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Culturales

versión On-line ISSN 2448-539Xversión impresa ISSN 1870-1191

Culturales vol.5 no.1 Mexicali ene./jun. 2017

 

Artículos

La deportación y la separación familiar en la frontera San Diego-Tijuana

Deportation and forced family separation at the San Diego-Tijuana Border

Olivia Ruiz Marrujo1 

*El Colegio de la Frontera Norte


Resumen:

Las deportaciones de Estados Unidos han llevado a la separación de miles de padres y madres indocumentados de sus hijos. Basándose en el caso de la zona fronteriza San Diego-Tijuana, el objetivo de este artículo es explorar de qué manera la política migratoria llegó a permitir, y en momentos dictar, la separación familiar. El tema es abordado dentro de un marco analítico multidimensional y contextual centrado en el entrecruce de: la globalización de la expulsión; las fuerzas históricas que propagaron el uso de la deportación como instrumento de control poblacional en la zona; la interconexión de los sistemas legislativos que actualmente rigen la inmigración y el bienestar del menor; y la praxis. Se argumenta que la separación familiar forzada es un fenómeno arraigado en la frontera San Diego-Tijuana, en el tejido de los regímenes legislativos y en la praxis, lo cual ha terminado por “normalizar” su ejercicio en la región.

Palabras clave: separación familiar forzada; deportación; migración indocumentada; frontera San Diego-Tijuana

Abstract:

Deportations from the United States have led to the separation of thousands of undocumented mothers and fathers from their children. Focusing on the San Diego-Tijuana border, this article explores how immigration policy came to permit, if not prescribe, forced family separation. By employing a multi-dimensional analytical framework, it focuses on the interplay of: the globalization of expulsion; the historical use of deportation as a form of population control in the border area; the interconnections of the immigration and child welfare systems; and the day-to-day praxis of deportation. It is argued that forced family separation has deep roots in the San Diego-Tijuana border, the legislative regimes of immigration and child welfare and their praxis, all of which have led to its “normalization” in the region.

Keywords: forced family separation; deportation; undocumented immigration; San Diego- Tijuana border

Introducción

Agentes de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés [Immigration and Customs Enforcement]) tocaron la puerta de la casa de Luz un poco antes de que saliera el sol. Luz se había levantado de la cama y esperaba la hora para despertar a sus dos hijos y prepararlos para ir a la escuela. Todavía en piyamas, su hija mayor preparaba el café en la cocina. Cuenta Luz que cuando escuchó los golpes sospechó que sería la migra1 y que ella, ya con una orden de remoción, sería detenida. “Pero ¿qué podía hacer? Imposible escaparme”, comenta. “Mi hijo menor abrió la puerta y entraron”, dice, refiriéndose a los agentes del ICE. “Luego me arrestaron en frente de mis hijos”. Esa misma tarde llamó a su familia para avisar que se encontraba en la Casa de la Madre Assunta en Tijuana. Se preocupa por su familia, por la falta de dinero para sostenerla. Su hija mayor estudia, pero ahora tendrá que buscar trabajo y, por el momento, encargarse de su hermano.

En la Casa del Migrante, en la colonia Postal de Tijuana, Carlos cuenta una historia similar. A él lo deportaron el día anterior, después de ser detenido en un retén de tránsito. Lo paró un agente de la migra y le pidió “sus papeles”. De ahí todo ocurrió con rapidez, y esa misma noche Carlos ya se encontraba en Tijuana. Igual que Luz, habló con su familia para avisarle lo que le pasó y que se encontraba en Tijuana, pero ahora no sabe qué hacer. Dice sentirse abrumado por la preocupación por su familia. Su esposa trabaja de medio tiempo y no gana lo suficiente para mantenerse a sí misma, mucho menos a los dos hijos. Luz y Carlos son dos víctimas de una lucha librada por autoridades de diversas agencias gubernamentales de los Estados Unidos, cada una dedicada a llevar a cabo su rol en un drama migratorio que ha llevado a la separación forzada de miles de padres de sus hijos. No es de sorprender que San Diego y Tijuana, ciudades gemelas del puerto internacional más importante entre Estados Unidos y México, sea el escenario de gran parte en esa historia.

Aunque hay pocas estadísticas sobre la deportación de padres y madres, así como la consecuente separación forzada de sus hijos, aquellos datos que existen hablan por sí mismos. Entre 1998 y 2007, según un reporte del Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por sus siglas en ingles [Department of Homeland Security]), 108 000 padres indocumentados con hijos ciudadanos estadounidenses fueron deportados (González, 2012). Ese número constituyó 8% del total de repatriaciones forzadas para ese periodo. En contraste, en el año 2013, la población de padres indocumentados con al menos un hijo ciudadano conformó 15% de las 438 421 deportaciones, lo que equivale a la expulsión de 72 410 madres y padres del país (Foley, 2014). Un año después, la población de padres removidos llegó a constituir casi 20% del total de las deportaciones, la mayoría detenida en el interior del país (Foley, 2014).

En 2015, San Diego contó con 19 603 deportaciones, lo que equivale a 8% del total de las 235 413 remociones llevadas a cabo en ese año (Union Tribune, 2015). Si se toma en cuenta que en los dos años anteriores (2013 y 2014) los adultos con hijos constituyeron entre 15% y 20% del total de la población deportada, es posible que entre 2 940 y 3 920 padres y madres fueran expulsados del condado en 2015.

Estas deportaciones afectan a un gran número de niños y niñas. Aproximadamente 5.5 millones de menores viven con un padre o una madre con un estatus migratorio irregular (casi una décima parte de todos los niños en los Estados Unidos); 4.5 millones de estos menores son ciudadanos (Foley, 2014; Women’s Refugee Commission, 2010, p. 4). Además, se estima que por cada dos adultos deportados, un menor se verá afectado. Dada esa realidad, es posible que entre 1 470 y 1 970 niños en San Diego hayan perdido a su padre o madre en 2015.

