Democracia y libertad de expresión
Desde sus inicios, el ideal de auto-gobierno colectivo que acompaña a los sistemas democráticos se ha enfrentado a problemas de principio y de desarrollo práctico. No ha cambiado, sin embargo, la aspiración a una forma organizativa y de ejercicio del poder social que, en contraposición a otros sistemas políticos, apela a la igual capacidad de participación. No es de extrañar, por tanto, que la mayoría de mecanismos más estrechamente asociados al proceso democrático partan de premisas estrictamente igualitarias, desde instituciones propias de la democracia clásica como el sorteo hasta principios caracterizadores de las democracias representativas contemporáneas como el de “una persona, un voto”.
La democracia aparece ligada a la autodeterminación bajo presupuestos de igualdad política. Las decisiones no son aceptadas porque todos estén de acuerdo, sino porque las partes han podido participar en el proceso de decisión e influir en el resultado y, además, porque se asume que se podrá seguir haciendo en lo que atañe a decisiones futuras (Bohman, 2000, p. 33). Ahora bien, la influencia en las decisiones no se limita al mero acto de votar, a la oportunidad de postularse como candidato en una elección o a la participación una vez electo en las reuniones periódicas de la cámara de representantes, esto es, no se reduce al proceso político formal. Se extiende también a las fases de discusión, debate y formación de preferencias mediante las que la opinión pública es articulada e influye en las decisiones adoptadas en los aparatos del Estado. La importancia dada a este último ámbito ha crecido en las últimas décadas, fruto de la evolución de nuestros sistemas políticos, pero también del cambio de perspectiva en las reflexiones teóricas acerca de la democracia.
El papel de la esfera pública se ha incrementado en las sociedades actuales de la mano de lo que se conoce como “democracias de audiencia”, sistemas políticos en los que las mediaciones institucionales tienden a perder peso frente al poder de la comunicación y donde la creciente volatilidad convierte a la esfera pública en el terreno central del juego democrático (Manin, 1997, pp. 267-286).
Estos cambios han ido acompañados por los últimos desarrollos en teoría de la democracia, que se centran en el componente deliberativo de la misma. Se han abandonado las hipótesis que trataban las preferencias como algo externo y previo al proceso democrático y se ha pasado a entender que las mismas son elaboradas y reelaboradas durante las distintas fases del juego político (Greppi, 2012, p. 32). Dentro del giro deliberativo no se abandona la aspiración de autogobierno colectivo bajo presupuestos de igualdad, sino que se extiende a la fase de discusión y debate. Si el proceso de deliberación mediante el que se llega a decisiones es una parte esencial del proceso democrático, parece normal que la exigencia de igualdad se deba abarcar dicha fase, garantizando que exista la posibilidad de acceder y participar en los foros de discusión (Bohman, 2000, p. 36) y, con ello, en el propio proceso democrático.
Dicha participación exige, como mínimo, la posibilidad de informarse sobre las cuestiones objeto de decisión, requisito para poder evaluar y decantarse por una determinada opción u otra dentro del proceso político formal, pero debería incluir la posibilidad de participar en las discusiones en marcha e introducir temas en la agenda pública.
En sociedades altamente estratificadas, donde la influencia de las personas y grupos que se encuentran en una peor posición fuera muy reducida, hablar de participación efectiva en el debate público en unas mínimas condiciones de equidad no sería posible (Fraser, 1992, p. 122).1 En estas situaciones, lo que se resiente es la propia democracia. Por ello, las teorías deliberativas insisten en el valor del pluralismo y la inclusividad, de forma que se garantice que las distintas opciones, o al menos las razonables, puedan tener acceso y ser sometidas al escrutinio democrático (Greppi, 2006, p. 45). Para algunos, incluso, la equidad en la deliberación puede servir de estándar para valorar la legitimidad democrática del sistema (Bohman, 2000, p. 111 y 125).2
En este punto se vislumbra el papel esencial del derecho a la libertad de expresión en relación con el sistema democrático. En términos de derechos fundamentales, las principales garantías de la fase deliberativa del proceso democrático no están relacionadas con el derecho al sufragio activo y pasivo o con el derecho de asociación, que tradicionalmente han sido los derechos políticos por antonomasia, sino que entran dentro del ámbito de la libertad de expresión. En un contexto en el que la esfera pública se sitúa el centro del proceso democrático, libertad de expresión se convierte en la principal garantía de que las posiciones que hoy son minoritarias puedan llegar a ser mayoría (Carbonell, 2014, p. 82).
Este vínculo entre democracia y libertad de expresión no es nuevo. Ha sido resaltado desde antaño por los académicos que se han dedicado al estudio de esta última. En un trabajo clásico de mediados del siglo XX, Alexander Meiklejohn desarrolló la conexión entre autogobierno y la primera enmienda de la Constitución de Estados Unidos (1948, p. 69, pp. 88-89). Desde entonces, pese a que existan diferentes justificaciones filosóficas acerca de los valores que se encuentran en el fundamento de la libertad de expresión, la relación de la misma con el proceso democrático aparece en todas las clasificaciones, junto a la búsqueda de la verdad y a la autonomía individual.3 Cada justificación conlleva la delimitación del ámbito que debe ser protegido y su relación con los demás (Rosenfeld, 2000, p. 474). Nosotros en este trabajo adoptamos el punto de vista del autogobierno, de modo que el ámbito de nuestras preguntas se circunscribirá al discurso político4 y buscará reflexionar sobre la afectación de las diferentes concepciones de la libertad de expresión en el desarrollo del proceso democrático. Aunque en algún punto nos adentraremos brevemente en alguna de las otras justificaciones, debido a la dificultad para delimitar espacios, como cuando hablemos de la búsqueda de la verdad al examinar el “mercado de las ideas”, su tratamiento será puramente colateral. Aun así, conviene tener presente que muchos de los conflictos pueden plantearse desde la afectación simultánea a varios de estos valores y hay que ser consciente de que la postura a adoptar dependerá en buena medida de la justificación a la que se dé prioridad.5
Así las cosas, el objeto del trabajo es analizar el paradigma sobre el que reposan las decisiones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en materia de libertad de expresión.6 Particularmente, en los pronunciamientos en que la ordenación de la esfera pública está en el centro de la causa. ¿Cómo y cuándo podemos entender que las exigencias de dicho derecho son cumplidas? ¿Cuáles son las reglas que deben regir en la esfera pública comunicativa, esto es, en la fase deliberativa del proceso democrático? ¿Tienen todos los sectores la posibilidad efectiva de acceder y participar en la esfera pública?
