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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.19 no.49 Ciudad de México may./ago. 2022  Epub 05-Jun-2023

https://doi.org/10.29092/uacm.v19i49.931 

Artículos

La insoslayable meritocracia. (Entre la indignación y la compasión)

The inavoidable meritocracy. (Between indignation and compassion)

Andrés de Francisco* 

*Profesor de la Universidad Complutense de Madrid, España. Correo electrónico: adefrancisco@cps.ucm.es


Resumen

La meritocracia como ideal de buena sociedad comporta un dilema: es insoslayable y a la vez insuficiente. Pese a su irrenunciable núcleo normativo -anclado en la arquitectura cognitivo-emocional del humán, decatanda evolucionariamente-, ha sido un factor de diferenciación ideológica entre izquierda y derecha. La izquierda anticapitalista la ha obviado (Marx) o la ha combatido (Cohen), mientras que la izquierda igualitarista liberal (Rawls) ha encontrado un mejor equilibrio reflexivo, integrando las dos emociones meritocráticas de la indignación y la compasión. Sin embargo, Sandel, detectando los problemas de una meritocracia tóxica ligada a la extrema desigualdad, propone su “superación” a través de la justicia contributiva y una política del bien común, alternativa no exenta de problemas.

Palabras clave: Meritocracia; desigualdad; justicia contributiva; política; mercado

Abstract

Meritocracy as the ideal of a good society involves a dilemma: it is unavoidable and at the same time insufficient. Despite its inalienable normative core -anchored in the evolved human cognitive-emotional architecture- it has been a factor of ideological differentiation between left and right. The anti-capitalist left has ignored it (Marx) or fought it (Cohen), while the liberal egalitarian left (Rawls) has found a better reflective equilibrium, integrating the two meritocratic emotions of indignation and compassion. However, Sandel, detecting the problems of a toxic meritocracy linked to extreme inequality, proposes its “overcoming” through contributive justice and a politics of the common good, an alternative not without problems.

Key words: Meritocracy; inequality; contributive justice; politics; market

Meritocracia cotidiana

La meritocracia está arraigada en la cotidianidad de nuestras vidas. Forma parte de nuestro horizonte normativo y de nuestra visión del mundo. De alguna forma, está naturalizada. Consideremos los siguientes casos, algunos reales, otros imaginarios, pero plausibles:

En abril de 2021 doce clubes europeos fundan la Superliga de Fútbol. La idea era hacer una liga entre clubes famosos (por su historia o por su riqueza) al margen de sus respectivos desempeños en sus ligas nacionales, dejando un pequeño resto de 6 clubes que accederían por sus méritos competitivos. La propuesta provocó una lógica indignación moral y no prosperó. El espectador quiere una competición abierta y meritocrática en la que un equipo pequeño haga una gran temporada y pueda ganar a los grandes por su propio mérito, sin barreras aristocráticas de entrada.

Un atleta logra un récord de velocidad y consigue su medalla. Luego se descubre que había tomado sustancias prohibidas para potenciar su rendimiento. Los aplausos se tornan en indignación, la medalla le es arrebatada y queda suspendido para futuras competiciones. Hizo trampas. No se merecía la medalla.

En una oposición pública gana la plaza un candidato poco competente gracias a sus “padrinos”, que lo enchufaron. Nos parece mal. Un fiel servidor de un partido político no sabe de logística, pero es nombrado a dedo director de Correos, una empresa pública, con un salario estratosférico. Nos parece mal. Otra empresa privada ha realizado una gestión ruinosa, entra en crisis, pero es rescatada por el gobierno gracias a la influencia personal de sus directivos. Nos parece mal. Un científico descubre por casualidad -incluso debido a un error de método- algo importante mientras que otro lo descubre como resultado de una investigación rigurosa y bien diseñada. El logro de ambos no parece tener el mismo valor. Si hacemos un trabajo en equipo y uno de los miembros no hace deliberadamente su parte, pero obtiene la misma buena nota, sentimos que se ha aprovechado injustamente de los otros tres y no merece ese premio.

Admiro las increíbles esculturas de Michelangelo y Bernini, sólo al alcance del genio más absoluto. Y entiendo el reconocimiento universal a su grandeza. Por lo mismo, me duele el caso de aquellos grandes talentos que no fueron reconocidos en su tiempo, y murieron en la miseria y el olvido, tanto como me alivia que la posteridad los redescubra y sepa valorar sus méritos. Maradona tenía un extraordinario talento futbolístico, y entiendo que ganara más que sus compañeros menos talentosos. Sin embargo, Messi gana su séptimo balón de oro y medio planeta se indigna porque considera que este -al menos este- balón de oro ya no se lo merecía. Sentimos que el delincuente -el pederasta, el violador, el asesino, el ladrón- se merece un castigo, tanto mayor cuanto más grave sea el delito. Y entendemos que haya eximentes y atenuantes en la aplicación de las penas, para ajustar lo mejor posible el castigo a la responsabilidad neta del reo. Tampoco queremos que pene más de lo que se merece. Nos indignamos ante la brecha salarial de género -sea la que sea- porque consideramos que mujeres y hombres deberían recibir el mismo salario por el mismo trabajo: cualquier otra disposición no meritocrática resulta injustificablemente discriminatoria. En la misma lógica, siento como justo el principio socialista de “a cada cual según su trabajo”, por más que sea matizable. Quiero que el médico que me atiende, si no el mejor, sea un médico competente; que el arquitecto que me hizo la casa fuera un buen arquitecto, que el ingeniero que diseñó el puente que cruzo a diario fuera un buen ingeniero, y que el abogado que me defiende sepa hacer su trabajo. Por eso apoyo que los títulos universitarios representan meritocráticamente conocimientos y habilidades profesionales. Contrato a un trabajador porque creo que es el que mejor preparado está y/o mejor desempeño realizará. De hecho, como empresario, me gusta incentivar económicamente a los más productivos. Y todos entienden este esquema meritocrático de motivación. Ideamos tribunales para la defensa de la competencia para que los monopolios no puedan fijar los precios al margen de la calidad de sus productos. En la Revolución de todas las revoluciones, la francesa, los revolucionarios cantaban aquello de “carreras abiertas al talento”: fue una revolución contra los privilegios aristocráticos basados en la herencia social.

