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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.18 no.45 Ciudad de México ene./abr. 2021  Epub 27-Sep-2021

https://doi.org/10.29092/uacm.v18i45.818 

Traducción

Sobre los silencios: refugiados salvadoreños ayer y hoy*

Leisy J. Abrego** 

Traducción:

Ethel Odriozola Monzón1 

**Es profesora y directora del programa Estudios Chicana/o y Centroamericanos en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Huyó junto a su familia desde El Salvador a Los Ángeles a principios de la década de 1980. Sus intereses de investigación y enseñanza -inspirados en gran parte por la experiencia de su familia- se centran en la inmigración centroamericana, las familias latinas y las desigualdades derivadas del género y las políticas de inmigración de Estados Unidos. Es autora de Sacrificando familias: Navegando leyes, trabajo y amor a través de las fronteras. (Traducido por la Universidad Evangélica de El Salvador 2017).


Resumen

La intervención económica y militar de Estados Unidos en El Salvador estableció las condiciones para la migración masiva desde la década de 1980. Tanto entonces como ahora, a pesar de las violaciones de derechos humanos ampliamente documentadas, el gobierno de Estados Unidos se niega a reconocer a personas salvadoreñas como refugiados. Entrelazando lo personal y lo político, este ensayo analiza los paralelismos de la violencia contra los refugiados en la década de 1980 y en el presente. Asimismo, estudia los silencios generados a partir de la negación del terrorismo de Estado y las consecuencias políticas y colectivas de esos silencios para las personas salvadoreñas en Estados Unidos.

Palabras clave: El Salvador; Centroamérica; género; terrorismo de Estado; personas refugiadas; migración

En una conversación reciente durante una visita a casa de mi abuela, mi madre comentó que una de sus amigas de Facebook que vive en San Martín, nuestra ciudad natal en El Salvador, había publicado una información inquietante la noche anterior. Su amiga, Amanda, actualizó su estado de Facebook para informar sobre dos pandillas rivales que mantenían un tiroteo muy cerca de donde se encontraba ella. El drama se fue desarrollando en Facebook ya que Amanda iba publicando en ese hilo, pidiéndole a la gente que rezara y describiendo cómo se escondía con sus hijos debajo de la cama esperando que cesaran los disparos.

Como muchas personas que huyeron de la guerra en épocas anteriores, mi mamá casi nunca nos contó historias del terrorismo de Estado del que fue testigo. Los mensajes de Facebook de su amiga, sin embargo, le hicieron recordar en voz alta que ella había vivido una situación muy parecida, hacía más de treinta años. Al escuchar cómo caían las bombas cerca, igual que Amanda, se escondió en su cuarto con sus hijas: mi hermana recién nacida y yo, con casi cinco años. Todavía estaba recuperándose de haber dado a luz tan solo unos días antes y cuando se puso de pie, nos contó que sintió cómo se deslizaban por su pierna pegotes de sangre caliente. Le castañeaban los dientes sin que pudiera controlarlos y, en medio de las explosiones que ocurrían a su alrededor, hizo un esfuerzo por calmarse lo suficiente como para hacernos sentir que estábamos a salvo.

Al abrir la puerta a estos recuerdos, la mente la llevó a una serie de detalles que siguió narrando, eran detalles que yo escuchaba por primera vez. Desbordada por el miedo, decidió no salir de casa durante días. Solo comimos huevos. A medida que fue pasando el tiempo y los bombardeos disminuyeron, logró armarse de valor para salir a comprar más comida al mercado, pero tan solo encontró una vendedora, una mujer anciana, que había desafiado al miedo para estar allí. Vendía solo tomates. Tras atravesar un montón de cuerpos sin vida, mutilados, en la calle, mi madre regresó a casa con una bolsa de tomates y la firme decisión de salir de allí cuanto antes. En cuestión de semanas estábamos atravesando tres fronteras internacionales.

No he crecido escuchando estas historias. A pesar de lo desgarradoras y dolorosas que fueron esas vivencias para ella que las vivió, y para mí cuando las escucho, atesoro esos momentos en los que mi madre se desliza del silencio. Como muchos de mis hermanos centroamericanos, la historia de mi familia está indisolublemente entretejida con una historia nacional y regional de múltiples niveles de violencia de Estado y de género que cualquier persona preferiría olvidar. Es comprensible que sobrevivientes y testigos quieran proteger a sus seres queridos de los recuerdos atormentadores de aquella experiencia brutalmente trágica. Por ello, mi necesidad de conocer nuestra historia era menos urgente que la de los sobrevivientes de suprimirla.

Hasta que no llegué a la universidad y asistí a una clase sobre política en Centroamérica no me enteré de más cosas. Leí acerca de las arraigadas desigualdades económicas que históricamente mantuvieron a la mayoría de la población centroamericana en una pobreza paralizante; sobre los múltiples intentos organizados de revolución cuyo objetivo era redistribuir la riqueza concentrada injustamente en unos pocos; y sobre las muchas veces que intervino Estados Unidos reprimiendo levantamientos populares para proteger sus intereses económicos (Almeida, 2008; Barry, 1987; Dalton, 2000).

