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Culturales

versão On-line ISSN 2448-539Xversão impressa ISSN 1870-1191

Culturales vol.5 no.2 Mexicali Jul./Dez. 2017

 

Artículos

Del revisionismo al freudomarxismo: los marxistas freudianos en los orígenes de la revolución cultural occidental

From revisionism to Freudo-Marxism: the Marxist Freudians in the origins of the western cultural revolution

David Pavón-Cuéllar* 

*Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. davidpavoncuellar@gmail.com


Resumen:

Se ofrece una visión panorámica de algunos de los principales encuentros entre el marxismo y el psicoanálisis en el tiempo de entreguerras. Estos encuentros se caracterizan por una revalorización política de lo psíquico, lo singular y lo subjetivo, la cual, en los orígenes de la revolución cultural occidental de la segunda mitad del siglo xx, resulta precursora del auge de los factores personales y micropolíticos en el feminismo, los movimientos juveniles, el combate por la emancipación sexual y otras luchas de las décadas de 1960 y 1970. Se abordan las revisiones freudianas del marxismo en Henri De Man y Max Eastman, la reapropiación marxista de tales revisiones en Antonio Gramsci, José Carlos Mariátegui y Alfonso Teja Zabre, y las propuestas freudomarxistas de Siegfried Bernfeld, Wilhelm Reich y Otto Fenichel.

Palabras clave: marxismo; psicoanálisis; psicología; freudomarxismo; revolución cultural

Abstract:

This paper offers an overview of some crucial encounters between Marxism and psychoanalysis at interwar period. These encounters are characterized by a political revaluation of the psychic, subjective and singular: a revaluation that is at the origin of the western cultural revolution of the second half of the twentieth century, and precedes the flourishing of the personal and micro-political factors in feminism, youth movements, sexual emancipations and other struggles of the sixties and seventies. The paper discusses the Freudian revisions of Marxism in Henri De Man and Max Eastman, the Marxist appropriations of such revisions in Antonio Gramsci, José Carlos Mariátegui and Alfonso Teja Zabre, and the Freudo-Marxist proposals of Siegfried Bernfeld, Wilhelm Reich and Otto Fenichel.

Keywords: Marxism; psychoanalysis; psychology; Freudo-Marxism; cultural revolution

Introducción: la revolución cultural y sus orígenes en el tiempo de entreguerras

Hace ya varias décadas, Bruce Brown (1973/2009) y Christopher Lasch (1981/1989), entre otros, emplearon la expresión “revolución cultural” para designar el amplio movimiento característico del siglo XX, en especial de la posguerra, que había cuestionado y transformado profundamente valores y prácticas fundamentales de la cultura occidental en el terreno de la sexualidad y en otros ámbitos de la vida cotidiana y de las relaciones interpersonales. Este movimiento, que llegó a sus puntos álgidos en 1968 y en los años inmediatamente posteriores, tuvo algunas de sus mejores expresiones en el feminismo, la emancipación sexual y la llamada “Nueva Izquierda” con su lucha micropolítica, su insistencia en la pluralidad, su reivindicación de “formas de vida cualitativamente nuevas” y su liberación de “necesidades, deseos y posibilidades” previamente reprimidos (Brown, 1973/2009, pp. 174-197). La revolución cultural sería precisamente una revolución contra el “aparato de represión” del capitalismo (p. 177). Se entiende, entonces, que se haya originado en el combate del freudomarxismo en contra de la “civilización represiva” y a favor de la “revolución sexual” concebida como “prerrequisito esencial para la abolición de la opresión social” (pp. 61-62).

Los orígenes freudomarxistas del mencionado movimiento revolucionario cultural, situados en el tiempo de entreguerras y -de manera más precisa- en el agitado periodo comprendido entre 1925 y 1935, son el tema específico del que se ocupa el presente artículo. Quizás el principal interés del tema resida en su importancia para comprender tanto la revolución cultural en su conjunto -que aquí especificaremos como “occidental” para diferenciarla de la revolución cultural china- como sus efectos más actuales en la cultura contemporánea, particularmente en el plano de la vida cotidiana y de las relaciones interpersonales, pero también en las manifestaciones de lo cotidiano y de lo interpersonal en los niveles económico, social, político, institucional y jurídico (Herrera, 2016). Tenemos aquí, por ejemplo, diversas formas de libertad sexual, la valorización del deseo y de la satisfacción en la vida cotidiana, una reivindicación de la juventud y de la subjetividad en general como criterios de verdad y de autenticidad, cierto cuestionamiento de la autoridad y de la arbitrariedad en la tradición y en el ejercicio del poder. Estos y otros aspectos estructurantes de las llamadas “sociedades avanzadas” derivan históricamente de aquel movimiento revolucionario cultural que tuvo uno de sus orígenes más visibles en el campo freudomarxista que aquí exploraremos. Cabe conjeturar, pues, que nuestra exploración contribuirá de algún modo a la compleja elucidación histórica de algunos de los aspectos característicos de lo que suele admitirse como actual cuadro cultural compartido por amplios sectores sociales del mundo occidental. Aunque tal elucidación histórica no sea un propósito de nuestra exploración, pensamos que esta exploración es un requisito previo necesario para elucidar una parte de aquello en lo que se ha convertido la cultura occidental a principios del siglo XXI.

Lo nuevo e inédito del contexto cultural occidental contemporáneo le debe mucho al impulso radicalmente crítico, subversivo y transformador que se desató como resultante del encuentro del vector marxista con el freudiano en las elaboraciones teóricas y las iniciativas prácticas de Siegfried Bernfeld, Wilhelm Reich y Otto Fenichel, a quienes dedicamos los tres últimos apartados del presente artículo. Además de aparecer bien expresado en este freudomarxismo en sentido estricto, el mismo impulso puede apreciarse también en otros encuentros entre el marxismo y el psicoanálisis que ocurren en los mismos años, que son menos conocidos hoy en día y que también tienen su lugar en las siguientes páginas. Por un lado, están las revisiones freudianas de Marx ofrecidas respectivamente por Henri de Man y Max Eastman, y aquí examinadas en los apartados primero y segundo. Por otro lado, tenemos la reapropiación marxista de tales revisiones y del propio psicoanálisis en José Carlos Mariátegui, Alfonso Teja Zabre y Antonio Gramsci, autores de los que nos ocupamos en los apartados cuarto y quinto.

Al incursionar en las obras de todos los autores mencionados, nuestra propuesta exploratoria se distingue de otras análogas, tanto las centradas en el freudomarxismo austro-alemán propiamente dicho (Jacoby, 1983), como las que también abarcan ya sea la Escuela de Frankfurt (Dahmer, 1973/1983) o los desarrollos teóricos soviéticos de la misma época (Jovanovic, 2016), sin contar aquellas que desbordan ampliamente el marco del periodo histórico de entreguerras (v.g. Delahanty, 1987; Páramo-Ortega, 2013; Raggio, 1988; Zaretsky, 2015).

Otra característica distintiva de nuestra propuesta estriba en la decisión de examinar detenidamente los argumentos y las coordenadas conceptuales del pensamiento de los autores a los que abordamos, dejando a otros la tarea de analizar las relaciones de tal pensamiento con el contexto cultural, histórico y social que lo determina y en el que incide. Dicho análisis ha sido ya emprendido por diversos autores, particularmente algunos a los que ya nos hemos referido y que han enfatizado ya sea las circunstancias determinantes del freudomarxismo (Jacoby, 1983; Zaretsky, 2015) o bien sus efectos revolucionarios culturales en las décadas siguientes (Brown, 1973/2009; Herrera, 2016; Lasch, 1981/1989). Sin embargo, al concentrarse en las relaciones exteriores con el contexto, esos autores tienden a dejar de lado la estructura interna del pensamiento en la que aquí profundizaremos. El freudomarxismo, por ejemplo, suele reducirse a una serie de consignas subversivas que ni siquiera eran compartidas por todos sus exponentes.

Aunque el pensamiento nos interese aquí en gran medida por sus efectos contextuales, nuestra convicción es que la elucidación de tales efectos exige previamente lo que aquí ofrecemos, a saber, un estudio cuidadoso de aquello que juzgamos hipotéticamente más efectivo o decisivo para el contexto histórico, social y cultural. Esto hace que nuestra propuesta se distancie tanto de los estudios teóricos en los que se hace abstracción de las consecuencias contextuales para concentrarse en la trama textual del pensamiento (v.g. Dahmer, 1973/1983), como de los estudios más históricos o sociológicos en los que se descuidan las ideas para concentrarse en sus relaciones con el contexto (v.g. Brown, 1973/2009).

Por último, nuestra propuesta se distingue por su consideración especial de la psicología entendida como ciencia de una esfera psíquica, psicológica o mental, claramente diferenciada con respecto a la somática, fisiológica o corporal. Veremos cómo esta psicología, cuya gran difusión actual empezará precisamente en la primera mitad del siglo XX, habrá de intervenir como categoría cardinal, referencia constante y meollo problemático en las relaciones entre el marxismo y el psicoanálisis.

Aunque las corrientes marxista y freudiana tiendan a tomar sus distancias con respecto al campo estrictamente psicológico, examinaremos las distintas posiciones en las que ceden o resisten a la psicología en sus relaciones mutuas. Estas posiciones ante el campo psicológico serán determinantes para las nuevas formas de subjetivación que desembocan en la revolución cultural de la segunda mitad del siglo XX.

Instintos y sentimientos subyacentes a necesidades e intereses: la psicologización del marxismo en el revisionismo freudiano de Henri De Man

Los fundamentos ideológico-epistemológicos de la psicología tradicional, particularmente el psicologismo que privilegiaba el psiquismo a costa de todo lo demás y el dualismo que escindía lo psíquico y lo físico-somático, recibieron un cuestionamiento más o menos explícito en las primeras teorías en las que se aliaron el marxismo y el psicoanálisis, como fueron las de Vera Schmidt (1924/1979), y especialmente Aleksandr Luria (1924/2002) en la recién fundada Unión Soviética. Sin embargo, en esos mismos años, además de aliarse con el marxismo en su crítica de la psicología, el psicoanálisis también aportó argumentos para la revisión psicológica de la perspectiva marxista. Obviamente no había condiciones para que esta segunda utilización revisionista de la teoría psicoanalítica se desarrollara en la Unión Soviética, pero sí la vemos prosperar en el mundo occidental. Y lo interesante es que encontramos sus mejores expresiones en el propio campo socialista e incluso marxista, entre quienes estaban suficientemente familiarizados con el marxismo como para someterlo a una crítica psicológica atinada, precisa y aguda. Los mejores ejemplos, quizás los más lúcidos y ciertamente los más polémicos e influyentes, son los del belga Henri de Man y el estadounidense Max Eastman, ambos inicialmente marxistas radicales de izquierda, el primero más próximo al marxismo occidental, y el segundo al trotskismo.

