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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.18 no.46 Ciudad de México may./ago. 2021  Epub 17-Ene-2022

https://doi.org/10.29092/uacm.v18i46.844 

Dossier

Nayib Bukele: populismo e implosión democrática en El Salvador

Nayib Bukele: populism and democratic implosion in El Salvador

Ricardo Roque Baldovinos* 

*Profesor-Investigador de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en El Salvador. Correo electrónico: rroque@uca.edu.sv


Resumen

Este trabajo presenta explora la figura del presidente populista Nayib Bukele, quien ocupa la presidencia de El Salvador desde el primero de junio de 2019. En primer lugar, da cuenta del escenario que explica su ascenso en el marco de la crisis del régimen político que surgió de los Acuerdos de Paz en 1992. En segundo lugar, recorre la carrera de este personaje desde su emergencia al interior del FMLN hasta su lanzamiento de su candidatura populista enfrentado a la clase política. Finalmente, intenta valorar las implicaciones de la deriva autoritaria de su gobierno para el futuro democrático de El Salvador.

Palabras clave: Política; democracia; autoritarismo; populismo; El Salvador

Abstract

The following work explores the figure of Nayib Bukele, the populist president that rules El Salvador since the 1st of June 2019. In the first place, it outlines his rise in the background of the crisis of the political regime that followed the signature of the Peace Accords of 1992. In the second, it follows his career from its beginnings within the FMLN until the launch of his candidacy for president in the guise of a populist leader confronted to the ruling political class. Finally, this work assesses the implications of the recent authoritarian drift of Bukele’s government to the democratic future of El Salvador.

Key words: Politics; democracy; authoritarianism; populism; El Salvador

El presidente Nayib Bukele escandalizó recientemente a la opinión pública al declarar que los Acuerdos de Paz y la Guerra habrían sido, en sus palabras, “una farsa” (Diario 1, 2020-12-17). Es sorprendente que estas declaraciones se pronunciaron en un discurso pronunciado el 17 de diciembre de 2020, en un acto en el marco de la conmemoración de la masacre del Mozote.1 Ello provocó una reacción indignada de numerosos actores de la vida pública y especialmente de académicos que estudian los temas de historia y memoria de El Salvador (Disruptiva, 2021-01-11). Sin embargo, parece que este último desplante del presidente no afectará su enorme popularidad, gracias a la cual su recién fundado partido, Nuevas Ideas, y sus aliados se encaminan hacia un triunfo contundente en las elecciones legislativas y municipales del 28 de febrero de 2021.2 Ello le permitirá hacerse de la mayoría calificada en la Asamblea, de una proporción considerable de las alcaldías y, eventualmente, de los tres poderes del estado.

Atacar los Acuerdos de Paz ha sido una constante en las intervenciones públicas del presidente salvadoreño. En repetidas ocasiones, ha afirmado que su período presidencial iniciado el 1 de junio de 2020 marca el fin de la “posguerra” y el inicio de una nueva etapa histórica para el país que requiere no solo de nuevos actores políticos, sino de una reforma profunda del estado. El gobierno de Bukele es el primero que se ha negado a celebrar el 16 de enero, fecha emblemática de aniversario de los referidos acuerdos. Como una nota más colorida, en una de sus alocuciones transmitidas por televisión y por redes sociales, el presidente comprometió a su ministro de Obras Públicas a demoler el Monumento a la Reconciliación, inaugurado por su antecesor para celebrar dicha efeméride, alegando que era “horroroso” (Contrapunto, 2020-06-05).

Esta obsesión por descalificar los Acuerdos de Paz no es gratuita y es clave para entender la visión de país un gobierno que a menudo es descalificado por sus críticos por carecer de ella. La presente reflexión pretende examinar las implicaciones para la democracia de la llegada a la silla presidencial de líder populista salvadoreño. Para ello, presentaremos nuestro argumento en tres pasos. En primer lugar, trataremos de definir el régimen político que imperó en el país desde los Acuerdos de Paz hasta la presidencia de Bukele, al que hemos decidido denominar régimen posguerra, y examinar las causas de su aparente implosión. En un segundo momento, trazaremos los contornos generales del fenómeno de Bukele, el cual reviste peculiaridades llamativas con respecto a otros regímenes latinoamericanos calificados como populistas, poniendo para ello especial atención a su original y efectivo manejo de la comunicación política. Finalmente, trataremos de aquilatar la amenaza que su deriva autoritaria representa para la vida democrática.

El régimen de la posguerra

Para efectos de la presente reflexión, proponemos diferenciar los Acuerdos de Paz de la Posguerra. Los acuerdos de Chapultepec, firmados el 16 de enero de 1992, fueron la culminación de un largo proceso de negociación auspiciada por el secretario general de las Naciones Unidades entre las partes beligerantes: el gobierno de Alfredo Cristiani, que había resultado ganador de los comicios presidenciales de 1989, y la guerrilla izquierdista del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Cumplían con el objetivo de finalizar un conflicto militar que desangraba al país desde 1980 y, para lograrlo, expresaban el compromiso de las partes por una serie de reformas constitucionales y otros cambios institucionales para una refundación del estado salvadoreño, con el propósito de convertirlo en una democracia formal, asentada en un estado de derecho. La Posguerra, por su parte, fue la puesta en marcha de esos compromisos en un nuevo orden político que tenía como actores principales a los dos partidos más grandes, ARENA (Alianza Republicana Nacionalista) y al propio FMLN, desarmado y transformado en partido legalmente constituido.

