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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.20 no.53 Ciudad de México sep./dic. 2023  Epub 05-Abr-2024

https://doi.org/10.29092/uacm.v20i53.1046 

Artículos

El “exilio interior” de la modernidad: una propuesta de lectura a partir de los diarios de Pessoa y de Kafka*

The “inner exile” of modernity: a reading proposal based on Pessoaʼs and Kafkaʼs diaries

Violeta Garrido** 

**Investigadora predoctoral en el Departamento de Filosofía en la Universidad de Granada, España. Correo electrónico: violetagarrido@ugr.es


Resumen

El artículo propone un marco teórico para entender la escritura diarísitca de Fernando Pessoa y de Franz Kafka, partiendo de la conceptualización de la modernidad occidental y pasando por la discusión crítica acerca de las capacidades poiéticas de la autobiografía. Si bien se reconocen sus obvias diferencias, se propone que un nexo entre ambas escrituras es el sentimiento de extranjeridad vivido como exilio interior a raíz de fenómenos que, entre otros, tienen que ver con la multiculturalidad o con la poliglosia.

Palabras clave: Exilio interior; modernidad; Pessoa; Kafka; diarios

Abstract

The article proposes a theoretical framework for understanding the diaristic writing of Fernando Pessoa and Franz Kafka, starting from the conceptualisation of western modernity and moving on to a critical discussion of the poetic capacities of autobiography. Although their obvious differences are acknowledged, it is proposed that a link between both writings is the feeling of foreignness experienced as an inner exile as a result of phenomena that, among others, have to do with multiculturalism or polyglossia.

Key words: Inner exile; modernity; Pessoa; Kafka; diaries

Introducción

La tarea que acometeré a lo largo de estas páginas es la de establecer un marco teórico (entre los muchos posibles) que resulte suficientemente sólido y útil para aproximarse y entender una serie de rasgos estéticos y existenciales que se dan de forma análoga en los diarios de Fernando Pessoa y Franz Kafka -aunque, como es obvio, sin desvirtuar las considerables diferencias estilísticas que son las que instituyen la individualidad de cada autor. En primer lugar, desarrollaré la tesis de que la lógica productivista de la modernidad genera un sentimiento de malestar e incomodidad que impacta fuertemente en la esfera cultural, dando lugar a una multitud de obras artísticas y literarias que exhalan un sentimiento de desarraigo y extranjeridad. A continuación, argumentaré que el dispositivo textual donde mejor se expresa dicho sentimiento de desarraigo es en el diario personal, puesto que este funda un espacio de intimidad y de libertad muy específico.

De este modo, la manera en que estos escritores afrontan la sensación de extrañamiento respecto al medio es entregándose a un desplazamiento interior que supone aislarse por medio de la escritura diarística y someterse un ensimismaiento autorreflexivo muy prolífico a nivel literario. Como cualquier otro tipo de escritura autobiográfica, la diarística se ubica en la frontera entre la referencialidad y la ficcionalidad, por lo que, con tal de aclarar los parámetros con los que tendría que contar el análisis textual de este tipo de escritura, se hace necesario también realizar una suerte de estado de la cuestión que recorra los debates más relevantes en los que a este respecto se han pronunciado algunos pensadores y teóricos de la literatura de las últimas décadas. Por último, identificaré algunas de las formas concretas que reviste el sentimiento de extranjeridad de los autores propuestos comentando el contexto cosmopolita que los influyó, atendiendo, claro está, a su producción diarística y destacando algunos de los motivos más representativos de cada uno.

Modernidad y desarraigo

Según postulaba Max Weber, la experiencia colectiva definitoria de la modernidad es la del “desencantamiento del mundo” (Entzauberung der Welt) (Echeverría, 2009, p. 10), que vendría a desacralizar radicalmente la realidad en pos de una visión de las cosas basada en el principio de la racionalidad instrumental. Ya antes, en El malestar en la cultura (1930), Freud había advertido que, más allá de eventualidades históricas cualesquiera, lo que se generaba con la modernidad era un sentimiento común de malestar fruto de las múltiples instancias represivas que las instituciones culturales imponían sobre las pulsiones humanas. En eso consistía precisamente lo que Bauman (2005, p. 26) designó como la “ambivalencia” consustancial al proyecto moderno: la búsqueda de orden, que podría cifrarse en la emergencia de un ethos pragmático y productivista perseguidor de la abundancia y la acumulación, incubaba el caos.

Podría decirse que los artistas y los intelectuales fueron los primeros en reconocer la pesadilla fáustica del progreso y el sometimiento de la naturaleza en la que estaba inmersa la sociedad europea, lo cual implicó que la producción cultural de la época -lo que se conoce convencionalmente como estética modernista- fuera opositora o crítica por naturaleza y, por tanto, también irremediablemente compleja y elitista (Anderson, 2000, p. 88). Así, gran parte de las vanguardias artísticas -exceptuando, por ejemplo, el futurismo ruso y el dadaísmo alemán- parecían proclamar desde su tour d’ivoire, haciéndose eco de ese malestar generacional al que aludíamos, el divorcio rotundo entre el plano de la creación artística y los problemas de la sociedad existente, según atestigua el texto que acompañó a la primera exposición del grupo expresionista Der Blaue Reiter (1913), por poner un ejemplo: “el artista debe mantenerse distante de la vida oficial. Este es nuestro rechazo libremente decidido contra los ofrecimientos que el mundo nos hace. Nosotros no queremos confundirnos con él” (de Micheli, 1981, p. 101).

