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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.16 n.39 Ciudad de México Jan./Apr. 2019

https://doi.org/10.29092/uacm.v16i39.683 

Artículos

Ontogénesis y filogénesis del travestismo inuit: del feto, el chamán y la figura intersticial del tercer sexo en la sociedad inuit

Ontogenesis and phylogenesis of Inuit cross-dressing: of the fetus, the shaman and the interstitial figure of the third sex in the Inuit society

Alejandro Bilbao* 

Leslie Nicholls** 

*Profesor de la Universidad Austral de Chile, Chile. Correo electrónico: bilbao1231@hotmail.com

**Profesora de la Universidad Andrés Bello, Chile. Correo electrónico: leslie.nicholls@gmail.com


Resumen

En su texto De feto a chamán: la construcción de un “tercer sexo” inuit, Saladin d’Anglure explora el concepto del tercer sexo como una noción que tensiona los límites de las categorías del binario de género occidental; aquel esquema que divide y opone lo femenino a lo masculino. Esta categoría de tercer sexo es sostenida a través de diversos paradigmas y prácticas sociales inuit, concebidas justamente para denominar al tercer sexo y con ello darle un lugar, cabida y aceptación cultural. Así, se vislumbra en la sociedad inuit la existencia de un paradigma terciario respecto de las categorías de género conocidas en occidente, permitiendo con ello repensar las definiciones culturales concernientes a lo transgénero, al travestismo y al chamanismo.

Este enfoque expresa un modelo ontogenético (concerniente a las condiciones de existencia y desarrollo del individuo singular) y filogenético (pues refiere, desde una perspectiva cultural, a las formas de transmisión social entre las generaciones), que sitúa al tercer género inuit en un contexto tempoespacial singular, planteándose como una figura intersticial entre hombre y mujer, entre lo femenino y lo masculino.

Palabras clave: Género; inuit; travestismo; transgénero; chamanismo

Abstract

Saladin d’Anglure on his text From fœtus to shaman: the construction of an Inuit ‘third sex’, explores the Inuit concept of a third sex as a concept that comes to stress the limits of the Western gender binary categories; that scheme that divides and opposes the feminine to the masculine. This category of a third sex is sustained through various paradigms and social practices among the Inuits, precisely designed to name the third sex and thereby to give it a place and cultural acceptance. Thus, the existence of a tertiary paradigm glimpsed in Inuit society, regarding the gender binary known in the West, allows us to rethink the cultural definitions of transgender, transvestism and shamanism.

This approach expresses an ontogenetic model (concerning the conditions of existence and development of the singular individual) and a phylogenetic model (since it makes reference, from a cultural perspective, to the forms of social transmission between different generations), particular from the Inuit perspective, that places this Inuit third sex in a singular temporal-spatial context, posing it as an insterstitial figure between man and woman, between the feminine and the masculine.

Keywords: Gender; Inuit; transvestism; transgender; shamanism

Introducción

Los inuit o esquimales del Ártico, son un pueblo indígena que habita particularmente las regiones septentrionales de Canadá, Alaska y Groenlandia. Se calcula que en la actualidad cuentan con una población total de alrededor de 120 mil personas y, pese a lo vasto del territorio en que residen, comparten determinados patrones culturales. Como parte de estos aspectos, los inuit poseen un sistema de distinción de las categorías de género que forma parte de un procedimiento cosmológico de vasta envergadura. Este etnosistema de distinción expresa la conformación de una ontogénesis particular para considerar la constitución y el desarrollo del individuo, abriendo un debate con las consideraciones occidentales referidas a la adquisición de la individualidad y las atribuciones de género. La constitución de estas representaciones ontogenéticas de la cultura inuit, se encuentran enlazadas a cosmovisiones sociales, religiosas, sexuales y morales de un carácter más vasto, siendo la expresión del lugar que ocupa el individuo al interior de un sistema que nombra la continuidad en el tiempo entre las generaciones (phylum cultural).

