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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.17 no.42 Ciudad de México ene./abr. 2020  Epub 28-Ago-2020

https://doi.org/10.29092/uacm.v17i42.734 

Dossier

Libertad de expresión, equidad y democracia: análisis de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos*

Freedom of Speech, Equity and Democracy: an analysis of the Inter-American Court of Human Rights decisions

Rubén García Higuera** 

**Estudiante de doctorado en Universidad Carlos III de Madrid, España. Correo electrónico: ruben.garcia@derechoyjusticia.net


Resumen

Este trabajo analiza el fundamento sobre el que reposan las decisiones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en materia de libertad de expresión. Particularmente, se centra en la relación entre libertad de expresión, proceso democrático y ordenación de la esfera pública. Para realizar dicho examen se reconstruyen los dos paradigmas desde los que se ha interpretado el derecho a la libertad de expresión en la academia y jurisprudencia estadounidense -el “libre mercado de las ideas” y el “debate público abierto”-. Posteriormente, se analiza la jurisprudencia de la Corte Interamericana a la luz de dichos modelos.

Palabras clave: Libertad de expresión; equidad; democracia; libre mercado de las ideas; debate público abierto

Abstract

This paper examines the grounds of the Inter-American Court of Human Right decisions regarding freedom of speech. Particularly, it is focused on the relation among freedom of speech, democratic process and public sphere regulation. In doing so, we elaborate the two paradigms from which freedom of speech has been interpreted in the United States´ academy and jurisprudence -the “free market of ideas” and the “wide-open public debate”-. Then, the Inter-American Court decisions are scrutinized in the light of these models.

Key words: Freedom of speech; equity; democracy; free market of ideas; robust public debate

Democracia y libertad de expresión

Desde sus inicios, el ideal de auto-gobierno colectivo que acompaña a los sistemas democráticos se ha enfrentado a problemas de principio y de desarrollo práctico. No ha cambiado, sin embargo, la aspiración a una forma organizativa y de ejercicio del poder social que, en contraposición a otros sistemas políticos, apela a la igual capacidad de participación. No es de extrañar, por tanto, que la mayoría de mecanismos más estrechamente asociados al proceso democrático partan de premisas estrictamente igualitarias, desde instituciones propias de la democracia clásica como el sorteo hasta principios caracterizadores de las democracias representativas contemporáneas como el de “una persona, un voto”.

La democracia aparece ligada a la autodeterminación bajo presupuestos de igualdad política. Las decisiones no son aceptadas porque todos estén de acuerdo, sino porque las partes han podido participar en el proceso de decisión e influir en el resultado y, además, porque se asume que se podrá seguir haciendo en lo que atañe a decisiones futuras (Bohman, 2000, p. 33). Ahora bien, la influencia en las decisiones no se limita al mero acto de votar, a la oportunidad de postularse como candidato en una elección o a la participación una vez electo en las reuniones periódicas de la cámara de representantes, esto es, no se reduce al proceso político formal. Se extiende también a las fases de discusión, debate y formación de preferencias mediante las que la opinión pública es articulada e influye en las decisiones adoptadas en los aparatos del Estado. La importancia dada a este último ámbito ha crecido en las últimas décadas, fruto de la evolución de nuestros sistemas políticos, pero también del cambio de perspectiva en las reflexiones teóricas acerca de la democracia.

El papel de la esfera pública se ha incrementado en las sociedades actuales de la mano de lo que se conoce como “democracias de audiencia”, sistemas políticos en los que las mediaciones institucionales tienden a perder peso frente al poder de la comunicación y donde la creciente volatilidad convierte a la esfera pública en el terreno central del juego democrático (Manin, 1997, pp. 267-286).

Estos cambios han ido acompañados por los últimos desarrollos en teoría de la democracia, que se centran en el componente deliberativo de la misma. Se han abandonado las hipótesis que trataban las preferencias como algo externo y previo al proceso democrático y se ha pasado a entender que las mismas son elaboradas y reelaboradas durante las distintas fases del juego político (Greppi, 2012, p. 32). Dentro del giro deliberativo no se abandona la aspiración de autogobierno colectivo bajo presupuestos de igualdad, sino que se extiende a la fase de discusión y debate. Si el proceso de deliberación mediante el que se llega a decisiones es una parte esencial del proceso democrático, parece normal que la exigencia de igualdad se deba abarcar dicha fase, garantizando que exista la posibilidad de acceder y participar en los foros de discusión (Bohman, 2000, p. 36) y, con ello, en el propio proceso democrático.

Dicha participación exige, como mínimo, la posibilidad de informarse sobre las cuestiones objeto de decisión, requisito para poder evaluar y decantarse por una determinada opción u otra dentro del proceso político formal, pero debería incluir la posibilidad de participar en las discusiones en marcha e introducir temas en la agenda pública.

En sociedades altamente estratificadas, donde la influencia de las personas y grupos que se encuentran en una peor posición fuera muy reducida, hablar de participación efectiva en el debate público en unas mínimas condiciones de equidad no sería posible (Fraser, 1992, p. 122).1 En estas situaciones, lo que se resiente es la propia democracia. Por ello, las teorías deliberativas insisten en el valor del pluralismo y la inclusividad, de forma que se garantice que las distintas opciones, o al menos las razonables, puedan tener acceso y ser sometidas al escrutinio democrático (Greppi, 2006, p. 45). Para algunos, incluso, la equidad en la deliberación puede servir de estándar para valorar la legitimidad democrática del sistema (Bohman, 2000, p. 111 y 125).2

En este punto se vislumbra el papel esencial del derecho a la libertad de expresión en relación con el sistema democrático. En términos de derechos fundamentales, las principales garantías de la fase deliberativa del proceso democrático no están relacionadas con el derecho al sufragio activo y pasivo o con el derecho de asociación, que tradicionalmente han sido los derechos políticos por antonomasia, sino que entran dentro del ámbito de la libertad de expresión. En un contexto en el que la esfera pública se sitúa el centro del proceso democrático, libertad de expresión se convierte en la principal garantía de que las posiciones que hoy son minoritarias puedan llegar a ser mayoría (Carbonell, 2014, p. 82).

Este vínculo entre democracia y libertad de expresión no es nuevo. Ha sido resaltado desde antaño por los académicos que se han dedicado al estudio de esta última. En un trabajo clásico de mediados del siglo XX, Alexander Meiklejohn desarrolló la conexión entre autogobierno y la primera enmienda de la Constitución de Estados Unidos (1948, p. 69, pp. 88-89). Desde entonces, pese a que existan diferentes justificaciones filosóficas acerca de los valores que se encuentran en el fundamento de la libertad de expresión, la relación de la misma con el proceso democrático aparece en todas las clasificaciones, junto a la búsqueda de la verdad y a la autonomía individual.3 Cada justificación conlleva la delimitación del ámbito que debe ser protegido y su relación con los demás (Rosenfeld, 2000, p. 474). Nosotros en este trabajo adoptamos el punto de vista del autogobierno, de modo que el ámbito de nuestras preguntas se circunscribirá al discurso político4 y buscará reflexionar sobre la afectación de las diferentes concepciones de la libertad de expresión en el desarrollo del proceso democrático. Aunque en algún punto nos adentraremos brevemente en alguna de las otras justificaciones, debido a la dificultad para delimitar espacios, como cuando hablemos de la búsqueda de la verdad al examinar el “mercado de las ideas”, su tratamiento será puramente colateral. Aun así, conviene tener presente que muchos de los conflictos pueden plantearse desde la afectación simultánea a varios de estos valores y hay que ser consciente de que la postura a adoptar dependerá en buena medida de la justificación a la que se dé prioridad.5

Así las cosas, el objeto del trabajo es analizar el paradigma sobre el que reposan las decisiones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en materia de libertad de expresión.6 Particularmente, en los pronunciamientos en que la ordenación de la esfera pública está en el centro de la causa. ¿Cómo y cuándo podemos entender que las exigencias de dicho derecho son cumplidas? ¿Cuáles son las reglas que deben regir en la esfera pública comunicativa, esto es, en la fase deliberativa del proceso democrático? ¿Tienen todos los sectores la posibilidad efectiva de acceder y participar en la esfera pública?

El trabajo se divide en dos grandes apartados. En primer lugar, se pretende mostrar el modo en que hasta el momento se ha abordado la relación entre libertad de expresión, sistema democrático, inclusión y pluralismo informativo. Esta tarea se realizará a través de los dos grandes paradigmas que han marcado la aproximación a este derecho en la academia y jurisprudencia estadounidense. Posteriormente, una vez que se haya abordado la distinción entre ambos paradigmas y se hayan desgranado sus implicaciones en el modo de regular la esfera pública de comunicación, se procederá a examinar la posición de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la materia, tratando de encuadrar sus argumentos en una u otra perspectiva.

Libertad de expresión: libre mercado de la ideas vs. debate público abierto

A diferencia de otras áreas, el papel activo del Estado en la regulación de la esfera pública nunca ha terminado de ser completamente aceptado. Lo que en principio podía haber sido una paulatina evolución desde el Estado liberal hacía el Estado interventor ha terminado en la disputa entre dos paradigmas que pugnan por hacerse hegemónicos en la interpretación del derecho de libertad de expresión y, consiguientemente, en la regulación del espacio público comunicativo. Vamos a denominar a estas dos concepciones como “libre mercado de las ideas” y “debate público abierto”.7

Ambos paradigmas aceptan la idea de que un debate público democrático necesita del intercambio libre y abierto de ideas y puntos de vista. La libertad de expresión sería un instrumento esencial para la democracia, ya que la segunda solo puede ser calificada como tal cuando los individuos pueden formarse una opinión y decidir conociendo las opciones más relevantes en liza. Esta función dentro del proceso democrático obliga a interpretar el contenido del derecho de forma que tenga en cuenta su rol a la hora de estructurar la esfera pública.

A partir de aquí, ambos paradigmas parten de distintas asunciones y evalúan de manera divergente los riesgos y resultados. Por un lado, el “libre mercado de las ideas” trata de proteger los derechos individuales frente a la regulación estatal, dado que considera que el Estado es el principal enemigo de la libertad de expresión. Por otro lado, el objetivo del paradigma del “debate público abierto” es enriquecer el debate público y lograr que las desigualdades económicas, sociales o culturales ejerzan la menor influencia posible en el proceso democrático, de modo que no se impida la participación efectiva de ciertos grupos o posiciones políticas. Indaguemos más en detalle en cada paradigma.

Comenzamos describiendo el “libre mercado de las ideas”.8 Su origen a veces se remonta a John Stuart Mill, pero quien introdujo la metáfora en relación con el debate público no fue otro que el juez Holmes en el voto disidente a la sentencia Abrams v. United States.9 En el modelo del mercado de las ideas, los individuos son libres de exponer sus opiniones y de perseguir sus intereses, ya que se considera que la verdad nace del intercambio de puntos de vista. Según esta visión, un mercado libre de casi toda regulación producirá un debate público abierto entre individuos, que tendrán una similar capacidad de acceso, y atenderá mejor las demandas del público, dado que el mercado es la mejor institución para satisfacer los deseos de la gente (Rainey y Rehg, 1996, pp. 1936-1937).

