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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.16 no.40 Ciudad de México may./ago. 2019  Epub 18-Mayo-2020

https://doi.org/10.29092/uacm.v16i40.699 

Dossier

Diversidad cultural, estructural y direccional. La contribución neocalvinista a la reflexión contemporánea sobre el pluralismo

Cultural, structural and directional diversity. The neocalvinist contribution to contemporary reflection on pluralism

Manfred Svensson* 

*Investigador en la Universidad de los Andes, Chile. Correo electrónico: msvensson@miuandes.cl


Resumen

El presente artículo presenta un enfoque según el cual la pluralidad debe ser evaluada en tres dimensiones distintas: la de las orientaciones vitales fundamentales, la de los contextos o culturas, y la de las asociaciones o estructuras. Se discute el origen de esta tripartición en autores calvinistas contemporáneos, pero se muestra que su exitosa articulación de estas dimensiones puede ser apropiada por otras tradiciones.

Palabras clave: Neocalvinismo; pluralismo; cosmovisión; cultura; Kuyper

Abstract

The article discusses an approach that evaluates plurality in three different dimensions: a diversity of basic orientations, of contexts or cultures, and of structures and associations. I discuss the origin of this tripartite approach in contemporary Calvinism, but I also suggest that this successful integration of various dimensions can fruitfully be appropriated by other intellectual traditions.

Key words: Neocalvinism; pluralism; worldview; culture; Kuyper

Introducción

La discusión sobre el pluralismo conduce regularmente a una serie de problemas en torno a los límites del mismo, en torno al modo en que cabe navegar entre asimilación y preservación de diferencias, en torno a los efectos deseables y las consecuencias cuestionables de políticas de promoción de la diversidad. Aunque tal género de preguntas se vea beneficiado por la reflexión sistemática, es plausible sugerir que su resolución pasa más por la prudencia en juicios concretos que por las posiciones teóricas adoptadas. Pero tras dichos problemas, laten siempre una serie de otras preguntas de carácter global, y éstas claman por más que prudencia para ser abordadas.

En primer lugar, enfrentamos una acuciante pregunta respecto del tipo de tradición intelectual que mejor pueda orientarnos en la reflexión sobre el pluralismo. Por buena parte de la historia intelectual moderna, la tradición liberal ha operado con cierta hegemonía sobre el problema: se ha supuesto que la consagración de derechos individuales sería el camino más apropiado para garantizar una sociedad plural. Tal creencia se enfrenta hoy no solo a quienes desde fuera de la tradición liberal la denuncian como un tipo de proyecto hegemónico, que usaría la tolerancia como instrumento de domesticación que permite el triunfo del imperio y el mercado (así, desde perspectivas dispares, Brown, 2009; Conyers, 2009). También desde posiciones menos estridentes, como el postliberalismo de John Gray, se reconoce hoy tensiones entre liberalismo y pluralismo (Gray, 2000).

En segundo lugar, y de modo relacionado, surgen preguntas respecto de la novedad del pluralismo. El problema no suele ser tematizado con la debida regularidad, pero una considerable literatura simplemente asume que el pluralismo es una novedad moderna. Esto no solo determina el rango de sociedades que estudiamos para reflexionar sobre el mismo. También nos suele sugerir que ciertas realidades que imaginamos como premodernas -fuertes vínculos comunitarios o creencias sustantivas que moldeen el conjunto de la existencia- resultan incompatibles con el pluralismo.

En tercer lugar, resulta incluso incierto de qué hablamos cuando hablamos de pluralismo. Si acaso es lo mismo acoger en una sociedad distintas culturas y acoger en ella distintas visiones de mundo, es una cuestión que apenas se enfrenta: nos preguntamos qué hacer con la diferencia -reconocerla, neutralizarla, promoverla o contenerla-, pero no nos preguntamos por sus tipos.

Las preguntas que hemos mencionado por supuesto se cruzan: una vez que distinguimos la diversidad cultural de la diversidad de filosofías, cabe interrogar tanto las distintas tradiciones intelectuales como el conjunto de nuestro pasado respecto de cómo acogen cada tipo de diversidad. El modo en que distinguimos tipos de pluralidad -objeto del presente artículo- adquiere así una importancia cardinal. Los problemas que la ausencia de dicha distinción causa pueden ser constatados en múltiples niveles. En primer lugar, en nuestra habla cotidiana, donde la intensidad de los llamados a promover la diversidad difícilmente parece compatible con una discusión diferenciada de sus formas. En segundo lugar, en las instancias de decisión judicial y política que se ven llamadas a implementar normas relativas a la diversidad: al no ser precisado el tipo de diversidad en cuestión, el riesgo de arbitrariedad salta a la vista (piénsese, por ejemplo, en el llamado del Convenio OIT 169 art. 8.1 a respetar las costumbres de los pueblos indígenas). En tercer lugar, el problema se repite en la literatura académica de la que sí se suele esperar la diferenciación ausente en los otros niveles. Enumeración de tipos distintos de pluralidad -metodológica, cultural, moral, política, etc.- se encuentra ahí en abundancia; pero que tal enumeración exista no es indicio seguro de una efectiva aclaración conceptual. Con frecuencia, la impresión con la que así queda el lector es que un mismo fenómeno -el del pluralismo- simplemente se repite en muchos campos, sin que esto exija de nosotros un tipo de respuesta específica para cada uno de ellos1.

No se trata de una confusión inocua: al identificarse la diversidad cultural y la diversidad de orientación o cosmovisión, se fuerza a que los dos tipos de diversidad reciban un mismo tipo de valoración -que veamos en ambos tipos algo intrínsecamente valioso, por ejemplo. Una parte importante de la resistencia que el pluralismo sigue generando podría ser reducida si tales cuestiones fuesen aclaradas de un modo que permita reacciones y valoraciones distintas ante cada tipo de diversidad.