La desaparición de los padres expone a los hijos a futuros inciertos de cuidados improvisados. En noviembre de 2011, más de 5 000 niños y niñas de padres detenidos o deportados vivían en hogares de cuidado temporal, esto es, casi 1.25% de los aproximadamente 400 000 niños en cuidado temporal en el país (Wessler, 2011, p. 6). Sin embargo, no hay manera de saber qué porcentaje de los casi 3 497 niños en el sistema de cuidado temporal en San Diego y, en particular, de los 1 756 clasificados como hispanos/latinos, llegaron como resultado de la deportación de su padre o madre hoy en día; aun así, dadas las altas tasas de deportaciones en San Diego, es probable que el número sea alto (kidsdata.org, 2016).2

Lo que sigue parte de las historias de madres, padres y niños atrapados en el entramado de la deportación hoy en día en los Estados Unidos. Como revelan los casos de Luz y Carlos, las familias indocumentadas llevan a cabo sus vidas entre realidades que son tanto excepcionales como familiares. Sus estatus legales como ciudadanos de un país (donde no viven) y residentes indocumentados de otro (donde sí) se entretejen con las cotidianidades de la familia, el hogar, la escuela, el trabajo, entre otros que marcan la vida en general en el país. A la vez, la concurrencia de lo extraordinario (la amenaza constante de la deportación) con lo ordinario (las rutinas del día a día) y el posible deslizamiento de tantos en el espiral de la aprehensión, detención y deportación, da a ver la precariedad de ese balance.

Este artículo está divido en tres partes. La primera revisa algunos momentos críticos en la historia de la deportación y el impacto de la práctica en la población de ascendencia mexicana, particularmente en el área de San Diego-Tijuana. La segunda describe la complicada y muchas veces disfuncional intersección entre la ley migratoria y el sistema de cuidado infantil en Estados Unidos. Tomando como punto de partida la historia y la práctica contemporánea, la tercera hace una reflexión a la luz de la realidad fronteriza entre las dos ciudades. El artículo termina con una reflexión sobre la deportación.

Una nota de cautela: no obstante la gravedad del tema, existe poca información. Apenas en 2011, bajo presión de algunos miembros del Congreso de los Estados Unidos, el DHS empezó a recoger información sobre el impacto de la deportación en las familias. De manera subsecuente, la organización The Applied Research Center obtuvo datos a través de la Ley de Libertad de Información y publicó un reporte sobre el hecho (Wessler, 2011, p. 11). Por tanto, es una realidad difícil de documentar y una gran parte sólo puede ser reconstruida a través de testimonios personales. Mi esperanza es que una mayor conciencia de esta realidad llevará a la generación de más información y con ello lograr un mayor acceso a la misma, lo cual nos ayudará a entender las dimensiones del asunto y terminar con la práctica.

Una breve historia de la deportación: el caso de San Diego y Tijuana

En 1875, el Congreso de la nación declaró que toda ley a nivel estatal concerniente a la migración era ilegal. Desde entonces, la deportación ha sido el resguardo del gobierno federal, y por ley, debe seguir lineamientos comunes (Ley Federal de Migración) dondequiera que se implemente. Dicho lo anterior, tanto la historia como la práctica actual indican que la deportación fue y sigue siendo un instrumento de múltiples contornos y que su implementación puede ser impredecible.

En la ley migratoria estadounidense existen varias categorías de personas que pueden ser sujetos de deportación. No es el propósito aquí definirlas; más bien, en lo que sigue se hace un breve resumen de algunos puntos coyunturales en la historia de la deportación a la luz de los casos de San Diego y Tijuana. Se delinea el surgimiento de una población de personas “deportables” y la implementación de la deportación como política, especialmente en relación con la población indocumentada de México.

Los orígenes de la deportación

En las palabras de un historiador de la inmigración, aunque Estados Unidos es “una nación de inmigrantes [...] también es una nación que restringe la inmigración” (Schrag, 2010, p. 1). En otras palabras, aunque la inmigración ha sido fundamental en la historia del país, la deportación ha jugado un papel igualmente importante. Dada la magnitud de la población de inmigrantes mexicanos en Estados Unidos hoy en día, no sorprende que constituya el mayor porcentaje del total de deportados. Por lo mismo, una gran parte de los padres separados de forma forzada de sus hijos son mexicanos.

Las demandas por restringir la entrada de extranjeros se han dado por una convergencia de fuerzas centrales al desarrollo del país a lo largo de su historia. Según Schrag (2010), aunque la transformación de Estados Unidos en potencia industrial en los siglos XVIII y XIX dependió de la fuerza laboral migrante, esos trabajadores también fueron las primeras víctimas de esa industrialización (Schrag, 2010, p. 7).

Otro momento es el presente, distinguido por el crecimiento económico que favorece a unos cuantos y la falta de movilidad social. San Diego, la segunda ciudad más grande de California, y la octava fuerza económica mundial; y Tijuana, la cuarta ciudad más grande de México y una de las economías de mayor empuje económico, han estado en el ojo de ese huracán.

Igual que en el resto del país, desde sus comienzos, la economía de San Diego creció aceleradamente debido, en parte, a la migración. La fuerza laboral mexicana fue una pieza clave en el crecimiento de la construcción, la industria ligera y la agricultura (Griswold del Castillo, 2007, p. 74). Los ferrocarriles, la industria de la madera y las fábricas de conservas, a su vez, dependieron tanto de la migración de trabajadores del otro lado de la frontera como de hombres y mujeres de ascendencia mexicana nacidos en Estados Unidos (Griswold del Castillo, 2007, p. 74).