Dichos patrones de entendimiento abarcan, entre otros, la escena social dada por el chamanismo, el travestismo, el estatuto de los fetos y de los muertos. La realidad de estas construcciones elevan un plano singular de reflexión sobre la dimensión fetal, evidenciando el lugar sobresaliente que ella ocupa en la determinación social de los sexos. La vida fetal se convierte en una de las dimensiones que forman parte de los modos que una cultura posee para nombrar a un ser social. Un individuo existe como la expresión de un todo -divisible en las substancias que lo conforman-, siendo también la expresión de los componentes que comparte con otros individuos. Este individuo es también una realidad indivisible, pues actúa a partir de un lugar que no es el de los otros y es responsable de sus acciones y de la consecuencia que estas expresan a nivel social y moral sobre los otros y sobre él mismo.

En efecto, la representación de las diversas dimensiones que actúan en la definición del individuo, sus combinaciones con las diferentes etapas del proceso de concepción de un/a niño/a, son expresión de los diversos tipos de relaciones sociales que se imprimen en el cuerpo sexuado del niño o de la niña, comprendiendo la trama global y cultural de la sociedad donde este nace. Podría pensarse que en todas las etnoteorías relativas al individuo, en lo que refiere a su proceso de constitución y de procreación, “el individuo se encuentra inscrito en una totalidad social (tribu, etnia, comunidad religiosa) y cósmica que desborda las relaciones de parentesco y del sexo biológico” (Godelier, 2004, p. 333). El caso Inuit y sus etnoteorías relativas a la constitución de los sexos desde la vida embrionaria y fetal, constituye un polo de importantes reflexiones en la relativo a la problemática de las identidades trans, erigiéndose como un contexto de importantes hallazgos.

Ontogénesis inuit: el estatuto del feto

En la cultura inuit, el feto cuenta con un estatuto particular; es considerado un ser humano pequeño al que se le atribuye conciencia y voluntad como a cualquier otro sujeto, aunque psíquicamente es aún frágil, susceptible y versátil, características que comparte con los espíritus de los muertos, con los animales, niños pequeños y los chamanes. El feto está dotado de una hipersensibilidad: es capaz de oír, comprender el entorno interno y externo, oler, en algunos casos incluso visualizar el entorno exterior. Se les atribuye la capacidad de ver todo aquello que los humanos, a excepción de los chamanes, no pueden ver, incluso lo que podría interpretarse como intencionalidad y motivación humana.

Asimismo, al feto inuit se le atribuye la capacidad de poder cambiar de sexo al momento de nacer. Los fetos que cambian de sexo al nacer (transexuales) son denominados sipiniit, que significa sexo hendido (véase Morel, 2002). El cambio de sexo en neonatos se explica por diversas causas. Según consigna Geneviève Morel (2000, p. 166), en dos terceras partes de los casos se trata de niñas quienes se “transforman” en niños, lo que daría cuenta de la creencia inuit de un pseudo hermafroditismo femenino.

Otra de las causas de la transexualidad se explica a partir de un determinado modo de alumbramiento practicado que favorecería el cambio de sexo. Tal es el caso del feto que se presenta de nalgas, o que al nacer presenta un edema genital, lo cual haría ambigua la anatomía sexual del neonato y que explicaría la consideración de cambio de sexo.

En términos rituales, se puede establecer otra de las causales para el cambio de sexo: el feto puede cambiar de sexo al nacer cuando algún elemento durante el rito del parto le perturba, o bien si el trabajo mismo del parto es muy extenso o complejo. Existe un ritual para fijar el sexo del recién nacido en caso que se sospechase que podría cambiar. La partera, al momento de nacer, debe tocar el pubis del recién nacido para saber si es un niño, si tiene pene, y verifica de esta forma que no se trata de una niña. El procedimiento se hace durante el aseo que se le practica al recién nacido y la partera no debe quitar jamás los ojos del bebé que está atendiendo para que no cambie de sexo mientras se le asea, puesto que si pierde la atención absoluta respecto del proceso, el bebé es susceptible de cambiar de sexo.

Según ejemplifica Freuchen (1939, p. 440), tal es el caso de un niño recién nacido que se transformó en una niña debido a una infracción de un tabú por un miembro de la familia del bebé: una de las dos hijas mayores de la mujer (de un matrimonio previo, del que enviudó) que estaba dando a luz entró en la pequeña sala mientras la madre se encontraba en trabajo de parto, quejándose sobre sus vestimentas. La violación de la etiqueta, del ritual del parto, conflictuó tan profundamente al niño que nacía, que sus genitales se escondieron en su cuerpo y se transformó en una niña.

