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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.19 n.48 Ciudad de México Jan./Apr. 2022  Epub Oct 17, 2022

https://doi.org/10.29092/uacm.v19i48.903 

Entrevista

Pensar la esclavitud y sus expresiones contemporáneas. Entrevista a Andrés de Francisco

Arturo Santillana Andraca* 

Sergio Ortiz Leroux** 

*Profesor investigador de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana de la UACM. Miembro del Grupo de Investigación de Teoría y Filosofía Política. Correo electrónico: arturo.santillana@uacm.edu.mx

**Profesor investigador de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana de la UACM. Miembro del Grupo de Investigación de Teoría y Filosofía Política. Correo electrónico: sergio.ortiz@uacm.edu.mx


La esclavitud está entre nosotros. No desapareció con la extinción de las sociedades esclavistas antiguas ni se evaporó con la emergencia de las revoluciones modernas asociadas al lenguaje de los derechos. En pleno siglo XXI, las formas de la esclavitud moderna y contemporánea se han diversificado y sus dispositivos de dominación y opresión se han perfeccionado. Millones de personas en América Latina, Estados Unidos, Europa y el mundo entero se encuentran sometidas de facto a condiciones estructurales y existenciales que podríamos representar bajo el sello de la esclavitud: trabajadoras/ trabajadores del hogar, trabajadoras/trabajadores sexuales, migrantes, trabajadores/ trabajadoras agrícolas, niñas y niños, personas de la tercera edad, etcétera.

Para hablar sobre la esclavitud y sus expresiones contemporáneas entrevistamos a Andrés de Francisco. Más que una entrevista tradicional donde predomina una relación asimétrica entre entrevistado y entrevistadores, se trata de un diálogo directo y horizontal entre colegas de “ambos lados del charco” que se ocupan (y preocupan) de algunos de los temas más controvertidos de su tiempo. El Dr. Andrés de Francisco es filósofo y profesor titular de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Ha impartido docencia en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), la Universidad de Barcelona (UB), la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC). Ha sido también investigador invitado en el Instituto Internacional de Historia Social (1988), la Universidad de Oxford (1988) y la Universidad de Harvard (1997). En el campo de la filosofía y la teoría políticas, Andrés de Francisco destaca -junto a su maestro, Antoni Doménech-, como uno de los principales promotores en España de la tradición republicano-democrática, en diálogo permanente tanto con la tradición marxista como con la tradición liberal igualitarista de raíz rawlsiana. Entre sus libros más recientes destacan: Ciudadanía y democracia. Un enfoque republicano (Madrid, La Catarata, 2007); La mirada republicana (Madrid, La Catarata, 2012); y Visconti y la decadencia. Otra mirada a la modernidad (Barcelona, El Viejo Topo, 2019). Además de sus libros y artículos, destacan sus ediciones críticas de Karl Marx, James Harrington y Stuart Mill, así como sus traducciones de John Rawls.

Comencemos este diálogo-entrevista estableciendo las fronteras teóricas de la noción de esclavitud. Existen diferentes teorías sobre el origen, la naturaleza y el sentido de la esclavitud. Consideramos que una de las aproximaciones más fértiles a este problema es la que ofrece el republicanismo. La tradición republicana señala, entre otras cosas, que el ideal normativo de libertad como no dominación o no interferencia arbitraria tiene su origen histórico y matriz en la República romana, donde la persona libre, el liber, era lo contrario, al servus, el esclavo. De manera que se podría afirmar que en el republicanismo lo que se contrapone a la libertad no es la interferencia ajena, como sostiene cierto liberalismo, sino más bien la esclavitud o dominación. ¿Podrías profundizar en esta idea de libertad como no dominación o, si se prefiere, como ausencia o negación de esclavitud?