El trabajo se divide en dos grandes apartados. En primer lugar, se pretende mostrar el modo en que hasta el momento se ha abordado la relación entre libertad de expresión, sistema democrático, inclusión y pluralismo informativo. Esta tarea se realizará a través de los dos grandes paradigmas que han marcado la aproximación a este derecho en la academia y jurisprudencia estadounidense. Posteriormente, una vez que se haya abordado la distinción entre ambos paradigmas y se hayan desgranado sus implicaciones en el modo de regular la esfera pública de comunicación, se procederá a examinar la posición de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la materia, tratando de encuadrar sus argumentos en una u otra perspectiva.
Libertad de expresión: libre mercado de la ideas vs. debate público abierto
A diferencia de otras áreas, el papel activo del Estado en la regulación de la esfera pública nunca ha terminado de ser completamente aceptado. Lo que en principio podía haber sido una paulatina evolución desde el Estado liberal hacía el Estado interventor ha terminado en la disputa entre dos paradigmas que pugnan por hacerse hegemónicos en la interpretación del derecho de libertad de expresión y, consiguientemente, en la regulación del espacio público comunicativo. Vamos a denominar a estas dos concepciones como “libre mercado de las ideas” y “debate público abierto”.7
Ambos paradigmas aceptan la idea de que un debate público democrático necesita del intercambio libre y abierto de ideas y puntos de vista. La libertad de expresión sería un instrumento esencial para la democracia, ya que la segunda solo puede ser calificada como tal cuando los individuos pueden formarse una opinión y decidir conociendo las opciones más relevantes en liza. Esta función dentro del proceso democrático obliga a interpretar el contenido del derecho de forma que tenga en cuenta su rol a la hora de estructurar la esfera pública.
A partir de aquí, ambos paradigmas parten de distintas asunciones y evalúan de manera divergente los riesgos y resultados. Por un lado, el “libre mercado de las ideas” trata de proteger los derechos individuales frente a la regulación estatal, dado que considera que el Estado es el principal enemigo de la libertad de expresión. Por otro lado, el objetivo del paradigma del “debate público abierto” es enriquecer el debate público y lograr que las desigualdades económicas, sociales o culturales ejerzan la menor influencia posible en el proceso democrático, de modo que no se impida la participación efectiva de ciertos grupos o posiciones políticas. Indaguemos más en detalle en cada paradigma.
Comenzamos describiendo el “libre mercado de las ideas”.8 Su origen a veces se remonta a John Stuart Mill, pero quien introdujo la metáfora en relación con el debate público no fue otro que el juez Holmes en el voto disidente a la sentencia Abrams v. United States.9 En el modelo del mercado de las ideas, los individuos son libres de exponer sus opiniones y de perseguir sus intereses, ya que se considera que la verdad nace del intercambio de puntos de vista. Según esta visión, un mercado libre de casi toda regulación producirá un debate público abierto entre individuos, que tendrán una similar capacidad de acceso, y atenderá mejor las demandas del público, dado que el mercado es la mejor institución para satisfacer los deseos de la gente (Rainey y Rehg, 1996, pp. 1936-1937).
Esta posición sostiene una serie de asunciones que resumimos a continuación: (a) La verdad puede ser descubierta a través de la competición entre puntos de vista. Este modelo no se encarga de establecer cuál es la verdad, pero establece un procedimiento que en el que los argumentos verdaderos se terminan imponiendo. La verdad, además, es objetiva y no se percibe diferente en función de la posición social u otras razones (Baker 1978, pp. 964-965 y 967; Ingber, 1984, p. 6 y 15). (b) Los individuos pueden separar forma y contenido, de modo que la forma de presentación o la repetición de los mensajes no influiría en su capacidad de persuasión (Baker, 1978, p. 967; Ingber, 1984, p. 15). (c) El mercado es ideológicamente neutral; no tiene sesgos. (d) El mercado de las ideas es accesible para cualquiera que pretenda defender su visión sobre un asunto de interés público (Rainey y Rehg, 1996, p. 1937); (e) El aumento de fuentes de información, especialmente tras el desarrollo tecnológico de las últimas décadas, contribuye necesariamente a la diversidad de puntos de vista (Rainey y Rehg, 1996, p. 1937); (f) El mercado responderá mejor que otros sistemas a los deseos de la ciudadanía y, por ello, es el mejor medio para salvaguardar el interés público demandantes (Rainey y Rehg, 1996, p. 1937).
En términos prácticos, esta postura crea una fuerte presunción contra cualquier tipo de regulación, lo que deriva en una política que, como indica Gargarella, podría resumirse en “la mejor política en materia de libertad de expresión es la ausencia de política” (Gargarella, 2011, p. 37).
El Estado es la principal amenaza para los derechos, mientras que la libertad en el flujo informativo garantizaría el ejercicio del derecho en toda su extensión. El gobierno, por tanto, debe limitarse a asegurar que los periódicos, televisiones, etc. puedan ejercer su labor sin más presiones que las propias del mercado (Sunstein, 1992, p. 259). Esto lleva a interpretar la libertad de expresión como una libertad eminentemente negativa, que protege a los individuos frente a la intromisión del poder público. No es extraño, incluso, que no se atienda a potenciales fallas o abusos de poder en el mercado audiovisual, dado que ello podría cuestionar la libertad económica y personal y alentar la intervención estatal. En relación con este mercado, esta posición se traduce en una primacía de los derechos del emisor, entre ellos los propietarios de medios de comunicación, cuya función principal es controlar y ser contrapeso del poder político.10
Ahora bien, la creencia de que la limitación del poder político basta para proteger la libertad de expresión se enfrenta a menudo con experiencias menos idílicas, sobre todo cuando esa defensa de la libertad negativa se produce en marcos de alta concentración de la propiedad, afectando a la capacidad de participación y a la diversidad informativa que llega al público. De ahí surge la perspectiva del “debate público abierto”, como una crítica a las insuficiencias del paradigma anterior. Esto no quiere decir que olvide los riesgos de la intervención estatal. El objetivo de la regulación debe ser el incremento de la calidad y pluralidad del debate, pero no se obvia que ciertas regulaciones podrían terminar empobreciéndolo (Fiss, 1997, p. 34). El Estado no es un ente autónomo y quien lo rige no está carente de intereses. Sin embargo, se estima que es el único que puede corregir la influencia distorsionadora de la estructura social sobre el debate público (Fiss, 1997, p. 35). La regulación es necesaria debido a las distorsiones estructurales provocadas por la desigualdad en el acceso e influencia dentro del espacio mediático. De este modo, el paradigma del “debate público abierto” se plantea como una posición complementaria. No niega los potenciales riesgos de la intervención del poder estatal, sino que adiciona a los mismos los provenientes de la estructura social.
