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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.20 no.53 Ciudad de México sep./dic. 2023  Epub 05-Abr-2024

https://doi.org/10.29092/uacm.v20i53.1047 

Artículos

Marcos Arróniz en las letras mexicanas y su lucha contra la sociedad

Marcos Arróniz in mexican letters and his fight against society

Ángel José Fernández* 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana (UV), México. Es Investigador Nacional del SNI nivel II. Correo electrónico: afernandez@uv.mx


Resumen

En este trabajo se desvela la identidad, vida y obra de Marcos Arróniz, poeta mexicano del primer tercio del siglo XIX. Se rastrea su genealogía, su formación y desempeño en el contexto de la vida pública durante el segundo tercio de ese siglo, y se realiza un breve análisis de su poesía, en particular del poema Celos (1852), el más complejo y ambicioso de su obra y uno de los pilares estéticos del romanticismo mexicano.

Palabras clave: Marcos Arróniz; poesía mexicana; romanticismo; liberalismo; conservadurismo

Abstract

This work reveals the identity, life, and work of Marcos Arróniz, a Mexican poet from the first third of the 19th century. His genealogy, his apprenticeship and performance in the context of public life during the second third of that century, are traced, also, a brief analysis of his poetry is made, focusing on his poem Celos (1852), the most complex and ambitious of his works, and one of the aesthetic pillars of Mexican romanticism.

Key words: Marcos Arróniz; mexican poetry; romanticism; liberalism; conservatism

Introducción

Estas páginas tienen el propósito de recordar la presencia de Marcos Arróniz1 en el campo de las letras mexicanas, revisar algunos de los aspectos de su vida y su tiempo, y proporcionar, en apretada síntesis, el contenido, tema y desarrollo de su poema Celos, su apuesta creativa más ambiciosa y su poema de mayor extensión y hondura. No se sabe la fecha de su composición; se publicó en el tercer tomo del Presente Amistoso Dedicado a las Señoritas Mexicanas, impreso en la Ciudad de México por Ignacio Cumplido a finales de 1851, con la fecha al pie “18…” (1852, p. 320-350).

El poeta Marcos Arróniz

El poeta Arróniz fue, como Lord Byron y Garcilaso de la Vega, trovador y hombre de armas. Tuvo -al igual que éstos- corta vida, copiosas aventuras y muchos descalabros; pero, a diferencia del inglés y el toledano, nuestro poeta, tras la desgracia amorosa y la derrota bélica en la Revolución de Ayutla, donde tomó parte en las filas de la reacción, no alcanzó gloria ni con la pluma ni como militar.

A consecuencia de su fracaso amoroso, motivo de gran parte de sus obras, de la pérdida de la guerra civil y de los procesos purgados en distintas cárceles por conspirar contra el Estado, Arróniz perdió la razón poco tiempo antes de morir. Su cuerpo apareció inerte en las cercanías del Agua del Venerable, sitio localizado en el camino entre las ciudades de México y Puebla. La noticia del hallazgo apareció en el suelto “Desgracia”, la víspera de la Noche Buena de 1858: “El joven poeta don Marcos Arróniz ha sido encontrado en el camino de San Martín, asesinado. Los últimos días de su vida fueron muy amargos, así por el estado precario de su fortuna, como por graves padecimientos morales que le atormentaban” (1858-12-23, p. 2). Creo que en aquel tiempo, la locura, en lugar de un padecimiento clínico, estaba catalogada como una enfermedad de carácter moral. La nota agregaba un comentario sobre su persona: “Arróniz era digno de mejor suerte, por su amable trato, por su fina educación y por su talento, de que ha dejado muestras en muy recomendables producciones literarias y poéticas”. El poeta murió acuchillado “en la flor de sus años” (1858-12-23, p. 2).

Marcos Arróniz del Conde fue originario de San Miguel de Allende, Guanajuato, donde nació y fue bautizado el 8 de septiembre de 1826 (Libro de bautismos [años 1821-1829], f. 141r.) Era hijo de español y mexicana. Don José María Antonio Arróniz García Gastón, su padre, fue originario de la villa de Orbiso -Santa Cruz de Campezo, Álava, País Vasco-; y su madre doña María del Carmen del Conde Ibarrola era natural de San Miguel El Grande e hija del teniente coronel retirado del ejército español don Marcos Antonio del Conde, hombre fuerte de esa región. Los padres de Arróniz se conocieron y casaron muy jóvenes en una Parroquia de Querétaro, en donde residían e hicieron coincidir sus vidas, el 20 de junio de 1820 (Legajos de la Parroquia de la Divina Pastora, 1820, s/ff.; y Libro número 1 de matrimonios [años 1806-1855], f. 119r.)

