza por la antijuridicidad de la acción y la cualidad dolosa y culposa de la misma.

El derecho penal así entendido se conceptúa como derecho penal de acto, en oposición al derecho penal de autor y al derecho penal de voluntad o de ánimo. En este sentido, solamente sanciona las acciones u omisiones humanas, conceptos centrales en la teoría del delito.

El derecho penal de autor se basa en determinadas cualidades de la persona de las que ésta, la mayoría de las veces, no es responsable en absoluto y que, en todo caso, no pueden precisarse o formularse con toda nitidez en los tipos penales. Así, por ejemplo, es muy fácil describir en un tipo penal los actos constitutivos de un homicidio o de un hurto, pero es imposible determinar con la misma precisión las cualidades de un "homicida" o de un "ladrón".[22]

El derecho penal de autor se desarrolló a partir de la obra de von Liszt, para quien se debería atender sólo a la actitud interna y no esperar al hecho. Tesar y Kollmann (1908), en la llamada concepción sintomática del delito, afirman que éste es un síntoma de la personalidad del autor. Por su parte, Radbruch, Eberhard Schmidt, Kohlrausch y Grunhut conciben al delito como manifestación del carácter o voluntad del autor, concepción caracterológica de la culpabilidad. En la misma línea de ideas encontramos a Mezger, con su teoría de la culpabilidad por la conducción de vida (1932).

En el derecho penal de voluntad o ánimo la posición del derecho de autor se radicaliza. Se encuadra en la llamada Escuela de Kiel, cuyos representantes son Dahm y Schaffstein. Para esta posición no se pena el acto sino la voluntad del autor.

Las posiciones delineadas no son mera especulación filosófica sino que han tenido profundas repercusiones en la práctica penal; de ahí que el concepto de acción en materia penal propuesto por la doctrina podemos ubicarlo en la legislación y en la jurisprudencia mexicanas.

Esta lucha, a nivel normativo, se verificó, en primer lugar, en la determinación del quantum de la pena. La regulación del tema la encontramos en los artículos 51 y 52 del Código Penal Federal. Modelo que, en general, siguen los códigos de las entidades federativas y del Distrito Federal. El primero de los numerales en cita hace referencia a la determinación legal de la medida de la pena, y el segundo de ellos, a los criterios que deberá observar el juzgador para determinarla en el caso concreto. No obstante, las corrientes doctrinales que, en su momento, influyeron las diversas reformas que han tenido hasta la redacción actual, se puede decir que solamente la jurisprudencia supo fijar la diferencia entre los modelos teóricos de los que han sido tributarios. En efecto, si se analizan las reformas que ha tenido el artículo 51 se observará que en esencia es el mismo texto que el que tenía en su origen (Código publicado el 14 de agosto de 1931, en la tercera sección del Diario Oficial de la Federación).

En lo que respecta al artículo 52 del Código Penal Federal, el cambio sustancial consistió en eliminar el término temibilidad y la necesidad del estudio de personalidad —que respondían a la tradición del positivismo—, y la incorporación, en su lugar, de los criterios gravedad del ilícito y grado de culpabilidad, así como la necesidad de observar las condiciones especiales y personales del sujeto —que en la práctica se tradujo en el antiguo estudio de personalidad— para la determinación del quantum (reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación el 10 de enero de 1994). Lo que en los hechos no significó un cambio sustancial, como era el objeto del legislador, toda vez que los parámetros siguieron siendo los mismos. Esquemáticamente tenemos:

 

De la lectura del cuadro se aprecia:

a) En el primer caso se debía observar la conducta anterior al hecho —sin limitación en tanto a qué tan anterior, lo que constituye la sanción por la conducción de vida—, mientras que en el segundo lo que importa es la conducta posterior —inmediata posterior a la comisión del delito; el límite lo debería constituir el hecho, no algo tan indeterminado como la vida futura, dado que para algunos, el límite lo constituye la prevención como fin de la pena—.