En suma, la hostilidad del entorno urbano, los fulgurantes avances científico-tecnológicos, la alienación del trabajo, la virulencia de las luchas sociales o la insistencia del psicoanálisis en la existencia del inconsciente como área desconocida hasta entonces y difícilmente accesible eran aspectos de la vida social moderna que cuestionaban los procesos cognitivos heredados y que propiciaron la aparición de un sentimiento de incomodidad y desarraigo entre los artistas, que se expresó a veces en la forma de exilio interior voluntario. El sentimiento de desarraigo sería, en fin, la secuela connatural a los desmanes de un mundo práctico-utilitario regido por lo profano en el que, sin consuelo espiritual posible, la conciencia del ser humano comienza a ser atormentada por la angustia y la incertidumbre. Agamben (2001, p. 123) propone entender este exilio interior moderno a la luz del concepto plotiniano de minosprós mónon (“huida de uno solo hacia uno solo”), que entrañaría al mismo tiempo tanto la idea del vínculo (Verbindenheit) como la del aislamiento (Absonderung).

La experiencia del escritor moderno ha sido leída en múltiples ocasiones como una “estrategia de exilio permanente” que, para Steiner era lo que cabía esperar de “una civilización casi bárbara, que ha desposeído de sus hogares a tantas personas, que ha arrancado lenguas y gentes de cuajo” (1973, p. 2430). En última instancia, el escritor buscaba evadirse de las consecuencias de lo que Bolívar Echeverría (2009, p. 29) ha dado en llamar la “sujetidad enajenada” moderna, esto es, la condición paradójica de la modernidad según la cual la autoafirmación del individuo discurre paralela a su anulación fáctica. Las tendencias al aislamiento y al abandono -y el consecuente despliegue de la autorreflexión o autoconsciencia como mecanismos de creación-, que están muy presentes en la literatura occidental al menos desde el hombre del subsuelo de Dostoievski, si no antes, remitirían una vez más a la “subjetividad ambivalente” sugerida por Bauman, en el seno de la cual se produce una divergencia entre las aspiraciones prescritas culturalmente y la estructura de oportunidad para realizarlas -lo cual, por cierto, validaría la tesis durkheimiana de la anomia-, y donde la tensión entre el vínculo con la comunidad y el aislamiento es muy intensa (Romero, 2016, p. 42). El hombre sin atributos de Musil, el Roquentin sartreano, l’étranger Meursault de Camus o la figura del aussenseiter en Hesse, entre otros, serían la transposición literaria de la impotencia y el desamparo que sienten los intelectuales occidentales al no poder percibir ya el mundo como su hogar.

Para Claudio Guillén el poeta moderno está “autodesterrado”, o sea, “exiliado sin salir de su país, desterrado por su propia voluntad” (1995, p. 14), y es plenamente consciente de ello, por lo que a veces este desarraigo deseado se convierte incluso en una forma de acción política, en una suerte de “patriotismo apátrida”. El fermento de dicho sentimiento de malestar en relación con el medio social se desencadena a partir de la configuración del nacionalismo burgués que va teniendo lugar a lo largo del siglo XIX y, más precisamente, con la imposición de una lengua nacional de cultura. El crecimiento de la conciencia nacional estimuló asimismo en algunos de los escritores más significativos de esos tiempos actitudes opuestas, de desorientación respecto a los orígenes, alejamiento y soledad buscada (Guillén, 1995, p. 137-138). Por tanto, si, como sostiene Benedict Anderson (1983), la nación es una comunidad política imaginada -es decir, donde la sensación de comunión y solidaridad entre todos los compatriotas se construye social y culturalmente-, podría pensarse que estos escritores, presos de la sensación de extrañamiento, se resisten a participar en la fantasía del fortalecimiento de las raíces nacionales y la fraternidad.

Sea como fuere, a pesar de que el exilio interior o espiritual de los intelectuales europeos de clase media que se sienten desarraigados de sus sociedades no tiene ninguna relación con el exilio forzado al que se han visto sometidos numerosos colectivos a lo largo del siglo XX, en ese movimiento de viraje hacia la intimidad pervive una cierta identidad híbrida que es el resultado de una socialización multicultural. Aunque no hayan experimentado una historia traumática de expulsión como tal -quizás sus antepasados más o menos directos sí-, reconocen esta “identidad diaspórica” como propia. Así, el elemento central de la identidad diaspórica no sería la subjetividad en sí, sino la posición del sujeto y el hecho de que la “escritura diaspórica” que estarían produciendo, por llamarla de algún modo, excedería con mucho los horizontes de la mera ubicación espacial, puesto que con ella se estaría recreando, aunque sea desde la quietud del sujeto, la encrucijada de lenguas, identidades y tradiciones culturales típica de la modernidad (Andreu, 2018, p. 7-39). A tenor de todo lo dicho, pudiera parecer que en la modernidad “exile is in fashion” (Slaymaker, 2007, p. 3); ello se debe a que la literatura de la época, al reflejar la crisis espiritual que estaba atravesando el ser humano, prodiga una filosofía subyacente que glorifica las figuras del outsider y del homeleness que acabamos de describir (Martínez, 1998, p. 229).

El diario: testimonio de un desplazamiento interior

Se ha definido el desarraigo o exilio interior del escritor como el proceso creativo autoconsciente típico de la modernidad que implica una voluntad de aislamiento (que puede ser más o menos vehemente) formulada mediante un repliegue del yo sobre sí mismo debido al malestar que genera la fragmentación, inadecuación, escisión o falta de integración de este yo en el cuerpo social. No obstante, su sentido queda incompleto si no incorpora el valor de una noción clave: la de intimidad. Carlos Castilla del Pino (1989, p. 29) postula la existencia de tres tipos de actuaciones: las públicas (aquellas necesariamente observables), las privadas (que pueden ser compartidas con un grupo reducido de allegados) y las íntimas (que no pueden observarse ni ser sabidas por nadie fuera del sujeto). El espacio de lo íntimo, entonces, es impenetrable para los otros, carece por completo de proyección externa; no es, en definitiva, comprobable, “ni por consiguiente su verdad o mentira” Así pues, el movimiento de exilio interior significa, literariamente, el despliegue y el desarrollo del ámbito de la intimidad a través de la instauración de una relación intrapersonal o de intradiálogo del sujeto consigo mismo.