Así las cosas, ¿por qué es necesaria la regulación? Los defensores de este paradigma parten de una crítica a las premisas que se encuentran detrás del mito del “libre mercado de las ideas” y tratan de promover la actuación pública en pos de una esfera pública más equilibrada, inclusiva y plural. La mayoría de las críticas se centran en la implausibilidad del escenario descrito y se plantean desde cuatro tipos de aproximaciones.
En primer lugar, existe una crítica que podríamos denominar como epistemológica o gnoseológica. Se considera que partir de la idea de que existe de una verdad objetiva, capaz de ser descubierta, es problemático. Si existiera, tampoco estaría debidamente justificada la asunción de que prevalecería frente a la falsedad (Schauer, 1982, p. 25). Pero es que incluso en ciencias naturales, las corrientes teóricas divergentes pelean por interpretar las causas de los fenómenos siguiendo unos estándares de verificabilidad, pero sin asumir que se ha llegado a una suerte de teoría que explique la “verdad” (Kuhn, 1971). La situación se vuelve más nebulosa cuando hablamos de debates políticos cotidianos, donde lo más habitual es que la discusión se establezca en un escenario de cierta incertidumbre o de simple desacuerdo en los valores u objetivos a perseguir. Sin negar completamente que la discusión racional sea posible, quizás sea más prudente hablar de interpretaciones posibles o razonables de la realidad. En este contexto, el modo que se da el debate y la discusión goza de suma importancia en la determinación de los resultados del proceso deliberativo (Baker, 1978, pp. 974-975).
De la mano del argumento de la verdad aparecen dos asunciones que también son puestas en duda. Por un lado, la idea de que quienes participan en la discusión lo hacen con argumentos racionales (Carbonell, 2014, p. 79) y de que los mejores argumentos se imponen en el debate. De hecho, si quien tiene mejores ideas tuviera una ventaja natural, si el fondo de una idea fuera más importante que cualquier otro factor para explicar su aceptación o falta de aceptación, la intervención pública parecería no ser necesaria (Schauer, 1993, p. 953) o, al menos, debería reducirse al mínimo. Sin embargo, la confianza en la capacidad racional de los seres humanos para procesar los argumentos en función de su contenido también es puesta en cuestión. Más bien, existe cierto consenso acerca de que la forma y la repetición de los mensajes importa tanto o más que el contenido de los mismos (Schauer, 1993, p. 953; Baker, 1978, p. 976; Ingber, 1984, pp. 35-36). Los seres humanos respondemos a reclamos emocionales o “irracionales”. Nuestros deseos y fobias influyen en el modo en que asimilamos los mensajes (Baker, 1989, p. 15). Esto tiene dos consecuencias: (a) La calidad del resultado de la deliberación depende en gran medida de la forma y nivel del debate; (b) Que unas posiciones tengan más oportunidades que otras para introducir sus argumentos y reclamos y, sobre todo, para modular la forma en que se trata un tema marca su capacidad de influencia en la opinión pública.11 La esfera pública aparece así como un espacio donde cada grupo presenta sus argumentos, intereses y experiencias e intenta convencer e influenciar a otros grupos y, en especial, a quien permanecía indiferente. En este espacio, tanto el mantenimiento de marcos y sesgos en la opinión pública como la capacidad de decidir el modo en que se enfocan los temas nuevos inclina los resultados de los procesos de deliberación.12
Por otro lado, se critíca la premisa de que la posición social no influye en nuestra opinión de la realidad circundante. Desde este paradigma se considera lo contrario: si la interpretación de la realidad no es descubierta, sino que es seleccionada o construida; la posición social, la cultura, la experiencia y los intereses es probable que influyan en nuestro entendimiento y en la posición que adoptemos. La virtualidad de una unidad de criterio y del consenso de partida se difumina y se vuelve necesario asegurar que todas las posiciones entren en el debate. Así las cosas, la regulación debería corregir las tendencias elitistas presentes en todo proceso de deliberación, incluso en los que se producen en estructuras más o menos igualitarias, y que favorecen a quienes tienen mayores recursos culturales y a quienes son capaces de imponer sus intereses y valores en la agenda pública (Bohman, 2000, pp. 111-112).13
En segundo lugar, se pone en cuestión el punto de partida de los defensores del “libre mercado de las ideas”, esto es, la marcada división entre Estado y mercado y el supuesto carácter natural o pre-político de la segunda esfera. Se recuerda que la distribución actual de poder y de recursos es producto de un determinado tipo de regulación. Una metáfora como el “mercado libre de las ideas” es totalmente ilusoria,14 ya que la imagen mítica de una posición de libertad original constreñida por la acción del Estado no es sostenible conceptualmente. No existe algo así como la “no regulación” de la libertad de expresión (Sunstein, 1993, p. 39; en el mismo sentido Schauer, 1993, p. 951). La libertad de expresión siempre aparece afectada por la regulación estatal, especialmente los derechos de propiedad, de modo que los diferentes sujetos aparecen desde un comienzo en posiciones -con derechos y deberes- que están creadas o mediadas por dicha regulación. El debate, por tanto, no debería ser libertad versus intervención, sino sobre cuál es la regulación que mejor garantiza los fines de la libertad de expresión (Sunstein, 1993, p. 39).15
Un tercer grupo de argumentos se centra en la crítica a la supuesta neutralidad del mercado como instrumento y a su fácil accesibilidad. Como se relata en la sentencia Miami Herald Publishing Co v. Tornillo, en los albores del libre mercado de las ideas:
Entrar a publicar no era costoso; los panfletos y libros proporcionaban una alternativa a la prensa organizada para la difusión de ideas que no eran populares y, a veces, de eventos y opiniones no recogidas en los periódicos convencionales. Un verdadero mercado de ideas existía cuando era relativamente fácil el acceso a los canales de comunicación (traducción propia).