Coincidiendo a veces con las posiciones idealistas revisionistas de Eduard Bernstein, Henri de Man (1885-1953) recurre a toda clase de argumentos psicológicos, algunos de ellos de raigambre claramente psicoanalítica, para cuestionar los vicios que le atribuye a la perspectiva marxista. El primero de estos vicios es el cientificismo: el marxismo se haría pasar por una ciencia y pretendería ofrecer un socialismo científico, pero en el fondo no sería sino un movimiento sentimental, ético, utópico y religioso. Este movimiento se nutriría del “sentimiento cristiano” que habría sido “traicionado por la Iglesia” y que se habría transmutado luego en el “sentimiento democrático”, el cual, a su vez, “desertado por la burguesía”, desembocó en el “sentimiento socialista” del que emanaría el marxismo (De Man, 1926/1974, p. 116). El origen cristiano de la doctrina marxista explicaría muchos de sus rasgos característicos: su imperativo de “solidaridad obrera” en el que se recoge el mandato de la “caritas cristiana” (p. 125), su “espíritu escatológico” y su “fe en el mañana” (p. 131), su “mito de la revolución” que reproduce el “juicio final” del apocalipsis (p. 137) y la “identificación simbólica inconsciente” de los dirigentes socialistas con el papel de “apóstoles, profetas, santos y mártires” (pp. 141-143). Todo esto se disimularía desde luego en una supuesta cientificidad, la cual, en realidad, no sería sino “una ilusión consciente sobre los móviles del inconsciente” (p. 159).

La ilusión de cientificidad del marxismo no sólo disimularía su esencia religiosa cristiana, sino también, según De Man (1926/1974), la “emoción reprimida” en Marx y expuesta en su “estilo polémico extraordinariamente apasionado y rencoroso” (p. 160). El mismo ilusorio carácter científico de la doctrina marxista encubriría también su propio carácter “psicológico” y presentaría el “espejismo de su juicio subjetivo de los móviles” como un “conocimiento pretendidamente objetivo de las causas” (p. 311). Este conocimiento dejaría ver otros dos vicios del marxismo y del pensamiento del siglo XIX en general, el racionalismo y el mecanicismo, por los cuales, despectivamente, se transpondría el principio de la “causalidad mecánica” a la “interpretación de los hechos psicológicos”, y se explicaría “toda voluntad humana y todo desarrollo social” por un “pensamiento racional” que no sería en realidad, como el psicoanálisis nos lo habría demostrado, más que una “función ordenadora e inhibidora de la vida psicológica” (p. 290).

El racionalismo y el mecanicismo se expresarían a su vez, de manera específica, en otros dos vicios que De Man (1926/1974) achaca a la perspectiva marxista, el economicismo y el eudemonismo, por los que el sujeto se reduciría a un ser únicamente motivado por su propio interés, “el homo economicus de la economía política liberal, un perfecto egoísta y hedonista” (p. 124). De Man descarta la “hipótesis materialista del marxismo” que sólo considera el interés y propone en su lugar una “hipótesis psicoenergética” en la que se reemplazan los “móviles egoístas” por “móviles altruistas”, y las “leyes mecánicas” por “leyes psicológicas” (p. 176). Esta hipótesis implica una reformulación total y radical del concepto marxista de interés. El interés ya no es exclusivamente objetivo y económico, sino subjetivo y psicológico, ya que depende de ciertos “estados afectivos” del sujeto y de “la forma subjetiva en que se le entiende en cada caso determinado” (pp. 323-324). Hay entonces “móviles psicológicos” que subyacen al “antagonismo de intereses” (De Man, 1926/1974, p. 324) y que el marxismo habría desconocido por causa de su “ignorancia psicológica” (p. 76). Estos móviles, tal como los describe De Man, consisten en una intrincada red psíquica de instintos y sentimientos por los que se busca explicar psicológicamente, y así finalmente psicologizar, todo lo estudiado por el marxismo. Cada fenómeno no-psicológico termina obedeciendo a un móvil psicológico: el capitalismo obedece al “instinto adquisitivo ilimitado” (p. 72), el socialismo al “sentimiento de comunidad” (p. 174), la lucha de clases al “instinto de posesión” (pp. 81-82) y el movimiento obrero al “instinto de autoestimación” (p. 68). La psicologización propuesta por De Man es tal que la explotación, concebida como “noción ética y no económica” (p. 329), se reduce a un “sentimiento de ser explotado” que se describe como una “reacción recíproca del instinto adquisitivo y del sentimiento de igualdad” (p. 74).

En una visión psicologizadora como la promovida por De Man, en la que todo remite a lo sentimental y lo instintivo, los intereses aparentemente racionales y objetivos, al igual que las necesidades a las que parecen corresponder, no hacen más que traducir disposiciones o inclinaciones subjetivas e irracionales. Sin embargo, para De Man (1926/1974), la traducción no es directa, sino a través de la mediación ideológica de las “creencias” (p. 431). Es por eso que podemos diferenciar dos propósitos en el movimiento socialista: el reconocido por el marxismo, el de “satisfacer necesidades” por la “lucha de intereses” ya existentes; y el enfatizado por De Man: el de cambiar las creencias y los intereses, “elevando el nivel de las necesidades por la actividad educativa” (p. 416). Tan sólo este segundo propósito permitiría llegar hasta el fondo del problema al conducirnos hasta “el fondo del alma” humana, “más allá de los intereses”, en un lugar en el cual, según De Man, Freud habría descubierto “la censura” y Adler “el sentimiento comunitario”, mostrándonos así que no hay “nada más real en el hombre que la potencia divina de la ley moral” (p. 431).

De Man plantea, pues, la sugerente hipótesis de un imperativo represivo simbólico, ético-jurídico, subyacente a cualquier adhesión del sujeto al movimiento revolucionario socialista y quizás también al funcionamiento reproductivo capitalista. Podemos considerar que hay aquí un valioso reconocimiento del ideal moral que resulta de la propia lógica interna de aquello -capital o trabajo, paternidad o cualquier otra cosa- que uno personifica en Marx o con lo que uno se identifica en Freud. Pero también podemos acabar pensando simplemente que la moralización, la idealización moralizadora de la psicología, era el desenlace previsible para un proyecto revisionista, como el propuesto por De Man, que empezó por una psicologización del marxismo con el auxilio de un psicoanálisis ya psicologizado. Si nos inclinamos por esta segunda idea, entonces quizás entendamos que De Man, tras distanciarse del marxismo, terminara deslizándose hacia la derecha e incluso hacia la extrema derecha y, como alto funcionario del gobierno belga, adoptara una posición política nacionalista con tintes fascistoides, y hasta colaborara con los nazis. Tal vez la derechización de la moralidad fuera lo que lógicamente venía después de la psicologización del marxismo y la moralización de la psicología.

Lo instrumental-impulsivo subyacente a lo racional-ideológico: depuración de la ciencia marxiana en el revisionismo freudiano de Max Eastman

Resulta significativo que el otro gran exponente de la revisión freudiana de la teoría marxista, Max Eastman (1883-1969), también transitara del marxismo al revisionismo y finalmente a la derechización, la cual, en su caso, tomó la forma de una conversión a una mezcla de liberalismo con macartismo, anticomunismo y conservadurismo. Entre 1922 y 1924, casi veinte años antes de adoptar sus últimas posiciones reaccionarias, Eastman radicó en la Unión Soviética, y poco después, al regresar a los Estados Unidos, empezó a criticar el estalinismo, se acercó al trotskismo y escribió un libro en el que proponía la “sustitución consciente” de la supuesta “filosofía hegeliana de Marx” por una “ciencia marxiana de la revolución” (Eastman, 1927, p. 175). Este proyecto científico y antifilosófico, a diferencia del planteamiento abiertamente anticientífico defendido por De Man, no pretende superar el marxismo, sino radicalizarlo y ser incluso más marxiano que el propio Marx. Por otro lado, también en contraste con De Man, Eastman no psicologiza el psicoanálisis ni tampoco lo utiliza para psicologizar el marxismo.

Eastman no cayó, como De Man, ni en la psicologización ni en ningún tipo de idealización, ya fuera moralizadora u otra. Digamos que se mantuvo fiel a la perspectiva materialista del marxismo. Sin embargo, en su planteamiento científico y antifilosófico, la única manera de no recaer en la filosofía y, por ende, tampoco en el idealismo, exigía algo más que el posicionamiento marxista en el materialismo. Para Eastman, después del paso materialista que supera el idealismo psicológico, debería darse un paso irracionalista como el dado por De Man: un paso que antepondría el impulso a la razón, que superaría así el racionalismo prepsicoanalítico y que habría sido ya dado por Freud, pero no por Marx. Este paso hacía reconocer, pues, que “no sólo lo primero en el mundo es la materia y no la mente, sino que lo primero en la mente es el impulso y no la razón” (Eastman, 1927, p. 31).

La anterioridad del impulso -que recuerda la del instinto en De Man- es la premisa fundamental del planteamiento marxiano-freudiano de Eastman. Según esta premisa, “la vida es impulsiva” y el pensamiento sólo consiste en “la definición del impulso y de los medios para su satisfacción” (Eastman, 1927, p. 79). Puede ocurrir, desde luego, que el elemento impulsivo sea reprimido y desaparezca detrás del elemento cognitivo de la actividad mental. Pero entonces el impulso adquiere un carácter “inconsciente” y provoca una “falsificación de los pensamientos conscientes” que corresponde a la “ideología” en Marx y a la “racionalización” en Freud (pp. 79-83). Tanto la crítica marxiana como el psicoanálisis freudiano buscarían deshacer las falsificaciones ideológicas y racionalizadoras para desentrañar su verdad impulsiva en los intereses o deseos de los sujetos. El problema es que Marx y Engels, al asimilar esta verdad de los “intereses materiales” a las “condiciones materiales”, habrían traicionado su espíritu “científico” y se habrían internado en un campo “metafísico” en el que el lugar del sujeto interesado sería usurpado por entes objetivos condicionantes como la economía y la historia (pp. 83-85).