Por debajo de todos estos casos subyace el mérito como valor y como criterio -también moral- de asignación y distribución. Nos costaría verlos al revés. Es más, mal funcionaría nuestra sociedad si el médico al que acudimos nos dijera que compró el título y que no sabe de medicina. O si aplaudiéramos al atleta que se dopa; o si tuviéramos que conformarnos con el mal profesor; o si felicitáramos al candidato que saca la plaza gracias a un enchufe; o si no penalizáramos el comportamiento oportunista, el del gorrón que intenta aprovecharse del trabajo ajeno; o si dejáramos que el ingeniero inepto hiciera el puente por el que cruzamos; o si aplicáramos las penas sin tener en cuenta la gravedad de los delitos. Amén de corrupto e injusto, un mundo así sería terriblemente ineficiente. Los puentes se caerían y los médicos arruinarían nuestra salud. Ascenderían los menos talentosos, los menos competentes, se aplicarían penas desproporcionadas y las cosas irían necesariamente de mal en peor. La cooperación misma sería inviable si no vigiláramos y castigáramos a los gorrones. Sería un mundo irracional e inmoral.

Podría pensarse que los anteriores ejemplos tienen que ver con nuestra moderna sociedad capitalista de mercado. Pero podrían buscarse fácilmente ejemplos equivalentes de la relación entre valor y mérito para sociedades precapitalistas y premodernas. En la Atenas clásica, por ejemplo, se laureaba al mejor atleta olímpico y al mejor rethor, a aquel que “siempre, con sus discursos y propuestas, hace lo mejor para el pueblo” (Hansen, 1991, p. 145), y la concepción dominante de la justicia distributiva -la aristotélica- era esencialmente meritocrática (Aristóteles, 1985, p. 1131a). El mundo grecolatino antiguo estaba centrado en la virtud de la megalopsychía, la de la grandeza de ánimo, virtud que reclamaba el reconocimiento a los méritos propios y alimentaba el afán de gloria que el ideal de vita activa presuponía (Nussbaum, 1993). Era un mundo de hombres soberbios dispuestos a darlo todo por su patria y, en correspondencia, aspiraban a la gloria, es decir, al reconocimiento de sus conciudadanos debido a sus hazañas. Esta antigua soberbia -esta hybris- fue combatida por el cristianismo paulino proponiendo la humildad como virtud sustitutiva, y desconectando mérito y salvación a través de una doctrina de la gracia que dejaba al individuo a merced del divino e inexcrutable albedrío, sin ningún valor propio que reclamar (Pablo, 1978). Como bien descubrió Max Weber (1920, cap. 1) , y nos recuerda Sandel (1921) en su magnífico libro, La tiranía del mérito, el mérito volvió por la puerta trasera, la del ascetismo intramundano, para encontrar un indicio meritocrático de la predestinada salvación: el éxito económico logrado a través de una ética capitalista del trabajo. El cristianismo intentó una total inversión de la antropología moral antigua, pero ni siquiera el cristianismo pudo extirpar la oculta exigencia meritocrática de la psicología moral del humilde servidor de Dios. Parece pues que la meritocracia tiene un núcleo normativo irrenunciable.

Meritocracia y naturaleza humana

Extirpar el elemento meritocrático de nuestra visión moral del mundo resulta tan difícil por una sencilla razón: porque dicho núcleo está profundamente anclado en la arquitectura cognitivo-emocional del humán. En el maravilloso análisis de las emociones que Aristóteles hace en su Retórica (no desmentido por la moderna teoría de las emociones), destacan dos emociones morales complementarias con fundamento meritocrático: la indignación y la compasión (Aristóteles, 1990, 1385b-1387b). Según el sabio macedonio, nos indignamos cuando damos en pensar que alguien se ha llevado algún premio que no le corresponde, que no se merece. A la inversa, compadecemos al que creemos que padece una desgracia inmerecida. Y apuntilla Aristóteles: “Ambas pasiones son propias de un carácter noble, porque corresponde apenarse y sentir compasión por los que sufren desgracia inmerecidamente, e indignarse contra los que inmerecidamente gozan de ventura, porque es injusto lo que ocurre contra los merecimientos, por lo cual atribuimos también a los dioses la indignación” (Aristóteles, 1990, p. 1386b).