Marcos Arróniz nació mestizo y fue el primogénito del matrimonio; su hermana Justina habría de nacer en Sevilla, en 1829; consagraría toda su existencia a las labores del hogar y al cuidado de sus hijos de vientre o crianza. Su hermano menor Abraham fue originario de la ciudad de San Luis Potosí, donde había nacido en 1831. En 1855, Abraham Arróniz se hallaba avecindado en la Ciudad de México, ostentaba el grado de Capitán del Ejército -como su hermano Marcos- y recibió también como su hermano el nombramiento de socio de la Sociedad Lancasteriana, quizá a expensas de su suegro el general Martín Carrera (Compañía Lancasteriana, 1855-07-16, p. 2); en agosto, pasó a formar parte del equipo militar de auxilio “del general presidente” Antonio López de Santa Anna, al lado del coronel Antonio Ortiz Izquierdo y de los tenientes coroneles José Calderón, José Salazar y Jacobo Carrera, su cuñado (Ayudantes, 1855-08-19, p. 4). A consecuencia de la huida de México del general Santa Anna, a Abraham Arróniz “se le concedió licencia absoluta”, pues tenía la comisión de pagador de la Brigada Ligera de Artillería (Ministerio de Guerra y Marina, 1855-12-29, p. 2).

La vida de Abraham, en comparación con la de Marcos, fue variada, llena de altibajos y prolongada: perteneció al Escuadrón del Valle del Ejército Nacional, en donde fue alférez (El Escuadrón del Valle, 1861-07-12, p. 3); fue miembro del cabildo de la Ciudad de México (Ayuntamiento de México, 1861-09-24, p. 1); además fue funcionario público, banquero e inversionista; diputado al Congreso de la Unión; propietario de la hacienda de San José Atlangatepec, Tlaxcala, la cual le fue expropiada por el guerrillero Carbajal, en tiempos de la Guerra de Reforma (Remitido, 1859-03-18, p. 2); y durante la etapa final de su existencia ocupó diversas jefaturas políticas, en cuya actividad combinó los ejercicios de la política y la milicia: se desempeñó como jefe político en Lagos (hoy de Moreno), Jalisco; luego en Pachuca; el 30 de julio de 1880 tomó posesión de la jefatura de Atotonilco el Grande, Hidalgo (Nombramiento, 1880-08-05, p. 2); unos años más tarde, habría de ser el jefe político en Cuicatlán, Oaxaca, y de igual forma en Tulancingo (El coronel Arróniz, 1903-03-27, p. 2). Hacia 1900 había sido trasladado al territorio de Baja California Sur, en donde cumplió con su misión de jefe político hasta el día de su deceso. Murió en La Paz, el 25 de marzo de 1903 (Muerte de un jefe político, 1903-03-29, p. 3).

Justina Arróniz del Conde se había casado en primeras nupcias con Francisco Espinosa de los Monteros, quien acababa de enviudar de Luisa Gorostiza y Castilla, la hija mayor de Manuel Eduardo de Gorostiza. Francisco y Justina tuvieron tres hijos: María Carlota Ignacia, María Victoria Flavia Ignacia y Enrique José Ignacio Nicolás. Carlota murió siendo niña, en 1854; su tío Marcos Arróniz le compuso este epitafio, publicado en La Ilustración Mexicana:

¡Ángel venido al mundo en blando vuelo;

aquí durmióse y despertó en el cielo!

(Epitafios, 1855, p. 276.)

Justina enviudaría cuando acababa de nacer su hijo Enrique José Ignacio Nicolás; y unas semanas después contrajo segundas nupcias, ahora con Eduardo de Gorostiza y Castilla, otro de los hijos del comediógrafo (Libro provisional de apuntes matrimoniales, 17 / III / 1854, s/ff.); el matrimonio religioso de Justina y Eduardo se celebró el 17 de marzo de 1854 (Libro de matrimonios, partida núm. 70, f. 96v.), y tuvieron pronto una hija, el mes de diciembre siguiente: la ya mencionada Justina María Carlota Juana Olaya (Libro número 27 de bautismos de hijos legítimos, partida núm. 198, f. 32v.)

Su hermano Abraham se unió en matrimonio con María de la Paz Carrera, hija del general Martín Carrera, el 13 de abril de 1853 (Libro número 20 de matrimonios, partida núm. 83, f. 44r.) Producto de esta unión nacieron tres hijas: María del Carmen Maura Josefa Trinidad Rafaela, nacida el 21 de noviembre de 1854 (Libro número 41 de bautismos, partida núm. 1,248, f. 135r.); María de la Paz Trinidad Rafaela Federica Atala Macaria Josefa, que nació el 10 de marzo de 1856 (Libro número 43 de bautismos de españoles, partida núm. 280, f. 19r.); y María del Carmen Pragedis Josefa Rafaela de la Santa Trinidad, quien vio la luz el 21 de julio de 1858 (Libro número 45 B de bautismos, partida núm. 850, f. 77r.)

