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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.16 n.40 Ciudad de México May./Aug. 2019  Epub May 18, 2020

https://doi.org/10.29092/uacm.v16i40.696 

Dossier

El laberinto de la pluralidad. A 50 años de políticas de reconocimiento y exclusión dirigidas hacia los pueblos indígenas en México

The labyrinth of plurality. 50 years of recognition and exclusion policies directed to indigenous peoples in Mexico

Alejandro Vázquez* 

*Profesor investigador en la Universidad Autónoma de Querétaro, México. Correo electrónico: publicogeneral@yahoo.com.mx


Resumen

La relación del Estado con los pueblos indígenas en México es laberíntica, ya que nos muestra a lo largo de los años una gran variedad de discursos y acciones que han ido desde el desconocimiento y la asimilación hasta la discusión relacionada con formas de atención legislativa para la comprensión de su pluralidad. En el presente texto se revisan de manera impresionista las principales transformaciones políticas, institucionales y legislativas de los últimos 50 años relacionadas con el reconocimiento y la exclusión hacia los pueblos indígenas en nuestro país.

Palabras clave: Diversidad; pluralidad; indígenas; reconocimiento; exclusión

Abstract

The relationship of the State with the indigenous peoples in Mexico is labyrinthine, since it shows us over the years a great variety of discourses and actions that have gone from ignorance and assimilation to the discussion related to forms of legislative attention for the understanding of its plurality. In the present text the main political, institutional and legislative transformations of the last 50 years related to the recognition and exclusion towards indigenous peoples in our country are reviewed in an impressionistic way.

Key words: Diversity; plurality; indigenous; recognition; exclusión

Introducción

Un laberinto es un espacio edificado con una forma, diseño y fin particular, constituido por calles y encrucijadas. Calles por donde el tránsito es dirigido de una manera lineal, encrucijadas como el lugar donde se cruzan dos o más vías que ofrecen la posibilidad de elección. Hay distintos tipos de laberintos pero lo que es constante en ellos es que se constituyen de una entrada, un trayecto y una salida o un encuentro a un punto trascendental. Algunos de estos trayectos hacen un recorrido más corto, otros más complicado, en fin, los laberintos son construidos siempre por aquellos que detentan el poder.

El encuentro con la pluralidad y su relación con los pueblos indígenas en México es laberíntica. En este texto se hace una reflexión sobre el posicionamiento de la pluralidad cultural como un modo de relación complejo y oblicuo emanado de la articulación histórica y territorial de los pueblos indígenas, el Estado y la sociedad, que ha tenido como principales impulsos la institucionalización de diversos proyectos civilizatorios, ideas de nación y horizontes de progreso.

A lo largo de la historia de nuestro país podemos advertir que la idea de pluralidad cultural se ha caracterizado por un conjunto dinámico de emociones, nostalgias, pérdidas, ambiciones, negaciones y desdichas. El rechazo sistemático a las presencias indígenas como un proyecto civilizatorio ligado al progreso así como la incapacidad social de comprender su presencia en el presente, son ideas rectoras que han orientado en mucho las políticas indigenistas en México. Las políticas de Estado nos muestran no solamente su comprensión sobre las sociedades indígenas sino también una noción de lo mexicano y la mexicanidad, “aun en la actualidad y a pesar del discurso y la retórica pluralista, la práctica política e ideológica concreta reproduce el bloque histórico constituido y se orienta hacia la homogeneización de la diversidad, asumiendo que la diferencia es motivo de desigualdad”. (Bartolomé, 1997: p29)

Inevitablemente, hablar de lo indígena en México a finales de la segunda década del tercer milenio, es destacar una enorme diversidad de modos de ser, de vivir, de significar y de sentir las formas en las cuales son representados, reconocidos e interpretados. Es por ello que la noción de lo indígena lleva de manera intrínseca las condiciones de diversidad, dinamismo y desigualdad inevitables de los modos particulares y específicos de las culturas. Sus manifestaciones hoy en día son infinitas no solo en sus bases materiales o patrimoniales sino en los incontables modos de relación y significación que han desarrollado a partir de la interculturalidad, las mediaciones tecnológicas y su novedosa articulación a campos económicos nacionales y globales. Actualmente esta enorme manifestación de modos de ser indígena representa para el Estado un reto monumental en cuanto a su comprensión e intervención.