—Sí. Es el mundo grecolatino antiguo, en el que la esclavitud estaba institucionalizada, el que establece la dicotomía entre hombre libre y esclavo. Ya en el Imperio romano tardío, con la codificación jurídica de Justiniano1, se dota a la dicotomía de una semántica muy precisa, diferenciando entre la condición alieni iuris del servus y la del sui iuris del liber. Pero la idea en realidad es griega. El eleutherós griego era aquel que “vive como quiere”, es decir, que no está sometido a la ajena jurisdicción, que no es alieni sino sui iuris. Esta idea la recoge, como tantas otras, Cicerón. Pero la codificación en el corpus iuris tardorromano es muy importante, porque permite entender la posterior teoría de la alienación: la alienación del trabajo en Karl Marx y la alienación política en todo régimen despótico o tiranía. La dicotomía ciudadano-súbdito no es sino una traslación al ámbito político de esa dicotomía central hombre libre-esclavo. La libertad republicana -la Libertas- quiere que tanto en el plano individual como en el plano político vivamos como queremos vivir, sin estar sometidos a jurisdicciones y voluntades ajenas. Y, por lo tanto, sin interferencias arbitrarias en nuestro espacio de acción y decisión. Es un programa muy exigente, desde luego.

Si partimos de que algunas determinaciones del régimen político republicano son: el imperio de la ley, la igualdad de derechos y la libertad y virtud de ciudadanos y gobernantes, ¿podemos hablar de la existencia de Estados republicanos ahí donde se presentan situaciones de esclavitud o debemos pensar la República como una idea regulativa de la razón práctica en la órbita política? ¿Pueden comulgar república y esclavitud en el mundo contemporáneo?

—Es muy interesante la pregunta. Curiosamente, las repúblicas antiguas -la ateniense y la romana, sin ir más lejos- eran repúblicas, digamos, esclavistas. El truco es que el demos, el pueblo, estaba netamente diferenciado y sólo una parte del mismo -los hombres libres- eran propiamente ciudadanos. Así “resolvía” la contradicción el mundo antiguo. Pero este es un “lujo” que en el mundo moderno no nos podemos permitir, porque el mundo moderno se construye sobre una idea-fuerza fundamental, afirmada taxativamente por Thomas Jefferson o Jean-Jacques Rousseau, y que por lo tanto está en las dos grandes revoluciones modernas, la americana y la francesa. La idea es que todos los hombres nacemos igualmente libres. Y aquí el concepto “hombre” no tardaría en incluir a la mujer. Este es el fundamento de la doctrina de los derechos humanos.

En este sentido, los casos de esclavitud real -por ejemplo, el derivado de la trata- son ilegales e ilegítimos en el mundo contemporáneo. Tienen que camuflarse como delitos y son perseguibles legalmente.

-Los términos esclavitud moderna y esclavitud contemporánea se utilizan regularmente para englobar una serie de aspectos que se deben tomar en cuenta para analizar diferentes condiciones de dominación y opresión en las que se encuentran de facto muchas personas en diferentes partes del mundo: trabajadoras/trabajadores del hogar, trabajadoras/trabajadores sexuales, migrantes, trabajadores/trabajadoras agrícolas, niñas y niños, personas de la tercera edad, etcétera. ¿Consideras que la idea de libertad como no dominación ayudaría a pensar las nuevas formas de esclavitud contemporánea que se producen y reproducen en las sociedades capitalistas del siglo XXI? ¿Cuáles serían los alcances, pero también los límites, de esta mirada normativa y también crítica del buen gobierno y de la buena sociedad?

