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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.19 no.49 Ciudad de México may./ago. 2022  Epub 05-Jun-2023

https://doi.org/10.29092/uacm.v19i49.941 

Reseñas

La legitimidad como garantía del lazo social

Israel Covarrubias* 

*Profesor-investigador de tiempo completo en la Universidad Autónoma de Querétaro, México. Correo electrónico: israel.covarrubias@uaq.mx

Frausto, O. 2021. Tres tradiciones en la teoría de la legitimidad. Barcelona: Terra Ignota


Tres tradiciones en la teoría de la legitimidad es una obra que ofrece una introducción puntual al problema de la legitimidad. Para llevar a cabo su empresa, el autor propone un modelo triádico basado en aquello que define como “hornadas de despliegue”. El objetivo de su estrategia es reinterpretar ciertos pasajes clave de algunas tradiciones del pensamiento político en torno a la legitimación del poder, la obediencia y la vida en sociedad.

A partir de una muy particular interpretación que hace sobre una serie restringida de autores clásicos y contemporáneos, en el libro éstos aparecen colocados en tres grandes esferas (cognocitiva, práctico moral y estética), que nos conducen a pensar la legitimidad desde un punto de vista monológico (una forma asimétrica), dialógico (forma simétrica o consensual) o trialógico (que atiende el afuera constitutivo a toda relación política).

Así, en la primera estancia encontramos a autores como Platón, San Agustín, Thomas Hobbes, Max Weber, Carl Schmitt, y Niklas Luhmann. En la segunda, están autores como Aristóteles, Santo Tomás, Nicolás Maquiavelo, Hannah Arendt y Jürgen Habermas. En la última, aparecen Rut, Jesús de Nazareth, Bartolomé de las Casas, José María Vigil y Enrique Dussel.

La tesis general del libro es que el fenómeno de la legitimidad es un proceso, y que está contenido en la base de toda política, de conjunción de lo contingente, que anuncia el mecanismo del reconocimiento de los sujetos en ella. Tanto en su variante de aceptación por parte de los dominados hacia aquellos que ejercen el poder (forma asimétrica), como en la de la perdurabilidad de ciertas formas de acuerdo en una determinada época (forma consensual), o en la forma del otro (forma trialógica), la legitimidad activa la capacidad de invención de esferas bajo las cuales la política concretiza una posibilidad de realización de la vida en común, sea en su campo institucional, sea en el ético, o en aquel de lo político excluido. En este sentido, no es gratuito que el autor subraye, leyendo a Arendt, la importancia del aspecto milagroso de la política (p. 115).

Lo que subyace a esta intuición es una interrogante, a un tiempo teórica e histórica, sobre las operaciones que permiten la institución del orden político y del orden social. Por ello, la legitimidad es una suerte de operación de segundo orden respecto a la agencia social que la contiene, porque aquella no es un mero mecanismo interno a las formas de racionalización de lo disperso dentro de los confines del Estado, como sugiere la interpretación clásica weberiana sobre la legitimidad. En realidad, la legitimidad es un motor que pretende ser la garantía para que el lazo social de la vida colectiva sea posible, aunque esa existencia en común siempre se revele como incompleta e indeterminada. Así, la legitimidad es un poderoso reductor de complejidad y, al mismo tiempo, un disparador de nuevas formas de incompletud.

En una obra poliédrica como la que nos presenta Obed Frausto, difícilmente podríamos comentar cada uno de los autores que revisa, por lo que quisiera detenerme en algunos pasajes que me parecen centrales, como el capítulo dedicado a Max Weber, entre otras cosas, porque es un lugar común decir que no podemos hablar de legitimidad política sin hablar de Weber.

Dice Obed que Weber parte del fenómeno de racionalización en la modernidad, que está a su vez vinculado con el de la secularización y, sobre todo, con el de diferenciación, palabra clave que nos permite comprender la distancia que se abre entre el derecho positivo frente al derecho divino, entre la personalización del poder frente a la expansión del aparato del Estado, entre los procedimientos institucionales impersonales frente a las decisiones, etcétera. Además, en Weber la diferenciación tiene relación estrecha con el desencantamiento del mundo y con el politeísmo de los valores, lo que confirman precisamente el carácter de incompletud e indeterminación de lo social dentro del Estado, pero también más allá de este, como después lo afirmará Carl Schmitt.

