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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.19 n.48 Ciudad de México Jan./Apr. 2022  Epub Oct 17, 2022

https://doi.org/10.29092/uacm.v19i48.901 

Dossier

Formas contemporáneas de explotación laboral en el cine de Ken Loach

Contemporary forms of labor exploitation in Ken Loach’s cinema

Víctor Hugo Martínez González* 

*Profesor en la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana, UACM. Líneas de investigación: partidos, democracia, teoría política, cambio social e ideológico. Correo electrónico: victor.martinez@uacm.edu.mx


Resumen

Conocido como un clásico del cine político, los filmes de Ken Loach denuncian las injusticias del capitalismo contra las clases trabajadoras y critican la explotación laboral profundizada por el neoliberalismo. Este ensayo analiza en tres filmes la mirada de Ken Loach, y reflexiona sobre la necesidad de revisar políticamente las bases económicas del orden social. Precarizar el trabajo y el bienestar de las clases trabajadoras es, como aquí se argumenta, un síntoma de la confusión ideológica entre modernización y democracia de nuestro tiempo.

Palabras clave: Cine político; Ken Loach; cambio social; neoliberalismo; explotación laboral

Abstract

Known as a classic of political cinema, Ken Loach’s films denounce the injustice of capitalism against the working classes and criticize the labor explotation deepened by neoliberalism. This essay analizes Ken Loach’s gaze in three films, and reflects on the need to politically review the economic foundations of the social order. Precarizing labor and the well-being of the working classes is, as it is argued here, a sympton of the ideological confusion between modernization and democracy of our time.

Key words: Political cinema; Ken Loach; social change; neoliberalism; labor explotation

As soon as you’re born, they make you feel small

By giving you no time instead of it all

Till the pain is so big you feel nothing at all

John Lennon, Working Class Hero

Maniatados por el economicismo dominante, hemos olvidado pensar en términos políticos. Ésta es una de las conclusiones del historiador inglés Tony Judt (2010) en su libro Algo va mal. El actual orden económico no es para Judt la contracara de un ayer nostálgicamente idealizado, sino una solución fallida ante el pasado específico del Estado de bienestar. Ese parámetro es, en concreto, el de una estructura social en la que cierto equilibrio entre capital y trabajo viabilizó el capitalismo keynesiano y la socialdemocracia heredera del liberalismo más progresista (Maravall, 2021).

Esta idea es cercana al cineasta Ken Loach, cuya biografía, al igual que la de Judt, es la de una generación formada políticamente en la primacía de los fines colectivos luego de haber sufrido los deterioros de la guerra y la urgencia de una recomposición social con base en derechos igualitarios. Sin recaer tampoco en los mitos de una nostalgia artificial, Loach editaría El espíritu del ’45, uno de los documentales más emblemáticos de la historicidad y valores del Welfare State.1

Frente a aquella configuración de relaciones entre Estado, mercado y sociedad, el economicismo neoliberal subordina hoy la política a los pactos financieros internacionales. Derivado de este trastorno, los reajustes del mundo laboral, ilustrados por Loach en tres filmes que aquí analizaré (La cuadrilla; Yo, Daniel Blake y Sorry We Missed You), crean y estimulan nuevas formas de explotación. Apoyado en estas obras, y en diagnósticos del cambio social e ideológico motivado por el neoliberalismo, el propósito de este ensayo es argumentar y discutir una revisión crítica del orden emergido tras el fin de la Guerra Fría. Un orden, en el que como explican Krastev y Holmes (2019), el debilitamiento de la socialdemocracia corrió en paralelo con el triunfo de una versión conservadora y soberbia del liberalismo, resultando ello en el regreso a niveles de desigualdad social propios del siglo XIX (Przeworski, 2019).

Este texto tiene tres partes. Primero, una breve y esquemática síntesis del reacomodo histórico que llevó a las legitimadas proclamas neoliberales. Observar las coyunturas que hicieron eso posible es clave para remarcar la contingencia del orden neoliberal, tan dado a presentarse, sin embargo, como un estado social superior y sin alternativas. Segundo, la mirada política de un cineasta opuesto a la fatalidad del fin de la Historia u otra doctrina que disimule el fracaso y las consecuencias imprevistas del sobrestimado relato modernizador introducido en tiempos de posguerra fría. Tercero, una discusión de las no pocas reservas del neoliberalismo para resistir su transformación. Entendido como un programa más allá de la estricta esfera económica, la naturalización cultural de este modelo es un aspecto sobre el que articulo mis notas finales.2

Contextos históricos y regímenes de vida

Definido como un campo problemático con afinidades y discrepancias internas, el liberalismo no ha sido nunca un cuerpo homogéneo de principios impermeables a su refinamiento (Holmes, 1999; Escalante, 2019). Su neurálgica preocupación por la libertad del individuo ante cualquier fuerza opresiva es, de hecho, el venero de sus distintas tradiciones. Asentado en su gran riqueza emancipatoria, el mejor liberalismo, a decir de Krastev y Holmes (2019), es antidoctrinario. Esa cualidad es la que enfatizaré en el siguiente contexto histórico, construido ex profeso para subrayar la capacidad adaptativa del liberalismo como un signo de su vitalidad.