Esta posición sostiene una serie de asunciones que resumimos a continuación: (a) La verdad puede ser descubierta a través de la competición entre puntos de vista. Este modelo no se encarga de establecer cuál es la verdad, pero establece un procedimiento que en el que los argumentos verdaderos se terminan imponiendo. La verdad, además, es objetiva y no se percibe diferente en función de la posición social u otras razones (Baker 1978, pp. 964-965 y 967; Ingber, 1984, p. 6 y 15). (b) Los individuos pueden separar forma y contenido, de modo que la forma de presentación o la repetición de los mensajes no influiría en su capacidad de persuasión (Baker, 1978, p. 967; Ingber, 1984, p. 15). (c) El mercado es ideológicamente neutral; no tiene sesgos. (d) El mercado de las ideas es accesible para cualquiera que pretenda defender su visión sobre un asunto de interés público (Rainey y Rehg, 1996, p. 1937); (e) El aumento de fuentes de información, especialmente tras el desarrollo tecnológico de las últimas décadas, contribuye necesariamente a la diversidad de puntos de vista (Rainey y Rehg, 1996, p. 1937); (f) El mercado responderá mejor que otros sistemas a los deseos de la ciudadanía y, por ello, es el mejor medio para salvaguardar el interés público demandantes (Rainey y Rehg, 1996, p. 1937).

En términos prácticos, esta postura crea una fuerte presunción contra cualquier tipo de regulación, lo que deriva en una política que, como indica Gargarella, podría resumirse en “la mejor política en materia de libertad de expresión es la ausencia de política” (Gargarella, 2011, p. 37).

El Estado es la principal amenaza para los derechos, mientras que la libertad en el flujo informativo garantizaría el ejercicio del derecho en toda su extensión. El gobierno, por tanto, debe limitarse a asegurar que los periódicos, televisiones, etc. puedan ejercer su labor sin más presiones que las propias del mercado (Sunstein, 1992, p. 259). Esto lleva a interpretar la libertad de expresión como una libertad eminentemente negativa, que protege a los individuos frente a la intromisión del poder público. No es extraño, incluso, que no se atienda a potenciales fallas o abusos de poder en el mercado audiovisual, dado que ello podría cuestionar la libertad económica y personal y alentar la intervención estatal. En relación con este mercado, esta posición se traduce en una primacía de los derechos del emisor, entre ellos los propietarios de medios de comunicación, cuya función principal es controlar y ser contrapeso del poder político.10

Ahora bien, la creencia de que la limitación del poder político basta para proteger la libertad de expresión se enfrenta a menudo con experiencias menos idílicas, sobre todo cuando esa defensa de la libertad negativa se produce en marcos de alta concentración de la propiedad, afectando a la capacidad de participación y a la diversidad informativa que llega al público. De ahí surge la perspectiva del “debate público abierto”, como una crítica a las insuficiencias del paradigma anterior. Esto no quiere decir que olvide los riesgos de la intervención estatal. El objetivo de la regulación debe ser el incremento de la calidad y pluralidad del debate, pero no se obvia que ciertas regulaciones podrían terminar empobreciéndolo (Fiss, 1997, p. 34). El Estado no es un ente autónomo y quien lo rige no está carente de intereses. Sin embargo, se estima que es el único que puede corregir la influencia distorsionadora de la estructura social sobre el debate público (Fiss, 1997, p. 35). La regulación es necesaria debido a las distorsiones estructurales provocadas por la desigualdad en el acceso e influencia dentro del espacio mediático. De este modo, el paradigma del “debate público abierto” se plantea como una posición complementaria. No niega los potenciales riesgos de la intervención del poder estatal, sino que adiciona a los mismos los provenientes de la estructura social.

Así las cosas, ¿por qué es necesaria la regulación? Los defensores de este paradigma parten de una crítica a las premisas que se encuentran detrás del mito del “libre mercado de las ideas” y tratan de promover la actuación pública en pos de una esfera pública más equilibrada, inclusiva y plural. La mayoría de las críticas se centran en la implausibilidad del escenario descrito y se plantean desde cuatro tipos de aproximaciones.

En primer lugar, existe una crítica que podríamos denominar como epistemológica o gnoseológica. Se considera que partir de la idea de que existe de una verdad objetiva, capaz de ser descubierta, es problemático. Si existiera, tampoco estaría debidamente justificada la asunción de que prevalecería frente a la falsedad (Schauer, 1982, p. 25). Pero es que incluso en ciencias naturales, las corrientes teóricas divergentes pelean por interpretar las causas de los fenómenos siguiendo unos estándares de verificabilidad, pero sin asumir que se ha llegado a una suerte de teoría que explique la “verdad” (Kuhn, 1971). La situación se vuelve más nebulosa cuando hablamos de debates políticos cotidianos, donde lo más habitual es que la discusión se establezca en un escenario de cierta incertidumbre o de simple desacuerdo en los valores u objetivos a perseguir. Sin negar completamente que la discusión racional sea posible, quizás sea más prudente hablar de interpretaciones posibles o razonables de la realidad. En este contexto, el modo que se da el debate y la discusión goza de suma importancia en la determinación de los resultados del proceso deliberativo (Baker, 1978, pp. 974-975).

De la mano del argumento de la verdad aparecen dos asunciones que también son puestas en duda. Por un lado, la idea de que quienes participan en la discusión lo hacen con argumentos racionales (Carbonell, 2014, p. 79) y de que los mejores argumentos se imponen en el debate. De hecho, si quien tiene mejores ideas tuviera una ventaja natural, si el fondo de una idea fuera más importante que cualquier otro factor para explicar su aceptación o falta de aceptación, la intervención pública parecería no ser necesaria (Schauer, 1993, p. 953) o, al menos, debería reducirse al mínimo. Sin embargo, la confianza en la capacidad racional de los seres humanos para procesar los argumentos en función de su contenido también es puesta en cuestión. Más bien, existe cierto consenso acerca de que la forma y la repetición de los mensajes importa tanto o más que el contenido de los mismos (Schauer, 1993, p. 953; Baker, 1978, p. 976; Ingber, 1984, pp. 35-36). Los seres humanos respondemos a reclamos emocionales o “irracionales”. Nuestros deseos y fobias influyen en el modo en que asimilamos los mensajes (Baker, 1989, p. 15). Esto tiene dos consecuencias: (a) La calidad del resultado de la deliberación depende en gran medida de la forma y nivel del debate; (b) Que unas posiciones tengan más oportunidades que otras para introducir sus argumentos y reclamos y, sobre todo, para modular la forma en que se trata un tema marca su capacidad de influencia en la opinión pública.11 La esfera pública aparece así como un espacio donde cada grupo presenta sus argumentos, intereses y experiencias e intenta convencer e influenciar a otros grupos y, en especial, a quien permanecía indiferente. En este espacio, tanto el mantenimiento de marcos y sesgos en la opinión pública como la capacidad de decidir el modo en que se enfocan los temas nuevos inclina los resultados de los procesos de deliberación.12

Por otro lado, se critíca la premisa de que la posición social no influye en nuestra opinión de la realidad circundante. Desde este paradigma se considera lo contrario: si la interpretación de la realidad no es descubierta, sino que es seleccionada o construida; la posición social, la cultura, la experiencia y los intereses es probable que influyan en nuestro entendimiento y en la posición que adoptemos. La virtualidad de una unidad de criterio y del consenso de partida se difumina y se vuelve necesario asegurar que todas las posiciones entren en el debate. Así las cosas, la regulación debería corregir las tendencias elitistas presentes en todo proceso de deliberación, incluso en los que se producen en estructuras más o menos igualitarias, y que favorecen a quienes tienen mayores recursos culturales y a quienes son capaces de imponer sus intereses y valores en la agenda pública (Bohman, 2000, pp. 111-112).13

En segundo lugar, se pone en cuestión el punto de partida de los defensores del “libre mercado de las ideas”, esto es, la marcada división entre Estado y mercado y el supuesto carácter natural o pre-político de la segunda esfera. Se recuerda que la distribución actual de poder y de recursos es producto de un determinado tipo de regulación. Una metáfora como el “mercado libre de las ideas” es totalmente ilusoria,14 ya que la imagen mítica de una posición de libertad original constreñida por la acción del Estado no es sostenible conceptualmente. No existe algo así como la “no regulación” de la libertad de expresión (Sunstein, 1993, p. 39; en el mismo sentido Schauer, 1993, p. 951). La libertad de expresión siempre aparece afectada por la regulación estatal, especialmente los derechos de propiedad, de modo que los diferentes sujetos aparecen desde un comienzo en posiciones -con derechos y deberes- que están creadas o mediadas por dicha regulación. El debate, por tanto, no debería ser libertad versus intervención, sino sobre cuál es la regulación que mejor garantiza los fines de la libertad de expresión (Sunstein, 1993, p. 39).15

Un tercer grupo de argumentos se centra en la crítica a la supuesta neutralidad del mercado como instrumento y a su fácil accesibilidad. Como se relata en la sentencia Miami Herald Publishing Co v. Tornillo, en los albores del libre mercado de las ideas:

Entrar a publicar no era costoso; los panfletos y libros proporcionaban una alternativa a la prensa organizada para la difusión de ideas que no eran populares y, a veces, de eventos y opiniones no recogidas en los periódicos convencionales. Un verdadero mercado de ideas existía cuando era relativamente fácil el acceso a los canales de comunicación (traducción propia).

Contrariamente a la situación descrita en la sentencia, la aparición de la radiodifusión y, con ello, de las corporaciones de radio y televisión supuso que unos pocos sean quienes obtienen la posibilidad y capacidad de emitir, mientras que amplio espectro de voces quedan fuera. Esta situación, producto del desarrollo tecnológico, se alejó del ideal de democracia jeffersioniana, “donde la unidad social dominante es el individuo y el poder es distribuido igualitariamente” (Fiss, 1997, p. 51). Por ello, hoy no es adecuado pensar la libertad de expresión a través de los clásicos ejemplos del orador de la esquina de la calle y similares, dado que son corporaciones, los medios de comunicación, quienes se encargan de producir contenido y canalizar el debate público. El escenario de las sociedades contemporáneas es notablemente más complejo que la clásica distinción liberal entre el Estado y el individuo.16

Por su parte, el mercado, lejos de ser neutral, es una estructura que encauza, guía y configura qué tipo de opiniones son oídas y el modo en que se presentan. Tiene tendencia a favorecer a los grupos dominantes, ya que tienen un mayor acceso, a que pueden restringir la oportunidad de participación de los grupos disidentes y a que controlan el modo y la aparición de las nuevas ideas (Baker, 1978, p. 978). Estos grupos están compuestos por quienes son propietarios de los medios de comunicación, por los grandes anunciantes publicitarios y por los sectores más receptivos a la publicidad. En la era de la comunicación digital, también por las grandes corporaciones que hacen de intermediarios en la red. Además, el mercado condiciona las decisiones editoriales, de cobertura y de programación, introduciendo factores de rentabilidad a la hora de evaluar (Fiss, 1997, pp. 53-54; en un sentido similar, Sunstein, 1993, pp. 17-18; Baker, 1978, pp. 979-980). En este escenario, la idea del mercado presupone una concepción que asemeja la pluralidad de ideas con la libertad de propietarios (Gargarella, 2011, p. 38).

