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Andamios

versão On-line ISSN 2594-1917versão impressa ISSN 1870-0063

Andamios vol.19 no.50 Ciudad de México Set./Dez. 2022  Epub 29-Set-2023

https://doi.org/10.29092/uacm.v19i50.944 

Dossier

La lógica de la crueldad y las desapariciones forzadas en México

The logic of cruelty and forced disappearances in Mexico

Concepción Delgado Parra* 

*Profesora e investigadora del Posgrado de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México. Correo electrónico: concepcion.delgado@uacm.edu.mx


Resumen

El artículo propone discutir el alcance del discurso moral de la lógica de la crueldad en las desapariciones forzadas durante el sexenio de Felipe Calderón. Busca, también, identificar prácticas susceptibles de revertir esta gramática. Dos perspectivas se abordan con este fin. Una filosófico-antropológica y otra político-periodística, cuya estructura metodológica plantea cuatro ejes analíticos: la distinción ética y moral para dirimir en qué consiste la lógica de la crueldad; el análisis político-periodístico para contextualizar la “guerra contra el narcotráfico” de Calderón, punto de inflexión del aumento de las desapariciones forzadas; la instrumentalidad de la gramática moral y la lógica de criminalización en el proceso de desaparición forzada; y, la respuesta ética de las “personas buscadoras” que apunta a la transgresión de la lógica de la crueldad.

Palabras clave: Desapariciones forzadas; gramática moral; lógica de la crueldad; ética; vidas dañadas

Abstract

The article proposes to discuss the scope of the moral discourse of the logic of cruelty in forced disappearances during the six-year administration of Felipe Calderón. It also seeks to identify practices that can reverse this grammar. To this end, two perspectives are used: a philosophical-anthropological one and a political-journalistic one, whose methodological structure posits four analytical axes. These include the ethical and moral distinction to determine what the logic of cruelty involves; a political-journalistic analysis to contextualize Calderón’s “war on drug trafficking,” a turning point in the increase in forced disappearances; the instrumentality of moral grammar and the logic of criminalization in the process of forced disappearance; and the ethical response of the “searchers” that points to the transgression of the logic of cruelty.

Key words: Forced disappearances; moral grammar; logic of cruelty; ethics; damaged lives

Introducción

Las vidas dañadas no son resultado de la casualidad, sino de dispositivos diseñados para convertir en superfluas a personas que dejaron de ser “funcionales” para la reproducción social y económica en el mundo de hoy. Si las mujeres exigen acceder a sus derechos, rompen la lógica de explotación y sometimiento a la que han estado supeditadas durante siglos;1 si los pueblos originarios luchan por proteger sus territorios y formas comunitarias de vida se convierten en una amenaza para los intereses económicos locales y globales que pretenden apropiarse de los recursos naturales;2 si las y los jóvenes se resisten a ser parte de bandas organizadas dedicadas al tráfico de personas, comercio sexual y drogas, son eliminados.3 En este proceso de multiplicación del terror dirigido a obtener los mayores beneficios económicos se crea una cadena de producción de vidas dañadas.

La desaparición forzada, entendida como “la aprehensión, la detención o el secuestro de personas por un Estado o una organización política, o con su autorización, apoyo o aquiescencia, seguido de la negativa de admitir tal privación de la libertad o dar información sobre la suerte o el paradero de esas personas, con la intención de dejarlas fuera del amparo de la ley por un periodo prolongado” (OEA, 1994; OEA, s. f.), refiere “un crimen de lesa humanidad”, cuya acto se convertirá en una máquina de muerte durante la mal llamada “guerra contra el narcotráfico”.

El trabajo que se presenta a continuación propone discutir el alcance del discurso moral de la lógica de la crueldad y su puesta en marcha a partir de las formas de operación de las desapariciones forzadas en el marco del gobierno calderonista.4 Pretende, también, identificar prácticas expresadas en el terreno de la acción colectiva desarrolladas por grupos de la sociedad civil dirigidas a revertir la instrumentalidad de la gramática moral, detrás de la que se esconde una lógica de la crueldad que justifica el valor desigual de la vida entre las personas. Con este objetivo se elaboró una estrategia metodológica que pone en relación dos perspectivas. Una filosófico-antropológica para argumentar el sentido de la moral y su lógica de la crueldad y otra político-periodística que permite situar el terreno empírico de la crueldad ejercida durante el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012). Cuatro ejes analíticos configuran la estructura del trabajo: la distinción entre ética y moral para dirimir en qué consiste la lógica de la crueldad; la recuperación de la tesis político-periodística que señala que la “guerra contra el narco” instrumentada por Calderón permitió a la clase gobernante designar un enemigo permanente para justificar la militarización del país y un estado de excepción responsable de violentar los derechos humanos, que derivó en una campaña de exterminio de hombres, mujeres, jóvenes y niños en la que se culpabilizó a los “carteles” y sus interminables guerras como los causantes de las desapariciones forzadas; la articulación entre el discurso de la gramática moral y la lógica de criminalización de las víctimas de desaparición forzada para observar y describir su forma de operación; y, la respuesta ética identificada en colectivos de “personas buscadoras” que contribuye a desmontar la lógica de la crueldad al desviar la acción colectiva hacia una deriva que escapa al discurso de la gramática moral. Aunque este último apartado apenas puntea un camino para transgredir la lógica de la crueldad, implica un importante hallazgo para continuar en la búsqueda de salidas de acceso a la justicia para enfrentar el crimen de lesa humanidad de las desapariciones forzadas en México.

A modo de un primer acercamiento, diremos que la argumentación filosófico-antropológica sobre la que apoyamos el estudio tiene su base en el planteamiento desarrollado por Joan-Carles Mèlich, filósofo catalán, estudioso de la condición humana para el que la lógica moral organiza un modo particular de habitar el mundo que protege a los que permanecen bajo su “ámbito de inmunidad”, pero al mismo tiempo ignora y desprecia a quienes no considera personas al proclamar que carecen de dignidad. A estos se los puede eliminar sin guardar ningún sentimiento de culpa. Este carácter excluyente, anidado en toda moral, opera como una lógica de la crueldad cubierta por una especie de “manto” que oculta la vergüenza no solo colectiva, sino de la persona misma para evadir la responsabilidad por los seres dañados. Se trata de una lógica que administra y teje formas específicas de relación con los demás y con nosotros mismos, de un mecanismo que integra y excluye, respeta y extermina (Mèlich, 2016, p. 12-15); un procedimiento que acciona de manera paradójica en el terreno legal, judicial, económico, político y sociocultural.

La importancia de retomar este enmarcamiento para aproximarnos al problema de la desaparición forzada en México consiste en visibilizar el modo de operación mediante el que se justifican procedimientos “legales y legítimos” para generar las condiciones que benefician a grupos de interés creados a costa de criminalizar a las víctimas que van dejando a su paso.5 Este mecanismo actúa en una doble dirección. Por una parte, despoja a la víctima de su singularidad al asignarle la categorización genérica de “desaparecido”, situándola en un lugar inasible dentro del ámbito legal y jurídico que se materializa en criterios que “justifican” la división entre quienes merecen vivir y quienes deben ser sacrificados. Y, por la otra, al criminalizar a la persona se desactiva la empatía social, desestimulando el interés colectivo por la búsqueda de los cuerpos, el esclarecimiento de la verdad y la impartición de justicia. Estas acciones no podrían llevarse a cabo sin la intervención de un Estado cómplice que aprovecha el monopolio de la violencia y sus definiciones de legalidad para ponerlas al servicio de una clase económica local y global que utiliza la guerra -en cualquiera de sus versiones- como método primordial para la generación de riqueza (Anguiano, 2012, p. 16-17). Pero, estas acciones también van acompañadas de una sociedad que juzga a las víctimas a partir de una gramática moral que afirma que existen vidas que son dignas de duelo y otras que no merecen ser lloradas. Una moral que establece por adelantado qué debe hacerse con las personas y cómo hay que tratarlas. Un procedimiento normativo que decreta de antemano qué tipo de seres son dignos de ser tomados como modelos por su comportamiento ejemplar y los que tienen que ser descalificados por atentar contra las “buenas conciencias”. Una norma que dicta quiénes serán (o no) considerados seres humanos; una lógica moral que deviene “fábrica” de producción de “buenas conciencias” (Mèlich, 2016, p. 15).

