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Culturales

versión On-line ISSN 2448-539Xversión impresa ISSN 1870-1191

Culturales vol.6  Mexicali  2018

https://doi.org/10.22234/recu.20180601.e349 

Artículos

Investigación documental sobre la narcocultura como objeto de estudio en México

Documentary research on narcoculture as an object of study in Mexico

América Tonantzin Becerra Romero1 
http://orcid.org/0000-0003-3955-0643

1Universidad Autónoma de Nayarit. americabr01@gmail.com


Resumen

Este texto es resultado de una investigación documental que trata de desentrañar los elementos que componen a la narcocultura como objeto de estudio. Expone los análisis realizados a la narcocultura, como construcción social, que crean expectativas de vida y legitiman el tráfico de drogas a través de formas simbólicas como la música, literatura, series televisivas, religión, arquitectura y películas orientadas al narcotráfico; asimismo, muestra los contenidos simbólicos implicados como la ostentación, el lujo, la violencia, la muerte, el territorio, la presencia de la mujer, el poder, la ilegalidad, la corrupción, entre otros. El documento plantea también los alcances y retos que enfrentan los estudios sobre la narcocultura, considerando que no es un fenómeno social irrelevante, sino que corresponde a la dimensión cultural del tráfico de drogas.

Palabras clave: Narcocultura; formas simbólicas; contenidos simbólicos; México

Abstract

In recent decades research on narcoculture in Mexico has increased; how ever, in these research, many forms to define, characterize and understand it have emerged, which it can lead to confusion. This paper is a result of a documentary research about narcoculture as object of study. It exposes the analyzes have been made about narcoculture as social constructions that create life expectancies and legitimize drug trafficking, through symbolic forms such as music, literature, television series, religion, architecture and films concerning drug trafficking; as well as, shows the symbolic contents involved such as ostentation, luxury, violence, death, territory, the presence of women, power, illegality and corruption and other similar things. In addition, this text exposes the scope and challenges of studies about narcoculture, which is not an irrelevant social phenomenon: it corresponds to the cultural dimension of drug trafficking.

Keywords: Narcoculture; symbolic forms; symbolic contents; México

Introducción

La narcocultura es un fenómeno social que se vive en diferentes países de América Latina, sobre todo Colombia y México, aunque su desarrollo ha sido distinto al interior de cada nación por los rasgos socioculturales propios y la forma en que ha intervenido el narcotráfico en ellos. En México tiene una fuerte presencia a partir de la década de los setenta, con el incremento y diversificación de la producción de películas, música, series televisivas y documentales relacionados con el consumo y tráfico de drogas, pero también, por la difusión mediática que ha tenido el estilo de vida de los narcotraficantes, su lenguaje, consumos, vestuario, accesorios, entre otros aspectos; un ejemplo de ello es la “Chapo-moda” que se produjo con la elevada venta de camisas que viste Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán en algunas imágenes y videos publicados en internet (Telemundo52, 12 de enero de 2016).

No se encuentra un registro preciso sobre la emergencia de la narcocultura en este país, Sánchez (2009) plantea que sus inicios se remontan a la década de los cuarenta, aunque es en los setenta cuando se consolida como imaginario social; en dicha década según Astorga (2016), algunos diarios de Sinaloa hacen menciones al “nuevo folk” y a la “épica” y “lírica” de la droga, a la vez que los jóvenes de esa entidad cantaban corridos que ensalzaban las hazañas de los traficantes y criminales.

En la actualidad la palabra narcocultura se ha instalado como una más de las derivadas del narcotráfico (como narcopolítica, narcoeconomía o narcosociedad, entre muchas otras). Sin embargo, su empleo produce confusión y ambigüedad ya que en ella se llegan a incluir todo tipo de expresiones, actividades o productos artísticos y culturales, no obstante, sus diferencias.

Esta ambigüedad prevalece también en el ámbito académico, ya que el concepto se emplea con diversas acepciones: en ocasiones se refiere a expresiones artísticas específicas como la letra de una canción, pero, en otras, su alcance es mucho más amplio, cercano a lo que pudiera ser un modo de vida.

La diversidad de acercamientos a la narcocultura y la polisemia del concepto originó la inquietud de realizar una investigación documental sobre el estudio de la narcocultura en México para conocer la forma como se ha caracterizado este fenómeno social. Debido a la imposibilidad de revisar las numerosas aportaciones realizadas se seleccionaron libros, artículos científicos, ensayos y tesis de posgrado sobre el tema, con base en la frecuencia con la que son citados y por la relevancia de su contenido respecto al propósito planteado. Esta revisión permitió, además, identificar alcances y limitaciones de los análisis sobre la narcocultura en este país.

Se parte de la premisa de que el estudio y la discusión de la narcocultura es fundamental, pues no es una manifestación trivial, sino que corresponde a la dimensión cultural del tráfico de drogas, el cual es uno de los mayores problemas del país hoy en día porque incide de manera general en la sociedad.

El acercamiento al objeto de estudio

Como toda categoría de análisis, la narcocultura es una construcción que sirve de referente para examinar y entender el fenómeno social que le corresponde, por lo que es necesario considerar las lógicas y condiciones sociales desde las cuales se construye este objeto de conocimiento; como indica Bourdieu (2007) en el principio de dicha construcción están las disposiciones estructuradas y estructurantes que la enmarcan, y que es necesario tomar en cuenta como parte de la labor académica y de la disciplina de las ciencias sociales. De acuerdo con esto, un elemento a resaltar son las limitaciones en el acercamiento de los investigadores al objeto de estudio, debido a la vinculación de la narcocultura con el narcotráfico y a los riesgos que pudiera implicar el contacto con las prácticas y los sujetos implicados, que pueden llegar a poner en peligro la integridad personal.

Para el caso del narcotráfico, Astorga (2004) ha señalado que la “distancia entre los traficantes reales y su mundo y la producción simbólica que habla de ellos es tan grande, que no parece haber otra forma, actual y factible, de referirse al tema sino de manera mitológica” (p.12). Córdova (2007) lo reafirma al plantear que las pruebas de las actividades del tráfico de drogas “se encuentran diluidas en el enmarañamiento de los subterfugios, los artificios y los recursos jurídicos disponibles para esconder o, metafóricamente, hacer invisibles las evidencias” (p. 122).

Aunque los grupos delictivos han permitido, con múltiples condicionantes, una mayor aproximación a algunos de sus espacios y actividades (como puede verse en videos documentales), en general se han mantenido lejos de la mirada pública, de ahí que su conocimiento sea, principalmente, por la información que circula en medios de comunicación masiva y narrativas populares. Por ello, en el estudio del tráfico de drogas las fuentes de información corresponden, con frecuencia, a las representaciones que se tienen de esta realidad social, como señala Villatoro:

[…] a partir de las historias y versiones disponibles sobre el narcotráfico, se ha constituido un cierto conocimiento popular, sobre el cual el resto de la sociedad ha ido construyendo y adoptando imágenes, escenarios y versiones populares ampliadas sobre la producción, distribución y consumo de drogas (Villatoro, 2012, p. 71).