El presente artículo busca presentar una tradición de reflexión sobre el pluralismo -ya aclararemos su descripción como “neocalvinista”- cuya principal fortaleza radica en la persistencia con que ha planteado esta cuestión. Junto con introducir esta perspectiva, sugeriremos además que entre las fortalezas de esta tradición se encuentra el modo en que permite articular la reflexión filosófica con la reflexión de las ciencias sociales sobre el pluralismo. Siendo el pluralismo una materia que manifiestamente clama por una aproximación interdisciplinaria, no parece tratarse de una ventaja menor.

En un primer paso explicaremos, pues, el desarrollo temprano de esta tradición. Nos concentraremos para estos efectos en su figura fundante, Abraham Kuyper. En su obra no se encuentra la tripartición sistemática que exploramos en el resto del artículo, pero sí las intuiciones fundamentales que le dan origen. Es solo gradualmente que estas intuiciones se traducen en la tripartición que comienza a caracterizar a esta tradición.

En un segundo momento, procederemos a una explicación sistemática del modo en que los estudios de ella surgidos distinguen y coordinan la diversidad cultural o contextual, la diversidad estructural o de espacios, y la diversidad direccional o de orientaciones, visiones y filosofías.

En tercer lugar, nos detendremos en el modo en que esta tripartición permite una salida diferenciada a la pregunta por la valoración intrínseca o instrumental de la diversidad. Aunque expuestas desde una tradición específica, nos parece que en una medida muy significativa las ideas aquí expuestas son susceptibles de adopción por otras tradiciones intelectuales también.

Abraham Kuyper y el surgimiento de una tradición

Para comprender el desarrollo de la tradición neocalvinista podemos dirigir en primer lugar la mirada a Abraham Kuyper (1837-1920), cuya obra se caracteriza por una inusual combinación de pluralismo y confesionalismo. Inspirado en esa combinación desarrollaría no solo su obra teológica, sino también la creación del primer partido político de masas en Holanda, la fundación de la Universidad Libre de Ámsterdam, y una infinidad de otros proyectos intelectuales e institucionales que terminarían con Kuyper como primer ministro de 1901 a 19052. La carrera intelectual de Kuyper es además contemporánea con el surgimiento de la moderna doctrina social católica, y presenta varios paralelos con ésta. De ahí que desde temprano se hablara de un “neocalvinismo” análogo al contemporáneo “neotomismo”. La contemporánea doctrina social católica atendía, por cierto, a la pluralidad de esferas sociales (para exploración de este punto véase Hittinger, 2002). Pero la tradición kuyperiana presenta desde temprano una preocupación equivalente respecto de la pluralidad de visiones.

La centralidad que Kuyper atribuye a esta pluralidad de visiones es explorada, entre otros lugares, en unas célebres Conferencias sobre el calvinismo, dictadas en Princeton a fines del siglo XIX. Ahí escribe enfáticamente separándose de los representantes de una “estrecha interpretación confesionalista” del cristianismo (Kuyper, 1943, p. 15). Pero lo opuesto a ese confesionalismo estrecho no es una posición confesionalmente menos comprometida, sino en cierto sentido más. Kuyper entiende el calvinismo no simplemente como un sistema doctrinal, sino como una cosmovisión. Este término había sido acuñado por Kant en la Crítica del juicio, pero sobre todo en el siglo XIX había cobrado fuerza para interpretar las visiones en conflicto (para la historia del concepto véase Naugle, 2002). Así, al describir las disputas que tenían lugar en su época, Kuyper escribe sobre “dos sistemas vitales que están en combate mortal el uno con el otro” (Kuyper, 1943, p. 11). Los dos sistemas en cuestión son el cristianismo (Kuyper toma el calvinismo simplemente como forma más perfecta de este último) y el secularismo, que Kuyper percibe ya entonces como enfrentados en una suerte de “choque de civilizaciones” extendido a cada dimensión de la existencia.

Esta alusión a “dos sistemas vitales” puede con toda razón evocar las dos ciudades de Agustín. En otras palabras, podemos afirmar que estamos ante una propuesta pluralista que ya se había sacudido de encima el lado problemático de la herencia agustiniana. Dicha herencia, en efecto, puede ser descrita con un fuerte énfasis en su malogrado potencial. El potencial del agustinismo para la reflexión sobre el pluralismo salta, de hecho, a la vista si se considera obras como La ciudad de Dios. La idea de dos ciudades -dos opuestas lealtades últimas que atraviesan toda la historia humana- constituye, en efecto, una novedad relevante para nuestra discusión, puesto que en esta obra por primera vez la pluralidad que explica los conflictos de una comunidad política es una pluralidad de creencias, ideas o cosmovisiones. La teoría política previa conoce la pluralidad y el conflicto, pero ante todo por razones de clase, partido o facción. La posición de Agustín constituye así una primera formulación del tipo de pluralidad que todavía hoy se tiene en mente de modo primario al discutir sobre el pluralismo. Y Agustín la introduce con un marcado interés por explicar no solo la oposición, sino los modos en que las partes en conflicto pueden vivir en paz “entremezcladas y entrecruzadas” (Agustín, 2007, I, 35). Sin embargo, este potencial se vio frustrado por múltiples motivos: tanto por el hecho de que Agustín mismo se vio implicado en la defensa de la coerción contra los donatistas, como por el hecho de que gradualmente se perdiera su visión de la historia como un espacio de coexistencia de las dos ciudades (para la recepción medieval de este problema véase Mansuy y Svensson, 2013; para una reevaluación de Agustín que contrasta con dicha historia de recepción véase Markus, 1970).