Para finales del siglo XIX, explica Pierre Rosanvallon (2006) en su libro El capitalismo utópico, el liberalismo original fue afectado por un parteaguas determinante, del cual resurgiría un liberalismo corregido, progresista e igualitario. Acuerpado en la tradición anglosajona como una doctrina económica para la que los gobiernos deberían acatar las prioridades de los mercados libres, las crisis económicas, las reacciones sociales a los excesos de la industrialización, las amenazas revolucionarias del proletariado y la devastación de la Gran Guerra (1914-1918), incidirían en la autorevisión liberal en favor de legislaciones de protección social.

Documentado por Karl Polanyi (2003), este viraje supuso la génesis decimonónica de un liberalismo vigorizado, emparentado con la izquierda; en concreto, con el movimiento obrero de la socialdemocracia, que recorriendo su propio trance adaptativo vio en el liberalismo y en la democracia parlamentaria medios imprescindibles para superar la utopía capitalista de los mercados autorregulados.3 Para 1918, finalizado el conflicto bélico, esta destellante conjunción de ideas progresistas, imposible sin la energía liberal, reafirmaría la democratización del voto, esto es, la extensión de los derechos políticos a las clases populares, proyecto que derrotaría los lastres de un liberalismo aristocrático defensor de los sistemas electorales restringidos.

Sobre estas bases históricas e ideológicas, la catástrofe de la 2ª Guerra Mundial, y el peligro entonces muy próximo de que las nociones de modernidad más convincentes fueran el fascismo, el nazismo y el estalinismo, gravitarían en una subsecuente etapa liberal abocada a la profundización de los derechos sociales (Marshall, 1997). William Beveridge y John Maynard Keynes, reformadores liberales, establecerían (impulsados en un primer momento por el gobierno conservador de Winston Churchill) la hoja de ruta de lo que sería el Estado de bienestar (Judt, 2011). Sobre esos cimientos, el Partido Laborista inglés orientaría su conducción socialdemócrata, configurando lo que los franceses llamaron el milagro de Los Treinta Grandes (1945-1975) para referirse a las décadas de un nuevo y brioso capitalismo liberal y democrático. La invención de la responsabilidad social del Estado hacia ciudadanos provistos de satisfactores sociales para ser libres de dominación (educación, salud, empleo y otras políticas redistributivas) fue, de este modo, el concurso muy afortunado de un liberalismo progresista y un socialismo electoral, pluriclasista y, en esos mismos términos, propulsor de la reconversión de los partidos de clase en partidos catch-all (Przeworski, 1990; Paramio, 2009).

Retrospectivamente, ha sido estudiado con detalle, la excepcionalidad de aquel capitalismo industrial, nacionalista y corporativo se fundamentó en el apremio de ganar legitimidad para gobiernos que no podían condenar a sus soldados desmovilizados a los mismos índices de precariedad previos a la guerra; pero también en un condicionante externo singular: el entorno de la Guerra Fría, bajo cuyo clima el capitalismo keynesiano procuró demostrar ser una mejor opción ante el imán que hasta 1968 detentó la utopía comunista (Judt, 2011). El financiamiento del Plan Marshall a la reconstrucción de las economías y pactos democráticos europeos no se entiende sin ese ambiente sui generis.

La evolución de las clases medias y la movilidad social de los sectores obreros, cuyo boom fue consecuencia del Welfare State, propiciaría con el tiempo fisuras en un orden político y económico edificado para un tipo de sociedad que empezó a ser otra en la década de los setentas a partir, justamente, de los éxitos bienestaristas. “Opresor”, “burocrático” y “enajenante” serían calificativos que una emergente generación de movimientos, protestas y sensibilidades sociales imputó al Estado de posguerra. Conceptuada por análisis sociológicos como una visión posmaterialista de la política, la denominada “revolución silenciosa de valores” (Inglehart, 1977) cuestionaría los pilares gubernativos del Estado de bienestar. El sistema de pensiones, significativo para un entramado social con menores expectativas de vida, apareció así como oneroso para quienes impugnaban las altas cargas fiscales por ver en ellas una planificación arbitraria. Excesivo en sus planes de homogeneización, los diseños funcionales y urbanísticos del Welfare fueron objeto también de reclamo. Los partidos catch-all, apreciados antes por su desradicalización, enfrentarían ahora, en este cambio de contexto, el reproche a un consenso que excluía denuncias como las ecologistas o las libertarias, afanadas en ampliar los márgenes de las libertades individuales que la democracia cristiana había consentido también regular bajo pautas keynesianas.