La narcocultura en sí misma es una forma de exposición del mundo del narcotráfico que proviene del ámbito del crimen organizado, pero también del imaginario colectivo (Maihold y Sauter, 2012). En este sentido, la labor que realizan los investigadores es interpretar una posible interpretación ya dada. En palabras de Thompson (2006), lo que hacen es “interpretar un objeto que puede ser una interpretación en sí, y que ya pudo haber sido interpretado por los sujetos que constituyen el campo-objeto […] Los analistas ofrecen la interpretación de una interpretación, reinterpretan el campo preinterpretado” (p. 400).

A pesar de estas condicionantes, el campo de estudio de la narcocultura se perfila de manera más clara en el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades, lo cual se puede observar en la creciente producción académica sobre el tema.

De manera general, se puede decir que los estudios sobre la narcocultura se han efectuado desde diversas perspectivas que toman en cuenta, tanto su producción y difusión, como su consumo. Entre ellos sobresalen, por su cantidad, los orientados al narcocorrido, aunque también resaltan los estudios sobre series televisivas, religión, arquitectura y literatura. Otra vertiente de estudios vincula a la narcocultura con temas sociales como la identidad, el género, los jóvenes, la marginación social y las violencias urbanas. De igual manera, se han analizado las representaciones, imaginarios y elementos simbólicos contenidos, y su relación con los procesos de institucionalización y legitimación social del narcotráfico.

Independientemente de los objetivos con que se han creado estas aportaciones, constituyen una forma de observar, comprender y explicar el fenómeno de la narcocultura por ciertos grupos o sectores sociales, como los científicos y académicos. La importancia de esto no es menor, ya que proponen a la sociedad miradas desde las cuales puede interpretarse y vivirse la narcocultura y, por ende, el narcotráfico.

Estética del narco o mundo-narco

Con base en los documentos revisados se puede decir que la narcocultura se ha considerado desde dos nociones. La primera corresponde a una orientación estética, vinculada a elementos simbólicos que dan pautas para la interpretación y significación del tráfico de drogas por diversos grupos sociales, incluyendo a los que no participan en esta actividad. Dentro de esta perspectiva se toman en cuenta expresiones como la música, películas, series televisivas y religión principalmente, y en su difusión juegan un papel fundamental los espacios sociales, los medios de comunicación y las industrias culturales. Rincón (2009) señala que lo narco es también una estética.

Hay una narcoestética ostentosa, exagerada, grandilocuente, de autos caros, siliconas y fincas, en la que las mujeres hermosas se mezclan con la virgen y con la madre […] No es mal gusto, es otra estética, común entre las comunidades desposeídas que se asoman a la modernidad y sólo han encontrado en el dinero la posibilidad de existir en el mundo. (Rincón, 2009, p. 147)

Una variante dentro de esta concepción es la de Reguillo (2011), quien la delimita como un conjunto amplio y disperso de prácticas, productos y concreciones de la cultura, y señala que el lenguaje, los narcocorridos, la arquitectura, la ropa, los accesorios, los escapularios, entre otros, son elementos que permiten la penetración de la “narcomáquina” en la vida cotidiana de la sociedad. Esto hace referencia no sólo a la dimensión estética, sino también a la del poder; se pudiera decir que, la narcocultura, es un engranaje más de la maquinaria disciplinante y fantasmagórica del tráfico de drogas.

La segunda percepción corresponde a una visión amplia del término, cercana a lo que Thompson (2006) llamaría concepción simbólica de la cultura: conjunto de acciones, enunciados y objetos significativos que conforman patrones de significado a partir de los cuales “los individuos se comunican entre sí y comparten sus experiencias, concepciones y creencias” (p. 197). Desde esta apreciación, la narcocultura incluiría todas las prácticas y representaciones sociales que permiten conformar lo que algunos autores llaman el “narcomundo” (Ovalle, 2005). En ese sentido se puede rescatar el planteamiento de Mondaca (2012), quien reconoce a la narcocultura como:

[…] un proceso cultural que incorpora una amplia simbología, un conjunto de visiones del mundo bajo ciertas reglas y normas de comportamiento, en tanto son valores entendidos que envuelven esta actividad y es compartida por amplios sectores de la sociedad, más allá de que estén o no involucrados en el negocio del tráfico de drogas ilegales. (Mondaca, 2012, p. 66)

En esta visión, la narcocultura se acerca a lo que podría ser la forma o estilo de vida que caracteriza a los sujetos y grupos sociales involucrados en el consumo y tráfico de drogas, y donde las expresiones estéticas o artísticas son sólo una dimensión. Aunque muchos de los documentos revisados hacen referencia al narcomundo, o mundo narco, la mayoría de las investigaciones centran el análisis en una o varias expresiones estéticas (corridos, películas, series, etc.); cabe suponer que esto se debe a la complejidad y diversidad que tiene el fenómeno social, y a la dificultad para abarcarlo de manera íntegra a través de investigaciones concretas.

Cultura o subcultura

En una primera fase del análisis se observó la inquietud de algunos autores para determinar si es posible referirse a este fenómeno como una cultura en sí. En el entorno periodístico se le ha señalado como una subcultura e incluso una anticultura como oposición a la cultura tradicional (Rodríguez, 2 de marzo del 2010). En el entorno académico, la mayoría de los autores la denominan como “subcultura” por poseer rasgos concretos vinculados al tráfico de drogas.

De manera específica, Córdova (2007) la designa como subcultura de la transgresión y la desviación social, por los signos y símbolos que enaltecen el poder de los narcotraficantes y de la ilegalidad. En tanto, Astorga (2004) la considera como subcultura del tráfico de drogas que influye en la construcción de sentido en la vida cotidiana de una gran cantidad de personas, aunque el discurso dominante la vincule a actividades ilícitas. Sin embargo, Mondaca (2012) indica que la narcocultura no puede entenderse como una subcultura ya que no es exclusiva de grupos específicos, sino que a ella se adhieren todo tipo de personas, pero tampoco es una contracultura porque no es una actividad contestataria, aunque contravenga las normas sociales.

Por su parte, Sánchez (2009) señala que, a partir del desarrollo y amplitud del narcotráfico para la década de los ochenta, en ciertas regiones del país (particularmente Sinaloa) ya no sólo se trata de una subcultura, sino de una cultura en sí misma: la cultura del tráfico de drogas que integra hábitos, instituciones y elementos simbólicos que conforman una identidad regional.

Las diferencias en esta designación dependen de la posición que se le otorga a la narcocultura respecto de la cultura dominante o hegemónica. De manera general, este fenómeno tiende a observarse como portador de contenidos que transgreden los códigos y normas sociales y, por lo tanto, pueden ser censurables (como sucede con la difusión de narcocorridos a través de las emisoras radiofónicas o en eventos públicos en algunos estados del país). De ahí que, no obstante su propagación en diversas regiones y grupos sociales se le considere como una subcultura de la transgresión, que con el paso del tiempo ha evolucionado y se ha ido acoplando a los nuevos contextos sociales.