b) Antes de la reforma importaba la temibilidad del sujeto, después de ésta la posibilidad que tuvo de ajustar su conducta a derecho —exigencias de la norma—.

c) En el segundo caso, partiendo del reproche del hecho, se exige considerar la forma y grado de intervención del sujeto en el delito.

d) Desde luego, para el primer caso se hace exigible el empleo de peritajes acerca de la personalidad del sujeto —estudio psicológico o criminológico—, y en el segundo, si bien no es una exigencia procesal, en la práctica los jueces lo exigían y algunos lo continúan exigiendo al centro donde se encuentre recluido, o bien lo canalizan a algún centro para que se le practique, para conocer las condiciones personales del sujeto. Esto último dio pie a la confusión, que prevaleció en el ámbito judicial, respecto de si era dable, dado el sistema emanado de la reforma de 1994, considerar el peritaje para determinar el quantum.

Ello en virtud de que era práctica común de los jueces solicitar dicho peritaje a las instancias indicadas. Desde luego, la confusión partía de no considerar que si bien, en principio, la reforma pretendió un cambio sustancial en el ordenamiento, finalmente no existía tal al exigirse los mismos, o casi los mismos, parámetros para fijar el quantum, como ha quedado de manifiesto en el cuadro que presentamos. Lo primero se precisa en la exposición de motivos enviada por el Ejecutivo a la cámara de origen (23 de noviembre de 1993). Criterio que fue confirmado en los considerandos del dictamen (14 de diciembre de 1993) emitido por la Cámara de Diputados, la de origen; mismo que fue aprobado en lo general y en la discusión particular de los artículos; únicamente se propuso agregar lo referente a grupos indígenas, lo que también fue aprobado sin mayor discusión. Pasando, en consecuencia, a la cámara revisora en donde fue aprobada, en lo que respecta a los artículos a que hacemos referencia, sin mayor trámite.

Es de considerar que los criterios jurisprudenciales emitidos en la época de la reforma de 1994 trataban de manera indistinta, como parámetros para fijar el quantum, peligrosidad y culpabilidad. Lo que fue reconocido por algunos tribunales que, respecto de la determinación de la metodología, vieron una especie de collage en el sistema vigente —producto de la combinación indiscriminada, a nivel legislativo, de modelos que responden a distintas teorías—, como se desprende de la tesis de jurisprudencia 1a./J. 76/2001.[23]

Como hemos visto, con independencia de que el sistema de determinación del quantum de la pena se refiera al llamado derecho penal de acto o a los del llamado derecho penal de persona, los criterios legales continuaron siendo los mismos. Situación que se acentúa al momento de la determinación del quantum por parte de los jueces; quienes al considerar los mismos parámetros —desde luego por mandato legal— no hicieron más que, en el mejor de los casos, sustituir el término temibilidad (o peligrosidad) por el de culpabilidad, y en el peor de ellos considerar la peligrosidad como un parámetro para determinar la culpabilidad, como se puede apreciar en el considerando décimo de la ejecutoria del juicio de amparo directo 2290/2006.[24] Asimismo, la ejecutoria del amparo directo 357/2005[25] nos permite verificar que, en la práctica judicial, los criterios que se emplean para determinar el quantum con base en los principios de culpabilidad eran los mismos que se empleaban cuando se consideraba como base el principio de peligrosidad.

Así las cosas, en cuanto al sustento teórico para determinar el quantum por parte de los jueces, el estado del arte que presentaba el método para arribar al mismo dio cuenta de una situación tanto o más caótica. A grado tal que la práctica judicial se decantaba por aceptar cualquier método: aceptaba como válido que el juzgador hiciera lo que debiera hacer siempre que se limitara a decir qué criterios tomó en consideración y, en seguida, determinara un quantum, sin una necesaria correspondencia (entre los criterios y el quantum), ya que aquéllos sólo sirven para justificar —motivar— que, efectivamente, algún criterio fue considerado. Abandonando toda esperanza de encontrar los parámetros y criterios idóneos, así lo reconoció la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en la tesis por contradicción 1a./J. 157/2005.[26]

No obstante, en los albores del siglo XXI el tema ha sido tratado con mayor precisión por los tribunales.