De uno y otro lado del espectro ideológico, un nuevo y refulgente liberalismo identificó así al Estado con maquinarias burocráticas que estorbaban al desarrollo social. La búsqueda de horizontes políticos por afuera de lo estatal y partidista llevaría en algunos casos a presiones económicas para desregular los acuerdos corporativos; en otros, y más radicales, a la formación de grupos extremistas que emplearon la violencia para dinamitar la “tolerancia represiva” del Welfare (Sánchez-Cuenca, 2020).

Causas necesarias, pero no suficientes para el declive del orden de posguerra, estos humores se vieron acrecentados por una atmósfera internacional específica, a saber: la ruptura de los pactos de Bretton Woods, esto es, el fin de las bases estructurales del arreglo keynesiano. Arrancado en 1971 con la misma desestabilización del dólar, este trayecto sumaría distintos hitos hacia una profunda reforma económica y social. Si desde los inicios de los setentas el universo financiero es otro con las políticas de liberalización retomadas por Estados Unidos, la fundación del Sistema Monetario Europeo (por el que los países delegan facultades a órganos supranacionales y contramayoritarios) y la entrada de China a los mercados (desde 1978), conformaron un golpe de timón ya irreversible (Roberts, 2018). Salir de la crisis financiera y de ingobernabilidad del Welfare, canalizar las luchas de una sociedad civil opuesta a la prolongación de mecanismos tradicionales ante una nueva concepción de la democracia, fueron, grosso modo, las demandas que el neoliberalismo recogería en este trance para revestirse del halo de una solución esperanzadora. Consiguiendo detener la crisis de estanflación que acabó con el keynesianismo, las políticas de ajuste económico, y su logro puntual al mejorar las deprimidas tasas de crecimiento, fueron un elemento material que permitiría esparcir las ilusiones neoliberales.

Abundantes en expedientes literarios, las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado apuntalarían una seductora narrativa respaldada por cambios espectaculares como el derrumbe del comunismo, el realismo economicista adoptado por la socialdemocracia, el recorte privatizador del bienestarismo, la prodigiosa revolución tecnológica o la hegemonía de un liberalismo doctrinario luego de los gobiernos de Thatcher, Reagan o Kohl (González, 2020). Clave en ese redimensionamiento sería la asociación de estos procesos con las transiciones democráticas devenidas con el colapso de regímenes autoritarios. Esta postulada convergencia entre liberalización de los mercados y reformas políticas tendría como paradigma teórico la tesis del fin de la Historia, resumida de modo sesgado como el feliz arribo a un estado superior del desarrollo donde las economías de mercado y las democracias liberales agotarían cualquier disputa ideológica.4

Imprevistas e incontrolables, las crónicas crisis que el neoliberalismo no conseguirá atajar pese a su inflado prestigio están en la raíz de la desorbitada concentración de la riqueza, la irracional desigualdad y la desvanecida creencia en la noción del progreso que someten a la democracia a una complicada atmósfera (Przeworski, 2019). El camino a ello, es posible conjeturar, estuvo conectado con un abstracto y muy sobrevalorado vínculo entre modernización económica y democracia política (Vázquez, 2022). Entusiasmados con el cambio deslumbrante, fue fácil obviar los presupuestos y lógicas antagónicas de los mercados y las democracias. De vuelta ya de una apuesta no convalidada por la conocida y repetida racionalidad de los mercados libres, reconsiderar la democracia implicaría discutir el rezago e impotencias de la política ante el economicismo prevaleciente.

El cine social de Ken Loach

Entre su nacimiento en 1895 con la primera toma de los hermanos Lumière (Los obreros saliendo de la fábrica) y la década de los setenta, el cine se entendió como una sensible representación de lo social. Antes de la Gran Guerra, pero particularmente después de 1945, el neorrealismo italiano, la Nouvelle vague francesa, el nuevo cine social británico, checo y alemán, el novo cinema brasileño o los directores europeos insertos en Hollywood nutrieron este ángulo de la cinematografía. Movimientos obreros, conflictos bélicos, luchas de descolonización, golpes de Estado y resistencias populares fueron capturadas por una lente que, atendiendo a su contexto histórico, sobrentendía el cine social como cine político.

