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Culturales

versión On-line ISSN 2448-539Xversión impresa ISSN 1870-1191

Culturales vol.5 no.9 Mexicali ene./jun. 2009

 

Artículos

 

Neófitos y soldados misionales. Identidades históricas en la región de la Frontera de la Baja California, 1769-1834

 

Mario Alberto Magaña Mancillas

 

Universidad Autónoma de Baja California.

 

Fecha de recepción: 4 de noviembre de 2008
Fecha de aceptación: 22 de marzo de 2009

 

Resumen

En el septentrión peninsular entre 1769 y 1834, tanto los indios congregados como los militares y sus familias fueron articulando una estrecha relación, siempre con la intermediación sociocultural de los misioneros. Pero al ir disminuyendo los religiosos en la región, los vínculos entre indios y soldados se fueron estrechando y ello generó particularidades en ambos grupos demográficos e identidades colectivas. No obstante, siempre se mantuvo una diferenciación entre ambos que muchas veces no era tan marcada, como ellos mismos lo percibían, a los ojos de los externos. Este ensayo busca realizar un acercamiento al estudio de las identidades históricas en grupos sociales del pasado, por medio del análisis histórico y la utilización del concepto de las identidades colectivas planteado por Gilberto Giménez.

Palabras clave: identidades históricas, identidades colectivas, historia regional, poblamiento colonial.

 

Abstract

In the north of the peninsula between 1769 and 1834, the Mission Indians as both the military and their families were articulating a close relationship, with the socio-cultural intermediation of the missionaries. But to be diminishing the religious in the region, the linkages between Indians and Soldiers went closer, resulting in both specific demographic groups and collective identities. However, they always maintained a distinction between them often was not as marked as they perceived in the eyes of outsiders. This essay seeks to make a closer study of historical identities in social groups of the past, through historical analysis and the use of the concept of collective identities raised by Gilberto Giménez.

Keywords: historical identities, collective identities, regional history, colonial peopling.

 

Introducción1

En este ensayo se busca aportar elementos para fortalecer la propuesta de que algunas características de la actual sociedad bajacaliforniana, considerada como "fronteriza" y por tanto relacionada con el expansionismo estadunidense del siglo veinte, proceden de las identidades colectivas forjadas y desarrolladas en otros momentos históricos y con influencia de la expansión colonial novohispana y mexicana, por grupos sociales como los soldados y sus descendientes, los rancheros y ganaderos, y colonos en los siglos dieciocho y diecinueve, así como de los indios que habitaban estas regiones. Identidades colectivas que respondieron a ciertas circunstancias históricas y demográficas, y que al conocerlas ayudarán a comprender mejor la construcción de las identidades contemporáneas frente a espacios de interrelación vertiginosa como el inicio del siglo veintiuno.

La propuesta de las identidades históricas es un concepto instrumental que se desarrolló para un proyecto de tesis doctoral (Magaña, 2009:36-42), que se sintetiza en este trabajo, y que se elaboró con base en el concepto de las identidades colectivas, que a su vez se estructuró a partir de la definición y estudio de las identidades individuales. Es de señalar que aunque los términos "identidad individual", "identidad social" o "identidad cultural" se manejan como sinónimos, para este estudio se usará el de "identidad cultural" para referirnos a las identidades individuales. Como se observará, en el desarrollo del artículo se han privilegiado las definiciones planteadas por Gilberto Giménez, sin que por ello implique desconocer las discusiones sobre estos temas que se desarrollan en las ciencias sociales, sino que se busca hacer operacional su definición, más que reflejar la amplísima gama de posturas sobre el tema de las identidades.

Según el autor citado, la identidad cultural se puede entender como

el conjunto de repertorios culturales interiorizados (representaciones, valores, símbolos, etc.) mediante los cuales los actores sociales (individuales o colectivos) demarcan simbólicamente sus fronteras y se distinguen de los demás actores en una situación determinada, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados (Giménez, 2002:37).

Pero además, como apunta una historiadora colonialista, con "la idea de que la identidad se forma y transforma en un empeño de los sujetos sociales por resistir y adaptar sus situaciones sociohistóricas específicas a partir de estrategias políticas, socioeconómicas y, sin duda, personales" (Sheridan, 2004:448).

Aunque el estudio de las identidades culturales resulta muy interesante, por el hecho de estar referido a individuos concretos su análisis nos llevaría a alejarnos de nuestro objetivo de comprender el fenómeno del poblamiento colonial y regional, pero sobre todo de sus repercusiones en los grupos sociales en un periodo determinado. Es por ello que se considera importante centrar este estudio en el manejo instrumental de las identidades colectivas, las cuales se definirían como

la (auto y hetero) percepción colectiva de un "nosotros" relativamente homogéneos y estabilizados en el tiempo (in-group), por oposición a "los otros" (out-group), en función del (auto y hetero) reconocimiento de caracteres, marcas y rasgos compartidos (que funcionan también como signos o emblemas), así como de una memoria colectiva común (Giménez, 2005:90; Giménez, 2004:91-94).

Pero, ¿cuál es el elemento diferenciador entre las identidades colectivas y las identidades históricas? Lo que se busca plantear es no sólo que las identidades corresponden a un momento histórico determinado y que están condicionadas por el devenir histórico (Giménez, 2005:92, 95), sino también que las identidades históricas se pueden plantear como un concepto instrumental de análisis o como categorías analíticas que nos ayudarían a acercarnos a la historia de las identidades, bajo el supuesto de que en ciertos momentos históricos y demográficos se pueden aglutinar grupos con algunos elementos de identidad colectiva que corresponden a esos periodos y poblamientos y no a otros: la existencia de un "nosotros" (soldados misionales) frente a los "otros" (indios neófitos), en el devenir histórico y demográfico del poblamiento colonial en la región de la Frontera de la Baja California entre 1769 y 1834.

Pero además, con la propuesta de las identidades históricas no sólo se busca incorporar el devenir histórico como elemento de explicación de las identidades colectivas en un momento y espacio históricamente determinado, sino también reconocer que en ese tiempo y territorio pudieron existir grupos con elementos de identidad comunes que en otro momento histórico ya no se encuentran o quedaron supeditados a otros grupos sociales dominantes tanto cultural como demográficamente hablando. En síntesis, la propuesta es que a cada momento y espacio histórico y demográfico le corresponde un poblamiento específico, así como la presencia de algunos elementos colectivos de identidad propios que podrán sobrevivir en otros periodos en algunas prácticas culturales o formas de habitar sus territorios, pero de manera marginal e ignorada por su entorno social (Magaña, 2009:481-492).