En México desde los afanes universalistas del Estado posrevolucionario en el siglo pasado, donde todos eran mexicanos, se edificó una base política para decidir el rol que jugaría la diversidad dentro del proyecto de aquello que forjaría a la nación mexicana. A mediados del siglo pasado para el Estado el tema de lo indígena, se convirtió en el problema del indio y su solución se constituía en la elaboración de políticas públicas que tuvieran entre sus objetivos principales llevar el progreso económico a las distintas regiones indígenas a partir de un proyecto civilizatorio confeccionado desde la asimilación y el mestizaje hacia la cultura mayoritaria. Como una gran hazaña nacional se abrieron, en comunidades alejadas de las ciudades, escuelas y hospitales con el fin de atenuar los altos índices de pobreza y rezago. Sin embargo, estos espacios construidos desde el poder en muchos casos contribuyeron al desconocimiento, el menosprecio y la discriminación institucionalizada donde mexicanizar al indio fue el proyecto de nación.

Para autores como Bonfil (1987) y Bartolomé (1997) el indigenismo del Estado fue un modo de relación colonialista que, basado en el discurso de la modernidad y el progreso, violentó los procesos indígenas comunitarios, fragmentó sus formas de organización social y desplazó los conocimientos y prácticas ancestrales ligadas con sus territorios. En simultáneo a ello el indigenismo también representó un modo de resolver desde el Estado los problemas atribuidos a los pueblos indígenas. Se fundaron instituciones especificas como el Instituto Nacional Indigenista (INI en 1948), se liberaron presupuestos para la realización de infraestructura y servicios, se conformaron políticas transversales de atención a la educación, la salud y la productividad al mismo tiempo que se edificó un discurso oficialista donde el progreso y la homogeneidad eran las vías para revertir los letargos y desvaríos atribuidos de manera obscena a la pluralidad cultural.

Desde la sociedad mexicana y el Estado se reconoció a los pueblos indígenas como culturas necesitadas de la guía de las instituciones, insuficientes por sí solas para tomar decisiones e incapaces de construir desde su identidad un horizonte nacional de integración. Por lo tanto, la salida del laberinto de la pluralidad consistía en transitar hacia la asimilación de la cultura mayoritaria, incluirse en la evolución social a partir de la escuela y el salario de un trabajo urbanizado. En palabras de Gamio, uno de los padres fundadores del indigenismo, se trataba de “encauzar sus poderosas energías hoy dispersas, atrayendo a sus individuos a otro grupo social que siempre han considerado como su enemigo, incorporándolos, fundiéndolos con él, teniendo, en fin, a hacer coherente y homogénea la raza nacional, unificando el idioma y convergente la cultura”. (Gamio, 1916: 14)

Es importante señalar que las políticas de reconocimiento hacia los pueblos indígenas son productos culturales que reflejan las intenciones sociales y los modos institucionales con los que funciona el Estado. Por lo tanto, las leyes y las políticas públicas están envueltas de anhelos y prejuicios que normalizan la legitimación y estigmatización de identidades sociales. Sin embargo, como son productos históricos y situados, las leyes y las políticas tienden a transformarse de manera cíclica a partir de las transformaciones internas y externas que dan lugar al reacomodo de fuerzas que rediseñan constantemente las vías para la intervención de dilemas sociales. En el caso del reconocimiento a los pueblos indígenas las vías tienden a ser barrocas, confusas y borrosas debido a que es el poder del Estado quien se ha configurado como el garante para dar respuesta a los problemas por ellos tipificados. En el presente texto revisaremos de manera impresionista e incompleta las distintas transformaciones sucedidas en los últimos 50 años en materia de reconocimiento y exclusión por parte del Estado hacia los pueblos indígenas de nuestro país y así posicionarnos de frente a la coyuntura política contemporánea marcada el 4 de diciembre de 2018 cuando se expide la Ley que crea el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) y se abroga la Ley de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) instancia que en el 2000 fue testigo de la extinción del INI pero no del indigenismo mexicano. Advertimos que el corte de 50 años es para acotar el análisis a un periodo de tiempo manejable a los objetivos y extensión breve del presente texto, sin embargo, comprendemos que el indigenismo es un proceso que se tiene que comprender en su dinámica de larga duración para analizar a detalle sus lógicas del poder.

1968 La quiebra política de una nación supuestamente homogénea

Para la década de los sesentas, el modelo del desarrollo dirigido hacia los pueblos indígenas a partir del indigenismo corporativista y ruralizado, comenzó a presentar sus grietas. El Estado-nación mexicano con sus Apolíneos y dionisiacos había decidido desde sus necesidades institucionales el rumbo de sus desarrollos sociales y políticos a partir de sus tratos comerciales con los Estados Unidos de Norteamérica. Desde ese momento, la economía capitalista comienza a acelerar la brecha entre los contextos urbanos y rurales, entre los campesinos y los obreros, entre la clase trabajadora y los dueños de empresas. Dicho modelo económico en un primer momento impulsó un acelerado crecimiento centralizado en las urbes, el desarrollo industrial y el comercio. Este impulso favoreció a la masificación de un gran sector de la población que sería la clase media, los cuales serían el reflejo vivo milagro mexicano demostrando un ascenso social a partir del empleo y la educación de una gran parte de la población que llegó a las ciudades dejando atrás sus territorios originarios y sus identidades culturales.