—Una de las grandes cuestiones del mundo moderno -y de ahí la importancia del pensamiento marxista- es que hay formas de esclavitud camufladas detrás de la ley y perfectamente compatibles con una noción puramente formal de libertad. Es lo que ocurre con relaciones de dependencia caracterizadas por asimetrías de poder. Por ejemplo: la relación capital/trabajo. En el genial análisis que hace Karl Marx, esta relación es una relación despótica en la que el trabajador está sometido a la voluntad del capitalista. Es alieni iuris, se encuentra alienado. Pero tampoco es un esclavo convencional, pues firmó “libremente” un contrato de trabajo, un contrato por el que consiente en intercambiar su fuerza de trabajo por un salario. Marx, como todos sabemos, responde a este aparente dilema con su teoría de la coacción sorda del mercado. El trabajador está forzado a vender su fuerza de trabajo porque no tiene medios de producción propios, medios de vida. Y no los tiene porque fue históricamente desposeído en un proceso histórico que Marx denomina “acumulación originaria”. La clave de todo está en la mercantilización de la fuerza de trabajo. Cuanto más mercantilizada esté, mayor será el grado de alienación (y explotación) de los trabajadores. Más cerca estarán de la condición de esclavos. Desmercantilizar significa, entonces, proteger, dar garantías, establecer derechos, reducir la dependencia estructural del trabajo respecto del capital, etcétera. Es decir, introducir mecanismos que impidan o recorten la capacidad de interferencia arbitraria del capitalista. En las fases tempranas del capitalismo europeo, la protección de los trabajadores de la naciente industria era mínima. Por eso Adam Smith podía llamarlos los hilotas del mundo moderno.

Hoy en día, hay muchos lugares del mundo en los que vuelven los hilotas del trabajo (o donde nunca se fueron). Y en la Europa opulenta y con su Estado de Bienestar menguante, hay una creciente re-mercantilización del mundo del trabajo: su resultado es el precariado. Sin duda alguna, el marco republicano de interpretación -con la libertas en su núcleo- nos permite entender y evaluar ético-normativamente este tipo de situaciones. Si añadimos las relaciones patriarcales de dominación, obtendríamos un mapa bastante amplio de situaciones (de clase y de género) que son susceptibles de ser analizadas desde el punto de vista de la alienación, es decir, de la falta de libertad de una de las partes, esto es, de la capacidad de interferencia arbitraria de la otra. Y lo que descubriríamos es un mapa complejo con situaciones muy diferenciadas por sus respectivos niveles de intensidad de la dominación. Porque la libertad, también en sentido republicano, admite grados. Por eso se pueden hacer comparaciones.

El profesor y escritor británico Guy Standing ha señalado en sus obras El precariado: una nueva clase social (Barcelona, Pasado y Presente, 2013) y Precariado. Una carta de derechos (Madrid, Capitán Swing Libros, 2015) que a principios del siglo XXI comenzó a surgir una nueva clase social de alcances globales: el precariado. Se trata de una clase social emergente, caracterizada por una creciente desigualdad e inseguridad a la que se le han negado de forma sistemática derechos civiles, políticos, sociales y económicos. Esta nueva clase, al mismo tiempo, ha estado sometida a formas novedosas de incertidumbre y angustia existencial: carece de identidad que le ofrezca sentido a su vida; no puede demarcar su vida personal en bloques de tiempo pues se espera que esté disponible para el trabajo (remunerado o no) en cualquier horario del día o de la noche; se encuentra alejada psicológicamente del mundo laboral y del conjunto de sus pares; está sometida a tasas muy bajas de movilidad social; enfrenta situaciones de frustración y enojo pues regularmente está sobrecalificada para los trabajos que desempeña, etcétera. ¿Consideras que estas condiciones estructurales de desigualdad e inseguridad del precariado, que se traducen en formas novedosas de incertidumbre y angustia existencial, son equiparables a formas contemporáneas de dominación y opresión propias de la noción de esclavitud? ¿Será el precariado del presente el nuevo esclavo del siglo XXI?

—Sí, ya dije anteriormente que el precariado es una consecuencia directa de la re-mercantilización del mundo del trabajo. Es la víctima más clara de un proceso de globalización capitalista que ha inducido políticas neoliberales en todo el mundo, también en los países con fuertes Estados de bienestar. Esas políticas han supuesto, entre otras cosas, procesos de privatización de bienes y empresas públicas y procesos de desregulación de mercados -en especial-, los mercados financieros y los mercados de trabajo. El resultado ha sido el aumento de la desigualdad y, dentro de ese marco, el precariado ha aparecido como una “nueva” clase peligrosa, como dice Standing.