La intimidad pugna constantemente por exteriorizarse, “bien hasta un ámbito privado -en la confidencia-, bien a uno público, como en la radio, en la televisión o, enmascarada, en la literatura. Las actuaciones íntimas pueden transformarse en privadas o públicas a través de su codificación verbal y/o extraverbal” (Luque, 2018, p. 748). Este espacio de ensimismamiento que habita la paradoja de querer ser comunicado siendo por definición inconfesable encuentra una de sus realizaciones -o codificaciones verbales- más plenas en el diario (que no por casualidad muchas veces viene acompañado del epíteto íntimo). Desde el punto de vista histórico se aprecia un cambio sustancial en el contenido predominante de esta forma narrativa: los primeros diarios considerados como tales -en los que figura una fecha y existe una estricta identidad entre autor y lector o, para decirlo como Bajtin, entre autor y héroe- estaban mayoritariamente vinculados a viajes de exploración (Colón, Durero, etc.), mientras que los diarios producidos a partir del siglo XIX testimonian en todo caso las diatribas de un viaje interior, donde la comunicación de lo íntimo se convierte en una demanda de la propia función onto-epistémica que adquiere la escritura con la consolidación de la modernidad (Beltrán, 2011, p. 9).

El auge del individualismo, la aparición de la “privacidad” en contraposición a la vida pública, la psicologización del yo facultaron que la intimidad, considerada hasta entonces una “modalté secondaire” del diario, según Lejeune (2006, p. 26), adquiriese el valor de estatuto primordial. A ese respecto, el hecho de que la modernidad haya desplazado el saber del “chisme”, por ejemplo, de su posición periférica asociada a los géneros no serios como la comedia o la fábula a la centralidad del sistema literario no es fortuito: Proust y Freud demuestran magistralmente que la dimensión íntima, lejos de ser simple materia de caricatura, tiene por sí misma suma importancia y puede participar de un estatus estético (o médico) (Catelli, 2007, p. 79). A nivel literario, los fundamentos de la escritura profundamente yoica que caracteriza al diario se encuentran ya, por citar algunos, en San Agustín, en Dante, en Montaigne, que sitúa al yo en el centro del acto de escritura haciendo emerger de forma flagrante la autoconciencia; en Rousseau, en Kierkegaard, que concibe el yo como perpetua diferencia.

El diario se convierte en la fórmula narrativa predilecta para expresar el malestar moderno porque, estructuralmente, su escritura es el resultado de una mirada voluntaria hacia la interioridad. Se suceden al menos dos fases en el proceso de conformación del diario moderno: la primigenia, que Picard (1981) conocida como la del “auténtico diario” porque carece del ámbito público de la comunicación (o sea, que niega el carácter intersubjetivo de la comunicación) y, por tanto, es aliteraria; y la que tiene lugar con especial vigor en el siglo XX, que además de ser asimismo el producto lingüístico de una autoconciencia, trabaja con la ficción y, de algún modo, pervierte la relación de identidad esencial entre el autor y el (primer y posiblemente único) lector, puesto que piensa el texto diarístico (y lo modifica y lo reelabora) para o en función de su publicación.

Es este segundo tipo de diario el que atrae nuestra mirada, y lo hace porque se entrega a lo que aparentemente es una contradicción: sin dejar de formar parte de lo que se considera escritura autobiográfica, la intimidad que desarrolla en sus páginas es, como toda forma lingüística, una construcción discursiva. En tanto que construcción, está abierta a la alteración o mixtificación de la objetividad. Los especialistas contemplan la posibilidad de hacer una lectura ficcional del sujeto diarístico y de sus crónicas, que se convierten entonces en materia diegética (y, por consiguiente, en objeto de estudio para la teoría literaria) porque, de hecho, no existe la contradicción que evocábamos antes. Como tipo ideal, la autobiografía strictu sensu es o tendría que ser un texto puramente referencial; la escritura autobiográfica que tiende a producirse en condiciones reales, en cambio, incorpora tanto la función metalingüística como alguna de las acepciones que Benveniste le daba a la noción de discours: la actitud del sujeto en lo que toca a su enunciado, es decir, la distancia que establece entre sí mismo y el mundo por mediación del enunciado.

Lejeune, en clara discrepancia con la corriente posestructuralista que pregonaba la muerte del autor, defiende que la autobiografía se modula como una relación de compromiso entre el autor y el lector. No hay autobiografía cuando alguien dice la verdad de su vida, sino “cuando dice que la dice” (Lejeune, 1994, p. 42). La condición para que la información extratextual ofrecida se considere veraz es que el pacto se mantenga y se ratifique a lo largo de todo el texto. El llamado pacto autobiográfico reposa, de este modo, en dos principios: el de identidad (la confianza en que el autor, el narrador y el personaje son un mismo ser de carne y hueso) y el de veracidad (la confianza en que lo que se narra ha tenido verdaderamente lugar). Estos principios quedan refrendados a través de los paratextos (Autobiografía, Confesiones, Diario, etc.) y de la rúbrica del autor, que se entienden como pruebas suficientemente sólidas de que el autor está siendo sincero. Para Lejeune, en definitiva, la autobiografía es un modo de lectura tanto como un tipo de escritura; “un efecto contractual que varía históricamente” (1994, p. 86).

En tanto que no puede verificarse la objetividad de los hechos que se refieren, lo que la escritura autobiográfica expresa es solamente la veridicción, la voluntad del sujeto por manifestar su verdad. De este modo, el foco de atención “no pasa por saber en qué condiciones será verdadero un enunciado, sino cuáles son los diferentes juegos de verdad y falsedad que se instauran y según cuáles formas” (Foucault, 2014, p. 29), es decir, mediante qué estrategias y procedimientos formales se construye la veridicción y qué grado de mecanismos ficcionales incluye.