No se puede eludir la interrogante de ¿cómo se hace para rescatar esos elementos de identidad de los documentos históricos? Como señala Giménez, "todo individuo percibe, piensa y se expresa en los términos que le proporciona su cultura; toda experiencia individual, por más desviante que parezca, está modelada por la sociedad y constituye un testimonio sobre esa sociedad" (Giménez, 2005:101). Por lo tanto, los documentos son fuentes de esas culturas, así como de las identidades históricas que se construyeron en ese periodo y área de estudio. Indudablemente, como se señaló siguiendo a Guy Rozat (Rozat, 1995; Rozat, 2002), la información proporcionada sobre los indios en ese momento histórico se encuentra inmersa en una ideología occidental en cuyo contexto son "descritos", por lo que es importante buscar estrategias y recursos que permitan ampliar las formas de acercarse a los documentos ya conocidos (Rodríguez Tomp, 2006:10). Se coincide con Rosa Elba Rodríguez Tomp, y así se desarrolla en este ensayo, cuando plantea que

[...] la cultura como sistema compartido de pautas de significado es también un sistema que comunica; la misma interconexión compleja de los acontecimientos culturales trasmite información a quienes participan en estos acontecimientos [...] La dificultad de aceptar los discursos elaborados a raíz del encuentro interétnico estriba en que uno tiene que hacer una doble interpretación de los significados que para los involucrados tuvieron las acciones comunicativas mutuas, y de ese contexto, extraer aquellas que son significativas para el propio análisis (2006:164-165).

 

El contexto histórico

Entre 1769 y 1834, como parte de la expansión novohispana encabezada por el gobernador Gaspar de Portolá y fray Junípero Serra se realizó la colonización del norte de la Baja California. En 1769 se fundaron las tres congregaciones que delinearon lo que poco después se conocería como la Región de las Fronteras o la Frontera: al sur, el pueblo de misión de San Fernando de Velicatá, y al norte, el presidio y pueblo de misión de San Diego. Al principio, ese "país intermedio", como lo llamó fray Francisco Palou (1994:166), sólo estaba poblado por indios, que fueron denominados "gentiles" por los misioneros y militares, a quienes aquellos atacaban cuando éstos se trasladaban de norte a sur, o viceversa. No obstante, en el bienio 1772-1773 la situación de la incipiente región histórica cambió por la decisión de los franciscanos de ceder parte de su asignación temporal y espiritual a la orden de predicadores o religiosos dominicos. Hacia el año de 1774, fray Vicente de Mora, primer padre presidente dominico, inició el recorrido por la región de la Frontera a partir del sitio de Velicatá, buscando lugares adecuados para nuevos establecimientos. Así fueron fundados el pueblo de misión de Nuestra Señora del Santísimo Rosario en 1774 y el de Santo Domingo, en 1775. En 1780 se fundaría el de San Vicente Ferrer, al norte del segunda. También en ese año se hizo el intento de establecer pueblos de colonos con misioneros en las confluencias de los ríos Gila y Colorado, que fueron arrasadas hacia 1781 por los indios de la zona. Para 1787 fue establecido el pueblo de misión de San Miguel Arcángel, ya en la zona establecida como lindero de las zonas de administración religiosa entre franciscanos y dominicos. Pero fue hasta 1791 cuando se logró establecer el quinto pueblo de misión entre San Fernando de Velicatá y San Diego (como lo había ordenado el rey desde 1767-1768), con la fundación de Santo Tomás de Aquino. Como señalara Peveril Meigs: "Con esta misión, la línea protegida de comunicación entre la Antigua y la Nueva California, que se había previsto durante más de veinte años, quedó por fin cumplida de hecho" (1994:74).

Con relación a las congregaciones misionales de San Pedro Mártir (1794) y Santa Catalina (1797) (esta última en el paso natural entre las sierras de Juárez y San Pedro Mártir, hacia el delta y desierto del Colorado), fueron avances encaminados a cubrir los territorios de los indios gentiles, pero también a crear una medida defensiva contra los indios del Colorado o "yumas", que siempre mantuvieron amenazada a la Región de Fronteras o la Frontera. Por su parte, las misiones de El Descanso (1817) y Nuestra Señora de Guadalupe del Norte (1834) respondieron a circunstancias de decisiones específicas del misionero de San Miguel Arcángel, la primera, y del padre presidente fray Rafael Caballero la segunda, ya que esta última tuvo funciones más de centro de la administración del ganado misional, que para esas épocas pastaba en los valles de San Rafael y de La Trinidad, que de una "misión" que buscaba concentrar, hacer sedentarios, evangelizar y castellanizar a los indios circunvecinos (véase el cuadro I).

Al mismo tiempo del proceso de establecimiento de fundaciones misionales a cargo de los dominicos, se fue constituyendo en la misma región una institución que en apariencia se ha catalogado como informal, pero su estudio puntual nos lleva a la hipótesis de que, más que un sistema de misiones en las Fronteras del norte de la Baja California, debemos hablar de la comandancia militar de las Fronteras y de su protección a los pueblos de misión por medio de sus escoltas, y más aún cuando se analizan las plantas arquitectónicas de las cabezas misionales y éstas responden mucho más a la influencia de una arquitectura de presidio que a las misiones evangelizadoras con capillas abiertas (Magaña, 2009:237-254).