Ese crecimiento tuvo un impacto directo en el desarrollo de Tijuana. De hecho, algunas de las familias más preeminentes de San Diego, los Argüello, por ejemplo, aparecen en la lista de los fundadores de Tijuana. Estos primeros lazos transfronterizos fueron proféticos. El turismo -el cimiento económico de la ciudad bajacaliforniana- y la industria maquiladora han estado estrechamente ligados a San Diego y al estado de California.

Los sentimientos nativistas surgieron a la par con el crecimiento de la población mexicana en San Diego. Según un experto, “los estereotipos negativos de mexicanos y la cercana asociación de Tijuana con los mexicanos [...] contribuyeron a fomentar actitudes racistas entre los angloamericanos” (Griswold del Castillo, 2007, p. 80). De hecho, esa “cercana asociación” parecía marcar todo lazo con México. Como advertía un mensaje pintado en la década de 1920 en la avenida Nacional, en el sur de San Diego, la carretera rumbo a la frontera era “el camino al infierno” (Schoenherr, 2008, p. 179).

A nivel nacional, el prejuicio racial alimentó demandas por deportar a trabajadores mexicanos. Algunos agricultores de pequeña escala en el suroeste, por ejemplo, se quejaban que su permanencia presentaba una competencia injusta y bajaba los salarios (Schrag, 2010, pp. 127-128). A principios de la década de 1920, esos sentimientos resonaron a nivel nacional, y en el Congreso de la nación algunos expresaron su preocupación por “un problema racial” en el suroeste que amenazaba con “revertir el resultado esencial de la guerra con México” (Schrag, 2010, p. 28).

Tres advenimientos legislativos llegaron a impactar de forma irrevocable a los trabajadores de origen mexicano, especialmente a los indocumentados y a sus familias. El primero, el Emergency Quota Act of 1921, ató la inmigración a la nacionalidad y estableció topes numéricos para cada nacionalidad; de ahí en adelante el número de inmigrantes (por nacionalidad) no podía exceder 3% de los ya asentados en el país. El segundo, el Quota Act of 1924, redujo el límite a 1% y convirtió la entrada no autorizada en una ofensa que podía terminar en la deportación (Ngai, 2003, p. 9). Las modificaciones que siguieron consolidaron el nuevo giro de la política migratoria. Otro cambio legislativo, también en 1924, fue la creación de la Patrulla Fronteriza. Encargada de reforzar las fronteras de la nación y detener el contrabando y los flujos de trabajadores de México (y Canadá), la formación de la agencia terminó por sujetar la inmigración a todo lo que tuviera que ver con el cumplimiento de la ley (Schrag, 2010, p. 127). De ahí, el número de remociones subió y la deportación se institucionalizó como política y práctica a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos (Schrag, 2010, p. 129). Adicionalmente, en 1929, la entrada sin autorización se había convertido en un delito menor y el reingreso en una felonía (Ngai, 2003, p. 9).

Los años después del estallido de la revolución mexicana vieron la militarización del cruce fronterizo entre San Diego y Tijuana. En un momento, más de 18 000 tropas fueron desplegadas a lo largo de la frontera en los condados de San Diego e Imperial (Griswold del Castillo, 2007, p. 76). Esa movilización se sustentó, en parte, en crecientes rumores de que la violencia de la revolución traspasaría la frontera. Cundió el miedo y fueron apareciendo milicias de corte local; una de ellas surgió en El Cajón, a unas cuantas millas al este de San Diego (Griswold del Castillo, 2007, p. 76).

En el desenlace de los sentimientos antimigrantes, los medios jugaron un papel importante. El periódico local de San Diego empezó a registrar las idas y venidas de mexicanos quienes, según algunos reportes, cruzaban la frontera con la intención de participar en la rebelión. En las palabras de un observador, el Departamento de Justicia empleó agentes para monitorear a ciudadanos mexicanos en Estados Unidos. Esa documentación terminó en “cientos de reportes de idas y venidas de empresarios, políticos y trabajadores mexicanos” (Griswold del Castillo, 2007, p. 76).

El propósito del nuevo giro legislativo fue reforzar la frontera, encomienda realizada con el primer desplazamiento de la Patrulla Fronteriza en 1929, cuando la agencia repatrió a miles de personas de ascendencia mexicana: más de 415 000, según una estimación (Alarcón, 2011, p. 9). El impacto fue especialmente duro en San Diego que, junto con Los Ángeles, sirvió como programa piloto para el resto del país. La operación desarraigó a familias enteras y sembró el miedo en las comunidades mexicanas en San Diego. Pocas estadísticas existen para la época; sin embargo, los datos que hay muestran un declive repentino en la población de origen mexicano en San Diego durante los primeros años del programa. En 1928 vivían aproximadamente 20 000 personas de ascendencia mexicana en la ciudad; un par de años después, ese número había descendido a menos de 10 000 (Griswold del Castillo, 2007, p. 92). La repatriación, voluntaria o no, explica una gran parte de ese declive.3Según el único estudio reconocido sobre la repatriación de San Diego, la “típica” familia repatriada consistía en tres miembros con un jefe de familia masculino de mediana edad, su esposa e hijo o hija (Guerin-Gonzales, 1994).

Dados los lazos tan estrechos entre las comunidades mexicanas en ambos lados de la línea, no es de sorprender que las deportaciones también afectaran el crecimiento de Tijuana. Una de las colonias más antiguas de la ciudad, Libertad, emblemática para la identidad de la ciudad, debe su comienzo a las expulsiones de San Diego y Los Ángeles de la década de 1930. Hoy en día permanece como un recuerdo del papel que han jugado las deportaciones en el desarrollo de la ciudad fronteriza.