Paul de Man (1991, p. 114) se muestra contrario a establecer una diferenciación entre ficción y autobiografía, ya que lo que la autobiografía recrea es, como mucho, una “ilusión referencial”, jamás establece una correspondencia plena con la realidad. La prosopopeya sobre la cual se sustenta la autobiografía sería entonces una figura de lectura y de entendimiento potencialmente presente en cualquier texto que resulta de otorgar la palabra a seres -en este caso a la voz y el nombre constitutivos de un yo- ausentes, lejanos e incluso abstractos. Por esta razón, la escritura autobiográfica establece una relación especular en la que el autor “se declara sujeto de su propio entendimiento”, pero, lejos de remitir a una situación o a un acontecimiento que puede ser localizado históricamente, esta no es sino la manifestación de una estructura lingüística y, como tal, “no la cosa misma, sino su representación, la imagen de la cosa”, que acaba por desfigurarla. En la perspectiva demaniana, el texto especular se debe analizar, por tanto, como una estructura retórica, como la elaboración consciente de un tropo, como una pretensión de literariedad. Para de Man “el proyecto autobiográfico determina la vida, y (…) lo que el escritor hace está, de hecho, gobernado por los requisitos técnicos del autorretrato, y está, por lo tanto, determinado, en todos sus aspectos, por los recursos de su medio” (1991, p. 113). En síntesis, el repliegue del yo que caracteriza al exilio interior o desarraigo causado por el malestar moderno se expresa paradigmáticamente en el diario personal; al ser un tipo de escritura autobiográfica, como hemos intentado mostrar, los engranajes del diario estarían cimentando una “ontología del parecer” que persigue “desmentir la ficción del otro (incluso de ese otro que es el yo mentiroso del literato) y afirmar la verdad” para uso propio y para uso de los demás (del Prado y Picazo, 1999, p. 100-109). Pero lo hace poniendo en práctica dispositivos ficcionales propios de la literatura.

Pessoa y Kafka como exponentes del sentimiento de extranjeridad

En un ensayo sobre los diarios de Pavese, Susan Sontag (2014, p. 63) asegura que el escritor moderno se configura como sufridor ejemplar reemplazando al santo cristiano y que, a partir de dicha condición, trabaja y transforma su sensibilidad en un medio de autoexpresión. Resulta cuando menos llamativo que esta reflexión aparezca motivada por la lectura de unos diarios. En la línea de lo que he venido argumentando en las páginas precedentes, la escritura diarística de Fernando Pessoa y de Franz Kafka denota con especial intensidad la presencia de un sentimiento de desarraigo identitario que fue el origen de mucho sufrimiento y, asimismo, de un universo literario de gran calidad. Si, como admite Nora Catelli (2007, p. 112), toda la obra de Kafka “procede de la introspección”, se podría argumentar que las creaciones de Pessoa también proceden del mismo lugar. Dadas sus circunstancias históricas y familiares, ellos encarnan paradigmáticamente el “sujeto diaspórico” moderno que no tiene la necesidad de desplazarse físicamente, al que ya aludimos, viéndose abocados a experimentar lo que nos parece más adecuado denominar sentimiento de “extranjeridad”. La formación anglosajona en Sudáfrica para Pessoa y la vivencia en el seno de una comunidad lingüística (alemana) no dominante en su país de origen para Kafka constituyen, al menos en parte, las circunstancias que facultaron ese repliegue narcisista propio del exilio interior que se percibe en sus diarios.

Salta a la vista que un rasgo común a los tres es el conocimiento y el manejo de varias lenguas. En este sentido, algunos de los escritores más ilustres y representativos del siglo XX han tenido una relación muy particular con la lengua en la que producían sus textos, que a veces difería de la lengua materna (Beckett, Conrad, Nabokov, Ionesco, Keruac), de la lengua de la infancia o de la primera instrucción (Borges, Canetti) o de la lengua hegemónica del territorio en el que vivían, y que otras tantas se alternaba elásticamente entre varias (Huidobro, Kundera). El multilingüismo literario -que incluye fenómenos tales como el “multilingüismo intratextual” y el “bilingüismo latente” (Guillén, 1995, p. 124)- ha sido ampliamente estudiado por la bibliografía existente sobre el tema, tanto desde parámetros puramente historicistas como desde perspectivas comparatistas1. Más que informar sobre la pluralidad lingüística evidente en la que, de una forma u otra, se socializaron estos autores, la elección de una lengua de creación concreta entre otras posibles revela eso que Celan (1999, p. 487) denominaba “doblez de lengua” haciendo referencia a la relación profundamente fértil, pero también ambivalente y puntualmente turbia a nivel temático y afectivo, que se establece entre el sujeto creador y su obra. Como bien apunta Gasparini (2009, p. 247-248), la decisión del escritor políglota de “sacar la lengua” (en su doble sentido etimológico de transgresión y de goce) o, por el contrario, de “guardarla” (en su doble sentido de callarse y de vigilarla, e incluso de protegerla) responde a motivaciones de diversa naturaleza y tiene consecuencias manifiestas en su poética y en su estética, ya que implica una toma de posición en el mundo y ante los otros.

Es cierto que, siguiendo la fórmula de Espino (2018, p. 287), muchos de los rasgos temáticos distintivos y recurrentes de la obra de estos autores pueden achacarse a lo que él denomina el “síndrome del bilingüe”: sensación de soledad, incomprensión del mundo, angustia, inadaptación, indolencia, etc., incluso sentimiento de culpa, (auto)acusación de traición y autopercepción del sujeto como un impostor. Con todo, no se trata de deducir inductivamente que el malestar interno que plasmaron en sus diarios -la problemática que aquí se plantea- es una consecuencia unívoca de un bilingüismo que, por otra parte, es manifiesto; sino, antes bien, de explorar si acaso existe una dimensión patológica del multilingüismo y de la existencia cosmopolita y fronteriza -percibida coyunturalmente o bien como “automutilación” (Beaujour, 1989, p. 42) o bien como responsable de la escisión de la personalidad, de su circunstancial transformación en personalidad múltiple y de una sensación persistente de exilio o extranjeridad interior, según lo conceptualiza Kristeva en Étrangers à nous-mêmes (1988). Se hace imperioso, así, rastrear las incomodidades y ambivalencias identitarias de este tipo de escritura, sus giros introspectivos literariamente estimulantes y las problemáticas relaciones que establece con la tarea misma de la creación literaria.