En las décadas de 1970 y 1980, el apoyo de Estados Unidos al ejército y las élites de El Salvador estableció las condiciones para las consecuencias tremendamente devastadoras de la guerra civil. Empeñado en evitar una victoria “comunista” en la región, que pudiera obstaculizar los beneficios de las empresas estadounidenses allí situadas, como parte de sus operaciones de la Guerra Fría, el gobierno de Ronald Reagan armó y entrenó al ejército y a los líderes paramilitares de los escuadrones de la muerte con el objetivo de eliminar toda oposición (LaFeber, 1993). Tras perder ante los sandinistas en Nicaragua, Reagan y su gobierno redoblaron esfuerzos para formar a militares en territorio hondureño y evitar triunfos de la izquierda en Guatemala y El Salvador. En la Escuela de las Américas formaron a los líderes militares centroamericanos en métodos despiadados de tortura y técnicas de asesinato con el objetivo añadido de instalar el miedo en el resto de la población -igual que habían hecho las dictaduras en toda América Latina- y así desterrar cualquier intento de una redistribución más igualitaria de la riqueza (Martín-Baró, 1983). El ejército quemó pueblos enteros de forma indiscriminada (Viterna, 2006; Weitzhandler, 1993). Cuando finalizó la guerra de doce años en El Salvador, unas 75.000 personas habían sido asesinadas. (Menjívar, 2000).1 Además de las cientos de miles que fueron torturadas y desaparecidas.

Estas condiciones hicieron que la población se involucrara en el conflicto, ya fuera por reclutamiento forzado, porque conscientemente decidían luchar, o porque la violencia se hizo inevitable. La gente se unió abiertamente a la guerra, la apoyó de forma clandestina, o simplemente trató de sobrevivir siguiendo las reglas tácitas del silencio. El silencio durante la guerra implicaba no decir la verdad de lo que se había vivido o sufrido. Era el tipo de silencio que provocaba que familias enteras salieran corriendo de un restaurante, presas del pánico, si sonaba una canción de Los Guaraguao, el popular grupo venezolano de música de protesta; el mismo silencio que inspiró a que algunos se construyeran cuidadosamente escondites bajo una mesa, en la parte de atrás de la casa, donde recluirse a leer un libro censurado sobre justicia social; un silencio que hacía resonar los susurros de los vecinos y despertaba la incógnita de quién estaba vigilando y quién era de veras de fiar.

La violencia brutal y el silencio ensordecedor empujaron a cientos de miles de salvadoreños a salir del país. Huyendo para salvar sus propias vidas iniciaron en la década de 1980 lo que eventualmente se convertiría en un flujo migratorio a largo plazo hacia Estados Unidos. A pesar de que contaban con abundante documentación para demostrar que cumplían las condiciones establecidas por la Convención de las Naciones Unidas de 1951 y la Ley de Refugiados de Estados Unidos de 1980 para tener derecho a la protección internacional, Estados Unidos no les reconoció como refugiados (Weitzhandler, 1993). El enfoque de las ‘‘políticas de protección’’ que ‘‘visibiliza las políticas que están en marcha en el sistema de protección de refugiados existente’’ (Casas-Cortes, et al., 2014, p.70), revela que mientras el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) afirma que su gestión de los refugiados es apolítica, en la práctica, esto resulta imposible cuando los Estados nación determinan quién cualifica como refugiado y quién no; cuando establecen condiciones que clasifican a las personas refugiadas o en su lugar, las etiquetan como inmigrantes ‘‘económicos’’ o ‘‘ilegales”, (Hayden, 2006), como si las personas en estas últimas categorías tuvieran menos derecho a la protección de los derechos humanos.

En el caso de los salvadoreños que llegaron a Estados Unidos, el estatuto de refugiado o el asilo hubiera supuesto una entrada mucho más acogedora y estabilizadora,2 que hubiera facilitado sus posibilidades de prosperar (Coutin, 2000). Los servicios sociales, económicos y educativos disponibles para los refugiados podían haber protegido a los centroamericanos en un momento en el que necesitaban estabilidad para sanar las cicatrices emocionales producidas por el terrorismo de Estado (Martín-Baró, 1983).3 Sin embargo, la política general de Estados Unidos hacia los salvadoreños -y guatemaltecos- fue justamente lo contrario: obstaculizarlos. Debido al apoyo económico y político del gobierno estadounidense a la guerra, se negaron a reconocer a los salvadoreños en las décadas de 1980 y 1990 como refugiados (Coutin, 1998). En cierto sentido, el gobierno de Estados Unidos decidió ocultar con su silencio el importante papel que desempeñó en la violación de los derechos humanos. Lo que significó que los salvadoreños, al igual que los guatemaltecos, estaban condenados a ser inmigrantes ilegales, o posteriormente habitantes de este país en un estado de legalidad liminal, sin posibilidad de planear un futuro estable (Menjívar, 2006). Décadas más tarde, este contexto de acogida notablemente hostil sigue marcando la imposibilidad de muchos salvadoreños de lograr un estatus legal estable (Menjívar y Abrego, 2012) a la vez que niega su historia de forma oficial.