Ahora convertidos por las urbes en Marías, inditos, o oaxacos, los indígenas en las ciudades fueron ese sector que desde la desigualdad social amplió sus capacidades de adaptación y supervivencia a veces camuflando su identidad, por medio de la escuela, y otras invisibilizándola mediante relaciones de subordinación en los trabajos. Una buena parte de la sociedad rural mexicana se dirigió hacia las florecientes metrópolis como un modo estratégico de lograr el sueño del progreso sin necesidad de abandonar el territorio mexicano.

Este proceso de crecimiento que le dio la cara de modernidad a ciudades como Guadalajara, Monterrey, León y el otrora Distrito Federal, comenzaba a generar las estructuras de atraso con el sector rural del país, el cual era cooptado por las centrales campesinas y controlado desde los nuevos puestos de representación política por los viejos caciques locales.

El poder del Estado para ordenar voluntades disidentes poco a poco vio agrietarse su hegemonía y para finales de la década de los sesentas con las distintas manifestaciones de pensamiento crítico surge un movimiento de ruptura y quiebra política que permea en las universidades, las instituciones, los sindicatos y los movimientos sociales, “es difícil precisar fechas exactas, pero tal vez a fines de los sesenta la perspectiva de y hacia las poblaciones nativas comenzó a cambiar en forma radical en América”. (Bartolomé, 1997: p.32)

En el caso de los pueblos indígenas esto relumbra en el crepúsculo del indigenismo, que poco a poco comienza a ver menguados sus presupuestos de acción institucional corporativista. Los pueblos indígenas levantan la voz contra el gobierno señalando los atropellos y despojos generados por su política desarrollista donde el progreso no termina por llegar ni la marginación termina por marcharse. También comienzan a alzar la voz para criticar sus modelos de asimilación y aculturación así como sus resultados vinculados con el aumento de la pobreza y la marginación. Las consecuencias adversas del indigenismo comenzaron a ser difundidas y analizadas desde un grupo de antropólogos críticos. Este movimiento reflexivo no solamente ocurrió en México sino en distinto países de América Latina. En 1971, mediante la declaración de Barbados, se propone una reflexión de los daños culturales ocasionados por el indigenismo, la asimilación y la integración social nacional de los pueblos originarios. En esta declaración escrita por estudiosos provenientes de la antropología localizada en distintas latitudes latinas, señalan:

Las propias políticas indigenistas de los gobiernos latinoamericanos se orientan hacia la destrucción de las culturas aborígenes y se emplean para la manipulación y el control de los grupos indígenas en beneficio de la consolidación de las estructuras existentes. Postura que niega la posibilidad de que los indígenas se liberen de la dominación colonialista y decidan su propio destino. (Declaración de Barbados, 1971: p. 1)

Para antropólogos como el mexicano Guillermo Bonfil, la labor de la antropología consiste en realizar una revisión sobre los efectos culturales generados por el indigenismo para así colaborar en la creación de formas endógenas para construir vías pertinentes para los pueblos indígenas de acuerdo a sus necesidades sociales y cualidades culturales y sobre todo contribuir junto con los grupos étnicos en la lucha a favor de su liberación y autonomía frente a los dominios coloniales históricos, sociales, políticos y económicos. Para Bonfil quedaba claro que el tratamiento de la pluralidad no era un asunto donde el Estado era el actor conclusivo y determinante, más bien su rol dentro del proceso era escuchar a los pueblos indígenas y posibilitar desde sus horizontes.

En la década de los setentas del siglo pasado, sucede un giro inesperado desde las sociedades indígenas latinoamericanas que en franca asociación con movimientos eclesiásticos, socialista y autonómicos, comienzan a tener una posición de lucha frente al Estado y sus formas de dominio. Estos movimientos indígenas comenzaron a posicionarse contra la manipulación del Estado nación, contra los corporativismos y el etnocidio producido por las intervenciones asimilacionistas. De tal modo que su voz resonó en la construcción de demandas específicas a partir de una idea de desarrollo pertinente a sus formas culturales, gestado desde sus bases intelectuales, históricas y organizativas tendiente a la búsqueda de autonomía. De este modo el laberinto de la pluralidad edificado de manera univoca por el Estado comienza a complejizarse ya que los pueblos indígenas se pronuncian por otros modos de construcción de articulación con la nación y el resto de la sociedad. Se señala el papel hegemónico y perverso que ha tenido el Estado como la entidad única capaz de diseñar, valorar, dirigir las ideas de progreso y desarrollo de los indígenas.