¿Qué es la narcocultura?

A pesar de la diversidad de aportaciones teórico-metodológicas realizadas en las últimas décadas sobre la narcocultura no se identifica una definición unánime del concepto. Es común encontrar textos que prescinden de ella y dan por entendido su significado, y otros que hablan de manifestaciones o campos culturales vinculados al tráfico de drogas sin mencionar la palabra narcocultura.

A partir de la revisión efectuada se pudieron identificar tres elementos a los cuales se recurre con mayor frecuencia y profundidad para definir a la narcocultura: como un conjunto de construcciones simbólicas, como generadora de expectativas de vida y como elemento legitimador del tráfico de drogas.

La narcocultura como construcciones simbólicas. La narcocultura puede entenderse como un conjunto de elementos simbólicos que tienen significaciones tanto para quienes las producen y difunden, como para quienes las consumen y se apropian de ellas. Esta perspectiva se vincula a visiones antropológicas, sobre todo las que destacan la concepción simbólica de la cultura como las de Geertz (1973), Thompson (2006) y Giménez (2005).

Algunas de las aportaciones que se integran en esta visión son las de Córdova (2007, 2011 y 2012) y Villatoro (2012), quienes interpretan a la narcocultura como formas simbólicas ligadas a procesos de objetivación, internalización y subjetivación, así como con significaciones, simbolizaciones e imaginarios colectivos a partir de los cuales se construye el marco cultural en el que los actores intervienen cotidianamente. En un sentido semejante, Mondaca (2012 y 2014) la reconoce como un fenómeno social que involucra prácticas sociales, costumbres, hábitos, formas de identificación y de relaciones, modos de manifestarse, de vincularse a objetos culturales de uso y consumo para constituirse, junto con otros componentes, en formas simbólicas de la cultura.

Ligado a los procesos de significación, Astorga (2004) y Ovalle (2005) vinculan a la narcocultura con la producción de sentido, lo cual implica afirmar que sobre el tráfico de drogas se han creado sentidos prácticos de vida que distinguen y unifican a quienes participan o comulgan con este proyecto ilegal.

Esta forma de analizar a la narcocultura pone al descubierto la carga simbólica contenida, así como las interacciones sociales que entran en juego en la producción, consumo y apropiación de los productos y actividades vinculados a ella.

La narcocultura como generadora de expectativas de vida. Un aspecto constante en la caracterización de la narcocultura son las aspiraciones y deseos que puede generar. Los elementos simbólicos contenidos en ella crean representaciones e imaginarios sociales sobre el tráfico de drogas, que llegan a configurar un mundo de vida con estilos, valores y patrones de comportamiento propios, y seducen a una gran cantidad de personas al convertirse en anhelos que van desde el consumo y apropiación de los contenidos simbólicos, hasta la incorporación en actividades del narcotráfico.

En este sentido, Simonett (2004 y 2006) define a la narcocultura como una subcultura de la exaltación de la violencia y del poder económico y político de los grupos y sujetos vinculados al tráfico de drogas que los vuelve ídolos; en tanto, para Maihold y Sauter (2012) es una cultura de la ostentación, de estética del poder y de la impunidad. De igual forma, Valenzuela (2003) destaca la elevada ponderación del consumo, la exaltación del poder e impunidad de los grupos y sujetos vinculados al tráfico de drogas, y el elogio al estilo de vida asociado al narcotráfico. Así mismo, Ovalle (2005) señala que entre los elementos continuamente asociados están el derroche, la opulencia, la transgresión, el incumplimiento a la norma y el machismo.

Estas conceptualizaciones están vinculadas al análisis de los contextos sociales, de manera que explican cómo el crimen y la ilegalidad pueden justificarse y considerarse legítimas, ante la indolencia de las estructuras sociales y la necesidad de sobrevivir en entornos dominados por el consumo y la exclusión social. Córdova (2007) plantea que los deseos y ensueños que provoca probablemente tengan que ver con “la necesidad y las aspiraciones de ascenso en la estructuración social, e incluso con el resentimiento y los deseos de venganza social” (p. 117).

En este rubro de ideas, los adolescentes y jóvenes se identifican como los sectores más sensibles a dichas representaciones. Simonett (2004), por ejemplo, expone que, a partir de la década de los ochenta, los valores subculturales comenzaron a conquistar a los jóvenes de Sinaloa para quienes se convirtieron en una cultura, por lo que “se volvió una gracia imitar a los capos de la mafia portando armas, exhibiendo oro y joyas, y presumiendo la valentía.” (p. 192). Sin embargo, las expresiones de la narcocultura dejaron de ser exclusivas para los grupos juveniles y se extendieron en todo el país, incluso más allá de sus fronteras.

La narcocultura como mecanismo de legitimación del tráfico de drogas. La tercera forma para caracterizar a la narcocultura tiene que ver con el papel que juega en los procesos de naturalización, legitimación e institucionalización social del narcotráfico. Al ser éste una actividad ilegal, la narcocultura constituye el mecanismo mediante el cual se incorpora a la vida cotidiana de la sociedad, de manera que las personas se habitúan a él y terminan considerándolo como otra actividad económica, que permite salir adelante a diferentes grupos sociales. Es decir que su legitimación e institucionalización no se logra por las normas jurídicas y formales establecidas, sino por los imaginarios que se construyen alrededor del tráfico de drogas.

En este sentido, Sánchez (2009) distingue a la narcocultura como el universo simbólico del cual se desprende un imaginario que legitima e institucionaliza al tráfico de drogas. Para Villatoro (2012) constituye un conjunto de rasgos (comportamientos, valores, lenguaje, códigos, normas, simbolismos y significados) relacionados con la producción, distribución y venta de estupefacientes, de los cuales se desprenden imaginarios y significados de legitimidad del tráfico de drogas. Maihold y Sauter (2012) señalan que el elemento de mayor importancia de la narcocultura es su continua presencia en la conformación cultural de México y que, a través de sus elementos simbólicos, se da una legitimación del narco y la violencia. Este tipo de perspectiva permite observar que la narcocultura es una vía para exponer al narcotráfico, de tal forma que sus actividades puedan ser reconocidas y aceptadas en la sociedad.

Con base en las diferentes conceptualizaciones es posible considerar a la narcocultura como un conjunto amplio y dinámico de elementos simbólicos que hacen referencia al tráfico de drogas, el cual tiene un alto potencial para generar deseos, aspiraciones y esperanzas, así como para producir y reproducir un mundo de vida específico, y justificarlo socialmente, aunque esté asentado en la violencia, la muerte y la ilegalidad. De ahí que sea fundamental el análisis de las formas en cómo se manifiestan dichos elementos, es decir, de las formas simbólicas de la narcocultura.