Tampoco nos parece del todo oportuno entregarse sin más a una lectura biografista del contenido de dichos diarios o de las condiciones que posibilitaron su surgimiento. No conviene olvidar que la escritura autobiográfica tal y como se presenta en el diario personal nos viene interesando desde el punto de vista literario por un doble motivo, como hemos argumentado en el apartado precedente: por un lado, comporta un considerable trabajo estético del lenguaje que atañe directamente a la función poética; por otro, opera deliberadamente con la ficción de manera que exhibe una cierta desfiguración del emisor. Barthes daba cuatro razones por las que los escritores llevan diarios: la invención de un estilo, el afán de testimoniar una época, la construcción de una imagen y el laboratorio de la lengua (Catelli, 2007, p. 110). Como veremos a continuación, todas ellas se cumplen en los dos estudios de caso que proponemos, y en especial cobra mucha relevancia la vertiente autorreflexiva, que Philippe Daros ha definido como “la possibilité de lire un texte littéraire comme una réflexion sur sa propre nature et sur celle de la littérature qui fait de la littérature un discours auto-réflexif, un discours qui, implicitament (à cause de sa situation de communication différée), raconte quelque chose d’intéressant sur sa propre activité significative” (2002, p. 158-159). El diario se convierte de este modo en una plataforma que, por un lado, permite constituir la identidad del escritor por oposición a un otro (es decir, como sujeto desarraigado e incomprendido frente a un hipotético otro socialmente integrado o normativo) y, en este sentido, opera como una suerte de refugio o guarida -ese es, en última instancia, el destino del “exilio interior”; y, por otro, funda un espacio que resulta idóneo para cavilar sobre el quehacer literario y experimentar formalmente, hasta el punto de que en ocasiones, teniendo en cuenta que se espera la presencia de un lector externo, el diario es (y actúa como) una obra literaria plenamente autorreflexiva, tanto desde el régimen de la ficción como desde el régimen de la dicción.

Fernando Pessoa: “Me vivo estéticamente en otro”

El caso de Pessoa resulta peculiarmente interesante por cuanto invita de modo muy claro a hipotetizar la existencia de una conexión firme entre su formación académica eminentemente anglosajona -y, a resultas de ello, su posterior desempeño profesional como traductor comercial- y su exuberante tendencia a la despersonalización como escritor en lengua portuguesa. Así pues, convendría esclarecer los efectos que este extraordinario conocimiento de la lengua inglesa produjo en la subjetividad literaria pessoana. Atendiendo, por ejemplo, a lo que el mismo Pessoa expresó en un artículo inédito titulado “Babel - or the Future of Speech Language” -“A real man cannot be (...) anything more than bilingual” (Colom, 2016, p. 117)-, estas influencias bien pudieron ser plenamente conscientes y deseadas. Sin embargo, si, como dijo Tabucchi, su obra proclama “la soledad del estrangeirado, del extranjero en su patria, del alóglota” (1990, p. 49) es porque, de algún modo, existe una cierta desubicación o desarraigo lingüístico. Ello permite cuestionar a su vez una de las premisas más comúnmente aceptadas respecto al poeta: que este representa voluntariamente las inclinaciones del nacionalismo o del patriotismo portugués en su vertiente literaria. A pesar de que determinados críticos han hecho notar una cierta falta de autenticidad y de naturalidad en el inglés de Pessoa2 -o quizás precisamente por eso-, el hecho de que antes de morir el escritor solo reconociera como válidos, además de Mensagem, los textos en inglés (35 Sonnets y English Poems I, II, III) (Swiderski, 2002, p. 121) acrecienta la sospecha de que, efectivamente, en su personalidad literaria predominaba un sentimiento de extranjeridad en la propia patria. Esta sensación de exilio interior o de vinculación precaria y quebradiza con la tierra natal operaría configurando el yo como el principal obstáculo del artista y, simultáneamente, como una potente instancia de creación y de multiplicación de subjetividades que, en ultimo término, revelaría un cosmopolitismo muy fuerte. En virtud de todo lo anterior, cabría preguntarse si la célebre afirmación de Bernardo Soares tan acrítica y superficialmente propalada -“Minha pátria é a língua portuguesa” (Pessoa, 2005, p. 358)- no podría en realidad albergar un sentido irónico subyacente (o como mínimo abierto a discusión).

La actividad diarística de Pessoa se condensa en dos volúmenes: el Libro del desasosiego de Soares y los diarios personales del autor (homónimo).3 Ángel Crespo (1984, p. 180) apunta que el primero, que es una de las piezas fundamentales del drama em gente pessoano y cuya estructura formal sigue, con alguna excepción, los preceptos tradicionales del diario -hasta el punto de que Luis Beltrán (2011, p. 9) la ubica en el género de la “novela-diario” (diary novel)-, lo ha compuesto en realidad un “semiheterónimo” o semipersonaje. Esto quiere decir que Bernardo Soares estaría muy próximo a Pessoa -bastante más de lo que lo estarían Caeiro o de Campos, por poner dos de los ejemplos más célebres-, razón por la cual el propio heterónimo, personaje ficticio, es consciente del explosivo fenómeno heteronímico y se hace partícipe del mismo, dejando en evidencia la enorme autorreflexividad (de primer y segundo grado) de la obra pessoana: “He creado en mí varias personalidades (…). Para crear, me he destruido; tanto me he exteriorizado dentro de mí, que dentro de mí no existo sino exteriormente” (Pessoa, 2005, p. 46-47). ¿Habla Pessoa, habla Soares o lo hacen ambos sincrónicamente? En tal caso, ¿en virtud de qué principios se hace posible la identidad total entre el autor y su heterónimo? Tal vez el sujeto ficcional, haciéndose consciente de su propia inmaterialidad fuera del discurso, es quien puede especular más lúcidamente, en un espacio de intimidad igualmente ficticia, sobre las razones por las cuales la subjetividad del escritor se encuentra cómoda al sumirse en una proliferación de voces. Debido a la misma lógica, este heterónimo que trabaja, mejor dicho, a la manera de alter ego de Pessoa (recogiendo su voz autoral sin dejar de ser, paradójicamente, Soares) es también sensible a los entresijos de la práctica diarística: “Y así, en imágenes sucesivas en que me describo -no sin verdades, pero con mentiras- voy quedando más en las imágenes que en mí, diciéndome hasta no ser” (Pessoa, 2005, p. 231). La identidad del yo, conformada a partir de esas “imágenes sucesivas”, es reconocida abiertamente, a la manera demaniana, como un artefacto discursivo modelado a través del proceso de escritura que se despliega como un ejercicio creativo de veredicción aderezado con “mentiras”, es decir, elementos de ficción. Al fin y al cabo, como había reconocido en otro lugar, el poeta es un fingidor (Pessoa, 2003, p. 111).