La denegación de servicios y protecciones, no solo perjudicó gravemente el día a día de las vidas y la estabilidad a largo plazo de los salvadoreños en Estados Unidos (Menjívar, 2000), sino que también hizo evidentes otras formas de rechazo menos obvias pero igualmente trascendentales. El silencio sobre el papel de Estados Unidos en la guerra sirvió para denegar que la generación de mis padres es de sobrevivientes y refugiados. El trauma que habían sufrido -los recuerdos que les seguían despertando algunas noches empapados en sudor y ansiedad- no fue reconocido oficialmente. La versión oficial de por qué los salvadoreños se encontraban en Estados Unidos negaba su experiencia como refugiados, no reconocía el terrorismo de Estado que les llevó a este nuevo lugar, y les privaba de la justificación de su necesidad de recuperarse.

Esa negación se tradujo a su vez en una serie de silencios. El silencio que constituye el enorme vacío para generaciones de hijas e hijos de inmigrantes salvadoreños que crecen en Estados Unidos, cuyo acceso a sus propias historias está denegado (Hijos de la Diáspora, 2013). El silencio que rellenan otros que no sabían cómo comprendernos y emplearon estereotipos e impusieron sus propias vivencias para entender quienes somos. Y seguimos reproduciendo los silencios cuando no sabemos, no podemos situar, no nos han contado nunca nada del origen económico, político estructural de nuestro dolor colectivo, ni de nuestra resiliencia colectiva.

Llenamos esos vacíos como buenamente podemos, guiados por las expectativas sociales que nunca nadie pretendió que estuvieran al alcance de los más vulnerables de nosotros. Los imaginarios de género juegan aquí un papel fundamental (Abrego, 2014). En un contexto heteropatriarcal, los ideales de género que gobiernan nuestras vidas se cuelan en nuestra comprensión de nosotros mismos y de nuestro lugar en el mundo, exhortando a las mujeres que deben ser madres amorosas, que protejan y ofrezcan estabilidad a sus hijos a través de un trabajo diario de atención y cuidados. Mientras que a los hombres, unas fuerzas sociales y estructurales similares les exigen ser los proveedores económicos de las familias y aportar dinero suficiente para cubrir todas sus necesidades materiales. En un contexto de desigualdad profundamente arraigada -exactamente la misma que se estableció y mantuvo a través de la intervención económica y militar estadounidense- estos ideales están fuera del alcance de la mayoría de las mujeres y hombres salvadoreños, tanto en El Salvador como en Estados Unidos. En esa búsqueda de una vida digna, los salvadoreños -víctimas de múltiples formas de violencia (Walsh y Menjívar, 2016)- deben encontrar los modos de dar sentido a la vida más allá de sus expectativas incumplidas.

En El Salvador, tras la devastación de la guerra, las políticas neoliberales impuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial ignoraron la necesidad de invertir en educación y únicamente promovieron la creación de empleos que pagaban ‘‘sueldos de hambre’’, es decir, tan bajos que solo proporcionan hambre a los trabajadores y a sus familias (Almeida, 2008; Moodie, 2010). Los niños que habían sido reclutados a la fuerza para luchar en la guerra todavía disponían de acceso a las armas, sin embargo las oportunidades de escolarización eran escasas (Villacorta et al., 2011). Su reintegración a la vida civil se estructuró de modo que no solo se les bloqueó la posibilidad de un ascenso social, sino también la apremiante necesidad de sanarse emocional y psicológicamente.

Durante ese periodo, en Estados Unidos, la juventud salvadoreña se había instalado en barrios pobres, expuestos a otras formas de violencia y exclusión (Coutin, 2013; Ertll, 2009; Zilberg, 2004). Mientras sus madres y padres estaban pluriempleados o lidiaban con el trauma que les había dejado la guerra de formas poco sanas (Jenkins, 1991), los jóvenes -especialmente los varones- se unieron a bandas buscando pertenencia y protección (Vázquez, et al., 2003; Zilberg, 2004). Como resultado, muchos acabaron en la cárcel. En la década de 1990, tras la firma de los Acuerdos de Paz, el gobierno estadounidense deportó a miembros de bandas a El Salvador y Guatemala, donde las limitadas oportunidades educativas y laborales les impidieron alcanzar las expectativas de género. Privados de la posibilidad de lograr una vida digna de una forma convencional, los deportados y otros jóvenes empobrecidos buscaron el poder y la supervivencia en las pandillas.

A día de hoy, la constante y profunda ausencia de oportunidades para una vida digna, la pobreza profunda, la corrupción y una guerra desenfrenada contra las drogas patrocinada por Estados Unidos (Mesoamerican Working Group, 2013), continúan alimentando la proliferación de pandillas que fuerzan a más personas a migrar. Es cierto que los niños centroamericanos llevan migrando solos o con sus familias desde por lo menos la década de 1980 (Jonas y Rodríguez, 2015), pero los medios masivos de información han subrayado el aumento dramático de ‘‘menores no acompañados’’ centroamericanos y madres jóvenes con niños llegando a las fronteras de Estados Unidos. Los informes revelan que los migrantes más recientes casi siempre citan la violencia entre pandillas como la causa principal de su petición de refugio en Estados Unidos (ACNUR, 2014, 2015). En resumen, la violencia estructural se dispara cuando las consecuencias de traumas no resueltos de terrorismo de Estado se materializan en una aterradora violencia interpersonal que genera a su vez nuevos refugiados.