Contrariamente a la situación descrita en la sentencia, la aparición de la radiodifusión y, con ello, de las corporaciones de radio y televisión supuso que unos pocos sean quienes obtienen la posibilidad y capacidad de emitir, mientras que amplio espectro de voces quedan fuera. Esta situación, producto del desarrollo tecnológico, se alejó del ideal de democracia jeffersioniana, “donde la unidad social dominante es el individuo y el poder es distribuido igualitariamente” (Fiss, 1997, p. 51). Por ello, hoy no es adecuado pensar la libertad de expresión a través de los clásicos ejemplos del orador de la esquina de la calle y similares, dado que son corporaciones, los medios de comunicación, quienes se encargan de producir contenido y canalizar el debate público. El escenario de las sociedades contemporáneas es notablemente más complejo que la clásica distinción liberal entre el Estado y el individuo.16
Por su parte, el mercado, lejos de ser neutral, es una estructura que encauza, guía y configura qué tipo de opiniones son oídas y el modo en que se presentan. Tiene tendencia a favorecer a los grupos dominantes, ya que tienen un mayor acceso, a que pueden restringir la oportunidad de participación de los grupos disidentes y a que controlan el modo y la aparición de las nuevas ideas (Baker, 1978, p. 978). Estos grupos están compuestos por quienes son propietarios de los medios de comunicación, por los grandes anunciantes publicitarios y por los sectores más receptivos a la publicidad. En la era de la comunicación digital, también por las grandes corporaciones que hacen de intermediarios en la red. Además, el mercado condiciona las decisiones editoriales, de cobertura y de programación, introduciendo factores de rentabilidad a la hora de evaluar (Fiss, 1997, pp. 53-54; en un sentido similar, Sunstein, 1993, pp. 17-18; Baker, 1978, pp. 979-980). En este escenario, la idea del mercado presupone una concepción que asemeja la pluralidad de ideas con la libertad de propietarios (Gargarella, 2011, p. 38).
Así las cosas, hay partes de la sociedad con mucha mayor dificultad para llegar a ser oídos por sus semejantes. No tienen acceso a los canales de difusión, que tienen un alto coste de entrada, y su voz llega simplemente a grupos reducidos. Los condicionantes tecnológicos, la necesidad de equipos costosos, las economías de escala, las prácticas monopolísticas y la profesionalización suponen una barrera de entrada en la esfera mediática y, con ello, la participación continuada en el proceso democrático con una mínima incidencia se encuentra mermada. Estos factores poco o nada tienen que ver con la calidad de los argumentos que cada contenido de “verdad” de las ideas que cada persona defiende; tampoco con las preferencias de los receptores.17 Más bien, consolida una estructura donde hay una estrecha relación entre la posibilidad de éxito a la hora de influir en el público y la cantidad de recursos empleados (Schauer, 1993, p. 948). Al igual que en otros mercados, la capacidad de competir está relacionada con los recursos con que se cuentan (Schauer, 1993, p. 949).18 En consecuencia, es comprensible que quien se encuentra en una posición de ventaja comparativa sea reticente a la regulación estatal.
Asimismo, no hay que obviar los efectos perniciosos que un modelo mediado por la búsqueda por la rentabilidad puede tener en la calidad del debate público. La propia dinámica competitiva y las exigencias de rentabilidad del mercado audiovisual puede perjudicar la calidad del debate público. Por ejemplo, la presión de lograr beneficios puede hacer que los medios de comunicación opten por abandonar el periodismo de investigación, normalmente más costoso, a favor de reportajes más livianos con los sucesos del día a día. De este modo, en vez de informar sobre los grandes escándalos y abusos de poder, la prensa puede acabar centrada en historias fáciles y baratas que apenas requieran trabajo de documentación e investigación (Baker, 1998, p. 390). Del mismo modo, la necesidad de espectáculo para mejorar los índices de audiencia provoca que, en medios como la televisión, la expresión de pensamiento crítico sea prácticamente imposible, incluso en los programas de debate.19
El último bloque de argumentos gira en torno al argumento de la escasez. Este punto fue el núcleo de la argumentación del Tribunal Supremo de Estados Unidos a la hora de justificar la intervención en el mercado de medios de comunicación. En una situación de limitación de las licencias disponibles sobre espacio radioeléctrico, quien obtenía una de las mismas se convertía en un administrador del espacio público, lo que conllevaba obligaciones asociadas. Dichas exigencias se fundamentaban en los derechos de la audiencia, que debían predominar en dichas condiciones.
Si bien el aumento de fuentes de información, consecuencia del desarrollo tecnológico, conlleva que la concepción original de este argumento pierda fuerza, su sentido último sigue estando vigente. Nuestras sociedades siguen teniendo una agenda que estructura el debate público y los medios juegan un papel crucial a la hora de determinar qué cosas son debatidas y cómo son debatidas. En un contexto de sobre-información, la posición central en el espacio público sigue otorgando el predominio a la hora de filtrar y estructurar los temas de la agenda pública. En consecuencia, aunque haya aumentado la cantidad de puntos desde los que se emiten mensajes, la capacidad de ser escuchado sigue estando vinculada al poder relativo de las diferentes entidades que actúan en la esfera pública y, por tanto, la cobertura informativa sigue estando sesgada en favor de los agentes con más poder en el mercado (un argumento similar en Fiss, 1999, p. 81). La comunicación mediática hace de la escasez la regla y no la excepción, por cuestiones de tiempo, de estructuración del debate y también por nuestra capacidad para asimilar la información (Fiss, 1997, p. 26).