Las formas simbólicas de la narcocultura

Los referentes simbólicos de la narcocultura se nombran de diversas maneras: expresiones, manifestaciones, contenidos, elementos, formas y códigos; de ellos, el modo más preciso de explicar la narcocultura se encuentra en aproximaciones que recurren al concepto de “formas simbólicas”, y se apoyan con frecuencia en planteamientos de Ernest Cassirer, Clifford Geertz, John Thompson, Pierre Bourdieu y Gilberto Giménez. Con base en la propuesta de Thompson (2006) se puede decir que las formas simbólicas son acciones, objetos y expresiones significativas que tienen un carácter intencional, convencional, estructural y referencial, y se presentan en contextos espacio-temporales determinados. Para Mondaca (2014) el estudio de la narcocultura desde la concepción simbólica permite explicar

[…] cómo la narcocultura despliega una variedad de expresiones a través de objetos simbólicos y concretos en una sociedad históricamente permeada por la violencia y la inseguridad, como la ciudad de Culiacán, pero también por la complejidad cultural y social con la que sus miembros asumen el fenómeno del narcotráfico. (Mondaca, 2014, p. 29)

Los análisis sobre las formas simbólicas de la narcocultura dan relevancia a la producción de significados vinculados al tráfico de drogas y a su desarrollo mediante procesos de objetivación y subjetivación. Asimismo, se recurre a los conceptos de apropiación y consumo para explicar la manera como se desarrolla la interiorización de dichas formas, su interpretación e incorporación en la vida cotidiana.

En los documentos revisados se encontraron con mayor frecuencia las siguientes formas simbólicas ligadas a la narcocultura: música, literatura, series, religión, arquitectura y películas, las cuales se exponen a continuación.

Música. Es la más analizada, particularmente el corrido o narcocorrido debido, en parte, a que es la más antigua y prolífica. De acuerdo con Valenzuela (2003), la importancia de estudiarla es que se apropia de símbolos construidos desde las culturas populares que están anclados en el imaginario colectivo. Astorga (2004) destaca que en el corrido “se construye y difunde […] la sociodisea de los traficantes desde un punto de vista interno, son una producción simbólica que rivaliza con la que antes se encontraba en posición de monopolio”, es decir con el discurso oficial (p. 141).

Autores como Simonett (2004 y 2006) han estudiado el desarrollo del narcocorrido a partir del incremento de los grupos y artistas independientes, que encuentran en este género una pujante fuente de ingresos económicos, y la creciente participación de las industrias culturales en su difusión y comercialización. Cabe señalar que una cantidad importante de narcocorridos se generan de manera independiente con el financiamiento de los capos, quienes buscan la inmortalidad a través de las canciones.

En la actualidad, el corrido dejó de ser el único género donde se narra el tráfico de drogas, De la O (2015) menciona también a la banda, la música norteña y el vallenato regiomontano, en tanto que Ovalle (2005) habla de géneros que podrían pensarse desvinculados del tema como el rock, la salsa y el reggae. Esta diversificación se puede explicar por la expansión de las actividades del tráfico de drogas en el territorio mexicano y por la incorporación de otros grupos sociales del país, y se traducen a su vez en una variedad de contenidos, por ejemplo: el corrido tradicional, los corridos sierreños, el movimiento alterado o los nuevos corridos creados en los últimos años.

Vale la pena incluir algunas observaciones efectuadas sobre el análisis de la música con el tema del narcotráfico. Simonett (2006) plantea que, debido al significado social que contiene el narcocorrido, su estudio requiere ir más allá de la simple revisión de la letra de las canciones para rescatar su contexto histórico y social. Asimismo, a partir de las revisiones efectuadas por Ramírez-Pimienta (2007) se puede plantear: que es un error considerar al narcocorrido como una producción cultural estática ya que está en continua evolución, que no es posible estudiar enteramente el fenómeno del narcocorrido recurriendo sólo a la producción sinaloense, y que la mayoría de los estudios se han concentrado en el análisis textual dejando a un lado el aspecto musical y se pierde de vista que la música ayuda a enfatizar la historia por contar; además, el autor resalta la escasez de una perspectiva trasnacional, debido a que los estudios hechos en Estados Unidos rara vez toman en cuenta lo producido en México y viceversa y, de la misma manera, no se han considerado las diferentes interpretaciones y percepciones que se tienen del narcocorrido en ambos países. Aunada a estas observaciones está la insuficiencia de estudios sobre videos musicales de narcocorridos, los cuales son importantes por el contenido simbólico del lenguaje visual y de los escenarios empleados, que vienen a reforzar aún más a los representados en la letra de las canciones.

Literatura. Se ha denominado de diferentes maneras: narcoliteratura, narconarrativas, narrativa sobre el narcotráfico, literatura del narcotráfico o novelística del narcotraficante y, en general, relata acontecimientos, sujetos, emociones, sensaciones propias del mundo narco. Es una forma distinta al periodismo de abordar al narcotráfico y sus implicaciones, la cual inició en la los setenta (Fonseca, 2016) y se ha incrementado en las últimas décadas a través de ensayos literarios, cuentos y novelas.

El espectro que ofrecen dichas producciones y el desarrollo que han logrado como un campo particular de expresión literaria han propiciado que, autores como De la O (2015) y Rocco (2016), las consideren en su conjunto como un subgénero que se ubica en la intersección entre el género policial, el género negro y el melodrama. En contraposición, Fonseca (2016) plantea que no pueden integrar un género particular por la variedad de discursos y estrategias expresivas empleadas; de forma semejante Parra (31 de octubre de 2005) y Ortiz (26 de septiembre de 2010), escritores que han abordado este tema en sus creaciones, señalan que la narcoliteratura no existe, sino que el narcotráfico se asoma en algunos relatos no como tema, sino como situación histórica o contextual que envuelve al país, sobre todo algunas regiones.

Se puede elaborar una extensa lista de autores mexicanos que abordan el narcotráfico a través de la literatura. Es posible que el éxito alcanzado por las producciones de Elmer Mendoza desde finales de los noventa haya detonado la creación de narrativas sobre el narco. Carrillo (2011) señala que cada vez se suman más escritores, muchos con antecedentes en el periodismo, en cuyas narrativas coincide la presencia de la violencia, muerte y derrotas personales, el lenguaje desgarrado y los perfiles conductuales de los protagonistas.

Según Santos, Vásquez y Urgelles (2016) el crecimiento comercial y la recepción que han tenido estas narrativas a escala nacional e internacional puede deberse a que las historias ya forman parte de la vida cotidiana de los consumidores, “entonces, aunque estetizadas, descorren el tupido velo de la realidad o al menos lo insinúan en su peculiar contrato de lectura” (p. 17). Su éxito ha llevado a algunas a ser adaptadas a películas y series con inversiones millonarias e inimaginables ratings (Vásquez, 2015a).