Si, por el contrario, pensamos que la víctima de la pena es responsable de la misma, por la razón que sea, nuestra compasión se relaja o eventualmente se cortocircuita. Asimismo, si creemos que el premio recibido es merecido, entonces la indignación -con el permiso de la envidia- se torna en respeto, admiración o incluso alegría. Estas emociones surgen espontáneamente, sin necesidad de reflexionar. De alguna forma, nuestra psicología moral quiere que entre nuestras acciones y nuestros logros medie un factor de responsabilidad para poderlas evaluar debidamente. El azar que favorece y el azar que golpea no tienen valor moral. Por eso, si alguien se lleva el premio que se merece otro, nos indignamos, y si cae en desgracia sin responsabilidad, lo compadecemos. Querríamos un mundo moralmente ordenado en el que el azar no tuviera esa caprichosa jurisdicción, y que cada cual tuviera lo que verdaderamente merece. Y esas emociones -indignación y compasión- son imprescindibles porque proporcionan la energía motivacional para, justamente, combatir esas situaciones injustas hijas del azar. Gran parte del diseño institucional -no todo- de cualquier sociedad bien ordenada está regulado por esos dos dispositivos emocionales, la indignación y la compasión. No habría habido lucha por el derecho (Ihering, 1985) sin indignación. No habría habido derechos sociales ni Estado asistencial sin compasión.

Esta psicología moral está tan anclada en la naturaleza humana porque ha sido decantada por la propia evolución de nuestra especie, en su calidad de especie cooperativa. La mejor prueba de ello -a mi entender, irrefutable- la proporciona la teoría del contrato social de los psicólogos evolucionarios, John Tooby y Leda Cosmides (1992, cap. 3) . Estos psicólogos demuestran que estamos equipados con un módulo específico de detección del gorrón, que nos permite reconocer con asombrosa rapidez al que se intenta aprovechar del grupo, y que al aplicarlo -penalizando al oportunista detectado- aplicamos una regla lógica inconscientemente: el modus tollendo tollens. Tan inconscientemente que muy poca gente entendería las tablas veritativo-funcionales de la implicación subyacentes, que todos aplicamos con total naturalidad. En cuanto que animales cooperativos, los humanos somos lógicos naturales. Más aún, entre los algoritmos que arman el módulo cognitivo de detección del gorrón, es necesario que haya algoritmos que definan la trampa como un “beneficio obtenido ilícitamente” (Tooby y Cosmides, 1992, cap. 3, p. 177), justamente el resorte cognitivo que dispara la indignación, que es emoción moral meritocrática. Si no hubiéramos tenido ese módulo cognitivo de detección del gorrón -y las capacidades lógicas para penalizarlo y los meritocráticos resortes emocionales implicados- no podríamos haber consolidado el intercambio social cooperativo que nos ha permitido sobrevivir como especie.

Izquierda y meritocracia

Pese a su naturalizada cotidianidad, la meritocracia ha sido uno de los núcleos de diferenciación ideológica tradicionales entre izquierda y derecha. Y pese a que la revolución francesa alzó la bandera meritocrática de las carreras abiertas al talento, la izquierda -al menos la izquierda anticapitalista- nunca se sintió cómoda con ella, y por buenas razones, como veremos enseguida. Por ir a una de las matrices principales de esa izquierda anticapitalista, la meritocracia está completamente ausente en el esquema de distribución pensado por Marx para su utopía comunista: “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades” (Marx, 1875, p. 17). Para Marx, a diferencia del capitalismo, una sociedad regulada por el esquema distributivo comunista sería máximamente eficiente (al aprovechar todas las capacidades) y máximamente solidaria, pues todos recibiríamos de acuerdo con nuestras necesidades, independientemente del mérito, que ni siquiera se menciona. Como quiera que este esquema distributivo se aplicaría en una sociedad libre, de trabajadores libremente asociados, superada la esclavizadora división capitalista del trabajo, y donde éste -el trabajo- sería la primera necesidad vital (porque estaría desalienado) (Marx, 1875, p. 17), tenemos que los tres conceptos normativos que guían el ideal comunista marxiano de sociedad emancipada serían la tríada “libertad, eficiencia y fraternidad”. La igualdad, propiamente, no entraría en la ecuación porque ni todos tenemos las mismas capacidades ni todos tenemos las mismas necesidades. Sería una sociedad emancipada que estaría más allá del mérito y de la igualdad.

Sin embargo, la izquierda contemporánea ha insistido en los ideales de igualdad y solidaridad (comunidad), en detrimento del ideal de libertad (individual) y, sobre todo, del de eficiencia, y en esto se ha alejado sensiblemente del proyecto emancipatorio marxiano. El afamado marxista analítico, Gerald A. Cohen, afirmaba exactamente esto en un artículo ya clásico -Back to socialist basics- (Cohen, 1994): la izquierda, decía, debía imitar a la derecha (thacherita) y ser fiel a sí misma. Igual que la derecha se había hecho fuerte sin complejos en sus valores de siempre -la libertad, la eficiencia y la meritocracia-, la izquierda debía volverse sobre los suyos con igual determinación, esto es, hacia la igualdad y la comunidad.

Frente a esta izquierda comunitarista pos- o antimeritocrática, hay una izquierda liberal (igualitarista), perfectamente reconocible en la obra de Rawls, que sin abrazar la meritocracia, salva su núcleo normativo dentro de un ideal de justicia distributiva más amplio. A mi entender, este otro programa ofrece un mejor equilibrio reflexivo entre nuestras intuiciones morales (que incluyen ese núcleo meritocrático insoslayable) y nuestros ideales de justicia social (que rebasan la concepción meramente meritocrática de buena sociedad). ¿Por qué hay que superar el estrecho horizonte meritocrático, por insoslayable que sea su núcleo normativo?

Los problemas de la meritocracia real

La respuesta es sencilla: la meritocracia presenta muchos problemas como concepción de la buena sociedad. Veámoslo rápida y sucintamente.