Para los años setenta y ochenta, la palabra autonomía comienza a sonar de manera más repetida en movimientos relacionados con pueblos indígenas, la antropología se sumó de una manera comprometida en la generación de premisas reflexivas y analíticas para su posible aplicación. Una de ellas se encuentra vertida en el pensamiento de Guillermo Bonfil desde su teoría del control cultural donde realiza un análisis de los procesos de transformación de las sociedades indígenas camino a la liberación y autonomía a partir de la toma de conciencia y del “control de sus elementos culturales: materiales, de organización, de conocimiento, simbólicos y emotivos”. (Bonfil, 1988: p.p. 5-6)

En este planteamiento se concibe un modelo de construcción civilizatorio autónomo al Estado. Ya no se considera que el Estado es el que tiene que construir las vías para la incorporación o asimilación de las sociedades, sino que ahora se plantea la necesidad de reconocimiento de las formas culturales indígenas. En este planteamiento se observa al Estado, sus leyes, sus instituciones y sus políticas como un gran laberinto lleno de encrucijadas y marañas que impiden que los pueblos indígenas vayan de frente en la búsqueda de la autonomía. Es en este momento que los pueblos indígenas consideran de viva voz desde su reflexión y evaluación del indigenismo una necesidad de nación construida desde la diversidad.

¿Y la antropología obstaculizaría o facilitaría el trayecto para lograr este desafío? Para pensadores como Ángel Palerm, Guillermo Bonfil, Rodolfo Stavenhagen, Miguel Bartolomé entre otros, el papel de la antropología no solamente sería el de contribuir con la crítica y la censura de las acciones colonialistas y de dominación del Estado, sino también contribuir a la creación de las vías políticas para la edificación de una lógica plural, cimentada en sus raíces culturales y orientada hacía revertir los procesos de desigualdad, pobreza, exclusión y racismo tristemente florecientes en las orillas y los pliegues del territorio mexicano.

Una de estas iniciativas es el etnodesarrollo, entendido como “el ejercicio de la capacidad social de un pueblo para construir su futuro, aprovechando para ello las enseñanzas de su experiencia histórica, los recursos reales y potenciales de su cultura de acuerdo con un proyecto que defina sus propios valores y aspiraciones”. (Bonfil, 1982: p.133)

En este laberinto, los pueblos indígenas tendrían un punto de encuentro luminoso y posibilitador si el Estado reconociera su importancia social, legislara su autonomía en la toma de decisiones sobre el uso de sus recursos y reeducara al resto de la sociedad no indígena para observar en las sociedades nativas modos pertinentes y estilos de vida enriquecedores para la vida nacional. Sin embargo, se reconoce que una gran limitante para la elaboración de políticas públicas respetuosas hacia la necesidad autonómica de los indígenas, siguen siendo las actitudes de prejuicio y discriminación que tiene la sociedad no indígena, así como la desigualdad económica y la marginalidad en la que se inscriben los pueblos indígenas. Sin embargo, no todo es compromiso de los mestizos, según Bonfil, los indígenas deberán ser responsables y organizados para tener un control cultural de sus recursos y una mayor conciencia étnica para construir los caminos hacia sus propios proyectos de pluralidad.

Para la década de los 80s los planteamientos críticos del etnodesarrollo y la movilización indígena en resistencia a la asimilación nacionalista, fueron duramente censurados y desaprobados por los movimientos indígenas autonómicos y por el sector critico de la antropología. Sin embargo, el Estado sistemáticamente se dedicó a tacharlos de comunistas, radicales o extranjeros y a reprimirlos mediante la fuerza pública y la persecución social. A finales de la década de los ochentas del siglo pasado, mientras se reprendía y castigaba a estos pensamientos sublevados, por otro lado, se legitimaba a aquellos indígenas que seguían comulgando de la mano corporativista del Estado. En este laberinto la pluralidad se abre una encrucijada donde se puede ser indígena reconocido por el oficialismo o ser excluido de los beneficios de las políticas públicas por ser considerado como radical y enemigo del proyecto de modernidad nacional.

Para el inicio de la ultima década del milenio pasado, otro de los grandes impulsos que complejizó aún más el tratamiento de la pluralidad fue la articulación del Estado mexicano a marcos legales internacionales, mismos que el país suscribió más por el hecho de quedar bien con el tenor extranjero vinculante a los derechos humanos que por la necesidad interna que le diera posibilidades de animar una nueva etapa en su relación con los pueblos indígenas, de tal modo que:

El vacío jurídico constitucional se empezó a cubrir con la ratificación el 3 de agosto de 1990 y el registro el 4 de septiembre del mismo año, del convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. Así, sin consultas a los interesados el Senado de la República dictaminó que el presente convenio no contiene disposición alguna que contravenga nuestro orden constitucional ni vulnere la soberanía nacional.3 Teníamos así, técnicamente, un programa jurídico que, conforme al artículo 133 constitucional, sería ley suprema de toda la Unión. (Gómez, 2002: 241)

Lo anterior marca un punto de inflexión sobre el tratamiento del Estado hacia los pueblos indígenas ya que su adherencia al convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) conformaría un marco legal que a la postre se convertiría en una plataforma de gestión de derechos colectivos e individuales que pondría en situaciones nunca antes vistas a la hegemonía del Estado.