Ante este trasfondo, las defensas de la tolerancia y el pluralismo que surgieron desde la modernidad temprana no serían de inspiración agustiniana (ni en su vertiente católica ni en la protestante). Serían, por el contrario, mayoritariamente defensas doctrinalmente minimalistas, que imaginaban el pluralismo como dependiente de una debilitación de las convicciones (sea en su intensidad o en la amplitud de tópicos en torno a los que se espera confesión)3. Recién el siglo XIX comenzó a traer consigo la reaparición de un pluralismo compatible con visiones de mundo robustas. Así es como se encuentra pluralismos arraigados en un liberalismo no minimalista -como el de Tocqueville-, pluralismos organicistas y socialistas, y pluralismos confesionales como el de Kuyper.

Pero la visión de Kuyper no se reduce a un remozado calvinismo. Su pluralismo no puede ser interpretado solo como corrección de una malograda herencia agustiniana4. Lo que se encuentra tras su pluralismo es también su recepción del romanticismo. Este ejerce, en efecto, una enorme influencia sobre la crítica cultural de Kuyper. No es ningún misterio que el romanticismo desempeña también ese papel para otros movimientos. Para algunas variantes del pluralismo liberal se trata de una influencia decisiva, como sobre todo lo ha puesto de relieve Isaiah Berlin (Berlin, 2000). Conviene subrayar este hecho aquí, para prevenir contra la idea de que la posición de Kuyper se deriva de un modo exclusivo de su posición confesional.

Cuando este trasfondo romántico es tomado en cuenta por los estudiosos de Kuyper, suele ser exclusivamente para explicar su imponente personalidad (así ocurre, por ejemplo, en de Bruijn, 2000). Aquí resulta crucial considerar más bien su importancia para la evolución de su pensamiento. Si la renovación calvinista en un contexto de secularización vuelve a Kuyper atento a la diversidad de confesiones e ideas, es el romanticismo el que le muestra también el lugar de culturas y tradiciones particulares. Su primera pieza de crítica cultural, La uniformidad: maldición de la vida moderna, de 1869, es de hecho un texto atravesado por influencia romántica, aunque también la preocupación por la situación confesional se encuentre ahí presente. En efecto, tal como en las posteriores Conferencias sobre el calvinismo, se queja en esta conferencia por un “confesionalismo de la peor especie”, que “ignora el hecho de que el pasado no vuelve” (Kuyper, 1998, p. 38)5.

Pero ante todo se trata de un clásico ajuste de cuentas romántico respecto de las patologías ilustradas. Cubre ahí tanto la uniformidad producida por el proceso de modernización en su dimensión técnico-ilustrada -“la moda cambia de modo vertiginoso, pero es la misma para todos”, (Kuyper, 1998, p. 30)-, como también la producida por los procesos de unificación territorial masiva (no muy atrás se encontraba la unificación alemana y las guerras napoleónicas). Esas dos caras se encuentran sin duda estrechamente unidas, pues la denuncia de Kuyper es que la libido dominandi imperial de épocas anteriores solo buscaba unidad política; ahora, en cambio, se procuraría uniformidad social (Kuyper, 1998, p. 24).

Es sobre esa uniformidad social que se extiende Kuyper más detenidamente. Todo parte con una simple defensa de la arquitectura de las antiguas ciudades holandesas, en que cada casa ha torcido sus paredes de un modo distinto, en que cada rasgo de la vida urbana parece ser expresión de algún plan personal que ha surgido desde las raíces en lugar de ser objeto de una planificación global. Tras discutir la creciente uniformidad en la arquitectura pasa luego a la anulación de la diferencia entre las edades, la consiguiente destrucción de la infancia y la vejez, la anulación de la diferencia entre los sexos, la pérdida de las lenguas locales en manos del imperialismo cultural, el decrecimiento del comercio local y a la uniformidad en la forma de gobierno. Toda diversidad es perdida “dejando solo el lastimosamente estridente contraste entre la pobreza y la riqueza” (Kuyper, 1998, p. 32).

Se trata, por cierto, de un discurso en que resulta patente la ambivalencia del legado romántico. Así como le permite evaluar críticamente la abolición de algunas diferencias, lo lleva también a la afirmación más bien acrítica de otras como la exclusión femenina de la educación superior (Kuyper, 1998, pp. 27-28). Pero por ambivalente que fuera, es el cruce de este legado romántico con su herencia agustiniana/calvinista el que va abriendo la mirada de Kuyper a distintos géneros de pluralidad.

Ya en dicho discurso de 1869, Kuyper sugiere además que la respuesta a esta uniformidad pasaría necesariamente por la atención a la diversidad de espacios sociales: solo una adecuada diferenciación de esferas permitiría que las restantes diferencias de la vida humana vuelvan a encontrar lugar. Así aboga por una “libre multiformidad” que surja de quienes poseen una efectiva convicción en común. “Si hay círculos que comparten un rasgo de vida, que se vuelvan conscientes de tal unidad y que la desplieguen ante los ojos del mundo” (Kuyper, 1998, p. 39). Esta intuición se transformaría en el centro del proyecto político de Kuyper, tal como se encuentra articulado en “Soberanía de las esferas” (su conferencia inaugural al crearse la Universidad Libre de Ámsterdam en 1880) y en sus Conferencias sobre el calvinismo.