Esto último permite introducir el segundo soporte sobre el que se realiza el abordaje de este trabajo, referido a la hipótesis sostenida por Oswaldo Zavala, periodista e investigador académico, especialista en el estudio de imaginarios nacionalistas y la representación y conceptualización de la frontera entre México y Estados Unidos, quien expone a través de diferentes estudios que la militarización gestada en la época de Felipe Calderón, bajo la bandera de la “guerra contra el narcotráfico”, constituye una “invención” mediante la que el propio Estado creó la narrativa de la delincuencia organizada con el propósito de legitimar la ocupación militar, supuestamente para enfrentar la violencia de los “carteles” (Zavala, 2022, p. 22). Información documentada muestra que la militarización fue utilizada con el propósito de abrir vastas regiones a prácticas extractivas trasnacionales de explotación, mientras que los “carteles” operaban como una extensión de los intereses trasnacionales y actuaban como una fuerza paramilitar al servicio de las élites políticas y empresariales (Correa-Cabrera y Payán, 2021; Torre, 2013, p. 25). El discurso estatal de la “guerra contra las drogas” permitió a la clase gobernante designar al narcotráfico como un enemigo permanente para justificar la militarización del país y un estado de excepción, responsable de violentar los derechos humanos. A través de esta narrativa se “legitimó” una siniestra campaña de exterminio de mujeres, hombres, jóvenes y niños en la que se culpabilizó a los “carteles” y sus interminables guerras como los causantes de las desapariciones forzadas. Narrativa que deslindaba al Estado de su intervención en la destrucción de estructuras locales inconvenientes para los intereses de la cúpula federal. Discurso que los medios de comunicación hegemónicos replicaron. Aunque la violencia gestada en este período fue real, la explicación oficial corresponderá más bien a un ardid político, una fantasía redituable que permitió a las autoridades ejercer una violencia cruel en contra de la población, pero siempre legitimada por la reciclable trama de la “guerra contra el narco” (Zavala, 2022, p. 22).

Esta persistente narrativa que tomó una fuerza sin precedentes en el sexenio de Calderón fue utilizada en décadas anteriores para acreditar la agenda de “seguridad nacional” impuesta por Estados Unidos, y su violenta estrategia de militarización y asesinato empleada para crear las condiciones que permitieran llevar a cabo los mayores saqueos del país de recursos naturales (Zavala, 2022, p. 339-340; Correa y Payán, 2021, p. 178). Mientras se enfrentaba la peor de las crisis de seguridad en la historia de México, según declaraciones de Felipe Calderón, comenzó a expandirse una amplia red de colusión entre autoridades, funcionarios de cuello blanco, “carteles” actuando como paramilitares y empresarios vinculados a consorcios globales dedicados a explotar y controlar los bienes naturales del país (Carlsen, 2008, p. 17). Una trama de corrupción e impunidad que nos alcanza hasta nuestros días.

Las dos perspectivas enunciadas hasta aquí, una filosófico-antropológica y otra político-periodística, servirán de guía al itinerario de esta reflexión. La primera ofrecerá herramientas para visibilizar el modo de operación de la gramática moral para justificar una la lógica de la crueldad dirigida a criminalizar a las víctimas de desaparición forzada, inhibiendo su búsqueda y cualquier exigencia de justicia. Y, la segunda, permitirá situar la “guerra contra el narcotráfico”, como el punto de inflexión en el que se pone en marcha la máquina de producción de muerte, desaparición forzada y vidas dañadas. La guerra no comienza con la movilización del ejército, sino con el uso estratégico de una gramática moral que la justifica y promueve. La materialización de esta violenta política de gobierno tomará forma a través de una lógica de la crueldad instrumentada al ejercer un control directo sobre las personas consideradas “superfluas” para la generación de ganancias y riquezas, a quienes reducirá, en el mejor de los casos, a un número en la estadística de desaparecidos en México.

La ética frente al discurso moral y la lógica de la crueldad

Muchas veces pareciera que cuando se aborda un problema de corte empírico desde la mirada filosófica los puntos de contacto son impracticables. Pensar con riesgo. De esta manera podríamos enunciar el ejercicio de aproximación entre lo que hoy acontece y la filosofía. Tener el valor de pensar delante del otro, del que sufre, del que tiene la vida dañada. Ponerse en cuestión ante lo inenarrable. La vida cotidiana nos aleja de este compromiso cuando aparece ante nosotros un acto que incomoda y pretendemos ignorar para no ser tocados. Hemos sido educados en una moral que configura un modo de ser que nos protege de la vergüenza y evita que la culpa aparezca frente a la indiferencia del dolor ajeno. Aprendemos a mirar a los demás despojándolos de su singularidad. Sentenciamos a las personas como “buenas o malas”, dependiendo de la posición que ocupen en el registro de los valores de la “moral decente”. Enfrentar la evasión ante el sufrimiento del otro, es lo que convoca la escritura de este texto. Desmantelar narrativas morales que impiden situar lo que acontece con la violencia en México, implica girar las palabras para mirar de cerca un grave problema que nos atañe a quienes habitamos este espacio común; una cuestión que nos interpela y responsabiliza a todos y cada una.

Partir de la diferencia entre moral y ética constituye un elemento importante para comprender en qué consiste la lógica de la crueldad que nos atraviesa. Siguiendo la definición de moral propuesta por Joan-Carles Mèlich, en un primer acercamiento diremos que se refiere a una trama categorial, un ámbito de inmunidad, una gramática, un marco sígnico y normativo que establece y clasifica a priori quién tiene derechos y quién deberes, quién debe ser tratado como “persona” y quién no, de quién podemos o debemos compadecernos y frente a quién tenemos que permanecer indiferentes. A esta descripción general añadiremos un elemento central para la discusión de este trabajo. El hecho de que la moral, más allá de sus efectos punitivos (castigo, represión, etcétera), ante todo y sobre todo, conforma una gramática que protege a las personas de la vergüenza y, como tal, incluye y excluye, ordena y clasifica, distingue lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto, lo que debe hacerse de lo que debe olvidarse (Mèlich, 2016, p. 14). Este procedimiento crea “normas de decencia” necesarias para que determinadas acciones queden justificadas y una serie de actos sean legitimados. Incluso, aquellos que impliquen ir en contra de la vida y dignidad de un ser humano.

Toda moral dicta leyes, normas e imperativos. La moral es pública, nunca privada. Por su parte, la ética surge como una transgresión de las leyes y categorías, “como una respuesta hic et nunc a la demanda del otro en una situación única e irrepetible” (Mèlich, 2016, p. 15-16). Es una respuesta individual a una situación límite, imposibilitada para dar razones que expliquen su contestación. La ética no tiene razones, solo responde a situaciones impredecibles, a demandas extrañas, a encrucijadas que no tienen solución en manuales o códigos deontológicos. “Mientras que la moral nos dice qué debemos hacer, pensar, decir o responder, la ética nos dice que tenemos que responder a una situación sin saber a ciencia cierta qué debemos responder” (Mèlich, 2016, p. 16). A la ética solo le preocupa si la otra persona, sea quien sea, sufre; sencillamente, es una respuesta a una apelación de alguien que sufre. Por lo tanto, es radicalmente ambigua, nada tiene que ver con los grandes principios ni leyes, ni con la obediencia a imperativos categóricos (Mèlich, 2016, p. 241; Mèlich, 2010, p. 108).