El primer problema es que la meritocracia exige la igualdad de oportunidades, esto es, que las carreras abiertas al talento que partan de la misma línea de salida. En la práctica esa línea se ha fijado en el sistema educativo, sobre todo en el superior debido a que en general es el título universitario el que da acceso a cargos y puestos de autoridad, mando y responsabilidad. Ya lo decía Ortega (1982, p. 37-38): la misión primera de la universidad es formar a los profesionales llamados a ejercer el mando de la sociedad, a engrosar las filas de la élite del poder. Al democratizar el acceso universitario, haciéndolo accesible a los hijos de las clases trabajadoras, se pensaba -y durante un tiempo se logró- abrir vías de movilidad social ascendente a los grupos de rentas más bajas. Sin embargo, como señalaría Sacristán (1971, p. 142 y sigs.), la democratización de la universidad -al saturar el mercado de graduados- terminó depreciando el valor de cambio de los títulos universitarios. Algo que el sistema no podía permitirse. Porque, prosigue Sacristán (siguiendo en esto a Ortega), la universidad cumple una función sistémica en la división del trabajo de la sociedad moderna: producción de hegemonía mediante la formación de élite y la correspondiente legitimación del principio jerárquico a través del título (Sacristan, 1971, p. 134 y sigs). Y así, el sistema reaccionó a la democratización desplazando hacia arriba, hacia la cúspide del sistema (los másteres, los doctorados…), los filtros selectivos de clase. Sólo aquellos con más recursos podrían aguantar la carrera hasta el final y pagarse esos cursos de posgrado, que son los que verdaderamente habilitan para los altos cargos y el acceso a la élite. Con ello los circuitos de movilidad volvieron a cerrarse a los hijos de la clase obrera y las aspiraciones meritocráticas de tantos quedaron frustradas.

Este es un primer problema de la meritocracia: la igualdad de oportunidades falla, y tanto más cuanto más desigualitaria sea la sociedad. En una sociedad tan meritocrática y tan extremadamente desigual como la estadounidense, se ha elitizado incluso el grado y el desplazamiento se ha producido también horizontalmente hacia las universidades de renombre, las de la Ivy League, que no pueden absorber la creciente demanda. Lo interesante es que estas universidades prestigiosas, aun habiendo aplicado políticas no discriminatorias en sus exámenes de acceso, siguen dejando entrar a pocos alumnos de las clases con menos recursos. ¿Por qué? Porque las familias pudientes gastan más y más recursos en cursos preparatorios y tutorías (a veces, como en Manhattan, con clases particulares a razón de 1,000$ la hora) en preparar a sus hijos para el examen de acceso. Y son éstos los que suelen sacar las mejores notas en dichos exámenes. Sandel da una cifra demoledora a este respecto: para las universidades más selectivas, el candidato de familia de ingresos anuales superiores a 200,000$ tiene 1/5 de posibilidades de sacar una puntuación de 1,400 sobre 1,600. Los candidatos provenientes de familias pobres con ingresos inferiores a 20,000$ sólo tienen 1/50 posibilidades: diez veces menos (Sandel, 2021, p. 154). De hecho, el negocio de la preparación y las tutorías privadas se ha convertido en una industria milmillonaria.

El resultado es que el esperado aumento de la movilidad social ascendente no se ha producido, y ello pese a que las universidades americanas son más inclusivas en términos de género, raza o etnicidad (Sandel, 2021, p. 156). Pero los datos de clase no engañan y son contundentes: sólo un 3% de los estudiantes de las cien universidades más competitivas y selectas proviene del cuarto inferior de la escala de ingresos, mientras que el 70% proviene del cuarto superior. Si ascendemos hacia las universidades punteras de la Ivy League entonces el desequilibrio de clase es aún mayor. En Yale y Princeton, por ejemplo, sólo uno de cada 50 estudiantes proviene de una familia de escasos recursos. En general, el hijo de una familia muy rica (del 1 por ciento superior) tiene 77 veces más posibilidades de acceder a una universidad de la Ivy League que el de una pobre (Sandel, 2021, p. 157). Pese a los esfuerzos públicos y privados (en forma de becas y ayudas) por igualar las oportunidades, la probabilidad de que un hijo de clase obrera acceda a las tres grandes (Harvard, Yale o Princeton) no ha cambiado desde 1954, que es aproximadamente cuando se inicia la revolución meritocrática en las universidades americanas.

Más aún. Los datos también prueban que ni siquiera el grado universitario es un trampolín significativo para los estudiantes de familias pobres. Sólo un 1.8% de los graduados por Harvard (1.3% en Princeton) dan un salto de clase desde el 20% inferior en la escala de ingresos al 20% superior. En universidades menos selectivas el porcentaje es algo mayor, pero en conjunto (según un estudio de 1,800 universidades), el grado universitario sólo impulsó al 2% de los estudiantes al quintil superior de la escala desde el quintil inferior (Sandel, 2021, p. 158).

La razón del bloqueo de la movilidad social, pese a la posesión de la credencial universitaria, está con toda seguridad en la existencia de filtros de clase más allá de la universidad. Los estudiantes de familias ricas no sólo tienen el grado universitario, también tienen un importante capital social y cultural que se activa a la hora de la verdad, la de la selección de candidatos. Las empresas de la City londinense todavía invitan a cenar a los candidatos graduados en Oxford o Cambridge antes de seleccionarlos para un puesto. La cena es el verdadero examen: allí se aprecia el dominio de los códigos de clase más allá de la posesión de un certificado universitario: el acento, las maneras, la conversación, el lenguaje corporal, el modo de vestir, etc. El miembro de la élite se sentirá como pez en el agua; el de origen humilde, cohibido y fuera de contexto. Los seleccionadores no tendrán duda y cooptarán al que pertenece a su clase. La élite elige a la élite, se coopta a sí misma.

