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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.14 n.35 Ciudad de México Sep./Dec. 2017

 

Reseñas

Razones y sinrazones del desencanto democrático

José Woldenberg1  * 

1 Profesor-investigador en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Wences, I.; Güemes, C.. 2016. Andamios. Revista de investigación social. 13-37p.


Las democracias latinoamericanas —o muchas de ellas— navegan en un mar de desconfianza. Contra el optimismo que tiñó a la región a inicios de siglo, cuando el ciclo de restablecimiento o fundación de regímenes democráticos presagiaba no solo nuevos sino mejores tiempos, hoy “la sensación generalizada de que las reglas del juego democrático son una fachada de sociedades injustas, autoritarias y gobiernos autocráticos” parece expandirse. El desencanto, la apatía, el cinismo, flotan en el ambiente y ello no presagia nada bueno. Aunque existan voces que afirman que el enojo y el malestar son consustanciales a los regímenes pluralistas, creo que les asiste la razón a Wences y Güemes al preocuparse por los efectos desgastantes, erosionadores, que tiene la desconfianza en las instituciones que hacen posible la reproducción del sistema democrático. Y por ello intentan hacer avanzar algunas propuestas para revertir esa situación.

La confianza es una construcción. No se puede decretar ni aparece de la noche a la mañana. Y es el piso necesario no sólo para una vida política más o menos armónica y productiva, sino para hacer medianamente habitable la vida misma. Y como dicen las autoras, “la literatura insiste” en que son dos pilares los que pueden incrementar la confianza en las instituciones republicanas: “un Estado de derecho democrático y eficiente […] y el establecimiento y garantía de una equidad que permita paliar el daño que causa la desigualdad”. No tengo duda de ello. Pero lograrlo requiere de políticas mayores y con horizonte, que es a lo que apunta el artículo.

Lo sabemos o intuimos: “gobiernos deshonestos o ineficientes minan la confianza”, y para superar esa situación, nos dicen las autoras, es menester revisar el entramado normativo e institucional, subrayar el combate a la corrupción e incluso desatar potentes campañas pedagógicas en la materia (que abarquen desde la escuela hasta los medios). Tienen razón, pero (creo) que en el mundo no se ha inventado mejor método para atajar los fenómenos de corrupción que la acción penal contra los infractores. Cuando “quien la haga la pague”, será la mejor fórmula para inhibir conductas delictivas.

Pero a diferencia de otros estudiosos cuyas reflexiones no trascienden el círculo de los “problemas políticos”, el artículo que comentamos apunta —y con razón— a lo que yo llamo la falla estructural de las democracias latinoamericanas: la desigualdad que escinde y polariza a nuestras sociedades. Y sobre ese terreno es muy difícil construir algo medianamente sólido y confiable. Las cito en extenso:

Estudios comparados destacan los efectos de políticas públicas de bienestar social en la creación de confianza social, enfocándose principalmente en los regímenes de bienestar socialdemócrata […] Cuando el Estado invierte en mejorar la redistribución y socializar los riesgos individuales, se contribuye al desarrollo de una identificación emocional con el colectivo de que se forma parte, una especie de solidaridad y sentido de pertenencia.

Al igual que ellas, creo que esa es la asignatura más relevante a la que debemos hacer frente. Porque una sociedad escindida —en las que unos pueden ejercer todos sus derechos y millones se encuentran excluidos de esa posibilidad— difícilmente generaría la cohesión social necesaria para una coexistencia medianamente armónica.

El texto, además, hace un resumen eficiente de dos iniciativas que intentan atender los problemas enunciados: la de la OCDE y la de la Alianza para el Gobierno Abierto, que pueden servir como puntos de partida para un debate al respecto; y el artículo concluye con una reflexión general que entiende que la democracia, como cualquier otro régimen de gobierno, no flota en el aire, sino en un contexto determinado y que el mismo puede ayudar a su consolidación o a su erosión. Porque al malestar imperante no se le puede hacer frente solamente con reformas de carácter político-procedimental (que son importantes), sino asumiendo que el principio de igualdad que preside el ideal democrático tiene que trascender el cerco de la política e instalarse con fuerza en nuestra hoy sociedad estamentada.

Annunziata, R. (2016, enero-abril). La democracia exigente. La teoría de la democracia de Pierre Rosanvallon. Andamios. Revista de investigación social, 13 (30), 39-62.

La democracia es un régimen de gobierno que aspira a ofrecer un cauce de resolución a la convivencia y competencia de las diferentes corrientes político-ideológicas que tienen asiento en una sociedad determinada. Esa es su virtud intransferible. Porque los regímenes autoritarios, dictatoriales, totalitarios y teocráticos lo que intentan es lo contrario: erradicar la diversidad, puesto que suponen que una sola concepción, un solo ideario, una sola organización son los portadores del Bien. Así, la democracia ofrece una fórmula para resolver la coexistencia pacífica de la diversidad y otra para la sustitución de los gobernantes sin el costoso expediente de la sangre, como decía Popper. Pero las democracias no son paraísos terrenales (entre otras cosas porque los paraísos no existen en la tierra), sino apenas un arreglo institucional que porta consigo infinidad de problemas que les son connaturales. Y a comprender esa dimensión, sin duda alguna, ayuda la obra de Pierre Rosanvallon.

El autor francés —dice Rocío Annunziata— nos ayuda a comprender cómo la democracia “hace inteligible el desencanto contemporáneo”, pero sobre todo lo “traduce positivamente en exigencia”. El desencanto se convierte en un motor de diversas transformaciones que construyen un régimen laberíntico y plagado de pesos y contrapesos (esto lo digo yo).