De acuerdo con Fonseca (2009) estas narrativas ponen a la luz la inclusión en el campo literario de nuevos géneros e identidades, de lenguajes marginales y mundos ilegales generados por los cambios de la modernidad, el reordenamiento del tejido social (nuevos ricos) y el desplazamiento de la élite tradicional, las fracturas y la doble moral de la sociedad y, sobre todo, la lógica del dinero fácil que convierte en héroes a quienes son capaces de enriquecerse rápidamente. Revelan “la(s) cara(s) humana(s) de un fenómeno que no puede reducirse a cifras o estadísticas financieras” (p. 267).

La importancia de su estudio radica en la capacidad que puedan tener para delinear las prácticas sociales como parte del campo cultural y simbólico vinculado al narcotráfico. Monsiváis (2002) citado por Rocco (2016) indica que lo que está realmente en juego es el poder de seducción a través del melodrama, que puede atenuar el sentido ético de la violencia y convertirse en una forma de complicidad con ella.

Series televisivas. Las series centradas en el tema del tráfico de drogas surgieron en la década del 2000, a partir del creciente interés de las audiencias por los acontecimientos relacionados con dicha actividad. De acuerdo con Vásquez (2016) la empresa Caracol TV de Colombia fue la pionera en emitir este tipo de producciones en 2006 y, gracias a su éxito, otras empresas estadounidenses como Telemundo y Univisión crearon nuevos proyectos inspirados en personajes reales; “descubrieron un mercado latino afecto a este tipo de narraciones y, junto con guionistas y actores mexicanos y colombianos, crearon un corpus amplio que dio el nombre de narcoseries” (p. 211). Esta investigadora plantea, además, que hay coincidencia en la definición empleada: “una producción televisiva que mantiene los patrones de un melodrama tradicional, principalmente respecto a los personajes estereotipados: mujeres heroínas-víctimas, y hombres que se dividen entre héroes y villanos.” (p. 211)

Vásquez (2015a) y Rincón (2015) han planteado diferencias claras entre la telenovela, las series clásicas y las narcoseries: retoman aspectos reales del narcotráfico, el amor queda en segundo término, no es sólo melodrama sino también tragedia e incluso comedia, el lenguaje empleado es realista, su estética es grotesca, el exceso es alucinante y su ritmo es frenético, de ahí que estos productos culturales sean una ética más que una estética.

En casi todas las ocasiones, el análisis de las series se ha realizado de manera general dentro del conjunto de formas simbólicas propias de la narcocultura, aunque dos producciones han sobresalido en México tanto por su audiencia como por los análisis académicos a que han dado pie: Pablo Escobar, el patrón del mal y El señor de los cielos. Según Rincón (2015), se dice que la primera se hizo para que la sociedad colombiana recordara a este personaje como nefasto y detestable; sin embargo, en la serie se presentó a un Pablo Escobar que tenía buenos motivos para traficar y matar, además que amaba a su familia y ayudaba al pueblo, en cambio, los políticos y policías aparecen como burócratas. En el segundo caso, Vásquez (2014) señala que el personaje de Aurelio Casillas se configura como un villano héroe, mientras que la trama denuncia que las instituciones gubernamentales han perdido credibilidad ante la existencia de un Estado anómico.

En este sentido, Vásquez (2105b) menciona que, así como la literatura policial europea devino en género negro en América Latina, las teleseries policiales estadounidenses se han convertido en narcoseries, donde los policías ya no son los representantes de la racionalidad, el orden y la legalidad, sino que son parte de un sistema corrupto infectado por la deshonestidad y la deslealtad.

Quienes han estudiado las narcoseries llegan a la conclusión de que el éxito que han tenido en países como México y Colombia se debe a que presentan una realidad conocida por ambas sociedades: los modos paralegales pero legítimos de ascenso social y la exclusión e inequidad social; además, en ellas se muestra una mitología en torno a las hazañas de los traficantes de drogas donde se exponen como héroes populares, inteligentes, valientes y sanguinarios que contribuyen al bienestar de su gente con mayor dignidad que los políticos. De hecho, tienen poca popularidad las series donde el policía aparece como héroe y el narcotraficante como villano, mientras que sí la tienen aquellas donde el villano queda como héroe; esto depende de la empatía que generan con quienes están excluidos de los beneficios y servicios sociales y viven la desatención de las instituciones gubernamentales.

Un ámbito que requiere mayor atención por los investigadores es el de las producciones sobre tráfico de drogas, debido a su notable incremento y a que permiten una mayor libertad en sus contenidos. Jaramillo (2014) plantea que exponen narrativas basadas en historias reales con una visión compleja de la violencia, que recuerda los paradigmas del narcocorrido, aunque intentan dar una caracterización matizada y más informada del narcotraficante mexicano. Además, series contextualizadas en la frontera entre México y Estados Unidos muestran a protagonistas norteamericanos, habitantes de los suburbios, como productores y vendedores de sustancias ilegales, lo que implica un posible desplazamiento en el posicionamiento histórico de personajes mexicanos en estas actividades.

Religión. Es una de las formas simbólicas más analizada por la fuerte presencia que tiene en el narcotráfico. El constante acercamiento de los traficantes con la violencia y la muerte genera la necesidad de buscar protección en figuras sobrenaturales a quienes se pueda encomendar la buena fortuna y sobrevivencia.

Los estudios sobre este tema ponen en relevancia las connotaciones vinculadas a la muerte y la vida, así como la construcción y reconstrucción de héroes míticos, sacralizados no por instituciones religiosas sino por la práctica popular. Jesús Malverde se identifica como el símbolo místico primario y representativo de los traficantes de drogas, sobre todo para grupos del noroeste del país, incluyendo la frontera norte (De la O, 2015; Córdova, 2012; Maihold y Sauter, 2012; Oleszkiewicz-Peralba, 2010; Rodríguez, 2003). Sin embargo, en décadas recientes ha cobrado vigor la Santa Muerte, cuya devoción, que no se limita a los traficantes, se ha extendido desde el centro de la república a otras regiones de México y más allá de la frontera sur (Chesnut, 2012; Mondaca, 2012; De la O, 2015; Oleszkiewicz-Peralba, 2010). De manera semejante a Malverde, pero con menor presencia, se registra el culto a Nazario Moreno por traficantes de Michoacán, derivado tanto de su liderazgo, como de las actividades evangélicas y de adoctrinamiento a los miembros de su propio cártel (Maihold y Sauter, 2012; De la O, 2015).

Cabe precisar que las formas religiosas del narco se reconocen como sincréticas, ya que mezclan los íconos y ritos populares con los del catolicismo, de ahí la constante inclusión de figuras como la Virgen de Guadalupe y San Judas Tadeo; esto pone de manifiesto una reapropiación y resignificación del ámbito sagrado, según los intereses y características de los grupos sociales. Esta resignificación tiene que ver en particular con la ilegalidad vinculada al narcotráfico, las figuras religiosas de Malverde, Nazario Moreno y la Santa Muerte son tan transgresoras del orden social como los propios traficantes; como indica Córdova (2012), “el símbolo cristaliza y sacraliza a la fuerza y al poder de la transgresión y la desviación social” (p. 221). Pero también esta resignificación tiene que ver con las relaciones que se han establecido entre los traficantes y la iglesia católica, la cual acepta de buena o mala manera “limosnas”, edificaciones, financiamiento para fiestas patronales u otras acciones a través de las cuales se incrementa el reconocimiento y aureola mítica de los capos, aspectos que han sido estudiados por autores como Enciso (2015) y Córdova (2012).