Por su parte, lo específico de la teoría weberiana es que introduce una discusión sobre las bases en las que se funda la dominación, y estas pueden ser simbólicas, morales, políticas o culturales. Dice Obed:

Para que una relación de dominación pueda llegar a establecerse requiere la aceptación del mandato, y para lograr la aceptación, es necesario fundamentar los medios para conseguir que el mandato sea obedecido. Existen, principalmente, dos medios para lograr la obediencia: uno que da cuenta de que la obediencia se realiza por la coerción física, es decir, por la violencia que toda persona con autoridad cuenta para llevar a cabo su voluntad; y otro que se refiere a las expectativas que se construyen normativamente, y que hace que los mandatos se obedezcan en función de las máximas de conducta emitidas por cada norma (p. 85).

Asimismo, tenemos los tres tipos clásicos de dominación weberiana: la legal-burocrática, a la que Obed le dedica una atención puntual, la tradicional, fundada en la ley del eterno ayer, y la carismática, soportada en la capacidad de conducción del líder, y en los rasgos extraordinarios de su personalidad. Sobre el primer tipo de dominación, leemos que:

la legitimidad para Weber corresponde con la legalidad y con el procedimiento jurídico que son las garantías, el aparato coactivo y la confianza en el acuerdo racional. Por eso he considerado que el pensamiento político de Weber se localiza en la esfera cognoscitiva, pues presupone a la legitimidad dentro de una racionalidad instrumental al señalar que el Estado se legitima a través de un mecanismo interno -el derecho-, el cual tiene una característica monológica de la legitimidad política (p. 101).

Si bien parece que este tipo de dominación y legitimación es el más usado en los sistemas políticos contemporáneos, y en culturas patrimonialistas como la nuestra se vuelve un deseo por su concretización sin cortapisas, me parece que la rigidez de los tipos ideales weberianos no permite una comprensión cabal de los fenómenos históricos a los cuales se les arrojará luz con este arsenal analítico. Una legitimidad impersonal, con apego a normas jurídicas erga omnes, también puede sucumbir al encanto de lo que podríamos llamar el fenómeno de la “rutinización” reificada. Esto es, la alienación también es una patología intrínseca a las normas jurídicas, a las estructuras institucionales y a sus procedimientos, que en muchas ocasiones son auténticos laberintos kafkianos, donde la racionalidad con arreglo a fines dista mucho de ser la opción principal usada por el personal a cargo, y en su lugar se levantan auténticos muros en contra de los usuarios de esa institución o servicio. Pensemos en los vericuetos burocráticos de las grandes universidades públicas en países de extrema burocratización, como nuestro país, para observar qué tan alejados nos encontramos de esa forma de organización de la vida en común.

Pero esa rutinización de la alienación también es palpable en la fuerza de las costumbres, esa forma de legitimación tradicional que es ocupada una y otra vez por aquellos que prefieren vivir en el pasado y no en el presente, y que es una expresión que ha regresado con nuevos bríos en la política actual, por ejemplo, en la forma del nativismo.

Finalmente, tenemos el apasionamiento incondicional al caudillo, así como las especificidades del liderazgo carismático, donde lamento que Obed no dedique algunas páginas a esta forma de legitimación, tan necesaria su reconceptualización para la comprensión igualmente del tiempo presente, en la que la reificación de la personalidad autoritaria vuelve al primer plano en el fenómeno del populismo.

Sirva este guiño para meternos a la tercera parte del libro, donde el autor nos ofrece una discusión sobre Carl Schmitt, Hannah Arendt y José María Vigil. Para comenzar, en Schmitt, el conflicto, que es inherente a toda forma de constitución de orden social y político, es una forma irresoluble que advierte sobre la inconmensurabilidad de la vida social, y por ello mismo, abre una tensión permanente entre decisión y norma, entre anomia y derecho, donde precisamente la “legitimidad […] es sobrepasar o salir de la ley con el propósito de garantizar el orden y la seguridad en la sociedad” (p. 108), confirmando la necesidad de inclusión de la subjetividad en la política y en el derecho, una forma metajurídica que es cada vez más frecuente en la legitimidad derivada del carisma del líder. Y esto va en una dirección opuesta a la que Arendt nos propone, a partir de su idea clásica de que la política es aquello que se funda “entre” los hombres, ni antes del encuentro ni posterior a él, sino en la “vida activa” producto de la pluralidad de los hombres, no en el singular del mismo. Al respecto, Obed dice que

la legitimidad del poder en Arendt se basa en el consenso, y en el proceso de creación del consenso puede existir una justificación para el poder. Arendt concibe a la legitimidad desde criterios axiológicos como origen y fundamentación. La racionalidad práctica se fundamenta precisamente en la emisión de juicios que tiendan a una intersubjetividad o que se generan en un ‘espacio de aparición’ que promueve la pluralidad. Por esta razón, Arendt se basa en un tipo de racionalidad dialógica que se localiza en la esfera práctico-moral (p. 121).