Vinculado con el sueño generacional de sustituir la sociedad capitalista por otra socialista, Ken Loach labró una carrera en la que su cámara ha tenido como foco el lugar de la clase trabajadora inglesa, fotografiando el deterioro de las condiciones de trabajo y vida devenido con la transición del capitalismo keynesiano hacia los mercados desregulados. Luego de que la severidad de Margaret Thatcher derrotara en 1984 las últimas expresiones de la huelga de los mineros, su cine aborda con realismo los daños sociales de una reestructuración laboral, tristemente acelerados por la izquierda de la Tercera Vía y una “renovada” socialdemocracia que volviera al poder en 1997 con Tony Blair.5

De la cuantiosa producción de Loach (Fuller, 1999), selecciono aquí sólo tres filmes útiles para visualizar una regresión social que el discurso dominante disimula como novedosas “oportunidades de crecimiento”. No pretendo hacer justicia a la prolija riqueza del trabajo creativo de Loach; bastante menos que eso, quiero reflexionar apenas sobre algunos de los dilemas urgentes que sus películas plantean a la narrativa neoliberal.6

Whatever make you move, you lose

Rodada en 2001, La cuadrilla es una cinta que retrata la política de privatizaciones que acabó con la compañía nacional de ferrocarriles. Con la venta a los particulares de esta industria, las cuadrillas de obreros encargadas de reparar las vías ingresan involuntariamente en un esquema que los recientes propietarios presentan como una nueva cultura. En ésta, se informa a los trabajadores mediante un memorándum, la competitividad reinante exigirá distintas adaptaciones: 1) fragmentar las empresas, 2) ostentar una misión, 3) vender calidad y cuidar al cliente, 4) reducir el exceso de mano de obra, 5) aumentar la jornada, 6) multiplicar las subcontrataciones, 7) renunciar a contratos colectivos, 8) depreciar salarios, 9) perder vacaciones y seguros por enfermedad, 10) pagar por cuenta propia cursos de aptitud profesional. “Se acabó el trabajo para toda la vida, se terminó el nosotros y el ellos y empieza la sociedad del progreso”, declara el capataz a sus colegas, advirtiéndoles que los sindicalizados (“trouble makers”) no serán parte de este arreglo.

La flexibilidad laboral exigida supondrá, de este modo, que los trabajadores formen cuadrillas especializadas que compitan en el mercado bajo dos normas: a) las mejores ofertas, lanzadas relajando condiciones de seguridad y salarios, tendrán más oportunidades de ganar contratos; b) la atomización de funciones por la que un contrato se divide en numerosas áreas y grupos, sin que ninguno asuma la responsabilidad integral. Mantenerse juntos será imposible en esta modalidad desarticulada, como manifiesta un miembro de la cuadrilla que acepta un ridículo finiquito para saldar sus facturas impagas.

No hay en ninguna de estas escenas una perorata teórica que haga caer la película en el precipicio moralista de lo panfletario. Respetuoso de lo que relata, los diálogos de los personajes de Loach no son los de militantes avezados en los trasfondos de la reforma neoliberal, sino los de obreros con la conciencia práctica de quienes distinguen las consecuencias deplorables de esta nueva cultura de productividad internacional. Forzados por una derrota histórica que alteró los equilibrios entre capital y trabajo, se ajustan a una racionalidad contextual que no es su elección, pero sí la única alternativa dispuesta.

En una cuadrilla de cuatro obreros, que mientras laboran bajo los peores estándares de seguridad sufren una tragedia, la cámara de Loach condensa la universalidad de una suerte que nos es familiar. “No deberíamos hacer esto”, se lamenta uno de esos obreros siniestrados, para después actuar contra su propia integridad en aras de mantenerse a flote. La frase del mayor de estos empleados, el único que había rechazado participar en estas chapuzas legales, toma entonces el sentido alegórico de una clase obrera despreciada: Whatever make you move, you lose.

Soy un ciudadano

La política de individualización, que en La cuadrilla vuelve razonable a los ferroviarios ver sólo por sus intereses, alcanza en Yo, Daniel Blake (2016) alturas fársicas. En ésta, la cultura neoliberal recita al protagonista setentero un dictum irrisorio mientras recibe una capacitación express para vencer en el mercado: You must stand out from the crowd.

Carpintero por más de cuarenta años, Daniel Blake es diagnosticado en el filme con problemas cardíacos que le obligan a parar. Declarado un caso de riesgo, Blake tendrá entonces que lidiar con el tortuoso laberinto de agencias profesionales, subcontratadas por compañías norteamericanas para evaluar si cumple con los “puntos necesarios” que le concederían beneficios y asistencia sociales. Sometiéndose a reglas absurdas, Blake deberá acreditar así ser merecedor de ayudas ante su falta de ingresos y la contracción de un mercantilizado sistema de pensiones. Demostrar ser “available”, se convierte de este modo en el arbitrario destino de este otro representante de la clase obrera.

Rechazado por quienes se excusan de no definir los ordenamientos en una cadena de irresponsabilidad e indiferencia, Blake es orillado a tratar con dos instancias hostiles para una persona de la tercera edad: 1) aprender el manejo de computadoras para “subir” y actualizar en una bolsa digital de trabajo un CV “competitivo”; y 2) recusar el fallo que le negó la asistencia social, comunicando su apelación al teléfono de un evaluador, pero en donde la única respuesta que recibe es “gracias por esperar, continúe en espera”. En las oficinas de esa empresa que ignora todo sentido de lo social, Blake atestiguará el maltrato a una madre (Kathy) con dos niños. Al intentar que alguien ceda a ella su turno, el regaño de los guardias de seguridad evocará el espíritu de la época: “eso no le concierne”.