 

4. Una vieja lucha se resuelve en los tribunales: el retorno del derecho penal de acto

Con el retorno del derecho penal de acto, en el ámbito jurisprudencial, las categorías de lo subjetivo, con las que trabajó el derecho penal de persona, fueron exorcizadas del sistema jurídico contemporáneo. Esta posición se ha venido imponiendo paulatinamente en la jurisprudencia mexicana. Así se puede constatar en la reciente jurisprudencia fijada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, toda vez que en sus tesis, obligatorias en nuestro sistema jurídico, 19/2014, 20/2014 y 21/2014 ha señalado que el derecho penal de autor y el derecho penal de acto tienen rasgos que los hacen perfectamente distintos; asimismo, indica que nuestra Constitución Política se decide por el modelo de derecho penal de acto, en virtud de que éste encuentra su fundamento en la dignidad humana, como fundamento de los derechos humanos; la autonomía de la persona; el principio de legalidad, que impone la prohibición de conductas, no de características personales, y la eliminación de la readaptación como fin de las penas.

Con ello se proscriben de nuestro sistema jurídico los principios que rigen para el derecho penal de persona, entendiendo por tal la teoría y práctica, en el ámbito judicial, de la criminología positivista.

 

5. Lo que le queda por hacer a la luz de la jurisprudencia contemporánea

Habrá que agregar que la Suprema Corte de Justicia de la Nación también ha fijado jurisprudencia (21/2014) en el sentido de que los dictámenes periciales tendentes a conocer la personalidad del inculpado no deben ser tomados en consideración, lo que es consecuencia necesaria de la posición que ha venido adoptando. En consecuencia, se debe eliminar la práctica de los tribunales de ordenar sistemáticamente al personal de los centros de reclusión la elaboración de los estudios de personalidad. Con ello termina dicha práctica, misma que constituía un quehacer fundamental del personal de la oficina de criminología de cualquier centro de reclusión, y que tanto preocupaba al criminólogo, pues en no pocas ocasiones debía acudir al juzgado a explicar su dictamen y sostenerlo ante las preguntas incisivas de la defensa y del Ministerio Público y las dudas del juzgador. Todo lo cual hacía parecer al criminólogo un personaje poco serio dentro del drama procesal penal.

Liberado de esta atadura, el criminólogo debe ahora concentrar su trabajo en realizar los estudios correspondientes para orientar la labor de los consejos técnicos, esto es, aportar datos, elementos o criterios para que éste pueda determinar el trabajo a seguir con el interno, al interior del centro de reclusión, así como su ubicación al interior de los dormitorios; debe, pues, contribuir ahora sí en la reinserción social del interno.

 

Notas

[1] Nietzsche, Friedrich. La voluntad de poder, 9a. ed., trad. de Aníbal Froufe, Madrid, 2000, p. 217.         [ Links ]

[2] Tomas, Abraham. "Prólogo", en Foucault, Michel. Genealogía del racismo. De la guerra de las razas al racismo de Estado, trad. de Alfredo Tzveibely, La Piqueta, Madrid, 1992, p. 13.         [ Links ]

[3] Foucault, Michel. Genealogía del racismo..., cit., p. 59.