El lenguaje de “soberanía de las esferas”, que introduce en el primero de estos textos, bien puede ser considerado el equivalente neocalvinista a la discusión que otras tradiciones abordan en términos de subsidiariedad. Se trata, en cualquier caso, de un pensamiento fuertemente centrado en la vitalidad de cuerpos sociales intermedios. Pero como lo revela la conferencia en cuestión, se trata también de una posición crecientemente escéptica respecto de las pretensiones de neutralidad. “¿Qué científico opera sin una hipótesis? ¿No cultivamos todos la ciencia como hombres y no como varas de medir?” (Kuyper, 1998, pp. 487-488). Nicholas Wolterstorff -quien junto a Alvin Plantinga es el filósofo neocalvinista que mejor ha traducido las preocupaciones de esta tradición a un público más amplio- ha subrayado lo sorprendentemente temprana que es esta crítica del liberalismo y del fundacionismo en epistemología, críticas que en décadas recientes se han vuelto más populares (Wolterstorff, 1995). En lugar de dicha pretensión de neutralidad, los esfuerzos se encuentran aquí orientados hacia el florecimiento de cada una de las tradiciones en conflicto, y hacia la reflexión sobre las condiciones institucionales para dicho florecimiento.

El de Kuyper, en otras palabras, no es el tipo de pluralismo que celebra la diversidad misma como el sumo bien. Se trata, más bien, de un pluralismo agonal: la defensa de una vigorosa sociedad civil, pero no con miras a la mera convivencia pacífica, sino con miras al contraste esclarecedor. Si algo lo irritaba eran los proyectos híbridos en que era imposible captar qué principios inspiran a un interlocutor. En momentos críticos como el presente, escribe en “Soberanía de las esferas”, los credos primordiales de la humanidad salen de esa mediocridad ilusoria para volver a retarse a rostro descubierto (Kuyper, 1998, p. 469)

Pero esa retarse, ese encuentro franco entre tradiciones rivales, no lo concibe como una tarea individual. La pretensión de que cada adulto recorra de punta a cabo cada sistema y revise cada confesión para luego optar por una de ellas le parece más bien un “muestreo” que solo fomenta la superficialidad en lugar de la genuina pluralidad (Kuyper, 1998, p. 486). Individualismo y pluralismo, parece intuir Kuyper, no son necesariamente buenos aliados. Su modelo se encuentra inequívocamente orientado hacia a la libertad de los grupos6.

Ahora bien, en todas estas discusiones la distinción entre tres tipos de pluralidad está más latente que explícita. Es evidente la manera en que la pluralidad de cosmovisiones se conecta con la diversidad de espacios sociales, pero es menos evidente cómo se encuentra presente en Kuyper la distinción y conexión entre diversidad de visiones y diversidad cultural. En su obra ella se encuentra presente en intuiciones más que en un desarrollo sistemático. Son los herederos de su obra en el siglo XX quienes han conducido esta reflexión a la forma que aquí nos interesa discutir. En efecto, en el contexto de las dos guerras mundiales, las intuiciones kuyperianas fueron recogidas por autores como Herman Dooyeweerd y a través de él pasadas a la siguiente generación; en ese proceso no solo vieron reforzado su carácter antitotalitario, sino que también fueron objeto de mayor sistematización (para discusión de este papel mediador de Dooyeweerd véase Chaplin, 2011 y Wolterstorff, 1995). Resulta revelador que su forma tripartita que aquí discutiremos se encuentre presente no solo en filósofos como Wolterstorff o teólogos como Richard Mouw, sino también en cientistas políticos como James Skillen o cientistas sociales como Sander Griffioen. Se trata, en efecto, de un modo de reflexión sobre el pluralismo que parece particularmente apto para la interacción entre estas distintas disciplinas, aunque esta fortaleza sea de desarrollo reciente. A continuación, presentaremos una discusión de la forma que esta tripartición ha ido adoptando, para luego dirigirnos a la pregunta por las valoraciones de la diversidad que ella hace posibles.

Tipos de pluralidad

Hemos ya introducido una distinción entre diversidad de visiones, diversidad de contextos y diversidad de estructuras. Si bien la hemos planteado en los términos en que surge desde la tradición kuyperiana, se trata de una distinción básica que puede ser afirmada o recogida desde distintas tradiciones políticas. También puede ser adoptada desde diversas disciplinas. Ya que algunas disciplinas iluminan con peculiar atención la pluralidad estructural, otras la filosófica y otras la cultural, el diálogo entre ellas se hace más fructífero en posesión de esta distinción que concede a cada dimensión un lugar. La fortaleza de la tradición kuyperiana reside aquí simplemente en el modo enfático en que usa un triple lente para analizar estos problemas, creando las condiciones para la aproximación interdisciplinaria que el pluralismo parece requerir.

Dos puntos de contraste servirán para notar la ausencia de este lente en importantes discusiones contemporáneas sobre el pluralismo. Pensemos, en primer lugar, en Robert Dahl. He ahí el ejemplo de un eminente cientista político que presenta su teoría democrática como una teoría pluralista. Podría con esto querer transmitir muchas cosas. El foco, con todo, está puesto en la poliarquía, en la diversidad de asociaciones, de espacios de poder, de esferas de autoridad -en suma, en lo que el neocalvinismo estudia como diversidad estructural. Una comunidad que exhibe este tipo de pluralidad cuenta para Dahl con las credenciales para presentarse como democrática. Pero la razón para dar tal preeminencia a esta pluralidad de órdenes se encuentra en la preocupación de Dahl por la pluralidad de visiones, creencias y filosofías. Es el resguardo de esa pluralidad fundamental la que exigiría un orden político pluralista (Dahl & Bosetti, 2003). No es muy distinto lo que sugieren Thomas Luckmann y Peter Berger en su estudio sobre las crisis de sentido en la modernidad. Aquí estamos no ante una obra de ciencia política, sino ante el trabajo de dos eminentes sociólogos del conocimiento y de la religión. También en el caso de ellos la obra culmina con una afirmación del valor que tendría la “reserva fundamental de instituciones intermedias” (Berger & Luckmann, 1997, p. 105).