Un factor fundamental es el fuerte arraigo popular que tiene la religión en amplios y diversos grupos relacionados con el tráfico de drogas, lo que denota el impacto que tienen las figuras simbólicas, así como la fuerza y poder que pueden lograr.

Arquitectura. Como forma simbólica de la narcocultura exhibe en la cotidianeidad de la ciudad el estilo de vida narco, remarcando sus características hacia el resto de los sectores sociales. Correa (2012) plantea la inquietud de que pueda llegar a considerarse, incluso, como un posible nuevo estilo estético: el Narc déco, en consonancia con la opulencia y exageración del Art déco.

En general, la arquitectura del narco incluye dos tipos de construcciones: la primera corresponde a ranchos y fincas espectaculares, así como a mansiones palaciegas con extensos jardines exóticos, piscinas techadas y capillas privadas que, a la vez, fungen como fortalezas o casas de seguridad. La segunda hace referencia a la arquitectura funeraria: tumbas, capillas y mausoleos cuyo propósito, como señala Mondaca (2014), es “dejar claro que no murió cualquier persona, sino alguien de significativa jerarquía en la estructura de alguna de las organizaciones delictivas” (p. 33).

Este tipo de arquitectura comenzó a propagarse en regiones vinculadas al tráfico de drogas en los años setenta y ochenta (De la O, 2015), y se caracteriza por construcciones ostentosas y exageradas, con materiales importados o no convencionales como mármol y granito, rejas y puertas costosas. Después de los noventa, cuando se incrementó la persecución a los cárteles, el estilo arquitectónico de los traficantes fue cambiando a formas más discretas que permitieran el camuflaje con construcciones de los sectores con altos recursos económicos, y empleando estilos neocoloniales y modernistas. A pesar de este cambio es evidente que este tipo de arquitectura trata de mostrar la capacidad de consumo de estos grupos, pero, sobre todo, su poder y jerarquía social. Es una forma objetivada de la solvencia económica que legitima las formas de actuar y el modo de vida dentro del narcotráfico; como señala Correa (2012), no es posible comprobar que los traficantes tengan voluntad artística, pero sí se sabe que nada se hace a sus espaldas y que no se trata sólo de una cuestión estética, sino también ética.

A pesar de ser una importante forma simbólica, es posible que su estudio sea complejo en la actualidad debido a que es más difícil distinguir las construcciones propias de los traficantes y porque sus inversiones se han diversificado a otros espacios como bares y restaurantes.

Películas. Al igual que en las anteriores formas simbólicas existe una abundancia de producciones que tocan el narcotráfico a través de películas creadas en el país, de manera que pueden considerarse como un subgénero consolidado (Monsiváis, 2004) al cual se le denomina, por lo general, como cine de narcos; es una mezcla de cine de mafia, western, melodrama y comedia ranchera (Pardo, 2017).

La primera película sobre el tema fue Puño de hierro, producida en 1927, aunque el mayor desarrollo comenzó en los setenta. Mercader (2012) identifica tres etapas en su producción: la primera abarca de 1976 a 1983 y en ella se presenta al narcotráfico de manera incidental; en la segunda, de 1984 a 1994, el narcotraficante ya constituye el personaje principal, y en la tercera, de 1995 a la fecha, el narcotraficante posee un imperio económico y una presencia social hegemónica. Esto denota la carga simbólica que fueron incorporando las producciones respecto al tráfico de drogas, sobre todo, en las últimas décadas.

A pesar de la cantidad de productos, Ovalle (2005), Monsiváis (2004) y Mercader (2012) coinciden en que los contenidos repiten una fórmula sencilla: películas recargadas de acción, gesto duro, violencia (asesinatos brutales, torturas, ajuste de cuentas y balaceras), espectáculos exóticos, sujetos marginales y pauperizados, mexicanos que esperan cruzar la frontera, levedad del lenguaje, atuendos que acreditan la pertenencia al narco y música ligada a la cultura popular como recurso para configurar la cosmovisión de los personajes.

Pardo (2017) distingue dos tipos de cine narco: el patriodrama, que es la versión institucional y oficial del conflicto donde el policía es el héroe y los traficantes los delincuentes, se exhibe a través del cine comercial, la televisión y los sitios de renta de películas y tiene inversión gubernamental; y el narcodrama, donde los traficantes representan al bandido o héroe generoso, la mayoría de las veces son producciones independientes que rayan en la ilegalidad y su distribución se realiza a través de la piratería o la descarga gratuita en sitios web. En esta oposición, el melodrama vence en la interpretación popular ya que es la que constituye el ser mexicano.

A partir de los noventa el cine de narcos comenzó a declinar. Las cadenas cinematográficas dejaron de exhibir estas películas, pero los productores encontraron una solución en el videohome, cuyas producciones han sido financiadas en gran parte por los narcotraficantes. Proal (5 de octubre de 2016) señala que en los setenta y ochenta existía una estrecha relación entre traficantes y productores cinematográficos, era habitual la oferta de los capos para llevar al cine su biografía e, incluso, participar en las películas. En la actualidad, permanece el interés de los traficantes por dejar huella y glorificar sus hazañas más allá de los corridos, como lo demostró en 2016 Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán, el capo más mediático; sin embargo, el proyecto cinematográfico derivó en un polémico conflicto con matices políticos que involucró a los gobiernos mexicano y norteamericano. El revuelo que ha causado este suceso subraya el papel que puede jugar la narcocultura en la sociedad.

Los estudios encontrados sobre el cine de narcos provienen, en parte, de investigaciones sobre el tema, pero también sobre el cine de la frontera norte del país, y una línea específica de análisis se ubica en las representaciones de la mujer en estas producciones. Mercader (2012) precisa que el cine de narco es un tema casi inexplorado, por lo que las fuentes bibliográficas y hemerográficas son escasas, además de que no existe una recopilación filmográfica a pesar del número de películas producidas.

Otras formas simbólicas. Existen otras formas simbólicas cuyo análisis es casi nulo, a pesar de su importancia. En este rubro se incluye al lenguaje, ya que se identifican vocablos propios del mundo narco que hacen referencia a una variedad de elementos como las drogas, las estrategias empleadas, las armas, los sujetos implicados o expresiones coloquiales que tienen su origen en el lenguaje popular y regional.

La vestimenta es otra forma que distingue al narcotráfico y que ha evolucionado con el tiempo: al inicio era una mezcla de elementos del vaquero norteamericano y el norteño mexicano que se traducía en camisas de seda, sombrero norteño, botas y cintos piteados; en la actualidad, se identifica más con camisas tipo polo, pantalones sport, tenis y cachucha, todos de marcas costosas.