Sin embargo, siendo la falta de libertad algo muy importante en esta nueva clase, más importante aún me parecen otros síntomas de su situación: la inseguridad, la incertidumbre, el estrés, la frustración, el resentimiento, la baja autoestima, la falta de ilusiones, a veces, la desesperación. Si muchos de ellos pudieran encontrar un trabajo seguro, con proyección interna de carrera, con un salario decente, poco les importaría (en comparación) estar a las órdenes de su empleador o ver recortados ciertos derechos laborales (por ejemplo, la indemnización por despido).

-En América Latina, y especialmente en México, el precariado no es propiamente una “nueva clase social” como sí lo es en Europa desde principios del siglo XXI. Los procesos de precarización laboral podemos registrarlos en esta región desde los años ochenta del siglo XX con el giro neoliberal que remplazó a las políticas económicas desarrollistas de sustitución de importaciones de los años sesenta y setenta. ¿Cuál sería la diferencia que establecerías entre la condición de precariedad como proceso de precarización laboral y como estatus de una nueva clase social emergente? ¿Tiene algún sentido esta distinción?

—Trabajadores precarios ha habido siempre en el capitalismo. En su obra maestra, La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), Friedrich Engels describe con un realismo propio de un Émile Zola, la condición de opresión y sobreexplotación de una clase obrera en los albores del capitalismo industrial inglés. Esos trabajadores estaban mucho peor que los que hoy día conforman el precariado en Europa. Lo que ocurrió es que el capitalismo conoció un movimiento, digamos, des-mercantilizador a lo largo del siglo XX (en el sentido de Karl Polanyi), sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, con la construcción del Estado de bienestar. Mediante un amplio abanico de derechos laborales y sociales y de bienes y servicios públicos, la clase trabajadora europea conoció su época dorada de bienestar, seguridad y libertad. Pero desde los años 80, con la globalización y las políticas neoliberales, el péndulo del capitalismo se ha vuelto a mover hacia el polo manchesteriano decimonónico, el que estudiaron Engels y Marx. El llamado precariado es el resultado de ese movimiento pendular de retroceso. Que el precariado sea o no una clase es una cuestión a debatir, y que de hecho ha sido cuestionada por académicos tan importantes como Erik Olin Wright2. Pero, lo sea o no lo sea, los síntomas están ahí y son lo suficientemente contundentes como para establecer un diagnóstico claro: hay un contingente de personas -unas jóvenes, otras en su fase final del ciclo laboral- que están cayendo en esa condición de precariedad laboral y vital, y están perdiendo derechos, oportunidades, condiciones materiales de vida y esperanzas. ¿Cómo se comportará esa “clase”? Es difícil de predecir, pero sin duda los nuevos populismos -de izquierdas y de derechas- tienen en ellas una importante fuente de votos.

Si no ha sido suficiente la intervención de los gobiernos en distintos Estados republicanos para combatir y erradicar lo que llamamos expresiones contemporáneas de esclavitud, ¿tendremos como sociedad y más precisamente como sociedad civil la posibilidad de intervenir por los canales democráticos existentes para contravenir esta situación? Las democracias tal y cómo las vivimos, ¿tendrán los alcances para contravenir estos fenómenos de injusticias que sin duda están vinculadas a la ganancia del capital por vías lícitas e ilícitas a nivel global? Dicho en otras palabras, ¿podemos encontrar como ciudadanos los suficientes recursos en las democracias existentes para revertir lo que Karl Marx llamara el poder del capital (lícito e ilícito), que podría pensarse como un axioma de la vulnerabilidad de millones de personas que nutren las filas de la esclavitud contemporánea?