La conciencia clara de que la escritura sobre el yo se confecciona haciendo uso de la deformación invita asimismo a reflexionar sobre la obra literaria como producto ficcional -o acaso como única opción formal viable para expresar lingüísticamente la intrincada subjetividad humana- de esa autoconciencia y desemboca casi necesariamente en lo que el propio Soares denomina “estética del artificio”:

Ni yo mismo sé si este yo, que os vengo exponiendo a lo largo de estas páginas, existe realmente o no es más que un concepto estético que yo hice de mí mismo. (…) Me vivo estéticamente en otro. (…) A veces no me reconozco, tan exterior me hice a mí mismo, y tan de modo puramente artístico empleé mi conciencia de mí mismo. (Pessoa, 2005, p. 132)

Como hemos sostenido desde el principio de este trabajo, este juego de artificio -o, en otras palabras, la estetización de la vida íntima que se da en la escritura autobiográfica- se convierte en una alternativa muy productiva a ese malestar colectivo hegemónico que ya hemos caracterizado al alcance de los escritores modernistas, que se sienten incomprendidos y excluidos. Paradójicamente, la estética del artificio -que reconocía su propia condición de simulacro- acaba subvirtiendo por completo la relación constitutiva de lo real: la literatura es lo real (porque nace precisamente de una revisión del yo, del espacio interior del sujeto, de “nuestra compleja sensación de nosotros mismos”) y el afuera del texto es lo falso, lo inerte:

Toda literatura consiste en un esfuerzo para hacer real la vida. Como todos saben, incluso cuando actúan sin saber, la vida es absolutamente irreal en su realidad directa. Los campos, las ciudades, las ideas, son cosas absolutamente ficticias, hijas de nuestra compleja sensación de nosotros mismos. Son intransmisibles todas las impresiones salvo si las hacemos literarias. (Pessoa, 2005, p. 134)

Pessoa (2005, p. 436) explicita en varios lugares, en este caso de nuevo vía Soares, su condición de paria, de extranjero en el medio social de nacimiento: “En todos los lugares de la vida, en todas las situaciones y convivencias, yo fui siempre, para todos, un intruso. Por lo menos, siempre fui un extraño. Rodeado de parientes o de simples conocidos, siempre fui sentido como alguien de fuera” (Pessoa, 2005, p. 436). Pero, al contrario de lo que pudiera pensarse, el sujeto no siempre repudia esa posición de extranjeridad -sea autoatribuida, ungida desde fuera o una mezcla de ambas-; de hecho, a pesar de que produzca angustia y aboque a la soledad, la extranjeridad se vuelve un elemento vector de la identidad, una marca de diferenciación social evidente que puede provocar incluso cierta satisfacción: “La apacibilidad de no tener familia ni compañía, ese suave placer como el del exilio, en el que sentimos el orgullo del destierro matizando de incierta voluptuosidad la vaga inquietud de encontrarnos lejos” (Pessoa, 2005, p. 217). En definitiva, el exilio representa para Pessoa la huida hacia sí mismo, que en su caso significa dirigirse a una multiplicidad de sí-mismos, como estrategia de consolación frente a una sociedad que se entiende anómica y, en muchos aspectos, carente de sentido (quizás por eso dos de los heterónimos más monumentales, Caeiro y Soares, practican de alguna manera el paganismo).

Kafka: “Cuanto más profunda es la fosa que uno se cava, mayor es el silencio”

Kafka, como Pessoa, concibió el trabajo creativo como un trayecto pleno de obstáculos, según atestigua Javier Aparicio (2018, p. 40 y ss.), y alcanzó asimismo el reconocimiento literario póstumamente. Mucho se ha escrito ya sobre la presencia de lo aparentemente absurdo, lo reificado y lo siniestro u ominoso en la obra de Kafka como propiedades inherentes a su representación patológica de la existencia humana,4 pero no siempre desde la óptica del sentimiento de exilio o extrangeridad (interior y/o exterior) del alóglota -que en el caso de Kafka probablemente pueda vincularse además a la compleja gestión que hizo de su herencia hebrea (que es, para Kafka, curiosamente, “una lengua muy antigua que ya casi nadie sabe leer, ya casi lengua muerta” (Dobry, 2017, p. 2019), lo cual, desde luego, vuelve a remitir a la incomodidad que podría suscitar el contexto cultural multilingüe): “¿Qué tengo en común con los judíos? Apenas si tengo algo en común conmigo mismo, y debería meterme en un rincón, en completo silencio, contento de poder respirar” (Kafka, 1975, p. 11). Las innumerables cartas dirigidas a Felice y a Milena y las profusas anotaciones de sus diarios evidencian que el escritor checo concibió la soledad y la angustia de la existencia moderna en concordancia con la obra de Pessoa, es decir, haciendo gala de un indiscutible pesimismo, como atestigua la respuesta ya célebre que dio Kafka cuando Max Brod preguntó si, en vista de la decadencia de la Europa contemporánea, existía esperanza fuera de esa manifestación del mundo: “Oh, bastante esperanza, infinita esperanza, sólo que no para nosotros” (Benjamin, 1999, p. 140).