Las tendencias metafísicas de Marx y Engels provendrían, según Eastman, de su fidelidad a la herencia de Hegel. Además de la metafísica, la filosofía hegeliana le habría legado al marxismo: en primer lugar, una psicología en la que el funcionamiento del psiquismo se reduce a “las categorías de la lógica pura”; en segundo lugar, una “dialéctica” en la que todo se explica racionalmente por “contradicciones” entre elementos “abstractos” como las fuerzas y las relaciones de producción; en tercer lugar, una “teoría del conocimiento del espectador” en la que se desconoce el carácter “práctico” del acto de conocer (Eastman, 1927, pp. 20-27). Es verdad que estos legados filosóficos limitadores habrían sido parcialmente superados en la perspectiva marxista, pero sólo podrían superarse por completo en una propuesta científica antihegeliana como la de Eastman.

En la crítica de Eastman (1927), la “teoría del conocimiento del espectador” es reemplazada por una “concepción instrumental” y “funcional” del psiquismo que se inspira de Darwin, Freud, el pragmatismo de James y Dewey, y las tesis sobre Feuerbach de Marx, y en la que se considera que el “impulso” y el “deseo” preceden y crean el “pensamiento”, que el pensamiento es un “instrumento”, una actividad “práctica” que sólo existe para propósitos concretos y particulares como “guiar las reacciones” en la psicología tradicional o “definir deseos y resolver conflictos” en el psicoanálisis freudiano (pp. 14-21).

Enfatizando la particularidad y la concreción, Eastman rechaza la especulación teórica hegeliana y marxiana-engelsiana, “abstracta” y “universal”, en la que el juego dialéctico de las contradicciones tan sólo existe por sí mismo, es la razón de su propio movimiento y constituye el único “principio dinámico” (p. 23).

La propuesta de Eastman, por último, excluye también la herencia hegeliana específicamente psicológica del marxismo, la psicología volatilizada en el movimiento lógico, remplazándola por una “psicología fisiológica” centrada en el “ajuste” y en los “reflejos”, que ya se encontraría en la reflexología de Pávlov y Béjterev (pp. 25-29).

De Mariátegui a Teja Zabre: defensa del marxismo contra el revisionismo freudiano

Las propuestas de Eastman y De Man fueron perspicazmente examinadas por el marxista peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930). Su examen sometió ambas propuestas revisionistas a cuestionamientos inspirados fundamentalmente del marxismo, pero también de la psicología y del psicoanálisis. El método psicológico-psicoanalítico es así retornado contra quienes lo habían empleado al criticar el marxismo. Su crítica se les devuelve.

Mariátegui (1930/1976) no duda en conjeturar que la propuesta revisionista de Eastman fue motivada por sus “resentimientos personales”, y observa con cierta ironía, en apoyo a su conjetura, que “el sentimiento se impone con demasiada frecuencia al razonamiento de este escritor, que tan apasionadamente pretende situarse en un terreno objetivo y científico” (pp. 82-83).

De modo análogo, al aproximarse críticamente a De Man, Mariátegui considera sin ambages que “su reacción antimarxista es ante todo un proceso psicológico” y que “sería fácil explicar psicoanalíticamente” su revisionismo, en el cual, ateniéndose a las expresiones discursivo-argumentativas y sin recurrir a ningún respaldo biográfico, se descubren dos órdenes de fenómenos psíquicos: por un lado, un “complejo” inconsciente que explicaría “la línea dramáticamente contradictoria, retorcida, arbitraria del pensamiento”; y, por otro lado, un “conflicto” entre “el desencanto de la práctica reformista” y la “recalcitrante y apriorística negativa a aceptar la concepción revolucionaria” (pp. 25-26). De Man, además, dejaría ver una “reacción del más específico tipo psicológico intelectual” que Mariátegui describe magistralmente, moviéndose entre los planos de la ideología y de la psicología, como una “nostalgia de tiempos como los del proceso Dreyfus, en que un socialismo gaseoso y abstracto, administrado en dosis inocuas a la neurosis de una burguesía blanda y linfática, o de una aristocracia esnobista, lograba las más impresionantes victorias mundanas” (p. 29).

Independientemente de su trasfondo psicológico, los revisionismos de Eastman y De Man constituyen para Mariátegui (1930/1976) simples ejemplos de “la moda de la psicología y del psicoanálisis en la crítica socialista” (p. 25). Aunque el propio Mariátegui no dude en emplear el método psicológico-psicoanalítico en su crítica marxista, su opinión sobre tal proceder es predominantemente negativa. De hecho, para él, el énfasis en los “factores psicológicos” está condicionado históricamente por “la ilusión de un régimen de libre concurrencia” que hace olvidar la determinación económica en las democracias liberales occidentales y particularmente en los Estados Unidos (p. 146). Mariátegui denuncia la imbricación profunda entre el liberalismo y el psicologismo. Enfatizar lo psíquico presupondría la creencia en una cierta libertad ilusoria.

La ideología liberal subyace, pues, al énfasis en la psicología. Tal énfasis, por lo demás, compromete el valor de los revisionismos psicológicos de Eastman y De Man. Ante la mirada severa de Mariátegui (1930/1976), el “valor científico” del trabajo de Eastman “resulta muy relativo” (p. 82), mientras que De Man sencillamente “no habría descubierto nada” (p. 96), y a veces no haría más que reproducir y disfrazar “las premisas esenciales del marxismo” (p. 26). Pero aquí hay que hacer una importante distinción: para Mariátegui, lo indicado por Eastman, considerado “más original” que lo desarrollado por De Man (p. 79), sugiere interesantes reflexiones en torno a diferentes cuestiones, entre ellas, la relación del marxismo con el psicoanálisis.

Para Mariátegui, lo mismo que para Eastman, las explicaciones económicas de Marx constituyen una especie de “psicoanálisis generalizado del espíritu social y político”, lo que podría confirmarse con la “resistencia” del sujeto, la colectividad, ante una “diagnosis marxista” generalmente vista “como un ultraje” (Eastman, 1927, p. 81; Mariátegui, 1930/1976, p. 80). Esta “humillación ideológica” marxiana, lo mismo que la freudiana, podría compararse con la “humillación biológica” darwinista y la “humillación cosmológica” copernicana (Mariátegui, 1930/1976, pp. 80-81). Las reacciones defensivas desencadenadas por todas estas humillaciones serían equivalentes. Por ejemplo, así como a Freud se le acusa de “pansexualismo”, así a Marx se le acusa de “paneconomicismo”, pero estas acusaciones ignorarían lo “amplios” y “profundos” que son los conceptos de “economía” en Marx y de “libido” en Freud (p. 81).

Exactamente al mismo tiempo que Mariátegui, otro marxista latinoamericano, el historiador mexicano Alfonso Teja Zabre (1888-1962), se basó también en Eastman al articular el marxismo con el psicoanálisis. El primer propósito de tal articulación consistía en completar la interpretación económica marxista de la historia con una “interpretación psicológica” freudiana “de consecuencias apenas esbozadas, pero con perspectivas infinitas” (Teja, 1930/1999, pp. 418-419). Aunque descrito como una psicología, el psicoanálisis remite aquí a un conocimiento interpretativo de lo impulsivo que no corresponde exactamente a la esfera psicológica, lo que ya notamos antes al ocuparnos de Eastman.

La propuesta de Teja Zabre (1930/1999), lo mismo que la de Eastman y quizás también la de Mariátegui, trasciende el plano psicológico al remontar a las “impulsiones” que subyacen al “pensamiento” y a los demás objetos de la psicología (pp. 420-421). Estas impulsiones no dejan de ser “obedecidas” por los seres humanos, los cuales, sin embargo, tampoco dejan de escuchar a un “intelecto” que “habla sin cesar” (Teja, 1936, p. 21). La historia es aquí una resultante de los vectores intelectual e impulsivo, una síntesis de los objetos de la psicología marxista y del psicoanálisis freudiano, “una solución entre la línea recta y el caos” (pp. 20-21).

El psicoanálisis le sirve a un historiador marxista como Teja Zabre para incursionar interpretativamente en el caos impulsivo inconsciente que subyace a las deformaciones ideológicas del pensamiento consciente. Sin embargo, más allá de esta interpretación en la historia que se cuenta, el marxista consecuente necesita del enfoque psicoanalítico para conseguir una transformación en la historia que se hace. De igual forma, más allá del momento psicológico interpretativo del diagnóstico en el que insistían Eastman y Mariátegui, Teja Zabre considera también el momento práctico psicoterapéutico de la curación, de la revolución. Por lo demás, para él, tanto el psicoanalista freudiano como el revolucionario marxista no se limitarían a analizar o a interpretar, sino que “curarían” ciertos trastornos: el primero curaría “trastornos individuales” y el segundo “trastornos de la sociedad”, y para eso ambos recurrirían a la misma crítica de la ideología y de sus “deformaciones de la conciencia” (Teja, 1930/1999, p. 421). Pero esta crítica, para ser reveladora y efectiva, debería conducirnos a unas impulsiones inconscientes que se encontrarían más allá de la psicología. Tan sólo así, al ser más que psicológica, la crítica podría llegar a ser práctica y tener efectos curativos, que es lo que interesaba, en definitiva, en el espacio social recién despejado por la Revolución Mexicana.