Así las cosas, hay partes de la sociedad con mucha mayor dificultad para llegar a ser oídos por sus semejantes. No tienen acceso a los canales de difusión, que tienen un alto coste de entrada, y su voz llega simplemente a grupos reducidos. Los condicionantes tecnológicos, la necesidad de equipos costosos, las economías de escala, las prácticas monopolísticas y la profesionalización suponen una barrera de entrada en la esfera mediática y, con ello, la participación continuada en el proceso democrático con una mínima incidencia se encuentra mermada. Estos factores poco o nada tienen que ver con la calidad de los argumentos que cada contenido de “verdad” de las ideas que cada persona defiende; tampoco con las preferencias de los receptores.17 Más bien, consolida una estructura donde hay una estrecha relación entre la posibilidad de éxito a la hora de influir en el público y la cantidad de recursos empleados (Schauer, 1993, p. 948). Al igual que en otros mercados, la capacidad de competir está relacionada con los recursos con que se cuentan (Schauer, 1993, p. 949).18 En consecuencia, es comprensible que quien se encuentra en una posición de ventaja comparativa sea reticente a la regulación estatal.

Asimismo, no hay que obviar los efectos perniciosos que un modelo mediado por la búsqueda por la rentabilidad puede tener en la calidad del debate público. La propia dinámica competitiva y las exigencias de rentabilidad del mercado audiovisual puede perjudicar la calidad del debate público. Por ejemplo, la presión de lograr beneficios puede hacer que los medios de comunicación opten por abandonar el periodismo de investigación, normalmente más costoso, a favor de reportajes más livianos con los sucesos del día a día. De este modo, en vez de informar sobre los grandes escándalos y abusos de poder, la prensa puede acabar centrada en historias fáciles y baratas que apenas requieran trabajo de documentación e investigación (Baker, 1998, p. 390). Del mismo modo, la necesidad de espectáculo para mejorar los índices de audiencia provoca que, en medios como la televisión, la expresión de pensamiento crítico sea prácticamente imposible, incluso en los programas de debate.19

El último bloque de argumentos gira en torno al argumento de la escasez. Este punto fue el núcleo de la argumentación del Tribunal Supremo de Estados Unidos a la hora de justificar la intervención en el mercado de medios de comunicación. En una situación de limitación de las licencias disponibles sobre espacio radioeléctrico, quien obtenía una de las mismas se convertía en un administrador del espacio público, lo que conllevaba obligaciones asociadas. Dichas exigencias se fundamentaban en los derechos de la audiencia, que debían predominar en dichas condiciones.

Si bien el aumento de fuentes de información, consecuencia del desarrollo tecnológico, conlleva que la concepción original de este argumento pierda fuerza, su sentido último sigue estando vigente. Nuestras sociedades siguen teniendo una agenda que estructura el debate público y los medios juegan un papel crucial a la hora de determinar qué cosas son debatidas y cómo son debatidas. En un contexto de sobre-información, la posición central en el espacio público sigue otorgando el predominio a la hora de filtrar y estructurar los temas de la agenda pública. En consecuencia, aunque haya aumentado la cantidad de puntos desde los que se emiten mensajes, la capacidad de ser escuchado sigue estando vinculada al poder relativo de las diferentes entidades que actúan en la esfera pública y, por tanto, la cobertura informativa sigue estando sesgada en favor de los agentes con más poder en el mercado (un argumento similar en Fiss, 1999, p. 81). La comunicación mediática hace de la escasez la regla y no la excepción, por cuestiones de tiempo, de estructuración del debate y también por nuestra capacidad para asimilar la información (Fiss, 1997, p. 26).

Asimismo, los defensores del “debate público abierto” entienden que la diversidad de canales ocurre en un entorno en el que se mantiene la concentración de la propiedad de los mismos, más allá de los condicionamientos tecnológicos.20 La diversidad de puntos de vista no depende solamente de la cantidad de fuentes, sino del contenido de la información que transmiten las mismas y de la calidad de los argumentos (Rainey y Rehg, 1996, p. 1945). En este sentido, una mayor cantidad de medios no garantiza de por sí que haya una mayor calidad y diversidad y, por tanto, no es una objeción fuerte a la pretensión constitucional de buscar que así sea (Sunstein, 1992, p. 287). Tampoco garantiza que haya equidad o equilibrio entre quienes sostienen distintos puntos de vista.21 El argumento de la escasez, por tanto, seguiría vigente, pero debe ser entendido en términos relacionales y no absolutos.22

En definitiva, el modelo del debate público equitativo no niega que la verdad pueda surgir del intercambio de puntos de vista. Sin embargo, por las razones que hemos expuesto, no cree que el mercado de las ideas garantice que todos los afectados puedan participar en la discusión y en el intercambio de argumentos en igualdad de condiciones, ni que todas las opiniones tengan la oportunidad de ser tomadas en consideración.

Por ello, esta tradición busca corregir las asimetrías de poder a través de la regulación estatal, con el fin de lograr mayor equidad en la participación de los distintos sectores sociales y que el proceso de comunicación de la información sea verdaderamente libre, pluralista e igualitario (Botero, Jaramillo y Uprimny, 2011, p. 278).23

El paradigma del “debate público abierto” no trata de que la esfera pública se decante hacía determinadas posiciones, sino de asegurar que el mismo sea abierto y completo, que todos los sectores sociales tengan acceso a los principales foros de expresión y que se construya una esfera pública activa donde participen los distintos componentes de la sociedad.24

En esta línea, entiende que la libertad de expresión tiene una dimensión positiva, que comprende el derecho a la participación en el autogobierno colectivo democrático. El problema, común en el establecimiento de derechos positivos, es que puede suponer restricciones a la libertad de terceros, en este caso los propietarios y trabajadores de medios de comunicación (Rosenfeld, 1976, pp. 885-886). El objetivo del Estado, no obstante, siempre debe ser el de construir una esfera pública compatible con el proceso democrático, donde se garantice que todos los puntos de vista puedan ser oídos por el público.25

En resumen, existen dos grandes paradigmas que articulan la aproximación al derecho a la libertad de expresión y cuya importancia es capital a la hora de pensar el contenido del mismo en relación con el proceso democrático. Por un lado, el paradigma del “libre mercado de las ideas” acoge una visión del derecho como libertad negativa, da prioridad a los derechos de los emisores y considera al mismo como una coraza frente a la regulación estatal. Por otro lado, el paradigma del “debate público abierto” agrupa posiciones críticas con el paradigma anterior. Parte del escepticismo ante la supuesta benevolencia del mercado y, sobre la base de las críticas al mismo, construye un derecho positivo que busca garantizar la participación de la ciudadanía en un debate inclusivo y plural. Para ello, otorga cierta preeminencia a los derechos de la audiencia frente a los de los emisores. ¿A qué paradigma se adhiere la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos? Esto es lo que trataremos de responder en el apartado siguiente.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos y la vertiente social del derecho de libertad de expresión

Libertad de expresión y proceso democrático en la jurisprudencia de la Corte IDH

El Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) y, en concreto, el Convención Interamericana de Derechos Humanos (CADH) recogen de forma amplía el derecho a la libertad de expresión. Esta última, en su artículo 13, reconoce dicho derecho mediante un extenso precepto. En el mismo se protege la libertad de pensamiento y expresión, por cualquier medio; se prohíbe la censura previa, aunque no las responsabilidades ulteriores, siempre que estén fijadas por ley y sean necesarias para asegurar los derechos o la reputación de los demás o busquen asegurar la seguridad nacional, el orden o la moral públicas; se permite la censura previa de espectáculos públicos con el objeto de proteger la moral de la infancia o la adolescencia; y se prohíbe toda propaganda a favor de la guerra, así como la apología del odio nacional, racial o religioso que inciten a la violencia y acciones similares. Asimismo, el apartado 3 de dicho artículo contiene una disposición “única en el derecho internacional” (Lanza, 2017, p. 52), que explícitamente prohíbe el uso de “vías o mecanismos indirectos” para restringir la libertad de expresión. Por esta vía, la Convención también ampara frente a actos que, aún teniendo apariencia legítima, busquen la finalidad de perseguir y silenciar voces críticas, independientes o disidentes.26

La Corte IDH delineó el marco normativo del derecho de libertad de expresión en la Opinión Consultiva (OP 5/85). Dicha Opinión fue solicitada por el gobierno de Costa Rica a raíz de una regulación nacional que preveía la necesidad de que los periodistas tuvieran que estar habilitados en un colegio profesional para ejercer el oficio en ese país. En teoría, el objetivo de la norma era mejorar la calidad del periodismo, cuestión que se consideraba que afectaba al bien común y al orden público. Sin embargo, la Corte aprovecho el pronunciamiento para ir más allá y se sirvió de la cuestión para establecer el marco general del derecho de libertad expresión dentro del Convenio. Desde aquel momento, la OP 5/85 ha contenido la base del derecho de libertad de expresión, otorgando a este derecho una relevancia especial dentro del SIDH.27

Pues bien, en dicho pronunciamiento se establece claramente, en primer lugar, que la libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática. Para la Corte, es esencial “para la formación de la opinión pública”, “para que los partidos políticos, los sindicatos…” puedan ejercer sus funciones y para que “la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente informada” (OP 5/85, par. 70).

En segundo lugar, la Corte señala que la libertad de expresión tiene una doble vertiente: abarca desde la libertad individual de expresar opiniones hasta el derecho de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de diversa índole. Como consecuencia, a la hora de evaluar la violación del derecho hay que atender tanto los derechos del emisor como el derecho de la sociedad a recibir informaciones e ideas. Esto se debe a que la libertad de expresión tiene una dimensión individual, que comprende el derecho de opinar y de difundir el pensamiento por cualquier medio, y una dimensión social, relacionada con su carácter instrumental para el intercambio de ideas e informaciones y para la comunicación masiva entre los seres humanos. Estas dos dimensiones deben ser garantizadas de manera simultánea (OP 5/85, par. 30-33).28 Volveremos sobre este punto. No obstante, pareciera que desde un comienzo se sitúa la Corte en posiciones cercanas al paradigma del “debate público abierto”.