Si bien en Kafka la despersonalización -en tanto que alteración en la percepción de la individualidad- se manifiesta mediante personajes abúlicos, desposeídos por completo de su voluntad, hiporreactivos, incapaces de rebelarse e incluso nominalmente similares (varios de ellos responden con variantes, como se sabe, al nombre de K.), y no activando la proliferación desordenada de individualidades no necesariamente anómalas, como en Pessoa, parece claro que en ambos casos se produce una recreación literaria del extrañamiento que sufre la autopercepción. Sería conveniente determinar si puede hablarse de una equivalencia desde el punto de vista intertextual entre el sentimiento de extranjeridad de Kafka, vivido como “eterno desamparo” (Kafka, 1975, p. 30), y el de Pessoa, y si sus estrategias de autorrepresentación son testimonio de la irracionalidad con que se percibía generacionalmente la modernidad. Sea lingüístico o espiritual (o ambos), el desarraigo de ese “extraño universal” que es Kafka, según lo bautizó Bauman (2005, p. 86), es típico de aquel que no consigue echar raíces en ningún lugar y utiliza la escritura como mecanismo de sublimación. Es evidente que, en Kafka, el desarraigo se manifiesta en la forma de una inadecuación a la norma hegemónica: la incapacidad para cumplir el rol de “varón sustentador” que la sociedad atribuye al género masculino -estaba impedido para contraer matrimonio, imposibilitado para independizarse económicamente de su familia a pesar de poseer un empleo estable (con el que, por otra parte, no se realiza en absoluto), su hombría era puesta en cuestión por anhelar una dedicación exclusiva a la literatura,5 etc.,- desemboca forzosamente en una intensa sensación de soledad: “cuanto más profunda es la fosa que uno se cava, mayor es el silencio, menos temeroso se vuelve uno y mayor es la tranquilidad” (Kafka, 1975, p. 131). Si bien este aislamiento (simbolizado en la fosa) llega a percibirse como una consecuencia de la propia actuación y no de ninguna injerencia externa -como lo indica la utilización del pronombre reflexivo en la conjugación del verbo “cavar”-, como un elemento que activa la fantasía de la culpa, evoca en paralelo, como acabamos de ver en Pessoa, un ambiente deseado de serenidad y sosiego beneficioso para el individuo.

El diario se convierte de esta manera en un espacio propicio para la evasión, y también en el lugar al que huir en periodos de esterilidad creativa. Una lectura superficial del diario de Kafka revela muy pronto su entidad como “journal-laboratoire”, como “taller del escritor” donde se dan cita múltiples relatos (cuyas marcas se pueden encontrar luego en las obras publicadas) y descripciones enormemente ricas del entorno -de ritos judíos, de todo tipo de objetos, de los paseantes de Praga, etc. En sí mismo, eso constituiría un tema de estudio altamente sugerente. Por ahora basta con señalar, echando mano de Blanchot (1996, p. 202), que Kafka lleva “el diario de la obra que no escribe” en el que se dejan ver “las huellas oscuras, anónimas del libro que se intenta realizar”, lo cual es un ejemplo claro no solo de cómo se desarrolla el proceso de elaboración de las ficciones kafkianas, sino también de autoreflexividad literaria. En este sentido, el hecho de que el diario sea excepcionalmente descriptivo, especialmente en lo que tiene que ver con el universo objetal, denota que existe un cierto erotismo kafkiano que no pasa por la cuestión de los sexos y ni siquiera por la de las personas, sino que se desarrolla como pura intensidad descriptiva. Este “autoerotismo de la escritura”, como lo llama Pablo Lópiz (2011, p. 62), es la forma que adquiere, según nos parece, la autoconciencia en Kafka, que se manifiesta esencialmente como una pulsión hacia la escritura, donde ella misma encuentra en sí su propio objeto. Por eso resulta común encontrar en los diarios una vinculación estrecha entre el malestar causado por el sentimiento de extranjeridad o inadaptación y la actividad literaria (que de alguna manera es terapéutica): “Antes pensaba: nada podrá acabar contigo, nada destruirá esta cabeza dura, clara, evidentemente vacía, jamás cerrarás los ojos con inconsciencia o con dolor, ni arrugarás la frente, ni te temblarán las manos; lo único que podrás hacer siempre es describirlo” (Kafka, 1975, p. 130). Fernando Castro delinea a la perfección esta condición doble del malestar interior (incómodo por definición y a la vez medicinal cuando se sublima en la escritura): “la angustia es experimentada como la fuente de la esperanza, la dicha que atraviesa la desdicha, el destello animal de la pena” (Castro, 1993, p. 60).

La desfiguración toma en Kafka un cariz especialmente doliente: la escritura autobiográfica nos revela a un Kafka acosado a partes iguales por la culpa y humillación; culpable por sentirse solo, desamparado, ajeno y preso de sus decisiones contradictorias; humillado por concederle tanto espacio a la culpa, que lo inmoviliza y dificulta una consecución más o menos satisfactoria de lo que le apasiona exclusivamente: escribir. En el fragmento que citamos a continuación, Kafka da forma a la paradoja que supone expresar lingüísticamente un estado emocional de tristeza: objetivar el dolor por medio de la escritura implica, de algún modo, falsearlo, y aún así ello es la muestra de que perviven ciertas energías libidinales en forma de lo que Kafka, dubitativamente, llama “desbordamiento”:

Me resulta incomprensible que casi todos los que saben escribir puedan objetivar el dolor en medio del dolor; que yo, por ejemplo, en medio de la desdicha, y con la cabeza ardiente de tanta infelicidad, pueda sentarme y comunicarle a alguien por escrito: Soy desgraciado. Sí, puedo incluso ir más lejos y con los diversos adornos, propios de mi talento, con algo que no parece tener nada que ver con la desdicha, puedo fantasear de un modo simple o antitético, o con orquestas enteras de asociaciones. Y no hay mentira en ello ni me calma el dolor; se trata, simplemente, y de un modo generoso, de un desbordamiento de fuerzas en un momento en que el dolor ha consumido visiblemente todas mis energías hasta el fondo de mi ser, donde sigue escarbando. Pero, ¿qué clase de desbordamiento es éste? (Kafka, 1975, p. 176-177)