Asimismo, los defensores del “debate público abierto” entienden que la diversidad de canales ocurre en un entorno en el que se mantiene la concentración de la propiedad de los mismos, más allá de los condicionamientos tecnológicos.20 La diversidad de puntos de vista no depende solamente de la cantidad de fuentes, sino del contenido de la información que transmiten las mismas y de la calidad de los argumentos (Rainey y Rehg, 1996, p. 1945). En este sentido, una mayor cantidad de medios no garantiza de por sí que haya una mayor calidad y diversidad y, por tanto, no es una objeción fuerte a la pretensión constitucional de buscar que así sea (Sunstein, 1992, p. 287). Tampoco garantiza que haya equidad o equilibrio entre quienes sostienen distintos puntos de vista.21 El argumento de la escasez, por tanto, seguiría vigente, pero debe ser entendido en términos relacionales y no absolutos.22
En definitiva, el modelo del debate público equitativo no niega que la verdad pueda surgir del intercambio de puntos de vista. Sin embargo, por las razones que hemos expuesto, no cree que el mercado de las ideas garantice que todos los afectados puedan participar en la discusión y en el intercambio de argumentos en igualdad de condiciones, ni que todas las opiniones tengan la oportunidad de ser tomadas en consideración.
Por ello, esta tradición busca corregir las asimetrías de poder a través de la regulación estatal, con el fin de lograr mayor equidad en la participación de los distintos sectores sociales y que el proceso de comunicación de la información sea verdaderamente libre, pluralista e igualitario (Botero, Jaramillo y Uprimny, 2011, p. 278).23
El paradigma del “debate público abierto” no trata de que la esfera pública se decante hacía determinadas posiciones, sino de asegurar que el mismo sea abierto y completo, que todos los sectores sociales tengan acceso a los principales foros de expresión y que se construya una esfera pública activa donde participen los distintos componentes de la sociedad.24
En esta línea, entiende que la libertad de expresión tiene una dimensión positiva, que comprende el derecho a la participación en el autogobierno colectivo democrático. El problema, común en el establecimiento de derechos positivos, es que puede suponer restricciones a la libertad de terceros, en este caso los propietarios y trabajadores de medios de comunicación (Rosenfeld, 1976, pp. 885-886). El objetivo del Estado, no obstante, siempre debe ser el de construir una esfera pública compatible con el proceso democrático, donde se garantice que todos los puntos de vista puedan ser oídos por el público.25
En resumen, existen dos grandes paradigmas que articulan la aproximación al derecho a la libertad de expresión y cuya importancia es capital a la hora de pensar el contenido del mismo en relación con el proceso democrático. Por un lado, el paradigma del “libre mercado de las ideas” acoge una visión del derecho como libertad negativa, da prioridad a los derechos de los emisores y considera al mismo como una coraza frente a la regulación estatal. Por otro lado, el paradigma del “debate público abierto” agrupa posiciones críticas con el paradigma anterior. Parte del escepticismo ante la supuesta benevolencia del mercado y, sobre la base de las críticas al mismo, construye un derecho positivo que busca garantizar la participación de la ciudadanía en un debate inclusivo y plural. Para ello, otorga cierta preeminencia a los derechos de la audiencia frente a los de los emisores. ¿A qué paradigma se adhiere la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos? Esto es lo que trataremos de responder en el apartado siguiente.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos y la vertiente social del derecho de libertad de expresión
Libertad de expresión y proceso democrático en la jurisprudencia de la Corte IDH
El Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) y, en concreto, el Convención Interamericana de Derechos Humanos (CADH) recogen de forma amplía el derecho a la libertad de expresión. Esta última, en su artículo 13, reconoce dicho derecho mediante un extenso precepto. En el mismo se protege la libertad de pensamiento y expresión, por cualquier medio; se prohíbe la censura previa, aunque no las responsabilidades ulteriores, siempre que estén fijadas por ley y sean necesarias para asegurar los derechos o la reputación de los demás o busquen asegurar la seguridad nacional, el orden o la moral públicas; se permite la censura previa de espectáculos públicos con el objeto de proteger la moral de la infancia o la adolescencia; y se prohíbe toda propaganda a favor de la guerra, así como la apología del odio nacional, racial o religioso que inciten a la violencia y acciones similares. Asimismo, el apartado 3 de dicho artículo contiene una disposición “única en el derecho internacional” (Lanza, 2017, p. 52), que explícitamente prohíbe el uso de “vías o mecanismos indirectos” para restringir la libertad de expresión. Por esta vía, la Convención también ampara frente a actos que, aún teniendo apariencia legítima, busquen la finalidad de perseguir y silenciar voces críticas, independientes o disidentes.26
La Corte IDH delineó el marco normativo del derecho de libertad de expresión en la Opinión Consultiva (OP 5/85). Dicha Opinión fue solicitada por el gobierno de Costa Rica a raíz de una regulación nacional que preveía la necesidad de que los periodistas tuvieran que estar habilitados en un colegio profesional para ejercer el oficio en ese país. En teoría, el objetivo de la norma era mejorar la calidad del periodismo, cuestión que se consideraba que afectaba al bien común y al orden público. Sin embargo, la Corte aprovecho el pronunciamiento para ir más allá y se sirvió de la cuestión para establecer el marco general del derecho de libertad expresión dentro del Convenio. Desde aquel momento, la OP 5/85 ha contenido la base del derecho de libertad de expresión, otorgando a este derecho una relevancia especial dentro del SIDH.27
Pues bien, en dicho pronunciamiento se establece claramente, en primer lugar, que la libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática. Para la Corte, es esencial “para la formación de la opinión pública”, “para que los partidos políticos, los sindicatos…” puedan ejercer sus funciones y para que “la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente informada” (OP 5/85, par. 70).
En segundo lugar, la Corte señala que la libertad de expresión tiene una doble vertiente: abarca desde la libertad individual de expresar opiniones hasta el derecho de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de diversa índole. Como consecuencia, a la hora de evaluar la violación del derecho hay que atender tanto los derechos del emisor como el derecho de la sociedad a recibir informaciones e ideas. Esto se debe a que la libertad de expresión tiene una dimensión individual, que comprende el derecho de opinar y de difundir el pensamiento por cualquier medio, y una dimensión social, relacionada con su carácter instrumental para el intercambio de ideas e informaciones y para la comunicación masiva entre los seres humanos. Estas dos dimensiones deben ser garantizadas de manera simultánea (OP 5/85, par. 30-33).28 Volveremos sobre este punto. No obstante, pareciera que desde un comienzo se sitúa la Corte en posiciones cercanas al paradigma del “debate público abierto”.