El firma de los Acuerdos de Paz y su cumplimiento fueron elogiados a nivel internacional, pues consiguieron el fin definitivo del enfrentamiento armado y marcaron logros inéditos en la historia del país: el destierro permanente de la violencia política; una amplia libertad de expresión; elecciones competitivas, debidamente supervisadas y certificadas por observadores internacionales; la desmilitarización de la seguridad pública con la creación de una Policía Nacional Civil no subordinada ejército; la independencia del poder legislativo; y, finalmente, una alternancia fluida en los gobiernos locales. De esta manera, se puso fin al régimen de la modernización autoritaria, el de los gobiernos militares que se sucedieron desde el golpe de estado de 1931 hasta 1979. El régimen de la modernización autoritaria consistió en una fachada de formalidad democrática tutelada por el ejército (Turcios, 2003). La posguerra, sin embargo, dejó asignaturas pendientes: la consolidación de un poder judicial, independiente y efectivo y, por supuesto, la superación de una cultura política autoritaria, firmemente arraigada en la población y en la clase política.

Por otra parte, no hay que pasar por alto que la Posguerra fue la oportunidad para consolidar la restauración de la hegemonía oligárquica, a través de los gobiernos del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), el cual tenía como agenda la puesta en marcha de un proyecto neoliberal que instauró un modelo económico que capitalizó las remesas de la considerable población migrante en el diseño de una economía orientada al consumo. Este proyecto desarrolló el sector de la maquila con el atractivo de los bajos salarios y aplicó medidas típicas de lo que David Harvey llama la acumulación por desposesión (Harvey, 2009). Ejemplo de estas últimas fueron la privatización de la banca, que devolvió a algunas de las grandes familias de la oligarquía el control del sistema financiero, y la privatización del sistema de pensiones, a través de las llamadas AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones). Esta última política permitió que la planilla de los trabajadores pasara a subsidiar las grandes fortunas, aun a costa de ensombrecer las perspectivas de retiro digno a los futuros jubilados. El desempeño de la economía salvadoreña durante todos esos años ha sido más bien mediocre, con uno de los índices de crecimiento más bajos de América Latina, con la consecuente persistencia de condiciones de exclusión social para una proporción considerable de la población. La dolarización de la economía, puesta en práctica a partir de 2000, lejos de resolver este estancamiento crónico, lo agudizó.

Con frecuencia se habla de la alternabilidad en el gobierno como un logro de la posguerra. Creo que es una afirmación que debe matizarse. Es cierto que, por un lado, en los gobiernos municipales, se logró una competitividad efectiva que se tradujo en mejoras palpables de la gestión local. Por otro, la oposición logró cuotas en la asamblea que sirvieron de contrapeso real al ejecutivo. Pero el camino hacia la alternabilidad de la presidencia estuvo empañado por una doble combinación de elementos. En primer lugar, por la competencia desleal de los gobiernos de ARENA, que sistemáticamente usaron recursos estatales a favor de sus candidatos; y, en segundo lugar, una especie de auto sabotaje del FMLN, que se enredó en estériles pugnas internas entre las facciones “reformistas” y “ortodoxas”.

Conviene dedicar algunas palabras al papel que jugó el FMLN en estos primeros años de la posguerra. Habría que destacar, en primer lugar, su compromiso por cumplir con un desarme completo y su transformación en un partido político competitivo. En pocos años, cosechó frutos importantes: se convirtió en la segunda fuerza política, con una participación decisiva en la Asamblea Legislativa; y ganó el control de gobiernos locales, entre ellos el de la capital, en distintos momentos, a partir de 1997. El nuevo partido fue acumulando así experiencia en la gestión pública y consolidando una base social fuerte, especialmente en zonas rurales, donde había tenido presencia durante los años del conflicto armado. Sin embargo, también hay que señalar las enormes dificultades que tuvo de consolidar su caudal político, más allá de esas bases tradicionales. Ello se hizo notar en los inconsistentes acercamientos a la clase media y sectores empresariales. Aquí pesaron los temores de la facción ortodoxa de perder su “identidad de izquierdas”. Por estas razones, el FMLN fue desaprovechando oportunidades valiosas, notoriamente en el proceso electoral de 1999, cuando la potencial candidatura de Héctor Silva, el popular alcalde de San Salvador, quien provenía de uno de los partidos de centroizquierda históricamente aliados al FMLN, naufragó por las mencionadas rencillas internas.

Si bien el FMLN cumplió con el compromiso de transformarse en un partido político respetuoso de las reglas de la democracia liberal, nunca asumió de lleno las implicaciones del juego de la política en democracia. Se comportó más bien con una suerte de “vanguardia” a la espera de que las condiciones objetivas le permitieran el asalto definitivo al poder. Esas condiciones nunca se dieron y, probablemente, sus mismos dirigentes sospechaban que nunca se darían. Fue un comportamiento que derivó menos de un deseo oscuro de sabotear el orden democrático que de la incapacidad de renovación intelectual y organizativa, necesaria para asumir los retos que la realidad salvadoreña presentaba a un movimiento político de izquierdas.