Sistemáticamente ignoradas por quienes han contado la historia de los encuentros entre marxismo y psicoanálisis dentro y fuera de América Latina, las contribuciones latinoamericanas de Teja Zabre y de Mariátegui coincidieron tanto en su conocimiento de la revisión freudiana del marxismo en Eastman y De Man como en su decisión de atender a tal revisionismo sin dejar de mantenerse fieles a la perspectiva marxista. Estas importantes coincidencias, indicios reveladores de un marxismo propiamente latinoamericano en las décadas de 1920 y 1930, muestran claramente que América Latina participó de un modo activo y creativo en el movimiento marxista-freudiano que estamos analizando. Por otro lado, si admitimos que el movimiento en cuestión fue efectivamente un caldo de cultivo intelectual y político al que podemos remontar al indagar los orígenes de la revolución cultural de las décadas siguientes, entonces debemos conceder también que Latinoamérica no se limitó a recibir pasiva y tardíamente la influencia de tal revolución en la segunda mitad del siglo xx, sino que estuvo presente de algún modo en la historia en la que la revolución cultural se inserta, se origina y se gesta.

Gramsci: el psicoanálisis problematizado en su aspecto psicológico y valorado positivamente en sus discrepancias con respecto a la psicología

Al igual que Teja Zabre y Mariátegui, al mismo tiempo que ellos y en la misma trinchera marxista, el comunista italiano Antonio Gramsci (1891-1937) conoció y abordó el revisionismo freudiano de la década de 1920, particularmente el desarrollado por De Man. Gramsci también se acercó a su modo al psicoanálisis, y su original acercamiento, siempre apegado al marxismo, fue contrario al realizado por De Man. Mientras que el revisionista belga reconsideró el marxismo en una perspectiva psicoanalítica psicologizada, Gramsci prefirió situar su reconsideración del psicoanálisis en un diván marxista relativamente ajeno a la psicología (Miessa, 1998). El acercamiento gramsciano a Freud se caracterizó, además, por sus densas “mediaciones” teóricas (Boni, 2007a, párr. 11) y por su compleja problematización que lo distinguía de la simple “solución freudomarxista” y de otros intentos articuladores análogos (Boni, 2007b, párr. 37).

En la obra de Gramsci, el psicoanálisis reviste al menos cuatro formas distintas, dos problematizadas y las otras dos valoradas positivamente. La primera forma que se problematiza es la de una explicación psicológica de las ideas. Bajo esta forma, el psicoanálisis, para Gramsci (1932/1986), sería una “ideología”, no en el sentido marxista de “sistema de ideas”, sino en el sentido primitivo de “análisis de ideas” que tenía en Destutt de Tracy: un análisis explicativo que resultaba indisociable de la psicología, que buscaba “el origen de las ideas” en las sensaciones y en la fisiología, y que fue “superado” por la “filosofía de la praxis” (p. 336). El marxismo gramsciano presupondría entonces la superación de interpretaciones psicológicas y fisiológicas de la doctrina freudiana como las que encontramos respectivamente en De Man y en Trotsky.

La segunda forma del psicoanálisis problematizada en la perspectiva gramsciana es la de una orientación cultural psicológica de la sociedad: una orientación moderna que recrearía el “mito del buen salvaje”, rechazaría “la formación del niño”, se opondría a la “reglamentación de los instintos sexuales” y promovería “el odio al padre” en tanto que “patrón, modelo, rival, expresión primera del principio de autoridad” (Gramsci, 1931/1985, p. 16; 1935/1999, p. 68; 1937/2003, p. 231). Al reflexionar sobre esta cultura psicoanalítica, Gramsci aparece como pionero del reconocimiento de la importancia de la popularización y la difusión de la psicología psicoanalítica en la “mente colectiva” (Baran, 1959, p. 5; ver también Parker, 1997). Gramsci aparece, asimismo, en el campo freudiano, de modo más específico, como uno de los primeros estudiosos de la decadencia histórica de la paternidad, quizás después de Federn (1919/2002), pero antes de Mendel (1968) y Mitscherlich (1969).

Además de problematizar el psicoanálisis como explicación de las ideas y como orientación de la cultura, Gramsci lo valora positivamente como un método de investigación de lo singular y lo latente. El método psicoanalítico, por un lado, nos haría estudiar cada caso como singularidad “concreta”, llevándonos a concentrarnos en el sujeto en lugar del concepto, en la historia singular en lugar de la teoría general, en lo material en lugar de lo ideal, en el “enfermo” en lugar de la “enfermedad” (Gramsci, 1937/2003, pp. 301-302). Por otro lado, el psicoanálisis nos permitiría profundizar en los hechos patentes culturales hasta sondear su fundamento en deseos latentes, lo que haríamos, por ejemplo, cuando interpretamos la “literatura popular” como “sueños con ojos abiertos” en los que se realizarían deseos colectivos como el de venganza en el Conde de Montecristo (1931/1985, p. 103). Los dos imperativos metodológicos freudianos de atenerse a lo concreto singular e indagar el deseo latente, que resultan conformes con el marxismo y que guían más de una vez el trabajo de Gramsci, contradicen evidentemente las dos tendencias de la psicología empírica moderna dominante a limitarse a los hechos patentes y asimilarlos a generalizaciones abstractas. Adoptando un punto de vista próximo al de Politzer, el propio Gramsci (1937/2003) parece vislumbrar esta contradicción, pero no entre el psicoanálisis y la psicología, sino entre el psicoanálisis y la medicina o la “vieja psiquiatría” (pp. 301-302).

En la perspectiva gramsciana, por último, el psicoanálisis no es tan sólo valorado positivamente como un método general, sino también como una práctica específica de conocimiento y tratamiento de formas subjetivas históricas de contradicción y conflictividad. Esta práctica se dirigiría a “personas atrapadas en conflictos despiadados de la vida moderna que no consiguen por sí mismas hacerse una idea de los conflictos y superarlos” (Gramsci, 1937/2003, p. 382). Entre los conflictos más importantes, uno fundamental y “devastador” es el que resulta de la “contradicción” entre las “tendencias reales” y lo que “aparece como obligatorio”, una contradicción insoluble de la que sólo puede escaparse a través de tres “salidas”: el “escepticismo”, la “hipocresía” de simular que se cumple con lo obligatorio, o bien la “catástrofe” subjetiva sólo abordable mediante un tratamiento psicoanalítico (pp. 382-383).

La catástrofe a la que se refiere Gramsci, que se va precisando con el desarrollo de su reflexión, excluye la solución escéptica o hipócrita para el conflicto externo psicológico entre el sujeto con sus tendencias reales y el entorno con sus obligaciones. La catástrofe corresponde más bien a un desgarramiento interno del sujeto cuyas tendencias reales no pueden hacerlo actuar de modo hipócrita o escéptico porque está íntimamente identificado con lo obligatorio. Digamos que el conflicto no es con el entorno, sino con él mismo, desgarrado de sí mismo.

Ya sea que sirva para tratar un desgarramiento interno o para indagar un deseo latente singular, el trabajo psicoanalítico, tal como es valorado positivamente por Gramsci, difiere de una actividad psicológica en la que se presupone un objeto unitario psíquico del que se tiene una representación general. Tal actividad sólo podría corresponder al psicoanálisis problematizado en la perspectiva gramsciana, es decir, el psicoanálisis como explicación psicológica de las ideas u orientación cultural psicológica de la sociedad. Pero esta psicología psicoanalítica parte precisamente de la integración del psiquismo que se disgrega en el verdadero psicoanálisis. Y la disgregación, que no tiene lugar sino patológico en la psicología, es lo que se expresa en el psicoanálisis a través de un desgarramiento interno aparentemente resultante del proceso mismo de integración del psiquismo.

Pareciera que el desgarramiento interno es el punto de convergencia de aquello que el propio Gramsci (1931/1985) concibe como “contragolpes morbosos” de la integración del psiquismo a través de la identificación con un ideal humano de la civilización, especialmente entre los sujetos de las “clases superiores” que tienen “responsabilidad” en la construcción del ideal y que “fanáticamente” hacen de él “una mística” de carácter aparentemente “no autoritario, espontáneo” (pp. 240-241). Cuando lo obligatorio aparece como espontáneo, entonces nos encontramos ya más allá de la psicología, hemos atravesado el umbral del inconsciente y tenemos el desgarramiento conocido y tratado por el psicoanálisis. Pero esto, como hemos visto, es propio de las clases superiores identificadas con la civilización. De ahí que Gramsci afirme que “el inconsciente no empieza sino a partir de tantos miles de liras de renta” (p. 241).

¿Psicología para obreros y psicoanálisis para burgueses? Del elitismo gramsciano al freudomarxismo austro-alemán

Si el inconsciente es un privilegio de las clases superiores, como lo plantea Gramsci, entonces el tratamiento psicoanalítico tan sólo tendrá sentido para esas clases privilegiadas. La conclusión del silogismo gramsciano implica también que las clases inferiores quedarían satisfechas con la psicología y que no requerirían del psicoanálisis, ya que no tendrían inconsciente, no abrigarían verdaderos deseos sino simples necesidades, no estarían internamente desgarradas, su conflicto no sería de cada sujeto consigo mismo sino con el entorno y con las clases superiores poseedoras y controladoras del entorno. Esta idea, ciertamente sugestiva, parece coincidir con la división del trabajo que Freud (1927/1998a) traza en la misma época entre la policía externa que reprime las pulsiones de las “masas” y la policía interna, el ideal cultural, el superyó que permite la renunciación a las mismas pulsiones en la “minoría” dominante (p. 6).

Según la hipótesis gramsciana-freudiana, el sujeto de la clase superior estaría internamente desgarrado entre su ideal represivo y sus pulsiones en Freud, o entre sus obligaciones ideales y sus tendencias reales en Gramsci, mientras que el sujeto de la masa tan sólo seguiría sus pulsiones, sus tendencias reales, y tropezaría con el ideal y con sus obligaciones en el entorno. Es aquí, en el entorno, en donde se enfrentaría con las fuerzas represivas y opresivas del Estado. Para lidiar con estas fuerzas, el obrero necesitaría del sindicato y del partido, quizás también del psicólogo, pero definitivamente no del psicoanalista. Éste sólo sería útil para ayudarle al burgués a lidiar con su policía interna, con sus obligaciones ideales, y quizás también para descubrir sus tendencias reales. En cuanto al obrero, conocería demasiado bien sus tendencias reales, tendría una policía interna demasiado insignificante y estaría demasiado ocupado con la policía externa y con las obligaciones del entorno como para ocuparse de su interior. Afortunadamente no requeriría de un psicoanálisis que de cualquier modo tampoco podría pagarse. Como suele ocurrir en el mejor de los mundos posibles, algo sólo es necesario para quienes pueden pagarlo, en lo cual, desde luego, corroboramos cómo el sistema produce necesidades para vender sus productos y no únicamente productos para satisfacer las necesidades (Marx, 1858/2009).