Un segundo problema de esta meritocracia fallida, y no menor, es que, lejos de promover la igualdad, se convierte en el principal artefacto ideológico para justificar la realmente existente desigualdad. ¿Cómo? Mediante un mecanismo psico-social de legitimación. El que llega, aunque sea rico, ha tenido que realizar un enorme esfuerzo de preparación para acceder primero a -y egresar después de- las grandes universidades, que se han ido haciendo más y más selectivas. Este esfuerzo termina generando la ilusión de que los ganadores de la competición se lo deben todo a sí mismos, a sus propios méritos, obviando los componentes favorables de sus entornos. Así, cuando los miembros de esta élite se miran al espejo, se dan argumentos falsos para sentirse superiores y mirar con desprecio a los que no han llegado tan arriba. Al fin y al cabo -se dicen a sí mismos-, no han llegado porque eran menos capaces, menos listos, menos esforzados. Tienen, también ellos, lo que se merecen. El mundo está bien así. Es justo. Esta es la hybris meritocrática -la soberbia de la élite- que con razón denuncia y desmonta Sandel.

A la vez, opera el mismo mecanismo psico-social, pero invertido, en las clases subalternas que no consiguen ascender en la escala social. En lugar de soberbia, padecen una quiebra de la autoestima, pues la misma ideología meritocrática les hace creer que también ellos se merecen su destino social: no se esforzaron lo suficiente, no son lo suficientemente listos y capaces. La sociedad así se polariza entre una élite profesionalizada y credencializada que se considera la sal de la tierra, pierde empatía y sensibilidad, y mira a los de abajo con desprecio; y una subclase de frustrados perdedores que se desprecian a sí mismos como inferiores, perdiendo lo que Rawls llamó las bases sociales del autorrespeto, y acaban desmoralizados y también resentidos. Que este resentimiento y aquella frustración estén en la base del apoyo electoral de estas clases subalternas a Donald Trump (y a los populismos trumpistas existentes y por venir) es un importante argumento adicional del libro de Sandel, pero ahora no tiraremos de ese hilo.

Aquí no queda la cosa. Además de que la meritocracia americana no facilita un canal de movilidad social, además de ser un artefacto ideológico de justificación de la desigualdad, además de generar esa polarización psico-social entre ganadores ensoberbecidos y perdedores (auto)humillados y resentidos. Además de todo eso, y por si no fuera suficiente, está dañando seriamente el alma de los jóvenes, también el alma de los triunfadores. Mejor dejemos hablar al propio Sandel:

Los que prevalecen en el campo de batalla del mérito emergen triunfantes pero heridos. Yo lo veo en mis estudiantes. El hábito de superación de pruebas es difícil de romper. Muchos todavía se sienten tan presionados a competir que les resulta difícil aprovechar sus años universitarios para pensar, explorar y reflexionar críticamente sobre quiénes son y sobre lo que merece la pena en la vida. Un número alarmante de ellos se enfrenta a problemas de salud mental. El peaje psíquico de navegar la carrera meritocrática no se ciñe a la Ivy League. Un reciente estudio de 67,000 estudiantes de grado en más de cien universidades de EE. UU halló que “los estudiantes universitarios afrontan niveles sin precedentes de aflicción”, incluyendo las crecientes tasas de depresión y ansiedad. Uno de cada cinco reportó pensamientos suicidas en el año precedente, y uno de cada cuatro fue diagnosticado o tratado por un trastorno mental. La tasa de suicidio entre los jóvenes (de 20-24 años) aumentó un 36% desde 2000 a 2017; ahora mueren más por suicidio que por homicidio (2021, p. 169).

Una posible explicación de esta insania colectiva es esta: la máquina meritocrática está contaminada por lo que ha dado en llamarse un “epidemia oculta de perfeccionismo” (Sandel, 2021, p. 170). Como quiera que el rendimiento y la actuación (medidos en notas y evaluaciones constantes) definen la utilidad y el valor de cada cual, la ansiedad competitiva acumulada durante años, desde la más tierna infancia (Haidt y Lukianoff, 2019, cap. 8), ha moldeado la psique de los jóvenes de tal manera que les ha hecho dependientes del logro, vulnerables al exigente juicio de padres, profesores y comités de selección, e incluso de amigos y compañeros. También les ha hecho autoexigentes hasta la extenuación, hasta alcanzar el límite del burnout.

Todos estos datos se refieren a los EU, una sociedad en la que según el calificativo de Sandel la meritocracia se ha vuelto tóxica. Sin duda alguna, muchos de los efectos de esa meritocracia también se hacen sentir en otros lugares. También en Europa se ha generado una clase subalterna de “perdedores de la globalización” o víctimas de una frustración relativa al descubrir que sus credenciales universitarias no se corresponden con su posición en la escala de ingresos o en la estructura de clases. Integran el denominado precariado, que es una protoclase muy variada y compleja que incluye a los chavs sin estudios (Jones, 2012), y también a los graduados universitarios a los que el mercado de trabajo no termina de integrar dignamente (Standing, 2014). Y también en Europa los triunfadores se ensoberbecen creyéndose elegidos de los dioses.