El debilitamiento de la facción ortodoxa con la muerte en 2005 del líder histórico del Partido Comunista, Schafick Handal, permitió finalmente presentar una fórmula electoral que llevó al FMLN a la histórica victoria de 2009. El candidato, Mauricio Funes, un respetado periodista, fue capaz de convocar apoyos fuera de las bases tradicionales, atrayendo a sectores medios, electores jóvenes e, incluso, votantes conservadores descontentos con la corrupción y el elitismo de ARENA. El nuevo gobierno aumentó la inversión social y la cantidad y calidad de los servicios a la población, pero no logró cambiar la matriz económica de la sociedad ni logró asegurar el capital político de su apoyo electoral. Para complicar más el panorama, no tardó en verse enredado en escándalos de corrupción. Estos fueron en parte reales, motivados por la alianza que estableció Funes con oscuros sectores empresariales y con la facción disidente de ARENA, liderada por el ex-presidente Antonio Saca (20042009), que se transformó en un nuevo partido político: Gran Alianza Nacional (GANA). Pero estos escándalos fueron, en gran medida, magnificados por un poder mediático y un poder judicial afines a la derecha tradicional y comprometidos con la restauración oligárquica.

Es importante resaltar que fue bajo esta correlación de fuerzas que finalmente se manifestó un poder judicial independiente, abiertamente enfrentado con el ejecutivo. Esto fue una novedad, pero trajo consecuencias que no siempre fueron afortunadas. En primer lugar, el país entró en la moda de la judicialización de la política. Por primera vez en la historia reciente, la mano de la justicia tocó a funcionarios de alto nivel. Hubo dos presidentes encarcelados (Francisco Flores y Antonio Saca), uno de ellos convicto (el mismo Saca) y un tercero prófugo de la justicia (Funes). Otro tanto sucedió con antiguos ministros y con un fiscal general. La justicia salvadoreña se convirtió, como en el célebre cuento de Jorge Luis Borges, en una de lotería de Babilonia en la que opositores y amigos estaban condenados a pasar en algún momento por la cárcel. Sin embargo, en la práctica, siguió siendo inoperante e incapaz de corregir una impunidad sistémica y secular. En segundo lugar, otra consecuencia desafortunada de la independencia judicial, fueron una serie de controvertidos fallos de la Sala de lo Constitucional que volvieron más opaco y enredado el sistema electoral. Esto ha venido a debilitar todavía más la oferta ideológica y programática de los partidos, al convertirlos en una suerte de franquicias en que los candidatos ofrecen su pretendido carisma.

A estos problemas, se suma una de las promesas incumplidas de los Acuerdos de Paz: la seguridad ciudadana. La escalada de violencia social, asociada principalmente con las maras, según algunos analistas, puso al país, al cerrar la primera década de los años 2000, en los bordes de un estado fallido (Departamento de Economía, 2013-11-11). Quizá sea exagerado el recurso a una etiqueta que pondría a El Salvador al nivel de Somalia, Sudán o Yemen, pero tampoco podemos negar que las pandillas desafiaron el monopolio de la fuerza del estado salvadoreño en zonas considerables del territorio nacional y degradaron a niveles intolerables la vida cotidiana de amplios sectores de la población. El fenómeno de las maras es una de las consecuencias imprevistas del conflicto político militar y tiene una gran complejidad y larga data. Pero, en su agravamiento, han tenido un peso considerable una gestión de la economía incapaz de generar condiciones de inclusión a los sectores más urgidos de ella y la puesta en marcha de políticas incoherentes y contraproducentes de seguridad ciudadana. En esto último, los gobiernos del FMLN tienen una cuota de responsabilidad considerable. Mauricio Funes quiso sorprender al país y al mundo en 2012 con una propuesta de diálogo con las pandillas que no sólo terminó normalizando las extorsiones, legitimando a cabecillas criminales como líderes políticos, sino que inmediatamente después, cuando hubo de retractarse de este descabellado plan, propició la militarización de la seguridad pública y permitió el retorno de prácticas de violencia institucional como las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones forzosas, que se creía estaban superadas desde el final del conflicto armado.

De esta manera resumimos los antecedentes para entender la espiral descendente de la legitimidad del régimen de la posguerra a lo largo de la última década. Una muestra particularmente patética de la incapacidad de proponer horizontes de salida al deterioro de la situación del país fueron las celebraciones de los Acuerdos de Paz durante el último gobierno del FMLN. Se caracterizaron por ser una cacofonía de elogios mutuos y por la completa ausencia de iniciativas para generar una discusión pública de profundidad ante realidades tan apremiantes como las Caravanas de Migrantes y el incremento de violencia social que cada año acrecentaba muertes y desapariciones por millares. Este es contexto inmediatamente anterior el meteórico ascenso de Nayib Bukele.

El fenómeno Bukele

¿Quién es Nayib Armando Bukele Ortez, ese pintoresco personaje que se hace “selfies” en la Asamblea General de las Naciones Unidas (CNN, 2019-09-27), que se define así mismo como el “presidente más guapo y más cool” (ABC, 2019-06-25) y llama con irreverente cariño “cabecita de algodón” al presidente de México (El Universal, 2019-06-21)? Su carrera política es reciente, pero menos de lo que quisiera hacernos creer. Tampoco es exacto tipificarlo de outsider. Bukele ingresó formalmente a la política nacional al ganar en el año 2012 la pequeña municipalidad de Nuevo Cuscatlán para el FMLN. Como alcalde, realizó obras sociales notables gracias a sus buenas relaciones con ciertos empresarios y, al parecer, al financiamiento de ALBA Petróleos, el asocio de varias alcaldías del FMLN con PDVSA, la empresa estatal de petróleos de Venezuela.