La tesis del elitismo del psicoanálisis, del tratamiento psicoanalítico solamente necesario para la élite que puede pagárselo, empezó a refutarse al modo marxista, a través de la práctica, en las policlínicas psicoanalíticas de Berlín y Viena, fundadas en 1920 y 1922, respectivamente, y en funcionamiento hasta la década de 1930. Estas clínicas ofrecían tratamiento psicoanalítico gratuito o a precios asequibles para pacientes de bajos recursos, incluyendo estudiantes, campesinos y obreros, todos los cuales, por cierto, demandaban y parecían necesitar y beneficiarse del tratamiento que recibían. Es bastante significativo que las policlínicas psicoanalíticas estuvieran en el origen del freudomarxismo austro-alemán y de las futuras clínicas Sexpol impulsadas por Wilhelm Reich. El propio Reich empezó trabajando en la de Viena. En cuanto a la de Berlín, dio lugar al Instituto Psicoanalítico de Berlín, el cual, fundado en 1923 y dirigido y financiado por el ruso Max Eitington hasta 1933, llegó a ser el centro del freudomarxismo, acogiendo en su seno a sus más destacados representantes: Bernfeld, Reich y Fenichel.

Bernfeld: explicación psicoanalítica de la economía

El primero de los grandes freudomarxistas austro-alemanes, Siegfried Bernfeld (1892-1953), empezó por una propuesta educativa socialista y antiautoritaria, la colonia infantil judía de Baumgarten, que funcionó entre 1919 y 1921 en Austria, justo antes del hogar experimental que Vera Schmidt dirigió en la Unión Soviética entre 1921 y 1924. Como la Detski Dom de Schmidt, la colonia de Baumgarten se inspiraba en el marxismo y en “las enseñanzas del psicoanálisis” (Bernfeld, 1929/2005, p. 112), promovía el sentimiento “colectivo” y de “comunidad” (pp. 74, 113), excluía los castigos corporales y otras “medidas coercitivas” (pp. 74, 86), prefería la “persuasión” y la “comprensión” que la “coerción” y la “domesticación” (p. 40), y, además, enfatizaba el papel de la “relación amorosa entre el niño y el educador” (p. 31). Sin embargo, a diferencia de Schmidt, Bernfeld no prescribía ni racionalidad ni laicidad ni permisividad sexual, pero sí la subsunción del proyecto educativo en los proyectos políticos socialista y sionista. Su pedagogía freudomarxista buscaba sacar al hombre del “fango espiritual” del capitalismo, “crear condiciones socialistas” y sentar el fundamento para la construcción de la nación israelita que “sería socialista o no sería nada” (pp. 83-84). Aparentemente esto sólo sería posible, según Bernfeld (1925/1973), a través de un “amor desinhibido” que “amenazaría el orden establecido y la estructura de todas las vidas, a saber, el capital y su poder” (p. 37). En su apuesta por el amor desinhibido, Bernfeld coincide con Schmidt y precede a Wilhelm Reich y a otros freudomarxistas, aun cuando la desinhibición en la que está pensando no parece conducir exactamente a la sexualidad corporal. Este último detalle marca otra discrepancia clara entre Bernfeld y Schmidt.

Bernfeld también difiere de Schmidt al considerar que las opciones pedagógicas basadas en el amor y en la persuasión racional -aunque no fueran descartables como la fundada en la coerción- presentaban “limitaciones” y debían “completarse” con una pedagogía del “fin común” y del enlazamiento “solidario” en torno a un “dirigente” que representaría un “ideal”, una “autoridad moral”, distinguiéndose así del simple “educador” (1929/2005, pp. 30-42).

En la pedagogía socialista de Bernfeld, la dirigencia, concebida según la teoría freudiana de las masas, permite abrir la educación hacia una solidaridad y una comunidad entendidas en función de la teoría marxiana del ser social. Marx indica el fin al que se llega por el camino estudiado por Freud. Es la misma lógica que encontramos en otros planteamientos de Bernfeld, como el propósito de transformar la “horda privada” en una “comunidad infantil” (1929/2005, p. 74), pasando así de la condición “egoísta” y “narcisista” del yo huérfano, desamparado y desvinculado, al “yo colectivo” con sus “fuerzas psíquicas no-egoístas”, como “base de la realización y consolidación del mundo social revolucionario” y como “anticipación del futuro socialista” (pp. 84, 113, 164).

Coincidiendo con la concepción dialéctica marxiana de los proletarios cuya extrema enajenación-desvinculación-deshumanización en el capitalismo contiene la única posibilidad de emancipación-socialización-humanización en el comunismo, Bernfeld (1929/2005) considera que la “absoluta carencia de vínculos familiares” de los huérfanos significa ya una “disponibilidad para otros vínculos más firmes y elevados”, para un “parentesco con el prójimo mucho más íntimo e incondicional”, para una “misión en favor de la colectividad” (pp. 46-47). La realización del sujeto socialista presupone la desaparición del viejo sujeto individualista y familiarista para el que se habían desarrollado las viejas pedagogías ético-psicológicas. En ruptura con estas pedagogías, la propuesta pedagógica freudomarxista de Bernfeld (1925/1973) se edificaría como un “puente anclado en los dos pilares” de Marx y Freud (p. 45). Bernfeld, en efecto, remplazaría la vieja ética educativa con la “sociología política” marxista al tiempo que recurriría al psicoanálisis freudiano para suplantar dos manifestaciones sucesivas de la “psicología”: la anterior a Freud, presentada como una “investigación superficial, supuestamente precisa, de la percepción sensible, la asociación y el pensamiento”; y la contemporánea de Freud, descrita como “una especulación indisciplinada y la vana proyección de tipos eruditos hipersensibles e introspectivos cuyas ideas son tanto guiadas como refractadas por el inconsciente” (pp. 45-46).

Según Bernfeld, la psicología se ve formada y deformada por aquello mismo de lo que se ocupa el psicoanálisis. El inconsciente es también el reino de la psicología, pero la psicología lo ignora y es por esto que debe desplegarlo, interpretarlo, actuarlo. El psicoanálisis, en cambio, puede limitarse a estudiar lo actuado por la psicología. Es siempre en contraposición a la psicología que Bernfeld presenta su propuesta freudomarxista, no sólo en el terreno de la pedagogía, como hemos visto, sino también en el campo clínico y psicoterapéutico. En este campo, aun concediendo que el psicoanálisis es “una psicología” entendida como “ciencia de lo mental”, Bernfeld (1926/1972a) establece tres principales aspectos en los que lo psicoanalítico diverge de lo psicológico y converge con lo marxista: en primer lugar, “el psicoanálisis se distingue de la psicología oficial” por su “enfoque histórico” en el que parte siempre de un “hecho concreto” e “investiga cómo surgió” en “las vivencias del individuo” (pp. 16-17); en segundo lugar, “el psicoanálisis se distingue de cualquier otra psicología conocida hasta ahora, por ser materialista, por principio y en forma exclusiva y consecuente”, lo que hace que busque las verdaderas causas, “reprimidas, inconscientes”, más allá de los “motivos aducidos” (pp. 17-19); en tercer lugar, a diferencia de la psicología en general, el psicoanálisis es “dialéctico” y se organiza en función de “contradicciones” y “conflictos” como narcisismo/libido, yo/ello, placer/realidad y vida/muerte (pp. 20-21).

En sus tres aspectos -materialista, dialéctico e histórico-, el psicoanálisis, tal como es concebido por Bernfeld, discrepa de la psicología tanto como coincide con el marxismo. Pero esta discrepancia y esta coincidencia no son las únicas relaciones que Bernfeld establece entre los elementos marxista, psicológico y psicoanalítico. Su propuesta freudomarxista plantea, igualmente, dos importantes relaciones causales en las que lo pulsional-inconsciente estudiado por el psicoanálisis aparece como el fundamento determinante de lo económico estudiado por el marxismo, lo cual, a su vez, aparece como el fundamento determinante de lo consciente estudiado por la psicología.

Criticando la “psicologización” de la economía, Bernfeld (1925/1973) insiste en que “ni las aspiraciones ni las ideas humanas son la fuerza impulsora de la economía”, sino que, por el contrario, “las aspiraciones emanan de la vida económica y las ideas sirven para justificarla” (pp. 63-64). Sin embargo, si lo psicológico es así efecto de lo económico, no sucede lo mismo con lo estudiado por el psicoanálisis: “la mayor parte de la vida económica y social puede ser interpretada como una transposición de las pulsiones del alma humana”, y hasta pareciera que “el sistema económico fuera una materialización y justificación del inconsciente social” (p. 64).

Bernfeld cree poder profundizar a través del psicoanálisis hasta el fundamento y la causa en última instancia de la base económica y social, de las fuerzas y relaciones de producción, de la historia y de las luchas de clases. La infraestructura socioeconómica e histórica elucidada por Marx reposaría sobre la infraestructura pulsional inconsciente elucidada por Freud. Esta fundamentación-explicación psicoanalítica de las descripciones marxistas es una de las ideas más originales de Bernfeld. Es también la principal idea por la que difiere de Wilhelm Reich, quien relegaba el psicoanálisis a la esfera psíquica subjetiva, rechazando su aplicación en la esfera socioeconómica objetiva para fundamentar y explicar el objeto del marxismo. Tal aplicación, que no sería más que una forma de psicologización para Reich, era quizás el más valioso aporte del psicoanálisis al marxismo desde el punto de vista de Bernfeld (1932/1972b).