El núcleo familiar de Marcos Arróniz vivió -como se ha visto- bajo el signo de la movilidad impuesta por la circunstancia política. Sus padres y sus hijos se habían establecido en la Ciudad de México, en donde radicaban hacia el final de la década de los años cuarenta. Su padre, en esa época, era de oficio repostero y había establecido una panadería en la calle de la Joya (Interior, 1848-02-19, p. 3).

En ese tiempo, Marcos Arróniz era alumno externo del tercer año de estudios en el Palacio de Minería, y había obtenido -en 1845- el segundo premio en el concurso de traducción del inglés al español, al realizar el traslado de la América de Robertson (Anuario del Colegio Nacional de Minería 1845, 1994, p. 56); acababa de cumplir los diecinueve años de edad. No se cuenta con más información relativa a su preparación y formación escolar, aunque posiblemente haya estudiado también en el Colegio de San Juan de Letrán, según puede desprenderse del contenido de su poema La inmortalidad (Arróniz, 1850-11-23), al que dio lectura “en la solemne repartición de premios”, el 10 de noviembre de 1850. En la parte final del texto, precisaba:

En discípulos suyos nos tornamos,

para estudiar sus máximas sublimes,

y hasta el solio de Dios nos extasiamos.

¡Lateranos! Seguid las claras huellas

que han dejado los genios eminentes

cuyos recuerdos viven en el mundo.

(El siglo XIX, 1850-11-23, p. 3).

Las letras fueron su primera vocación. Marcos Arróniz comenzó a publicar sus obras originales o traducidas en verso y prosa a los 20 años de edad. Cuando el poeta dio a la publicidad su primer poema, que comienza “Es tu divino semblante…”, lo remitió a los redactores del periódico El Republicano con una carta fechada el 13 de noviembre de 1846, en donde les solicitaba: “Tengan ustedes la bondad de insertar en su ilustrado periódico mi primer ensayo poético, que les adjunto, favor que les agradeceré eternamente” (Arróniz, 1846-11-22, p. 3); y poco más adelante, cuando aún estudiaba en la Escuela de Minería, comenzó a publicar con regularidad sus poemas (el titulado El juramento de amor lleva la fecha al pie “1848” [Arróniz, 1852, p. 360-362]); por otra parte, y gracias a su poema Cádiz, fechado al año siguiente, sabemos que realizó un segundo viaje a España:

Jamás olvidaré los dulces días

que viví en tu recinto voluptuoso;

disfrutando de puras alegrías

bajo tu clima ardiente y delicioso.

(Presente amistoso..., 1851, p. 275-280.)

Habría de ser más tarde cuando diera a conocer parte de sus producciones en el periódico El Demócrata, al lado de sus compañeros del Liceo Hidalgo. En este papel se reprodujo el texto de Walter Scott titulado Lord Byron, traducido por el joven poeta guanajuatense (1850-04-18, p. 3). La presencia de Arróniz en El Demócrata merece una explicación oportuna. Siendo este escritor un conservador puro y muy católico, contrastaba su presencia en este impreso de línea eminentemente liberal, cuyo redactor era Francisco Zarco y, entre sus colaboradores, se encontraban Félix María Escalante y Juan Bautista Morales, El Gallo Pitagórico.

El motivo casi exclusivo de la aparición de este impreso fue funcionar como plataforma de lanzamiento para la candidatura a la Presidencia de la República del escritor Luis de la Rosa, es decir, que desde sus páginas se combatía contra la postulación de Mariano Arista al máximo cargo, y quien al final habría de resultar triunfante en la contienda electoral. Así que la unión de liberales y conservadores en esta empresa periodística rebasaba la esfera de lo público y podría colocarse de igual modo en el ámbito de lo institucional, a modo de coyuntura, en la medida en que muchos de los colaboradores de El Demócrata se habían afiliado al ya mencionado Liceo Hidalgo, en donde alternaban con libertad de credo e ideología, con respeto hacia los demás y sin enfrascarse en sus diferencias respecto de sus formas de pensar o creer. Por estas características, podemos sugerir, no obstante su breve aparición pública, que El Demócrata fue precursor del periódico El Renacimiento, fundado y dirigido por Altamirano en 1869, al proponer una apertura respetuosa a la diversidad ideológica.