La moral se adquiere a través de una gramática heredada al momento de nacer, cuyo contenido ofrece una interpretación “dada” en el devenir histórico, a través de la que se configuran los seres actuantes en relación con el mundo que habitan. Esta herencia remite a un cúmulo articulado de signos, símbolos, imágenes, narraciones, valores, hábitos, gestos, costumbres, en torno a los que se ordenan y organizan las relaciones con los demás. Este legado proporciona las normas de conducta que rigen la interacción de los miembros al interior de la comunidad. De este modo, las normas establecidas a través de esta gramática guían la vida colectiva, definen lo que somos, determina lo que debemos hacer y establece la manera de comportarnos en comunidad. Así, aprender a vivir exige internalizar las normas de decencia con las que tendremos que conducirnos en el desarrollo de nuestra vida.

Pertenecer a un mundo implica, entonces, sujetarse a una forma de operación moral que nos permita ser incluidos bajo el manto de una ley que protege y ofrece seguridad y certidumbre. Dentro de este ideal cartesiano se implanta un marco de referencia que determina lo que es importante, lo que debe ser tomado en cuenta y la manera de afrontar y responder a las cuestiones fundamentales. Este andamiaje proporciona un conjunto de elementos de inteligibilidad, interpretación y acción, encaminados a otorgar un horizonte de seguridad absoluta.

En este sentido, la gramática moral heredada deviene enmarcadora del actuar del sujeto al que provee de horizontes de significado. Determina las maneras de ser y proceder. Y, al mismo tiempo que define lo que uno es, estructura la forma del pensar, decir y hacer. Todo esto sostenido bajo el fundamento y pretensión metafísica de lo eterno, inmutable, universal e incuestionable. Esta forma de operación actúa a partir de una doble dinámica: protege e ignora, incluye y excluye, crea y ordena, distribuye y clasifica.

Por ello, Joan-Carles Mèlich señala que no hay moral sin lógica, ni tampoco lógica sin crueldad. La gramática moral establece marcos rituales que dotan de poder a los horizontes de significado haciendo posible la irrupción de una lógica de la crueldad. Precisamente porque este dispositivo fabrica identidades, determina lo que somos y una vez concebidos, define cuáles son nuestros derechos y deberes. Pero no solo eso, decreta lo que se puede pensar como bueno, justo y legítimo; lo que se puede decir, la palabra correcta e incorrecta; lo que se puede hacer, las buenas acciones y malas. Determina, también cuándo se puede, o no, tener la conciencia tranquila, en qué momento sentirse culpable o pedir perdón, cuándo sentir vergüenza. A partir de estos horizontes de significado se delimita la normalidad de lo patológico, se explicitan las perversiones y genera conciencia de la culpa. Finalmente, bajo esta lógica se define qué vida merece ser llorada, recordada u olvidada. Encaramos, pues, una lógica de la crueldad. Pero, no se trata de una acción aislada, sino de una forma de operación articulada. Estamos hablando de un dispositivo que justifica y legitima la crueldad de la buena conciencia, de la conciencia tranquila, “la crueldad del trabajo bien hecho y el deber cumplido” (Mèlich, 2016, p. 51-52).

Distinguir la moral de la ética permite visualizar, entre otras cosas, cómo opera la estigmatización sobre ciertos sectores de la población y describir cómo se “manufactura” la indiferencia ante el sufrimiento y el dolor de otros. Cuando nos encontramos frente a una situación ética encaramos el vértigo ante el vacío de no contar con respuestas a priori que dicten la manera de comportarnos. Por el contrario, la moral nos tranquiliza, ofrece seguridad porque prescribe un comportamiento universal. La ética provoca incertidumbre porque nos sitúa frente a un abismo imposible de superar, no tiene lógica; es la subversión de la lógica. La moral legitima la exclusión. De modo que todo lo que no entra en su marco categorial puede ser eliminado o ignorado. El problema es que “detrás de esta supuesta protección se oculta un principio cruel: la legitimación del exterminio de los que no encajan en esa moral” (Mèlich, 2018, p. 93; Mèlich, 2016, p. 33).

Una lógica de la crueldad no soporta el vértigo, por eso intenta con todas sus fuerzas diluir la frontera entre la moral y la ética, reduciendo la segunda a la primera. Aquí, no hay lugar para el sinsentido, todo es moral o inmoral, solo hay significado. Cada cosa tiene su lugar, todo sucede como Dios manda. Ni alteridad, ni extrañeza, ni disonancias, ni disidencias, ni transgresiones, ni perplejidades. Todo está previsto y predeterminado. Y si algo escapa a esta lógica, debe ser exterminado por su propio bien y por el nuestro (Mèlich, 2016, p. 22). En ese sentido, la moral es cruel no porque sea prescriptiva, ni punitiva, sino porque se presenta como una capa de protección universal cuando en realidad solo protege a quienes se encuentran bajo su manto categorial y justifica la eliminación de quienes han sido excluidos de esa protección. Detrás de este supuesto “refugio” universal se oculta un principio cruel: el exterminio de los que no encajan en esa moral.

En cambio, la ética surge porque estamos atravesados por carencias y padecimientos con los que debemos vivir esforzándonos para compensarlos. No tenemos más remedio que aceptar nuestra condición doliente (Marquard, 2001, p. 29). Es por ello, por lo que la ética aparece en esta fisura producida entre la gramática que heredamos y lo que deseamos, anida en las situaciones imprevisibles e improgramables. Nunca podremos saber de antemano qué es lo ético, cómo tendríamos que actuar éticamente, cuál es la respuesta ética correcta. Una situación ética solo tiene lugar si nos descubrimos incompetentes. De lo contrario, la “buena conciencia” tomaría su lugar, avalando la realización del “trabajo bien hecho”. Hay ética no porque sepamos lo que está bien y lo que está mal, sino justamente porque no lo sabemos, porque estamos obligados a responder in situ a las diversas cuestiones que otros nos formulan y demandan en cada trayecto vital. Si hay ética es porque quedamos a menudo perplejos ante situaciones que nos dejan mudos, que nos indignan pero que, al mismo tiempo, no estamos seguros de saber cómo afrontarlas (Mèlich, 2010, p. 45-46). La ética no es una respuesta-a, sino un responder-de. Allí, en ese intersticio, en esa hendidura, se abre la oportunidad de un actuar ético.

La moral indica qué debemos hacer, pensar o decir, la ética nos conmina a responder ante situaciones límite donde la moral ya no tiene respuestas, donde las “normas de decencia” desaparecen y solo quedamos ante la desnudez del sufrimiento del otro. Frente a la violencia exacerbada, producida y marcada por un discurso que apela a estrategias y técnicas de negación de la libertad y dignidad humana, estalla la respuesta ética donde lo decisivo reside en permanecer junto al que sufre, acompañarlo, ser sensibles y actuar ante su dolor. Si el derecho se ocupa de lo legal y la moral de lo legítimo, la ética se sitúa en la responsabilidad de responder frente al que sufre (Mèlich, 2016, p. 16).