Habría una tercera causa de transformación -en este caso de género- al nacer, y que se vincula con la razón de sexo (sex ratio), índice demográfico que expresa la tasa de prevalencia de un sexo por sobre otro. Para el caso inuit, se pone en práctica en el caso de aquellas familias que sólo tienen hijos o hijas hombres o mujeres, caso en el cual uno/a de los hijos/as será criado y educado en el género contrario.

La capacidad del feto y del recién nacido inuit de cambiar ya sea de sexo o de género, daría cuenta de una visión particular del género en esta cultura. Los individuos que transforman su sexo o género1 son considerados sujetos particulares, un tercer sexo, al cual se le atribuye habilidades de adivinación, de sanación, comportándose como los chamanes. Sin embargo, no es posible determinar una cierta voluntad de transformación del sujeto en este acto de transexualidad, sino un deseo familiar asociado a diversos elementos.

Según establece Simone de Beauvoir en su libro El segundo sexo, el feto humano es afectado por diversas influencias ambientales dentro del útero, lo que podría ser aplicable al caso inuit. De Beauvoir establece que la evolución embrional es análoga, sin embargo el medio hormonal afecta de distinto modo al feto macho que al feto hembra, puesto que esta última vacila en devenir hembra, situación que podría homologarse con la teoría de Geneviève Morel sobre una prevalencia de la transexualidad femenina en la cultura inuit.

En la humanidad, como en la mayor parte de las especies, nacen aproximadamente tantos individuos de uno como de otro sexo […]; la evolución de los embriones es análoga, el epitelio primitivo permanece neutro durante más tiempo en el feto hembra; de ello resulta que se está sometido más tiempo a la influencia del medio hormonal y que su desarrollo se encuentra invertido con mayor frecuencia; la mayoría de los hermafroditas serían sujetos genotípicamente femeninos que se habrían masculinizado ulteriormente: diríase que el organismo macho se define de repente como macho, en tanto que el embrión hembra vacila en aceptar su feminidad. (De Beauvoir, 1949, p. 36)

Con lo anterior, podemos determinar que los inuit imponen contra la naturaleza, en diversos casos, su determinación del sexo o del género del individuo recién nacido por diversas causales que se vinculan tanto a creencias, deseos, e incluso a la demografía.

Filogénesis inuit: el alma-nombre (ATIQ)

Saladin d’Anglure describe el alma-nombre o atiq como la agencia psíquica y el fundamento de la identidad personal. Se trata igualmente de la instancia que asegura la transmisión familiar, la reencarnación del alma y el ciclo reproductivo permanente (phylum social). Es la transmisión del nombre, que carece de género entre los inuit, en un niño o niña que nace. El alma-nombre establece un vínculo y una identidad entre su último propietario y el nuevo nombre, dándole así la primera identidad social al individuo y determinadas características de personalidad.

El nombre para los inuit es un símbolo de la continuidad de la vida social en la tierra y una forma de asegurar su sustentabilidad y perduración en el tiempo. Le brinda al individuo una identidad múltiple y flexible, tanto social como psíquica, una singularidad. Cada inuit es denominado con cuatro nombres, cada uno de ellos es herencia de antepasados vivos o muertos (aunque prevalece la herencia de parte de antepasados fallecidos), y que asegura la transmisión de determinadas características o habilidades que se traspasarían del antepasado al neonato.

Los inuit también cuentan con la figura del alma doble o tarniq, que da cuenta del vínculo, estrecho y frágil, entre el cuerpo y el alma. Se cree que el tarniq es frágil en tanto puede escapar durante el sueño, durante un trance chamánico, e incluso volar por arte de magia. La vida (inuusiq) de cada individuo tiene una duración predeterminada en el tiempo, por tanto, si el tarniq se separa prematuramente del individuo, intenta volver como un fantasma o una ensoñación. La presencia del alma doble (tarniq) se expresa a través de la respiración, el soplo, que aparece en el momento de nacer y desaparece con la muerte, soplo que además brinda el alma-nombre o atiq.