El 8 de agosto de 1850 dejó de aparecer este periódico. En el suelto titulado El Demócrata se asentó: “Continuando preso injustamente el administrador de esta imprenta [Antonio Pérez Gallardo], y sufriendo mil dificultades la publicación del Demócrata, nos vemos obligados a suspenderlo por algunos días y tal vez continuaremos dentro de pocos” (El Demócrata, 1850-08-08, p. 4). Causas de mayor peso debieron ser la detención y encarcelamiento de Francisco Zarco, su redactor, y la renuncia de Luis de la Rosa a la candidatura presidencial, anunciada en la misma página del suelto citado (El Demócrata, 1850-08-08, p. 4). En este papel de mero propósito electoral han descansado el sueño de los justos unos cuantos de los primeros productos literarios del poeta.

Arróniz, además de ser colaborador en El Demócrata, en cuya sección de Literatura y Variedades publicó traducciones, una réplica contra su poema El capitán de bandidos (1850-06-02, p. 3) y otros poemas como este acabado de citar y el titulado El esclavo negro (1850-07-09, p. 2-3), su labor más conocida como escritor puede rastrearse en las revistas impresas en los años siguientes por Ignacio Cumplido: La Ilustración Mexicana (cinco tomos, años 1851-1855), y Presente Amistoso Dedicado a las Señoritas Mexicanas (en los volúmenes correspondientes al año 1851 y siguiente), así como en la revista La Semana de las Señoritas Mejicanas (1852) y en los periódicos El Siglo XIX y El Monitor Republicano.

El escritor formó parte de la primera época del Liceo Hidalgo, fundado el 16 de septiembre de 1849; llegó a dirigirlo después de los periodos de Francisco Granados Maldonado y Francisco González Bocanegra, y antes de que Francisco Zarco ocupara la dirección. Esta primera época del Liceo Hidalgo duró un quinquenio, marcado en el tiempo por la posguerra de la Invasión Americana y clausurado por el brote y conclusión de la Revolución de Ayutla; sus fundadores y dirigentes se habían esforzado “en su fomento por cuantos medios estaban a su alcance; pero por efecto del carácter nacional y de la inestabilidad de nuestra política y continuas guerras, fue decayendo hasta su completa clausura” (Arróniz, 1858a, p. 211).

Esta misma suerte corrió el Liceo Artístico Mexicano, inaugurado el 18 de enero de 1851 y presidido por José María Lacunza; fueron sus socios fundadores José Tomás de Cuéllar, Luis G. Ortiz, el mismo Marcos Arróniz y el escritor y militar santanderino Emilio Rey. Esta institución, además de estar consagrada a la creación y discusión literaria, programaría recitales de música, sesiones de declamación y funciones de teatro (Liceo Mexicano, 1851-01-20, p. 2-3).

Las gestiones en este Liceo Hidalgo y el Liceo Artístico Mexicano coincidieron con la crisis personal de Marcos Arróniz, quien en un lance romántico y para perseguir sus anhelos de heroicidad, había hecho a un lado las letras para incursionar en la carrera de las armas, pues a como diera lugar deseaba su redención, al haberse sentido engañado por quien habría de ser la mujer de su vida.

Su contribución más importante a la literatura ha sido, desde luego, su poesía en verso, cuya producción alcanzó poco más del medio centenar de poemas, la mayoría en torno al desahogo de su desengaño amoroso. A este propósito, José Zorrilla acotó en una crónica que Arróniz dedicó “toda su poesía a un recuerdo triste, torcedor eterno de su memoria, a un resentimiento enamorado morador eterno de su corazón” (Zorrilla, 1855, p. 505-506).

Este despecho amoroso, tan documentado como recurrente en la mayor parte de sus poemas, lo hizo trocar de oficio: abrigaría, a la manera del impulso byroniano y la fuerza garcilaciana, la carrera militar: se dio de alta en el Ejército Nacional, en la Compañía de Lanceros de la Guardia, y el 20 de julio de 1853 obtuvo el grado de Capitán de Caballería (Mestre, 1945, p. 71); como militar, sirvió fielmente al partido conservador; en el plano de los hechos llegó a defender, hasta la ignominia, al general Antonio López de Santa Anna, incluso cuando ya se había declarado «Su Alteza Serenísima» (Arróniz, 1858a, p. 211); las armas lo alejaron de las letras y por esto muchos de sus correligionarios le recriminaron esta actitud y lo instaron a seguir escribiendo, aunque fuera en forma alterna a la de sus acciones militares. En 1854, Luis G. Ortiz ensayó en un soneto esta súplica, al modo del «dolorido sentir» garcilasiano:

Triste cantar de muertas ilusiones

que lloras la perdida bienandanza,

y con tus negros celos la esperanza

miras perderse en tristes decepciones;

 

por un momento olvida tus bridones,

el corvo sable y la pujante lanza,

y de Apolo otra vez el ramo alcanza

que tu frente ciñó por tus canciones.