Asistimos a una época en la que todo lo que salta a la vista es la crueldad. El telón de fondo lo configura un escenario de polarización política y social protagonizado por quienes se consideran herederos de la doctrina económica de la democracia. En este escenario, la crueldad no debe confundirse con la violencia. Esta última es irracional y resultado de la improvisación y del arrebato, cosifica y destruye, pero está desprovista de significado. En cambio, la crueldad es racional y planificada hasta sus últimas consecuencias. En este terreno el horror está “justificado y calculado”. Aunque ambas son abominables, es importante distinguirlas en sus modos de operación para explicar cómo funciona la lógica de la crueldad.

El procedimiento de la crueldad se caracteriza por definir un orden que expulsa todo lo que considera caótico o anómalo a partir de clasificaciones que determinan cómo debe ser tratado un ser humano. En este sentido, la crueldad inicia con la “ordenación” del lenguaje mediante el que se expresa una manera de pensar, de normalizar, de vivir y de ser. Por lo tanto, la crueldad no refiere a un mero acto de violencia o de destrucción, sino a una forma de ordenar y clasificar la vida. En este marco, el lenguaje clasista y racista normaliza no tener ningún miramiento con quienes históricamente han padecido la desigualdad y la injusticia, convirtiéndolos en objeto de discriminación y desprecio. De este modo, se normaliza la regla de que “solo debemos sentir compasión de los seres que son como nosotros”. Denigrar a las personas permite a las “buenas conciencias” justificar la crueldad infligida a quienes impiden el logro de sus propósitos.

Distinguir la ética de la moral resulta una herramienta filosófica y antropológica valiosa para revelar el modo de operación de los marcos morales que sirvieron a la narrativa de Felipe Calderón para “legitimar” una agenda de “seguridad nacional” y su violenta estrategia de militarización, bajo la trama de la “guerra contra el narcotráfico”, que dejó a su paso miles de víctimas de desaparición forzada. Decisión basada en una lógica de la crueldad, esa que “irrumpe como un sistema de total previsibilidad en el que todo puede y debe ser administrado, calculado y programado” (Mèlich, 2016, p. 34).

La “guerra contra el narcotráfico” y la máquina de producción de vidas dañadas

Desde hace cuatro décadas la disputa por el control de los recursos naturales derivó en la instrumentación de estrategias dirigidas a allanar el avance y fluidez de los capitales globales. Particularmente, el caso mexicano fue inoculado en el sexenio de Felipe Calderón con la narrativa de la “guerra contra el narcotráfico”, siguiendo la agenda securitaria de Estados Unidos para justificar la militarización del país.6 Acción que ha caminado a la par de reformas a la Constitución para facilitar la entrega del patrimonio natural a empresas privadas.7

Oswaldo Zavala apunta que la “guerra contra las drogas” en México debe entenderse como un mecanismo de ocupación militar utilizado con el propósito de abrir extensas regiones a prácticas extractivas trasnacionales de explotación. En su reciente libro, La guerra de las palabras (2022), denuncia la práctica gubernamental de desapariciones y desplazamientos forzados para acceder a territorios ricos en energéticos en el norte de México y exhibe con información documental que mientras el gobierno calderonista declaraba emplear a los militares para erradicar al cartel de “Los Zetas” de Tamaulipas y estados vecinos, en esa misma zona se encontraban conglomerados trasnacionales y élites políticas y empresariales, dedicados a la edificación de megaproyectos de explotación de gas “shale” en la Cuenca de Burgos, considerada la cuarta reserva de hidrocarburos más grande del mundo. Al trasponer los sitios de proyectos de extracción con los territorios donde la ocupación militar tenía lugar en la supuesta “guerra contra el narco” encontramos convergencia. Ambos coincidían en las mismas regiones del noroeste de México con epicentro en el estado de Tamaulipas (Zavala, 2022, p. 369, 370).

Siguiendo la agenda securitaria de Estados Unidos, el gobierno de Calderón edificó una eficiente política de información policial y militar doméstica que criminalizaba la pobreza, al mismo tiempo que proveía las condiciones para la expansión de traficantes de droga con fines geopolíticos específicos (Pérez-Correa, 2011, p. 180). El gobierno calderonista impulsó la narrativa del “narco” como el enemigo a vencer generando en la opinión pública la percepción de que las fuerzas armadas tenían como tarea enfrentar las acciones del crimen organizado y las economías clandestinas asentadas en México. La llamada “guerra contra el narcotráfico” introdujo la agenda de “seguridad nacional”, procedimiento que vino acompañado de la violenta estrategia de militarización, asesinato, desaparición forzada y despojo (Zavala, 2022, p. 23-26).

La lógica de la crueldad comenzó a operar en este contexto. En un principio creando la expectativa social de lograr la seguridad nacional para más tarde mostrar su verdadero efecto. En esencia, se trató de un procedimiento dirigido a clasificar y otorgar significado en el marco de una fuerza de ley al tema de la lucha contra el narcotráfico. Una fuerza normativa que trasminó a la sociedad mediante procedimientos valorativos y performativos que impusieron formas a priori de justificar la militarización del país. No debemos olvidar lo que apuntamos en el apartado anterior, la moral es una gramática constituida por un conjunto de signos y hábitos, de normas de decencia y costumbres propios de una cultura en un momento histórico determinado.

Esto implica que la gramática moral configura una visión del mundo de quienes la comparten. La instauración del discurso del gobierno mexicano, dirigido a salvaguardar la seguridad de la población, justificó sus acciones para imponer la estrategia de militarización. Legitimidad que vino acompañada de la retórica impuesta por la llamada Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (ASPAN), de la que derivó la Iniciativa Mérida, resultado del acuerdo celebrado el 23 de mayo de 2005 entre los gobiernos de México, Canadá y Estados Unidos. Pese a que el ASPAN trastocaba la relación binacional e implicaba evidentes violaciones a los derechos humanos y avanzaba en los preceptos establecidos por la agenda nacional de George W. Bush, que criminalizaba a los migrantes, terroristas y traficantes por igual y exigía aplicar medidas unilaterales en el combate al terrorismo y al narcotráfico, Felipe Calderón decidió instaurar la estrategia de confrontación con el crimen organizado a la que denominó “política de seguridad nacional” (Ribando, 2022; Anguiano, 2012; Kalyvas, 2006).

En el sexenio calderonista operó una estrategia en la que las guerras entre narcos ocultaban la verdadera intención del gobierno federal de facilitar la apropiación ilegal de territorios del país, ricos en recursos naturales, y ahora abiertos a la explotación de compañías trasnacionales con la aquiescencia de diversos grupos de interés político y empresarial en México (Zavala, 2018, p. 225). La gravedad de esta situación tuvo consecuencias terribles. Si bien la “guerra de carteles” fue una ficción montada por los gobiernos de Estados Unidos y México para justificar la militarización y, así allanar el avance del capital global, el saldo que dejó esta “política de seguridad nacional” durante este periodo fue de más de 272 mil asesinatos y más de 40 mil desapariciones forzadas, según cifras oficiales (RNPDNO, 2022/04/19). A este horror se sumó el desplazamiento de más de 740 mil personas víctimas de desplazamiento forzado (Salazar y Álvarez, 2018, p. 30).

“Gobernar es decidir”, Calderón escribe esta cínica frase en las primeras páginas de su libro Decisiones difíciles (2020, p. 11) . Decisión tomada a partir de una guerra simulada contra el supuesto poder de carteles situados en el centro mismo de la narrativa social, que reiteraba un país tomado por traficantes (Zavala, 2022, p. 356). Escenario propicio para introducir una política militarista secundada por un discurso que estigmatizaba a sectores empobrecidos que serían criminalizados por un sistema racista y clasista, que lejos de ofrecerles paz y seguridad, los arrojaría al horror de la desaparición forzada. Jóvenes morenos hombres, entre 25 y 29 años y mujeres, entre 19 y 24 años, sin educación y desempleados, activistas defensores del medio ambiente, campesinos organizados en torno a la denuncia de arbitrariedades cometidas por las autoridades, periodistas de “a pie” y migrantes, fueron categorizados como poblaciones “superfluas”. Útiles para asegurar el avance y la fluidez del capital global trasnacional bajo el amparo y usufructo de la clase político-empresarial del país, pero desechables al instaurarse los proyectos empresariales de explotación y despojo disfrazados de inversión extranjera (Hernández, 2019; Chamberlain, 2022).