Los paralelismos entre los refugiados de la década de 1980 y los de la de 2010 son dignos de mención. En la década de 2010, las pandillas se convierten en la representación más común de los salvadoreños y otros centroamericanos en los medios estadounidenses, del mismo modo que los paramilitares y las guerrillas representaban a los refugiados de la década de 1980. Programas de televisión, películas y documentales populares muestran personajes centroamericanos unidimensionales (Padilla, 2012). Tanto en la década de 1980 como en la actualidad, los espectadores, que no disponen de un análisis político, económico y social mínimo para poder contextualizar la proliferación de la violencia, y en ausencia de representaciones más equilibradas, malinterpretan a los centroamericanos como inherentemente violentos y peligrosos.4 Pero, seré clara: las maras son un legado del terrorismo de Estado financiado por Estados Unidos. Si las analizamos desde una perspectiva de género, que visibilice los ideales heteropatriarcales implícitos, observamos que son el resultado de las profundas desigualdades alimentadas por la violencia masiva que ha generado un trauma social en la región desde hace generaciones (Godoy, 2002). Las pandillas -que ofrecen acceso a recursos sociales y económicos a estos varones a quienes se les ha denegado categóricamente las oportunidades y que emiten violencia de género hacia las mujeres (Martínez, 2016)- permiten que los hombres logren una forma alternativa de masculinidad y poder.5

La violencia contra las mujeres también representa un claro paralelismo entre los dos momentos históricos del éxodo salvadoreño. En 2015, ACNUR publicó un informe titulado ‘‘Mujeres en fuga’’, sobre las condiciones de las mujeres que huyen de El Salvador y países vecinos (ACNUR, 2015). La violencia doméstica, sexual y otras formas de violencia de género fuerzan a estas mujeres -muchas de ellas con hijos pequeños- a embarcarse en una travesía peligrosa y prohibida hacia el norte. Cabe destacar que casi todas estas mujeres son veinteañeras y treintañeras, es decir, nacieron en lo más álgido de la guerra civil y por lo tanto, sus vidas han estado marcadas por múltiples formas de violencia. Hoy, las mujeres describen hechos desgarradores de violencia de género que sufren a manos de sus parejas, miembros de pandillas y otros.6 Sus historias recuerdan de forma espeluznante a aquellas que cuentan las refugiadas que huyeron de El Salvador durante la década de 1980, cuando las condiciones represivas las establecían grupos militares y paramilitares.

Tal como muestra el artículo de 1991 publicado en la revista Women’s Studies International Forum, titulado ‘‘The Gender-Specific Terror of El Salvador and Guatemala: Post-Traumatic Stress Disorder in Central American Refugee Women’’ [El terrorismo de género en El Salvador y Guatemala: trastorno por estrés postraumático en mujeres refugiadas centroamericanas] (Aron, et al., 1991), los paralelismos son inquietantemente evidentes. Las autoras comienzan describiendo el tipo de poder de género que ejercían los militares hacia sus víctimas:

las acusaciones de implicación en la guerrilla proporcionaban una justificación para el asesinato, en caso de que alguien pretendiera hacerle responsable a un soldado de sus actos; pero no hacía falta ningún tipo de sospecha para colocar en el disparadero a una mujer. Si no estaba implicada políticamente pero era deseada como objeto sexual por un militar, bastaba con acusarla de estar implicada en la guerrilla, con la certeza de que la palabra de él prevalecería sobre la de ella (Aron, et al., 1991, p. 39).

Las autoras explican más adelante que las mujeres víctimas de los soldados “no pueden pedir ayuda, ni denunciar, ni exigir justicia, no pueden encontrar refugio, pues cualquier acto de resistencia se convierte en una amenaza a su propia existencia’’ (Aron, et al., 1991, p. 41). En otras palabras, para las mujeres, solo el silencio es aceptable. En un contexto tan opresivo, algunas mujeres acababan ‘‘voluntariamente’’ convirtiéndose en la “propiedad sexual privada” de soldados individuales “para así evitar ser propiedad común de todo un batallón” (Aron, et al., 1991, p. 40). Los cuerpos de las mujeres, se convirtieron pues, en ‘‘una mercancía, en un mercado controlado por los oficiales de las Fuerzas Armadas, que los canjeaban y mercadeaban según les convenía; y mientras los hombres podían negociar con cigarros o prestigio masculino para lograr favores, las mujeres debían recurrir casi siempre a la cotización de su cuerpo’’ (Aron, et al., 1991, p. 40).

Muchas mujeres, conscientes de que no lograrían ningún tipo de justicia en su país, tuvieron que arriesgar la vida para escapar. Si tenían suerte y lograban llegar a Estados Unidos, podrían tratar de solicitar asilo político. Este proceso, sin embargo, frecuentemente llevaba a la re-traumatización:

cuando una refugiada solicita asilo político, el proceso requiere que vuelva a narrar su dolorosa historia, y, como en los juicios por violación, no ofrece ninguna garantía de que su testimonio se respete o crea. Si alude al abuso sexual como prueba de haber sufrido persecución, puede que no se reconozca el carácter institucional del delito, descalificando así el abuso como razón para solicitar asilo político. Lo más probable es que sea deportada y se enfrente a represalias (frecuentemente la muerte) en su país de origen (Aron, et al., 1991, p. 43).