Entre 1769 y 1834 se sucedieron diferentes autoridades militares regionales, siempre supeditadas al presidio de Loreto, pero al principio posiblemente fueron oficiales a cargo de las escoltas misionales que fueron creciendo en la medida en que había elementos suficientes para conformarlas en cada una de las congregaciones, como fue el caso de José Velázquez. Pero a partir de 1787 se cuenta con documentación que señala que José Francisco de Ortega se desempeñaba como comandante militar de las Fronteras y que el puesto se lo transfirió a Diego González en ese año. En 1797, es decir diez años después, el puesto lo ocupaba Ildefonso Bernal, quien se lo entregó a Jacinto Amador y éste, a su vez, a José Manuel Ruiz, quien lo desempeñó hasta 1822 (León Velazco, 2002:156; Martínez, 2001:75). Se ha podido reconstruir que a Ruiz le sucedieron los sargentos o alférez José Ignacio Arce, José María Ramírez y José Estanislao Armenta. Junto con la lenta conformación de este aparato administrativo militar se fue constituyendo un conglomerado social cada vez mayor de oficiales y tropas que conformaban el resguardo y custodia de las congregaciones misionales y de las rutas de comunicación terrestre y marítimas de la Frontera, desde una docena de elementos hasta medio centenar en algunos momentos del siglo diecinueve, además de las familias que los acompañaban.

Es por ello que en esos pueblos de misión en la región de la Frontera, establecidos entre 1769 y 1834, se dio una interacción sociocultural intensa y dinámica entre los indios, los misioneros y los soldados, así como con elementos poco recordados y por tanto poco estudiados como fueron los familiares de los soldados, así como los mayordomos y sirvientes misionales, que esperamos en otro momento poder abordar. Y que en algunos casos fueron interactuando con los oficiales y soldados, excluyendo a los misioneros respectivos, como lo muestra el exhorto de Diego de Borica en 1799:

Para evitar varios inconvenientes que se han tocado con motivo de haber tenido la tropa y [los] vecinos tratos y contratos con los mayordomos de las misiones he resuelto que en lo sucesivo no los tengan sin que preceda consentimiento de los respectivos padres ministros como tutores y curadores de los indios cuyos bienes administran. De proceder en contrario se castigará a los transgresores según las circunstancias de la falta (AHPLM, Colonia-Política, leg. 4, doc. 366).

 

Un estudio de caso

En general, en el periodo de estudio, especialmente entre 1774 y 1808, se dio el principal impulso a los trabajos de captación, sedentarización, asimilación, evangelización y sometimiento entre los soldados y los misioneros, por una parte, y los indios, por la otra. Lo que ha dejado algunas evidencias o indicios que se pueden seguir en algunos expedientes de las actividades de todos ellos en las congregaciones misionales del área de estudio en ese periodo histórico, como el referido a la muerte de fray Eudaldo Surroca, misionero asignado a Santo Tomás y asesinado en 1803 por indios neófitos de la misma misión, es decir, sus "hijos" espirituales (Magaña, 2005:527-540; Bernabéu, 1994:169-180). Este misionero había ingresado a la península en 1799, y fue el último y único de los misioneros dominicos en entrar en el siglo dieciocho; los restantes llegaron desde 1804-1806 (Nieser, 1998:73-74, 90-91; Álvarez, 1989:193-194; Weber, 1968:65).

Pero antes de aventurarnos en el análisis del caso, es de recordar una de las citas más utilizadas de fray Luis Sales, religioso que estuvo en la península, especialmente en la Frontera, y que fundó el pueblo de misión de San Miguel Arcángel, y que se ha tomado como una síntesis "objetiva" de la vida en estas congregaciones dominicas a fines del siglo dieciocho:

Cada una de las misiones debe contemplar vuestra merced como una pequeña, pero ordenada república. El misionero es el padre, la madre, el criado, el juez, el abogado, el médico y cuantas castas de artesanos hay en el pueblo. Nada se emprende, nada se determina, que no sea según la dirección del misionero. [...] Nadie sale a parte alguna, aun a beber agua, que no sea con el permiso del misionero (Sales, 2003:137).

Pero como señala un estudioso del discurso de los misioneros en el septentrión novohispano, "Esta verdad histórica de los demás no puede escapar al control absoluto de la lógica de sus orígenes y, aunque pretende basar su verdad en fuentes primarias, testimonios verídicos, la lógica que los organiza, por más racional que sea, será siempre una producción imaginaria occidental" (Rozat, 2002:14). Es decir, estamos ante el testimonio de un religioso que desde su visión sociocultural y teológica observa a los "otros", y por tanto el testimonio que realiza corresponde a su imaginario y no a una descripción etnográfica del indígena e incluso de la sociedad misional en su conjunto, incluyendo a los soldados misionales como grupo socioétnico y demográfico.

Por otra parte, se cuenta con el testimonio del cabo Francisco Alvarado, que por su rango era el responsable de la escolta asignada a esa misión, y quien informó que "al salir el sol fui a despertar al padre Eudaldo Surroca y lo encontré muerto en la cama, con las manos cruzadas, boca abajo y golpeado contra la pared. Se conoce que con las ansias de la muerte se golpeó, no he hecho más que voltearlo boca arriba y así se estará hasta que Vuestra Merced lo vea" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 3-4). Así, el 17 de marzo de 1803 se inició un prolongado juicio contra Bárbara Gandiaga, Lázaro Rosales y Alejandro de la Cruz, entre otros, por el presunto asesinato de fray Eudaldo Surroca, y que muestra de entrada una contradicción bajo el esquema de la utopía misional planteada por fray Luis Sales (primera cita), pero sobre todo con la hipótesis académica de las misiones como sistemas de dominación opresivos y efectivos, que se fue construyendo en la academia con base en los testimonios liberales decimonónicos, principalmente de Manuel Clemente Rojo (1958, 1972, 1987, 1996 y 2000), y cuya influencia se percibe en los trabajos de Adrián Valadés (1974) y Pablo L. Martínez (2003).

Uno de los aspectos que más llaman la atención de la información que se puede rescatar del caso del asesinato del religioso es que durante la noche se realizaron una serie de excursiones dentro del pueblo de misión y hacia la ranchería adjunta, para y desde la habitación del misionero, sin que los dos soldados escoltas del misionero se percataran de nada. Lo que nos muestra que esta imagen de las comunidades misionales completamente bajo la vigilancia y control del misionero es sólo eso, una idea de propaganda de los propios religiosos.