Acerca del tercer sexo: el caso de Iqallijuq

Saladin d’Anglure ejemplifica el tercer sexo y el concepto de alma-nombre a través de la historia de Iqallijuq, una inuit que narra el proceso de su vida intrauterina y su nacimiento: “caí en un sueño profundo, de hecho, estaba muerta. Mi madre lloraba y llamaba a mi padre para que viniese, pero él le respondió que estaba haciendo chamanismo para pedir que yo, Savviuqtaliq, viviera”.

Ittuliaq, el padre de Iqallijuq, era un chamán, que en ese momento intentaba, con la ayuda de su espíritu guardián Iqallijuq, para que convenciera a Savviuqtaliq (el nombre de su difunto abuelo materno y quien supuestamente renacería en la bebé), que estuviera de acuerdo con que el bebé permaneciera entre ellos producto de un parto complejo. Para apoyar estos esfuerzos, Ittuliaq, el padre, nombró a la bebé con el nombre de su espíritu guardián, Iqallijuq, que se convirtió en el nombre oficial de la bebé y que no se correspondía con el género de la niña. Sin embargo, esta intervención chamánica no fue suficiente, y como rememora Iqallijuq, “caí en un profundo sueño, incluso morí. La voz de Arnaqqtaaq, la partera, me despertó, la escuché decir, 'permíteme reforzar su vida, con ello reforzar la mía', y así a través de ella es que yo llevo el nombre de Iqallijuq, porque me cansé de escuchar eso de Arnaqtaaq. En ese momento es que viví realmente”.

Ella se salvó por esta última e importante inyección de vitalidad o soplo contenido en el nombre de la partera, una anciana que aún estaba viva. Sus vidas desde este momento quedarían vinculadas la una a la otra, con lo cual ambas obtenían un beneficio: la bebé aseguraba una larga vida y la anciana, a través del intermedio que brindaba tener una tocaya, la descendencia, que de otra forma no tendría, pues no tenía hijos. La bebé, asimismo, fue bautizada con otro nombre más, de una amiga de su abuela materna. Así, es denominada con cuatro nombres, con géneros cruzados desde el nacimiento, y fue vestida de hombre (travestida) y socializada como un niño hasta la pubertad. “Hasta que tuve mi primera menstruación me vestí de hombre y frecuentemente acompañaba a mi 'pequeño padre' (padrastro), ya que mi padre murió ahogado así. Siempre vestí ropas de hombre e incluso pensaba en mí misma principalmente como un hombre”. Con ello hace alusión a que fue instruida y educada en las acciones consideradas clásicamente como masculinas dentro de su cultura. “Cuando llegué a la adolescencia -añade- y comencé a menstruar por primera vez, mi madre comenzó a hacerme un abrigo de mujer y pantalones de mujer, y comenzó a llorar. Debido al nombre que tenía, ella pensaba que yo era reencarnación de su padre y ella se negaba a confeccionar ropa de mujer para su padre. Sólo entonces me di cuenta de que yo era una mujer.”

En 1986, cuando tenía ya más de 80 años, Iqallijuq comenzó a disfrutar de coser y bordar, labores clásicamente atribuidas al género femenino dentro de la sociedad inuit, pero no siempre fue así. En 1922, cuando el antropólogo y explorador polar groenlandés, Knud Rasmussen, pasó varios días en el iglú de los chamanes Ava y Urulu, tíos de Iqallijuq con quienes vivió parte de su infancia, él no entendía por qué la joven Iqallijuq rechazaba el cuchillo de mujeres (ulu) y prefería un hacha para cortar su carne. De hecho, ella nunca había usado un cuchillo de mujeres y se sentía incapaz de usar uno. Sin embargo, Ujaraq, su primo, usaba el cuchillo de mujeres para comer, ya que tenía una identidad femenina.

En coincidencia con su antepasado tocayo, Iqallijuq dio a luz a varios hijos. Primero se casó con Amarualik, un viudo, con quien tuvo su primer hijo. El niño fue bautizado con cuatro nombres: Ittualiq, el de su abuelo materno muerto; el de dos tíos abuelos paternos; y el de la primera esposa de su padre. Pero el hogar de Iqallijuq pronto fue invadido por espíritus invisibles, los Ijirait, que querían llevarse a Amarualik a su territorio, en la profundidad de las montañas. Amarualik, durante su período de viudez, y sin que los inuit lo supieran, desposó a una mujer ijiraq que permanentemente lo molestaba con sus celos. Para enojarla, Amarualik desposó a Iqallijuq. Negándose a admitir que estaba poseído, el hombre murió luego de una larga agonía. Los familiares de Iqallijuq la obligaron a dar en adopción a su primer hijo, argumentando que ella era muy joven y no tenía un proveedor.