De esta manera, Bukele se estrenó en la política como el joven empresario con perfil de centroizquierda, comprometido con mejorar las condiciones de vida de la población más vulnerable a través de clínicas, becas y la construcción de espacios culturales y recreativos. En realidad, su relación con la política era anterior. Venía al menos desde 2004, cuando gracias a los contactos de padre, consiguió para su recién fundada empresa publicitaria, la cuenta de la candidatura presidencial de Schafick Handal. Bukele es hijo de un acaudalado empresario de origen palestino, Armando Bukele, amigo personal de Handal y considerado, hasta su fallecimiento en 2018, un empresario cercano al FMLN.

Esta sorprendente intimidad entre una familia acaudalada de origen palestino y el líder histórico del Partido Comunista Salvadoreño, también de esa procedencia étnica, se explican por el virulento racismo de la oligarquía salvadoreña, una alianza entre familias criollas, con reclamos de abolengo, e inmigrantes europeos y norteamericanos. Son las célebres catorce familias, que en realidad nunca fueron catorce sino entre cuarenta y cincuenta (Colindres, 1977). Esta élite nunca aceptó en su seno a los inmigrantes árabes, por muy ricos y poderosos que fueran (Paniagua, 2002). Es importante tener en cuenta esta condición periférica de Bukele y su círculo familiar con respecto a la élite oligárquica para comprender su tensa relación con los grupos tradicionales de poder y parte de su atractivo popular, pese a su proveniencia de clase alta.

Si a esto añadimos, la hábil labor de difusión de su gestión de políticas sociales en Nuevo Cuscatlán, comprenderemos por qué no le costó a Bukele dar un paso trascendental en su avance dentro del partido de izquierdas: presentarse en 2015 como candidato a la alcaldía de San Salvador, un reconocido trampolín para la carrera presidencial. Por otra parte, la imagen de rebelde e iconoclasta del joven político servía a la dirigencia del FMLN, pues parecía desmentir las crecientes quejas entre sus bases por una falta de apertura en su partido y un anquilosamiento de una camarilla envejecida de comandantes guerrilleros.

Bukele ganó por estrecho margen la alcaldía de San Salvador, pero una vez sentado en la silla edilicia llevó a cabo una de serie de ambiciosos y atractivos proyectos de rescate y mejora de los espacios públicos, así como de iniciativas de inclusión social en las zonas más depauperadas. Es de resaltar en este esfuerzo, la habilidad negociadora del equipo de Bukele, quien supo abordar el espinoso problema de los vendedores ambulantes sin enfrentar ninguna rebelión de un gremio singularmente aguerrido. También es un acierto haber presentado sus obras en los espacios públicos como un empoderamiento de los ciudadanos que recorren la ciudad utilizando el transporte público. El centro de San Salvador venía sufriendo un descuido y un deterioro palpables y las obras de Bukele revaloraron esta zona como espacio de reencuentro entre grupos sociales y generaciones. Por otra parte, a través de un sofisticado aparato de comunicación que aprovechaba el potencial inédito de resonancia de las redes sociales, fue capaz de publicitar su gestión y sortear así un poder mediático cada vez más hostil.

Sin embargo, estos logros no deben hacer por alto algunas primeras muestras del lado siniestro de Bukele. Cabe traer a cuentas el caso del mercado Cuscatlán, proyecto que pretendía alojar a los vendedores ambulantes desplazados por la remodelación del centro histórico. El proyecto no sólo no cumplió su objetivo, sino que puso a la luz pública los manejos turbios en la adquisición del edificio que habría de alojarlo en condiciones de promesa de venta en extremo onerosas para la comuna y ventajosas para su propietario, un empresario cercano al grupo familiar de Bukele (Labrador y Alvarado, 2020-10-22). El otro hecho que hay que destacar es el llamado caso “Trollcenter” (Contrapunto, 2018-10-22). Este se desató cuando un periódico de circulación nacional denunció la falsificación de su página web por técnicos que trabajaban para el equipo de comunicación de Bukele. La demanda no logró sustentarse judicialmente, pero fue un indicador de la amplitud de las tácticas sucias de difamación y acoso contra sus rivales políticos.

A las ambiciones de Bukele de ingresar en la fórmula presidencial de su partido en 2019, le esperaba un obstáculo que era más bien previsible: la resistencia de la cúpula de FMLN a considerarlo siquiera para la vicepresidencia. La experiencia del partido con Funes, un candidato que no era de la militancia histórica, había sido ambigua. Es cierto que había permitido ganar, pero sólo para descubrir a continuación que el marcado presidencialismo salvadoreño limitaba considerablemente el poder del partido en el ejecutivo. A ello habría que añadir que Funes había terminado minando el prestigio del partido, a causa de varios escándalos de corrupción, que terminaron en una vergonzosa fuga a Nicaragua, donde recibiría asilo político. Para la dirección del partido, era más seguro seleccionar un antiguo comandante guerrillero, como el poco carismático líder histórico de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), Salvador Sánchez Cerén, quien había revalidado el control de la silla presidencial en 2014.

Ante este revés, Bukele demostró su gran su capacidad de sortear las adversidades. La ley electoral salvadoreña estrenaba por entonces mecanismos para impedir el “transfuguismo”, que esperaba así disuadir la extendida práctica de venta de funcionarios electos al mejor postor y de traición a sus electores. Renunciar al partido no era una opción, tenía que ser expulsado. Súbitamente, Bukele inició una serie de ataques arteros hacia dirigentes de su partido, entre ellos el mismo presidente Sánchez Cerén. Sus enemigos mordieron el anzuelo y valiéndose de un absurdo incidente en que el alcalde habría lanzado una manzana a la síndica durante una sesión del Concejo Municipal, le iniciaron un proceso disciplinario. Una amonestación lo habría dejado inhabilitado para competir durante varios años; pero, en una mezcla incomprensible de ingenuidad, rigidez y torpeza, la comisión de ética del FMLN resolvió expulsarlo. Con ello, le permitió montar un drama mediático en que se presentaba como la víctima de una purga estalinista y allanarle el camino a la candidatura presidencial. Luego de una serie de dificultades interpuestas por las autoridades electores y de saltar de más de dos partidos para garantizar su candidatura, Bukele logró finalmente inscribirse para los comicios presidenciales de 2019.