Sin embargo, hay una diferencia importante entre EU y Europa: los niveles de desigualdad son muy distintos. Sandel es muy consciente de la relación entre la toxicidad de la meritocracia y la desigualdad. De hecho, reconoce que la movilidad social es mayor en Europa porque la desigualdad es mucho menor que en EU. Pero no profundiza en esta idea. Si comparamos las dos principales medidas de la desigualdad de ingresos, el Gini de mercado y el Gini de ingresos disponibles (después de trasferencias), lo que vemos es que los países europeos (tomando como referencia el año 2018), reducen su desigualdad bruta de mercado mediante transferencias públicas en más de un 30% y en muchos casos en más de un 40%. Bélgica y Finlandia en un 47% y un 47.1% respectivamente. Austria, Dinamarca, Francia, Alemania, Grecia y Eslovenia reducen por encima del 40%. Casi todos los demás - España incluida-, están bastante por encima del 30%. Pues bien, Estados Unidos redujo su desigualdad bruta de mercado sólo un 22.7% y Reino Unido un 27.9%. En Europa sólo les imitan Lituania y Suiza con porcentajes parecidos: 28.2% y 22.5% respectivamente. Para que nos hagamos una idea de la importancia de estos índices, México sólo redujo un 2.79% (sí, un 2.79%) su desigualdad bruta de mercado en 2018, lo que quiere decir que apenas hay corrección redistributiva mediante transferencias públicas. ¿Son menos competitivos y meritocráticos los países europeos? No parece, pues sus desigualdades de mercado son elevadas. La de Alemania es casi de 0.5, muy parecida a la de EU y Reino Unido. Francia supera a EU con un 0.529, así como Irlanda (0.513) o Finlandia (0.509).1

La conclusión es clara. A diferencia de Estados Unidos, los países europeos tienen en su mayor parte potentes Estados redistributivos que amortiguan considerablemente la desigualdad bruta de mercado. Obviamente, esto por sí sólo no elimina los males de la meritocracia observados y analizados por Sandel, pero sin duda reduce su toxicidad. Aunque Europa tiene mayores niveles de presión fiscal, no creemos, a la luz de sus coeficientes de Gini de mercado, que en general se sobrepasen umbrales a partir de los cuales se desincentiva el desempeño y el desarrollo de las capacidades. De alguna forma, se retiene lo mejor de ambos mundos: eficiencia e igualdad. En Europa hay mejores equilibrios entre Estado y mercado y un diseño institucional más orientado a contener la desigualdad dentro de marcos que siguen siendo meritocráticos, esto es, que siguen incentivando el talento y el esfuerzo, y con ello también la movilidad social. La meritocracia en Europa existe, pero es menos tóxica.

Los límites de la meritocracia ideal y la propuesta rawlsiana

Imaginemos ahora una meritocracia perfecta -con perfecta igualdad de oportunidades- que reflejara en la estructura social (en términos de ingresos, estatus y poder) la distribución natural de talentos y méritos en la sociedad, al margen de la clase y el origen social. ¿Sería un buen modelo de sociedad? Indudablemente, sería mucho mejor que el actual: los ricos tendrían las mismas oportunidades que los pobres, y desaparecerían las relaciones clientelares de patronazgo y los favoritismos indignantes. Pero estaría muy lejos de responder a un ideal de sociedad justa. Incluso en esa su mejor versión, una sociedad pura y perfectamente meritocrática carecería de una emoción social fundamental: la compasión. Los individuos no tendrían necesidad de indignarse por los que se llevan lo que no se merecen, pero tampoco sentirían compasión hacia los menos talentosos, los menos capaces, los menos dotados.2 Ahora bien, sentir compasión por esta otra parte de la sociedad, e institucionalizar los mecanismos de solidaridad implicados, es tan necesario cuanto obligado es reconocer que la distribución natural de talentos y capacidades es algo completamente aleatorio. Nadie es responsable de su azar genético. La suerte que le corresponde a cada cual en esa lotería genética no puede entrar en su cartera de méritos. Messi es un jugador extraordinariamente talentoso, un genio del balón. Pero, primero, su talento especial para jugar al fútbol es fruto básicamente de su lotería genética. Nació con ese extraordinario talento. Pero, además, Messi se ha beneficiado del azar histórico de nacer en una sociedad que valora sobremanera el talento futbolístico. Si Messi hubiera nacido en el Medievo, por ejemplo, de nada le habría servido ese talento natural. Por este doble factor de aleatoriedad, una sociedad justa no debe permitir que un Messi se apropie de todo el rendimiento mercantil del ejercicio de su talento futbolístico. Tiene que aplicar mecanismos de redistribución que consideren esos rendimientos parcialmente como un common asset, un activo común, de la sociedad, no íntegramente pertenecientes al individuo (Rawls, 1971, p. 101). El principio de diferencia rawlsiano intenta justamente esa corrección redistributiva. Rawls, en definitiva, da cabida al espíritu revolucionario (meritocrático) de las carreras abiertas al talento estableciendo la igualdad de oportunidades como parte integrante de su primer principio de justicia, pero corrige el injusto impacto sobre la desigualdad del libre ejercicio de los talentos y las capacidades mediante el principio de diferencia, que establece, como se sabe, que los aumentos de la desigualdad tienen que ir en beneficio de los menos favorecidos, porque los menos favorecidos no son moralmente responsables de su azar genético.