Humillada por un sistema que estigmatiza a los pobres, cargando sobre ellos una desfortuna que no es sólo individual, Kathy experimentará una crisis de angustia y vergüenza al tener que recurrir a los bancos populares de comida, mientras las opciones de ser contratada permanecen bloqueadas. “Esto no es tu culpa ni tampoco mi elección”, asentará Blake ante una situación desesperada por no encontrar “un maldito trabajo”.

Con una sutileza alejada de los discursos sociológicos, Loach sitúa como vecino de Blake a un chico inmigrante desinteresado de los “empleos de basura”. Una generación más joven que la del obrero septuagenario y la mujer que sobrevive haciendo faenas de limpieza doméstica, es retratada en este personaje que no cree más en el provecho de una carrera universitaria y un laburo formal. Enganchado, en cambio, a la representación de la vida ofrecida por las redes sociales, este joven apostará a la autogeneración de empleo mediante la compra y reventa de zapatillas deportivas obtenidas en los saldos de los grandes almacenes. “Un colega que está ahí me da el pitazo”, le cuenta su vecino a Blake.

Exhausto del sinsentido, y con la vívida conciencia práctica de quien conoció tiempos razonablemente mejores para los intereses colectivos, Blake optará por dejar escrito en un papel un malestar propio y a la vez generalizado:

No soy un cliente, agitador, parásito, mendigo o ladrón;

un número de seguridad social o una mala paga; no acepto ni busco la caridad;

soy un hombre, no un perro, busco y exijo mis derechos;

exijo que se me trate con respeto; soy un ciudadano, nada más y nada menos.

Paradójicos como son, los lenguajes normativos del neoliberalismo exaltan las teorías del empoderamiento ciudadano. Pero la privatización de lo público, muestra Loach a través de la pérdida de derechos de Daniel Blake, excluye de ese ejercicio a quienes sus escasas condiciones materiales los vuelven invisibles a las consideraciones civiles.

Entre más horas trabajamos, más nos hundimos

Sorry We Missed You es hasta ahora el último largometraje de Ken Loach filmado en 2019. Aunque no sería raro que su siguiente película sea todavía más dura, bien podría decirse que Loach cierra aquí la pinza de un relato social sin escapatoria para quienes debieron asumir la precarización del trabajo como una forma contemporánea de explotación. Esta obra, glosaré rápidamente, exhibe la premeditada separación entre trabajo y bienestar que enreda y subyuga a las clases populares.

Para describir este sistema vejatorio, Sorry We Missed You culminará con una toma en la que uno de sus protagonistas acepta miserablemente no poder romper con un trabajo que le aprisiona. Sin haberla elegido, esa necesidad es el reflejo de una situación sistémica que la esposa de este presunto nuevo empresario descifra con amargura: “entre más horas trabajamos, más nos hundimos”. Adjudicarse jornadas de quince horas y sin días libres para lograr un futuro distinto, los sumerge en este desconsuelo. Con una proximidad que no juzga a los personajes, los espectadores asistimos a la revelación de la trampa en que han caído y de la cual no podrán salir. Poner la cámara en el lugar justo, sin forzar nada, es una lección de Loach sobre la más directa manera de confrontarnos con la desintegración social generada por las actuales políticas de mercado.

Magistralmente coral, Sorry We Missed You tiene como núcleo así la caída en desgracia de una familia de cuatro miembros, diez años antes cercana a la anhelada adquisición de una casa propia. La crisis bancaria internacional y la clausura masiva de puestos de trabajo consumirían los ahorros de los padres, quienes desde entonces sobreviven entre ocupaciones intermitentes con las que saldan in extremis sus rentas.

Harto de este sinvivir, Rick pedirá a su esposa (Aby) vender el coche con el que ella asiste como enfermera a personas de la tercera edad, subcontratada por una agencia que excluye de sus deberes el pago de traslados, vacaciones o seguros de protección elemental. La convicción que Rick pondrá en su pedido a Aby, sabiendo que su esposa acumulará retrasos en el transporte público para completar la lista diaria de sus pacientes, tiene como causa una contraproducente esperanza de mejora: Rick pretende convertirse en su “propio jefe”, jugando la arriesgada carta de adquirir una camioneta que le habilite como repartidor de entregas.

Al asociarse Rick con la oficina subcontratada para este servicio, el discurso del encargado será un sumario de la nueva cultura laboral:

nosotros no te contratamos, tú te unes; no trabajas para nosotros, trabajas con nosotros; no tienes salario, sino ingresos; no fichas según un horario, te vuelves disponible siempre. Ésta es tu oportunidad de convertirte en ¡el dueño de tu propio destino!