La repatriación forzada de la década de 1930 también dio a conocer la compleja intersección de la inmigración como política y ley, por un lado, y como experiencia vivida, por otro, así como el impacto de ese empalme en las vidas de las familias. Se hizo manifiesto el fracaso de los términos “ilegal” y “legal” para describir y responder a la realidad de las familias de origen mexicano. Las deportaciones pusieron en blanco “las dificultades para diferenciar entre los inmigrantes ilegales y los residentes legales (incluso ciudadanos) quienes en muchos casos eran los esposos e hijos de personas indocumentadas” (Schrag, 2010, p. 129).

Tampoco es de sorprender que la Patrulla Fronteriza haya detenido de manera aleatoria a personas simplemente por su apariencia, esto es, su “finta” de mexicano y por la sospecha de que vivían en el país sin autorización. En el caso de la aprehensión de doce hombres del sur de California, por ejemplo, “el que había ingresado más recientemente tenía ocho meses en el país [...] otro fue clasificado como ‘mexicano nacido en EUA’” (Hoffman, 1974, p. 56).

La inhabilidad y falta de voluntad para diferenciar entre nativo y extranjero reflejaron el creciente atrincheramiento de la racialización de la población mexicana en San Diego. Para un periódico local, los mexicanos y los mexicoamericanos eran lo mismo: “Todos eran ‘mexicanos’”, no obstante que “muchas de las familias repatriadas incluían a hijos mexicano-americanos para quienes México, no los Estados Unidos, era un país extranjero” (Griswold del Castillo, 2007, p. 6; Hoffman, 1974, p. 2).4

La incapacidad del gobierno federal para implementar su política migratoria de forma pareja a lo largo del país también perjudicó a la población mexicana. Al final, la práctica local se impuso y la “política de deportación fue manejada de forma descentralizada”; así, “los gobiernos estatales y locales fueron permitidos implementar las medidas que quisieran” (Alarcón, 2011, p. 10).

La preeminencia de la práctica local estableció un precedente peligroso. En el momento en que las reglas y prácticas concernientes a la inmigración, especialmente la indocumentada, cayeron en manos de autoridades locales, los procesos de la aprehensión, detención y deportación empezaron a reflejar intereses, prácticas y prejuicios locales, lo cual contribuyó a la imprevisibilidad de la implementación de la ley. Hoy en día, en el momento de la aprehensión, por ejemplo, son los agentes del ICE, quienes deciden cómo proceder, esto es, quién se queda y quién será expulsado del país.

Así, para la primera parte del siglo XX, ya estaban en su lugar las fuerzas básicas que en años venideros darían forma a la política migratoria en el país. Desde ese momento, la puesta en práctica de la deportación se empezó a ajustar a los vaivenes económicos, los sentimientos nativistas y los prejuicios e idiosincrasias locales. A la par, la inmigración se amarró a cuestiones de origen nacional, etnicidad y raza, lazos que llegarían a ejercer presión sobre toda discusión y práctica de la deportación. Finalmente, con la criminalización de la entrada no autorizada a Estados Unidos y la creación de la Patrulla Fronteriza, el aparato gubernamental migratorio empezó a funcionar más como un instrumento policiaco y no como una agencia dirigida a temas laborales o de reunificación familiar.

Con las deportaciones de la década de 1930 surgieron otros problemas, especialmente en relación con el significado del sentido de pertenencia y de la ciudadanía. En San Diego, la presencia de familias de estatus mixto subrayó una vez más los fallos de las categorías de “ilegal” y “legal” para reflejar la realidad de la población de ascendencia mexicana. Arraigada en San Diego (con o sin autorización) e inserta en redes transfronterizas, la población mexicana no sólo estaba acostumbrada a cruzar la frontera, sino que llevaba a cabo su vida en ambos lados. Con los cambios en la ley, un residente de San Diego únicamente tenía que tener el “semblante de mexicano” para llamar la atención de la Patrulla Fronteriza y correr el riesgo de ser deportado. Ese conjunto de hechos amenazaría la integridad y bienestar de las familias y sus posibilidades para formar comunidades estables con un sentido de arraigo, pertenencia y compromiso con la ciudad y la región.

La deportación y su impacto en las familias de San Diego hoy

La deportación, hoy en día, refleja sus complejas raíces históricas. Igual que en tiempos pasados, aumenta en tiempos de estrechez económica y se alimenta de narrativas nativistas y racistas. La criminalización del indocumentado, a su vez, ha impregnado el lenguaje en torno a los deportados y permitido, si no alentado, la participación de cuerpos de seguridad -policías locales, por ejemplo- en la aprehensión de hombres, mujeres y niños. De manera semejante, el desmantelamiento del Servicio de Inmigración y Naturalización en 2003 y la transferencia de sus responsabilidades al Departamento de Seguridad Nacional reforzó la identificación de la inmigración indocumentada con la ilegalidad y el crimen, aunque esta vez con apuestas más graves: el riesgo terrorista. Finalmente, como muestran algunas propuestas legislativas -en estados como Arizona, por ejemplo-, ante la ausencia de un mandato federal claro, los gobiernos locales y estatales han empezado a delimitar e implementar su propia política migratoria.