Iqqalijuq volvió a casarse después de un tiempo por la presión de su familia. Se embarazó pronto y tuvo una hija a quien bautizó como Arnaanuuk por una familiar recientemente fallecida. Luego tuvo un hijo, poco después de la muerte de su madre, así que recibió ese nombre. En las memorias intrauterinas de Iqqalijuq, ella narra que el viejo Savviuqtaliq (padre de Nuvvijaq) quería volver a nacer en el cuerpo de una mujer para permanecer cerca de su hija (la tocaya de su hermana). Nuvvijaq, por su parte, solicitó antes de su muerte renacer como un hombre para poder cazar en las tierras lejanas.

Iqallijuq planteó que pese a que estaba muy contenta de tener a su madre de vuelta con ella (encarnada en el niño) y el placer de tener un hijo, ya que había dado en adopción al primero que tuvo, con el consentimiento de Ukumaaluk, su segundo esposo, le dio una doble educación al niño. El joven Nuvvijaq aprendió a bordar y a cazar, y vistió, hasta su matrimonio, el abrigo de un niño y los pantalones de una niña.

Dos años después, otro niño nació. Un familiar de Iqallijuq pidió adoptarlo. Ya que ella tenía un hijo de ambos sexos y aún era joven, ella y su marido estuvieron de acuerdo en darlo en adopción. El niño fue bautizado como Amarualik, el nombre de su fallecido primer esposo. De hecho, de acuerdo a la tradición inuit, era necesario darle el nombre del esposo fallecido al primer bebé del segundo matrimonio, pero debido a las circunstancias que rondaban la muerte de Amarualik, esa regla no se siguió.

Tres años después, Iqallijuq nuevamente quedó embarazada, esta vez de una niña. Ella y su marido estaban felices pues querían una niña y aunque Ukumaaluk le brindó todas las atenciones necesarias al momento del parto, la bebé se transformó en un niño. Se le bautizó entonces como Uqi, que era el nombre del primer hijo de Iqallijuq dado en adopción, y que había fallecido recientemente. También recibió los nombres de los padres adoptivos de Uqi, el padre y la madre, y el nombre de un primo fallecido de su esposo.

Varios días después del nacimiento del bebé, Iqallijuq soñó que su suegra entraba a su casa, se sentaba y le decía que quería vivir con ellos, un signo ineludible de que debían rebautizar al bebé, lo que enseguida fue hecho. Uqi fue vestido como una niña, pese a que en la niñez tenía los hábitos de un niño y su madre nunca trató de cambiar eso.

Finalmente, del matrimonio entre Iqallijuq y Ukumaaluk nacieron seis hijos: dos niñas criadas y educadas como niñas (Arnaannuk y Qatturaannuk), dos niños pero que por sus nombres, que provenían tanto de antepasados mujeres y hombres, fueron parcialmente travestidos (Nuvvijaq y Makkiq), y dos cambiaron de sexo al nacer, el primero de niño a niña (Iktuksarjuat) que fue completamente travestido, y el segundo de niño a niña (Uqi), que fue parcialmente travestido.

Acerca de la performatividad en la identidad inuit

La misma persona puede ser conocida y denominada en la región por el nombre de uno de sus antepasados, por un solo nombre, y en otras regiones puede la misma persona ser conocida por otro nombre e identidad, según si tiene ancestros en esa otra región: la identidad es relativa y contextual y dependerá de donde habite la persona y de donde vaya.

Toda clase de grados y matices de géneros existen entre los inuit. El lapso entre el sexo y el género abarca desde lo físico con el cambio de sexo al nacer (sipiniiq) y los efectos fisiológicos que pueda ese cambio involucrar, hasta el cambio psíquico de género que resulta de la pluralidad de identidades de género asociadas a los familiares y parientes que han heredado su nombre.