Según vemos, Rawls no es un meritócrata por más que su teoría de la justicia sea sensible a la cuestión meritocrática y a la necesidad que tiene toda sociedad compleja y desarrollada de incentivar y potenciar los talentos y el desarrollo de las capacidades. Pero no es un meritócrata por una razón adicional relacionada con el realismo de su enfoque (cfr. Rawls, 1971, p. 48, 310-315). Rawls, en efecto, considera que el mérito no puede ser el fundamento de la justicia distributiva para la estructura básica de una sociedad compleja, plural y de mercado como las nuestras. Sería pedir un imposible que el valor intrínseco de cada persona (sea el que fuere) respondiera al esquema de oferta y demanda propio del mercado de tal manera que esos valores intrínsecos se correspondieran con una escala de precios justa. Esto nunca ocurrirá. Siempre habrá valores intrínsecos que no encontrarán la demanda necesaria para que alcancen el precio (supuestamente) merecido. Yo puedo creer que soy un gran escritor, y serlo realmente, pero si mis libros no venden o no despiertan interés… Yo puedo creerme (y ser realmente) un gran cocinero, pero si la gente no entra en mi restaurante… Y, al contrario, siempre habrá demandas de valores considerados insignificantes con un alto precio de mercado. Hay youtubers que se enriquecen no por el valor intrínseco de lo que hacen o dicen en la red, sino porque tienen miles de seguidores. Lo que la gente desee o aprecie no tiene por qué responder al valor “objetivo”, intrínseco, de una actividad, servicio o producto, se mida como se mida ese valor (en términos de valor-trabajo, creatividad, originalidad, belleza, o lo que sea).

La estructura básica de una sociedad justa no puede pretender pues que la gente tenga lo que -intrínseca u “objetivamente”- se merece. Mucho menos, si es una sociedad compleja de mercado, con multiplicidad de preferencias, intereses y necesidades. Así lo piensa Rawls. Pero Rawls no tira la toalla meritocrática del todo y hace una interesante adaptación conceptual. A saber: incluso en este modelo de sociedad moderna, tan compleja y tan plural, los individuos podemos abrigar “legítimas expectativas”, dentro del marco institucional y las reglas de juego de la sociedad que la persona conoce de antemano, a lograr lo que esa sociedad retribuya sobre la base de la igualdad de oportunidades (Rawls, 1971, p. 311). De esta manera, Messi, con las reglas de juego de la sociedad que le ha tocado vivir, puede desarrollar su talento futbolístico, y formarse “legítimas expectativas” a lograr el premio que esa sociedad asigna al talento futbolístico. El candidato a una oposición tiene “legítimas expectativas” de lograr la plaza si consigue la puntuación exigida sobre la base de la igualdad de oportunidades; el escritor, el cocinero, el médico y el ingeniero tienen legítimas expectativas a ser retribuidos según los cánones y las normas de la sociedad en la que postulan sus méritos, y conocen de antemano. Y así sucesivamente. Pero la sociedad tiene el legítimo derecho a corregir las desigualdades así generadas por la acción de sus talentos y habilidades diferenciales, y percibir una parte de sus rendimientos.

De esta forma, mediante una adaptación realista a la estructura dada de la sociedad, puede integrar Rawls el fundamento último de la justicia meritocrática, pero sin olvidar que el principio de igualdad de oportunidades (segunda parte de su primer principio de justicia como equidad), está corregido por el principio de diferencia, que tiene en cuenta el doble factor aleatorio de la lotería genética y la “lotería histórica”. De esta manera sigue teniendo en cuenta Rawls las dos emociones morales básicas de la justa indignación y la necesaria compasión. La primera queda amortiguada por el primer principio de justicia, pues en una sociedad bien ordenada por el principio de igual libertad, los individuos tendrían menos razones para la indignación. La compasión, que es la emoción democrática por excelencia (Nusbaum, 2001, p. cap. 8), estaría latente en el segundo principio, el de diferencia.

Más allá de Rawls: hacia una política del bien común

A mi entender, la propuesta de Rawls representa una inteligente estrategia de integración de la meritocracia en una teoría de la justicia como equidad, y resuelve el dilema de la meritocracia (ser insoslayable a la vez que insuficiente). Pese a que las políticas redistributivas reducen la desigualdad amortiguando la toxicidad de la meritocracia y aumentando la movilidad social, Sandel, sin embargo, propone rebasar el (estrecho) horizonte de la justicia distributiva en el que se mueve Rawls y asentar la alternativa a la meritocracia en lo que ha dado en denominarse justicia contributiva (Gomberg, 2007, 2016). La idea es sencilla: hay contribuciones objetivamente importantes para el funcionamiento de la sociedad que no están suficientemente reconocidas y valoradas. Estas contribuciones incluyen muy especialmente el trabajo manual, no sólo el no cualificado: el del dependiente y el obrero, el del conductor y el transportista, y el de todo tipo de servicios -desde limpieza a cuidados- imprescindibles para el mantenimiento de la vida social. Estos trabajos no tienen tras de sí la sanción de un grado universitario, pero integran en sus múltiples actividades a millones de trabajadores que, de una u otra forma, van quedándose sin el reconocimiento debido a su objetiva contribución a la sociedad. Son, por abreviar, los perdedores de la globalización. A la inversa, hay sectores de la economía sobrevalorados y remunerados muy por encima del valor objetivo de su aportación real. Sandel, con toda razón, menciona el caso del sector financiero de la economía capitalista. Comoquiera que su contribución real a la economía productiva está calculada, según el dato aportado por él mismo, en un escaso 7% (pues especulan más que producen; crean dinero más que riqueza), sus desproporcionadas retribuciones son inaceptables desde la óptica de la justicia contributiva.