En este marco, la militarización operó como un brutal instrumento facilitador de proyectos de extracción en numerosas zonas ricas en petróleo, gas y minerales, mientras a su paso destruía comunidades enteras mediante el uso de violencia organizada, desaparición y desplazamiento forzados (Zavala, 2022, p. 332; Piñeyro, 2012; Salazar y Álvarez, 2018). La “guerra contra el narcotráfico” de Calderón estará marcada por una gramática moral que distinguió entre la protección de la población del país de la violencia perpetrada por los supuestos “carteles”, frente a sectores vulnerables a los que criminalizó y sobre los que impuso “legalmente” la represión y la violencia.

Una ley moral que actuó con crueldad al proteger a militares, políticos y empresarios que gozaban del reconocimiento categorial de ser “personas dignas”, no porque fueran respetables, sino porque estuvieron dispuestos a someterse a un modelo en el que la administración de la política fungió como un ‘trabajo de muerte’ dirigido a controlar amplios territorios para la explotación de recursos geoestratégicos, laborales, de manufacturación y, de paso, para la circulación de mercancías (Fazio, 2016, p. 17). Por perversas o inhumanas que estas sean, las acciones realizadas por las autoridades en turno fueron “legitimadas” por una gramática de “inmunidad” que les ofreció la garantía de que sus actos eran correctos, aunque esto implicara cometer asesinatos, violaciones, desapariciones y desplazamientos forzados.

La militarización instrumentada por el calderonismo tuvo como uno de sus propósitos totalizar la guerra contra las drogas y la violencia (Pansters, Smith y Watt, 2018, p. 2-3). Para ello, Calderón radicalizó el lenguaje utilizando una gramática fascista que justificó la normalización de la violencia con profundas repercusiones para la vulneración de los derechos humanos. Mientras las desapariciones y los desplazamientos forzados eran ordenados por militares bajo su mando y decisión, declaraba: “Costará vidas humanas inocentes, pero vale la pena seguir adelante” (Avilés, 2011/12/03). Una “guerra contra el narcotráfico” que resultó ser un pretexto para militarizar el país, destruir el Estado nacional y entregar los recursos naturales a los magnates de Estados Unidos y España. Al mismo tiempo que se fortalecía a los “carteles”, quienes operaron -y continúan haciéndolo- como una extensión de los intereses trasnacionales y una fuerza paramilitar al servicio de las élites políticas y empresariales (Correa-Cabrera y Payán, 2021).

La “guerra contra el narco” constituye una puesta en escena de las formas de operación utilizadas por una gramática moral capaz de producir “legal y justificadamente” una fábrica de muerte, de destrucción de personas clasificadas como “superfluas”, de vidas dañadas. Las formas de dominación y sometimiento fueron encubiertas en nombre de la “Seguridad del Estado”, que no fue sino una edificación ideológica en la que se escudaron las élites políticas y económicas que aprovecharon el poder público para favorecer intereses particulares, sin importar que la vida de miles de personas fuera lastimada o arrebatada. En eso radica, precisamente, la lógica de la crueldad. Un Estado que utiliza el monopolio de la violencia legítima y sus definiciones de legalidad para respaldar y promover procesos que aceleran la desposesión y el ultraje de amplias regiones sometidas a la explotación de consorcios trasnacionales, alejados de toda ética, para obtener amplias ganancias al menor costo posible.

Cada día, la utilización de la guerra como forma de enriquecimiento ilícito se profundiza más. Práctica enmascarada de inversión extranjera, tratados de libre comercio para integrar economías, ayuda humanitaria y rescate financiero por parte de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (Zavala, 2022, p. 333; Anguiano, 2012, p. 15-22). Pero, mientras este discurso se extiende mediáticamente, a través de la narrativa de diplomacias enarboladas por los países intervencionistas, se lleva a cabo el saqueo, el despojo, el desplazamiento y las desapariciones forzadas en beneficio de las grandes corporaciones globales que actúan en connivencia con las autoridades estatales y grupos paramilitares denominados “carteles”.

Hoy, más que nunca, encaramos la responsabilidad ética que nos impele a exigir justicia por los actos perpetrados por autoridades mexicanas que han dejado a su paso más de 100 mil desaparecidos en el periodo de 1964-2022, según cifras oficiales. Desenmascarar una lógica de la crueldad que silencia la justicia a cambio de no perder los privilegios y mantenerse a salvo de la vergüenza y la culpa. Un modo de operación que criminaliza a las víctimas de desaparición forzada y termina arrojándolas al olvido de la historia, mientras deja en la impunidad a los autores de la barbarie.

Fractales de la lógica de la crueldad: la criminalización y el olvido de los desaparecidos

Un fractal es un objeto geométrico que se caracteriza por tener una estructura que se repite a diferentes escalas. De algún modo, se trata de un patrón sin fin. Esta figura relacionada con un modelo matemático que describe y estudia objetos y fenómenos frecuentes en la naturaleza que no se pueden explicar por las teorías clásicas y que se obtienen mediante simulaciones del proceso que los crea, permite establecer un símil con la forma en que opera la lógica de la crueldad -procedimiento intrínseco a la moral-, cuando criminaliza y arroja al olvido a los desaparecidos en una repetición sin fin para evadir el esclarecimiento de la verdad e impedir el castigo a los perpetradores del horror.

Cuando existe la ley siempre hay, necesariamente, alguien en ella, alguien ante ella y alguien fuera de ella. Las dos primeras condiciones corresponden a quienes han sido categorizados en la jerarquía social como “personas dignas” que gozan de una “conciencia buena”.8 Aquí, no nos referimos únicamente a la ley jurídica, sino sobre todo a la moral. La que indica quién es persona, quién posee dignidad, quién debe ser respetado y quién puede ser excluido. Por supuesto, la ley tiene sus representantes y sus portavoces. Los que deciden quién puede “entrar a la ley”. De ahí que no solo sea normativa sino también categorial. Definir a los seres humanos a partir de categorías implica despojarlos de su singularidad, de su nombre propio. Precisamente porque solo tienen acceso a la ley los seres investidos de categorías: “los genéricos”. De este modo, la ley no puede sustraerse de la lógica de la crueldad porque solo será capaz de proteger a aquellos a los que ella misma les otorgó el ser. Este mecanismo requiere que dejemos de ser alguien para convertirnos en algo: ciudadano, varón, mujer, ser humano. Implica transformarse en un ser que la gramática moral determina que es “digno de tener derechos”, un ser cuya vida puede y debe ser llorada (Mèlich, 2016, p. 35-38).

Aquí se encuentra lo paradójico -y perverso- de la ley. Para que una víctima de desaparición y sus familias puedan acceder a la ley, previamente deben ser reconocidas como seres genéricos (ciudadanos, seres humanos, etcétera). Sin embargo, la larga historia de desapariciones forzadas muestra que una de las estrategias utilizadas por el Estado mexicano es la criminalización de las víctimas, lo que las coloca fuera de la ley, situándolas en el tercer caso enunciado líneas arriba.