Resulta que la noche del 16 de marzo entraron a la casa del misionero los citados, siendo Lázaro el primero que intentó agarrar al dominico, quien supuestamente dormía de manera plácida, y luego de un breve enfrentamiento lo pudieron sujetar con la ayuda de Alejandro, quien puso un pie en el cuello del caído, y de Bárbara, según los dos primeros, pero ella siempre negó haber participado de manera directa. La causa de la muerte del religioso fue por asfixia, debido a la presión que ejerció Alejandro sobre el "pescuezo" del religioso. Después de haber asesinado al misionero, tuvieron la idea de limpiarle la cara, cambiarle la camisa y acostarlo hacia la pared para que "no conocieran lo que habían hecho", es decir, que pareciera una muerte natural, como fue la impresión que tuvo el cabo Francisco Alvarado, quien así lo reportó al día siguiente, como se relató antes.

Los problemas para estos indios empezaron cuando el alférez José Manuel Ruiz tuvo sospechas desde que vio el cadáver del religioso y que el paje Carlos Aparicio, indio de cerca de ocho años, le señaló "que muy noche entró Lázaro a donde estaba durmiendo y sacándolo de la mano lo llevó a la ranchería, y al salir de la puerta vio otro bulto que le pareció Alejandro" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 5). Aquí se plantea una de las grandes interrogantes del expediente: al parecer, el alférez recabó mucha información de manera verbal, sobre todo a través del cabo Alvarado, pero, por ejemplo, éste nunca rindió su testimonio de manera formal. Es de señalar que todo el aparato judicial del territorio recaía en los soldados, especialmente en el oficial a cargo de la comandancia militar de la Frontera de la Baja California, como en ese momento lo era Ruiz, ya que había asumido el puesto en 1797.

En general, queda la sensación de que las autoridades militares sabían más de lo que el expediente llega a compilar, sobre todo en los primeros interrogatorios. Pero, además, se percibe cómo el alférez privilegió los testimonios en un orden que llevaran a la presentación de Bárbara Gandiaga hacia lo que hoy se denominaría como la "autora intelectual". Delito que se puede establecer como viable, pero también es muy probable que fuera un reflejo de las idiosincrasia e identidades de género imperantes entre estos soldados misionales, la gran mayoría mestizos del noroeste novohispano, ya que a pesar de que Lázaro y Alejandro reconocen que son los que sujetan al padre, lo golpean y lo asfixian, la conclusión de los fiscales novohispanos será lapidaria contra Bárbara Gandiaga, catalogándola de una "mujer de una perversidad consumada", según el auditor de guerra Joaquín Mosquera desde la ciudad de México, el 5 de abril de 1804 (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 82-83).

Los tres acusados principales eran indios neófitos de las congregaciones misionales de Santo Tomás y de San Fernando de Velicatá, esta última para el caso de Bárbara Gandiaga. Tomando en cuenta que San Fernando se fundó en 1769 con un número significativo de neófitos de la antigua misión jesuita de Santa María de los Ángeles, a su vez establecida en 1766, se puede plantear que Bárbara procediera de esos indios de misiones más viejas, de donde se sacaron familias y solteros para fundar las nuevas congregaciones misionales dominicas, trasladando a familias de cazadores-recolectores del desierto central dentro de espacios de usufructo de grupos indígenas de otros grupos socioétnicos no necesariamente relacionados.

También es de señalar que aunque Bárbara nunca refiere algún oficio, Alejandro de la Cruz la clasificó como "cristiana vieja"; José Joaquín de Arrillaga, en dos cartas de noviembre de 1803, como "india castellana", o Lázaro Rosales y el propio Alejandro de la Cruz, como "maestra castellana" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 26, 43-45, 62-63, 46, 55). Es de precisar que la expresión "maestra castellana" parece ser más bien una interpretación del teniente José Pérez Fernández, fiscal de la causa en Loreto, que una expresión directa de Lázaro o de Alejandro, y que tal vez deba traducirse o entenderse como que Bárbara ayudaba a traducir y tal vez a catequizar a las niñas y mujeres de la misión. Aquí es de recordar que los testimonios no son escritos directos de los indios, ni mucho menos versiones estenográficas de los interrogatorios, como las confunde David Zárate cuando señala que "Ruiz no la interrumpió [a Bárbara] en ningún momento" (Zárate, 1995:46).

Según el expediente, Bárbara tenía una edad de 38 años para 1803; Lázaro 18 años y "como diez años de cristiano", y Alejandro tenía 32 años y "como doce de cristiano". Gandiaga era la única de todos los testigos que no expresa cuántos años tenía de cristiana, ni el interrogador le cuestiona este aspecto, y sí a los demás, lo que nos refuerza la idea de que era india neófita desde su infancia o cristiana vieja. Aunque para los soldados misionales de esta época este dato al parecer no significaba gran cosa, cuando por ejemplo Miguel María Gastélum, defensor de un indio, expresó en 1813 "que los indios de este país, aunque su nacimiento sea de padres cristianos, como viven y moran entre los gentiles que son tantos los que sin cuidar estas misiones fronteras, más bien abrazan las costumbres gentílicas que las nuestras. Por esta razón no salen de su ignorancia" (citado por Martínez, 2001:102).

Si es precisa la edad de Bárbara en el juicio de 1803, resultaría que nació alrededor de 1765. Lo interesante es que la misión de San Fernando se fundó en 1769, con fray Junípero Serra a la cabeza. Sin embargo, una buena parte de los indios fundadores procedían de la misión de Santa María de los Ángeles, fundación jesuita de 1767, como ya se señaló (Vernon, 2002:181194). Aunque el hecho de que utilizara el apellido Gandiaga, que posiblemente procede del misionero dominico fray Pedro Gandiaga, quien recibiera la misión de San Fernando en el traspaso franciscano-dominico de 1773 (Coronado, 1994:237), nos refuerza la idea de que era cristiana vieja de dicha congregación, ya que la apropiación de un apellido hispano fue un fenómeno relacionado con la edad adulta de los individuos y el desarrollo de la sociedad misional regional, por lo que aparentemente fue realizado por iniciativa de los propios indios neófitos, obviamente con la aprobación de los misioneros, y no como lo han expresado algunos historiadores de que fueron los misioneros los que "pusieron nombres y apellidos a los recién bautizados [y mucho menos que esto fue] lo que los convirtió en gente de razón" (Martínez, 2001:53).