La odisea de la postulación de la candidatura presidencial fue a la vez una cruzada contra el FMLN. Valiéndose del terreno preparado los escándalos de corrupción de Funes, se las ingenió para plantear una ecuación entre los dos partidos principales como parte de una clase política corrompida e inescrupulosa, responsable de la postración que vivía el país. Los mismos de siempre fue el mantra de esta construcción del adversario. De esta manera, su primera construcción política del pueblo fue hacer la equivalencia de sus contrarios. Repitiendo la estrategia clásica del populismo (Laclau, p. 91-157), el pueblo se constituía frente a este poder de una clase política burocratizada y corrupta, y encontraba su voz en un líder joven, irreverente y sin compromisos con el pasado. La fórmula que empleó para descalificar al FMLN, “el FMLN es ARENA 2.0”, muestra su habilidad tanto para identificar al adversario, como para idear un lenguaje adecuado para un electorado nuevo, con un mayor peso de la población juvenil, activa en el uso de redes sociales y familiarizada con la jerga informática.

Una vez el FMLN quedó desacreditado y fue despojado de una parte considerable de su base electoral, Bukele enfiló sus ataques contra ARENA. Su candidato presidencial, Carlos Calleja, hijo del magnate dueño de Selectos, la mayor cadena de supermercados el país, tenía a su disposición el apoyo del poder mediático y el financiamiento de los patrocinadores del gran partido de derechas del régimen de la Posguerra, que acariciaban el inminente retorno a la silla presidencial de uno de los suyos. Pese a todo eso, Calleja era un candidato bastante débil. Se había educado en los Estados Unidos, tenía poca experiencia el mundo político de El Salvador y, para colmo de males, hablaba español con un ligero pero inconfundible acento norteamericano. Fue así blanco de las sátiras inmisericordes del aparato mediático de Bukele, quien no sólo inundaba las redes sociales con sus mensajes y su agenda de noticias alternativas, sino que desplegable un considerable ejército de blogeros, youtubers y trolles.

Este uso de las nuevas tecnologías y de las redes sociales para posicionar su figura y su mensaje, que eran indistinguibles, le permitió sortear el sabotaje férreo del poder mediático, así como justificar más adelante su poco interés en el diálogo político y en someter al escrutinio público sus propuestas electorales. Recientemente se ha propuesto la fórmula de “ciberpopulismo” para definir a Bukele, teniendo en cuenta el peso de estos nuevos espacios comunicativos en el lanzamiento de su candidatura y la realización de su compaña (Alvarenga, 2019). Me temo que no es una fórmula afortunada. El uso del prefijo ciber connota en este caso algo falso, simulado virtualmente. Y ello resulto no ser así. A través de una comprensión sutil de las grandes transformaciones que ha sufrido la comunicación social en el ecosistema cultural contemporáneo, Bukele fue capaz de montar una estrategia que le permitió ganar en primera vuelta una contienda en que enfrentaba a los dos partidos emblemáticos del régimen de la Posguerra, con más experiencia, recursos y, aparentemente, arraigo territorial.

Muchos analistas anticiparon que el supuestamente débil arraigo territorial de Bukele sería el talón de Aquiles que detendría su ímpetu triunfalista. Se equivocaron rotundamente. No entendieron que la presencia territorial no consiste en hacer giras por las localidades del interior con rituales trillados y con públicos acarreados, sino en la presencia efectiva del mensaje entre los votantes de las comunidades más alejadas. Y ello lo logró Bukele al entender la influencia decisiva que para ese fin tendrían una red de organizaciones de la diáspora en los electores. La seducción de la diáspora se realizó a través de gestos de inclusión y numerosos viajes a sus lugares de residencia: los Estados Unidos y Canadá, por supuesto, pero también España y el norte de Italia. Esta apuesta dio los frutos esperados. No es de extrañar pues que Bukele realizara más giras en el extranjero que en el interior del país, pues era ahí donde había que estar.

La indiferencia del sistema político salvadoreño ante las demandas de participación política de la diáspora se ha traducido en enormes obstáculos para que los electores arraigados en el extranjero puedan ejercer su sufragio y ello no iba a cambiar en los comicios de 2019. Sin embargo, la campaña de Bukele entendió la enorme influencia que tenían los migrantes sobre el comportamiento electoral de sus familiares si lograba aglutinarnos con una estrategia de movilización muy sofisticada manejada desde las redes sociales y medios de comunicación alternativos. Paradójicamente este esfuerzo desplegado en el ciberespacio, rindió resultados espectacularmente favorables a lo largo y ancho del territorio nacional.

Siguiendo una estrategia tradicionalmente populista pero apuntalada en una estrategia de comunicación política muy sofisticada, Bukele logró presentarse como el portavoz de la desafección popular con el régimen de Posguerra, que ofrecía una respuesta a demandas insatisfechas de inclusión, de seguridad y, especialmente, de futuro. Liberado además de la responsabilidad de someterse al debate y al escrutinio público por el torpe boicot del poder mediático, logró hacer una especie de programa de ilusiones fantasiosas que lograron movilizar la nostalgia por una supuesta plenitud de los años exitosos de la modernización autoritaria, memoria que no es para nada despreciable ni estéril en el imaginario político de El Salvador.