Del mismo modo que en aquel periodo de la guerra civil cuando los militares aterrorizaban a la población, hoy en día las pandillas -aquellos niños de la guerra y del trauma- son los más directos y visibles victimarios de la población del norte de América Central (Martínez, 2016).7 Sirva de ejemplo un artículo del 29 de abril de 2016 en un periódico salvadoreño.8 Los periodistas describen una tendencia actual: la aparición de cadáveres, en muchos casos mutilados, con las manos y los pies atados a la espalda, metidos en bolsas de plástico o cubiertos con sábanas, arrojados al borde de la carretera en zonas rurales. Uno de los “expertos” entrevistados para el artículo declara que mientras que los hombres son asesinados por asuntos estrictamente ligados a las pandillas, ‘‘en las mujeres es muy frecuente, que todo se deba a infidelidad de pareja, por lo general contra un sujeto que guarda prisión a quien ha dejado de ir a ver en los últimos meses. En algunos casos, estas mujeres han cambiado de pareja y de ahí el enojo de la anterior.’’ A los hombres, por lo tanto, se les ataca sobre todo por sus actos en contra de la pandilla. A las mujeres, sin embargo, se les asesina por no cumplir los deseos de los hombres, cuando dejan de comportarse como si fueran propiedad de ellos. Estas descripciones minimizan y justifican estos asesinatos, y explican también por qué tan solo durante los primeros cuarenta días de 2016 se habían registrado ya 954 homicidios.9

En su huida de las múltiples formas de violencia de género en El Salvador y en toda la región (Walsh y Menjívar, 2016), las mujeres corren el riesgo de volver a ser víctimas de violencia en el largo trayecto al norte rumbo a Estados Unidos. Además del riesgo de perder sus miembros y vida subiéndose de forma clandestina al tren de la muerte que atraviesa gran parte del territorio mexicano, las migrantes son también extremadamente vulnerables a la violación y las redes de tráfico sexual dirigidas por pandillas y cárteles de droga. (Izcara, 2016; Martínez, 2010; 2016). Dada la frecuencia y la persistente gravedad de la violencia perpetrada contra las mujeres migrantes que realizan este trayecto, ACNUR pide que se proteja a las mujeres centroamericanas que solicitan asilo fuera de sus países.

A pesar de que Estados Unidos es signatario de la Convención de Refugiados de 1951,10 un tratado internacional de derechos de los refugiados, el gobierno de Barack Obama no protegió a las solicitantes de asilo centroamericanas y el de Trump da órdenes ejecutivas para demostrar su empeño en seguir violando sus derechos humanos. En su comunicado de prensa de mayo de 2015, el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) declara ‘‘nuestras fronteras no están abiertas a la migración ilegal, y las personas detenidas que cruzan la frontera ilegalmente son una prioridad del Departamento.’’11 Al negarse a reconocerles como refugiados, ICE condena a estas mujeres y niños a ser migrantes “ilegales” que no precisan protección alguna. En el capítulo de la historia estadounidense que se vive después del 11 de Septiembre, se vuelve a vivir una respuesta negativa hacia los migrantes centroamericanos que huyen de las consecuencias de la política estadounidense en su región. Pero ahora no solo se les deniega a estos su condición de refugiados, sino que además se les etiqueta de “migrantes ilegales” cuya presencia plantea un peligro para la nación. Durante el gobierno de Obama, esta última afirmación sirvió como justificación para que el gobierno detuviera de forma indefinida a decenas de mujeres y niños para disuadir a futuros migrantes de esa región.12

En la década de 1980, el gobierno estadounidense denegó la condición de refugiados a los salvadoreños para evitar reconocer su propio papel en innumerables violaciones de derechos humanos en El Salvador y proteger sus intereses económicos en la región. En la actualidad, la denegación del estatus de refugiado prioriza el beneficio de una nueva serie de empresas: el negocio de las prisiones. Como explica el migrantólogo David Hernández, el actual éxodo de refugiados centroamericanos se está empleando como excusa para extender enormemente la práctica de la detención de familias: en 2014, solo existía un centro de detención en el condado de Berks, Pensilvania, que contaba con 100 camas. Tras la cobertura en los medios de las terribles condiciones de detención de los niños en la frontera en el verano de 2014, el gobierno añadió otras 1100 camas en:

un centro público temporal en Artesia, Nuevo México y en un centro de detención de gestión privada y con ánimo de lucro en el condado de Karnes, Texas. En diciembre de 2014, se inauguró en Dilley, Texas, otro centro de detención con ánimo de lucro con capacidad para 480 personas, mientras se construye al lado uno de mayor capacidad (2400 camas). También en diciembre, el centro de Artesia trasladó a sus últimos detenidos, al mismo tiempo que el Centro Residencial Familiar del Condado de Karnes (con ánimo de lucro) acordó ampliar su capacidad con 626 nuevas camas, para compensar el cierre del de Nuevo México. En conjunto, la capacidad de centros de detención para familias se multiplicó por treinta y cinco en menos de seis meses. (Hernández, 2015, p. 14)