Por su parte, para el mexicano José María Vigil, autor cercano al republicanismo y espiritualismo francés del siglo XIX, “la legitimidad es el equilibrio o la simetría entre el gobernante y los gobernados, y debe sostenerse en la emancipación y la revolución, pues considera necesario incluir una forma cultural que ha sido borrada de la nación mexicana: los pueblos originarios” (p. 136).

La cuarta parte del libro la dedica a Jürgen Habermas, Niklas Luhmann y Enrique Dussel, que no abordaré por cuestiones de espacio, pero cuyas obras nos dejan la tarea para pensar desde una posicion no convencional el tema de la legitimidad, sobre todo en el caso de Dussel, que dice Obed, es próximo a su propia concepción trialógica de la legitimidad (p. 185), ya que se basan en lo político excluido, y que en Dussel, en la especificidad de la “mirada de los excluidos” (p. 192).

Luego de leer el libro de Obed Frausto, me queda la impresión de que el debate alrededor de la legitimidad es un pretexto en la propuesta teórica que nos presenta, ya que parece más un esfuerzo por ofrecer un campo, aún incompleto pero que puede seguir desarrollándose, donde la política encuentra su condición de posibilidad en su reverso radical e inmanente que la constituye, y que es la aparición de esa “pequeña cosa mezquina” de la que hablaba Georges Duby como el elemento diferencial que permitió en algún momento previo a la modernidad, la escisión de la política como mera forma tridimensional unitaria compuesta por Dios, la comunidad y el sujeto, para dar paso al universo “mezquino” de lo político, así como de toda su carga heurística para la comprensión de los modelos y las teorías políticas que aún llevamos a cuestas.

Describir y problematizar el largo camino que esta ruptura conlleva me ha parecido ambicioso desde el punto de vista intelectual, pero es un ejercicio necesario y polemizable.

Por lo demás, dos preguntas me produce el libro de Obed. La primera cuestión tiene que ver con el problema del uso analítico de los conceptos que, a lo largo de la obra, introduce el autor. Por ejemplo, cuando habla de formas patrióticas o cosmopolitas de pensar la organización política y la legitimidad en experiencias que no tenían en su horizonte histórico esas categorías, si pensamos que ambas son categorías modernas, y si se me permite, están inscritas en el ciclo de las grandes revoluciones de la modernidad.

Así pues, ¿cómo evitar el anacronismo que subyace a las categorías políticas usadas a lo largo de la obra, particularmente respecto al concepto de legitimidad, cuando se refieren experiencias que no tenían una preocupación clara por las operaciones culturales e intelectuales en las que la legitimación es un eje fundamental para describir la época en la que se desarrolla? Esta cuestión, sin duda, nos colocaría de nueva cuenta en la polémica que ya tiene una bibliografía abultada en el campo de la historia conceptual, donde se discute sobre si los conceptos tienen historia, es decir, si pueden producir una ventana desde la cual se puede mirar la historia del conjunto en que están inscritos, o bien, son contenedores de historias particulares que varían conforme ese concepto va moviéndose en el tiempo, es decir, conforme se transforman los regímenes de historicidad que son anunciados a partir de aquello que Claude Lefort llamaba los “signos del tiempo”. Me parece que, en el caso de la obra de Obed, nos encontramos con un ejemplo de la segunda declinación.

Segunda cuestión, ¿qué opinión tiene el autor sobre la relación entre legitimidad e ideología? Es decir, ¿qué tipo específico de relación establecen?, ¿cómo, por lo menos desde la época inmediatamente posterior a la Revolución francesa, la ideología es un cemento de la sociedad que determina a la primera? En última instancia, ¿cómo los sistemas de ideas son esenciales para la legitimación política? Me parece importante conocer su reacción sobre ello, porque como sabemos, hoy el populismo es una forma de legitimación dentro del campo de la política democrática, que se sostiene en un robusto cuerpo ideológico que recupera, entre otras cosas, el afuera constitutivo del cual habla Obed, en la tercera declinación de su modelo, y que produce formas de asociación binarias innegociables y, en muchas ocasiones, poco dialógicas, caso contrario a lo que nuestro autor propone.

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