La emancipación de la diversidad y la constitucionalización de la pluralidad

Después de un acalorado proceso que se vivió entre las distintas fracciones políticas, el 28 de enero de 1992 se logra la inclusión de los pueblos indígenas en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos “Esta reforma fue rechazada por el movimiento indígena y se procesó desde la soledad y el aislamiento del entonces Instituto Nacional Indigenista (INI). Habría que señalar que ese párrafo reflejaba lo que en aquel momento el Estado estaba dispuesto a conceder”. (Gómez, 2013: 46)

El fin de la década de los ochentas y el inicio de los noventa marcó con la firma del convenio 169 y con la inclusión de los pueblos indígenas al orden constitucional, una nueva manera de edificar el laberinto de la pluralidad caracterizada por la inclusión y exclusión simultaneas. Una que por un lado agrega y vincula a los pueblos indígenas dentro de los marcos legales nacionales e internacionales de punta y que por otro los excluye de la posibilidad de construcción de proyecto colectivo y búsquedas autonómicas de desarrollo identitario y territorial.

Al final de un sexenio construido desde un conjunto de reformas estructurales a la Constitución mexicana y al sistema financiero, se levanta en armas el primero de enero de 1994, justo al inicio del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional con las premisas de “nunca más un México sin nosotros” A nivel nacional el trayecto que marca el zapatismo desde su aparición mediática el 1º de enero del 1994 tiene como una de sus particularidades “la inmediata respuesta de la sociedad civil que se identificaba con las demandas” (Valladares, 2015: 481) y la conjunta reacción nacional de colectivos, agrupaciones y comunidades indígenas que venían desde siglos exigiendo las demandas de: trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, justicia, democracia y paz.

Al calor de la rebelión zapatista se crearon organizaciones nacionales como: La asamblea Nacional Indígena plural por la autonomía (ANIPA-1995), el congreso Nacional Indígena (CNI-1996) y la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas (CONAMI-1997) que lograron articular organizaciones, movimientos, autoridades y representantes indígenas de gran parte de la república. (Valladares, 2015: 482)

El gobierno mexicano tuvo presencia mediante sus dos comisiones: Comisión Nacional de Intermediación (CONAI) y la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), esta última se encargó de generar una iniciativa de ley emanada de las jornadas de trabajo y diálogo sobre la realidad indígena y pactados en los acuerdos de San Andrés en febrero de 1996. Sin embargo, esta propuesta de ley a lo largo de los años fue absorbida por los partidos políticos y los intereses parlamentarios, modificando el espíritu de diálogo y consulta realizado por los zapatistas y dando prioridad a la visión monolítica del Estado, la cual consideraba que “los acuerdos autonomistas parecían un riesgo para la integridad del Estado”. (Valladares, 2015: 481)

De tal modo que el zapatismo estaba formulando una iniciativa madura que reflejaba no únicamente la necesidad de reconocimiento de la dignidad de los pueblos indígenas sino también la refundación del Estado desde sus premisas jurídicas, donde la pluralidad de los grupos indígenas fuera una base constitutiva para levantar formas autónomas de proyectos sociales y comunales. En este laberinto, por primera vez aparece la diversidad como salida para la construcción de un Estado plural tanto en su composición como en su reconocimiento jurídico. Se apuesta hacia la convergencia de proyectos sociales orientados hacia la búsqueda de Libertad, Justicia, Democracia, Paz, Dignidad y Autonomía, temas indispensables que fueron debatidos, consultados y plasmados en los acuerdos de San Andrés.

Sin embargo, las fuerzas del Estado se recompusieron utilizando los engranajes del poder y la burocracia frente a la emancipación zapatista complicando y rebuscando los diálogos y las formas para atender la petición de escucha y respeto de aquellos colectivos a los cuales, durante gran parte de la historia, se les había tachado de menores de edad.