ICE no solo emplea categorías jurídicas incorrectas con los centroamericanos que deberían ser considerados refugiados, sino que además utiliza el lenguaje de forma engañosa para disimular sus prácticas de almacenamiento de humanos. A pesar del hecho de que todos los detenidos se refieren a la detención como prisión o cárcel (Lovato, 2016), cuando mujeres e hijos son apilados, ICE llama a estos centros eufemísticamente ‘‘centros residenciales familiares’’. Estos centros residenciales familiares son antiguas prisiones mínimamente disfrazadas que han provocado intentos de suicidio tanto por parte de mujeres como de niños. Las personas detenidas enferman a causa de la comida putrefacta, tienen problemas para dormir y se deprimen al verse encarcelados por haber huido de la violencia. A medida que han salido a la luz estas historias de sufrimiento y victimización, ha aumentado la presión social, tal como muestran las grandes manifestaciones, las críticas en la prensa nacional y las múltiples peticiones de diversas organizaciones, así como de cargos electos. Como reacción al llamamiento masivo a acabar con las detenciones de familias, ICE ha logrado ahora obtener un permiso en el estado de Texas para clasificar estos centros oficialmente como ‘‘centros de atención a la infancia’’ (Preston, 2016).

Cientos de familias solicitantes de asilo han pasado por el centro de detención de familias de Karnes City. A por lo menos veinte de ellas, a pesar de aprobar sus entrevistas de temor creíble, se les denegó la fianza y se les mantuvo detenidas durante diez o más meses porque constaba en su historial una “deportación previa”. ICE ha apelado a cuestiones de seguridad nacional para eludir el derecho internacional, y en gran medida, esto ha sido posible precisamente porque no clasifican a estos migrantes como refugiados, que es lo que verdaderamente son.13

En el momento histórico actual, la poca disposición para reconocer a los refugiados centroamericanos como refugiados crea nuevos silencios que tendrán repercusiones duraderas para los que lleguen ahora y para las generaciones futuras. Cuando nos negamos a llamarles refugiados, a nombrar el trauma y localizar el origen de la violencia en el Estado y sus diversas estructuras sociales, creamos un vacío que luego se llena, en mi opinión, de modos que pueden ser erróneos y perjudiciales. Esto es lo que he presenciado en varios lugares en Los Ángeles, a pesar del fuerte movimiento de migrantes de la ciudad y su importante población de salvadoreños que llegaron en épocas anteriores.

En Los Ángeles, los silencios y las denominaciones incorrectas de las generaciones anteriores han creado vacíos que se llenan demasiado fácilmente con estereotipos y desinformación. En la práctica, esto significa que, entre el público general, sin conocimiento de las particularidades de la migración salvadoreña, los refugiados se agrupan en un mismo paquete, una categoría única, deshumanizada y desautorizada. Por mi experiencia, sin representaciones complejas y equilibradas de los salvadoreños o centroamericanos en ningún mediomasivo de información o institución social (ya sea en inglés o en español), incluso los observadores bienintencionados y con buena formación no cuentan con un marco adecuado para comprender qué es exactamente lo que sucede. Para llenar estos silencios, recurren a la actual retórica frecuentemente vacía de la ‘‘reforma integral de la inmigración’’ que supuestamente resolverá los problemas de cualquiera que no tenga un estatus legal estable (González, 2013).14 Sin un vocabulario que reconozca el inmenso grado de implicación de Estados Unidos en la migración forzada, o sin las palabras para comprender la naturaleza forzada de sus desplazamientos, incluso las personas que simpatizan con la causa quieren ‘‘integrar’’ a estos recién llegados y rodearles de mensajes de ‘‘Sí se puede’’, que son demasiado simplistas e incluso problemáticos para las circunstancias actuales.

En círculos de activistas por los derechos de los migrantes en Los Ángeles, he visto como beneficiarios de DACA15 -jóvenes que anteriormente se autodenominaban ‘‘DREAMers’’ (Negrón-Gonzales, 2014)- responden con gran compasión a la difícil situación de estos jóvenes recién llegados. Haciendo lo que saben hacer muy bien, se organizaron rápidamente para protestar contra las muestras de odio, movilizar recursos y ofrecer a los niños una serie de servicios sociales. En estos espacios comunitarios y educativos, tratan de motivar a los recién llegados con sus historias personales de éxito, las mismas historias que habían funcionado de maravilla para inspirar al público general de Estados Unidos a apoyar políticamente a los DREAMers (Gomberg-Muñoz, 2015). Los jóvenes centroamericanos, sin embargo, escuchaban impasibles. La narrativa del éxito meritocrático parece inalcanzable, incluso hasta quijotesco, en un momento en el que están recuperándose aún del trauma social y de la violencia masiva que ha marcado su huida. Entre ellos, las chicas parecen especialmente indiferentes.

En el informe de ACNUR y en innumerables relatos periodísticos leemos de violencia indescriptible contra niñas y mujeres en sus países de origen y en todo el camino de tránsito hasta Estados Unidos. Seis de cada diez, quizá incluso hasta ocho de cada diez, son violadas. Más recientemente, hemos escuchado relatos de abuso sexual en los centros de detención de Estados Unidos también. En el lenguaje del ‘‘sí se puede’’ y de la ‘‘reforma integral de la inmigración’’ no cabe el planteamiento de su trauma. Incluso entre aliados, no contamos ni con el vocabulario ni con la mirada adecuada para entender cómo debemos abordarles como refugiados. Los silencios han dado ocasión a que utilicemos relatos muy dispersos, incluso cuando no corresponden.