Las evidencias de la multiplicidad de género (cross-gender) se vislumbran en la vestimenta (que puede ir desde un pequeño símbolo del otro género en la ropa, un mechón de cabello, un corte de cabello o una prenda de vestir ligeramente modificados), la transposición de implementos como el uso de herramientas tradicionales de cada género, y por transposiciones religiosas y simbólicas, vinculadas a las prohibiciones y prescripciones vinculadas a cada género.

Las transposiciones de género van desde el travestismo absoluto, al travestismo de medio cuerpo (como en el caso de Nuvvijaq), al travestismo alternado (las vestimentas de un género cada día, como en el caso de Makkiq), al travestismo temporal (en los primeros años de vida, o sólo en algunas circunstancias).

Saladin d’Anglure considera que la posesión de un nombre proveniente de un antepasado del otro género no es una condición en sí misma suficiente para devenir travesti e invertir los roles de género, aunque es una condición necesaria. Se podría entonces establecer una gradualidad entre:

  • tener sólo los nombres de los antepasados del mismo sexo que uno;

  • tener uno o más nombres entre varios, con antepasados del otro género;

  • tener la mayoría de los nombres (3/4) de los antepasados del otro género, y;

  • tener todos los nombres de antepasados del otro género.

Sin duda, se puede establecer una correlación entre la inversión de género y travestismo, por tanto se podría establecer que entre los individuos cuyos nombres provienen completamente de antepasados del otro sexo, se encuentra la más fuerte y marcada forma de travestismo, al mismo tiempo que un grado de socialización en las tareas y hábitos del otro género.

Luego se pone en juego el nivel de intensidad emocional que marca la relación entre los parientes cercanos del niño o niña y del antepasado tocayo fallecido, al mismo tiempo que las más o menos dramáticas circunstancias que rondaron su muerte. Mientras más fuerte y cercana haya sido la relación, hay más posibilidades de que la identidad de género del tocayo/a antepasado sea adoptada.

Tanto los niños como las niñas travestidas deben eventualmente realizar una transición hacia su sexo biológico. Esto ocurre con ocasión del ritual del juego de la matanza del primer animal. Frecuentemente, el niño travestido recibe la complicidad tácita de los hombres de la familia, quienes arreglan la cacería de un animal débil o de un ave, previamente encontrada. Después de eso, el niño es aclamado como un gran cazador y debe abandonar las vestimentas femeninas.

Saladin d’Anglure narra que existen varios casos de parejas en las cuales tanto el esposo como la esposa fueron travestidos durante su infancia; sus matrimonios permiten el establecimiento de una determinada armonía que restablece el equilibrio producido por la socialización invertida, y ambos pertenecen a la categoría de tercer género.

El sistema que abarca los límites entre los géneros tradicionales (femenino y masculino) opera en un nivel antroponímico y simbólico. Este espacio intersticial se posibilita a través de la atribución de nombres e identidades provenientes de un género distinto al del niño/a. El travestismo puede operar en un nivel mínimo, vale decir, sin signos externos salvo el uso de ciertos términos reservado a los parientes del otro género. El travestismo igualmente puede operar en su máxima expresión si, en adición a los signos expresados por los parientes vivos o muertos en relación con el bebé, existen signos anatómicos que al nacer permiten el diagnóstico de cambio de sexo en el bebé, y en caso de que coincida con travestismo visible, vale decir anatómico, la socialización en materias correspondientes al otro género, y por razones de proporción de género en la familia, se realizará un uso sistemático del conocimiento y hábitos asociados con el otro género.

El tercer nivel de superposición de este límite entre los géneros le corresponde al chamanismo y las denominadas fuerzas cósmicas. Esto corresponde al modelo inuit de la cámara cósmica, que rodea a los otros dos. Es el lugar donde se da forma a las transformaciones y donde las fuerzas psíquicas toman forma, donde los espíritus colaboradores de los chamanes se sitúan en un chamán para brindarle luz, poder y conocimiento, y aquí es cuando su alma escapa de su cuerpo (alma doble o tarniq) para inspeccionar el mundo de los humanos o para insertarse en otros mundos.