Que los zapatistas se hayan levantado en contra del mal gobierno, que además tuviesen la simpatía de la sociedad no indígena nacional e internacional y que tuvieron la capacidad de llevar una propuesta de transformación a favor de las autonomías indígenas, fue para el Estado una enorme ofensa que a diferencia de otras décadas no podría silenciar únicamente mediante la fuerza pública sino que tendría que reconstituir sus modos de reconocimiento a la pluralidad y fue en esa encrucijada donde nuevamente el tema del legado de los pueblos indígenas, sus expresiones culturales su colorido y patrimonio, se convirtieron en aquello que desde el Estado era lo digno de ser reconocido.

Para finales del año 2000 el país entero en unas elecciones históricas ponía fin al régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI) quien había gobernado durante 75 años la presidencia. En este sentido, comenzaba la recomposición política nacional e internacional, caracterizado por la diversidad coyuntural de partidos políticos y la emergencia de una nueva élite política empresarial comprometida con el desarrollo de la economía neoliberal. A partir del año 2000 México se perfila como una nación neoliberal, estableciendo ajustes financieros y jurídicos capaces de dar fluidez a las inversiones extranjeras y tomando el combate a la pobreza como una de sus estrategias de desarrollo social.

Con la reforma al artículo 2° de la Constitución mexicana en agosto del 2001, sustentada en el engaño y el incumplimiento del Estado en relación con los acuerdos firmados en San Andrés Sakamch´ en de los pobres, pretendió hacer un intercambio espurio de vagas promesas de recursos, programas gubernamentales y prerrogativas legales, a cambio de violentar la palabra empeñada en temas fundamentales como la autonomía y la autogestión territorial. En este panorama, “la reforma dejó a las leyes de los estados la tarea de legislar sobre autonomía, y el estatuto jurídico de los pueblos y comunidades indígenas. La perspectiva se sustenta claramente en el conocido apotegma aplicado desde siempre por los colonialistas: divide y vencerás”. (Terven, Vázquez y Prieto, 2013: 229)

Posterior a la reforma constitucional del 2001, en el verano del 2003 el Instituto Nacional Indigenista (INI), instancia gubernamental que por más de medio siglo instrumentó la política indigenista del Estado, cedió su encargo a la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) dependencia federal que era la encargada de llevar por las vías del desarrollo a los pueblos indígenas del país mediante la realización de infraestructura, obras pública y acompañamiento en proyectos productivos. A partir de su surgimiento, la CDI reorganizó las fuerzas locales y municipales indígenas a partir de la aplicación millonaria de recursos, generando presupuestos opulentos para aquellas comunidades y localidades que estuvieran en condiciones institucionales de organización y gestión, estableciendo una nueva etapa en el corporativismo étnico del Estado. Tal y como lo señala Taussig (2015) “estamos ante la presencia de la magia del Estado y sus formas infinitas de transformación”. (Taussig, 2015: 12)

En esta transición, una de las nuevas formas de reconocimiento consistió en la realización a nivel estatal de la promulgación de distintas leyes en materia de derechos y cultura de los pueblos indígenas. Dichas leyes estatales promovidas entre el 2006 y el 2011 estaban fundamentadas en un padrón de comunidades indígenas el cual emanaba de un ejercicio de diagnóstico y consulta donde se aplicaba una cédula de identidad con distintos ejes temáticos, incluida la auto adscripción. A simple vista podríamos advertir el enorme avance que las leyes estatales supondrían en materia de reconocimiento de comunidades indígenas, ya que durante muchas décadas en nuestro país se reconocían únicamente desde su utilización de la lengua o su residencia en territorios originarios,

El ejercicio de diagnóstico se implementó en la lógica de un procedimiento de consulta participativa, que dio su lugar a la participación comunitaria bajo el principio de una acto previo, libre, informado y de buena fe. Es en tal caso, resultado de la movilización comunitaria donde se expresa o no su fuerza interna, su capital social real y no imaginado, por ello, el diagnóstico da cuenta en detalle de cada uno de estos elementos, que se nutren de una historia, que es depositaria de todos sus esfuerzos por ser y reproducir su comunidad. (Ávila, 2014: 13)

Sin embargo, este ejercicio incluyente de manera inmediata se transformó en excluyente para los habitantes de las comunidades debido a que los procesos de conformación y financiamiento de consulta provenían de las presidencias municipales en articulación con los proyectos de infraestructura carretera y de servicios que tenía el CDI. En estados como Querétaro, Guanajuato e Hidalgo después de que la CDI recibía las cedulas la entregaba palomeadas a los diputados responsables de la comisión de asuntos indígenas y eran ellos los que al final del día ingresaban la iniciativa de inclusión de nuevas comunidades dentro del padrón que estructura las leyes generando así “un espacio de civilización remodelada en función de criterios exógenos, manipulados por actores institucionales”. (Galinier, 2008: 112)

En la descripción de este proceso, nos damos cuenta cómo se burocratiza e institucionaliza el ejercicio consultivo en una serie de trámites y acuerdos externos para lograr la inclusión de una comunidad indígena dentro del padrón. Para el caso del estado de Querétaro se registraron varias ocasiones en que presidentes municipales llevaron iniciativas de incluir comunidades dentro del padrón sin haber sido consultadas previamente. En algunos otros casos presidentes municipales animaban a los habitantes de las comunidades a declararse como pueblos indígenas prometiéndoles apoyos y obras públicas de parte de la CDI. El caso del estado de Querétaro es muy peculiar.