En general, el promedio de edad de los testigos y acusados en el caso del asesinato del dominico es de 25 años y se muestra una fuerte relación de los testigos con el proceso misional posterior a la expulsión de los jesuitas (ver el cuadro II), pero sobre todo al periodo entre la fundación de San Vicente Ferrer (1780) y la de Santo Tomás (1791), destacando que todos, salvo Santiago Carrillo, fueron entrevistados sin el auxilio de intérpretes y todos conocedores de los valores básicos de la religión católica, es decir, el jurar, el pecado y el alma. Pero, además, tenemos ejemplos de que los indios neófitos también comprendieron algunas de las tradiciones más antiguas de la cultura hispana, como el asilo; tal fue el caso de un indio en 1809, cuando el alférez señaló "quedo impuesto [...] en que inmediatamente debo tomar providencia para extraer de la iglesia al indio Ignacio María, natural de la misión del Rosario, el que se haya refugiado en la iglesia de la misma misión por haber dado muerte violenta al indio Juan Antonio Quijada, y que debo usar y practicar de aquellos medios y formalidades que la ordenanza previene para extraer a los reos que se refugian en sagrado, lo cual verificaré" (AHPLM, Colonia-Jurídico, leg. 13, doc. 75).

Lo que nos lleva a plantear que todos los indios participantes en el caso de la muerte de Surroca pueden ser considerados como neófitos, es decir, que habían pasado el suficiente tiempo y desde corta edad en el entorno misional como para que perdieran sus referentes y conexiones con el mundo de la cultura nómada estacional que mantenían sus parientes gentiles en los entornos mediatos de la misión. Esto se refuerza con el hecho de que Santiago Carrillo, el único que no hablaba español, de 53 años y que no sabía cuántos años tenía de cristiano, para abril de 1805 se le reporta como que "anda escondido por los montes" por parte del alférez Ruiz (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 124). Pero, en cambio, Alejandro de la Cruz, quien huyó hacia el monte, cuando fueron aprendidos Lázaro y otros, en un primer arresto masivo por parte de Ruiz, y como él mismo relata: "Preguntado ¿dónde se huyó?, dijo que por La Grulla, que habiendo llegado a una ranchería de gentiles lo trajeron éstos para la misión, y habiendo encontrado en una cañada a cuatro cristianos que los buscaban, lo amarraron éstos y llevaron preso a la guardia de su misión de Santo Tomás" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 59). Alejandro tenía una edad de 32 años de edad y diez de cristiano, es decir, desde la fundación de Santo Tomás, cuando tenía 22. Parecería que a mayor integración en la comunidad misional, menor capacidad de aprovechar las zonas de refugio que los grupos de indios de cazadores-recolectores podían proporcionar. Es por esto que Santiago encontró refugio entre los gentiles; no así Alejandro, que incluso fue encaminado de regreso y entregado a algunos indios neófitos utilizados por los propios soldados para buscarlo. Esta situación también se presentaba en la Alta California. Por ejemplo:

[...] el día 22 de [junio de 1824] llegó el correo y supe por él que las misiones sublevadas de la parte de arriba se hallaban pacíficas, a causa de que los indios dichos sublevados no hallaban asilo entre la gentilidad, escribió el principal cabeza de ellos al presidente implorando el perdón; y junto el presidente con el capitán don Pablo de la Portilla llegaron al paraje donde se hallaban arranchados, luego se presentaron todos entregando la mayor parte del robo; el padre presidente en beneficio dese mejor tensión cantó una misa con la mayor solemnidad" (AD-IIH, AHPLM, leg. 16, doc. 392. Énfasis añadido).

Es interesante señalar que hay muy pocas referencias a los indios gentiles en el expediente, y según los testimonios recabados, se observa una distancia entre los indios neófitos y los gentiles. Por ejemplo, Bárbara señaló en una adición a su interrogatorio, con relación a algunos artículos sustraídos de la casa del misionero: "Que la ropa que había cogido se la dio a la mujer de Santiago Carrillo, y que le dijo hiciera lo que quisiera con ella, que la quemara o la diera a los gentiles" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 38). En general, se alcanza a percibir una separación entre los indios gentiles y los indios neófitos, relacionada con las estrategias de supervivencia que los empezaron a diferenciar entre ellos; pero es de remarcar que para los soldados y misioneros todos eran "indios" a fin de cuentas.

Pero también surge una de las interrogantes en todos los estudios misionales bajacalifornianos: ¿y los soldados escoltas? Uno de los agravantes contra Bárbara es que, mientras Lázaro y Alejandro sometían y mataban al padre, ella cerró una ventana que daba hacia la guardia de la misión para que ésta no escuchara nada. Por lo menos, se conoce que esa noche estaban en las instalaciones de la escolta el cabo Francisco Alvarado y el soldado Cipriano. Sobre las asignaciones militares a esa misión, se encontró que en 1797 se reportó una escolta de 12 hombres y en 1798 era cinco (AHPLM, Colonia, leg. 3, doc. 300; AHPLM, Colonia, leg. 4, doc. 342). Al parecer, para 1803 estaban esos dos soldados o algunos más, pero asignados a tareas fuera de la cabecera misional. No obstante, todo indica que ellos no oyeron nada, y por ello, se reitera, el cabo pensó que el propio padre se había golpeado por "las ansias de la muerte", y por tanto supuso una defunción por causas naturales. Sin embargo, cuando se interrogó a un presunto cómplice, indio de la misión, señaló que "estaba durmiendo en su casa y antes de amanecer oyó ruidos de gente que andaba, y salió afuera y vio a Lázaro y a Alejandro parados, y que le dijo Lázaro 'ya me pillaste, andamos mal'. Que le preguntó '¿qué has hecho, pues?', y le respondió 'matamos al padre', que le volvió a preguntar '¿por qué lo mataron?', y le respondió 'porque Bárbara me mandó', y dándole dos pesos y un belduque se fueron Lázaro y Alejandro para la casa de Bárbara" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 73).

Nada vieron ni escucharon los soldados de la escolta del misionero: ni la salida de Lázaro con el paje; ni la salida de Bárbara de su casa acompañada de su marido o de Lázaro; ni la llegada desde la milpa de Alejandro y su encuentro con los otros cómplices; ni la reunión en las afueras de las habitaciones del padre; ni la salida de Juan Miguel Carrillo de ahí y la persecución de Bárbara de su marido; ni el forcejeo del asesinato del padre; ni el regreso de Lázaro y Alejandro para lavar la cara, cambiar la camisa y acomodar el cuerpo del padre; ni la nueva vuelta de éstos, vía la casa de Melchor, a la de Bárbara, o el retorno del paje a las habitaciones del padre al alba. Todos esos movimientos se realizaron durante la noche por indios neófitos supuestamente bajo la férrea supervisión de la tropa.