Además, existen nuevas formas que han emergido al paso del tiempo como los comics, las artes plásticas (sobre todo la pintura) y los videojuegos, entre otras. De ellos, aún es escaso o nulo su análisis en el entorno mexicano.

Los contenidos simbólicos de la narcocultura

Las formas simbólicas vinculadas al tráfico de drogas hacen referencia a elementos específicos de esta actividad, lo cual los hace visibles y marca sus diferencias respecto a otros ámbitos y dinámicas sociales y culturales. En este apartado se presenta una relación de tópicos señalados por diversos autores, Valenzuela (2003) los planteó como los temas principales que pueden conformar un “corpus sociocultural con el que se construye el conjunto de posicionamientos axiológicos desde los cuales se definen, justifican o condenan las situaciones, vicisitudes y placeres en los mundos del narcotráfico” (p. 13). La relación que se expone partió de lo expuesto por Valenzuela (2003) y Astorga (2004) como pioneros en el estudio de los narcocorridos y se enriqueció con aportaciones más recientes.

La droga. Implica sus diferentes denominaciones, en sentido connotativo y denotativo. Astorga (2004) encontró menciones como mariguana, amapola, heroína, cocaína, hierba verde, hierba buena, hierba mala, polvo, polvo blanco y coca sin cola.

La actividad de tráfico de drogas. Son las denominaciones que se les da a las diversas actividades correspondientes. Astorga (2004) señala el negocio y el contrabando, y esclarece que en el análisis que efectuó no encontró mención directa al narcotráfico.

Los sujetos implicados. Corresponde a las designaciones que se hacen a los sujetos que intervienen en el tráfico de drogas. En el caso de los narcotraficantes Astorga (2004) señala menciones como traficante, narco, contrabandista, gran señor, mafioso, cabecillas, cerebro de jefes, el mero mero, número uno, padrino, la familia, delincuentes. Además, se incluyen a quienes están más abajo en la división interna del trabajo, como el que secuestra, mata y entierra. Mondaca (2012) resalta la forma como se configuran estos personajes en el mundo narco como sujetos transgresores de las normas: el héroe y el antihéroe, el poderoso, el benefactor, el amigo, el vengador, el negociador, el corrupto, el cómplice, el amenazador, etc. Sin embargo, también se encuentran otras figuras como el enemigo o el traidor, e incluso quienes son extranjeros como los colombianos o los estadounidenses, de acuerdo con Valenzuela (2003) los últimos aparecen como consumidores, socios, protectores o perseguidores.

Los atributos asignados a los traficantes. Astorga (2004) rescata la valentía, astucia, fiereza, valor, justicia, fama, bravura, sinceridad y respeto. Por su parte, Mondaca (2012) agrega la inteligencia, grandeza, habilidad en el uso de las armas, el éxito con las mujeres, la riqueza y el poder, aspectos que configuran los mitos y cobran fuerza en las interacciones sociales donde se conjuga la ficción con la realidad. Estos atributos ayudan a conformar una ontología del narcotraficante que tiende a presentarlo como alguien que se burla de la ley y la muerte, y siempre logra lo que quiere.

El poder. Se analiza como un campo de interacciones sociales que hace patente la ruptura con el discurso oficial (Valenzuela, 2003). Aquí se encuentran las menciones a lo que Vásquez (2014) denomina Estado anómico: la corrupción, la impunidad, las insuficiencias políticas y los vacíos del gobierno frente al código ético de la institución del narcotráfico; asimismo, se ubica su capacidad para generar aliados y construir lazos de parentesco, aunque no siempre son por consentimiento.

Los personajes. Son las enunciaciones y narraciones sobre personas específicas. Mondaca (2012) indica la existencia de cientos de corridos dedicados a Joaquín “el Chapo” Guzmán, y Astorga (2004) a Rafael Caro Quintero, Manuel Salcido y “El Cochiloco”. Aunado a ello, se encuentran las caracterizaciones en películas y series, sobre todo en las últimas décadas donde destacan Pablo Escobar y Amado Carrillo. De manera general, se exalta la presencia de estos personajes en el mundo ilegal, lo que permite configurar un marco axiológico desde el cual se interpretan sus acciones.

La ostentación y el consumo suntuario. Valenzuela (2003) señala que el poder económico y político, así como el estilo de vida, encuentran formas de expresión cosificada a través de carros, alhajas, armas, celulares y mujeres que se exhiben como trofeos. Son frecuentes también las menciones a las bebidas alcohólicas preferidas, la adquisición de animales, las costosas celebraciones, la vestimenta y accesorios, por mencionar algunos.

La presencia de la mujer. En este aspecto se pueden observar las representaciones del hombre y la mujer en la sociedad, las relaciones de género y los estereotipos vinculados a ellos. Aquí destaca el machismo, así como la enunciación hacia las mujeres como “las barbies” o “las muñecas”, aunque también se presentan como poderosas. Astorga (2004) encontró la exposición de mujeres como activas, audaces, con fuerte dosis de astucia y valor. Vásquez (2016) señala que, en el caso de las series, si bien en sus inicios se caracterizó a los personajes femeninos como víctimas, posteriormente se encuentran como agentes activos; no obstante, se les sigue definiendo con los estereotipos tradicionales (sacrificio, bondad y maternidad), el acto subversivo se presenta en su capacidad de análisis y decisión.

El espacio y territorio. Astorga (2004) señala que en los corridos se mencionan lugares como Estados Unidos y Colombia, y al interior del país, a Sinaloa y la frontera norte. Sin embargo, Valenzuela (2003) plantea que estas menciones requieren analizarse por su regionalismo como campo de lealtades geo-antropológicas, y la conformación de identidades “donde la tierra de pertenencia produce hombres y mujeres especiales, valientes e inigualables” (p. 14). Asimismo, Mondaca (2012) destaca que son lugares emblemáticos, enunciados como espacios de pertenencia y control, de referencia y dominio.

La representación de la violencia y la muerte. Mondaca (2012) señala que la violencia es inseparable del ambiente de conflicto en el que se desarrolla el tráfico de drogas, de ahí que se mencionen de manera frecuente el ajuste de cuentas, la venganza, la sentencia de muerte, las balaceras y el peligro de muerte, entre muchas otras expresiones. Sin embargo, aquí también pueden incluirse las referencias al armamento utilizado (bazucas, AK-47, R-15, M-16, metrallas, calibre 50, cuernos de chivo, etc.), así como las técnicas empleadas (encajuelados, colgados, encobijados, torturas, decapitación, secuestro y levantón, entre otros).