A continuación, en la OP 5/85 se asocia el concepto de orden público a la garantía de las mayores posibilidades de circulación de información para la sociedad como un conjunto, como forma de garantizar el debate libre, donde todas las posiciones puedan ser efectivamente oídas (OP 5/85, par. 69). Así, no son aceptados los sistemas de censura previa que tengan como objetivo interferir en las noticias a publicar por parte de los medios de comunicación, pero tampoco “monopolios públicos o privados sobre los medios de comunicación para intentar moldear la opinión pública según un solo punto de vista” (OP 5/85, par. 34). En este punto, vemos como la Corte parece apuntar a una protección más allá del Estado, afrontando los perjuicios que el control privado de los medios de comunicación puedan provocar en el debate público.

A juicio de la Corte, es esencial que los medios de comunicación social no excluyan, a priori, a individuos o grupos y que funcionen “de manera que, en la práctica, sean verdaderos instrumentos de esa libertad y no vehículos para restringirla”. Varias condiciones son necesarias para la existencia de diversidad y pluralismo en los medios de comunicación: que haya pluralidad de medios, que no haya monopolios de información y que se garantice la libertad e independencia de los periodistas (OP 5/85, par. 34).29 En resumen, multiplicidad de fuentes en el espacio público y admisión de un margen de libertad e independencia al interior de estas. Como señalábamos, esto supone que el escrutinio del derecho de libertad de expresión no debe dirigirse únicamente al Estado.

Esta posición se establece de forma todavía más nítida cuando la Corte indica, refiriéndose a las restricciones indirectas previstas en el art. 13.3 de la Convención, que estas pueden provenir tanto de restricciones gubernamentales indirectas como de “controles... particulares” que produzcan el mismo resultado (OP 5/85, par. 48). Así las cosas, con base en el artículo 1.1 CIDH, que impone a los Estados la obligación de respetar los derechos y libertades reconocidos y de “garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción...”, la Corte afirma que “la violación de la Convención en este ámbito puede ser producto no sólo de que el Estado imponga por sí mismo restricciones encaminadas a impedir indirectamente “la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”, sino también de que no se haya asegurado que la violación no resulte de los “controles... particulares” mencionados en el párrafo 3 del artículo 13” (OP 5/85, par. 48). La postura afirmativa en relación con las exigencias del derecho parece clara.

Entre los actores privados, ¿quiénes serían los agentes que estarían en posición de restringir el derecho de libertad de expresión y, con ello, el debate público inclusivo, abierto y plural? La Corte lo ha apuntado en varios de sus argumentos: los medios de comunicación. Ello se debe a que los medios de comunicación son los principales canales de transmisión de información y de difusión de ideas y quienes “sirven para materializar el ejercicio de la libertad de expresión” (OP 5/85, par. 34).30

En sentencias posteriores, la Corte ha recordado que los Estados están obligados a adoptar las medidas necesarias para garantizar que los derechos sean efectivos (Caso Granier y otros (RCTV), par. 145) y ha recogido el argumento de la escasez del espacio radioeléctrico, lo que le lleva a considerar esencial que entre los medios que accedan a las licencias “se halle representada una diversidad de visiones o posturas informativas o de opinión” (Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, par. 170). Este requisito apunta no solo a la cantidad de medios, sino a la diversidad de posturas en la esfera pública. Asimismo, ha establecido que la protección y garantía de la libertad de expresión demandan que el Estado minimice las restricciones a la información y promueva el equilibrio en la participación, con el fin de permitir que los medios estén abiertos a todos sin discriminación (Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, par. 142). La exigencia de equilibrio en la participación parece ir más allá de lo sostenido por tribunales como la Corte Suprema de EU, ya que no se asume solamente como consecuencia de la escasez de ondas, sino que se sostiene en la necesidad de equilibrio en la participación. Esta idea ha sido repetida en diversas sentencias, con párrafos como el que sigue:

Dada la importancia de la libertad de expresión en una sociedad democrática y la responsabilidad que entraña para los medios de comunicación social y para quienes ejercen profesionalmente estas labores, el Estado debe minimizar las restricciones a la información y equilibrar, en la mayor medida posible, la participación de las distintas corrientes en el debate público, impulsando el pluralismo informativo. En estos términos se puede explicar la protección de los derechos humanos de quien enfrenta el poder de los medios, que deben ejercer con responsabilidad la función social que desarrollan, y el esfuerzo por asegurar condiciones estructurales que permitan la expresión equitativa de las ideas (Caso Granier y otros (RCTV), par. 144, cursivas propias).

No obstante, como analizaremos en el siguiente apartado, las exigencias de ese deber de equilibrio parecen difusas. La Corte apenas ha desarrollado las mismas, más allá de indicaciones generales como la necesidad de que los Estados dicten “leyes y políticas públicas que garanticen el pluralismo de medios o informativo en las distintas aéreas comunicacionales, tales como, por ejemplo, la prensa, radio, y televisión” (Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, par. 145). De hecho, ya es de por sí indicativo el que el anterior párrafo se repita en las sentencias Caso Kimel vs. Argentina (par. 57), Caso Tristán Donoso vs. Panamá (par. 113), Caso Ríos y otros vs. Venezuela (par. 106) y Caso Perozo y otros vs. Venezuela (par. 117) y que, mientras que en los casos sobre Venezuela reproducen el párrafo en los términos arriba citados, en el caso argentino y panameño, anteriores a los otros, se incluía expresamente la declaración de que, como consecuencia de lo dicho, “la equidad debe regir el flujo informativo”. Pareciera que dicha afirmación establecería un estándar para evaluación de la esfera pública. Sin embargo, su retirada sin ulterior justificación deja dudas sobre la fuerza de la afirmación y sobre si ha operado un cambio de posición por parte de la Corte respecto a este punto.

Junto a estas consideraciones, antes de pasar al análisis más detallado, es importante recordar que la Corte IDH no ha olvidado los riesgos de la intervención estatal. Por ello, a la par de las exigencias en materia de diversidad, pluralismo y equilibrio, ha desarrollado un marco de estándares que regulan la forma y las garantías que debe tener la intervención estatal. Por ejemplo, en la misma sentencia de Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela indica que la regulación debe ser clara y precisa, mediante criterios objetivos que eviten la arbitrariedad y con las salvaguardas y garantías general del debido proceso, con el fin de que no se caiga en abusos de poder o restricciones indirectas (par. 171).31

Evaluación de la jurisprudencia: principios frente a estándares y exigencias

La Corte IDH tiene una jurisprudencia continuada y consistente en defensa de la relación entre libertad de expresión, democracia y pluralismo informativo. De lo indicado en el apartado anterior parece colegirse que debajo de la jurisprudencia de la Corte IDH se encontraría el paradigma del “debate público abierto”. Esta institución se ha mostrado atenta a los riesgos del mercado, como los monopolios de información, y frente al papel que pudieran llegar a ejercer los medios de comunicación. Ello ha conllevado que las corporaciones se sitúen también bajo escrutinio. Paralelamente, la Corte ha reconocido la acción positiva del Estado para garantizar la libertad de expresión y ha indicado que, a la hora de evaluar posibles vulneraciones a este derecho, hay que tener en cuenta tanto los derechos del emisor como los de la audiencia. Esto no significa que al Estado sea quien deba evaluar si las informaciones y opiniones son o no correctas o la calidad de las mismas (Lanza, 2017, p. 51); su labor sería estructural. Se trata de lograr que la pluralidad y la diversidad sean principios rectores del espacio público comunicativo e, incluso, que haya un cierto equilibrio o equidad entre las diferentes corrientes de opinión.

No obstante, la traslación concreta de las previsiones hasta aquí anunciadas ha sido demasiado limitada. Hay que partir del contexto en que surge la jurisprudencia. Mientras que en casos como el estadounidense el Tribunal Supremo tuvo la labor de pronunciarse acerca de la acción reguladora ya llevada a cabo por las autoridades administrativas, a fin de certificar su constitucionalidad, la Corte IDH parece avocada a impulsar su posición frente a la labor del aparato administrativo y político de los Estados. Desde el punto de vista ideológico, la situación también ha cambiado. La intervención estatal era más aceptada tras la segunda guerra mundial y el poder de las corporaciones puede que fuera menor. Como hemos visto, las doctrinas reguladoras estaban en boga hasta en el propio Estados Unidos.32

Volviendo a la jurisprudencia de la Corte IDH, la realidad es que existen muy pocas sentencias en la materia. Por el momento, la Corte IDH ha resuelto, sobre todo, casos que versaban sobre actos de “supresión radical” o “restricciones”33 con origen en el poder público y sobre casos de violaciones provocadas por agentes no-estatales, pero que afectaban principalmente a la dimensión individual del derecho. Por tanto, encontramos sentencias en casos de censura previa,34 sanciones ulteriores no justificadas bajo los parámetros de la Convención,35 restricciones indirectas por parte del Estado,36 reconocimiento del derecho de acceso a la información37 y sobre la obligación del Estado de proteger el derecho a la libertad de expresión dentro de su jurisdicción y frente a potenciales ataques de agentes no estatales38, pero no sobre pluralismo, equilibrio informativo y medios de comunicación. En los pronunciamientos que más se acercan a estos a asuntos, la Corte IDH no se ve en la necesidad de desarrollar las implicaciones de la exigencia del pluralismo, más allá de menciones generales como las recogidas en el apartado anterior (véase, a modo de ejemplo, Kimel vs. Argentina (par. 57), Tristán Donoso vs. Panamá (par. 113), Ríos y otros vs. Venezuela (par. 106) y Perozo y otros vs. Venezuela (par. 117). El caso que más se acerca a la cuestión, Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, versa sobre la denegación de renovación de una licencia para operar en el espacio radioeléctrico. Sin embargo, ni siquiera aquí se entra a conocer y evaluar, con carácter más amplio, el pluralismo efectivamente existente en la esfera pública venezolana y la capacidad de acceso efectiva por parte de los grupos vulnerables. El análisis se centra en la falta de imparcialidad del gobierno que toma la decisión y, por tanto, adquiere la perspectiva de una defensa frente al poder político que ha interferido indebidamente en la libertad de agentes privados. No obviamos esta última parte, pero consideramos que la anterior podría haberse desarrollado de manera complementaria. De hecho, como vimos arriba, los hechos del caso obligaron a la Corte IDH a concretar alguno de los principios generales de la OP 5/85, ya que el fondo del asunto se vinculaba directamente con la dimensión social del derecho.