Pero el hecho de que nadie asentara la posible responsabilidad de los soldados en el extenso expediente, o el que se hubiera violado alguna disposición reglamentaria, muestran que el andar por la noche de manera libre por la congregación misional, tanto en su núcleo constructivo como en su entorno inmediato, donde estaban las casas de las familias de los indios de la misión, era práctica común, como bien lo señaló Juan Miguel Carrillo: "que esa noche que mataron al padre, ya muy a deshora fue Lázaro a su casa, y convidó a su mujer Bárbara para jugar cañuela, y que habiéndose ido no volvió ésta hasta la madrugada, que a él no le hizo fuerza porque lo tenía de costumbre" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 13).

Aquí es de señalar que la historiografía contemporánea ha mantenido la idea generalizada del cruel y salvaje maltrato de los religiosos dominicos sobre los indios, que es de suponer que ejercían por medio de los soldados, aunque los historiadores, indignados, no lo especifican, como el siguiente ejemplo

En el año de 1803 murieron en Santo Tomás de Aquino los misioneros Miguel López y Eudaldo Surroca. El primero falleció el 13 de enero y el segundo el 19 de mayo [en realidad el 16]. En ambos casos se creyó al principio que el deceso había sido natural, pues los cadáveres fueron encontrados en la cama; pero después se descubrió que los indios del servicio los habían envenenado [sic] en venganza de los malos tratos que recibían. Esto, como se ve, comprueba los cargos que se hacen a los dominicos de usar extremado rigorismo con los naturales del norte (Martínez, 2003:391).

Con relación a los motivos del asesinato, tanto Lázaro como Alejandro señalan que no los tenían, pero que Bárbara sí y por ello les había ordenado realizarlo. El primero atestiguó "que Bárbara les mandó que lo mataran para que viniera otro padre mejor, y volverían a vivir lo mismo que estaban antes", pero además "que el difunto padre regalaba a las cantoras cuando acababan de cantar, y siendo ella la que andaba con las llaves en la casa del padre le había dado una pela, y la despachó a la ranchería con la gente a comer en el caso, lo mismo que todos, y porque le daba que hacer en su casa se enfadó" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 19-20. Énfasis añadido). Por su parte, Alejandro declaró que "Bárbara le mandó porque [el padre] la había echado fuera de la casa" y "que Bárbara dijo lo mataran para que viniera otro padre, que los cuidara y les diera de comer, que tenían hambre" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 20-23).

Por su parte, en su primer interrogatorio Bárbara dejó asentado que "¿si tenía algún enojo con el padre? Dijo que no tenía ninguno" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 24), y en un cuestionamiento posterior dio una respuesta aparentemente más precisa: "Preguntada ¿cuántas ocasiones tuvo intención de matar a su padre ministro?, dijo que ella nunca ha tenido intención de matar a su padre ministro, pues sin embargo que la había castigado, y la había echado fuera de la casa, nunca tuvo tal intención" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 68). Es decir, parece claro que el motivo planteado por Lázaro y Alejandro sí existía. Además, es de recordar que la noche del asesinato Bárbara estaba en su casa, con su marido, en las habitaciones de los indios neófitos de la misión; es decir, no en el núcleo habitacional de la misión, sino en la denominada ranchería de la misión. Esto orientaría las causas del asesinato a una lucha interna de poder entre los indios neófitos, especialmente los cercanos a los misioneros, o sea, el ama de llaves, el cocinero, el regador y las cantoras, los cuales buscaban controlar los recursos de la misión (alimentos y artículos básicos) para beneficio de un grupo específico, vinculado por relaciones familiares y de amistad, entre los habitantes permanentes del núcleo misional.

Es necesario dejar claro que en todo el expediente no existen reivindicaciones de tipo cultural indígena, ataques a la religión católica o a las autoridades militares, e incluso desobediencia a los misioneros, ya que resulta paradójico que Lázaro, ante la pregunta del fiscal de qué había hecho después de matar a fray Eudaldo Surroca, indicó que fue "a espantar con cámaras las liebres en la milpa del frijol, como le tenía mandado el padre" (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 51).

Ahora bien, en este estudio de caso se puede identificar a las dos identidades históricas que planteamos en el título del trabajo, es decir, a los neófitos y a los soldados misionales. Los primeros no dejaron de ser "indios" desde la perspectiva de los soldados y autoridades novohispanas, pero incluso entre los neófitos y los gentiles se encontraban mayores afinidades que con los grupos sociales hispánicos, como los soldados misionales, la gran mayoría de ellos mestizos nacidos en la Antigua California o en el noroeste novohispano antes de 1767. Incluso en fechas como 1817 y con una caída demográfica de la población indígena, el alférez José Manuel Ruiz mantenía una distancia temerosa con respecto a todos los "indios" de la región:

Toda la cordillera de la sierra, desde enfrente del Rosario hasta San Miguel, tengo lleno de indios ladrones, así cristianos como gentiles, mucho daño nos han hecho y nos hacen en el ganado, y en la caballada, y quiero ver si en el próximo verano puedo remediar alguna cosa, pero me es preciso decir a usted que desde la misión de San Fernando hasta la de San Miguel no tengo más de 44 hombres (AHPLM, Colonia, leg. 7, doc. 660. Énfasis añadido).

Se estima que la población indígena en las regiones de la Frontera y de San Diego era de aproximadamente 1 430 indios en 1817, sin contar con los que habitaban desde las sierras hacia el oriente, el delta y bajo río Colorado, que por lo menos debieron haber sido una cantidad similar si no es que mayor. Nada más como ilustración, es probable que los 44 soldados de las escoltas misionales de la Frontera (desde San Fernando de Velicatá hasta San Miguel Arcángel) estuvieran enfrentándose a un contingente de alrededor de 2 860 indígenas de ambos sexos y diferentes edades. Pero este número de tropa no se puede considerar como el promedio, ya que en 1787 se reportaba que las escoltas se componían de 12 hombres (AHPLM, Colonia, leg. 2, doc. 154), de tan sólo 35 no indígenas, y para ese mismo año se estima una población de alrededor de 2 555 indios para las citadas regiones.