La representación de la ilegalidad y la corrupción. Desde los años treinta, el tráfico de drogas quedó ligado a ciertos espacios que garantizaban su desarrollo, de manera que la ilegalidad y la corrupción se han expuesto a través de la narcocultura mediante actos de confabulación, impunidad, establecimiento de redes y pactos informales; en ese sentido, Mondaca (2012) hace referencia a arreglos, relaciones de complicidad, negocios y acuerdos ilícitos, así como a la ausencia del poder legitimado del Estado y la presencia del poder instituido del narcotráfico.

Los desenlaces. Valenzuela (2003) habla de los resultados de la experiencia del narcotráfico que puede implicar salidas exitosas que justifican los riesgos vividos, o bien los finales trágicos representados en la desgracia y la muerte; caben incluir, por lo tanto, los consejos o lecciones derivadas de dichas experiencias, ya sea en el sentido de la permanencia en el tráfico de drogas, o en el arrepentimiento.

El análisis de estos temas o corpus es relevante ya que permite distinguir los elementos que van configurando a la narcocultura y al tráfico de drogas en el imaginario social, los cuales han ido cambiando con el tiempo y en la medida en que un mayor número de personas consumen y se apropian de las diferentes formas simbólicas.

Logros y desafíos en el estudio de la narcocultura

Como se indicó al inicio del texto, la revisión documental efectuada no es concluyente, pero permitió observar aspectos relevantes sobre el estudio de la narcocultura en México. Es palpable que los análisis se han incrementado notablemente en años recientes, lo que ha permitido una mayor comprensión de este fenómeno social, rebasando las representaciones tradicionales que el periodismo, los medios de comunicación o las industrias culturales hacen de él.

No obstante, la variedad de los estudios la mayoría destacan la carga simbólica e ideológica de la narcocultura, de ahí que la forma más apropiada de analizarla sea como formas y contenidos simbólicos, ya que esto permite abarcar las diversas manifestaciones, expresiones y objetos derivados de ella, y caracterizarlos de acuerdo con los propósitos de cada investigación.

Al margen de los avances logrados, vale la pena exponer algunas inquietudes sobre las formas de aproximarse a la narcocultura como objeto de estudio. Si bien algunas investigaciones han planteado nuevos temas y criterios de análisis, otras mantienen los abordados en las indagaciones pioneras sin considerar la evolución de las formas simbólicas y la diversificación de los contextos sociales.

En la actualidad no es posible concentrar los estudios sobre narcocultura en los corridos ni examinarlos sólo con los indicadores de las primeras investigaciones, ya que es una producción dinámica y existen nuevas expresiones culturales vinculadas al narcotráfico en regiones diferentes al noroeste del país. Además, si los jóvenes constituyen los mayores consumidores y usuarios de la narcocultura, como señalan algunos autores, es conveniente ampliar los análisis en torno a producciones en videos musicales, videojuegos, blogs, video blogs y redes sociales, que responden más al interés de las nuevas generaciones. Esto implica considerar no sólo los formatos, sino las transformaciones simbólicas ya que, como indica Sánchez (2009), existe una transición de los valores rurales-tradicionales a los conceptos urbano-globales de las sociedades actuales.

Por otra parte, cabe realizar algunas observaciones a las diferentes perspectivas de los estudios sobre las formas simbólicas de la narcocultura. Un conjunto de investigaciones las considera como meras expresiones culturales, propias de ciertos grupos sociales, que no necesariamente tiene que ver con conflictos sociales; es decir, resaltan principalmente el aspecto estético y, en todo caso, dejan su interpretación y valoración a los diversos grupos de la sociedad.

Una segunda perspectiva resalta la necesidad de analizar a la narcocultura no sólo como un conjunto de manifestaciones estéticas sino también éticas; autores como Correa (2012) señalan que la estética y la ficción llegan a encubrir o justificar el trasfondo ético que va integrado a las formas simbólicas. En este sentido, Ovalle (2010) señala que las conceptualizaciones de la narcocultura se alejan cada vez más del aspecto ilegal y delictivo, y se concentran en los elementos culturales y en la perspectiva de los actores involucrados. Estas aportaciones tratan de alertar sobre el alcance que pueden tener las formas simbólicas en los imaginarios y actuaciones sociales respecto al tráfico de drogas.

La última postura rescata elementos de la anterior, pero además incide en ubicar a la narcocultura y al narcotráfico como productos del neoliberalismo y la globalización. Fonseca (2016) indica que las narrativas de la narcocultura dialogan con los discursos oficiales y crean nuevas maneras de aproximarse a las ideologías que subyacen al tráfico de drogas; de tal manera, los contenidos simbólicos de la narcocultura no sólo representan la transgresión social, sino que llegan a ser una crítica tácita a la desigualdad económica, la exclusión social, las violencias urbanas y la corrupción de las instituciones, que han dado pauta al ascenso de la criminalidad y a la búsqueda de nuevas opciones a través del narcotráfico. Sin embargo, Valencia (2010) alerta sobre la glorificación de la cultura criminal, ya que ésta ha llegado a establecerse como un nicho de mercado para la producción y el consumo a través de la instauración de modas donde el mafioso es la nueva figura mediática, lo que da pauta a la formación de subjetividades violentas que legitiman y normalizan prácticas criminales e incluso podrían incidir en su legalización.

En este documento no se trata de cuestionar las posturas mencionadas, pero sí se propone reflexionar sobre los alcances que pueden tener; es decir, la narcocultura se puede estudiar desde la visión de las meras expresiones estéticas, los espacios comunes o los estereotipos tradicionalmente ligados al narco, pero también puede concebirse desde el entramado ideológico y político que atraviesa al tráfico de drogas en particular y al país en general. Este último tipo de análisis es más complejo y, por lo mismo, menos frecuente; no obstante, es fundamental para entender la dinámica cultural, social, económica y política de este fenómeno, y por la cuestionable postura del Estado ante la narcocultura y el narcotráfico.

Habría que meditar entonces, en qué medida el incremento de los estudios sobre narcocultura responde al deslumbramiento con que se ha instalado en la sociedad el tema del narcotráfico, tal y como los públicos consumen los contenidos simbólicos por la seducción con que los presentan las industrias culturales.

Si más allá de la fascinación es posible considerar que las formas y contenidos simbólicos de la narcocultura llevan implícito un cuestionamiento sobre el desarrollo de la sociedad y que, de alguna manera, exponen un debate social pendiente, entonces las aproximaciones académicas deberían encauzar dicho debate, sistematizarlo y abrirlo a la sociedad de manera explícita.

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Recibido: 20 de Octubre de 2018; Aprobado: 15 de Enero de 2018

América Tonantzin Becerra Romero. Mexicana. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de México, Maestra en Comunicación y Tecnologías Educativas por el Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa y Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Actualmente se desempeña como docente e investigadora del área de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Nayarit. Su área de investigación se aboca a temas de los Estudios Culturales, especialmente en temas sobre jóvenes y su inserción en procesos culturales y educativos. Sus últimas publicaciones son Mujeres: entre la autonomía y la vida familiar (2017), en Nóesis, y Jóvenes e internet: realidad y mitos (2015), en Nóesis.

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