Así las cosas, la adhesión de la Corte IDH al paradigma del “debate público abierto” no se ha traducido en la elaboración de estándares concretos que obliguen a los Estados a implementar alguna de las políticas recogidas en el amplio elenco de medidas complementarias destinadas a minimizar la influencia del mercado y a garantizar la existencia de una esfera pública inclusiva, plural y equitativa. De hecho, no se aprecia siquiera que los argumentos vertidos por la Corte IDH hayan servido para modificar la perspectiva desde la que se debate sobre la necesidad (o no) de regulación de la esfera pública o audiovisual y sobre el sentido de la misma.39

Bajo nuestro punto de vista, la falta de concreción de los principios anunciados en la OP 5/85 y posteriores sentencias puede deberse a dos tipos de razones. En primer lugar, hay una razón de tipo de institucional.40 La Corte resuelve sobre los casos que le llegan, que además tienen el filtro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Cuando ha tenido que decidir un litigio que versaba sobre esta materia, como el caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, se ha pronunciado sobre las exigencias de la pluralidad y del debate equitativo. Incluso cuando la controversia no invitaba a ello, como en la misma Opinión Consultiva 5/85, ha tratado de adentrarse. Sin embargo, la realidad es que hasta el momento han llegado pocos casos.

En segundo lugar, encontramos un escollo de carácter más sustantivo, que tiene que ver con las contradicciones internas de la argumentación de la propia Corte IDH. Por un lado, la Corte ha reiterado que el derecho de libertad de expresión comprende tanto el derecho de buscar, recibir y difundir como el derecho de recibir y conocer informaciones difundidas por los demás. Ambas vertientes, que comprenden la dimensión individual y la dimensión colectiva del derecho, poseen para la Corte igual importancia, de modo que deben ser garantizadas plenamente en forma simultánea (Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, par. 135; también en Caso Ivcher Bronstein vs. Perú, par. 149; Caso López Lone y otros vs. Honduras, par. 166 y Caso Carvajal Carvajal vs. Colombia, par. 171). Pues bien, conviene ser consciente de que una dimensión puede entrar en conflicto con la otra y en estos casos hay que dilucidar a cuál de las dos se da preeminencia. Esto se debe a que la primera dimensión se preocupa de la libertad individual (derechos del emisor), mientras que la segunda impone una serie de obligaciones al Estado en relación con la esfera pública (derechos de la audiencia). En algunos asuntos, ambas dimensiones actúan como vasos comunicantes, por lo que otorgar mayor libertad a algunas personas puede dañar los derechos de otras, y viceversa. Como señaló la sentencia Red Lion Broadcasting Co. v. FCC del Tribunal Supremo estadounidense, a veces hay conflicto entre ambas dimensiones y defender la pluralidad o la inclusividad puede suponer el otorgar mayor peso a los derechos del público.

Por otro lado, la exigencia de equilibrio o equidad tiene implicaciones más amplias que el argumento de la escasez, que se aparta totalmente del debate sobre las posibilidades tecnológicas. Principios como equilibrio o equidad, sostenidos por la Corte IDH, tienen directamente un carácter relacional. Suponen un estandar regulador de la esfera pública y buscan lograr que la misma sea inclusiva, plural y diversa. Esto implica la necesidad replantear y profundizar en algunas de las reflexiones en torno a la libertad de expresión, como puede ser la relación entre crecimiento ilimitado y equidad.

La Corte no se ha pronunciado directamente sobre ello, pero otros órganos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos sí lo han hecho. Por ejemplo, en el Informe Estándares de libertad de expresión para una radiodifusión libre e incluyente (RELE-CIDH, 2009), donde se afirma que “los controles y restricciones que se impongan para evitar monopolios u oligopolios no deberían limitar innecesariamente el crecimiento, desarrollo o viabilidad económica del sector comercial en la radiodifusión” (par. 120). No compartimos la posición de la Relatoría Especial sobre Libertad de Expresión en este punto. Si consideramos que la exigencia de equilibrio y equidad tienen un carácter relacional, que no sólo se refiere a la posibilidad de tener un altavoz, sino a la capacidad de ser oído en la esfera pública con dicho altavoz, lo que depende del volumen del altavoz de quien proponga unas ideas contrarias, entonces el crecimiento ilimitado de determinadas corporaciones puede llegar a estar en contra de los valores de pluralismo, inclusión y equidad que desde la Corte se defienden como esenciales.41 El crecimiento ilimitado de unos puede suponer que el resto se mantenga en una posición marginal en la esfera pública, contribuyendo así a reproducir las asimetrías existentes y restringiendo participación de todos y su capacidad para ser oídos42. Así lo entiende la propia Corte IDH y la misma Relatoría en casos límite, cuando se da la existencia de monopolios u oligopolios, pero no se plantea el problema en una escala de grises. En una entrevista reciente, Pedro Nikken reconocía la Corte IDH dejó implícitos algunos de los argumentos que sostenían su posición en la Opinión Consultiva 5/85, en particular en relación con libertad de expresión, el derecho a la propiedad y las posibles limitaciones a la segunda en función de la primera (vid. Nikken, 2017, p. 17). Este es un punto esencial que la Corte debería resolver.

A pesar de lo que hemos indicado, hay que reconocer que los pronunciamientos de la Corte IDH han influenciado fuertemente la acción de diversos órganos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, particularmente la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, que han tratado de desarrollar su posición a través de instrumentos normativos43 y de su labor divulgativa.

En lo referente al trabajo de la Relatoría Especial, desde el comienzo de su andadura han sido numerosos los informes publicados, muchos de los cuales examinan y profundizan en la relación entre libertad de expresión y pluralismo. Los informes anuales suelen contener apartados relacionados con la concentración de medios y con el pluralismo mediático a la hora de analizar la situación de la libertad de expresión en los diferentes países.44 Del mismo modo, los informes de país también suelen contener referencias a la pluralidad y a la concentración y control de los medios de comunicación.45 Sin embargo, ha sido en los informes temáticos donde con más profundidad se ha desarrollado la necesidad de pluralismo y diversidad informativa en los diferentes contextos. En este ámbito destacan los informes Estándares de libertad de expresión para una radiodifusión libre e incluyente (2009), Transición a una TV digital abierta, diversa, plural e inclusiva (RELE-CIDH, 2014) y Estándares para una Internet libre, abierta e incluyente (RELE-CIDH, 2016).

Conclusiones

La Corte IDH reconoce el deber estatal de generar las condiciones para que el debate público se dé en unas condiciones de deliberación pública, plural y abierta y parece sostener una posición cercana al paradigma del “debate público abierto”. En esta línea, en su jurisprudencia incluyen pronunciamientos que destacan la exigencia de que desde la regulación en este ámbito se promueva la pluralidad, la inclusión, la equidad y se evite la concentración. Dichas exigencias estás relacionadas con el papel fundamental que tiene la libertad de expresión en las sociedades democráticas.

Sin embargo, existe una enorme distancia entre los principios defendidos y los estándares y obligaciones específicas desarrolladas en la materia, sobre todo en lo concerniente al ámbito privado. Dicha distancia se debe, a nuestro juicio, a una serie de escollos falsamente cerrados, que hemos tratado de resaltar a lo largo del trabajo. En consecuencia, los estándares prácticos y concretos que se establecen de sus sentencias no ayudan demasiado a cambiar el panorama existente en las esferas públicas de la región respecto a si tuviera una posición más cercana al “libre mercado de las ideas”. Por ello, entre otras cuestiones, el trabajo del SIDH está siendo inoperante a la hora de corregir los altísimos grados de concentración mediática y de exclusión de grupos desfavorecidos que todavía hoy existen en las esferas públicas de gran parte de los países de América Latina.

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* El presente artículo se ha realizado con financiación del Ministerio de Economía, Industria y Competitividad de España, Referencia: Der2016-79805-P (Aei/Feder, Ue). Agradezco a los evaluadores las sugerencias realizadas, ya que sus aportaciones han contribuido a mejorar el borrador inicial.

1 Autores como Przeworski hablan de una tensión congénita entre desigualdad económica y el proceso democrático (Przeworski, 2010, pp. 13-14).

2 No examinamos aquí otro de los postulados esenciales de la democracia deliberativa, que apunta al cambio desde un modelo basado en negociaciones y compromisos a otro basado en el intercambio de razones. De hecho, a efectos de este trabajo, consideramos que las exigencias de pluralismo e inclusividad relacionadas con el proceso democrático son requeridas tanto en contextos estratégicos o competitivos como en prácticas discursivas que busquen el intercambio de argumentos. Lo relevante, a nuestros efectos, es ser conscientes que dicha exigencia se traslada también al ámbito de formación de la opinión pública. De hecho, esta aproximación inicial al problema desde la teoría deliberativa no significa que la problemática que plantea el artículo solamente pueda ser abordada desde esta posición. Desde otras teorías también se subraya tanto la importancia del ámbito de formación de preferencias dentro del proceso democrático como la necesidad de una mínima igualdad. Sirva como ejemplo Robert Dahl, que entre las exigencias del principio de igual participación incluye la igual oportunidad de participación, la inclusión de todos y la capacidad de influir en la agenda pública (1985, pp. 59-60). Como suele pasar cuando se discute acerca de la democracia, la cuestión finalmente es de grado, con posiciones basculan entre quienes consideran que el contenido de exigencias como las que acabamos de enunciar son simplemente formales y quienes entienden que para que la decisión sea tomada con el consentimiento y la participación de todos debe haber un contexto de igualdad real o de una mínima equidad entre posiciones (este será el término que utilizaremos en el resto del trabajo) que garantice la posibilidad efectiva de ejercer influencia en las decisiones a las diferentes personas y grupos sociales de ejercer influencia en las decisiones.

3 La mayoría de los autores que se han dedicado a reflexionar acerca de las justificaciones filosóficas de la libertad de expresión suelen resaltar tres bienes o valores detrás de la misma: la democracia, la búsqueda de la verdad y la autonomía individual. Clasificaciones en este sentido, en ocasiones con algún añadido, pueden encontrarse en Emerson (1963, pp. 878-879), Bork (1971, pp. 24-31), Karst (1975, pp. 23-26), Rosenfeld (2000, pp. 474-479), Carbonell (2014, pp. 76-85). Una justificación desde varios valores se encuentra en Schauer (1983, pp. 1303-1305). Una revisión exhaustiva y detallada de los diferentes bienes y valores puede verse en Schauer (1982, pp. 3-88). No obstante, hay autores que han enfatizado una de las vertientes o que directamente han tratado de darle primacía sobre las demás. Una postura que destaca la auto-realización como el valor fundamental que sustenta el derecho a la libertad de expresión puede verse en Redish (1982). Meiklejohn, como hemos indicado, otorga preeminencia al vínculo entre autogobierno y libertad de expresión y considera que la garantía de la primera enmienda protege solamente los discursos que, directa o indirectamente, tratan sobre cuestiones de interés público (1948, p. 94), entendido éste en un sentido amplio. En esta misma línea, pero reconocimiento la pluralidad de valores que fundamentan la libertad de expresión, estaría la posición de Cass Sunstein. Este autor ha desarrollado una teoría con dos niveles, donde establece diferencias en el grado de protección en función de si un discurso tiene valor de cara a la deliberación sobre asuntos públicos o no. Esta posición puede verse desarrollada en Sunstein (1993, pp. 121-165).