Crecer entre estos silencios, sin embargo, también despertó la curiosidad de muchos de nosotros, empujándonos a buscar nuestras voces para contrarrestar las narrativas dominantes y aspirar a la justicia social. Incluso frente a un trauma tan arraigado históricamente y multidimensional, las mujeres centroamericanas nunca han dejado de organizarse y confrontar estas violencias. Han huido en generaciones previas y siguen huyendo hoy, cuando sus vidas están en peligro. A pesar de enfrentar múltiples formas de opresión, incluso las mujeres detenidas, quizá entre las más vulnerables, han logrado organizarse para atraer atención nacional e internacional a su difícil situación. En marzo de 2015, durante la Semana Santa, cerca de cuarenta mujeres en el Centro Residencial del Condado de Karnes -la mayoría centroamericanas- se pusieron en huelga de hambre (Bogado, 2015). Setenta y ocho madres del mismo también firmaron una carta exigiendo su liberación. Más adelante, en octubre de ese mismo año, otro grupo de mujeres detenidas, esta vez en el centro de detención de T. Don Hutto en Taylor, Texas,16 iniciaron otra campaña de envío de cartas. Veintisiete mujeres se pusieron en huelga de hambre para hacer públicos sus agravios, desvelando situaciones de falta de higiene adecuada, comida que les hacía enfermar y abusos físicos, psicológicos y sexuales durante su detención. Denunciaron que se les trataba de forma infrahumana, se les perseguía a todas partes y se les condenaba a aislamiento si se quejaban. Más recientemente, en agosto de 2016, veintidós mujeres en el centro de detención del condado de Berks en Pensilvania también publicaron una carta abierta y se pusieron en huelga de hambre para denunciar las condiciones inhumanas y exigir su liberación.17 A través de estas acciones colectivas, las mujeres centroamericanas una vez más están poniendo sus cuerpos en primera línea, arriesgando su salud y sus vidas para exigir un tratamiento humano. Han superado los silencios para hacer una demanda clara y consistente: la liberación inmediata de todos.

Mientras las consecuencias atroces del neoliberalismo y la guerra contra las drogas continúan, y más gente huye de El Salvador y del resto de Centroamérica, Estados Unidos permanece prácticamente en silencio acerca de su apoyo al Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Centroamérica (CAFTA por sus siglas en inglés), la guerra contra las drogas y la Iniciativa Regional de Seguridad para América Central (CARSI por sus siglas en inglés), es decir: las políticas que han establecido las condiciones para la violencia actual. Muchas de nosotras, sin embargo, llevamos generaciones observando. Nos hemos estado moviendo entre silencios, aprendiendo y preparando. Las que hemos sufrido directa o indirectamente las consecuencias de la violencia del pasado, las hijas de los refugiados a quienes nunca se les reconoció como tales, ahora estamos dispuestas a romper el silencio, a llenar los vacíos, a corregir las versiones oficiales de nuestra historia. Mientras coaliciones de diversos activistas por la justicia social se unen para exigir justicia para los recién llegados, algunas de las activistas más aguerridas son precisamente mujeres centroamericanas, entre las que se encuentran refugiadas o hijas de refugiadas no reconocidas.

Esther Portillo, Nancy Zuniga, Suyapa Portillo, Adalila Zelaya, Oriel Siu, Mónica Novoa, Jennifer Cárcamo, Kryssia Campos, Lizette Hernández, Cecilia Menjívar, Cristina Echeverría, Morelia Rivas, Alicia Ivonne Estrada, Ester Hernández, Cristina Gonzales, Fanny García, Karina Alma, Arely Zimmerman, Maricela López Samayoa, Ana Patricia Rodríguez, Martha Arévalo, Rocío Véliz, Jacqueline Munguía, Cinthia Flores, Yajaira Padilla, Rossana Perez, Sara Aguilar, Siris Barrios, Floridalma Boj López, Dora Olivia Magaña, Carla Guerrero, Maya Chinchilla, Ester Trujillo: estas mujeres centroamericanas han roto el silencio, han empleado su conciencia de género y su conocimiento de la historia silenciada de la región para forzar estas conversaciones en distintos espacios; para exigir justicia para las personas refugiadas transgénero; para organizar a las mujeres que se encuentran detenidas; para amplificar las voces de las madres refugiadas que buscan justicia para sus propios casos y también en general, para todas aquellas personas que huyen de la violencia. Estas activistas han sido capaces de reconocer la humanidad de los centroamericanos porque no han dependido del vocabulario político vinculado a otras luchas y a otros pueblos. En su lugar, han puesto a los refugiados en el centro, fijando la atención en sus casos concretos y cuando correspondía, en su condición de sobrevivientes de violencia de género. Como activista e hija de personas refugiadas, añado mi nombre a esta lista y pido a quienes lean este texto que, por nuestra liberación, superen también ese lenguaje limitado y limitante y cesen de ignorar los silencios que cercan actualmente a los refugiados centroamericanos.