Bukele en el poder

La clave del sentido de las desmesuradas promesas de campaña y del proyecto político de Bukele se puede extraer del desconcertante acto de toma de posesión que tuvo lugar el 1 de junio de 2019. No hay mucho que leer en el discurso inaugural parco en conceptos pues, el medio fue el mensaje. Mucho más revelador resulta entonces su dimensión teatral. Varios aspectos merecen destacarse para comprenderla: la localidad elegida, el ritual de defenestración de la clase política y el juramento de fidelidad absoluta al líder.

En primer lugar, la elección del centro histórico, como espacio público remodelado durante su gestión edilicia, intentó afirmar el vuelco hacia el pueblo aparentemente ignorado durante los gobiernos de los partidos tradicionales. Celebrar la toma de posesión allí y no en el Salón Azul del Palacio Legislativo o en el teatro al aire libre del Centro de Ferias y Convenciones (CIFCO) implicaba grandes retos logísticos y de seguridad, pero el cambio de locación era legal, pues la constitución establece que la toma de posesión se debe realizar en sesión plena de la Asamblea Legislativa, pero no establece un lugar específico. Nuevamente Bukele supo extraer rédito político de las resistencias y reticencias de la Asamblea, en la que la proporción de sus aliados seguiría siendo minoritaria.

En segundo lugar, al realizarse la toma de posesión en un espacio público, el presidente electo podía convocar a sus bases y simpatizantes y exponer a sus adversarios, los gobernantes salientes y los diputados, a la ira popular. Fue así como la primera parte del acto, cuando ingresaron los diputados y los miembros del ejecutivo saliente se convirtió en una suerte de desfile bufo, en un ritual de defenestración de la clase política, expuesta a la rechifla e insultos de la concurrencia.

Finalmente, vino el discurso, que sorprendió por su brevedad y la completa ausencia del menor esbozo de plan de gobierno. Se limitó a referir una anécdota de su infancia, cuando su padre le daba las primeras luces de las injusticias del país y cómo debían corregirse. Y luego aconteció el momento estelar. El presidente entrante tomó al público un juramento de fidelidad en que debían de aceptar los sacrificios que les exigiera para construir el nuevo país que había prometido. Fue un momento de éxtasis, de gran intensidad emotiva, donde se escenificaba una especie de epifanía de la investidura de la voluntad popular en la personalidad excepcional del presidente. O si se quiere, se podría ver aquí un gesto, por medio del cual el pueblo entregaba su soberanía a un gobernante investido de una misión trascendental.

Para entender el arranque del nuevo gobierno, es importante tener en cuenta dos datos importantes. En primer lugar, el rechazo del ejecutivo electo a realizar un proceso de transición y, consecuentemente, de evitar a toda costa el ritual de reconciliación con el gobierno saliente. Eso marcaría que la confrontación y no la concertación sería el tono de las nuevas autoridades frente a la oposición política y las fuerzas sociales que le serían adversas. Por otro lado, el pacto con GANA, el ala disidente de ARENA, que no sólo le hizo posible competir en las elecciones luego de los distintos obstáculos que encontró Bukele para inscribir su candidatura, sino que marcó una inflexión en sus objetivos de gobierno. Esta alianza le abrió la puerta hacia nuevos apoyos, especialmente entre los sectores conservadores y el ejército, a cambio de asumir una agenda de seguridad agresiva en su nuevo plan de gobierno.

Los primeros meses de la nueva gestión estuvieron marcados por una serie de supuestos desenmascaramientos de la corrupción de los gobiernos anteriores, que consistió principalmente en la aparatosa y humillante destitución de parientes (reales y supuestos) de los dirigentes del FMLN que ocupaban cargos públicos. Las órdenes las difundía el propio presidente a través de su cuenta personal de Twitter, práctica que se ha vuelto habitual. También se registró en esta primera etapa el cambio de énfasis de las políticas sociales a un oneroso plan de seguridad. Adicionalmente, el gobierno entrante no pudo de cubrir oportunamente gran parte de los puestos estratégicos de la administración con cuadros calificados. No haber realizado ningún plan de transición le pasaba así la factura.

Pese a estas dificultades, la real disminución de indicadores de criminalidad permitió apuntalar la popularidad del gobernante y presionar al poder legislativo para aprobar la primera parte de su plan de seguridad. Sin embargo, llegó el momento en que las siguientes etapas dicho plan no encontró los votos suficientes en el congreso. Fue así como se produjo el desastroso incidente del 9 de febrero de 2020, en el cual, como excusa de la inasistencia de la mayoría de los diputados a una plenaria de emergencia convocada por el consejo de ministros, el presidente convocó a sus simpatizantes al palacio legislativo para obtener el financiamiento del plan de seguridad o destituir a la mayoría opositora en el congreso invocando el derecho popular a la insurrección. El mismo presidente, acompañado de efectivos del ejército y de la Policía Nacional Civil ingresó, a la sala de sesiones, y estuvo a punto de cumplir su amenaza. Todo parece indicar que presiones diplomáticas le impidieron su propósito (Lemus et al, 2020-03-11). El presidente hubo de retirarse luego de realizar una oración luego de la cual aseguró que Dios le había aconsejado que obrase con prudencia. Este fue un momento de infortunio para la gestión de Bukele. En un instante, dilapidó por completo una reputación internacional cuidadosamente construida, que le había permitido hacer vistosas giras por los Estados Unidos, China, Catar y el Japón para asegurar multimillonarios donativos e inversiones. En un instante, sufría también el país la afrenta más grave al orden institucional desde la firma de los Acuerdos de Paz.