Actualmente, el proceso de deportación suele involucrar a un mayor número de cuerpos administrativos y fuerzas castrenses. Aunque el DHS administra todo lo referente a la inmigración, también trabaja con cuerpos policiacos locales, el sistema de bienestar infantil y el Departamento de Justicia. La combinación puede enredar un caso de deportación en laberintos legales de proporciones kafkianas.5

Como bien sabe cualquier abogado u oficial del ICE, cada deportación tiene características propias, lo cual hace arriesgado hacer generalizaciones. Dicho lo anterior, se adhiere a lineamientos delimitados por las agencias asignadas con hacer cumplir la ley migratoria; así, la descripción que sigue se basa en ellos y en testimonios personales de mujeres y hombres indocumentados que fueron deportados a Tijuana.6

La deportación empieza con la aprehensión. En el caso de Luz, agentes del ICE llegaron a su casa con órdenes de remoción y la aprehendieron. Como muestra el caso de Carlos, una persona también puede ser detenida en la vía pública, ya sea por cometer alguna violación de tránsito, al parar el carro en un retén (no necesariamente para propósitos migratorios) o por “llamar la atención” de agentes del ICE. En esto último, el caso de Leticia es ejemplar. De 30 años de edad y con dos hijas nacidas en Estados Unidos, Leticia fue detenida en un retén de tránsito. Al acercarse intentó dar la vuelta, lo cual llamó la atención del agente de la Aduana y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés [Customs and Border Protection]). El agente la detuvo y preguntó por su licencia de conducir y registro del carro; cuando Leticia no pudo enseñarle ninguno de los dos documentos, el agente averiguó su estatus migratorio y fue detenida. Según un estudio, este tipo de detención se ha convertido en la norma (Women’s Refugee Commission, 2010, p. 7).7

Los trabajadores indocumentados están particularmente en riesgo en aquellas ciudades donde la policía colabora con agentes del ICE.8

Con poco más de 30 años de edad, Rosa fue detenida cuando fue a lavar su carro y dos policías que circundaban el negocio la vieron, la detuvieron y preguntaron por sus documentos. Cuando no pudo enseñárselos quedó detenida; su hija, ciudadana de Estados Unidos, fue puesta en cuidado temporal. En las palabras de un experto, “el creciente uso de la policía local para aplicar la ley federal migratoria convierte cualquier encuentro o interacción con la policía en una posible detención y deportación” (Wessler, 2011, p. 7). En Escondido, California, por ejemplo, las detenciones crecieron de forma abrupta en el momento en que la policía local y agentes del ICE empezaron a trabajar en conjunto (U.S. Immigration and Customs Enforcement, 2012). La deportación se da por pasos; muchos de ellos son decisivos por el impacto que tienen en las relaciones de los padres con sus hijos. Como indican los casos de Luz y Carlos, la aprehensión puede terminar en la remoción inmediata de la persona de su hogar, incluso sin más que la ropa que lleva puesta. Si las detenciones se llevan a cabo en las casas, los hijos pueden presenciar el arresto de sus padres.9 En algunos casos, hasta los propios agentes del ICE han sucumbido ante la violencia de la aprehensión. Sandra, de poco más de 30 años de edad, describió cómo uno de los agentes, encargado de aprehenderla en una ciudad al norte de San Diego, rehusó arrancar a su aterrorizado hijo de dos años de sus brazos a pesar de la insistencia del otro agente.

Es menos probable que los hijos presencien una aprehensión si se lleva a cabo en la calle o los lugares de trabajo, especialmente si ocurre durante el diurno escolar. Sin embargo, aun en esos casos, los hijos regresan a casas de donde ha desaparecido su padre y/o su madre.

La política del ICE dicta que los hijos de padres aprehendidos no pueden permanecer solos después de una aprehensión, pero puede ocurrir. Para empezar, los agentes no siempre preguntan si hay menores en casa. Un estudio sobre padres detenidos y deportados concluyó que “solo cuatro de 70 personas detenidas [...] entrevistadas en seis centros de detención dijeron que oficiales del ICE habían preguntado si tenían hijos” (Wessler, 2011, p. 30). A la vez, los padres no siempre quieren decir que tienen hijos por temor a lo que les puede pasar si los agentes se enteran de su existencia.

Algunos padres intentan asegurarse de que en caso de su aprehensión habrá alguien, un pariente cercano o un amigo, quien se encargue de sus hijos. Diana, de 25 años de edad y madre de dos hijos, el menor de once meses y el mayor de tres años, dejó el cuidado de sus hijos a un familiar. A la vez, los estudios indican que tales arreglos son la excepción, y no es inusual que los niños terminen a cargo de niñeras, vecinos y maestros.

Alistar la ayuda de alguien no es suficiente. También hay que cubrir los costos financieros que tendrá que asumir. Carlos no sabía cómo su esposa pagaría la renta del mes, si es que la pagaría. A la vez, los mejores planes pueden fracasar si el sistema de bienestar infantil (CPS, por sus siglas en inglés [Child Protective Services]) entra en el escenario. La política del CPS no permite dejar a niños y niñas al cuidado de personas quienes podrían ser detenidos o deportados.

Muchos niños y niñas, especialmente si nacieron en Estados Unidos, permanecen en el país. El gobierno no puede deportar a sus ciudadanos. Sin embargo, el CPS puede retener a cualquier menor, aun aquellos nacidos en el extranjero, si decide que es en el mejor interés del menor permanecer en el país. Dado lo impredecible y repentino de las aprehensiones, no es inusual que el CPS se involucre si hay niños, y una vez presente, la agencia puede ejercer un poder considerable sobre los padres y sus descendientes.

Los padres aprehendidos son llevados a centros de detención o deportados a México. Desde ahí deben empezar el largo y arduo proceso de reunificarse con sus familias. Algunos, como Luz y Carlos, terminan en Tijuana, y desde ahí empiezan a buscar la manera de reunirse de nuevo con sus familias. Si deciden cruzar y son detenidos, enfrentarán la carga penal de reingreso ilegal (ilegal re-entry), lo cual puede llevar un castigo penal de hasta 14 meses de prisión.10

Otros padres, abrumados ante los retos y dificultades, intentan traer a sus familias a México. Ana, de 45 años de edad y madre de una hija nacida en Estados Unidos, planeaba regresar a Veracruz y traer a su hija adolescente. Sin embargo, la decisión de volver a México lleva sus propios retos. Muchos padres deportados llevan años en Estados Unidos, algunos hasta veinte o treinta, y sus hijos no han vivido en México; algunos ni siquiera conocen el país. La hija de Ana, por ejemplo, no hablaba bien el español y nunca había vivido fuera de Estados Unidos.