Reich: las propuestas subversivas freudomarxistas contra las concesiones adaptativas psicológicas del psicoanálisis burgués

El famoso y escandaloso Wilhelm Reich (1897-1957), expulsado de varios países y repudiado tanto por los partidos comunistas como por las asociaciones freudianas, se opone directamente a Bernfeld y a otros psicoanalistas cuando sostiene que el psicoanálisis “es incapaz de explicar la génesis de las clases en la sociedad o el modo de producción capitalista”, y que, al intentar hacerlo, “sus hallazgos no son otra cosa que estupideces reaccionarias, como cuando explica, por ejemplo, el capitalismo por la codicia de los hombres” (Reich, 1933/1973, p. 27).

Es verdad que Bernfeld, evitando la psicologización de la economía, no se habría permitido explicar el capitalismo por la codicia, pero sí que se permitió explicarlo por el sustrato pulsional subyacente a la codicia. En esto, a los ojos de Reich (1934/1989), Bernfeld abandonaría “el dominio propio del psicoanálisis” y terminaría orientándose, como quizás lo muestre su propuesta pedagógica, hacia una “Weltanschauung psicológica”, una visión del mundo centrada en el individuo, en la razón y en las ideas, y por ello necesariamente “contrapuesta a la marxista”, pero también inconsistente con el psicoanálisis, que “no es ni puede desarrollar una Weltanschauung” (pp. 10-11), como ya lo había subrayado el propio Freud (1932/1998b).

En Reich, el psicoanálisis, al no poder constituirse como visión del mundo, no corre el riesgo de contradecir la visión marxista del mundo. La psicología, por el contrario, implica una Weltanschauung idealista necesariamente contradictoria con respecto a la visión marxista materialista. Resulta significativo que esta contradicción de la psicología con respecto al marxismo se reitere con respecto al psicoanálisis en otro planteamiento reichiano en el que se reconoce “el gran avance que significa el psicoanálisis fundado en el materialismo frente a la psicología predominantemente idealista” (Reich, 1934/1989, p. 15).

Es verdad que tal diferencia exterior entre el psicoanálisis materialista y la psicología idealista se describe también como una diferencia interior, dentro del mismo campo psicológico, entre la “psicología materialista” y la “idealista” (1934/1989, p. 17), entre la “revolucionaria” y la “reaccionaria”, entre la “metafísica” y la que estudia el “factor subjetivo de la historia” (Reich, 1933/1973, pp. 26-27). Sin embargo, en la perspectiva freudomarxista reichiana, la psicología no-metafísica, materialista y revolucionaria, tiene, por necesidad, un meollo psicoanalítico. Se requiere del psicoanálisis para sacar a la psicología del “psicologismo metafísico” (p. 26) y para no caer en las visiones unilaterales del “psicologismo” y del “economicismo”, sino admitir simultáneamente que el psiquismo tiene un “sustrato económico” y que la economía tiene una “estructura psíquica” pulsional (Reich, 1935/1971, pp. 100-101).

Además de ser materialista, el psicoanálisis, tal como lo concibe Reich en concordancia con Bernfeld, tiene un carácter dialéctico. Su dialéctica se manifiesta, por ejemplo, en el síntoma como “negación (rompimiento) de la negación (represión)”, en la fobia como “deseo convertido en su contrario”, en la neurosis obsesiva como persistencia de una idea “consciente e inconsciente” (Reich, 1934/1989, pp. 39-50). Quizás la expresión más importante de la dialéctica psicoanalítica, desde el punto de vista de Reich, sea la superación de la oposición entre lo biológico-sexual y lo histórico-social. Cuando nos aferramos a esta oposición, entonces perdemos “la esencia del psicoanálisis, que es específicamente dialéctica”, y caemos en el “psicoanálisis oficial burgués”, que no deja de oponer la sexualidad a la cultura, como si la cultura debiera ser forzosamente represiva, en lugar de aceptar la posibilidad histórica de una cultura socialista no represiva (Reich, 1935/1971, pp. 104-105).

En la perspectiva reichiana, como vemos, la opción psicoanalítica no es forzosamente una opción revolucionaria. Existe un psicoanálisis oficial burgués. Sin embargo, como acabamos de comprobarlo, este psicoanálisis se caracteriza, precisamente, por traicionar su propia esencia dialéctica. Digamos que el psicoanálisis, a diferencia de la psicología, debe traicionarse a sí mismo para ser burgués. Y cuando se traiciona a sí mismo, se convierte en una especie de psicología. Es lo que ocurriría, por un lado, cuando “el psicoanálisis como teoría materialista-causal” degenera en la “psicología individualista” idealista-finalista de Adler, “orientada por fines” concebidos como ideas (Reich, 1934/1989, p. 24); y también, por otro lado, de modo aún más patente, cuando Freud pasa de su “teoría sexual” a su “psicología del yo”, y cuando el psicoanálisis, de manera global, sufre él mismo de “represión sexual”, tiende a “hacer concesiones” y “capitula ante la moral burguesa” (p. 65). Sin embargo, una vez más, el psicoanálisis psicologizado o “adaptado” al sistema capitalista, al igual que el marxismo “reformista” que también se adapta al mismo sistema, se “mella” por dentro (p. 66).

El reformismo de los marxistas sería comparable, según Reich, al psicologismo de los psicoanalistas. En uno y otro caso tendríamos algo, ya sea la revolución marxista o el psicoanálisis freudiano, que resultaría intrínsecamente incompatible con el sistema capitalista y con su configuración ideológica burguesa, y que, por consiguiente, se dañaría al ceder al sistema y a su ideología a través de una concesión adaptativa, ya sea reformadora o psicológica. La reforma y la psicología, como degradaciones de la revolución y del psicoanálisis, están aquí en la misma posición. Esta posición parece corresponder, en Reich, a una inserción en la falsa racionalidad que se manifiesta en las concepciones ideológicas burguesas de la salud mental y de la democracia liberal. No habría, en realidad, nada verdaderamente racional, nada saludable y democrático en el sistema capitalista. Por lo tanto, adaptarse al capitalismo, a su juego supuestamente saludable o democrático, no sería sino adaptarse a su irracionalidad, actuar de modo irracional, patológico o antidemocrático.

En la crítica radical reichiana, para actuar de modo verdaderamente racional en el capitalismo, habría que “rebelarse” contra él a través del “robo de alimentos” o de la “huelga contra la explotación” (Reich, 1933/1973, p. 31; 1934/1989, pp. 87, 108). Estos actos subversivos antisistémicos, aparentemente irracionales, son los más racionales en el irracional sistema capitalista. Sin embargo, precisamente por su racionalidad, los mismos actos pueden justificarse de manera “socioeconómica” y no requieren de una explicación “psicológica” (Reich, 1934/1989, p. 87). La psicología, según Reich, no puede servir para explicar las subversiones o revoluciones, sino sólo para desacreditarlas al tergiversarlas, al disimular su verdadera justificación, al reducir sus justas demandas políticas a simples impulsos psicopatológicos. Reich nos permite entender así que las psicologías de las masas de Le Bon (1895) y otros, al igual que los discursos demagógicos de muchos políticos reformistas, incurren en la “argumentación típicamente reaccionaria” que hace psicologizar para patologizar, para considerar psicológicamente irracional algo socioeconómicamente racional (Reich, 1933/1973, p. 31).

La racionalidad socioeconómica de los amotinamientos, las insurrecciones y los saqueos de tiendas, pero también de los robos ordinarios y de otras conductas consideradas antisociales, hace que se trate de objetos de estudio para la sociología y la economía, pero no para la psicología. Uno podría concluir, entonces, que la investigación psicológica debe limitarse a explicar situaciones socioeconómicamente inexplicables, irracionales, como la sumisión que impide rebelarse contra el opresor o robar cuando se tiene hambre, o bien la adhesión de las masas a un fascismo que iba contra sus intereses.

El problema en Reich es que la irracionalidad no puede explicarse por la psicología irremediablemente racionalista, sino que exige, como en Eastman y De Man, un psicoanálisis especializado en lo irracional. Es el método psicoanalítico, por ejemplo, el que le permite a Reich (1933/1973) explicar el éxito del nazismo por la manera en que se funda en la familia autoritaria, en su represión de la sexualidad, en su inhibición de la rebeldía y de la independencia, en su estructura edípica y en su ideología familiarista y patriarcal. Todo esto no podía ser considerado por los marxistas con su psicología de la determinación material-económica, la cual, por lo tanto, no bastaba para explicar y combatir adecuadamente el nazismo. Pero el psicoanálisis tampoco bastaba, pues había factores decisivos que sólo el análisis marxista podía descubrir, como el aburguesamiento de los obreros y el doble temor de las clases medias al comunismo y al gran capital. De ahí la necesidad de un enfoque freudomarxista especializado simultáneamente en la racionalidad socioeconómica y en la irracionalidad psíquica. En el freudomarxismo de Reich, en efecto, especializarse en lo irracional equivale a especializarse en el psiquismo, pues todo lo psíquico resulta irracional, con excepción de aquello reducible a la racionalidad socioeconómica estudiada por las versiones científicas marxistas de la sociología y la economía.

En la distinción reichiana entre las diferentes especializaciones que abordan el fenómeno humano, el psicoanálisis freudiano se ocupa de lo psíquicamente irracional, la economía y la sociología marxistas de lo socioeconómicamente racional, y la psicología, como ciencia burguesa, de lo psíquicamente racional, es decir, de lo falsamente racional, pues no parece haber aquí lugar para una racionalidad psíquica. El objeto de la psicología, por lo tanto, no es un objeto verdadero, sino falso, y su estudio, más que científico, tiene un carácter ideológico. El psicoanálisis, por el contrario, tiene un verdadero objeto, pero de carácter psíquicamente irracional, lo cual, en Reich como en Eastman y en De Man, permite complementar el estudio marxista de la racionalidad socioeconómica. Al aproximarse a los obreros explotados, por ejemplo, el psicoanálisis puede concentrarse en su habitual irracionalidad reaccionaria, mientras que el marxismo se especializará en su eventual racionalidad revolucionaria.