4 Utilizamos el término discurso político en un sentido amplio, siguiendo a Sunstein. Para este autor, un discurso o ámbito sería político “cuando tiene pretensión y es recibido como una contribución a la deliberación pública sobre un asunto” (Sunstein, 1992, p. 304, traducción propia). Se trata simplemente de valorar si tal discurso es una contribución al debate público, no si tiene una fuente o un efecto político (Sunstein, 1992, p. 309).

5 Por ejemplo, los valores de autonomía personal y de autogobierno imponen distintas obligaciones, que en algunos casos pueden ser contrapuestas, a la hora de pensar las exigencias del derecho de libertad de expresión. Mientras que la autonomía dibuja la necesidad de un espacio de libertad, la participación requiere de una teoría que promueva las condiciones esenciales para la intervención en el proceso democrático (Baker, 1978, p. 991) y aparece asociada a conceptos como el pluralismo y la inclusión.

6 La problemática se abordará, por tanto, indagando en el contenido del derecho de libertad de expresión. Debemos puntualizar que tratamos la libertad de expresión en un sentido amplio que abarca tanto su vertiente individual como, especialmente, su dimensión social, producto de su relación inescindible con el proceso democrático. Amplio también en el sentido de incluir tanto la (a) facultad de expresar opiniones e ideas como (b) la libertad de difundir y recibir información. Este mismo asunto podría haber sido tratado desde las diferentes teorías de la democracia, esto es, desarrollando la posición en relación con la regulación de la esfera pública que se tendría desde diferentes concepciones de la misma. Un análisis en este sentido, respecto a cuestiones como el derecho de acceso al espacio mediático, la prohibición de prensa partidaria, la necesidad o no de regulación, etc., puede encontrarse en Baker (1998, pp. 317-408).

7 Pese a que no aparece tan asentado como el nombre de “libre mercado de las ideas”, hemos decidido utilizar el título de “debate público abierto” porque, comparando con las alternativas, consideramos que es el término que mejor recoge el sentido y el espectro de argumentos que se sitúan en esta posición. La acepción de “abierto” viene del famoso pronunciamiento del juez Brennan en la sentencia New York Times Co. v. Sullivan (376 US 254 [1964]). En la misma, Brennan afirma que el debate sobre los asuntos públicos debería ser “desinhibido”, “robusto” y “abierto”. El primer término parece estar asociado a la vertiente negativa del derecho a la libertad de expresión, mientras que robusto atendería a la sustancia del debate. Por su parte, el concepto de abierto describiría la estructura o amplitud del mismo, enfatizando la posibilidad de que distintas opiniones (incluyendo las minoritarias en términos de aceptación popular o de poder) entren en la discusión en condiciones de igualdad (Johnson, 2018, p. 336). Pues bien, consideramos que el último concepto refleja mejor la perspectiva que nos interesa enfatizar en este trabajo, que se centra en las exigencias relacionadas con la pluralidad, la inclusividad y el equilibrio entre posiciones. No obstante, advertimos de que los argumentos que incluimos dentro de la denominación de “debate público abierto” pueden encontrarse bajo otros nombres en otros trabajos. Por ejemplo, Gargarella habla de “debate público robusto” (2011, p. 37), Weiland de concepción republicana (2017, pp. 1408-1412), mientras que Johnson lo denomina concepción del auto-gobierno o teoría afirmativa (2018, p. 339 y pp. 344-345, respectivamente). En relación con la denominación utilizada por Gargarella, hemos optado por descartarla debido a que frecuentemente aparece asociada a reflexiones acerca de la calidad del debate público, lo que plantea cuestiones acerca del contenido del mismo. Como indicaremos más adelante, nuestro ámbito de discusión se circunscribe a la capacidad de acceso y estructura de la esfera pública. En este sentido, los ejemplos de regulación que mencionamos son, en principio, neutrales frente al contenido de los mensajes.

8 A los efectos de este artículo tratamos el paradigma del “libre mercado de las ideas” como un único modelo. No obstante, dentro de las posturas que enfatizan la vertiente negativa de la libertad de expresión y la no regulación de la esfera pública, podría diferenciarse entre la posición liberal tradicional y las corrientes libertarias de nuevo cuño, que enfatizan la defensa de los derechos de las corporaciones. Un intento de diferenciación en este sentido puede encontrarse en Weiland (2017). Dentro de la jurisprudencia estadounidense, pronunciamientos como los del juez Kennedy parecen acercarse a la posición libertaria.

9 250 U.S. 616 (1919). La atribución a John Stuart Mill es bastante frecuente, aunque, pese a concordar con los principios que evoca, no parece que llegara a acuñarla (véase la referencia en Cueva Fernández 2016, p. 62). Por otra parte, conviene indicar que, pese a que Mills y Holmes concuerdan en la justificación a través del argumento de la verdad, sus posiciones de fondo son muy distintas. Mientras que la defensa de Mill se basa en su confianza en que la verdad ganaría a la falsedad, Holmes tenía una posición más escéptica respecto a dicha posibilidad y simplemente pensaba que ayudaría a mantener la duda, incluso a quien sostuviera ideas sin valor (Rosenfeld, 2000, pp. 476-477). Por último, es interesante observar la aparente contradicción de fondo que se da en dos de los votos disidentes más conocidos del juez Oliver W. Holmes. Se trata de los votos a las sentencias Lochner v. New York (198 U.S. 45 [1904]) y Abrams vs. Estados Unidos, que acabamos de citar. En la primera sentencia, relacionada con la regulación de los derechos laborales, Holmes ataca alguna de las premisas sobre las que se construye el Estado liberal, mientras en el caso sobre libertad de expresión mantiene una postura en la que parece no tener cabida la intervención estatal y donde establece una clara demarcación entre el ámbito del individuo y el Estado (Sullivan, 1995: 949-950; también recordado en Pérez de la Fuente, 2014, p. 149).

10 Esta postura fue mayoritaria en la jurisprudencia del Tribunal Supremo de EEUU hasta mediados del siglo XX, cuando las controversias en torno a la libertad de expresión solían versar sobre cuestiones de cantidad, hasta dónde se extendía dicho derecho (Schauer, 1983, p. 1284). Durante este tiempo, la tradición liberal fue ampliando paulatinamente el alcance del mismo, bajo la concepción de que era una libertad negativa que ofrecía una especie coraza frente a las posibles interferencias del Estado. Se concebía como una garantía a la facultad de expresarse, como un derecho del individuo a decir lo que quisiera. Su fundamento se vinculada principalmente a la auto-realización personal, de modo que se trataba de construir un espacio de libertad individual frente a la potencial amenaza de la actuación estatal. La esfera de libertad protegida en esta concepción fue expandiéndose progresivamente. Tomando como referencia la jurisprudencia de dicho Tribunal, se partió de una interpretación restrictiva de dicho derecho, como la que se contiene en gran parte de las sentencias de la primera mitad del siglo XX, donde se recogen algunos de los celebérrimos votos disidentes del juez Oliver Holmes (Abrams v. United States, 250 U.S. 616 [1919]) y de Luois Brandeis (Whitney v. California, 274 U.S. 357 [1927]), a una concepción que tornó la línea de disidencia inaugurada por ambos en mayoritaria durante el periodo de la Corte Warren. Desde entonces, la Corte pasó a tener una posición hiper-protectiva de la libertad de expresión, de la mano de doctrinas como el “peligro claro e inminente” (Schenck v. United States, 249 U. S. 47 [1919], en adelante) y la “real malicia” (New York v. Sullivan, 376 US 254 [1964]). Esta línea jurisprudencial fue desarrollada a partir de casos con un indudable componente político, pero el enfoque principal partía de la autonomía individual frente a la intromisión estatal, muy en la línea del pensamiento liberal del siglo XIX y comienzos del XX.

11 La mayoría de autores coincidían, en el siglo pasado, acerca de la efectividad de la prensa y los medios de comunicación a la hora de transmitir mensajes (Karst, 1975, p. 43; Barron, 1967, p. 1641 y 1647; contrario en Jaffe, 1972, pp. 768, 769-771). No obstante, sin poner esto en duda, los estudios sociológicos mostraron la capacidad relativa con que contaban los mismos para moldear las opiniones del público. Ahora bien, dichos estudios sí reconocían, la influencia de los medios de comunicación de masas, por un lado, a la hora de reforzar los prejuicios, actitudes y comportamientos ya sostenidos y, por otro, cuando se trata de interpretar fenómenos sobre los que la sociedad no tenía una opinión previa ya formada (Baker, 1978, p. 979; Ingber, 1984, p. 40; similar en Canby, 1972, p. 723, 739-741). Recientemente, con la creación de la esfera pública digital, dicha capacidad probablemente se haya visto todavía más mermada, lo que no quiere decir que carezca de influencia.

12 Por ello, los argumentos introducidos desde posiciones críticas, cuando logren acceder a la esfera pública y lleguen a ser conocidos por el público, es difícil que sean tenidos en cuenta. Además, quien tiene la herramienta comunicativa puede decidir el modo en que da acceso a la disidencia.

13 Esto no significa que los intereses de quienes cuentan con más medios culturales o de otro tipo salgan adelante y los de quienes se encuentran en peor posición no sean siquiera tomados en cuenta. La realidad es más sutil y muestra una desviación tendencial y no absoluta (Bohman, 2000, p.118).

14 Aun así, contrariamente a lo que ocurre en otros ámbitos de la vida social y económica de la era post-New Deal, el mercado de las ideas es prácticamente la única área que parece inmune a cualquier tipo de regulación de contenido, mientras que las regulaciones neutrales respecto al contenido deben superar un umbral de justificación más alto que en otras esferas (Coase, 1974, p. 384-385; Sullivan, 1995, p. 950; Sunstein, 1992, p. 267).

15 En otro texto ya citado, que sigue la misma línea argumental, Sunstein sostiene el problema no es que el poder privado sea un obstáculo para la libertad de expresión, sino si la autoridad pública ha creado la estructura legal que restringe la libertad de expresión (Sunstein, 1992, p. 271). En nuestros contextos, eso ocurriría cuando se ha otorgado a determinados privados la facultad de situarse en una posición en que puede restringir la libertad de expresión (por ejemplo, la facultad de un propietario de medios de comunicación de excluir sistemáticamente un determinado punto de vista) y no se ha acompañado de obligaciones. En consecuencia, lo importante no es la restricción, sino la justificación de la restricción. Hay justificaciones que podríamos considerar legítimas e ilegítimas. Como ejemplo, entre las primeras se encontraría el intento de impedir que determinadas ideas sean propagadas y lleguen a tener influencia; entre las segundas estarían aquellas que están relacionadas con la forma del acto, como puede ser cuestiones de tiempo y espacio.