Cuando una sociedad ha dejado atrás la homogeneidad de fines, solo tales instituciones intermedias serían capaces de producir sentido, reforzar el sentido ya existente en los individuos, y contribuir a la vez a la cohesión de la comunidad. La importancia que, como Dahl, confieren a la sociedad civil, constituye una coincidencia que no puede ser ignorada por teoría pluralista alguna. Pero comparten con Dahl lo que también puede ser considerada una debilidad: una insuficiente dilucidación de lo que serían las “visiones” que se busca proteger mediante estos cuerpos. La diversidad cultural, de identidad, religión o idioma, se presentan como un conjunto de diferencias que pueden ser encauzadas por la pluralidad de espacios sociales.

La razón por la que estos distintos ejes reciben un tratamiento conjunto por parte de Berger y Luckmann es fácil de adivinar: están tratando con estos tipos de diversidad como “fuentes de sentido”, y es cierto que tanto la pertenencia a una comunidad nacional o étnica como la adscripción a una filosofía o una religión pueden ser consideradas como tales fuentes. Pero, como veremos, las razones de la tradición neocalvinista para mantener diferenciados estos ejes están lejos de ser triviales.

Detallemos, pues, el sentido que tiene esta tripartición en la tradición que estamos presentando. Hemos hablado, en primer lugar, de una pluralidad de visiones, filosofías o religiones. Podemos describir este eje como uno de pluralidad direccional. La razón para la elección de este término -además de las conocidas desventajas de un término como “ideología”- es que tratamos aquí no de cualesquiera visiones últimas, sino de aquellas que confieren orientación básica a la vida humana. Lo decisivo son, en otras palabras, lo que podemos llamar diferencias de principio práctico (se encuentren o no articuladas en términos de doctrinas7). Pero “práctico” refiere aquí no a algún acotado campo particular de acción, sino a la dirección de la vida humana como una totalidad. En otras palabras, la pluralidad que interesa aquí es una pluralidad de posiciones direccionales y omniabarcantes.

Ese es el tipo de realidad que desde Rawls la filosofía política contemporánea describe con su referencia a visiones comprehensivas del bien. Una pluralidad de tales visiones puede convivir articulándose de distintas maneras. Con frecuencia pensamos que estas visiones son abrazadas primordialmente por individuos y que, por tanto, ellas requieren ante todo un régimen que procure la defensa de tal libertad individual. El lugar conferido por la tradición neocalvinista a la pluralidad estructural surge, naturalmente, de una tesis distinta: de la convicción de que, junto con esta libertad individual, las distintas visiones son objeto de cultivo colectivo, y con frecuencia requieren de un espacio compartido para su completo desarrollo. Este tipo de intuición se encuentra desde luego en la base de una significativa porción de la reflexión “neotocquevilliana” sobre la sociedad civil, y de algún modo subyace también a preocupaciones centrales del comunitarismo.

Algunas de estas tradiciones acentúan el carácter voluntario de las asociaciones en cuestión, mientras que otras reconocen que no todas las esferas en cuestión tienen un origen voluntario; este último punto es la razón por la que dentro de la tradición kuyperiana la referencia a la “pluralidad asociacional” ha sido gradualmente reemplazada por “pluralidad estructural” -se trata de hacer justicia al lugar que en nuestra vida ocupan todos los grupos, tanto los que creamos como los que más bien nos crean8.

Por último, tenemos la diversidad cultural o contextual. Con estos términos designamos la variedad de contextos culturales en los que se concretiza la vida humana: la diversidad de lenguas, costumbres y herencia histórica que nos caracteriza constituye un tipo de pluralidad distinta de las dos anteriores. Es evidente que nos aferramos a este tipo de diferencias como algo que contribuye a la conformación de sentido y pertenencia; sin embargo, no se trata de algo que provea de orientación del mismo modo en que lo hace una religión o una escuela de pensamiento.

El sentido e importancia de esta tripartición puede ser ilustrado con la siguiente observación de Griffioen y Mouw: un acabado estudio sociológico sobre la familia católica mexicana necesariamente estará atendiendo a tres ejes: a lo que distingue la familia de otras agrupaciones, a lo que distingue el catolicismo de otras orientaciones vitales, pero también a los aspectos culturales por los que la familia católica mexicana se distingue de sus contrapartes armenias o etíopes (Mouw & Griffioen, 1993, p. 16).

En esta ilustración, la tripartición no parece prestarse a mayores confusiones. Pero aunque el eje estructural sea fácil de distinguir de los otros, en muchas discusiones los ejes direccional y cultural tienden a ser reducidos el uno al otro. A veces tal fusión es a costa de lo direccional, que es reducido a una vaga fuente de sentido que puede ser identificada con la pertenencia a una cultura. Así, por ejemplo, cuando hablamos de tal o cual “cosmovisión indígena”, expresión en que los dos ejes son fundidos.

Este género de confusión tiene carácter epidémico en la literatura sobre el multiculturalismo, y la razón para advertirlo con preocupación es doble. Por una parte, porque el oscurecimiento de la dimensión direccional que late tras expresiones como ésta evidentemente impide que prestemos atención a cada uno de las dimensiones que caracterizan a un grupo humano; por otra parte, porque la confusión pone en una delicada situación a los miembros de una cultura que, por no adherir a la cosmovisión que en estas fusiones se imputa en bloque a su comunidad, pueden ser juzgados como inauténticos.

Pero en otras ocasiones es la dimensión cultural la que es ignorada, como si solo las visiones con aspiración universal movieran a los hombres. Después de todo, una herencia histórica o una lengua pueden permear toda nuestra vida y presentar así un aspecto tan omniabarcante como una cosmovisión o una filosofía. Esto no significa, desde luego, que debamos equiparar todas estas dimensiones como similares “fuentes de sentido”.