No olvidemos que el procedimiento de la crueldad se caracteriza por definir un orden que expulsa todo lo que considera caótico o anómalo a partir de clasificaciones que determinan cómo debe ser tratado un ser humano, si su vida puede ser vivida y su muerte recordada. En este sentido, la crueldad inicia con la “ordenación” del lenguaje mediante el que se expresa una manera de pensar, de normalizar, de vivir y de ser. Por lo tanto, la crueldad no solo refiere a un mero acto de violencia o destrucción, sino también a una forma de ordenar y clasificar la vida. Al criminalizar a las víctimas se potencia el ejercicio de la estigmatización, donde los discursos de racismo y clasismo replican y amplían un punto de vista colectivo en contra de quienes sufren del horror de la desaparición forzada. En este marco, se normaliza la discriminación y el desprecio hacia poblaciones consideradas culpables y responsables de lo que les sucede.

Un ejemplo de esto es el lenguaje que se construye en torno al término “levantón”, empleado para referirse al modo de operación utilizado por comandos armados con insignias o sin ellas que llegan a un lugar en uno o más vehículos para detener a una o varias personas de las que no se vuelve a tener noticias (Rodríguez, 2017, p. 260). Y, si aparecen vivas, la mayoría de las veces su cuerpo tiene marcas de tortura o sufren confusión en sus recuerdos. José Reveles (2011) sostiene que este término es ofensivo y arbitrario porque estigmatiza y discrimina. En primera instancia, desecha la posibilidad de obtener ayuda rápida dando tiempo a los perpetradores de desaparecer a la víctima. Pero, además, impide conocer la verdadera naturaleza del delito. Y, en este contexto, la opinión pública asume, la mayoría de las veces, que la persona fue privada de su libertad porque tenía un nexo con el crimen organizado; lo que deriva en la estigmatización no solo de la persona secuestrada, sino de toda su familia (Pérez, 2011b). Adicionalmente, la situación propicia las condiciones para que las autoridades se desliguen de su responsabilidad institucional, lo que conduce a actos de impunidad que son igualmente dolosos e impiden la procuración de justicia. El lenguaje de “los levantones” invisibiliza un conjunto de prácticas detrás de las que se esconde una estrategia que recoge la tecnología represiva del Estado puesta al servicio de fuerzas turbias donde es prácticamente imposible distinguir entre los agentes del Estado y los del crimen organizado (González, 2012).

Líneas arriba señalábamos que la ley solo mantiene bajo su protección las categorías genéricas construidas por ella misma. En este sentido, cuando las autoridades declaran el hecho como un “levantón”, crean un dispositivo que pone en marcha la exclusión de la víctima ante la ley, toda vez que: “el levantón no existe en ningún código penal, no está tipificado, es una expresión que socialmente califica a priori las actividades que realizaba la víctima, estigmatizándola, pues se le vincula con la delincuencia organizada o con actividades ilícitas” (Rivero, 2013, p. 25). Denominar con ese nombre a la desaparición forzada implica ocultar un delito en contra del derecho a la vida, integridad física, libertad y seguridad personal, tipificado en el código penal. Al mismo tiempo que condena al desaparecido al repudio social y promueve la impunidad del hecho. Esto muestra que la crueldad de la ley no aparece en lo que la ley dice, prescribe y normativiza, sino en su modo de operar, en su manera de funcionar (Mèlich, 2016, p. 237).

Otro modo de operación en la larga historia de desapariciones forzadas en México es la acusación de la víctima de tener vínculos con el crimen organizado sin contar con ninguna prueba. En estos casos los medios de comunicación hegemónicos juegan un papel estratégico en la reproducción de la narrativa. Un ejemplo relevante es el de Gamaliel López Candanosa y Gerardo Paredes Pérez, periodistas del noticiario TV Azteca Noreste, desparecidos en mayo de 2007, cuando realizaban un reportaje sobre niños abandonados en Monterrey, Nuevo León. Carlos Treviño Berchelmann, procurador general de justicia, acusó públicamente a Gamaliel López de tener vínculos con grupos del crimen organizado y que la desaparición de Gerardo Paredes era resultado de un efecto colateral. Las declaraciones tenían como propósito disminuir la presión mediática a la que estaba sometido el funcionario por tratarse de dos periodistas con amplio reconocimiento social en la entidad. Meses más tarde el procurador se retractó de lo dicho. Sin embargo, el daño ya estaba hecho (Rodríguez, 2017, p. 260).

Otro caso que se suma a la narrativa de la criminalización de las víctimas se refiere a lo sucedido en septiembre de 2011, cuando el fiscal general del Estado de Coahuila, Jesús Torres Charles, fue increpado por los medios sobre las investigaciones en torno a las desapariciones forzadas. Declaró en varias ocasiones que no había avances debido a que muchas de las personas desaparecidas estaban involucradas con la delincuencia organizada. Información que fue desmentida por el Obispo de Saltillo, Raúl Vera, y por el Colectivo Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila. El modo de operación se repitió, una vez más. Y, por supuesto, los familiares de las víctimas de desaparición no quedaron exentos de la difamación propagada por las autoridades (Rodríguez, 2017, p. 261).

Un último caso en la cadena infinita de la gramática moral instrumentada por las autoridades para proteger a los perpetradores de las desapariciones forzadas se refiere al asesinato de Nepomuceno Moreno -ocurrido el 28 de noviembre de 2011, en Hermosillo, Sonora-, padre de Jorge Mario Moreno desaparecido en 2007. Las declaraciones de las autoridades ministeriales posteriores al hecho sugirieron que el móvil del homicidio estaba relacionado con la delincuencia organizada. Las autoridades recordaron a la opinión pública que Nepomuceno Moreno había sido detenido en 2005, por estar en un auto con dos presuntos criminales. Lo que no dijeron las autoridades ministeriales fue que el juez lo liberó por falta de pruebas (Rodríguez, 2017, p. 261).

Los fractales producidos por la lógica de la crueldad atravesaron de manera geométrica la “guerra contra las drogas” instrumentada en el gobierno de Felipe Calderón. Sus prácticas sistemáticas edificaron un Estado de muerte, sostenido sobre una gramática moral encargada de desdibujar el rostro de los responsables, manteniéndolos a salvo bajo la túnica de la impunidad; de fabricar un conjunto de normas para ofrecer protección e inmunidad a los perpetradores del horror; y, de crear un escenario de silencios que, hasta hoy, impiden conocer la verdad y hacer justicia a las víctimas de desaparición forzada. Lo propio de la moral no es tanto la represión cuanto la protección de aquellos que previamente han sido calificados como sujetos que deben ser protegidos (Mèlich, 2016, p. 53). Para entender cómo opera esta lógica es necesario situar a la moral más allá del significado negativo que reprime, pues, como señala Foucault, “los nuevos procedimientos del poder ya no funcionan por el derecho sino por la técnica, no por la ley sino por la normalización, no por el castigo sino por el control” (Foucault, 2006, p. 93)

Así, cuando la gramática moral ratifica los mecanismos de impunidad para proteger a los autores de la barbarie justifica y legitima que el horror se repita. Por ello, la lucha de los familiares de los desaparecidos coloca en el centro de su exigencia recuperar la singularidad de la víctima, su ser único, su honra. Mantenerlos a salvo de las narrativas que los criminalizan o los ubican como “víctimas de daños colaterales”, como partícipes o cómplices del conflicto. Devolverles su particularidad, protegerlos de una categoría genérica que los desubjetiva arrebatándoles su nombre propio por una cifra estadística, donde ya no hay cadáveres sino piezas, ni desapariciones de seres humanos sino acciones burocráticas que terminan por olvidar a las víctimas.