16 Las corporaciones mediáticas difícilmente pueden asimilarse al Estado o al ciudadano privado, sino que tienen un carácter híbrido y operan en un contexto donde la distribución del poder de palabra es muy desigual. Los medios de comunicación pueden contar con autonomía en relación con el Estado, aunque el papel de la publicidad institucional parece ser cada vez más importante en su financiación, pero no así respecto a la estructura económica en la que están insertos. En este contexto, un medio puede ser tanto un canal como una amenaza para la libertad de expresión (Fiss, 1997, p. 51).

17 Los defensores del “libre mercado de las ideas” suelen apelar a que es la audiencia quien selecciona los productos. Sin embargo, conviene diferenciar entre interés público y preferencias en el mercado (Rainey y Rehg, 1996, pp. 1939-1941). Autores como Sunstein consideran que la información es un bien público y que, como el aire limpio o la defensa nacional, cada persona individual no tiene el incentivo adecuado para actuar en función del beneficio conjunto y no del interés personal (Sunstein, 1992, pp. 285-286). La democracia necesita de información adecuada y conocimiento de los asuntos públicos por parte de la población, no de una mera agregación uniforme de preferencias (Rainey y Rehg, 1996, p. 1937). Asimismo, no hay que perder de vista los sesgos implícitos en la idea de agregación de preferencias, ya que la oferta es prestablecida por quien tiene capacidad de producir contenido y no son consecuencia de un proceso de debate y deliberación. En este contexto, las preferencias no son independientes del status quo imperante, ya que los gustos audiovisuales de la gente se suelen adecuar a lo que están acostumbrados a ver (Sunstein, 1992, p. 288; Sunstein, 1993, p. 74). Por tanto, la distinción tajante entre elección libre y “paternalismo” estatal no sería tal. “Si las elecciones privadas son producto de las opciones existentes -dirá Sunstein- (…), la inclusión de mejores opciones, a través de la regulación, no sustituye a deseos libremente construidos” (ibíd., traducción propia).

18 En este punto, no hay que perder de vista que cuando nos referimos a discurso político, la gente no emite mensajes por una simple cuestión de desarrollo personal, sino que trata de influenciar las creencias y, consecuentemente, el modo de actuar de otros (Schauer, 1993, p. 947).

19 Argumentos acerca de la forma en que el propio modelo condiciona y direcciona el contenido puede verse en Bourdieu (2007).

20 Esto ya se producía durante el siglo XX. En las zonas donde no operaba el argumento de la escasez, como la prensa escrita, no solía haber más de cuatro o cinco periódicos de escala nacional. Las limitaciones que se presentan nunca son solo de carácter técnico, sino también económico (Sunstein, 1993, p. 110).

21 Desde el punto de vista del autogobierno, lo importante no son las palabras de los emisores, sino la mente de quien escucha (Meiklejohn, 1948, p. 25). Por ello, consideramos que lo importante no es el acceso de todos los individuos, considerado cada uno como una posición única y original, sino el acceso de los diferentes puntos de vista.

22 La toma en consideración de este punto tal y como se merece excede las pretensiones de este artículo y amerita de un tratamiento particular y exhaustivo, que pensamos llevar a cabo en un futuro próximo.

23 Equilibrar las posiciones de grupos con más y menos recursos obliga a combinar diversos tipos de intervención, entre los que se encuentra la regulación de derechos y obligaciones y la capacidad de asignar y distribuir recursos (Saba, 2011, p. 164). Respecto a la función regulatoria, por medio de la misma el Estado establece las condiciones para la propiedad de medios de comunicación, marca modalidades de ejercicio, asigna frecuencias de radiotelevisión, etc. Dentro de este marco, se puede potenciar la libertad de expresión mediante (a) una distribución de frecuencias del espectro de radiodifusión tenga en cuenta la inclusión de distintos tipos de medios, como los comunitarios o los medios sin fines comerciales, la limitación de la concentración de las mismas, la disposición de frecuencias para grupos en una situación de vulnerabilidad y el aseguramiento de la pluralidad de ideas tanto entre diferentes medios como al interior de los mismos; (b) el establecimiento de una regulación que, sin ser discriminatoria, traten de minimizar la influencia de la propiedad y la publicidad, y (c) introducir algún tipo de regulación de contenido como la “doctrina de la equidad” estadounidense, el acceso a los medios de comunicación o el derecho a réplica (una recopilación de ejemplos de regulaciones del espacio radioeléctrico en Reino Unido, Alemania, Francia puede verse en Pérez de la Fuente, 2014, pp. 155-160). En cuanto a la capacidad de asignar recursos, tanto directa como indirectamente, bajo dicha función se debería promocionar la existencia de medios de comunicación públicos que, sin ser una correa de transmisión del Poder Ejecutivo, sirvan de contrapeso a las tendencias de los medios privados, garanticen la pluralidad de puntos de vista frente a las presiones comerciales y promuevan otro tipo de contenidos de carácter informativo, cultural y educativo y de alta calidad. Además, se podría encuadrar aquí la distribución de publicidad oficial bajo criterios de claros, objetivos y que busquen potenciar una esfera pública con las características que hemos comentado.

24 El Estado debe promover que se introduzcan en la agenda temas que de otro modo serían ignorados o tratados marginalmente, al igual que las voces de sectores que cuentan con pocos recursos para acceder al espacio público. En cambio, la regulación gubernamental debería abstenerse de discriminar en función del punto de vista o reducir el debate acerca de los asuntos de interés público. Por ello, la discriminación de puntos de vista sería contraria al derecho de libertad de expresión, la regulación de contenido debería tener un alto grado de neutralidad y generalidad (Sunstein, 1992, p. 290) y se debería optar siempre que se pueda por regulaciones neutrales respecto al contenido. La distinción entre entre restricciones de contenido y restricciones neutrales en cuanto al contenido es clásica en la jurisprudencia y academia estadounidense. Según Cohen (1993, p. 208), las primeras se centran en el tema o contenido específico del mensaje y buscan sacarlo de la esfera pública, total o parcialmente. Por el contrario, las regulaciones de carácter procedimental, en principio, no limitan el catálogo de temas a debatir o los puntos de vista respecto a los mismos, sino que tratan de regular la estructura del debate mediante la reglamentación de cuestiones relativas al tiempo, forma y espacio en que tiene lugar el mismo. Cass Sunstein parece adherirse a dicha distinción (1992, pp. 295-297; 1993, pp. 11-14). No obstante, mantiene una visión crítica de la misma, dado que considera que desde esta perspectiva parece derivarse que el statu quo previo a la regulación es incuestionable y previo toda regulación, cuando él sostiene que nunca es así. Del mismo modo, como no opera frente a una situación que es pre-política, la mayoría de las regulaciones pretendidamente neutrales frente al contenido tienen efecto en el contenido (Sunstein, 1992, p. 296). El ejemplo más claro, como señalaremos a continuación, fue la “doctrina de la equidad”.

25 Las posiciones asociadas a este paradigma se desarrollaron en Estados Unidos a partir de la década de los 20 del siglo pasado, ligadas a la expansión de la radiodifusión. En primer lugar fueron adoptadas por la la Federal Radio Commission (la precursora de la Federal Communication Commission [FCC]) a la hora de otorgar de licencias sobre el espacio radioeléctrico, reconociendo la responsabilidad de actuar en beneficio del interés público a los concesionarios de las mismas, debido a la limitación del espacio radioeléctrico. Posteriormente, sería desarrollado por la FCC en un cuerpo doctrinal que incluye conocida como Fairness Doctrine (doctrina de la equidad). Esta doctrina desembocó en el famoso caso Red Lion Broadcasting Co. v. FCC (395 U.S. 367), de 1969. La sentencia del Tribunal Supremo sostuvo que la primera enmienda obliga a un equilibrio en la protección de los derechos de los emisores y de la audiencia y que, en el contexto de las licencias sobre el espacio radioeléctrico, lo fundamental eran los derechos de estos últimos. No obstante, debido a cambios en la mayoría del Tribunal Supremo estadounidense y del comité director de la FCC, el marco regulativo fue rebajándose y quedó derogado por parte de la FCC en 1987. El paradigma del “debate público abierto” nunca estuvo exento de críticas. Algunos de las más importantes apuntan directamente al riesgo de censura y manipulación por parte del Estado (Ingber 1984, p. 55-57). El gobierno es a quien le corresponde evaluar cuáles medios son los adecuados y tienen un fuerte incentivo para favorecer al status quo (Baker, 1978, p. 987), pudiendo abusar de su competencia de regulación tanto en un modo de intervención como en el otro (Sullivan, 1995, p. 961). Siguiendo el clásico argumento de la “pendiente resbaladiza”, una vez una establecida alguna restricción, se corre el riesgo de que la misma se vaya ampliando a otros casos (Sunstein, 1992, p. 259). Además, los defensores de la idea del “libre mercado de las ideas” defienden que la corrección del mismo interfiere con la libertad de expresión de otras personas (Baker, 1978, p. 985). En los casos de regulación neutral en contextos de escasez -absoluta o relativa-, dicha regulación obliga a desplazar un tema por otro e impide a los medios tratar otros temas en la extensión que consideren. En esta misma línea, otras posiciones indican, con argumentos de peso, que políticas como la doctrina de la equidad tiene el efecto de dejar fuera las posiciones que se alejan de los puntos de vista mayoritarios. Dado que la valoración de la razonabilidad de la decisión del operador de radiodifusión es ciertamente subjetiva, introducir posiciones consideradas como radicales sería más arriesgado para el operador. En consecuencia, la política terminaría teniendo el efecto de estrechar el campo de discusión (en este sentido, vid. Rosendeld, 1976, pp. 895-901 y 912-915; Cronauer, 1994, p. 52; Ingber 1984, pp. 63-64; Karst, 1975, p. 49). Por tanto, en vez de enriqueciendo, se estaría empobreciendo el debate público. Este equilibrio, además, lejos de ser un punto neutral, es una posición centrista. De ahí que muchos defensores del mercado de las ideas reivindican posibilidad de que haya medios partidistas, ya que promueven la movilización y que la ciudadanía se preocupe por los asuntos públicos. Desde estas posiciones también se niega el supuesto sesgo del mercado. Los propietarios están interesados en que sus canales tengan audiencia, por lo que difundirán cualquier postura que tenga respaldo entre la población (Cronauer, 1994, p. 74). Sin embargo, el argumento principal que se utilizó desde los años setenta para minar la posibilidad de regulación estatal fue el avance tecnológico en telecomunicaciones y la supuesta falta de validez del argumento de la escasez en el mundo actual (Lloyd, 2009, p. 872; Ingber, 1984, p. 70). Como hemos mencionado, en los pronunciamientos del Tribunal Supremo Estados Unidos, la justificación de la intervención en el mercado audiovisual siempre estuvo ligada al argumento de la escasez, entendida como imposibilidad técnica, por lo que la desaparición de dicha imposibilidad facilitó el cambio de postura del Tribunal. Un recorrido más detallado sobre el surgimiento, contenido, efectos y caída de la doctrina de la equidad y de la jurisprudencia asociada puede encontrarse en Bollinger (2010, pp. 29-35) Cronauer (1994, pp. 57-70), Harvey (1998, pp. 544-547), Pérez de la Fuente (2014, pp. 151-155), Pickard (2018, pp. 3435-3448) y Rosenfeld (1976, pp. 887-910).