La diferencia cultural puede permear toda nuestra vida y, al mismo tiempo, contrastar con las filosofías o cosmovisiones por su irreductible particularidad. Es un típico punto ciego de las filosofías ilustradas -entre ellas algunas formas del liberalismo- el no saber qué hacer con tal particularidad: se reconoce entonces la existencia de la diferencia cultural, pero sin considerarla un objeto relevante para la reflexión política. Lo que hace el neocalvinismo aquí es simplemente reconocer que puede tratarse de una dimensión crucial, que merece consideración como dimensión específica de la existencia, pero que la identidad humana no es reductible a dicha dimensión. Sostener esta tripartición, en otras palabras, significa obligarnos a tomar en serio tanto las aspiraciones universales como el arraigo de todo lo humano en una realidad particular.

Este triple lente no constituye, como puede verse, un esquema abstracto que de modo sencillo pueda utilizarse para evaluar el estado del pluralismo en una sociedad dada. Pero sí constituye una herramienta que ayuda de modo significativo a evitar los encandilamientos en la discusión sobre el pluralismo. Un discurso de entusiasta promoción de la diversidad puede, al ignorar estos tres ejes, en realidad estar ahogando un tipo de pluralidad a costa de otra. Este riesgo fue observado ya en los años ochenta, tanto por estudiosos de la cultura norteamericana como de la latinoamericana.

En el contexto del universalismo moderno, señalaba Pedro Morandé, las culturas particulares solo logran ser valoradas una vez reducidas a folklore (Morandé, 2017, p. 190). En El cierre de la mente moderna, Allan Bloom describía nuestras “insípidas manifestaciones folclóricas” como un frívolo reemplazo de diferencias más profundas: celebramos la diversidad de nuestra comida ancestral, pues considerar nuestras creencias ancestrales nos pondría ante algo que no es tan fácil objeto de superficial celebración (Bloom, 1987, pp. 192-193).

Lo que estas observaciones revelan es ejemplar respecto de cómo la hipertrofia de cualquiera de los tipos de pluralidad puede constituir la vía por la que otro tipo de pluralidad resulta de hecho ahogada. Si acaso nuestra época debe caracterizarse ante todo por la hipertrofia de las disputas direccionales (así lo sugiere Griffioen, 1994, p. 23 al hablar de una “absolutización de los conflictos direccionales”) o por un culturalismo que no reconoce ningún sustrato (como puede verse en la crítica al mismo por parte de Eagleton, 2017, pp. 43-62), es una pregunta que difícilmente admitirá respuesta. El hecho es simplemente que la hipertrofia de ambas dimensiones es posible.

¿Pero qué tan exigentes son los compromisos ontológicos a los que nos fuerza este tipo de tripartición? Dicha cuestión puede ser abordada en términos de la clásica pregunta por la relación entre naturaleza y cultura. Distinguir lo direccional de lo cultural es aceptar que alguna forma de esta disyunción es necesaria. La distinción entre diferencias direccionales y diferencias culturales, en efecto, bien puede ser vista como la aplicación de dicha distinción filosófica clásica al problema del pluralismo. Las diferencias direccionales representan, entonces, un elenco de posiciones en disputa respecto de aquello que es por naturaleza, o respecto de si hay algo que sea por naturaleza.

Las diferencias culturales, en tanto, serían diferencias respecto de lo que es objeto de cultivo humano, lo que es objeto de arte o lo que es producto de tradición. Lo que en Kuyper vimos como un pluralismo que nace del cruce entre calvinismo y romanticismo, en otras palabras, puede ser también descrito como un pluralismo que vuelve siempre a la inevitable y compleja discusión sobre physis y nomos.

Ello no nos impone tener respuestas respecto de qué es por naturaleza y qué es por convención, pero sí nos obliga a tener alguna reflexión sobre el modo en que estas dimensiones se relacionan. Este desafío resulta particularmente significativo si se considera las maneras en que la modernidad tendió a una rotunda separación entre lo natural y lo cultural. Pero los problemas a los que tal escición conduce no quitan que algún tipo de diferenciación -no tanto de realidades, pero sí de dimensiones de cada realidad- resulte exigida tanto por la realidad misma como por nuestro esfuerzo por organización plural en ella.

Valoración de la diversidad y conflicto

Como señalamos en la introducción, la distinción entre tipos de pluralidad puede resultar particularmente fructífera para ofrecer una diferenciada valoración de la diversidad. Parte de la resistencia al pluralismo proviene, en efecto, de quienes perciben las exigencias de reconocimiento como ilegítimos llamados a aprobar aquello que en realidad reprueban. Dicha percepción es en parte justificada. La literatura contemporánea se encuentra atravesada de llamados a dejar atrás la tolerancia para reemplazarla por disposiciones afirmativas como el respeto o el reconocimiento -véase voces tan disímiles como Derrida (Borradori, 2003, p. 161), Bauman (1991, p. 256) o Galeotti (2002). Lo que mueve a quienes proponen tal reemplazo es el elemento de objeción que siempre se encuentra presente en la tolerancia -solo toleramos lo que en alguna medida reprobamos-, y que inevitablemente choca con la tendencia a una valoración intrínseca de la diversidad. Pero el tipo de objetor al pluralismo que aquí consideramos naturalmente percibirá que, si se le pide tal valoración, el precio del pluralismo puede acabar siendo demasiado elevado. En lugar de pedirle tal valoración, es necesario articular el género de valoración que cada tipo de pluralidad parece requerir.

La diversidad puede, en efecto, ser objeto de valoración como un mero “hecho del pluralismo”, al cual uno se ajusta como algo simplemente inevitable; puede también ser valorada instrumentalmente - como cuando hablamos de la verdad que solo puede ser reconocida tras el contraste entre distintas tesis, cuya coexistencia es entonces un mero medio para un fin superior-; y puede, finalmente, ser valorada intrínsecamente, afirmando que la existencia misma de la variedad constituye un bien (estos son los tipos de valoración que, siguiendo otra argumentación, presenta también Galston, 2002, p. 27).