El marxismo y el psicoanálisis, en su interpretación reichiana, son perfectamente complementarios al ocuparse, respectivamente, de lo socioeconómico y de lo psíquico, de lo racional y de lo irracional, de lo revolucionario y de lo reaccionario, pero también, en el mismo sentido, de la “explotación económica” por la que hay revoluciones, y de la “represión sexual” que inhibe las revoluciones al perpetuar la “dominación de clase” y las “ideologías conservadoras” (Reich, 1934/1989, pp. 60-61), así como la “resignación”, el “servilismo”, el “masoquismo”, la “fe ciega en un guía” o el “miedo a la autoridad” (Reich, 1935/1971, pp. 97, 102). Es en el mismo sentido en que debemos entender la complementariedad, también establecida por Reich (1934/1989), entre el estudio marxista de lo material y el estudio freudiano de la manera “irracional” e “inconsciente” en que “lo material se convierte en ideal en el cerebro” (pp. 78-79).

El psicoanálisis estudiaría, pues, la formación irracional de lo ideológico bajo la determinación racional de lo socioeconómico estudiado por el marxismo. Cabría pensar, entonces, que la psicología, por su parte, podría ocuparse al menos de la ideología ya formada por los procesos estudiados en el psicoanálisis. Pero aquí el problema es que la ideología, tal como la concibe Reich, no consiste precisamente en un objeto psíquico de conocimiento psicológico. No es, como en Lenin, un conjunto de “representaciones” o de “reflejos” de la sociedad y de la economía, sino un “poder político material” y un conjunto de “comportamientos” que muestran la manera en que lo ideológico “enraíza” en lugar de “reflejar” lo socioeconómico en lo psíquico (Reich, 1933/1973, p. 29; 1935/1971, p. 100). Esta concepción, desbordando el marco estrictamente psicológico, recuerda algunas de las ideas que Volóshinov (1927/1999) desarrollaba por la misma época, particularmente aquellas relacionadas con la “ideología conductual” y el “enraizamiento” clasista de las ideas (pp. 73, 160-162).

Siguiendo un camino próximo al de Volóshinov, Reich (1933/2010) desentraña la realidad material del psiquismo en el despliegue existencial de la ideología y el “anclaje caracterológico del orden social” (pp. 22-23). Pero la realidad psíquica material, tal como se concibe aquí, no sólo radica en su coraza estructural-ideológica de carácter, sino también en un factor energético vital y sexual que se expande cada vez más en el pensamiento reichiano, hasta el punto de absorberlo todo, y que se concibe inicialmente como aquello “sublimado” en la “fuerza de trabajo” estudiada por Marx (Reich, 1934/1989, p. 55). Esta expansión del factor energético pasa por la aceptación unilateral del concepto freudiano de la pulsión de vida, pulsión erótica, sexual o libidinal, con el correlativo rechazo de la pulsión de muerte. Reich (1933/2010) considera que la pulsión de muerte resulta incompatible con un enfoque marxista como el suyo, y la juzga responsable de que el psicoanálisis pierda interés en el “frustrante y punitivo mundo exterior”, desplace el conflicto del sujeto con este mundo a una pugna interna entre pulsiones e impida, por consiguiente, la “crítica del orden social” (pp. 234-235).

La crítica social únicamente sería posible, según la hipótesis reichiana, al situar el conflicto en la relación psicológica del individuo con la sociedad, con la realidad, y no en la oposición metapsicológica entre la pulsión de vida y la de muerte, como si esta oposición debiera estar confinada a la esfera individual, como si no desgarrara simultáneamente la individualidad y la sociedad, como si no pudiera ser escenificada por una lucha social como la que se da entre el vampiro del capital, del trabajo muerto con su pulsión de muerte, y el trabajo vivo como pulsión vital sublimada y explotada.

Esta lucha fundamental, vislumbrada tanto por Marx como por Freud, no podía ser considerada por alguien, como Reich, que se mantuvo aquí aferrado a la misma psicología predominantemente individualista que había rechazado en otros temas y que reduce la cuestión social a la conflictiva relación biológica del individuo con la realidad social vista como un ambiente exterior (ver Sapir, 1930/1972, pp. 83-91; Jacoby, 1975, pp. 74, 93-94). Si tal apreciación es correcta, entonces la psicología, con su propensión hacia el individualismo y el biologismo ambientalista, fue la que le impidió a Reich aceptar la hipótesis necrológica freudiana de la pulsión de muerte.

Fenichel y su época: resistencias y concesiones del bastión freudomarxista ante la psicologización, la nazificación y la americanización

La crítica reichiana de la pulsión de muerte fue respaldada y retomada por Otto Fenichel (1897-1946), quien parece haber mostrado, a este respecto, la misma debilidad hacia la psicología que ya hemos cuestionado en Reich. Presuponiendo también el carácter biológico y asocial de la pulsión de muerte, Fenichel (1935/1953) consideró que admitirla implicaría una “completa biologización” y “total eliminación del factor social” (pp. 370-371). Fenichel (1934/1972) también aceptó, al menos en lo general, el conjunto de la articulación reichiana del marxismo con el psicoanálisis, pero finalmente rompió con Reich, aparentemente porque no quería seguirlo ni en su “programa científico” ni en su distanciamiento con respecto al marxismo y el psicoanálisis (Jacoby, 1983, pp. 82-87).

Tras la ruptura con Reich, Fenichel formó y coordinó, a través de las “cartas circulares” [Rundbriefe], a un grupo secreto de psicoanalistas marxistas, entre ellos Annie Reich y Edith Jacobson, que así mantuvieron viva la flama del freudomarxismo austro-alemán entre 1933 y 1945. Esta iniciativa de Fenichel fue una estrategia de supervivencia en condiciones extremadamente desfavorables dominadas por los fascismos, la guerra y el exilio (Jacoby, 1983). Todo había empezado con el ascenso de los nazis en Alemania en 1933 y con sus quemas de libros del mismo año. Hay que recordar, por cierto, que los pequeños y grandes nombres de la historia de la psicología, mayoritariamente respetuosos del alma, reposaban tranquilos en los estantes de las bibliotecas mientras afuera, en las plazas, ardían las obras de Marx y de los marxistas junto con las de Freud, Bernfeld y Reich, condenados estos últimos, precisamente, por la “destrucción del alma” (Jovanovic, 2016, p. 133; ver también Sladogna, 1978, p. 206). Pero luego vino lo peor: la progresiva adaptación, domesticación y derechización del psicoanálisis, que revistió dos formas principales. En el frente estadounidense, hubo la americanización y banalización del psicoanálisis, que lo tornó una simple psicología del yo (Hartmann, 1939/1958). Entretanto, en el frente alemán, hubo su arianización y nazificación, dirigida por freudohitlerianos como Felix Julius Boehm y Carl Müller-Braunschweig, quienes disolvieron la doctrina psicoanalítica en el proyecto psicológico del nacional socialismo (Hajer, 1997; Lothane, 2001; Nitzschke, 2003). Conviene subrayar que ambas derrotas del psicoanálisis representaron victorias de la psicología, la cual, a diferencia del psicoanálisis, parecía adaptarse muy bien al Tercer Reich y al American way of life. Debe destacarse también que los seudopsicoanalistas nazis coincidieron con los psicólogos del yo al partir del individuo y de su relación psicológica exterior con una supuesta “realidad”: una relación adaptativa que podía expresarse cómicamente, revelando toda la irrealidad de la realidad, como una “integración en el destino del gran pueblo alemán” (Hajer, 1997, pp. 205- 210).

Pareciera que es una misma degradación del psicoanálisis la que lo hace caer simultáneamente en el realismo adaptacionista, en la psicología y en las perspectivas ideológicas del nazismo alemán y del sentido común estadounidense. Estas caídas fueron significativamente evitadas por Fenichel y por los demás freudomarxistas. Al salvar el psicoanálisis marxista, preservaron el psicoanálisis en general, quizás porque el marxismo era como un blindaje de conciencia política e histórico-social materialista que protegía de algún modo contra los embates ideológicos del contexto. El caso es que Bernfeld, Reich, Fenichel y los demás freudomarxistas estuvieron entre los psicoanalistas que mejor supieron resistir al espíritu de la época. Esto no quiere decir que no hayan sucumbido en algunas posiciones, como ya lo vimos en Reich y como lo vemos también de modo aún más claro en Fenichel.

Explicitando y extremando el individualismo psicológico reichiano hasta condescender a una visión como la de Bujarin, Fenichel (1934/1972) puede sostener que “el acontecer psíquico siempre se cumple, para el científico, dentro del individuo” (p. 179). Este aislamiento psicológico del psiquismo en una esfera interior individual es correlativo de una tajante diferenciación entre los dos órdenes de “condiciones materiales” que fundamentan y determinan el “acontecer psíquico”, a saber, la “realidad biológica del organismo” y el “medio que ejerce su acción sobre la estructura biológica” (pp. 164-165). Además de escindirse la totalidad material en un exterior y un interior, el primero se reduce a un medio, mientras que el segundo aparece como un simple organismo biológico. El “interjuego” entre el medio con sus estímulos y el organismo con sus excitaciones, reacciones y “obstáculos” para las reacciones agotaría, según Fenichel, “todo el acontecer psíquico”, el cual, por lo tanto, podría ser descrito como un “esquema de reflejos” (p. 165). Incluso el inconsciente se reduce a “necesidades biológicas primitivas y fuerzas inhibitorias surgidas de influencias ambientales” (p. 172).

Aproximándose a la reflexología y al freudomarxismo pavloviano de Trotsky, Fenichel (1934/1972) cedió a una psicologización y biologización ambientalista del psicoanálisis, y no dudó en concebirlo como “ciencia empírica de la vida psíquica” y como “ciencia natural” que debería “encajar dentro de la biología” (pp. 164-165, 170-171). Todo esto no impidió, sin embargo, que el mismo Fenichel, en su proyección del psicoanálisis como embrión de psicología dialéctico-materialista, propusiera también un esbozo de teoría psicoanalítica marxista que no sólo buscaba superar las visiones unilaterales de la biología y de la psicología, sino que también sintetizaba algunas de las nociones en las que Reich y Bernfeld se contradecían.