El tercer sexo es entonces una figura intersticial entre lo femenino y lo masculino, es un solapamiento de las fronteras entre los sexos (Saladin d’Anglure, 1992, p. 17; 2006, p. 21)

Este solapamiento se manifiesta en tres aspectos de la vida inuit:

  1. Según las creencias inuit, un feto puede cambiar de sexo al nacer. Los individuos que han sufrido esta transformación son llamados “sipiniit”. Este transexualismo perinatal se ha explicado como la intersexualidad genética, que en ciertas condiciones técnicas del parto y la posición del feto pueden provocar un edema genital en el recién nacido.

  2. Los inuit tienen la costumbre de dar el nombre de un antepasado fallecido a los recién nacidos, cuya identidad se ve entonces muy marcada por la atribución de ese nombre. Pero el carácter aleatorio de la muerte y el desconocimiento del sexo del feto explica que el sexo de bastantes recién nacidos no corresponda al del antepasado epónimo. En función de los nombres atribuidos al nacer, los niños pueden vivir con identidades múltiples que se solapan o alternan en el tiempo. La identidad correspondiente al sexo diferente del niño se traduce en una especie de travestismo: uso de términos de parentesco para referirse a él, vestimenta y adornos corporales, uso de herramientas, gestos y posturas normalmente reservados al otro sexo. Por otra parte, si un grupo de hermanos está formado por individuos del mismo sexo, se tiene por costumbre educar y socializar a uno/a de los/as hijos/as de forma invertida, iniciándolo en las tareas normalmente adscritas al sexo opuesto hasta la pubertad. Esta primera socialización invertida tiene sus consecuencias, y la identidad de estos individuos ya adultos se sitúa entonces en una tercera categoría de género (Saladin d’Anglure, 1992, p. 15)

  3. El travestismo chamánico resulta del sexo opuesto al del espíritu protector con el cual el chamán entra en contacto. Se han relacionado estos tres aspectos: el sistema de la atribución de nombre, la socialización invertida y el travestismo simbólico de los chamanes. Todas estas manifestaciones tienen en común la superación del binario sexo/género occidental.

El chamán trasciende las fronteras entre el mundo visible y el de los espíritus, así como el del binario hombre/mujer. El travestismo se convierte en otro signo de la mediación del chamán con los espíritus. El concepto occidental que más se aproximaría a esta fusión de los sexos es la androginia, pero mientras esta es una mezcla de masculino-femenino, el tercer género es una categoría adicional.

De esta forma, la sociedad inuit cuenta con una estructura de género que trasciende, transgrede, tensiona el constructo binario occidental de género en que hemos sido socializados: un género femenino y un género masculino que están en interrelación pero también en oposición; no cuentan en todo aspecto con la misma valoración, razón por la cual se inserta entre ellos una brecha de género que da cuenta de una valorización diferenciada. Esta singular transgresión sobre el modelo binario de género es ampliamente abordada por Judith Butler en su libro El género en disputa, texto en que establece que el género no es una construcción natural, sino el resultado de un entramado de actos, muchos equiparables a los ritos y rituales, que son performativamente repetidos en forma colectiva con el fin de sostener un modelo binario de género.

La conciencia sobre la identidad de género del sujeto no sólo se alcanza a través de una serie de actos performativos (que en tanto se repiten con una determinada frecuencia, son aceptados culturalmente), sino también a través del uso de códigos infralingüísticos de un orden visual (la ropa celeste y rosada para el caso de los bebés). La construcción de género esta mediada por la transposición de representaciones discursivas y visuales heredadas de la familia, la religión, el sistema educativo, los medios de comunicación, la medicina, la legislación y, menos evidente pero tanto o más importante, a través del uso del lenguaje, las artes, la literatura y todas las expresiones artísticas y culturales (De Lauretis, 1987).