 

Deje el soldado el bélico atavío,

y el dulce trovador en su terneza

imite al ruiseñor del soto umbrío;

 

olvida un punto tu letal tristeza,

y cantemos los dos, amigo mío,

un himno más a la gentil belleza.

(La ilustración mexicana, 1855, p. 182).

Arróniz se dedicó a defender a Santa Anna en la vida pública y el campo de batalla. Tras el lanzamiento en el primer día de marzo de 1854 del Plan de Ayutla, el poeta militar trocó la vida castrense que tenía en la Comandancia de Lanceros por la acción en el teatro de la guerra. Su filiación ideológica lo lanzó a tomar parte en conspiraciones, a imponerse los arreos e ir al frente, en donde estuvo a punto de morir; su lucha ideológica lo orilló a tomar parte activa contra el liberalismo, lo que le acarreó ser preso de conciencia. En forma accidental, Arróniz perteneció a la clase selecta que acompañó al general Santa Anna, y cuando éste se retiró del frente para marcharse al exilio, el general Martín Carrera tomó el mando militar de sus adeptos. En mayo de 1854, Marcos Arróniz se había hecho edecán de Carrera y formaba parte de su cuerpo de ayudantes, al lado del comandante Antonio Esnaurrízar (El excelentísimo señor general don Martín Carrera, 1855-05-04, p. 3).

Antes, durante la contienda de Ayutla, a lo largo del proceso posterior a la huida del general Santa Anna y hasta el último día de su existencia, el poeta y militar permaneció fiel a la causa católica y conservadora. Según la visión de José Tomás de Cuéllar, Arróniz fue “El guerrero”:

En soberbio corcel que al aire ondea

la suelta crin como guedejas de oro,

apuesto, airoso, y con marcial decoro

caminaba un guerrero a la pelea.

 

Brillan las armas con la luz febea,

ostenta en sus arreos su tesoro;

da las señales el clarín sonoro

y el formidable acero centellea.

 

Vuelve a la carga, y denodado y fuerte,

se confunde por fin en la matanza;

mas de súbito un ¡ay! exhala… inerte,

 

cayó al embate de enemiga lanza…

Quien lucha así con tan contraria suerte,

el triunfo no, pero la gloria alcanza.

(El siglo XIX, 1855-02-08, p. 1).

El poeta creyó alcanzar la gloria para igualar los destinos de Byron y Garcilaso; pero nunca el triunfo en el amor o en la guerra. Cuando se dio de alta en el Ejército, supuso haber encontrado la salida para su despecho y derrota amorosa. Y cuando las facciones del sur, encabezadas por Juan Álvarez e Ignacio Comonfort, enarbolaron la causa liberal para destronar al dictador, el poeta pasó a formar parte de la «legión dorada» del Ejército, una de cuyas cabezas era el general Martín Carrera y, entre otros, Antonio Haro y Tamariz, quien apareció al frente de la primera campaña de Puebla.

En esta «legión dorada» se reunió “lo más florido de la oficialidad promovida por Santa Anna” (Villegas, 2010, p. 29). La Revolución de Ayutla quitó el poder a Su Alteza Serenísima; pero no logró derrotar a las fuerzas militares que éste había fortalecido con ascensos y canonjías. Además, la alianza entre la Iglesia Mexicana y el grupo conservador, una vez concluida esta Revolución, continuó con diversas estrategias, como las conspiraciones o la guerra de guerrillas, para recuperar el poder y evitar, como ocurrió en forma contumaz después en el Congreso Constituyente de 1857, la separación de la Iglesia y el Estado.

La derrota de Santa Anna no significó la pérdida de la guerra desde la perspectiva del poder conservador. El capitán Arróniz tomó parte en la Batalla de Ocotlán, Puebla, perpetrada en el amanecer del 8 de marzo de 1856. El poeta formaba parte de las fuerzas de Leonardo Márquez, brazo extendido de lo que había sido la Plana Mayor al mando del general Martín Carrera. En esta batalla murieron oficiales, hubo “cientos de muertos cercenados, cabezas arrancadas, caballos destripados, banderas quemadas y de inmediato la rapiña perpetrada por animales y vecinos del lugar” (Villegas, 2010, p. 33-35).