Agradecimientos

Este ensayo nace como una presentación en la Conferencia Keywords in Migration Studies en UC Santa Cruz en 2016. Quiero agradecer a las organizadoras por animarme a explorar nuevos enfoques para el trabajo intelectual y por haber reunido a un grupo de académicos tan maravilloso. Estoy muy agradecida a los poderosos organizadores comunitarios de Human Rights Alliance for Child Refugees and Families [Alianza por los Derechos Humanos para Niños Refugiados y Familias] por su visión revolucionaria y amor hacia nuestra comunidad. Con su generosidad de siempre, Cecilia Menjívar tuvo la amabilidad de leer un borrador de este texto. Quiero agradecer a Carlos Colorado su apoyo en este ensayo.

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*Agradecemos a Latino Studies la cesión de derechos que generosamente hicieron para que la versión en castellano de este trabajo aparezca ahora en Andamios. La referencia hemerográfica de la versión en inglés es: Abrego, L. (2017). On Silences: Salvadoran Refugees Then and Now. En Latino Studies. Vol. 15. Núm. 1. pp. 73-85. DOI: https://doi.org/10.1057/s41276-017-0044-4

1 En el país vecino de Guatemala, al finalizar la guerra genocida que duró treinta y seis años, por lo menos 200.000 personas habían sido asesinadas. (Jonas y Rodríguez, 2015)

2Los refugiados solicitan admisión desde fuera del país de destino. Los solicitantes de asilo solicitan la legalización desde dentro del país en el que desean quedarse.

3Los exiliados cubanos, por ejemplo, recibieron el estatus de refugiados, lo que les ayudó a sacar partido de sus diversas formas de capital en su nuevo hogar en Estados Unidos (Portes y Bach, 1985). Pero, evidentemente, el estatus de refugiado, no lo soluciona todo. Los camboyanos, laosianos y hmong que huyeron de un terrorismo de Estado similar al de los salvadoreños y guatemaltecos en sus países natales, recibieron el estatus de refugiados y toda la asistencia económica y de otro tipo asociada al mismo. Sin embargo, la condición de refugiados no les ha proporcionado suficiente alivio para lograr contrarrestar completamente las repercusiones del trauma (Sack, et al., 1999). Y a medida que han ido reduciéndose los recursos destinados a los refugiados, el apoyo insuficiente ha sido evidente en el caso de los refugiados iraquíes, birmanos y butaneses (Mirza, et al., 2014). El gobierno de Trump, además, dedicó sus primeras semanas en el poder a tratar de bloquear la entrada de refugiados de múltiples países.

4El presidente Trump también contribuye a esa tergiversación (véase http://time.com/time-person-of-the- year-2016-donald-trump/).

5La violencia contra las minorías sexuales, también puede ser clasificada como violencia de género (véase, por ejemplo, Wilets, 1996).

6La documentalista Jennifer Cárcamo refleja las historias de mujeres refugiadas, niños y personas LGBTQI en su documental Los Eternos Indocumentados que está disponible en: https://www.eternosindocumentados.com/

7El norte de Centroamérica también es rehén de las políticas económicas neoliberales y la lucha contra las drogas que producen formas estructurales de violencia que, si bien son menos reconocibles como fuentes de violencia (Torres-Rivas, 1998), causan sin embargo un enorme daño.

9Estas cifras son especialmente inquietantes habida cuenta de El Salvador tiene una extensión territorial de 21km², menos de dos veces la superficie del condado de Los Ángeles (12 km²) y aproximadamente igual que el estado de Massachusetts.

12Véase la declaración del 14 de agosto de 2014 de Philip T. Miller, Subdirector de Operaciones de Campo de la Oficina de Detención y Deportación del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos, https://immigrantjustice.org/sites/immigrantjustice.org/files/Government%20No%20Bond%20Declarations.pdf. Esto, a su vez, preparó el terreno para aumentar su puesta en práctica bajo el gobierno de Trump.

13 https://immigrantjustice.org/sites/immigrantjustice.org/files/Government%20No%20Bond%20Declarations.pdf. En el momento de escritura de este artículo, el gobierno de Trump, a través de una orden ejecutiva, ha bloqueado la admisión de refugiados e inmigrantes de Siria y otros países de mayoría musulmana (https://www.whitehouse.gov/the-press-office/2017/01/27/executive-order-protecting-nation-foreign-terrorist-entry-united-states), a la vez que ha paralizado el programa de Menores Centroamericanos (https://www.theguardian.com/us-news/2017/feb/02/central-america-young-refugees-cam-trump-travel-ban).

14Propuestas de ley de reforma integral de la inmigración en Estados Unidos no han tenido éxito en varias décadas. Generalmente, estas se enfocan en establecer legalidad permanente para personas que han vivido por varios años en Estados Unidos—un requisito que el nuevo éxodo centroamericano no cubre.

15El programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia o DACA es una acción ejecutiva que otorga a un subconjunto de jóvenes indocumentados el acceso a una tarjeta de identificación nacional y a un permiso de trabajo, y especifica que no forman parte de una categoría prioritaria para la deportación. Desde el 2010, la subjetividad de DREAMers se ha comenzado a cuestionar abiertamente dentro del movimiento pro-migrante porque aunque es políticamente expediente y logró el apoyo general del público estadounidense, a la vez estableció una categoría de migrante merecedora de derechos humanos (mientras que implícitamente, excluía a demás migrantes de esos mismos derechos).

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