A modo de hallazgo | Las “buscadoras de desaparecidos” y la ética transgresora de la moral

Los seres humanos miramos de manera simultánea hacia el pasado y lo por venir. El ángel de la historia de Walter Benjamin refiere a un hecho que resulta antropológicamente ineludible: volvernos hacia el pasado para vivir el presente y desear un nuevo futuro, un mejor futuro. Giro atisbado en la recuperación de la memoria.9 Cuando miramos al pasado podemos darnos cuenta de que nos falta alguien, algo o, incluso, nosotros mismos. Somos seres en falta. Esta experiencia desgarradora introduce a la ética como una praxis que configura espacios de cordialidad, que sin necesidad de acudir a imperativos morales que definen qué tipo de seres deben ser alabados o despreciados nos sitúa en una relación compasiva, al margen de los órdenes normativos vigentes de la gramática que nos ha tocado heredar. La ética es una relación compasiva, una respuesta al dolor del otro, ausente de fundamento y normatividad.

Las “buscadoras de desaparecidos” nos enseñan que la respuesta ética se encuentra en las márgenes de la moral. Intuyen que es imposible escapar a la gramática heredada. Por eso se sitúan en el umbral, en el lugar donde nace la ética. Frente a la ausencia de respuesta de las autoridades del Estado contraponen la búsqueda incansable de sus seres queridos para impedir la clausura a sus demandas de justicia. Un aspecto esencial de la lógica de la crueldad es minar el deseo de seguir adelante, de permanecer abiertos, de seguir siendo deseo. Por esta razón, apela al miedo y al odio para horadar el alma, la vida y los sueños de las personas y así evitar que continúen perseverando en su deseo. Frente a esta práctica, las “buscadoras” tejen una urdimbre de relaciones compasivas con quienes sufren; trabajan colectivamente y sin fin para encontrar los hijos e hijas propios y de otras familias. No distinguen entre el dolor propio y el ajeno, lo que las une es responder a la demanda del otro, acompañarlo en la situación de sufrimiento excepcional que lo habita. Resistir a la clausura, nunca claudicar.

Ante el terrible dolor de la desaparición de sus seres queridos, las buscadoras reelaboran este sentimiento convirtiéndolo en acción política y en impulso para narrar el horror vivido, desde donde luchan por la reivindicación de los derechos de las víctimas a la verdad y la justicia.10 Se trata de una transfiguración basada en el amor. “¿Por qué les buscamos? Porque les amamos”, esta enunciación de las madres buscadoras pone en jaque el modo de operación de la moral. Introducir el amor en sus márgenes, implica alojar la ambigüedad en un modelo que no lo resiste. Una moral ambigua es una mala moral, en su gramática no hay lugar para la incertidumbre solo para la fabricación certera de buenas conciencias. Por ello, cuando las buscadoras introducen a la respuesta ética el amor transgreden los marcos morales. Precisamente porque no hacen más que anunciar amor y habla del amor a sus hijos e hijas y a los del lejano. Extraño amor que desestructura el paradigma de la posesión y el dominio, en la medida que lo único que da es lo que no tiene, no da propiedades sino que “se da” (Cragnolini, 2005, p. 18).

La moral en primer lugar pregunta quién es el otro para prescribir el trato que se le otorgará. La ética, en cambio, no le interesa saber quién es el otro, si es un hombre, una mujer, un ciudadano, un migrante “sin papeles”. Solo le preocupa si el otro, sea quien sea, sufre. Y, responde, sin más, al que sufre, con independencia de su ser, de su contexto, de su rol, de su existencia. La moral previamente indaga si el que sufre es una persona porque si lo es, entonces su sufrimiento debe ser tomado en serio y su muerte debe ser llorada. En la ética que estalla en las madres buscadoras, lo decisivo es situarse junto a quien padece dolor. Por eso le acompañan, son sensibles a su aflicción y actúan ante su sufrimiento. La ética no juzga, no discrimina, ni mucho menos categoriza en escalas de valor. En una palabra, la ética es donación, entendida como desapropiación y desasimiento. Alejada de la voluntad de aferramiento, de reducción, de volver pensable todo lo que existe. Se trata, más bien, de un “don” que se ofrenda en la medida en que no conserva nada de sí.

Mantenerse en las márgenes de la moral como una forma de transgresión, eso apunta el actuar ético de las buscadoras de desaparecidos. Por eso, plantear al inicio de este trabajo la importancia de distinguir la ética de la moral es relevante si de lo que se trata es de exigir justicia con verdad para las víctimas de desaparición forzada. Y, es aquí donde se desprende la memoria como gesto ético radical.11 La memoria como un ejercicio vivo que politiza la experiencia presente y obliga a recordar los agravios históricos y las injusticias vividas para impedir que se repitan. La memoria compartida produce nuevas formas de acción, de organización, de vigilancia colectiva. No pertenece al Estado, ni a los partidos políticos, mucho menos a los medios hegemónicos, ni al mercado. Por diversas vías la ética potencia a la memoria, toda vez que tiene la capacidad de convertirla en acción política para llevar a la práctica la exigencia de justicia. De luchar contra el olvido y la indiferencia de una gramática moral, que niega lo desemejante al considerarlo inexistente para sus leyes. La memoria da voz a los oprimidos, a los excluidos, a aquellos que de alguna manera fueron puestos al margen de la historia, del derecho y de su propia voz (Cohen, 2002, p. 6-8).

El amplio e independiente Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México desvela un hallazgo fundamental: el trauma colectivo y su cura son un asunto ético-político puesto en marcha a través de la memoria. No se trata de un recuerdo fijo de un pasado clausurado, sino de una narración abierta y siempre sujeta a la reinterpretación; tarea ético-política comprometida con la interpelación del pasado para convertir a la justicia en un presente continuo. Experiencia capaz de transgredir la lógica de la crueldad, mediante la acción colectiva situada justo en el umbral, donde la ética de la compasión y la política son reunidas por la memoria para detener la producción de vidas dañadas.

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1La supuesta “guerra” de Felipe Calderón contra el narcotráfico constituye un parteaguas en la línea del tiempo de la violencia feminicida. En 2008 se da un cambio radical en las cifras, el promedio de asesinato de mujeres se ubicará en un promedio anual de 2 mil 713, casi el doble con respecto a los años anteriores. Es importante destacar que en este periodo no se contaba con datos confiables sobre los feminicidios, como indica el análisis elaborado por el Instituto Belisario Domínguez, toda vez que la inclusión de este delito en la Constitución mexicana se llevará a cabo en 2012 y hasta 2018 comenzará a realizarse su registro formal (Instituto Belisario Domínguez, 2020).

2De acuerdo con el último informe sobre “Desplazamiento Forzado de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de Derechos Humanos” (2020), los datos muestran que 4 de cada 10 desplazados son indígenas. Y, advierte que las masacres, desapariciones forzadas y desplazamientos masivos que acontecieron a partir de 2010 evidenciaron que, más que tratarse de luchas interétnicas, han tenido como engranaje principal la violencia paramilitar y la intervención del Estado para la garantía de impunidad. Entre 2006 y 2013, 16,092 personas indígenas fueron desplazadas (5,364 familias) (CNDH, 2016). Sobre las múltiples ausencias de los indígenas desaparecidos en México, ver: Hernández, A. (2019).

3Durante la “guerra contra el narcotráfico” muchos jóvenes fueron receptáculo de consumo, control y vulnerabilidad. Unas veces convirtiéndose en blanco del ejercicio de la violencia, pero también del deseo, del poder y del intercambio. Otras más, fueron utilizados como recursos de sobrevivencia para las familias, mercancías de trabajo de la maquila y objeto de sustracción y manipulación, mediante el secuestro, la tortura, el “levantón” o el reclutamiento forzado de las organizaciones criminales asociadas al narcotráfico. Al respecto, ver: Piñeyro, J. (2012, p. 5-14) ; Barra, A. y Joloy, A. (2011, p. 33 y 36) y Chamberlain, M. (2022).