A continuación, en la OP 5/85 se asocia el concepto de orden público a la garantía de las mayores posibilidades de circulación de información para la sociedad como un conjunto, como forma de garantizar el debate libre, donde todas las posiciones puedan ser efectivamente oídas (OP 5/85, par. 69). Así, no son aceptados los sistemas de censura previa que tengan como objetivo interferir en las noticias a publicar por parte de los medios de comunicación, pero tampoco “monopolios públicos o privados sobre los medios de comunicación para intentar moldear la opinión pública según un solo punto de vista” (OP 5/85, par. 34). En este punto, vemos como la Corte parece apuntar a una protección más allá del Estado, afrontando los perjuicios que el control privado de los medios de comunicación puedan provocar en el debate público.
A juicio de la Corte, es esencial que los medios de comunicación social no excluyan, a priori, a individuos o grupos y que funcionen “de manera que, en la práctica, sean verdaderos instrumentos de esa libertad y no vehículos para restringirla”. Varias condiciones son necesarias para la existencia de diversidad y pluralismo en los medios de comunicación: que haya pluralidad de medios, que no haya monopolios de información y que se garantice la libertad e independencia de los periodistas (OP 5/85, par. 34).29 En resumen, multiplicidad de fuentes en el espacio público y admisión de un margen de libertad e independencia al interior de estas. Como señalábamos, esto supone que el escrutinio del derecho de libertad de expresión no debe dirigirse únicamente al Estado.
Esta posición se establece de forma todavía más nítida cuando la Corte indica, refiriéndose a las restricciones indirectas previstas en el art. 13.3 de la Convención, que estas pueden provenir tanto de restricciones gubernamentales indirectas como de “controles... particulares” que produzcan el mismo resultado (OP 5/85, par. 48). Así las cosas, con base en el artículo 1.1 CIDH, que impone a los Estados la obligación de respetar los derechos y libertades reconocidos y de “garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción...”, la Corte afirma que “la violación de la Convención en este ámbito puede ser producto no sólo de que el Estado imponga por sí mismo restricciones encaminadas a impedir indirectamente “la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”, sino también de que no se haya asegurado que la violación no resulte de los “controles... particulares” mencionados en el párrafo 3 del artículo 13” (OP 5/85, par. 48). La postura afirmativa en relación con las exigencias del derecho parece clara.
Entre los actores privados, ¿quiénes serían los agentes que estarían en posición de restringir el derecho de libertad de expresión y, con ello, el debate público inclusivo, abierto y plural? La Corte lo ha apuntado en varios de sus argumentos: los medios de comunicación. Ello se debe a que los medios de comunicación son los principales canales de transmisión de información y de difusión de ideas y quienes “sirven para materializar el ejercicio de la libertad de expresión” (OP 5/85, par. 34).30
En sentencias posteriores, la Corte ha recordado que los Estados están obligados a adoptar las medidas necesarias para garantizar que los derechos sean efectivos (Caso Granier y otros (RCTV), par. 145) y ha recogido el argumento de la escasez del espacio radioeléctrico, lo que le lleva a considerar esencial que entre los medios que accedan a las licencias “se halle representada una diversidad de visiones o posturas informativas o de opinión” (Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, par. 170). Este requisito apunta no solo a la cantidad de medios, sino a la diversidad de posturas en la esfera pública. Asimismo, ha establecido que la protección y garantía de la libertad de expresión demandan que el Estado minimice las restricciones a la información y promueva el equilibrio en la participación, con el fin de permitir que los medios estén abiertos a todos sin discriminación (Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, par. 142). La exigencia de equilibrio en la participación parece ir más allá de lo sostenido por tribunales como la Corte Suprema de EU, ya que no se asume solamente como consecuencia de la escasez de ondas, sino que se sostiene en la necesidad de equilibrio en la participación. Esta idea ha sido repetida en diversas sentencias, con párrafos como el que sigue:
Dada la importancia de la libertad de expresión en una sociedad democrática y la responsabilidad que entraña para los medios de comunicación social y para quienes ejercen profesionalmente estas labores, el Estado debe minimizar las restricciones a la información y equilibrar, en la mayor medida posible, la participación de las distintas corrientes en el debate público, impulsando el pluralismo informativo. En estos términos se puede explicar la protección de los derechos humanos de quien enfrenta el poder de los medios, que deben ejercer con responsabilidad la función social que desarrollan, y el esfuerzo por asegurar condiciones estructurales que permitan la expresión equitativa de las ideas (Caso Granier y otros (RCTV), par. 144, cursivas propias).
No obstante, como analizaremos en el siguiente apartado, las exigencias de ese deber de equilibrio parecen difusas. La Corte apenas ha desarrollado las mismas, más allá de indicaciones generales como la necesidad de que los Estados dicten “leyes y políticas públicas que garanticen el pluralismo de medios o informativo en las distintas aéreas comunicacionales, tales como, por ejemplo, la prensa, radio, y televisión” (Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, par. 145). De hecho, ya es de por sí indicativo el que el anterior párrafo se repita en las sentencias Caso Kimel vs. Argentina (par. 57), Caso Tristán Donoso vs. Panamá (par. 113), Caso Ríos y otros vs. Venezuela (par. 106) y Caso Perozo y otros vs. Venezuela (par. 117) y que, mientras que en los casos sobre Venezuela reproducen el párrafo en los términos arriba citados, en el caso argentino y panameño, anteriores a los otros, se incluía expresamente la declaración de que, como consecuencia de lo dicho, “la equidad debe regir el flujo informativo”. Pareciera que dicha afirmación establecería un estándar para evaluación de la esfera pública. Sin embargo, su retirada sin ulterior justificación deja dudas sobre la fuerza de la afirmación y sobre si ha operado un cambio de posición por parte de la Corte respecto a este punto.