Además de que los soldados misionales de la región de la Frontera tenían su respaldo militar en el presidio de Loreto, a cientos de kilómetros al sur, mientras que con los del presidio de San Diego las relaciones en algunos momentos no fueron las propicias para apoyarlos, como lo señala Ruiz en 1821 con respecto a los indios del Colorado, cuando solicitaba al gobernador de la Baja California que era "necesario que usted me mande gente, pues ya le he dicho que no quiero la gente de San Diego, ni aquel auxilio; usted dirá" (AHPLM, Colonia, leg. 8, doc. 760; Martínez, 2001:93). Pero en fechas posteriores se logró un apoyo decidido desde la comisaría del puerto de San Diego, quien terminó cubriendo las necesidades de alimentos y avituallamiento de la tropa de las escoltas de frontera, tal vez por las instrucciones del jefe político de las Californias, José María de Echeandía, quien buena parte de su gestión (1825-1831) la desempeñó desde San Diego y Santa Bárbara.

Esta dependencia formal del lejano presidio de Loreto, pero con una continua dependencia informal y por tanto discontinua del presidio de San Diego, llevó a los suboficiales y tropa de las Fronteras a constituirse poco a poco en un grupo de solidaridad, que debía enfrentar las carencias, la lejanía y las circunstancias políticas que escapaban de su control, como los diversos acontecimientos ocurridos a partir de 1808. Mientras las comunidades de los pueblos de misión avanzaron entre 1774 y 1797, los soldados estuvieron supeditados a las misiones, pero en el siglo diecinueve la población indígena inició un declive paulatino, así como los religiosos, quienes empezaron a escasear a partir de 1806, siendo que después de esa fecha se cuentan con llegadas de grupos muy pequeños o individuales de dominicos, sobre todo en la década de los veinte del siglo diecinueve. Se considera que estas circunstancias fueron propiciando la constitución de fuertes alianzas entre esos soldados misionales, incluidos sus familias, principalmente mediante el matrimonio entre ellos y las hijas de sus compañeros, pero sobre todo por las uniones entre sus descendientes: único mercado matrimonial ante la ausencia de colonos civiles en ese periodo.

Es por ello que se deben revalorar las expresiones de consternación de los oficiales en turno sobre la situación de las tropas en las escoltas de frontera, como por ejemplo el multicitado Ruiz en 1812:

[...] es tanta la desnudez que les ocurre algunos de los soldados que en la actualidad existen en estas fronteras de mi cargo [y] el invierno tan crudo que se está experimentando que en la escolta de Santa Catalina se le presentaron al sargento dos de ellos pidiendo el relevo de las fatigas del campo por no poder resistir la furia de los fríos por su desnudez, constándome ser cierta esta verdad, y deseoso de socorrer una necesidad igual a la que se presentaba, no tuve más arbitrio que tomar dos únicas sábanas que tenía con lo que les socorrí y continuaron sus fatigas como los demás; pero me quedan otros [ilegible] del mismo modo y para socorrer a éstos no tengo arbitrio, les mandaré (cuando ya no puedan resistirlo) que se mantengan en su guardia, no haya otro medio, ni tengo de que echar mano para darles unos zabones [¿jubones?] y unas frazadillas, gasté unos dineros que yo tenía (AHPLM, Colonia, leg. 6, doc. 572).

Pero también se fue conformando una fuerte relación de amistad y compañerismo entre los soldados misionales (incluidos sus familias y descendientes) que los fue caracterizando como un grupo social con elementos de identidad diferenciados de los "otros", los "indios", ya fuera gentiles o neófitos, y los misioneros, que fueron "desapareciendo" del devenir histórico. Como ejemplo de ese "nosotros" está la solicitud firmada por Estanislao Armenta para obtener una plaza de profesor de enseñanza básica:

[... ] paso en esta a ser a usted presente el empeño que tengo en que los jóvenes de este corto territorio se instruyan en las letras que me es grave dolor que se están criando sin saber quién pueda tomar el empeño de tomar a su cargo este asunto. [...], le suplico a usted se sirva facultar al señor encargado de Justicia para que obligue al vecindario a que contribuyan a su pago mirando que es un bien que nos resulta la cultivación de nuestros hijos, y será una cosa que a todos nos llenará de gusto el ver a nuestros hijos instruidos en las letras (AHPLM, República Centralista, leg. 35, doc. 7155. Énfasis añadido).

Por último, es de señalar la aparente ausencia de los misioneros tanto en el expediente del asesinato de fray Eudaldo Surroca como en el análisis que se ha presentado hasta este momento en este trabajo, y se debe a que se considera que los elementos fundamentales del desarrollo sociocultural, histórico y demográfico de las sociedades que poblaron el área de estudio entre 1769 y 1834 se dieron principalmente entre los grupos de los "indios" (gentiles, neófitos y demás) y los soldados misionales (oficiales, tropa y familiares), siendo que los misioneros fungieron como un tercer grupo mucho más vinculado entre ellos y con el exterior, principalmente con la península ibérica, que con su entorno inmediato. Además, que para 1834 sólo se encontraban tres religiosos para atender todo lo que hoy es el estado de Baja California, y sólo quedó uno en 1840: fray Tomás Mancilla, quien finalmente abandonó la región a inicios de 1851. Más que ser "el padre, la madre, el criado, el juez, el abogado, el médico y cuantas castas de artesanos hay en el pueblo" (Sales, 2003:137), fueron individuos que se podían eliminar "para que viniera otro padre, que los cuidara y les diera de comer", como señalara Alejandro de la Cruz (AD-IIH, Californias, 8.11, f. 20-23).