4En 2019, la ONU-DH México y la CNDH coeditaron el estudio “La desaparición forzada en México: una mirada desde los organismos del sistema de Naciones Unidas”. En la investigación se destacan las dimensiones de desaparición forzada en los últimos dos sexenios, en el contexto de la denominada guerra “contra el narco”, cuyas estadísticas oficiales hablan de más de 40 mil casos. Pese a esta demencial barbarie sigue sin conocerse la autoría de estos hechos y si se conoce, permanece impune. Bajo la presión del movimiento de familias, las cosas gradualmente están cambiando. En 2017, México adoptó la Ley General sobre Desapariciones Forzadas de Personas, Desapariciones Cometidas por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de personas. Pero, tardará dos años más en implementarse. En 2019, finalmente, el gobierno mexicano reconoce la dimensión de la crisis de desaparición forzada y se relanza el Sistema Nacional de Búsqueda. No obstante, las desapariciones continúan ocurriendo y la impunidad sigue imperando (ONU-DH México y CNDH, 2019).

5Una descripción de la barbarie ocurrida en este periodo de las desapariciones forzadas en México y de la corrupción, impunidad e ineptitud gubernamental puede consultarse en: Pérez, C. (2011) y Pérez, A. (2011a y 2011b).

6En el gobierno de Calderón se duplicó el presupuesto asignado al Ejército. En 2006 se asignaron a la Sedena 26 mil millones de pesos y en 2011, la cifra aumentó a 50 mil millones de pesos. Incluso, se utilizaron partidas presupuestales extras sin el aval del Congreso, bajo la narrativa de la “seguridad nacional y la lucha contra el narcotrático” y se creó el Fideicomiso Público de Administración y Pago de Equipo Militar que sirvió para adquirir material bélico con el único aval del Ejecutivo federal (Aranda, 06/09/2011). La “Iniciativa Mérida” sirvió como instrumento de “inversión y control militar” de EEUU para expandir sus empresas trasnacionales en las regiones de riqueza natural en el territorio mexicano, enmascarada de lucha contra la violencia del narcotráfico (Ribando Seelke, 2022).

7Barreto Rozo y Madrazo Lajous, en su importante estudio sobre “Los costos constitucionales de la guerra contra las drogas: dos estudios de caso de las transformaciones de las comunidades políticas de Las Américas“, señalan que el régimen jurídico mediante el que se fundamentaba la prohibición de las drogas y a través del cual había operado la guerra contra las drogas se transformó radicalmente en el gobierno calderonista. En su investigación identifican dos grandes ejes sobre los que se explica la mayor parte de las reformas realizadas durante este sexenio: la creación de un régimen penal especial a nivel constitucional para perseguir delitos cometidos en la modalidad de delicuencia organizada y la “federalización” de la persecusión de los delitos contra la salud a partir de la llamada Ley de Narcomenudeo adoptada en 2009. El costo constitucional para las víctimas de desaparición forzada y la entrega del patrimonio natural a las empresas privadas de estas modificaciones legislativas conlleva tres consecuencias que impactan en la edificación de la gramática moral y su lógica de la crueldad: la restricción de derechos fundamentales, la centralización del régimen federal y la conflación de funciones de distintos órganos de gobierno involucrados en la guerra contra las drogas. Para mayor profundización sobre este tema, ver: A. Barreto y A. Madrazo (2015), A. Madrazo (2014a, 2014b, 2014c), Pérez-Correa et al. (2013), Kalyvas (2006).

8El caso de Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública, durante el sexenio de Calderón, resulta revelador en este sentido. En 2019 es detenido en Texas, Estados Unidos y acusado por la corte de Nueva York de haber colaborado con el cartel de Sinaloa durante los años de la supuesta “guerra contra las drogas”, y ser brazo derecho del gobierno calderonista. Aunque se le acusa de cargos relacionados con una operación criminal organizada, sistemática y trasnacional que permitió la introducción de sustancias prohibidas al territorio estadounidense y de realizar declaraciones falsas ante agentes del Servicio de Aduanas e Inmigración de los Estados Unidos (Ángel, 2019/10; Reina, 2019/12/10), no existe una acusación vinculada a su responsabilidad con el crimen de lesa humanidad de las desapariciones forzadas en México. Colocarlo ante la ley, implica otorgarle el derecho a su defensa, reconocerlo como un sujeto de derecho, como una “persona digna”, oportunidad que las víctimas de desaparición forzada no tuvieron, ni tampoco sus familias que hoy luchan por conseguir justicia. A los “desaparecidos” se les sitúa fuera de la ley, en un lugar inasible dentro del ámbito legal y jurídico, sin derechos. Esta “distinción” instrumentada por la gramática moral, en la que unos son reconocidos como “personas dignas” y otros son considerados seres sin identidad y, por lo tanto, sin acceso a sus derechos humanos, devienen “superfluos”. Esta práctica común en la ley moral perfila una forma de operación de la lógica de la crueldad.

9En las Tesis sobre la historia y otros fragmentos, Benjamin apunta que la memoria es como esos rayos ultravioletas que permiten ver lo que se oculta al ojo; descubre una parte oculta de la realidad que no resulta interesante ni para la filosofía ni para la ciencia. Se trata de un intersticio oculto u ocultado. Y, justamente, esa parte olvidada o invisibilizada de la realidad es la “historia del sufrimiento”, de la injusticia. El ángel de la historia, inspirado en la lectura cabalística de su amigo Gershom Scholem, remite al cuadro de Paul Klee llamado Angelus Novus en el que se observa un ángel que parece a punto de alejarse de algo que le tiene paralizado, le gustaría detenerse para despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, una tempestad sopla desde el paraíso enredando sus alas y no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja incontenible hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad (Benjamin, 2005).

10La presión ejercida por el activismo político de las familias de víctimas de desaparición forzada y el acompañamiento de organismos como el Grupo Interdisciplinario de Expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (GIEI), ha sido clave en la disputa por la memoria, en la producción del sentido, para nombrar los hechos como desaparición forzada, no secuestro del crimen organizado y en la construcción de la verdad colectiva con base en testigos (Martínez, 2022, p. 757). El derecho a narrar la injusticia permite sustentar los reclamos de personas y comunidades dañadas en sus derechos humanos, respaldar sus testimonios y asegurar la justa recepción y registro de conversaciones entre actores confrontados. El derecho a narrar, significa reconocer la autoridad de esos actos de habla que muchas veces se realizan bajo presión y terminan convirtiéndose en diálogos perturbados. Cuando las sociedades vuelven la espalda a este derecho caduca su posibilidad de escuchar al otro, quedando hundidas en un silencio ensordecedor (Delgado, 2022, p. 129).

11Las obras de Walter Benjamin, Primo Levi, Hannah Arendt, Paul Ricoeur y Manuel Reyes-Mate, entre muchos otros, ofrecen un referente ético, teórico y conceptual para el análisis del lugar de la memoria en la construcción de la verdad y la justicia. En estos estudios, la historia deja de ser un proceso político estático y anónimo para convertirse en memoria que recupera el sufrimiento íntimo de sujetos con nombre propio que rebasa el espacio privado, al tratarse de un dolor compartido por muchos. En este sentido, la memoria colectiva atraviesa comunidades, pueblos, naciones y regiones enteras.

Recibido: 23 de Mayo de 2022; Aprobado: 05 de Agosto de 2022

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