Junto a estas consideraciones, antes de pasar al análisis más detallado, es importante recordar que la Corte IDH no ha olvidado los riesgos de la intervención estatal. Por ello, a la par de las exigencias en materia de diversidad, pluralismo y equilibrio, ha desarrollado un marco de estándares que regulan la forma y las garantías que debe tener la intervención estatal. Por ejemplo, en la misma sentencia de Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela indica que la regulación debe ser clara y precisa, mediante criterios objetivos que eviten la arbitrariedad y con las salvaguardas y garantías general del debido proceso, con el fin de que no se caiga en abusos de poder o restricciones indirectas (par. 171).31
Evaluación de la jurisprudencia: principios frente a estándares y exigencias
La Corte IDH tiene una jurisprudencia continuada y consistente en defensa de la relación entre libertad de expresión, democracia y pluralismo informativo. De lo indicado en el apartado anterior parece colegirse que debajo de la jurisprudencia de la Corte IDH se encontraría el paradigma del “debate público abierto”. Esta institución se ha mostrado atenta a los riesgos del mercado, como los monopolios de información, y frente al papel que pudieran llegar a ejercer los medios de comunicación. Ello ha conllevado que las corporaciones se sitúen también bajo escrutinio. Paralelamente, la Corte ha reconocido la acción positiva del Estado para garantizar la libertad de expresión y ha indicado que, a la hora de evaluar posibles vulneraciones a este derecho, hay que tener en cuenta tanto los derechos del emisor como los de la audiencia. Esto no significa que al Estado sea quien deba evaluar si las informaciones y opiniones son o no correctas o la calidad de las mismas (Lanza, 2017, p. 51); su labor sería estructural. Se trata de lograr que la pluralidad y la diversidad sean principios rectores del espacio público comunicativo e, incluso, que haya un cierto equilibrio o equidad entre las diferentes corrientes de opinión.
No obstante, la traslación concreta de las previsiones hasta aquí anunciadas ha sido demasiado limitada. Hay que partir del contexto en que surge la jurisprudencia. Mientras que en casos como el estadounidense el Tribunal Supremo tuvo la labor de pronunciarse acerca de la acción reguladora ya llevada a cabo por las autoridades administrativas, a fin de certificar su constitucionalidad, la Corte IDH parece avocada a impulsar su posición frente a la labor del aparato administrativo y político de los Estados. Desde el punto de vista ideológico, la situación también ha cambiado. La intervención estatal era más aceptada tras la segunda guerra mundial y el poder de las corporaciones puede que fuera menor. Como hemos visto, las doctrinas reguladoras estaban en boga hasta en el propio Estados Unidos.32
Volviendo a la jurisprudencia de la Corte IDH, la realidad es que existen muy pocas sentencias en la materia. Por el momento, la Corte IDH ha resuelto, sobre todo, casos que versaban sobre actos de “supresión radical” o “restricciones”33 con origen en el poder público y sobre casos de violaciones provocadas por agentes no-estatales, pero que afectaban principalmente a la dimensión individual del derecho. Por tanto, encontramos sentencias en casos de censura previa,34 sanciones ulteriores no justificadas bajo los parámetros de la Convención,35 restricciones indirectas por parte del Estado,36 reconocimiento del derecho de acceso a la información37 y sobre la obligación del Estado de proteger el derecho a la libertad de expresión dentro de su jurisdicción y frente a potenciales ataques de agentes no estatales38, pero no sobre pluralismo, equilibrio informativo y medios de comunicación. En los pronunciamientos que más se acercan a estos a asuntos, la Corte IDH no se ve en la necesidad de desarrollar las implicaciones de la exigencia del pluralismo, más allá de menciones generales como las recogidas en el apartado anterior (véase, a modo de ejemplo, Kimel vs. Argentina (par. 57), Tristán Donoso vs. Panamá (par. 113), Ríos y otros vs. Venezuela (par. 106) y Perozo y otros vs. Venezuela (par. 117). El caso que más se acerca a la cuestión, Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, versa sobre la denegación de renovación de una licencia para operar en el espacio radioeléctrico. Sin embargo, ni siquiera aquí se entra a conocer y evaluar, con carácter más amplio, el pluralismo efectivamente existente en la esfera pública venezolana y la capacidad de acceso efectiva por parte de los grupos vulnerables. El análisis se centra en la falta de imparcialidad del gobierno que toma la decisión y, por tanto, adquiere la perspectiva de una defensa frente al poder político que ha interferido indebidamente en la libertad de agentes privados. No obviamos esta última parte, pero consideramos que la anterior podría haberse desarrollado de manera complementaria. De hecho, como vimos arriba, los hechos del caso obligaron a la Corte IDH a concretar alguno de los principios generales de la OP 5/85, ya que el fondo del asunto se vinculaba directamente con la dimensión social del derecho.
Así las cosas, la adhesión de la Corte IDH al paradigma del “debate público abierto” no se ha traducido en la elaboración de estándares concretos que obliguen a los Estados a implementar alguna de las políticas recogidas en el amplio elenco de medidas complementarias destinadas a minimizar la influencia del mercado y a garantizar la existencia de una esfera pública inclusiva, plural y equitativa. De hecho, no se aprecia siquiera que los argumentos vertidos por la Corte IDH hayan servido para modificar la perspectiva desde la que se debate sobre la necesidad (o no) de regulación de la esfera pública o audiovisual y sobre el sentido de la misma.39
Bajo nuestro punto de vista, la falta de concreción de los principios anunciados en la OP 5/85 y posteriores sentencias puede deberse a dos tipos de razones. En primer lugar, hay una razón de tipo de institucional.40 La Corte resuelve sobre los casos que le llegan, que además tienen el filtro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Cuando ha tenido que decidir un litigio que versaba sobre esta materia, como el caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, se ha pronunciado sobre las exigencias de la pluralidad y del debate equitativo. Incluso cuando la controversia no invitaba a ello, como en la misma Opinión Consultiva 5/85, ha tratado de adentrarse. Sin embargo, la realidad es que hasta el momento han llegado pocos casos.