Tras esta prédica fantasiosa, uno de los nuevos compañeros, con experiencia ya en este sistema, traerá de vuelta el registro esperpéntico de la realidad al decirle a Rick que lo más importante será un bote vacío que le entrega. “¿Para qué es esto?” “Para que orines”. El flamante trabajo, el estatuto empresarial que Rick conquista, no contempla descansos y eso incluye no parar en gasolineras cuando la vejiga apriete. Liza, la hija de Rick y Aby, descubre pronto lo estropeado de este esquema: “si todas las entregas están calculadas por las computadoras y el scanner que las ordena, ¿por qué nadie calculó tiempo para el baño?”.

Visibles por todos lados las desventajas de aquello con lo que Rick se compromete, su deseo de salir adelante mediante un gran esfuerzo es un horizonte muy frágil del que su familia empezará a pender. “Garantizan 155 libras diarias, pero si soy más rápido y competitivo que todos puedo ganar las mejores rutas y llegar a las 200”, explica ilusionado Rick a su esposa, asegurándole que en doce meses tendrá el capital para expandir su franquicia, aunque para ello deba contraer por ahora más y más deudas.

La fortuna, o lo que está más allá de la virtud de las personas (Maquiavelo dixit), escapará, desde luego, al control de esta laboriosa familia. Latente, el peligro de cualquier desperfecto no tardará en llegar, tomando la forma de copiosas multas que Rick deberá pagar cuando una urgencia de su hijo adolescente (Seb) le obligue a perder un día de trabajo. Llegado el momento de develar el grotesco revés de las promesas del reclutamiento, el capataz será intransigente a este respecto con Rick: “en este servicio no hay días libres; a los clientes lo único que les importa es el precio, la entrega y el producto en su mano”.

Estas condiciones de trabajo no fueron siempre las mismas. Una de las enfermas a las que Aby atiende es la memoria histórica que nos lo recuerda. En una escena, que al mejor estilo de Loach muestra la regresión social sin valerse de diatribas acartonadas, esta señora muestra a Aby las fotos de su juventud envuelta en luchas sindicales por ganar derechos colectivos. Solidaria ante la tristeza que Aby no puede disfrazar, la historicidad se infiltra en esta mujer sorprendida al descubrir la hoja laboral que consigna las jornadas extenuantes de Aby. “¿Y la jornada de ocho horas?”, pregunta quien conoció otros tiempos.

Coral como dije antes, Sorry We Missed You retrata con ímpetu político los estragos que la desestructuración laboral tiene en Liz y Seb, de nueve y catorce años respectivamente. Mientras la niña sufre, sin poder comprender, la alteración de sus vidas cotidianas padeciendo una inseguridad que le era ajena, el adolescente es una representación de una de las más agudas tragedias de las democracias liberales y de mercado. Con el regreso a los niveles de desigualdad social del siglo XIX, afirma el politólogo Adam Przeworski (2019), las democracias se ven erosionadas por la vigente y lesiva imposibilidad de que los hijos puedan mejorar las depreciadas expectativas de vida de sus padres. Nadie como los adolescentes adolecen de la falta de un marco de sentido en este contexto donde la noción de progreso social se ha evaporado.

Suficientemente perspicaz para rehuir el camino que sus padres siguieron, Seb ejemplifica el rechazo a los estudios propio de una generación conocedora de que ello no garantiza buenos y dignos empleos. “¿Realmente crees que quiero ser como tú, papá?”, le grita Seb a Rick, consciente de lo que no quiere emular, pero rabioso y desconcertado ante la inexistencia de otras formas menos frustrantes de transitar a la adultez. Apasionado con el arte de intervención urbana, Seb preferirá así escabullirse del instituto para dibujar grafitis con amigos que atraviesan el mismo desamparo y decepción.

Si entre las décadas de los cincuenta y setenta, el personaje de Antoine Doinel, recreado por el cineasta François Truffaut a lo largo de cinco filmes, evolucionó como un chico que gozó de la movilidad social propiciada por el Welfare (Martínez, 2021), el adolescente que filma ahora Ken Loach muestra, por el contrario, la puerta giratoria y regresiva por la que las sociedades salieron del siglo XX. Problemas e injusticias una vez superadas regresan, de este modo, en el actual orden económico de la modernización neoliberal.