Los padres que buscan recuperar la custodia de sus hijos (ya en manos del CPS) enfrentan otros retos. Para empezar, junto con el asistente social asignado a su caso, deben armar un “plan de reunificación familiar.” Esto les obliga a visitar a sus hijos de manera regular, tomar clases sobre la crianza y el cuidado de los hijos, y asegurar un lugar dónde vivir. El asistente social supervisa y decide si los padres cumplen con sus obligaciones.

Las demandas son difíciles, si no imposibles, de cumplir dentro de los centros de detención. Para empezar, la exigencia de que mantengan contacto con sus hijos sólo se da si los padres e hijos viven cerca y hay quien lleve a los hijos al centro donde están detenidos. Muchos padres son enviados a centros a kilómetros de sus casas y familias -en promedio, 370 millas, según un reporte (Wessler, 2011, p. 12)-. Los centros de detención están, por lo general, mal equipados -sin acceso a teléfonos o computadoras- para que las personas puedan mantener comunicación con sus familias. Tampoco ofrecen clases de la crianza y el cuidado de los hijos. Asegurar una vivienda desde la prisión, por supuesto, es casi imposible.

Para los padres deportados a México, los planes de reunificación contienen otras estipulaciones. Deben estar en contacto con su asistente social en Estados Unidos y ver la manera de encontrarse con sus hijos en el otro lado, una demanda difícil de cumplir ante el obstáculo de la frontera. En el caso de Ana, su hijo mayor, ciudadano estadounidense, llevaba a su hermana (hija de Ana) a Tijuana. Igual que en el caso de los detenidos, los padres también deben mantener contacto con sus hijos por teléfono o por correo electrónico (si tienen acceso a teléfonos y computadoras).

Otras condiciones son igualmente problemáticas. Los padres deportados deben comprobar que la casa o el departamento donde viven en México es equiparable al que tenían en Estados Unidos. También deben estar empleados, una demanda que es difícil de cumplir para una persona recientemente instalada en una ciudad y un país donde no ha vivido en mucho tiempo. Finalmente, como en el caso de aquellos recluidos en centros de detención, se les exige tomar clases de la crianza y el cuidado de menores.

La lista de requerimientos puede llegar a ser abrumadora. Diana, madre de dos hijos chicos, manifestó de manera repetida que le era muy difícil cumplir con los requisitos de su plan de reunificación. De hecho, todas las mujeres que contaron sus experiencias y que luchaban por la custodia de sus hijos se quejaban de lo laborioso que había sido acatar los requerimientos de su plan. Igual que muchas de sus compañeras migrantes en la misión, Diana dijo que se sentía deprimida y desesperanzada, y había pensado en desistir en su lucha. En más de una ocasión había considerado suicidarse.

Los plazos para cumplir con los requisitos imponen una presión constante. No pueden exceder los doce meses. En ese lapso, los asistentes sociales del CPS van registrando el “progreso” de cada madre y/o padre para cumplir con las estipulaciones de su plan. A los doce meses entra en vigor un “plan de permanencia” que puede incluir la reunificación familiar, la tutela (con parientes, por ejemplo) o la eliminación del derecho de potestad de los padres (Wessler, 2011, p. 7). A lo largo del proceso, el peso de la prueba cae sobre los padres, quienes deben convencer al asistente social que ellos pueden proveer por sus hijos de la manera que se les exige.

Entender la deportación

A primera vista, la separación forzada de madres y padres de sus hijos es impensable. Con la excepción de casos de abuso, la relación de los padres con sus hijos es concebida como natural e inalienable. De hecho, al incluir la reunificación familiar como precepto legal, la ley de inmigración, desde sus comienzos, reconoció la importancia de la unidad familiar. En 1965, el Hart-Cellar Act, la base para toda ley y política migratoria contemporánea, dio preferencia a los lazos familiares, admoniciones que aparecieron en el Immigration Act of 1990. De igual forma, la modificación de la ley en 1996 siguió incluyendo la reunificación familiar. De manera semejante, el sistema de bienestar del menor parte de la premisa que un hijo puede ser separado de sus padres solamente cuando se puede comprobar que ha sido víctima de abuso o está en riesgo de sufrir algún daño si permanece con los padres. Sin embargo, como muestra el número de casos de separaciones forzadas en San Diego, si no a lo largo del país, el estatus migratorio y las resoluciones del sistema de bienestar infantil pueden ir por encima de esos lazos.

Si esta realidad sabotea los intentos políticos por animar la reunificación familiar y ofende el sentido común y las sensibilidades humanitarias, tiene su razón histórica de ser. Sus raíces yacen en la intersección de fuerzas: desde las leyes y políticas de inmigración y las decisiones en favor del bienestar infantil, hasta la configuración étnico-racial y los ciclos económicos que estructuran la vida cotidiana del país, tanto a nivel local como nacional.

A la vez, para entender esta realidad hay también que voltear la mirada hacia al proceso de la deportación en sí, esto es, por un lado, verlo como un instrumento de ingeniería poblacional en el sistema de los Estados nacionales, y por otro, entender su papel en la configuración de las identidades y relaciones intergrupales, en este caso, en Estados Unidos (Walters, 2002, p. 267).