En segundo lugar, encontramos un escollo de carácter más sustantivo, que tiene que ver con las contradicciones internas de la argumentación de la propia Corte IDH. Por un lado, la Corte ha reiterado que el derecho de libertad de expresión comprende tanto el derecho de buscar, recibir y difundir como el derecho de recibir y conocer informaciones difundidas por los demás. Ambas vertientes, que comprenden la dimensión individual y la dimensión colectiva del derecho, poseen para la Corte igual importancia, de modo que deben ser garantizadas plenamente en forma simultánea (Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, par. 135; también en Caso Ivcher Bronstein vs. Perú, par. 149; Caso López Lone y otros vs. Honduras, par. 166 y Caso Carvajal Carvajal vs. Colombia, par. 171). Pues bien, conviene ser consciente de que una dimensión puede entrar en conflicto con la otra y en estos casos hay que dilucidar a cuál de las dos se da preeminencia. Esto se debe a que la primera dimensión se preocupa de la libertad individual (derechos del emisor), mientras que la segunda impone una serie de obligaciones al Estado en relación con la esfera pública (derechos de la audiencia). En algunos asuntos, ambas dimensiones actúan como vasos comunicantes, por lo que otorgar mayor libertad a algunas personas puede dañar los derechos de otras, y viceversa. Como señaló la sentencia Red Lion Broadcasting Co. v. FCC del Tribunal Supremo estadounidense, a veces hay conflicto entre ambas dimensiones y defender la pluralidad o la inclusividad puede suponer el otorgar mayor peso a los derechos del público.
Por otro lado, la exigencia de equilibrio o equidad tiene implicaciones más amplias que el argumento de la escasez, que se aparta totalmente del debate sobre las posibilidades tecnológicas. Principios como equilibrio o equidad, sostenidos por la Corte IDH, tienen directamente un carácter relacional. Suponen un estandar regulador de la esfera pública y buscan lograr que la misma sea inclusiva, plural y diversa. Esto implica la necesidad replantear y profundizar en algunas de las reflexiones en torno a la libertad de expresión, como puede ser la relación entre crecimiento ilimitado y equidad.
La Corte no se ha pronunciado directamente sobre ello, pero otros órganos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos sí lo han hecho. Por ejemplo, en el Informe Estándares de libertad de expresión para una radiodifusión libre e incluyente (RELE-CIDH, 2009), donde se afirma que “los controles y restricciones que se impongan para evitar monopolios u oligopolios no deberían limitar innecesariamente el crecimiento, desarrollo o viabilidad económica del sector comercial en la radiodifusión” (par. 120). No compartimos la posición de la Relatoría Especial sobre Libertad de Expresión en este punto. Si consideramos que la exigencia de equilibrio y equidad tienen un carácter relacional, que no sólo se refiere a la posibilidad de tener un altavoz, sino a la capacidad de ser oído en la esfera pública con dicho altavoz, lo que depende del volumen del altavoz de quien proponga unas ideas contrarias, entonces el crecimiento ilimitado de determinadas corporaciones puede llegar a estar en contra de los valores de pluralismo, inclusión y equidad que desde la Corte se defienden como esenciales.41 El crecimiento ilimitado de unos puede suponer que el resto se mantenga en una posición marginal en la esfera pública, contribuyendo así a reproducir las asimetrías existentes y restringiendo participación de todos y su capacidad para ser oídos42. Así lo entiende la propia Corte IDH y la misma Relatoría en casos límite, cuando se da la existencia de monopolios u oligopolios, pero no se plantea el problema en una escala de grises. En una entrevista reciente, Pedro Nikken reconocía la Corte IDH dejó implícitos algunos de los argumentos que sostenían su posición en la Opinión Consultiva 5/85, en particular en relación con libertad de expresión, el derecho a la propiedad y las posibles limitaciones a la segunda en función de la primera (vid. Nikken, 2017, p. 17). Este es un punto esencial que la Corte debería resolver.
A pesar de lo que hemos indicado, hay que reconocer que los pronunciamientos de la Corte IDH han influenciado fuertemente la acción de diversos órganos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, particularmente la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, que han tratado de desarrollar su posición a través de instrumentos normativos43 y de su labor divulgativa.
En lo referente al trabajo de la Relatoría Especial, desde el comienzo de su andadura han sido numerosos los informes publicados, muchos de los cuales examinan y profundizan en la relación entre libertad de expresión y pluralismo. Los informes anuales suelen contener apartados relacionados con la concentración de medios y con el pluralismo mediático a la hora de analizar la situación de la libertad de expresión en los diferentes países.44 Del mismo modo, los informes de país también suelen contener referencias a la pluralidad y a la concentración y control de los medios de comunicación.45 Sin embargo, ha sido en los informes temáticos donde con más profundidad se ha desarrollado la necesidad de pluralismo y diversidad informativa en los diferentes contextos. En este ámbito destacan los informes Estándares de libertad de expresión para una radiodifusión libre e incluyente (2009), Transición a una TV digital abierta, diversa, plural e inclusiva (RELE-CIDH, 2014) y Estándares para una Internet libre, abierta e incluyente (RELE-CIDH, 2016).
Conclusiones
La Corte IDH reconoce el deber estatal de generar las condiciones para que el debate público se dé en unas condiciones de deliberación pública, plural y abierta y parece sostener una posición cercana al paradigma del “debate público abierto”. En esta línea, en su jurisprudencia incluyen pronunciamientos que destacan la exigencia de que desde la regulación en este ámbito se promueva la pluralidad, la inclusión, la equidad y se evite la concentración. Dichas exigencias estás relacionadas con el papel fundamental que tiene la libertad de expresión en las sociedades democráticas.
Sin embargo, existe una enorme distancia entre los principios defendidos y los estándares y obligaciones específicas desarrolladas en la materia, sobre todo en lo concerniente al ámbito privado. Dicha distancia se debe, a nuestro juicio, a una serie de escollos falsamente cerrados, que hemos tratado de resaltar a lo largo del trabajo. En consecuencia, los estándares prácticos y concretos que se establecen de sus sentencias no ayudan demasiado a cambiar el panorama existente en las esferas públicas de la región respecto a si tuviera una posición más cercana al “libre mercado de las ideas”. Por ello, entre otras cuestiones, el trabajo del SIDH está siendo inoperante a la hora de corregir los altísimos grados de concentración mediática y de exclusión de grupos desfavorecidos que todavía hoy existen en las esferas públicas de gran parte de los países de América Latina.