Coincidiendo con las teorías de la ideología de Reich, Fenichel (1934/1972) considera que las condiciones materiales, medios y relaciones de producción no sólo “actúan” sobre el sujeto, sino que “modifican su estructura psíquica” a través de ideologías que logran incluso que “las energías sustraídas a los impulsos instintivos originales actúan ahora en contra de éstos” (pp. 168-169). Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando el yo y el superyó se valen de las pulsiones del ello contra el mismo ello. En Fenichel, como en Reich y Volóshinov, esta configuración de las instancias psíquicas tiene un carácter esencialmente ideológico y está determinada por las condiciones materiales socioeconómicas. Las condiciones materiales son, así, la base de la configuración psíquica-ideológica. Sin embargo, en un giro en el que Fenichel coincide con Bernfeld, esta configuración es también la base de las condiciones materiales socioeconómicas, ya que involucra las “necesidades humanas” que están en la “base de todo lo que ocurre en la sociedad”, de tal modo que puede afirmarse que “la base material se convierte en superestructura en el cerebro del hombre” (p. 183).

Hay que entender que la base material socioeconómica, tal como la concibe Fenichel, no deja de ser la base que es en su lado exterior, en el mundo estudiado por el marxismo, por ser una superestructura en su lado interior, dentro del sujeto. De igual modo, la base psíquica-ideológica, estudiada por el psicoanálisis, no deja de ser la superestructura que es en su lado exterior por ser una infraestructura en su lado interior. Cada una es, de igual forma, lo que la otra fundamenta y determina. Esta interesante formulación permite escapar al economicismo y al psicologismo, pero también a la economía pura y a la psicología propiamente dicha y, además, lo que es más importante, puede ayudar a superar el dualismo y a entender mejor por qué la inversión idealista hegeliana no deja de ser verdadera por estar invertida, como ya lo había presentido Plejánov al atreverse a legitimar el idealismo de las clases dominantes en las que el privilegio económico permite liberarse de la determinación de la economía. Todo esto lo consigue Fenichel a través de la valiente configuración de una geometría lógica subversiva que resulta quizás tan ininteligible para el sentido común como desafiante para las representaciones ideológicas habituales del individuo y la sociedad en la cultura moderna occidental, pero que permite coexistir el marxismo y el psicoanálisis con sus respectivas exigencias epistemológicas, teóricas y metodológicas.

Conclusión: de las ideas revolucionarias marxistas-freudianas a la revolución cultural

Es verdad que las perspectivas marxista y freudiana desafían por sí mismas la cultura moderna occidental, pero este desafío, como nos lo muestra Fenichel, se radicaliza de modo exponencial cuando permitimos coexistir ambas perspectivas y, especialmente, cuando las articulamos una con otra. De hecho, al menos en las décadas de 1920 y 1930, la falta de coexistencia y de articulación entre las dos perspectivas parece haberse traducido en la neutralización de su potencial crítico y subversivo. Sin el psicoanálisis, el marxismo tendió a simplificarse, dogmatizarse y burocratizarse. De modo análogo, al desvincularse del marxismo, el psicoanálisis mostró cierta propensión a domesticarse, adaptarse a los requerimientos de la sociedad burguesa y convertirse en una inofensiva técnica psicoterapéutica. Es como si el marxismo y el psicoanálisis, cada uno por separado, no fueran capaces de resistir a la presión de un contexto histórico particularmente hostil en el que se impusieron el fascismo, el nazismo, el estalinismo soviético y el capitalismo avanzado estadounidense. Como hemos visto, este contexto fue invencible e incluso irresistible para los partidos comunistas y las asociaciones psicoanalíticas. La capacidad de resistencia y la propia subsistencia del marxismo y del psicoanálisis como doctrinas revolucionarias parecían exigir que se les aliara una con otra. Fue precisamente lo que hicieron los autores que aquí hemos revisado, los cuales, al hacerlo, conectaron los bastiones respectivos en los que el psicoanálisis y el marxismo habían mostrado sus dificultades para subsistir y resistir por separado: el de la sexualidad y el de la política, el de la historia personal y el de la colectiva, el del ámbito privado y el del público, el de la familia y el de la sociedad. Al conectar los mencionados bastiones, los autores examinados no sólo reforzaron y revitalizaron el psicoanálisis y el marxismo, ayudándoles a sobrevivir a su época, sino que contribuyeron a que se produjese algo que se adelantó a esta época y que se abrió al futuro.

Es verdad que los nombres de los autores y muchas de sus ideas parecen haberse olvidado, pero estas ideas no tardaron en reaparecer, quizás después de mantenerse en estado latente en la misma cultura en la que se habían gestado. Sin embargo, además de lo tal vez latente y aparentemente olvidado, hubo también otras ideas, como algunas de Reich, que mantuvieron su estado patente y no dejaron de evocarse, transmitirse, difundirse, reactualizarse y desarrollarse en colectivos psicoanalíticos, en grupos marxistas heterodoxos, en espacios universitarios, en movimientos juveniles, en la trinchera feminista y en vanguardias intelectuales como la situacionista. Fue así, por vías patentes o latentes, directas o indirectas, como los autores de los que aquí nos ocupamos, o quizás aquellas orientaciones históricas y tendencias ideológicas de las que eran portavoces, prepararon el terreno para la revolución cultural que vino a trastornarlo todo en la segunda mitad del siglo XX, y especialmente entre las décadas de 1960 y 1970.

Entre las diversas visiones y estrategias que habrán de ser cultivadas, propagadas y movilizadas por la revolución cultural occidental, hay algunas que tienen sus antecedentes visibles más remotos en ideas revolucionarias que derivan de las articulaciones entre el marxismo y el psicoanálisis que aquí hemos revisado. El denominador común de estas ideas es una revalorización política de lo psíquico, de lo subjetivo y, a veces, de lo singular, que resulta precursora del auge del factor personal y micropolítico en los movimientos sociales del último tercio del siglo XX.

Para llegar a movimientos como el feminista, el de liberación sexual y el juvenil-estudiantil de 1968, quizás tuviera que atravesarse el campo histórico en el que había condiciones para entender y reconocer, por ejemplo, que:

  • Hay una dimensión, considerada por Fenichel y por Bernfeld, en la que el factor psíquico-ideológico puede llegar a ser tan básico y determinante como lo es el factor socioeconómico de las fuerzas y relaciones de producción. De ahí que las clásicas reivindicaciones de sindicatos y partidos comunistas no puedan englobar ni fundamentar las demandas que encontramos en nuevos movimientos sociales como los pacifistas, feministas, ecologistas, antirracistas, anticolonialistas, etcétera.

  • El sistema socioeconómico, tal como lo había observado Reich, echa raíces ideológicas en el sujeto, y así constituye su psiquismo, su carácter y su identidad. Es también en el interior en donde el sistema se reproduce y en donde puede llegar a transformarse y quizás desmantelarse, por ejemplo, a través de formas de liberación personal, sexual y familiar, como las impulsadas en actuales movimientos feministas.

  • Los conflictos de la cultura, como bien lo apreció Gramsci, no sólo tienen manifestaciones externas en la sociedad, sino que se expresan también a través de los desgarramientos internos y los deseos latentes singulares de cada sujeto. Esta esfera subjetiva se torna, entonces, un campo de batalla de la lucha de clases. Luchar contra la clase dominante, por ejemplo, exige una lucha íntima contra las propias inhibiciones, como la promovida en los movimientos juveniles-estudiantiles de 1968.

  • La sociedad capitalista liberal tiene un contenido psicológico fundamental como el vislumbrado por Mariátegui. Es también en el terreno de la psicología, en él y contra él, como debe combatirse el capitalismo. Entendemos, entonces, que la acción anticapitalista se haya desplazado poco a poco del terreno puramente socioeconómico al psicosocial o psicológico en movimientos de espectadores o de consumidores, como los que proliferan desde la década de 1960.

  • La revolución puede llegar a tener un efecto psicoterapéutico y curativo como el deseado por Teja Zabre. Este efecto se convertirá en un propósito central de guerrillas urbanas de la década de 1970, en las que se denuncia la patología social y en las que la vivencia o experiencia revolucionaria será un factor movilizador tan decisivo como la acción en sí misma.

  • El movimiento de la sociedad no está sólo motivado por los intereses objetivos y racionales considerados en el marxismo, sino también por los impulsos subjetivos e irracionales enfatizados en la perspectiva freudiana de Eastman y De Man. La canalización y manifestación de tales impulsos habrá de ser un fin reconocido por sí mismo entre hippies, punks, skins, raperos y otras formas de agrupación tribal o neotribal en el último tercio del siglo XX.

Las mencionadas ideas recentran lo político en aquello psíquico, subjetivo y singular, personal y cotidiano, que habrá de estar en el vórtice de la revolución cultural de la posguerra. Quizás la transformación revolucionaria de la subjetividad requiriera de una consideración previa también revolucionaria de la misma subjetividad. O tal vez la revolución cultural haya empezado ya desde el tiempo de las primeras articulaciones entre el marxismo y el psicoanálisis.

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Recibido: 21 de Octubre de 2016; Aprobado: 23 de Abril de 2017

David Pavón Cuéllar. Mexicano. Doctor en Psicología por la Universidad de Santiago de Compostela (España) y Doctor en Filosofía por la Universidad de Rouen (Francia). Profesor Investigador Titular en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH). Ha sido profesor invitado en las universidades de Oporto, París VIII, Frankfurt, Chile, Vale do Rio do Sinos, Autónoma de Querétaro y San Carlos de Guatemala, entre otras. Miembro del Critical Institute, el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) de México y la International Society of Theoretical Psychology (ISTP). Sus reflexiones e investigaciones se sitúan en la intersección entre el marxismo, el psicoanálisis, la psicología crítica y el análisis de discurso. Estudia los movimientos sociales, el discurso político, la ideología, el capitalismo, el colonialismo y la psicología como fenómeno cultural-ideológico. Entre sus últimas publicaciones destacan los libros: Pavón Cuéllar, D. & Lara, N. (2016). De la pulsión de muerte a la represión de Estado: marxismo y psicoanálisis ante la violencia estructural del capitalismo. México: Porrúa; (2014). Elementos políticos de marxismo lacaniano. México: Paradiso; y Pavón Cuéllar, D. & Parker, I. (2014). Lacan, discourse, event: New psychoanalytical approaches to textual indeterminacy. Londres, Inglaterra: Routledge.

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