En su análisis de la deportación, Walters (2002) sugiere que, históricamente, la práctica se generalizó en el momento en que los Estados nacionales empezaron a jugar un papel más activo en la regulación y el cálculo de la salud y del bienestar de su población. Esta regulación, o gobernabilidad, en el sentido foucaultiano, abrió el camino para un creciente control sobre la población a través de una variedad de procedimientos, siendo la deportación uno de ellos. En el caso de Estados Unidos, el proceso dio inicio a principios del siglo XIX, cuando el Congreso declaró que el gobierno federal sería el único árbitro de la política migratoria. Entre las acciones tomadas, en 1882 se prohibió la inmigración de China y se llevó a cabo el reclutamiento de trabajadores mexicanos. Así, a través de la política migratoria se empezó a ejercer un papel determinante en la configuración de la fuerza laboral de la nación, especialmente en el oeste y suroeste.

Con raíces en el siglo XIX, la historia económica de San Diego es emblemática en este sentido. Desde su comienzo, la ciudad no sólo empleó a trabajadores mexicanos, sino que llegó a depender de ellos para hacer crecer su base industrial. De forma semejante, los periodos de bajo crecimiento económico -la caída de la bolsa en 1929 y la gran recesión de 2008 y 2009, por ejemplo- dieron lugar a algunas de las tasas más altas de deportaciones.

El uso de la deportación para expulsar a trabajadores no-nativos (o aquellos entendidos como “extranjeros”) se nutre de y acentúa distinciones binarias de nativo- extranjero. Para deportar a una persona es primeramente necesario saber quién es y quién no es ciudadano, distinción que determina quién puede pertenecer (o no) a los Estados Unidos. Ya para finales del siglo XIX en San Diego esa distinción giraba en gran medida alrededor de lo mexicano. Lo mexicano significaba y englobaba la extranjería. Así, lo que se entendía como nativo y extranjero, como categorías legales y de adscripción identitaria, se asentaban en oposición a la otredad mexicana. De esta forma, con el tiempo lo mexicano llegó a definir lo inherentemente distinto a lo estadounidense.

Esta racialización ayuda a esclarecer un rango de fracasos, desde la inhabilidad de los medios para diferenciar entre residentes de origen mexicano nacidos en Estados Unidos y aquellos nacidos en el extranjero (en la década de 1920), hasta la deportación de ciudadanos estadounidenses de origen mexicano (en la década de 1930). También explica por qué lo mexicano se llegó a identificar tan estrechamente con Tijuana, visto primero como el contagio potencial del desorden (vía la revolución), y luego, desde la óptica del puritanismo, la tentación y el “camino al infierno”.

Para la población mexicana la amenaza constante de la deportación, muchas veces sin considerar el estatus legal de la persona, subvirtió todo esfuerzo por forjar un sentido de permanencia y de “los significados asociados con el hogar y con sentirse en casa” (Ballinger, 2012, p. 394). Como tal, permanecía en jaque todo intento por crear y establecer una cotidianeidad en el trabajo, la escuela, el hogar y la ciudad. Disminuida su habilidad para poner raíces y nutrir un sentido de pertenencia, los residentes de origen mexicano yacían desplazados o fuera de lugar. Temerosos de ocupar las esferas públicas y participando en ellas sólo de manera reacia, “contribuían” a su propia enajenación y vulnerabilidad.

Peutz sugiere que la deportación emplea y depende de la vigilancia, esto es, el monitoreo de “individuos ya interrogados y la reificación de la categoría de deportado” (Peutz, 2006, p. 219). Los actos de deportación naturalizan el acecho a aquellos considerados deportables. A comienzos del siglo XX, la población de origen mexicano en San Diego, incluso aquella nacida en Estados Unidos, era una población vigilada, y su identidad y adhesión a la ciudad y al país estaban bajo escrutinio y sospecha constantes. La creación de la Patrulla Fronteriza y la criminalización de las entradas sin autorización en la década de 1920 sólo vinieron a legalizar imaginarios y prácticas establecidos desde hace tiempo.

El mandato de salvaguardar la frontera contra el cruce de ciudadanos de México marcó la relación entre la Patrulla Fronteriza y la población de ascendencia mexicana en el país, especialmente en ciudades fronterizas como San Diego. En este sentido, la expulsión en masa de la década de 1930 fue una crisis previamente anunciada. La continua aprehensión de grandes números de la población, especialmente en áreas fronterizas como San Diego, también refleja ese pasado y ahonda la huella de la historia. En más de un sentido, las personas de ascendencia mexicana están bajo vigilancia permanente.

La deportación, cada ejercicio de ella, a su vez, ratifica la soberanía y los límites del territorio nacional. Al criminalizar a aquellos que cruzan la frontera sin autorización y al asignar a la Patrulla Fronteriza para detenerlos y expulsarlos, el gobierno federal da prioridad a la soberanía nacional. En palabras de Ngai, ese énfasis hace que “la territorialidad -no la necesidad laboral, no la reunificación familiar, no la libertad de la persecución, no la asimilación- sea el motor de la política migratoria” (Ngai, 2003, p. 28). Finalmente, en gran medida, cada deportación es el resultado de decisiones de los agentes -tomadas en el momento de la aprehensión- y, por ende, cada una es, de algún modo, discrecional o arbitraria. Durante la detención, los oficiales deben pesar la ley general que requiere el arresto, la detención misma y la posible expulsión a la luz de las particularidades de cada persona (su llegada al país, los años que tiene residiendo en él, la existencia de antecedentes criminales, sus particularidades familiares, sus lazos con la comunidad), y con base en ello, hacer un juicio personal. Esas decisiones pueden variar de agente a agente y reflejarán atributos personales, como por ejemplo, los años que tiene el agente en el servicio e incluso su personalidad, como se vio en el caso de Sandra.

Hoy en día, los no-nativos, como quiera que se les construya, experimentan un mayor escrutinio, y la deportación se ha convertido en una de las principales maneras de vigilar y asegurar la nación y su población (Walters, 2002, p. 281). A la vez, cualquier acto de violencia al territorio nacional -como amenaza real o potencial- se llega a explicar y procesar dentro del binario nosotros/ellos, lo cual cimienta el aspecto discrecional de los procedimientos y las prácticas de la deportación (Peutz, 2006, p. 220).