Notas finales

Articular en el primer apartado de este ensayo un compendio de las relaciones cambiantes entre Estado, mercado y sociedad obedeció a la premisa de establecer una reconocible historicidad. Fruto de ella, el orden estructural que remplazó al capitalismo de posguerra puede ser apreciado a la luz de un rasgo importante: el de su contingencia. Me refiero con esto a las propiedades dinámicas y variables, opuestas en cualquier caso al empeño superior, fatalista o ahistórico con el que el neoliberalismo ha tejido su ideología; modernizadora en lo económico, pero mucho menos democrática de lo que su posición política idealiza. El denominador común de las miradas sociológicas de Przeworski, Maravall, Escalante, Judt u otros autores que referí en este trabajo es, por el contrario, la reducción de la democracia avanzada por los ejes neoliberales hasta grados que corroen la legitimidad de este régimen político. La crítica hacia una democracia desunida del socialismo y del liberalismo progresista resulta, de este modo, un aspecto en el que estos análisis convergen. La extrema liberación de los mercados anteriormente “embridados” por un capitalismo keynesiano y democrático, ha sido la palanca de una desregulación financiera para la que la sociedad debe estar al servicio del mercado (Harvey, 2014).

Este reordenamiento estructural es el fondo histórico sobre el que Ken Loach filma la precarización del mundo del trabajo. La puesta en práctica de privatizaciones que mercantilizaron los bienes comunes (La cuadrilla), la condena social hacia quienes no pueden competir en el vértigo de reglas excluyentes y darwinistas (Yo, Daniel Blake) o las estafas de una narrativa empresarial puesta más allá de los recursos de las mayorías (Sorry We Missed You), son retratadas por este cineasta combativo. El segundo apartado de este ensayo estuvo dedicado así a valorar el legado de un creador indispuesto a olvidar que los equilibrios entre capital y trabajo no fueron siempre los actuales.

Coherente e incansable, Ken Loach es uno de esos artistas que de algún modo consiguen contar siempre una misma e hiriente historia. Loach no cede en su ánimo y reitera su distancia con las concesiones ideológicas normalizadas por el auge del neoliberalismo. Su moralidad está puesta en ello; no en encuadres o relatos reductores que busquen adoctrinamiento. “Debes tratar de ponerte en el lugar de todos los personajes, incluso de aquellos cuya posición puedas no entender ni encontrar muy simpática” (Loach, 2014, p. 16), afirma así quien entiende sus filmes como la ocasión de plantear preguntas importantes sobre las decisiones que como sociedad tomamos y la autorrepresentación a lo que ello nos conduce. No se puede regresar al pasado: marcados por el dinamismo de la historia, los filmes de Loach transmiten este realismo curado de nostalgias adánicas. En ese mismo tono, discutiendo la hechura y el sentido contingente de “lo real”, sus largometrajes apuestan por la posibilidad política de intentar una regulación inédita de los mercados, que reposicione los derechos de la ciudadanía ante los riesgos e incertidumbres de las reglas sólo economicistas.

Manipulador, maniqueo o incitador de filípicas son algunos ataques que el cine de Loach suele recibir.7 Que su cine pinte personajes heroicos es, sin embargo, un reproche que dice más de la sensibilidad social dominante que de la verdadera y compleja composición de sus obras. Como mostré aquí en tres de sus filmes, pero puede hacerse extensivo a otros de sus títulos, los protagonistas de Loach no actúan con una racionalidad normativa o abstracta. Todo lo contrario: sus acciones despliegan la racionalidad contextual que su escaso o nulo menú de opciones les demarca. Al comportarse instrumentalmente, estos personajes encarnan las delimitadas estrategias de los “tontos racionales”, como Jon Elster llama a la negación empírica de la racionalidad óptima de la teoría económica. En palabras de Loach: “Los personajes que intentamos poner en pantalla están llenos de contradicciones, de fracasos y de defectos. Es la fragilidad de la humanidad la que es dramática, no la perfección estereotipada” (2014, p. 12).

Esta racionalidad contextual, desligada de imperativos ético-políticos, y naturalizada por el neoliberalismo como la preeminencia de los intereses individuales a las restricciones colectivas, constituye la mayor reserva de este sistema para resistir a su transformación. Habría que pensar, para comprender el orden neoliberal en sus propios términos, y tener así una opción de derrotar sus atractivos, que este capitalismo financiero supo conectar con zonas profundas de la condición humana para reproducir su legitimidad. Salvo en el caso de Chile, el neoliberalismo esparció su hegemonía ganando votos en elecciones democráticas. Para mantenerse competitiva en ese plano, la izquierda socialdemócrata aceptaría desplazar así sus programas hacia un presunto realismo posideológico abierto por las reformas estructurales (Maravall, 2013). De ese neoconservadurismo el orden neoliberal ha sacado amplias ventajas que aun hoy, demostrada ya su propia ineficacia, continúan determinando la ausencia de alternativas plausibles. La extrema derecha, la única fuerza que en años recientes ha supuesto una disrupción electoral, se ha alimentado (justamente en este desierto de la imaginación política) de los sectores de la clase trabajadora que la izquierda desatendió por concentrarse en las clases medias seducidas por las ofertas neoliberales. Sostenida por Adam Przeworski (2019), esta diagnosis es la que Loach muestra en sus filmes.