Uno de esos “caballos destripados” fue el del capitán Marcos Arróniz, quien, como él mismo señaló en Manual de historia y cronología de Méjico, acompañó en la campaña al general Carrera “como uno de sus edecanes” (1858b, p. 294) y también llegó a fungir como edecán del general Rómulo Díaz de la Vega (Arróniz, 1857, p. 142). En las peripecias de la Batalla de Ocotlán, el poeta estuvo cerca del coronel Leonardo Márquez y fue actor de una de las maniobras realizadas en la loma de Montero, según lo dejó relatado él mismo en el citado Manual de historia y cronología de Méjico:

En estos críticos momentos estábamos con el general Márquez, que fungía como mayor general en el camino en el lugar de nuestras baterías que no cesaban de jugar, y sobre los que dirigía el enemigo un fuego horroroso de cañón, y donde salió herido mortalmente el bravo general Vega, comandante de nuestra artillería. Viendo el general Márquez vacilar nuestros cuerpos de la izquierda, nos manda a comunicar la orden de que redoblen sus esfuerzos nuestros soldados hasta hacer uso de la bayoneta; en un momento estuvimos al lado de aquellos valientes regimientos ya diezmados que retrocedían; en vano les repetíamos la orden que llevábamos; nuestra voz la apoyaba el estruendo incesante del cañón enemigo, el estallido de las granadas y los lamentos de los heridos; fue imposible el que sostuviesen más tan cortas fuerzas. La legión de honor, a cuya cabeza marchaba el general Orihuela, se retiraba en orden admirable como para desmentir la imputación hecha a nuestra oficialidad, de que no correspondían al valor de los soldados. En estos momentos [señaló Arróniz] perdíamos el caballo que montábamos de un cañonazo al llegar a la batería nuestra, donde se hallaban los coroneles Argüelles y Calvo, teniente coronel Colina, capitán Inclán, e inmediatamente tomamos otro de la pieza inmediata de la brigada ligera al mando del alférez Srudchsen, para seguir cumpliendo nuestro deber. (1858, p. 301-302)

Esta acción fue recordada por Luis G. Ortiz en la elegía “A mi desgraciado amigo Marcos Arróniz”:

Mas, ¡ay!, también esquiva

la victoria te fue, y el plomo ardiente

que en giro matador tal vez tu frente

amagaba romper, desviólo osada

la mano del destino, y muerte cruda

dio a tu noble corcel, que al golpe fiero

quiere ostentar su valeroso brío,

se estremece, vacila, se levanta,

mas fáltale el aliento,

y sin vida ni acción rueda a tu planta.

(Diario de Avisos, 1859-01-04, p. 2).

Cuando el general Florencio Villarreal, lugarteniente de Ignacio Comonfort, derrotó a las fuerzas conservadoras, tras el sitio a la ciudad de Puebla, cesaría la acción bélica pero no la contraofensiva de los reaccionarios; el conflicto tomó otro aspecto, en donde intervinieron militares y sacerdotes conservadores. En razón de este desenlace, la Revolución de Ayutla triunfó sobre la reacción pero no ganó la guerra; el movimiento continuaría y por ello cobró “el tinte de una guerra religiosa” (Villegas, 2010, p. 35).

En el convenio de capitulación de Ayutla, los jefes derrotados y su oficialidad recibieron la condena del destierro; la parte mayor del castigo fue la degradación de ir a dicho confinamiento “en la clase de soldados, yendo a servir en las asperezas del sur; terrible destierro por las enfermedades y toda clase de penalidades, y los que no se presentasen a cumplir esta condena serían juzgados como conspiradores” (Arróniz, 1858b, p. 305). El propio Arróniz sufrió las consecuencias de esta medida y, por haber faltado al acto de la revista correspondiente al mes de febrero de 1856, causó baja del ejército, en donde ostentaba el grado de Comandante del Escuadrón de Caballería (Relación de los señores jefes y oficiales del ejército permanente, 1856-02-29, p. 3).

Había muchos indicios acerca de la continuidad del movimiento reaccionario con la participación activa de algunos integrantes del clero mexicano. El 29 de noviembre de 1856, las autoridades de la Ciudad de México sorprendieron a un grupo de oficiales del Ejército, quienes pretendían atacar a la Ciudadela “invocando religión y fueros”; su plan era sacrificar “al general Plowes y a los otros jefes del punto”. Los conspiradores tenían su centro de reunión en una casa de la calle de las Vizcaínas y, entre los aprehendidos, se hallaba el ex capitán Marcos Arróniz. Zarco, redactor de esta nota, la remató así: “Nos es sensible ver que entre los complicados en este complot figure el señor Arróniz, apreciable literato, digno, en verdad, de mejor causa” (Otra conspiración frustrada, 1856-12-01, p. 4).

En el cautiverio de esta condena, la última de su vida, arregló sus manuales, en donde omitió sus opiniones sobre la clase política de su tiempo. En el párrafo final de la parte histórica de su Manual de historia y cronología de Méjico señaló: “No podemos explayar nuestras opiniones porque, escrita la mayor parte de estas páginas en una estrecha prisión, no podemos juzgar con imparcialidad de aquel gobierno por cuyas órdenes hemos sido conducidos a ella” (Arróniz, 1858b, p. 306).