Ante este costoso revés, la pandemia del Covid-19 vino a ser providencial. Aquí mostró Bukele nuevamente su habilidad para reinventarse frente a las adversidades. Esta crisis vino a ser la oportunidad para destruir políticamente a sus adversarios y la coartada perfecta para no cumplir sus desmesuradas promesas de campaña.

En una muestra de audacia y adelantándose a líderes de países poderosos, tomó medidas drásticas y controvertidas como el cierre de fronteras y el confinamiento de viajeros. Asimismo, logró convencer a ARENA para que decretara un estado de excepción amplio que le daba enormes poderes para imponer restricciones a la libertad de movilidad e incluso pasar por el alto la garantía constitucional de inviolabilidad del domicilio (Alvarado y Lazo, 2020-03-15). Fue así como a partir del 21 de marzo de 2021, Bukele impuso una de las cuarentenas más estrictas en el mundo. Se confinaba a la población a su domicilio, bajo la amenaza de encerrar a los desobedientes en centros de detención que, según algunas organizaciones de derechos humanos, se convirtieron en verdaderos campos de concentración en los que las personas eran muchas veces hacinadas y expuestas a contagiarse. Las cuarentenas no fueron acompañadas de una estrategia sanitaria consistente que permitiera localizar y contener los contagios. Fueron más bien un despliegue del poder represivo del aparato policial y militar, para imponer el poder “soberano” del presidente sobre los gobernados.

Al final de los plazos de los decretos de emergencia, las quejas de los defensores de los derechos humanos por los constantes abusos y las evidencias del manejo oscuro de fondos públicos llevaron a la Asamblea Legislativa a negarse a extenderlos. Esto reavivó nuevamente el enfrentamiento de poderes. El presidente, alegando que el derecho a la vida de la población estaba por encima de cualquier norma o decreto legal, ignoró los fallos de la Sala de lo Constitucional hasta donde le fue posible (Arauz, 2020-04-16). A partir de entonces, se inició un juego de poner a prueba los límites de la legalidad instituida, que le ha permitido al gobierno pasar por encima de muchas de sus obligaciones legales y acatarlas a regañadientes cuando su resistencia implicaría una ruptura definitiva del orden legal. En sus alocuciones, el presidente, cual empresario tramposo, se jacta de la astucia de su equipo legal para engañar a los poderes judiciales y legislativos, jugando con los plazos y ampliando así el margen de discrecionalidad en su mando.

Las medidas audaces para el control de la pandemia, los repartos de ayudas económicas y de víveres, pero sobre todo haberse presentarse como el líder del cuidado, que defiende la salud y la vida del pueblo frente a la voracidad insensible de políticos y empresarios ha cimentado la popularidad del presidente a niveles sin precedentes en la historia de la democracia salvadoreña. Su gobierno presume de ser un ejemplo internacional en el manejo exitoso de la pandemia, por haber contenido su propagación y registrar cifras bajas de contagios y muertes. Por otra parte, proyectos insignia como el Hospital El Salvador, construido a paso acelerado en las instalaciones del Centro de Ferias y Convenciones (CIFCO), para la atención de la emergencia de los enfermos graves de Covid-19, han cimentado favorablemente su reputación en el área centroamericana.

Sin embargo, un examen más detenido de la gestión crisis sanitaria hace ver que los resultados son mucho menos brillantes de lo pretendido. En primer lugar, el cierre apresurado semanas antes de que los contagios comunitarios llegasen a ser significativos, debilitó a la economía a tal punto, que un nuevo cierre fue imposible meses más tarde, en junio y julio, cuando la emergencia se agravó e hizo colapsar el sistema de salud. Por otra parte, el afamado Hospital El Salvador no estuvo listo en el momento de mayor auge de los contagios y las autoridades de salud respondieron desviando las emergencias a los hospitales más grandes del área del gran San Salvador, el Hospital Rosales y el Hospital General del Instituto Salvadoreño de Seguridad Social. La saturación de esas instalaciones, lo inadecuado del equipo de protección, causo contagios y muertes en proporciones alarmantes entre médicos y personal sanitario.

Para acabar de ensombrecer el panorama, hubo claros problemas en el manejo de las cifras. Los datos de las municipalidades y del mismo sistema de salud, apuntan a que las muertes están considerablemente subestimadas y que podrían ser hasta tres veces mayores (Alas, 202011-04). Ello colocaría a El Salvador en un lugar para nada aventajado en comparación a otros países de América Latina. Pero más alarmante aún, es la sospecha fundada de la manipulación de las cifras de contagios a conveniencia de las necesidades políticas del gobierno (Magaña, 2020-06-30). Ello ha dejado al país sin base científica fidedigna para orientar sus acciones frente a la pandemia.

La disminución de los contagios que se experimentó en el país a partir de septiembre, contra todo pronóstico de las autoridades de salud, quienes insistían en continuar las “cuarentenas estrictas”, se debió más bien a la disciplina y responsabilidad de una población que había sabido respetar hasta entonces de manera ejemplar las medidas de bioseguridad y distanciamiento físico. Aún así, frente a esa misma población, el aparente control de la escalada de los contagios es un logro tangible del actual gobierno y eso se refleja en su sólida popularidad y en las perspectivas muy favorables para hacerse del control absoluto del poder en los comicios de febrero de 2021. Sin embargo, el expediente abultado de constantes rupturas al orden legal, de confrontación política basada en la calumnia y la mentira, así como de manejo opaco de los fondos públicos del gobierno de Bukele, hacen de esa perspectiva una gravísima amenaza a la continuidad de los cambios democráticos iniciados con los Acuerdo de Paz.