[4] Foucault, Michel. Los anormales. Curso en el Collége de France (1974-1975), trad. de Horacio Pons, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000, p. 82.         [ Links ]

[5] Nietzsche, Friedrich. Humano, demasiado humano, 13a. ed., trad. de Carlos Vergara, Edaf, Madrid, 2000, p. 62.         [ Links ]

[6] Foucault, Michel, Hermenéutica del sujeto, trad. de Fernando Álvarez-Uría, La Piqueta, Madrid, 1994, p. 123.         [ Links ]

[7] Baudrillard, Jean. El crimen perfecto, 2a. ed., trad. de Joaquín Jordá, Anagrama, Barcelona, 1997, p. 156.         [ Links ]

[8] Foucault, Michel. Los anormales..., cit., p. 82.

[9] Ibidem, p. 96.

[10] Ibidem, p. 104.

[11] Sichére, Bernard. Historias del mal, trad. de Alberto Luis Bixio, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 230.         [ Links ]

[12] Foucault, Michel. Los anormales..., cit., p. 41.

[13] Foucault, Michel. La vida de los hombres infames, Ediciones de la Piqueta, Buenos Aires, 1990, p. 238.         [ Links ]

[14] Piña y Palacios, Javier. "Lecumberri: mi casa durante dos años", Criminalia, México, año XLV, núms. 1-3, enero-marzo de 1979, p. 115.         [ Links ]

[15] Feuerbach, Anselm V. Tratado de derecho penal, trad. de Eugenio Raúl Zaffaroni e Irma Hagemeier, Hammurabi, Buenos Aires, 1989, p. 128.         [ Links ]

[16] Bentham, Jeremías. Tratado de legislación civil y penal, Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, México, 2004, t. IV, pp. 270 y ss.         [ Links ]

[17] Mir Puig, Santiago. Derecho penal. Parte general, Reppertor, Barcelona, 2009, p. 745.         [ Links ]

[18] Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. Fundamentos de la filosofía del derecho, trad. de Carlos Díaz, K. H. Ilting, Madrid, 1993, p. 339.         [ Links ]

[19] Ibidem, p. 386.

[20] Ibidem, p. 348.

[21] Jakobs, Günther. Derecho penal. Parte general. Fundamentos y teoría de la imputación, 2a. ed., trad. de Joaquín Cuello Contreras y José Luis Serrano González de Murillo, Marcial Pons, Madrid, 1997, p. 158.         [ Links ]

[22] Muñoz Conde, Francisco. Teoría general del delito, 2a. ed., Temis, Bogotá, 2004, p. 7.         [ Links ]

[23] Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Novena Época, octubre de 2001, t. XIV, p. 79, con el rubro: "Culpabilidad. Para determinar su grado, deben tomarse en cuenta los antecedentes penales del procesado, en términos de la reforma al artículo 52 del Código Penal Federal, de 10 de enero de 1994".

[24] Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Novena Época, diciembre de 2006, t. XXIV, p. 1126, con motivo de la impugnación de la sentencia dictada por una Sala Penal del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal.

[25] Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Novena Época, abril de 2006, t. XXIII, p. 911.         [ Links ]

[26] Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, enero de 2006, t. XXIII, p. 347, con el rubro: "Individualización de la pena. Debe ser congruente con el grado de culpabilidad atribuido al inculpado, pudiendo el juzgador acreditar dicho extremo a través de cualquier método que resulte idóneo para ello".

 

Información sobre el autor

Delio Dante López Medrano

Licenciado en Derecho, con mención honorífica, por la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México. Licenciado en Psicología por la Universidad Autónoma Metropolitana. Diplomado en Derechos Humanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Diplomado en Derecho Penal, Constitución y Derechos por la Universidad Autónoma de Barcelona. Maestro en Ciencias Penales con especialidad en Criminología por el Instituto Nacional de Ciencias Penales. Máster en Sistemas Penales Comparados y Problemas Sociales, con mención honorífica, por la Universidad de Barcelona. Curso de capacitación en juicios orales por el Chicago-Kent College of Law y el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, campus Ciudad de México. Coordinador del Programa de Posgrado en Derecho de la Facultad de Estudios Superiores Acatlán de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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