Mientras que en la primera versión (2008) de la ley se reconocía como indígenas a 183 localidades de nueve municipios, en una primera reforma de 2011 se enlistaban 231 localidades de diez municipios, y en una siguiente reforma, acordada en enero de 2013, se encontraron diez municipios que comprendían 235 localidades y para el 2015, se promulgó una nueva que contempló 18 municipios del estado de Querétaro, con 250 localidades, lo que significa un 100% de presencia indígena a nivel municipal. (Vázquez, 2017: 118)

Ahora aquellas comunidades que estaban integradas en el padrón dentro de las leyes indígenas estaban incluidas dentro del laberinto del Estado donde acudían en filas enteras para solicitar carreras y progreso. pero al mismo tiempo existían otras que no fueron admitidas dentro de dicha ley por no ajustarse a los lineamientos de la CDI o hacer sus propios ejercicios consultivos sin la metodología propuesta. Al final la exclusión sucedió al convertirse el CDI en juez y parte del reconocimiento de las comunidades al interior de los estados, principalmente en el sexenio del 2006 al 2012, teniendo una nueva estrategia de corporativismo de la población indígena pero ahora desde las estructuras municipales. Sin embargo, los resultados de la elección de 2012 no le dieron continuidad al régimen del Partido Acción Nacional (PAN) que lo había conseguido en 2000 y mantenido en 2006. El nuevo triunfo del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en las elecciones presidenciales marcó una nueva transformación en el CDI que consistió principalmente en el adelgazamiento de sus presupuestos, así como la disminución de personal para la realización de programas y proyectos. De 2012 a 2018 año con año el CDI fue perdiendo sus recursos millonarios para pavimentar caminos para el desarrollo de los pueblos indígenas. Actualmente existen comunidades que no están reconocidas por el padrón de comunidades indígenas y han lanzado su reflexión interna preguntándose qué somos de frente a un Estado que solo permite el reconocimiento de le pluralidad a partir de sus propios mecanismos y de sus propias intenciones, en Querétaro por ejemplo, habitantes de distintas comunidades de habla ñäñho tomaron las oficinas del CDI exigiendo fueran integrados dentro del padrón de comunidades pero que no seguirían las reglas impuestas por el CDI apelando a su ejercicio de autodeterminación y autoadcripción colectiva. Después de varios días de intentos fallidos de negociación el CDI terminó por incluir a estas comunidades dentro de la siguiente reforma de la ley indígena queretana.

Los retos para la comprensión de pluralidad indígena y las transformaciones del Estado

A lo largo de este texto la figura de los laberintos nos has posibilitado enfatizar, evidenciar y exponer las formas de colonialismo/dominación que los paradigmas vinculados a la homogeneidad/pluralidad han tenido a lo largo de cincuenta años de historias nacionales y procesos locales. Las estructuras laberínticas edificadas desde la idea de nación nos dejan en la posibilidad de observar la trama geopolítica donde se tejen redes de intercambios que justifican y avalan el ejercicio del poder construido desde el prejuicio hacia la diferencia.

En este recorrido de 50 años, encontramos a la construcción del Estado nación como el vehículo deificado de la sinonimia entre progreso y desarrollo, homogeneidad y orden, modernidad y globalización. En este sentido, estas gramáticas del poder construyeron en México una objetivación hacia los pueblos indígenas los cuales se debía intervenir para integrar, transformar y funcionalizarlos a la par de una agenda política ligada a intereses en estricto sentido economicista y de control social.

De ahí que los pueblos indígenas y afrodescendientes de la América Latina han experimentado siglos de intervenciones, tendientes a trastocar sus pensamientos, sus lenguas, su origen y sus caminos con la justificación de recibir a cambio las baratijas de progreso impulsados por un proyecto hegemónico, llámese nación o llámese mercado o llámese desarrollo.

El mayor reto de hoy en día es evidenciar la manera en que el Estado se apropia de los conceptos de la pluralidad y la autonomía, haciéndolos propios, integrándolos en sus discursos y documentos oficiales, pero en cuyo proceso de aplicación se elimina todo su sentido reivindicativo y autonómico.