Alcances de la deriva autoritaria

Nayib Bukele comenzó presentándose como la cara de la renovación de FMLN, pero luego de hacerse, en una impresionante jugada de audacia, de la silla presidencial ha avivado los temores de un deterioro irreversible del camino democrático que la sociedad salvadoreña inició luego de los Acuerdos de Chapultepec del 16 de enero de 1992. Bukele es un hábil prestidigitador que logró presentarse con los ropajes progresistas y la elocuencia justiciera de un Pablo Iglesias, pero que, al cabo de pocos meses, se ha ganado un merecido lugar en la familia abyecta de Donald Trump, Jair Bosonaro, Rodrigo Duterte, Recep Tayyib Erdogan o Viktor Orbán. Ello ha llevado que se presenten no sólo las merecidas acusaciones de autoritarismo, sino a partir del infame incidente del 9 de febrero de 2020, la sospecha de fascismo o neofascismo (Martínez, 2020-02-17).

Populismo, totalitarismo o fascismo son significantes que se lanzan con extremada liberalidad ante los adversarios, por lo que hay que ser bastante cauteloso en su uso. Pero lo que parece claro es que el fenómeno Bukele es a la vez novedoso y peligroso en la escena política de El Salvador. No se trata como, se podría pensar, de la restauración oligárquica luego de una década de gobierno del FMLN. Lejos de venir de la extrema derecha, el movimiento de Bukele ha sabido invocar a conveniencia vagas asociaciones con la izquierda o la derecha, a la vez que usa de forma consiste una retórica sumamente agresiva, destructora de cualquier posibilidad de entendimiento racional, contra sus adversarios. Su gobierno no es pues una reedición de la antigua derecha oligárquica. No es ni siquiera neoliberal, sino antiliberal.

Sustenta así una nueva articulación de fuerzas aparentemente heterogéneas pero que parecen tener en común el desprecio de la democracia y el estado de derecho. Allí encontramos a sectores tales como nuevas élites económicas que no encontraban lugar en los esquemas de la derecha tradicional; a la derecha antiliberal y estatista, heredera ideológica de los tiempos de la modernización autoritaria, que nunca desapareció del todo del espectro político nacional y que se ha mantenido a lo largo de la posguerra en partidos como GANA y el PCN; a un poder militar, que abarca tanto al disminuido ejército nacional como a una Policía Nacional Civil cada vez más enredada en escándalos con el crimen organizado (Silva, 2015); y, finalmente, a una serie de hábiles operadores políticos salidos del mundo de la publicidad que manejan con destreza el nuevo ensamblaje de la comunicación social.

Esta nueva articulación ha sabido arrebatar al FMLN las demandas democráticas populares históricas que se comprometió a representar, para realizar sus oscuras ambiciones de concentración de poder. La constelación política de Bukele está llevando al país por un camino peligroso que puede desembocar en caos y violencia. Adicionalmente, no debemos desestimar sus implicaciones a nivel internacional. Pese al pequeño tamaño de El Salvador y su escaso peso en la geopolítica, el atractivo que de un experimento autoritario exitoso de gestión tecnológica de la legitimidad no debe desestimarse en tiempos en que el desarrollo global del capitalismo parece no requerir más de la democracia liberal.

Nayib Bukele tiene razón al plantear el agotamiento al régimen de la posguerra, pero su alternativa es radicalmente antidemocrática. A esto hay que añadir también que Nayib Bukele muestra los límites de la tesis populista que ha gozado de cierta vigencia en América Latina y el Sur de Europa (Errejón y Mouffe, 2015). Nos recuerda que, si la movilización de demandas sociales insatisfechas no se transforma en un sujeto político capaz de incorporar una cultura democrática, vienen peligrosas y autodestructivas derivas autoritarias. Sólo un urgente trabajo de tejer en un nuevo lienzo democrático las tradiciones de lucha popular puede salvar el legado de los Acuerdos de Paz, los cuales, fueron apenas un punto de partida y nunca la versión local del fin de la historia.

Fuentes consultadas

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1Entre el 10 y el 12 de diciembre de 1981, durante un operativo contra la guerrilla, batallones contrainsurgentes entrenados por los Estados Unidos asesinaron a más de 800 civiles (entre ellos alrededor de 200 niños) en la localidad rural de El Mozote, al oriente del país. Esta masacre constituye la mayor atrocidad cometida durante el conflicto armado de El Salvador. En 2011, el entonces presidente Mauricio Funes pidió perdón en nombre del estado a las víctimas.

2Este artículo fue redactado antes de dichos comicios, en los que el nuevo partido oficialista y sus aliados obtuvieron la mayoría calificada de la Asamblea Legislativa. El primer acto que esta realizó en el día de la toma de posesión, el primero de mayo, fue la destitución de los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de justicia y del fiscal general de la República y la elección de funcionarios nuevos afines al régimen. Ello se realizó desatendiendo el reglamento de la Asamblea y artículos de la Constitución que establecen claramente los procedimientos a seguir para la destitución y elección de funcionarios de dichos órganos. Por esta última razón, puede afirmarse que ha habido una ruptura del orden institucional de El Salvador.

Recibido: 13 de Enero de 2021; Aprobado: 28 de Abril de 2021

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