¿En qué momento sustituir los derechos de protección social por las libertades irrestrictas de mercado nos pareció un proyecto de modernidad capaz de conjugar, sin tensiones ni contrasentidos, los beneficios del crecimiento económico (excluyente) y de la ciudadanía política (inclusiva)? Ahora que las lógicas antagónicas de estos procesos saltan a la vista en formas de una irracional e indeseada desigualdad social, resultaría preciso repensar críticamente las bases de este orden. Cambiar la narrativa ideológica, como supo hacer el neoliberalismo, supondría acompañar ese giro con una nueva y plausible rearticulación histórica de los nexos entre Estado, mercado y sociedad, donde la democracia y el capitalismo ensayen otros modelos de equilibrio siempre conflictivo.

Adenda

A condición de que un debate filosófico abriera las delimitaciones del concepto de esclavitud contemporánea, algunas desproporcionadas formas de la vigente explotación laboral podrían plausiblemente ponderarse como dimensiones teóricas e indicadores observables de ese concepto a revisión. Si bien la tradición clásica del término esclavitud opondría límites a esta operación, las ciencias sociales basan su avance en, justamente, aprehender y representar la sociedad dinámica a partir de esta clase de reconsideraciones analíticas. Y también, por cierto, con un punto ciego, ideológico y extracientífico presente en las proposiciones teórico-metodológicas. A ello aludí en este ensayo al referir la capacidad discursiva del neoliberalismo para ligar, e incluso confundir, los procesos de modernización económica con los rasgos propios de los regímenes democráticos.

Si un desplazamiento epistémico como el que vinculó la instauración de las democracias con las liberalizaciones económicas fue posible, ello ocurrió bajo un determinado contexto que fue su condición de posibilidad. El contexto actual es otro, y muy diferente; en concreto: el de la preclara refutación empírica de las promesas del modelo neoliberal de desarrollo. Subordinar las sociedades a los mercados autorregulados, libres de controles políticos y medidas de certidumbre y autoprotección colectivas, ha llevado a niveles absurdos de desigualdad dentro de los cuales la movilidad social desapareció, el trabajo dejó de significar bienestar y el 10% de los sectores más ricos acapara el 76% de la riqueza global.8 Estos datos configuran una realidad que, para ser entendida y transformada, requiere de una inédita intervención política y estatal sobre los modos de acumulación y distribución de los bienes. Como un aliento hacia esa tarea, los distintos y exigentes esquemas de reconceptualización de la pobreza, incentivados por los trabajos de Amartya Sen, ganaron legitimidad luego de ser objetados en sus primeras formulaciones. Sería deseable, si ese reexamen teórico e ideológico continuara, analizar así las formas contemporáneas de la explotación laboral con la vista puesta en que las más excesivas degradaciones de este tipo colindan con el espectro de nuevas vías de esclavitud social, devenidas como consecuencias inesperadas de un orden económico injusto, opresivo y estancado.

Fuentes consultadas

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1Señas biográficamente similares de Judt y Loach pueden apreciase en Judt (2015) y Fuller (1999). Cathy vuelve a casa (1966), La gran flama (1969) o Las bases del sindicato (1971) son, por otra parte, capítulos de la filmografía de Loach que censuran los gobiernos socialdemócratas en Inglaterra, mostrando su no romantización del período keynesiano.

2En correspondencia con la sagaz lectura de los dictaminadores anónimos, atiendo en una adenda una pregunta de su revisión: ¿en qué medida, y de qué forma, las diferentes formas de precarización del trabajo constituyen, directa o indirectamente, maneras de explotación que formarían parte de una esclavitud contemporánea?

3Sobre vínculos entre socialismo, democracia, parlamentarismo y liberalismo, planteados en la última década del XIX, véase Bernstein (1990). Sobre las medidas de autoprotección social acordadas (desde 1847) por liberales, conservadores y socialistas: Martínez (2019, p. 46-55).

4Véase Fukuyama (2015). Una colección de debates al respecto de esta tesis en Martínez (2021).

5Documentales de Loach, centrados en las huelgas contra el thatcherismo y censurados por el gobierno, fueron en esa época: Una cuestión de liderazgo (1980), Cuestiones de liderazgo (1983) y ¿De qué lado estás? (1985). Dos filmes que sí consiguió rodar serían: El guardabosques (1980, sobre la explotación social en ámbitos rurales) y Miradas y sonrisas (1981, sobre el creciente desempleo).

6Sobre neoliberalismo y problemática neoliberal otros títulos de Loach son: Riff-Raff (1990), Lloviendo piedras (1993), Ladybird Ladybird (1994), Mi nombre es Joe (1998), Es un mundo libre (2007).

8Véase Reporte Mundial sobre la Desigualdad 2021 en: https://www.jornada.com.mx/2021/12/08/economia/024n1eco

Recibido: 20 de Septiembre de 2021; Aprobado: 02 de Diciembre de 2021

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