Arróniz y el poema Celos

La escasa crítica hecha a la obra de Arróniz ha insistido en “la hez acre de sus desengaños”, como señaló Ignacio Manuel Altamirano en su Prólogo a Pasionarias de Manuel M. Flores (1882, p. VII), cuyo momento culminante ha sido, sin duda, la composición y publicación de Celos, ocurridas sin una recepción adecuada ni algún tipo de reconocimiento literario.

Altamirano llamó a Arróniz, además, “el apasionado cantor de Herminia” (1882, p. II-III). A lo mejor, esta Musa haya sido la destinataria encubierta del poema. La presencia de este ser amado en la vida del poeta llegó desde su primera juventud, “sin imaginar que sólo recogería desengaños y sufrimientos en la senda por donde inexperto caminaba”, cuando “¡…no comprendía las palabras engaño, perfidia, ingratitud!” (En mis horas de amor, 1852, p. 342-344). Arróniz era, en la percepción reiterada de Altamirano, el “engañado por una mujer sin corazón”, y esto lo orillaría a no “creer en ninguna” (Fernando Orozco y Barra, 1869, p. 131).

Celos (1852) fue la culminación de un estado doloroso, surgido a todas luces desde su juventud. Su obra conocida alcanza un arco temporal cercano a la década, a partir, como se ha referido, del año 1846. Entre su escasa producción en verso destaca, además de un buen número de piezas de circunstancia, una treintena de sonetos de variados y diversos temas (los compuso descriptivos, filosóficos o dedicados a los momentos del día, al tiempo, a la muerte de su padre; y tradujo en esta forma una “Balada” de Petrarca); compuso además algunas silvas, epitafios y el que llegaría a ser su obra representativa: Celos, que es una pieza notablemente extensa, de 58 estancias e integrado por 757 versos endecasílabos, con la alternancia de algunas rimas incidentales.

Para Arróniz, los celos son una cárcel. El que los sufre, vive en “el infierno de los celos” (v. 21). Desde ese cautiverio y desde ese infierno contempla al “arcángel”, “a quien la sociedad traidora, impía” (v. 24) arranca de sus brazos. La sociedad es el enemigo a vencer y el objetivo directo de su crítica. La sociedad es “inconstante y maldecida” (v. 28), pues le ha robado su “mayor tesoro” (v. 29), que lo había adquirido con el pago de “lágrimas amargas”, con “sollozos y penar ardiente” (vv. 31-32). Por otra parte, ese tesoro perdido es “la luz”, “el solo sentimiento” del cerebro; su “amor”, su “religión”, sus “creencias” y el alivio a sus “férvidas creencias” (vv. 33-37).

El desarrollo del poema atraviesa por distintos estadios: marcha de lo razonable a lo irracional. Si la amada es convenenciera y oportunista, como lo denuncia el texto, actúa en esa forma y de ese modo porque así se lo impone «la sociedad». La sociedad será en todo momento el gran enemigo del amor. Esta sociedad burguesa de la primera mitad del siglo XIX mexicano resultaba ser “traidora, impía”, furibunda, cruel, arrebatadora, inconstante, maldecida e inclusive ratera (vv. 26-29).

El amante le pide compasión a la sociedad y la llama a la piedad, para cese «de asesinarlo» (vv. 38-39). Esta sociedad es secuestradora: arranca a la amada de sus brazos (v. 77), tiene “corazón de bronce” y es sorda “a quejas y amarguras” (vv. 81-82); la sociedad es capaz de hincarse, sin ningún arrepentimiento, “ante el oro que brilla en los magnates” (v. 84). Por todas estas causas, el poeta suplica a la amada que abandone a la sociedad -“cruel, infame”- (v. 97), para que huya con él en la búsqueda de la fantasía de su paraíso. Esto le propone en forma directa:

Huyamos a los campos sosegados,

mansiones de la paz y los placeres,

do brilla la virtud sin mancha alguna,

donde respiran libertad los seres.

(vv. 102-105).

Dicho esto, comenzará una larga disquisición, delirante y colérica, sobre el bordado de su fantasía. Pero la realidad de la situación es otra muy distinta. La sociedad ha derrotado al amante. El poeta declara: “He sucumbido en la terrible lucha / que con la sociedad yo sostenía” (vv. 268-269). ¿Por qué ha “sucumbido”? Porque “mi amada desoyó mi ruego amante” (v. 270); porque “escuchó sólo el fementido acento” (v. 272) de la sociedad “malvada y mentirosa” (v. 274), y porque la amada sólo ha buscado “inciensos y alegría” (v. 278). La derrota del amante equivale a la búsqueda de la muerte: “Y yo, en tanto, quedo moribundo” (v. 279).