Este reto se multiplica para el caso mexicano, donde las políticas multiculturales e interculturales han definido en gran medida a “la buena etnicidad”, como aquella que no contraviene los intereses del Estado, y la etnicidad disfuncional (Hale, 2005) criminalizada y convertida en terrorismo por su carácter refundador y su búsqueda por plantear vías para la autonomía.

En el caso de los pueblos indígenas de México, vemos cómo la reforma del artículo segundo restringe la discusión autonómica y la lucha por el territorio, y se orienta hacia la gestión de presupuestos y proyectos de corte estatal y de la federación. Esto último le brindó a instituciones como la CDI un nuevo carácter de asistencialismo, logrando nuevos corporativismos que fragmentaron y dividieron a distintos movimientos indígenas locales y regionales a partir de la promesa de proyectos y apoyos para sus comunidades.

Con en los tres sexenios de vida del CDI se marcó un nuevo modo de regreso al indigenismo del Estado de los años cincuenta del siglo pasado donde las políticas del aquel entonces Instituto Nacional Indigenista (INI) servían para estructurar y consolidar la presencia del Estado y el régimen presidencial basado en el control político. Esta neo colonización creada desde la premisa: para el desarrollo, constituyó una forma verticalizada de edificar espacios políticos institucionales donde los diálogos relacionados con las demandas ligadas hacia la interculturalidad, la autonomía y la recomposición del movimiento indígena, se resolvían con espejos, limosnas y carreteras.

Hoy en día, con una nueva etapa presidencialista ya se ha anunciado la transformación de la CDI al Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) quien estará bajo la dirección de Lic. Adelfo Regino Montes el cual cuenta con una relevante experiencia sobre derechos y cultura de pueblos indígenas en México. ¿El INPI se convertirá en un nuevo laberinto para la construcción de autonomías y la refundación del Estado o podrá construir las bases para la conformación de una nueva etapa del respeto, la dignidad, la justicia hacia los pueblos indígenas? Por lo pronto los zapatistas desde la Selva Lacandona consideran que el proyecto del INPI es un nuevo laberinto del Estado para distraer las discusiones sobre la autonomía y los derechos de los pueblos indígenas volviendo a ofrecer proyectos de desarrollo extractivista como un modo de llevar progreso y dignidad a las comunidades indígenas. Es difícil no sospechar que seguirá siendo la misma vieja y desgastada forma de integracionismo cuando en declaraciones el actual presidente de la republica señala:

En todos los pueblos se realizarán acciones en beneficio de la gente más necesitada, pero de todos los pobres, la atención primordial será para pueblos indígenas... El compromiso es que en el sexenio vamos a pavimentar de concreto todos los caminos a las cabeceras municipales de Oaxaca. (Andrés Manuel López Obrador, discurso de Presentación del Programa nacional para los pueblos indígenas, Oaxaca; 21 de diciembre, 2018)

Es importante hacer notar que la nación a lo largo de sus distintas edades ha elaborado diversas gramáticas del poder, las cuales se sofistican de acuerdo a las necesidades sociales y a lo paradigmas de lo políticamente correcto, siendo así más incluyentes, más respetuosas y más plurales. Hoy en día estas palabras en labios de la política aparecen como insignias del cambio y la transformación, pero al momento de articularlas con acciones y prácticas, siguen reproduciendo los modelos asimétricos que ponen a los pueblos indígenas como marginados frente a la ley, las instituciones y el Estado.

Sin embargo, el menosprecio, la desigualdad y las ya mencionadas formas de dominio, han generado entre los pueblos indígenas distintos procesos de reconstitución de sus movimientos, resemantización de sus identidades y nuevas estrategias de resistencia y sublevación desde lo cotidiano.

Las enseñanzas de estos colectivos que apelan hacia la construcción de otro mundo posible no sólo expresa la crisis de la modernidad epistemológica y social (Santos, 2011) sino ponen en evidencia la necesidad de repensar el papel de las ciencias y especialmente la antropología en la construcción de conocimientos pertinentes, emergentes y trascendentales para la consolidaciones de redes de pensamiento, tramas de acción y nodos de solidaridad y ayuda para hacer de este mundo, un lugar de muchos mundos y

Ello sólo podrá lograrse abriendo espacios en que, a través del diálogo y la participación de la población, puedan expresarse los reclamos de justicia, dignidad y bienestar de los grupos a quienes ancestralmente se les ha sometido y despojado, de tal modo que se incorporen, con su voz y su determinación, con su voluntad y su corazón, a formar una tierra en donde todos podamos acceder a la igualdad social, podamos reconocernos en la diferencia cultural y podamos abrirnos y conectarnos de manera horizontal y respetuosa con la aldea global que es nuestro entrañable y convulso mundo contemporáneo. (Prieto, 2014: 29)

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Recibido: 31 de Octubre de 2018; Aprobado: 29 de Marzo de 2019

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