Es común suponer que la última de estas formas de valoración, la que ve bondad intrínseca en la diversidad, es la más perfecta. Podemos explicarnos esta injustificada presunción a partir de al menos dos variables. En primer lugar, por la idea de que hay un progreso humano por el que sociedades crecientemente pluralistas a la vez serían cada vez menos conflictivas. Se trata a todas luces de una expectativa infundada: con frecuencia el aumento del pluralismo es a la vez aumento de tensiones y conflictos.

Cuando este hecho es admitido, se admite también con él la importancia de las virtudes -como la tolerancia- por las que lidiamos con la diferencia objetada, no solo con la diferencia apreciada. Pero que la diferencia objetada seguirá siendo parte de nuestra experiencia del mundo se nos manifiesta con mayor claridad cuando distinguimos la pluralidad cultural y la pluralidad direccional.

Eso nos lleva al segundo punto por el que la valoración intrínseca suele considerarse más perfecta: precisamente por la ausencia de la mencionada distinción. La pluralidad cultural, en efecto, es un candidato más plausible para una valoración intrínseca, y su presencia no implica necesario conflicto. Si solo tenemos presente esta pluralidad, concebiremos el bien humano como algo que, si bien solo puede realizarse en culturas y formas de vida particulares que no pueden todas encarnarse en un mismo sujeto, no son necesariamente opuestas entre sí. Es un mundo de diferencia sin divergencia.

La pluralidad direccional nos ofrece, en cambio, una imagen contraria: si distintos particularismos pueden ser todos objeto de simultáneo aprecio, las tesis universalistas rivales necesariamente entran en colisión (por mucho que dicha colisión siempre sea parcial). Estar en el mundo es interpretarlo, y las interpretaciones del mismo tienen tanto puntos de encuentro como puntos de contraste. Puede valorarse intrínsecamente algunos aspectos de la diversidad que encontramos en el mundo, pero salta a la vista que no es una valoración adecuada para toda la diversidad que encontramos.

La conciencia de que hay algo más allá de la diferencia cultural, que hay junto a ella un registro de diferencias direccionales que implican siempre oposición, resulta capital para una aproximación sobria al problema del pluralismo. Los autores de la tradición neocalvinista naturalmente explican esto en términos propios de la teología cristiana. Así, Chaplin escribe sobre la pluralidad cultural como algo que puede ser visto como parte de la bondad de la creación, mientras que la pluralidad direccional queda asociada a la caída más que a la creación (Chaplin, 2006, p. 148). Pero, como hemos visto, el punto es susceptible de traducción a otros lenguajes también.

El punto crucial, en cualquier caso, es que solo distinguiendo tipos de diversidad puede uno aproximarse de modo diferenciado al problema de la valoración de la pluralidad. La cuestión de si valoramos la diversidad intrínseca o instrumentalmente solo tiene sentido, por decirlo de otro modo, cuando sabemos si se nos pregunta respecto de teorías científicas rivales o sobre diferencias entre el románico y el gótico. Los dos tipos de diversidad pueden merecer aprecio, pero un aprecio intrínseco de las teorías científicas rivales parece tan absurdo como el aprecio instrumental de la diversidad de estilos artísticos.

Lo anterior no significa, por cierto, que a la pluralidad direccional siempre corresponda una valoración instrumental y a la pluralidad cultural siempre una valoración intrínseca. Los autores que aquí seguimos muestran clara conciencia de que la diferencia cultural no siempre es pacífica, que produce disrupción con la misma frecuencia que la diferencia direccional. El conflicto, sostienen con razón Mouw y Griffioen, puede ser tan propio de la pluralidad cultural como de la direccional (Mouw & Griffioen, 1993, p. 110).

Asimismo, Chaplin ha ofrecido una pertinente discusión de la desazón que ha producido en el liberalismo contemporáneo la irrupción de la pluralidad cultural que se imaginaba relegada a una suerte de “cultura de trasfondo” -como algo que era real, pero que carecía de importancia política (Chaplin, 2006, pp. 149-151). Este punto cobra particular importancia en el momento político actual: el surgimiento de los movimientos que suelen ser descritos como populistas puede explicarse, entre otras causas, por la permanencia del vínculo con espacios y tiempos concretos, experiencia que se resiste a ser subsumida por relatos de emancipación. Ignorada por parte sustantiva de la elite, dicha particularidad cultural se vuelve objeto de reivindicación tanto más enérgica, siendo una vez más foco de conflicto tal como las diferencias direccionales (Delsol, 2015).

Ahora bien, el punto anterior parecería arrojar una conclusión negativa: si tanto la pluralidad direccional como la cultural pueden conducir al conflicto, podría objetarse que su distinción es menos provechosa que lo aquí sugerido. Tal conclusión parece, sin embargo, apresurada. En primer lugar, porque la distinción es real aunque las consecuencias de cada tipo de diversidad puedan ser similares: que pueda haber conflicto tanto por cruce de culturas como por cruce de visiones de mundo no quita que la oposición entre doctrinas comprehensivas distintas se dé de modo necesario, mientras que, bajo ciertas circunstancias, culturas diferentes pueden llegar a una recíproca valoración intrínseca. En segundo lugar, la distinción importa precisamente porque nos permite ver la necesidad de distintas instituciones en el orden de la diversidad estructural, pues solo así puede canalizarse los peculiares modos en que se cruzan la diversidad direccional con la cultural. Una confesión religiosa, por lo pronto, puede muchas veces unir a miembros de distintas culturas, y logra hacerlo precisamente en virtud de su falta de diversidad direccional: es el ideal de muchas lenguas confesando una misma fe.