—Hay razones para el pesimismo. Si no podemos -desde las instituciones políticas y como ciudadanías- frenar el cambio climático que hemos provocado, siendo algo en lo que nos va la vida, tengo dudas respecto a nuestra capacidad para frenar -no digamos ya revertir- los efectos perversos de la globalización capitalista. Por ejemplo, pensemos en la financiarización del capitalismo contemporáneo, la misma que generó la Gran Recesión del 2008. El capitalismo no se ha des-financiarizado en absoluto, y ese caballo desbocado sigue galopando sin que nadie lo controle. Los sistemas de protección social -donde existen- están fuertemente tensionados por desequilibrios financieros y por extremados endeudamientos. Para colmo, la evolución demográfica de las sociedades contemporáneas -con expectativas de vida crecientes y tasas decrecientes de fertilidad- aumenta todavía más las tensiones financieras de los Estados asistenciales. Si a eso le añadimos la cuarta revolución tecnológica en curso, con su desarrollo abrumador de la Inteligencia Artificial y la robótica, que con toda seguridad destruirán empleo, lo que vemos es un horizonte muy complicado. Pero tampoco deberíamos caer ni en el desánimo ni en la pasividad.

El filósofo sur coreano Byung-Chul Han ha puesto énfasis en la figura burnout o sujeto de rendimiento como una expresión contemporánea de control y dominio que se caracteriza por la autoexplotación que genera el régimen de competencia y automatización del trabajo en el que vivimos debido a la manera como las nuevas tecnologías han traslapado los más diversos ámbitos de la vida cotidiana, pero particularmente en el mundo laboral. ¿Podríamos interpretar esta noción del burnout como una expresión novedosa de esclavitud o de dominación del capital sobre el trabajo?

—Seguramente. La sociedad contemporánea va muy deprisa, está obsesionada por la productividad, ha perdido casi completamente la dimensión estética de la vida. La gente se estresa y termina quemada. Agotada. Incluso el ocio ha entrado por esos canales de la insaciabilidad consumista. A eso hay que añadir la vulnerabilidad inducida por planteamientos ideológicos basados en la ultraseguridad emocional y el sobre proteccionismo. El psicólogo social estadounidense Jonathan Haidt alerta sobre estos procesos en su último libro, La transformación de la mente moderna, un libro muy recomendable. Estamos “fabricando” jóvenes poco preparados para afrontar la realidad, con muy poca tolerancia a la frustración, propensos a la autopresentación como víctimas, con pieles excesivamente sensibles. Por un lado, se les exige mucho (máximo rendimiento); y por el otro, se les fragiliza. Son candidatos al agotamiento, al burnout, pero también a la depresión.

¿Tiene futuro nuestra actual “civilización”? ¿Encuentras alguna opción política o expresión social que ofrezca posibles vías alternativas y prácticas de solución a nuestra crisis civilizatoria?

—Con todo mi pesimismo, yo sigo pensando que los países nórdicos (Suecia, Dinamarca, Noruega, Finlandia e Islandia) han encontrado buenos equilibrios: entre competitividad y solidaridad, entre crecimiento y preservación del medio ambiente, entre libertad e igualdad, entre creación y distribución de la riqueza, entre burocracia y democracia. Y ello, pese al embate de la globalización, que también les ha afectado. Hay mucho que aprender de ellos, de su desempeño institucional. Son sociedades con grandes niveles de confianza interpersonal y de confianza en las instituciones. Y son comparativamente poco o muy poco corruptas. Yo no creo que estas sociedades que podrían servir de modelo estén fuera de la civilización occidental. Por el contrario, son perfectos ejemplos de la cultura moderna, con su racionalismo tecno-científico, con su filosofía de los derechos de libertad, con su marco institucional democrático y su pluralismo socio-cultural. Pero son sociedades bastante equilibradas, mientras que lo que vemos por doquier en Europa y América Latina son enormes desequilibrios sociales, económicos, políticos, generacionales, demográficos. Yo quiero creer -con todo mi pesimismo- que somos perfectibles (como pensaba Jean-Jacques Rousseau) y que podemos inventar y poner en práctica nuevas instituciones y nuevas leyes (como quería el republicano Nicolás Maquiavelo), que nos permitan sentirnos más orgullosos de nuestra vida en común y de nuestros logros como sociedad. Pero los retos por delante son enormes, y los poderes fácticos, las inercias y las desigualdades de partida no lo son menos. Tampoco ayuda el neopopulismo reinante, la polarización extrema y la irresponsabilidad de las élites políticas.