Parece pues necesaria una reconfiguración ética de la mirada social del mundo del trabajo, una reconfiguración que -más allá de la redistribución- tenga en cuenta la contribución de cada cual a la comunidad, para evitar que unos consigan -como los especuladores del capitalismo financiero- mucho más de lo que objetivamente se merecen, y otros -como el precariado, como los perdedores de la globalización- tengan mucho menos pese a la importancia objetiva de sus no reconocidas aportaciones a la sociedad. Y aquí no hablamos sólo de salarios e ingresos. Hablamos también, y fundamentalmente, de reconocimiento. A mi entender, combatiendo la meritocracia tóxica de una sociedad ideológicamente distorsionada y a la postre enferma, Sandel está reclamando a través de la justicia contributiva una nueva forma de justicia meritocrática, si se quiere, bien entendida, de mirada amplia y empática, indignada con los falsos merecimientos y compasiva para con otros verdaderos pero no reconocidos. No está renunciando propiamente a la meritocracia. Pero esto es ahora lo de menos. Lo importante es que ese cambio de mirada no puede lograrse a través del mercado. El mercado es insensible a muchas cosas, entre ellas, a lo que cada cual vale o lo que cada cual aporta. Sólo atiende a las preferencias agregadas de consumidores y a los precios relativos de las mercancías y los servicios. Está regido por la ley de la oferta y la demanda, no por la ley del valor. Pero donde el mercado calla o se inhibe o es impotente, entra la política. Repolitizar el espacio público como espacio para la deliberación racional sobre el bien común es, en esencia, la propuesta de Sandel. Sólo mediante esa política del bien común -entre todos, sin dejar a nadie fuera- podremos -sacándolos del mercado- reindexar los merecimientos a los valores contributivos de cada cual. Obviamente, esto es más fácil decirlo que concretarlo. Pero esa -la vía política- es la única alternativa al mercado.

Terminaré señalando tres problemas de esta propuesta de repolitización de la vida social. El primer problema es que es una vía abierta e indeterminada, llena de trampas por las que el deseado bien común puede terminar travestido de intereses faccionales y particulares con falsa legitimidad democrática. Hay que vigilar, corregir y complementar a los mercados allí donde estos fallan o son impotentes. Pero hay que vigilar -tanto o más- a los representantes del pueblo, para que, como decía Rousseau (y luego repetiría Robespierre), no terminen devorando a la soberanía.

El segundo problema es que es una vía complicada porque los acuerdos sobre el bien común no sólo deben tener en cuenta los fines sino también los medios. Podríamos deliberar y llegar a un acuerdo transversal (entrecruzado, por decirlo con Rawls) sobre determinados fines. Por ejemplo, podríamos reconocer unánimemente que la polarización social y la extrema desigualdad son un mal público de primera magnitud, y que hay que combatirlo. Podríamos llegar a un amplio acuerdo sobre la necesidad de redignificar el mundo del trabajo no cualificado o sobre la necesidad perentoria de eliminar la precariedad laboral. Podríamos ponernos de acuerdo en que hay que frenar el calentamiento global del planeta o en las bondades de la solidaridad social. Lo difícil, lo verdaderamente difícil, es consensuar el cómo, las políticas públicas concretas, la instrumentación de medios para lograr esos fines. Porque todas tienen costes de oportunidad, consecuencias no deseadas, beneficiarios y damnificados. Sandel propone invertir en formación profesional y desinvertir en universidades, pues estas se llevan la parte del león de las políticas públicas en educación y formación. ¿Habría acuerdo sobre esta medida? Sugiere también la necesidad de reindustrializar y repatriar empresas deslocalizadas. ¿Cómo podríamos lograr el acuerdo sobre tal cosa? Las empresas repatriadas se enfrentarían a costes laborales mucho más elevados (por eso se deslocalizaron) que además tendrían fuertes presiones al alza, ya que habríamos decidido -deliberativamente- redignificar el mundo del trabajo y reconocer su objetiva contribución a la riqueza social. Entonces tendríamos que incentivar mucho a esas empresas, con ayudas fiscales multimillonarias, con subvenciones varias, con barreras proteccionistas… ¿Habría acuerdo sobre estas políticas? ¿Aceptaríamos la subida de impuestos que exigirían? ¿Aceptaríamos las represalias arancelarias que los otros países impondrían a nuestros productos? O podríamos decretar una renta básica de ciudadanía, generosa y universal. Una renta básica suficientemente generosa y universal tendría un inmediato efecto desalienador del mundo del trabajo. Eso nadie lo duda, pero ¿cómo la financiaríamos? ¿No desincentivaría el trabajo? Podríamos seguir así y rellenar muchas páginas, pero baste con lo dicho para señalar las complicaciones del acuerdo político que, como digo, afectan más a los medios que a los fines.

El tercer problema (latente en el segundo) es el siguiente: por más necesaria que sea la política del bien común, que lo es; por más que debamos iniciar una deliberación sobre cuestiones como la justicia contributiva y el inmerecido abandono a su suerte de las clases subalternas, a las que no se reconoce ni retribuye su objetiva contribución a la sociedad… Por más que todo esto sea necesario, la política del bien común tiene un problema subyacente. Es a saber que los mercados están siempre al acecho y no descansan. Por eso, repolitizar -esto es, desmercantilizar- no es tan fácil, porque los incansables mercados penalizan.

Fuentes consultadas

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1 Cálculos propios a partir de datos de la OCDE: https://stats.oecd.org/Index.aspx?Data-SetCode=IDD

2O por aquellos a los que ha abandonado la suerte y han caído enfermos, se han quedado sin trabajo, o por los que simplemente han envejecido y se han vuelto por ello vulnerables. La igualdad de oportunidades y la perfecta meritocracia no cubren estos avatares de la vida.

Recibido: 10 de Septiembre de 2021; Aprobado: 26 de Mayo de 2022

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