Para el caso particular de los inuit, podríamos establecer una semejanza con los planteamientos butlerianos en tanto la construcción del género no siempre es coherente o consistente respecto del sexo biológico, sino se considera un constructo cultural, entrecruzado con modalidades religiosas y étnicas en este caso, de identidades discursivamente constituidas, haciendo imposible separar el género de las intersecciones culturales en las que se produce y mantiene. “La biología no es destino, pues con independencia de la inmanejabilidad biológica que tenga aparentemente el sexo, el género se construye culturalmente: por esa razón, el género no es el resultado causal del sexo ni tampoco es tan aparentemente rígido como el sexo.” (Butler, 1990, p. 54)

Conclusión

Las observaciones aquí expuestas sobre las formas que las etnoteorías inuit poseen para nombrar la realidad que se ve definida en la existencia de un tercer sexo, son ilustrativas del modo de operación que las sociedades poseen para producir la cultura. Es justamente el modelo terciario de género, representado a través del tercer sexo inuit, aquello que da cuenta del divorcio cultural entre el género y el sexo biológico, si bien ambos cuentan con estatutos de importancia a nivel social, parecen trascender determinados elementos culturales, sobrepasar el modelo binario de género occidental, estableciendo una filogénesis y una ontogénesis particular entre los inuit.

Todas las sociedades occidentales cuentan con una clasificación binaria de género, que consiste en clasificar a los individuos como hombre o mujer, femenino o masculino, sin embargo este binario ha estado en permanente cuestionamiento a través de los años. En tanto sistema de clasificación, siempre habrá elementos que no se enmarquen cómodamente en dichas categorías. Claude Lévi-Strauss, en Las estructuras elementales del parentesco, estableció que:

El paso del estado de naturaleza al estado de cultura se define por la aptitud del hombre para considerar las relaciones biológicas bajo la forma de sistemas de oposición; dualidad, alternancia, oposición y simetría, ora se presentan bajo formas definidas, ora lo hagan bajo formas vagas, constituyen no tanto fenómenos que haya que explicar como los datos fundamentales e inmediatos de la realidad social. (Lévi-Strauss, 1969, p. 181)

En aquel texto, Lévi Strauss hace presente que la cultura requiere de binarios para dar cuenta de realidades sociales, sin embargo, no se hace cargo de aquellos elementos que trascienden las clasificaciones atribuidas al binario, lo que probablemente quede relegado al plano de la naturaleza según sus supuestos.

Simone de Beauvoir da cuenta, en El segundo sexo, de aquel binario de género presupuesto para la cultura occidental, pero incorpora el cuestionamiento respecto de si dicho binario será sostenible con el paso del tiempo, preguntándose incluso si será un destino posible la desaparición del mismo;

Y en verdad basta pasearse con los ojos abiertos para comprobar que la humanidad se divide en dos categorías de individuos cuyos vestidos, rostro, cuerpo, sonrisa, porte, intereses, ocupaciones, son manifiestamente diferentes. Acaso tales diferencias sean superficiales; tal vez están destinadas a desaparecer. Lo que sí es seguro que, por el momento, existen con deslumbrante evidencia. (De Beauvoir, 1949, p. 17)

Así, con la excepción de algunas determinadas sociedades que reconocen la existencia de un tercer género (los inuit en Canadá, hijra en India, fa’afafine en Polinesia, lady boy en Tailandia, travestis en Brasil, gordiguen (hombre-mujer) en Mauritania, femminielli (afeminado) en Nápoles), poco a poco las sociedades occidentales enfrentan diversos cuestionamientos y tensiones al binario de género comprendido por las clasificaciones de lo femenino y lo masculino. Tanto es así que incluso en Alemania, se instauró en 2014 un registro de identidad para recién nacidos incorporando un tercer sexo, para niños y niñas nacidos/as como intersexuales, y cada vez es mayor el número de países que regula a través de una legislación pertinente la identidad de género para el caso de hombres y mujeres con disforia de género.

Fuentes consultadas

Butler, J. (1990). El género en disputa. Feminismo y subversión de la identidad. Barcelona: Paidós. [ Links ]

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1 Aún si la noción de tercer sexo Inuit pone en un estado de tensión la categoría de género, es preciso mencionar que utilizamos este término para designar todas aquellas diferencias sociales, funciones, estatus, símbolos, valores positivos o negativos que se encuentran vinculados a un individuo y a su sexo. Frecuentemente, estas diferencias se presentan bajo la forma de oposiciones de términos complementarios y jerárquicos. La relación entre los sexos se presenta entonces como relaciones desiguales, traduciendo diversas formas de dominación, de explotación de un sexo por el otro.

Recibido: 12 de Enero de 2017; Aprobado: 20 de Marzo de 2018

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