En otro plano de sentido, los “diversos adornos” que el sujeto pone en circulación también atañen a esta escritura diarística: la deformación del yo consustancial a este tipo de escritura se compensa en el hecho de que el desbordamiento de la escritura -el acto de escribir, interpretamos aquí- se convierte en un soporte fundamental de la identidad, siendo quizás la única manera de sobrevivir en el marco de una existencia plagada de insatisfacciones. En suma, cuando una lee los diarios de Kafka, inmediatamente establece una asociación con la lapidaria frase final de El proceso: “fue como si la vergüenza fuera a sobrevivirlo” (Kafka, 2001, p. 276), porque lo que se desprende de dicho fragmento, como de tantos otros, es que está tomando la palabra una subjetividad profundamente dañada que, sin embargo, no sería capaz de escribir desde otro lugar, lo cual se erige como uno de los motores desencadenantes de la vergüenza. Lo expresó mejor en su día Elias Canetti: “La vulnerabilidad de su cuerpo [el de Kafka], así como de su cabeza, es la condición propiamente necesaria para su arte de escribir. Por mucho que a veces parezca que se esfuerce por lograr protección y abrigo contra esa vulnerabilidad, todos los esfuerzos engañan, pues de hecho necesita su soledad a modo de desamparo” (1983, p. 124-125).

Conclusiones

Sería demasiado aventurado sostener que el contenido de la escritura de un autor queda completamente condicionado por el ya descrito sentimiento de extranjeridad, que nace a partir de unas circunstancias socio-históricas concretas y reviste en cada individuo, como es obvio, unas maneras particulares; sin embargo, el recorrido realizado a lo largo de estas páginas permite elaborar la hipótesis de que, sin una huella vital constituida a la sombra de alguna forma de desarraigo territorial y lingüístico e influida por la angustia, el carácter autoral de Pessoa y Kafka sería enteramente diferente, porque muy probablemente sus obras -y, en concreto, sus textos autobiográficos- no presentarían ese repliegue narcisista y esa renuncia a la exterioridad (vivida como incomprensible y dañina) que se observa a través del análisis textual. No era nuestra intención sentenciar principios inamovibles al respecto, ni tampoco clausurar el debate que suscita tal premisa. En primer lugar, porque las dificultades de carácter editorial impiden una lectura sencilla y simplificada de los textos seleccionados: como se dijo, la escritura diarística pessoana no está correctamente editada en castellano (pues no se detallan bien las fuentes de procedencia de los fragmentos recogidos, y existe la sospecha de que se hayan mezclado e invisibilizado los heterónimos en favor del ortónimo).

Y, en segundo lugar, porque resulta prácticamente imposible, por mucho que se invoque el razonamiento inductivo, extraer conclusiones inalterables a partir de los pocos fragmentos aquí́ citados, porque desde luego los autores seleccionados se caracterizan por haber dado vida a una obra extensísima y profunda. Lo que se pretendía en este trabajo, antes bien, era destacar a ojos de lector un hilo conductor que emparenta a estos escritores y unos motivos que son en cada caso bastante llamativos: una confluencia biográfica que los lleva por la senda del desarraigo moderno, de la vivencia multilingüe, de la anomia social, y una elección: la de registrar autorreflexivamente su malestar íntimo en un diario, abriéndose con ello (sabiéndolo o sin saberlo) a la posibilidad de ficcionalizarse a sí mismos. Ya sea mediante la estética del artificio, en virtud del peso de la culpa o echando mano de autorretratos diversos (pero complementarios), todos ellos acaban confesando que la escritura encarna la única oportunidad de salvación personal y de conexión con el mundo -lo cual amplía la reflexión también al ámbito de lo metaliterario o lo metalingüístico, ya que lo hacen por escrito-, que el ejercicio ficcional representa una sólida vía de escape, un desplazamiento sin movimiento, a esa realidad moderna alienada y alienante que los envuelve, y que, en última instancia, la realidad deviene algo más aceptable pasada por el tamiz de lo literario.

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*Este trabajo se realizó durante 2019-2020 en el marco de una investigación más amplia sobre las formas diarísticas.

1Véanse, por ejemplo, Foster, L. (1970). The Poet’s Tongues: Multilingualism in Literature. Londres: Cambridge UP. y Kellman, S. (2000). The Translingual Imagination. Lincoln, Londres: University of Nebraska Press.

2Véase Ferreira, P. (2014). Entre duas Pátrias: o Bilinguismo de Fernando Pessoa. En Pessoa Plural. Núm. 6. pp. 59-77.

3Le agradezco a la doctora Elena Losada la conversación mantenida en 2019 y sus aclaraciones a propósito de la dificultad de teorizar sobre la escritura autobiográfica de Pessoa. Por una parte, parece ser que los diarios ortónimos no están recogidos íntegramente en un volumen estipulado como tal, de modo que lo que suele editarse son composiciones a partir de fragmentos y anotaciones de procedencia diversa que, en consecuencia, no constituyen una fuente demasiado fiable. Por otra, el estudio del Libro del desasosiego, extremadamente complejo en sí mismo, nos exigiría entrar en el terreno explicativo de la heteronimia, lo cual a su vez nos obligaría a desviar la línea temática de este trabajo. No obstante, intentaremos ofrecer en adelante una panorámica general de la plasmación del sentimiento de extranjeridad y de la conciencia de la desfiguración autobiográfica en dicha obra.

4Véase, por ejemplo, González, E. (Comp.). (2017). Franz Kafka: culpa, ley y soberanía. Medellín: Universidad Pontificiana Bolivariana.

5Ese es, como se sabe, uno de los reproches más duros que Kafka le hace a su padre en la Carta al padre.

Recibido: 31 de Enero de 2023; Aprobado: 11 de Septiembre de 2023

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