Históricamente, la primera militarización de la frontera de San Diego y la formación de milicias locales tomó lugar en los años de la revolución mexicana, al propagarse rumores de que la violencia se derramaría a lo largo de la frontera. No es una coincidencia que la fortificación más reciente de la frontera, la presencia de grandes números de deportados y la frecuencia de la separación forzada de familias, siga en los pasos de los acontecimientos del 11 de septiembre.

Nota final

Ante el reclamo de grupos humanitarios y de derechos civiles, en noviembre de 2014, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama introdujo el orden ejecutivo Acción Diferida para Padres de Ciudadanos (DAPA, por sus siglas en inglés [Deferred Action for Parents of Americans and Lawful Permanent Residents]) con el fin reducir la deportación de miles de madres y padres de familia.11 Sin embargo, desde que se propuso, el DAPA ha enfrentado resistencia, especialmente en algunos estados -entre ellos Arizona y Texas-, y hasta el momento se encuentra estacionado en el tribunal federal. Así, las deportaciones continúan.

Asimismo, no hay que perder de vista que esta historia también es de Tijuana. Igual que en la década de 1930, hoy en día la ciudad recibe a una gran cantidad de personas expulsadas de Estados Unidos, entre ellos madres y padres que han vivido años en ese país. La mayoría, como es de esperarse, busca alguna manera de reencontrarse de nuevo con sus familias en Estados Unidos. Aunque no hay estadísticas confiables acera del rango y de la frecuencia de las decisiones que han tomado para enfrentar y resolver su situación, en general, son pocas las opciones. Pueden traer a sus familias a México, una alternativa que tiene sus propias dificultades, dado el arraigo de los hijos en Estados Unidos; algunos, incluso, no hablan español. La persona deportada también puede intentar cruzar la frontera de nuevo, una aventura riesgosa por las consecuencias legales. Otros pesan la posibilidad de volver a sus tierras de origen o asentarse en Tijuana y buscar trabajo, ahorrar dinero, recuperarse del golpe emocional y volver a intentar cruzar la frontera. Y otros más terminan formando parte de la creciente población de deportados marginados en la pobreza extrema y la anomia social y legislativa (Velasco y Albicker, 2013).

Pueden variar los detalles de sus vidas -los trabajos que tenían en Estados Unidos, las particularidades de sus arrestos, detenciones y deportaciones, las decisiones que toman para sobrevivir su situación-, pero, al final, comparten retos y traumas comunes. ¿Hasta qué punto puede Tijuana responder a sus necesidades?, ¿De qué manera la ciudad cambiará como resultado de su llegada? y ¿Qué papel jugarán los recursos humanos y financieros de San Diego? son otras de las preguntas que enfrentan ambas ciudades fronterizas.

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1Término empleado para referirse a los agentes del ICE.

2Un reporte de la revista Children and Youth Services Review Journal estima que alrededor de 5% de todos los niños reportados a agencias de bienestar infantil de Estados Unidos tiene a un padre o madre indocumentado (Trevizo, 2015); entre los niños clasificados como “hispanos”, la cantidad sube a 19%. Estos datos no incluyen a niños en Foster Care (Trevizo, 2015).

3Aunque no hay datos exactos, los estudios sobre la época confirman que muchas familias regresaron a México para evitar la aprehensión y consecuente deportación.

4De hecho, la mitad de los deportados de San Diego fueron niños (Griswold del Castillo, 2007, p. 96).

5Para descripciones detalladas y comentarios sobre la política y la práctica de la deportación hoy en día, ver Wessler (2011), WRC (2010) y Rabin (2011).

6Los testimonios fueron registrados en dos misiones de Tijuana: la Casa del Migrante y la Casa de la Madre Assunta. Los nombres de las personas han sido cambiados para respetar su privacidad.

7El señalamiento ha resultado en acusaciones que las autoridades se rigen por perfiles raciales, lo cual refleja la continua racialización de la realidad migratoria.

8Esto es resultado de la firma de los acuerdos 287 (g) entre el ICE y cuerpos de policías locales.

9La posibilidad de que esto ocurra es alta. Los agentes del ICE suelen arribar a las casas temprano por la mañana para asegurarse de que encontrarán a las personas de interés.

10También se puede pedir una audiencia para contestar la orden de remoción, pero la persona detenida debe comprobar que tenía autorización para permanecer en el país en el momento de su detención, una opción que pocos tienen.

11El DAPA, que también otorga permiso para trabajar, se introdujo junto con la ampliación del DACA, la acción ejecutiva que protege de la deportación a jóvenes que llegaron a Estados Unidos antes de 2007; en noviembre de 2014, el presidente Barack Obama amplió los parámetros para incluir a aquellos que ingresaron antes del 2010. Ambas acciones siguen obstaculizadas en la corte.

Recibido: 25 de Mayo de 2016; Aprobado: 10 de Octubre de 2016

Olivia Ruiz Marrujo. Mexicana. Es profesora-investigadora del Departamento de Estudios Culturales en El Colegio de la Frontera Norte. Se especializa en migración, riesgo y fronteras comparadas. Es autora de los artículos: ¿Menores o migrantes? Riesgo y vulnerabilidad en la migración de menores no acompañados indocumentados a Estados Unidos. En Ó. Misael Hernández (2015, en publicación), Riesgos en la migración de menores mexicanos y centroamericanos a Estados Unidos; y La expulsión de migrantes menores no-acompañados: los casos de Escondido y Murrieta, California. En González (2015, en publicación). Guadalajara, Jalisco: ITESO.

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