En general, los religiosos dominicos, como hijos de su tiempo y de un proyecto ibérico sin experiencia del trabajo misional en la Nueva España, como señala David Weber, "tendieron a juzgar a los indios más por su comportamiento que por su pertenencia étnica o de raza. [...] Al comparar a los indios recalcitrantes como niños y monstruos, los misionarios [...] repitieron un discurso que se había aplicado a las clases populares en Europa" (Weber, 2005:97-99). Pero también esta postura la proyectaron sobre los soldados misionales y sus familias, la gran mayoría mestizos nacidos en la Antigua California, por lo menos de segunda generación, o de descendientes de colonos de Sonora y Sinaloa. Es así que todos los documentos oficiales hasta ahora consultados, salvo las cartas de reclutamiento original, muestran siempre una continua indiferencia hacia la colonización de la región de la Frontera. Es posible que esta falta de interés se deba en parte a las circunstancias en que el grupo inicial de religiosos hizo su entrada en la península entre 1772 y 1773, y que el propio fray Francisco Palou percibió en ese conjunto de religiosos que llegó en octubre de 1772, incluido fray Vicente de Mora, y que no quiso recibir las misiones, en medio del conflicto entre Palou y el gobernador Felipe Berri. Conflicto que el primer padre presidente de la Orden de Predicadores heredó y tuvo que enfrentar, a pesar de los llamados desde el convento imperial de Santo Domingo a que "Por las entrañas de Jesucristo procure vuestra paternidad reverenciada no haya en lo venidero los pasados disturbios, que se experimentaron en el gobierno de don Felipe Berri, tan sensibles a la prudente y suave conducta del excelentísimo señor virrey, y los que han traspasado nuestro corazón" (NLB, WBS, exp. 8). A lo que el propio Mora contestó en un tono apremiado y pesimista de "que en mí, ni en mis coadjutores, se ha experimentado hasta ahora algún notable descuido, pues desde que entramos en la península es público y bien notorio a todos sus habitantes la abundancia que siempre ha habido del pan de la divina doctrina; no hay día festivo, aunque sea de trabajo, que no se les predique; y en los domingos y fiestas principales, no sólo por la mañana, sino también por la tarde" (NLB, WBS, exp. 104).

Pero esta falta de estímulo o sentimiento de ser receptores de constante crítica también se observa en algunas de las cartas e informes de los dominicos que se encontraban en la región de la Frontera, fundando y desarrollando pueblos de misión en la frontera de gentilidad de la Antigua California, como es el caso de fray Miguel Hidalgo y fray Pedro Gandiaga desde San Fernando de Velicatá:

[...] ignoramos si en los pasados siglos se ha tributado semejantes epítetos a algún cuerpo de religiosos dominicos y a la verdad, si el haber contribuido con nuestro esmero a la obediencia que han prestado a nuestro católico monarca más de mil y trescientos gentiles suficientemente instruidos en la sujeción y amor que deben tener a un señor que cuanto expende su real magnificencia en estas remotas tierras, es paramente [sic] ordenado a extraerlos de la miserable esclavitud de la infidelidad, es ser traidores al rey, sin duda que lo somos si el declamar contra los escándalos, aun en el seguro concepto de que nos constituimos objetos de la indignación de no pequeña turba de desarreglados (NLB, WBS, exp. 34, f. 1-2).

Es de suponer que los dominicos en la región de la Frontera conformaran un grupo sociocultural separado del de los soldados misionales y de los indios neófitos, pero no necesariamente una identidad histórica. No obstante, su presencia permitió la articulación de esos dos grupos sociodemográficos e identidades colectivas, principalmente por fungir como tutores de los indios neófitos y catecúmenos, y curadores de los bienes misionales. De procedencia ibérica, sin experiencia en misiones en las Amé-ricas y formados en los conventos de las ciudades españolas a mediados del siglo dieciocho, se diferenciaban de los soldados misionales, los cuales eran mestizos del noroeste novohispano, de ascendencia sinaloense en su mayoría, y formados en la Antigua California con una educación heredada de sus propias familias, que aprendieron a su vez de los jesuitas, pero también de los indios de tradición cultural nómada, incluidos los neófitos.

Es así que los soldados misionales y los neófitos, por haber crecido en las zonas desérticas del noroeste novohispano y haber convivido en los pueblos de misión entre 1769 y 1834, se vincularon estrechamente al formarse la sociedad de rancheros e indígenas de mediados del siglo diecinueve. Pero aunque los misioneros, principalmente dominicos, no fueron una identidad histórica, si se convirtieron en parte de los referentes de identidad de los neófitos y de los soldados misionales, incluyendo en ambos a sus familiares, y fueron el elemento para vincularse a un pasado que les era común, la historia de los pueblos de misión en la región de la Frontera de la Baja California entre 1769 y 1834.

 

Conclusión

No se puede dejar de reconocer que las formas de autodefinición tanto de los soldados misionales como de los neófitos no son aparentemente tan contundentes, ya que en ambos casos estarían relacionadas con sus formas de vinculación e integración a los pueblos de misión, tanto como instrumentos de colonización como de evangelización, respectivamente. Sin embargo, como se ha podido exponer con la historia de los acontecimientos relatados, es viable suponer que estamos ante identidades colectivas en formación, y que es posible que debido a las fuentes documentales es que no se cuenta con evidencias directas de formas más elaboradas de percepciones colectivas del "nosotros" o autodefiniciones específicas, como fue para el caso de los frontereños en el siguiente periodo histórico de la región de la Frontera de la Baja California (1835-1870), pero en ambos casos se pueden establecer indicios de elementos de identidad con respecto a los "otros" (los soldados misionales frente al "indio", o los neófitos frente al misionero y los soldados misionales), pero asimismo del "reconocimiento de caracteres, marcas y rasgos compartidos" (Giménez, 2005:90), y es muy posible que también de una memoria colectiva estructurada, por medio de las relaciones familiares y laborales, entre los soldados y sus familias, y entre los indios neófitos, a su pertenencia a las misiones y a la historia de esos pueblos de misión. Como señalara una estudiosa de las identidades étnicas contemporáneas, "Esta historia se entreteje con la construcción de la cultura del mestizo y resulta casi imposible separarla de la historia de los indios; ambas son productos culturales de la sociedad colonial" (Gutiérrez Chong, 2001:63).

 

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Nota

1 Éste es un ensayo de exploración y avance de las investigaciones para la tesis doctoral "Poblamiento e identidades en el área central de las Californias, 1769-1870", que se presentó en febrero de 2009 en el Doctorado en Ciencias Sociales Tutorial de El Colegio de Michoacán.

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