Asimismo, las agrupaciones que reúnen a los miembros de una tradición lingüística -sea que pensemos en naciones o en agrupaciones que reúnen a inmigrantes de un grupo específico- presumen unidad en ese eje, pero en virtud de esa uniformidad logran atravesar las barreras confesionales entre sus miembros. Mientras mejor comprendamos las diferencias y los modos de articulación entre la diversidad direccional y la diversidad cultural, mejor comprenderemos el tipo de instituciones que, con su respectiva especifidad, importa defender como parte de la diversidad estructural.

Conclusión

La aproximación que hemos discutido no ofrece ninguna respuesta específica a preguntas sobre el límite del pluralismo. Sus fortalezas no se encuentran en la investigación empírica, ni en sugerencias sobre un modo específico de conducir la conversación en una sociedad plural (aunque de esta tradición ha surgido considerable resistencia a modelos restrictivos como el de “razón pública”; al respecto véase Wolterstorff, 2012).

Su principal ventaja reside en la medida en que su triple caracterización de la pluralidad nos permite enfrentar de un modo diferenciado las preguntas por la valoración de la diferencia, y por el modo en que nos vuelve atentos al riesgo de reducir la dimensión direccional a la cultural o viceversa. Mientras que la influencia del romanticismo sobre la tradición liberal se tradujo en el tipo de pluralismo valórico que vemos de Berlin a Gray (Berlin, 2000; Gray, 2001), en el caso del neocalvinismo produjo una creciente conciencia de la diferencia entre las dimensiones que aquí hemos tratado.

Resulta particularmente importante tener presente dicha diferencia en las circunstancias presentes, dadas las numerosas tendencias que, desde posiciones antitéticas, militan en su contra: el universalismo ilustrado relega la dimensión contextual de la existencia a un trasfondo irrelevante, el relativismo cultural reduce las diferencias entre doctrinas a meras preferencias culturales. La mayor parte de nuestras discusiones morales se ven alteradas por la ausencia de un marco que integre del modo debido estas dimensiones.

Así, por ejemplo, las diferencias relevantes respecto del sentido y estructura del matrimonio son a veces tratadas como si representaran simplemente variaciones culturales sobre un mismo fenómeno, en lugar de notar que éste es una estructura que no solo adopta diversas formas en la historia de las culturas, sino que también se inscribe en las disputas direccionales contemporáneas.

Asimismo, las discusiones sobre la migración se realizan con frecuencia notando el conflicto entre identidades, pero sin diferenciar debidamente los componentes culturales y direccionales de éstas (para discusión de este asunto desde un pluralismo neocalvinista véase Kaemingk, 2018). El mismo hecho de que nos hayamos acostumbrado a formular nuestras tesis en términos de identidad (“en cuanto x pienso y”), muestra la manera en que esta tripartición podría ayudar a reconquistar precisiones crecientemente perdidas en nuestra comunicación.

Una vez que estos tres tipos de pluralidad son tratados con la debida diferenciación, vemos que los conflictos muchas veces inevitables que traen consigo la diversidad direccional y la cultural nos remiten a la estructural. Parece así razonable hablar de una prioridad política de dicho tipo de pluralidad. Pero incluso si tiene tal prioridad política -y en eso la tradición aquí discutida converge con Dahl, Berger y Luckmann, y muchos otros-, puede haber una relevancia filosófica mayor de las otras dimensiones.

Dado que no toda visión direccional valora la diversidad estructural, y dado que no toda visión direccional reconoce el lugar de la diferencia cultural, la prioridad política del pluralismo estructural debe afirmarse de un modo que simultáneamente nos recuerde la prioridad última de las preguntas direccionales. La tradición neocalvinista no está ni remotamente sola en la afirmación de tal prioridad, pero ha motivado reflexión de primera importancia respecto de cómo esta prioridad se articula con las otras dimensiones en que brilla -a veces alumbrando, a veces encandilando- la diversidad humana.

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1 A modo de ilustración véase Pérez 2017, donde se parte ofreciendo tal enumeración, pero muy pronto ya se encuentra indiferenciadamente hablando sobre la “multiplicidad de culturas, orientaciones y cosmovisiones” (179).

2 Para una informada y perspicaz introducción biográfica véase Bratt 2013.

3 Dicho “minimalismo doctrinal” caracteriza no solo el proyecto lockeano, sino también las más típicas aproximaciones humanistas a la tolerancia. Para un agudo análisis véase la discusión de Castellio en Bejan 2017.

4 No es solo eso, pero ciertamente es un caso de tal corrección. Dicho aspecto merece ser destacado, pues pluralistas cristianos de la generación siguiente, como el anglicano John Neville Figgis (1913), desarrollan su posición en términos que más bien acentúan su distancia respecto de Agustín.

5 Esta conferencia, así como la posterior “Soberanía de las esferas”, son citadas según la versión contenida en la antología editada por Bratt 1998.

6 Kymlicka (1992) ha hablado de “hipercomunitarismo” para referirse a ese tipo de modelos. La política holandesa de las décadas que siguen a Kuyper efectivamente siguió tal rumbo, pero bajo el título de “pilarización”.

7 El remoto origen agustiniano de la tradición neocalvinista ha llevado a que algunos de sus representantes tematicen esta direccionalidad en términos de amores más que de doctrinas. Véase la trilogía de “liturgias culturales” de Smith 2009-2017.

8 Mientras Mouw y Griffioen (1994) se refieren a una pluralidad “asociacional” (aunque conscientes de la unilateralidad a la que puede inclinar ese término), Chaplin (2006) -a quien seguimos aquí- enfatiza las ventajas de hablar de una pluralidad estructural.

Recibido: 09 de Octubre de 2018; Aprobado: 12 de Abril de 2019

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