¿Qué hacer? Tengo deseos, no tanto recetas. Pero todos sabemos en alguna medida lo que no hay que hacer: mentir a la gente desde el poder, corromperse, despilfarrar, apoyarse en clientelas, atacar la división de poderes, no rendir cuentas, legislar en favor de unos pocos, no sancionar privilegios, abdicar de una ética de la responsabilidad, etcétera. Y como ciudadanos también sabemos lo que no hay que hacer: no exigir cuentas, no indignarnos, no protestar, no participar, mirar para otro lado o ir exclusivamente a la nuestra. Decididamente, creo que tenemos que recuperar una ética del bien público, que ha quedado soterrada bajo eso que el economista alemán Albert O. Hirschman llamó el paradigma de los intereses (privados) y un exacerbado individualismo.

¿Cómo enfrentar desde el imperio de la ley, esos intereses privados que carcomen y ponen en vilo la existencia misma de los regímenes republicanos, cuando, como bien lo has sugerido, su poder ha copado las instituciones políticas incluyendo los órganos legislativos, desde las cuales los ciudadanos podrían decidir o resistir?

—Philip Pettit, uno de los padres del revival republicano contemporáneo, es muy institucionalista, y quiere que las leyes estén claramente amparadas en constituciones que fijan derechos individuales. Sin embargo, el imperio de la ley es para él -y yo le secundo- perfectamente compatible con el principio de disputabilidad (contestability) que él mismo reivindica. Los ciudadanos tenemos el derecho y estamos en la obligación de disputar las leyes y la acción de los gobiernos. Una ciudadanía activa es una palanca que el sistema necesita para corregir desviaciones, privilegios, corrupciones, leyes injustas, etcétera. Pero ya sé que no es fácil. La ciudadanía está muy desmotivada, ha cundido la desafección política en la sociedad, y el cinismo (que es un modo de resignación e impotencia) se apodera de mucha gente. A la vez, la democracia está siendo asaltada por muchos frentes: los parlamentos cada vez cuentan menos y los ejecutivos cada vez cuentan más. Además, hay una crisis del sistema representativo y prosperan los modelos carismáticos de legitimación de liderazgos fuertes, y la cultura cívica está de capa caída, también y tal vez sobre todo entre las élites políticas. Está complicada la cosa.

¿Podrías profundizar más en la idea de la ética del bien público? ¿Cuáles serían sus dimensiones y traducciones prácticas en la actualidad?

—Yo sigo creyendo en que el bien público existe. Esto es, que hay una serie fundamental de intereses y necesidades en las que todos podríamos ponernos de acuerdo. Pensad, por ejemplo, en la seguridad y en la paz o en la ausencia de violencia. O en que la desigualdad extrema es algo objetivamente pernicioso para todos. O en que todos los seres humanos tenemos un derecho a la felicidad y a la dignidad. ¿Quién, de derechas o de izquierdas, podría rechazar esto? Lo que ocurre es que el espíritu de facción puede con el espíritu cívico, y la polarización reinante impide ver ese suelo común de necesidades e intereses.

Fuentes consultadas

Haidt, J. y Lukianoff, G. (2019). La transformación de la mente moderna. España: Deusto. [ Links ]

Pettit, P. (1999). Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno. Barcelona: Paidós. [ Links ]

1Flavio Pedro Sabacio Justiniano (482-565), más conocido como Justiniano I el Grande, fue emperador del Imperio romano de Oriente desde el 1° de agosto de 527 hasta su muerte. Durante su reinado buscó revivir la antigua grandeza del Imperio romano clásico, reconquistando gran parte de los territorios perdidos del Imperio romano de Occidente. Uno de sus más impresionantes legados fue la compilación uniforme del derecho romano en la obra Corpus Iuris Civilis, que todavía es la base del derecho civil de muchos Estados modernos.

2Erik Olin Wright (1947-2019) fue un sociólogo estadounidense, miembro destacado del marxismo analítico. Sus mayores contribuciones se centraron en su revisión de la teoría marxista de las clases sociales, así como con su esfuerzo por llevar esta revisión teórica al terreno de la investigación empírica.

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