26 El derecho de libertad de expresión es reconocido también en otros instrumentos de derechos humanos dentro del continente americano, como son la Declaración Americana de Derecho Humanos (art. IV) y la Carta Democrática Americana (art. 4). Asimismo, debemos destacar que el mismo ha sido desarrollado en diversas declaraciones y resoluciones, entre las que sobresale la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión, aprobada por de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Este conjunto conforma uno de los marcos de protección y garantía del derecho de libertad de expresión más amplios dentro de los sistemas internacionales de derechos humanos, lo que sería una muestra de la importancia que se otorga a la libertad de expresión dentro del catálogo de derechos en este continente (Relatoría Especial para la Libertad de Expresión - Comisión Interamericana de Derechos Humanos [RELE-CIDH], 2010a, par. 4).

27 Una de las consecuencias indirectas del fallo fue la creación de la Relatoría para la Libertad de Expresión dependiente de la CIDH, de la que hablaremos en el siguiente apartado.

28 Esta posición ha sido reafirmada por la Corte IDH en numerosos pronunciamientos, véase Corte IDH., Caso Kimel vs. Argentina, par. 53; Corte IDH, Caso López Álvarez vs. Honduras, par. 163; Corte IDH., Caso Herrera Ulloa vs. Costa Rica, par. 108-110; Corte IDH, Caso Ivcher Bronstein vs. Perú, par. 146; Corte IDH, Caso Ricardo Canese vs. Paraguay, par. 77-79; Caso “La Última Tentación de Cristo” (Olmedo Bustos y otros) vs. Chile, par. 64-66; Corte IDH, Caso Granier y otros (Radio Caracas Televisión) vs. Venezuela, par. 135. En relación con este punto, la Corte IDH ha precisado, además, que para la ciudadanía de a pie es tan importante el conocer a la información que proporcionan otros como el derecho a expresar la suya propia (Caso “La Última Tentación de Cristo” (Olmedo Bustos y otros) vs. Chile, par. 66).

29 Esta última garantía se funda tanto en el interés legítimo de los periodistas como de la sociedad en su conjunto, “tanto más cuanto son posibles e, incluso, conocidas las manipulaciones sobre la verdad de los sucesos como producto de decisiones adoptadas por algunos medios de comunicación estatales o privados” (OP 5/85, par. 78). Respecto a los periodistas, siguiendo este hilo argumental, la Corte señala, en relación con los periodistas, que “no basta […] que se garantice el derecho de fundar o dirigir órganos de opinión pública, sino que es necesario también que los periodistas y, en general, todos aquéllos que se dedican profesionalmente a la comunicación social, puedan trabajar con protección suficiente para la libertad e independencia que requiere este oficio (…) [L]a libertad e independencia de los periodistas es un bien que es preciso proteger y garantizar” (OP 5/85, par. 78-79). En este sentido, el juez Pedro Nikken recalcaría en una declaración anexa a la Opinión Consultiva que el “respeto que merece el periodista, aun frente a la línea editorial del medio de comunicación para el que trabaja, en especial respecto de la veracidad de la información que recaba y que se publica bajo su responsabilidad, creo que es necesario subrayar lo dicho por la Corte en el sentido de que “la libertad e independencia de los periodistas es un bien que es preciso proteger y garantizar”” (Declaración del Juez Pedro Nikken, en la OP 5/85, par. 10).

30 En este mismo sentido véase Caso Ivcher Bronstein vs. Perú, pár. 149; Caso Herrera Ulloa vs. Costa Rica, par. 107; Caso Fontevecchia y D’amico vs. Argentina, párr. 44, y Caso Granier y otros (RCTV) vs. Venezuela, párr. 148.

31 La Corte IDH desarrolla estos principios en mayor detalle al entrar a conocer de los pormenores del caso, que recordemos que versaba sobre la no renovación de una licencia para operar en el espacio radio eléctrico (vid. par. 172 a 196).

32 En la actualidad, por el contrario, en dicho país se debaten entre la doctrina liberal clásica del “libre mercado de las ideas” y la nueva versión libertaria, con la influencia que eso tiene en el resto de los países occidentales.

33 En la OP 5/85 la Corte realizó una distinción entre el concepto de “supresión radical”, que tendría lugar cuando el poder público establece “medios para impedir la libre circulación de información, ideas, opiniones o noticias” (ejemplos, censura previa, secuestro o prohibición de publicaciones, etc.), y el de “restricción”, que es cuando la libertad de expresión se ve afectada por la “existencia de monopolios u oligopolios en la propiedad de los medios de comunicación, se establecen en la práctica “medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”” (OP 5/85, par. 54-56).

34 “La última tentación de Cristo” (Olmedo Bustos y otros) vs. Chile.

35 Caso Herrera Ulloa vs. Costa Rica; Caso Ricardo Canese vs. Paraguay; Caso Palamara Iribarne vs. Chile; Caso Kimel vs. Argentina; Caso Tristán Donoso vs. Panamá; Caso Usón Ramírez vs. Venezuela; Caso Fontevecchia D´Amico vs. Argentina.

36 Caso Ivcher Bronstein vs. Perú; Caso Vélez Restrepo y Familiares vs. Colombia; Caso Úzcátegui y otros vs. Venezuela; Caso Norín Catriman y otros (dirigentes miembros y autoridades del pueblo indígena Mapuche) vs. Chile; Caso López Lone y otros vs. Honduras.

37 Caso Claude Reyes y otros vs. Chile; Caso Gómez Lund y otros vs. Brasil.

38 Caso Perozo y otros vs. Venezuela; Caso Manuel Cepeda Vargas vs. Colombia, y Caso Carvajal Carvajal y otros vs. Colombia.

39 Quizás puedan haber inspirado las recientes leyes audiovisuales promulgadas en países como Argentina o Ecuador, pero esto no pasaría de ser una influencia remota e indirecta en comparación con las razones de políticas nacional.

40 Agradezco al profesor Jaime Gajardo la indicación de este argumento, que tuvo lugar durante la presentación en un borrador de este trabajo en la mesa “Libertad de expresión y democracia deliberativa: un análisis desde la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”, organizada en el marco del 56º Congreso Internacional de Americanistas, celebrado en Salamanca en julio de 2018.

41 Otro ejemplo se encuentra en la siguiente afirmación de la Relatoría Especial: “una de las principales consecuencias del deber de garantizar simultáneamente ambas dimensiones [la individual y la colectiva] es que no se puede menoscabar una de ellas invocando como justificación la preservación de la otra” (RELE-CIDH, 2009, par. 17). Pues bien, entre los derechos de los emisores de información y los derechos del público de recibir una información plural pueden plantearse contradicciones, que en el caso estadounidense se trataron de resolver mediante la doctrina de la equidad. Difícilmente pueden prevalecer los intereses del público en alguna ocasión si para ello no es posible menoscabar lo más mínimo la dimensión activa e individual del derecho.

42 Argumentos en este sentido, que parecen ampliamente aceptados cuando hablamos de otros contextos competitivos asociados a la democracia como pueden ser las campañas electorales, apenas son examinados cuando tratamos con la falta de equidad en lo referente a la esfera mediática.

43 En este apartado cabe destacar la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, adoptada en el año 2000, y las declaraciones conjuntas de los relatores para la libertad de expresión de la ONU, la OSCE y la OEA de 2001 y 2007.

44 Con frecuencia, en los mismos se analizan las posibles consecuencias de cambios legislativos u administrativos en materia de radiodifusión y se denuncian las situaciones de concentración extrema del espectro mediático. Como ejemplo, en el último informe anual, de 2017, se recogen las quejas frente a fusiones empresariales en el sector de las telecomunicaciones en Argentina (RELE- CIDH, 2017, par. 67) y Chile (RELE- CIDH, 2017, par. 260), que promueven concentración de medios y amenazan la pluralidad y la diversidad en sus respectivas sociedades; se alega que en la nueva Ley de Radio de Costa Rica se omite el reconocimiento y regulación de las radioemisoras comunitarias (par. 359); se denuncian los excesivos niveles de concentración de la propiedad en Guatemala (par. 688), Nicaragua (par. 941-943) y Paraguay (par. 1010-1013), y se constata que la restringida oferta comunicativa en Paraguay no solo compromete la oferta informativa, sino que también amenaza la independencia de los periodistas, al haber sido 18 periodistas despedidos por disentir con la línea del medio en que se desempeñan (par. 1011). En base a la información recabada, la Relatoría recomienda la adopción de medidas legislativas y la puesta en marcha de políticas públicas que garanticen el pluralismo, prevengan frente a la existencia de monopolios u oligopolios y que otorguen una parte equitativa del espectro radioeléctrico y digital a las radios y canales comunitarios (RELE- CIDH, 2017, par. 27 del apartado de Conclusiones y Recomendaciones). Algunos, como el informe de 2007, contienen aseveraciones que relacionan directamente la exclusión del debate público con la censura (RELE-CIDH, 2008, par. 100).

45 Valga como ejemplo el Informe especial sobre la Libertad de Expresión en México, de 2010 (RELE-CIDH, 2010b). Siendo cierto que el informe centra gran parte de su análisis en los graves acontecimientos de violencia, impunidad y autocensura que han llegado a conocimiento de la Relatoría durante las últimas décadas, existe un apartado destinado al examen del pluralismo y la situación de las radios comunitarias. En el mismo, entre otras cosas, se constata que sigue existiendo una alta concentración en la propiedad y el control de los medios de comunicación en México, llegando a estar controladas más del 90% de frecuencias de televisión por solo dos empresas y el 76% del sector de la radio comercial por 14 familias (par. 228), situación que atenta contra los principios generales establecidos por la Corte IDH y la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la CIDH. En ocasiones, los análisis de situación de determinados países han llevado a destacar la importancia de cierto tipo de medios para grupos de población específicos. Así, en relación con los pueblos indígenas, un informe sobre la libertad de expresión en Guatemala de 2003 puso en valor la labor de las radios comunitarias para fomentar la cultura e historia de las comunidades. En este contexto, la Relatoría estableció la necesidad de que el acceso a las frecuencias radioeléctricas no se basara en criterios exclusivamente económicos y de que todos los sectores tengan una oportunidad equitativa de recibir la concesión (RELE-CIDH, 2003, par. 412-414).

Recibido: 01 de Agosto de 2019; Aprobado: 18 de Noviembre de 2019

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