El poeta amante, además, quedará «huérfano» “en medio de la tierra” (v. 291), al perder al ser amado, quien ha sido víctima del interés y por tanto ha caído en las redes materiales que le ha ofrecido esa sociedad, que es, ante todo, «traficadora». El poeta se dirige a la amada y le cuestiona:

¿Te dejarás vender alegremente

por esa sociedad traficadora,

como una joya en pública venduta

y entregarás tu mano seductora

al que ofrezca vil oro en abundancia,

a pesar de que sea infame y necio

y debiera alcanzar tu menosprecio?

(vv. 660-666).

Y como la sociedad actúa así y no puede ser de otra manera ni amoldarse al gusto del amante obsesionado, éste se hará víctima: será asesinado “por sí mismo”, a causa del desamor de la amada, quien -a su vez- será elevada a diosa y será de igual modo la asesina del despreciado:

Y tú -¡mujer!-, en pago a mi ternura,

a mi pasión poética y ferviente,

con hórrido placer, con calma fría,

asesinas mi vida lentamente.

¡Y nadie vengará mi suerte impía,

que la vil sociedad castiga sólo

al que golpe cruel al cuerpo asesta,

que a menudo se escapa de la muerte;

pero jamás, jamás al que con dolo

y con falacia nuestras almas hiere,

cuyas heridas son siempre incurables

y siempre arrancan nuestra frágil vida!

(vv. 716-727).

Casi al final del poema, el amante pasará del estado delirante al estado de conciencia. Recobrará la sobriedad, recapacitará y dará marcha atrás a su violenta fantasía:

¡Perdón…! ¡Perdón…! [¡Perdón...!] ¡Miente mi labio!

¿Cómo destruir lo que idolatra el alma

con frenético amor, ternura ardiente?

¿Cómo destruir del Dios omnipotente

la obra más perfecta en hermosura?

¡Sería con furor asesinarme,

que eres mi vida, mi alma, mi ventura!

(vv. 731-737).

Marcos Arróniz se enfrentó -desde varios frentes- a la guerra de su soledad y “dolorido sentir”. Y esto ocurrirá a pocos meses de dar a la publicidad Celos; y después, cuando se ha dado de alta en el Ejército Nacional, con el correspondiente abandono de su actividad literaria, asunto que lo equiparaba con Lord Byron; pero también lo igualaba con Garcilaso, en los aspectos de la construcción de su destino y en su «asesinarse» a través de su «dulce lamentar». El 23 de octubre de 1853, Arróniz firmó en Tacubaya su Canto del lancero, dedicado al Regimiento de Lanceros de la Guardia, donde era capitán de la Tercera Compañía, según consignó al pie del escrito (1853-10-30, p. 1).

A partir de entonces, Arróniz comenzó a abandonar poco a poco el arte de la escritura y prácticamente acabó el final de sus días clausurando la hechura de sus composiciones poéticas. Sólo ha sobrevenido en este proceso otro gran desafío para su condición humana: la hechura y composición de la elegía En la muerte de mi padre, su otra gran producción poética, igualmente olvidada (1855-01-17, p. 1). Vendría casi de inmediato la guerra y la marcha al frente, como hemos visto; la cárcel, la tortura y la demencia.

La escritura de Celos anticipó su silencio como artista del lenguaje y pronosticó la decisión de buscar, por medio de una muerte heroica, su transcendencia como ser e individuo. Solamente así podría pasar a la vanguardia de la sociedad, que para el poeta había sido opresora, siendo su verdugo y el peor de sus jueces. Marcos Arróniz ansiaba su fin; pero la locura, esa enfermedad moral de su tiempo, se le adelantó en el camino. Y al haber perdido la razón, por amor o por desamor, su condición humana se precipitó en el universo de lo circunstancial y en la pérdida de la razón. Absorto en sus desvaríos, la persona se tornó en vagabundo eterno, en caminante sin rumbo, en el loco de la calle o quien toma la vereda o el callejón sin salida, lo mismo en la Ciudad de México que en sus alrededores o sus lejanías, hasta llegar al punto en donde lo sorprendió su trágico destino.

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1Pueden consultarse mis trabajos: (2003). Pesquisa sobre Marcos Arróniz y su poema «Celos». En Texto Crítico, nueva época. Año VII. Núm. 13. pp. 77-123; y (2005). Marcos Arróniz y sus amigos del Liceo Hidalgo. En Clark de Lara, B. y Speckman, E. (ed.). La República de las Letras. Asomos a la cultura escrita del México decimonónico. V. III. Galería de escritores. pp. 131-147. México: UNAM, Coordinación de Humanidades / Programa Editorial.

Recibido: 09 de Abril de 2023; Aprobado: 13 de Agosto de 2023

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