Rosanvallon nos permite comprender cómo en el código genético de la democracia están sembradas las nociones que lo vuelven un sistema complicado. El momento o la fórmula electoral permiten la competencia regulada de la diversidad política, llaman a la participación ciudadana y legitiman a los titulares de los poderes constitucionales. Pero la suspicacia frente a los políticos y los gobernantes y los legisladores y los funcionarios públicos, pone en acto una “sociedad de la desconfianza” que debe ser organizada y encausada de manera institucional.

“La contrademocracia —que porta en sus genes la democracia (la acotación es mía)— se define como la democracia de la desconfianza frente a la democracia de la legitimidad electoral” y es la que pone en acto los “poderes de control, de obstrucción o veto y judiciales”, es decir, poderes de denuncia y calificación, de crítica y de juicio, que crean un contexto de exigencia a los poderes constitucionales que no pueden ser ajenos a esa situación. El pueblo no es solo el elector sino el pueblo controlador, el pueblo veto y el pueblo juez. Tiene razón Annunziata, pero creo que Rosanvallon va más lejos: esos contrapoderes no solo están colocados en la sociedad, en el pueblo, sino en las propias instituciones estatales. Así, el control del Ejecutivo, por ejemplo, está colocado en el Legislativo. La capacidad de veto la pueden ejercer las oposiciones siempre y cuando tengan suficiente fuerza. Y el Poder Judicial es capaz de revertir decisiones del resto de los poderes si juzga que sus acciones vulneraron la Constitución o las leyes. No contradigo a Annunziata, solo digo que mi lectura de Rosanvallon me indica que los pesos y contrapesos se encuentran ya desde el propio diseño del régimen democrático.

La desconfianza en los poderes públicos ha generado, como bien lo apunta la autora, la necesidad de generar legitimidades de nuevo cuño. La “legitimidad de la imparcialidad” que demanda un funcionamiento por encima de las lógicas partidistas y facciosas. En nuestro caso, la creación de un buen número de instituciones autónomas podrían ilustrar lo dicho (INE, Banco de México, CNDH, INAI, etc.). Esa imparcialidad “debe ser demostrada públicamente de manera constante” y de alguna manera son facultades cercenadas a los actores tradicionales de la política democrática.1 La “legitimidad de reflexividad”: “en el lugar de la simplificación que supone la elección […] coloca la insistencia reflexiva de volver a pensar las decisiones, de pluralizar los enfoques y los ángulos de cada cuestión para lograr una visión más completa de la misma.” Entre nosotros cada vez resulta más frecuente que la Corte tenga que desahogar controversias de constitucionalidad y acciones de inconstitucionalidad, lo que está obligando a los legislativos y a los ejecutivos a leer “correctamente” las posibilidades y límites de las normas constitucionales. Y la “legitimidad de proximidad” que obliga a los actores de la política a atender las particularidades de cada tema, acción o política. “A los ciudadanos les importa […] escuchar que la decisión que finalmente se toma con respecto a su caso los tome en cuenta.” De ahí la necesidad de los políticos de mostrarse cercanos, atentos a la singularidad de los casos, lo que impacta incluso a su gestualidad y comportamiento.

Cito en extenso a Rocio Annunziata:

La gran transformación política de la democracia, que ha sacado de su centro a la dimensión que ocupara durante dos siglos ese lugar (lo electoral-representativo), fue también acompañada por una gigantesca transformación social. La de los años ochenta es la década del cuestionamiento al Estado de bienestar y una forma de concebir la igualdad y la solidaridad social. Por eso es que en el presente también está en cuestión la democracia como una forma de sociedad de iguales o semejantes. Mientras progresa la ciudadanía política […] parecería que retrocede la ciudadanía social. En nuestras democracias, las desigualdades crecen durante los últimos años de manera sorprendente.

Ese proceso —sin duda— ha erosionado uno de los pilares de la reproducción de los sistemas democráticos. Al darle la espalda a la justicia social, al cancelar o atemperar los mecanismos redistributivos, la democracia pierde mucho de su vigor y atractivo. Y si a ello le sumamos la expansión de un individualismo, en el que el ciudadano se contempla a sí mismo sin lazos ni compromisos, el círculo tiende a cerrarse. Por ello, si mal no entendí, habría que aceptar la “singularidad”, pero fomentando la “reciprocidad” y la “comunalidad”, de tal suerte que se pueden reconstruir los lazos sociales.

En el texto hay un llamado de atención más que pertinente a “los peligros que entrañan las transformaciones actuales”: 1) Esa separación retórica entre sociedad civil y esferas de gobierno, que coloca en la primera todas las virtudes y en las segundas todas las taras de la vida social. “La pura negatividad constituye una expresión empobrecida de la crítica”. Y en efecto, porque es necesario recalcar que para que exista una sociedad civil fuerte, representativa, plural, es imprescindible la existencia de un Estado democrático de derecho. Y para que este sea realmente robusto, representativo y capaz, conviene la existencia de una sociedad civil autónoma, expresiva y activa, capaz de construir un contexto de exigencia; 2) la fragmentación que de manera natural acarrean los poderes contrademocráticos, “dispersos”, “segmentados”, que sin duda son expresivos de diversos diagnósticos, malestares y reclamos, pero que a su vez requieren de fórmulas integradoras para observar el conjunto y no solo a su rosario de particularidades.2

Pazé, V. (2016, enero-abril). La democracia, ayer y hoy. Andamios. Revista de investigación social, 13 (30), 113-132. (Traducción: Israel Covarrubias).

En democracia, la mayoría decide. Ese es un principio fundamental. Sí, ya sé que no puede ni debe hacer su simple voluntad, que hay un marco normativo que le fija límites, que existen los derechos de las minorías, que hay controles de constitucionalidad y legalidad. Pero en materia electoral, para elegir a gobernantes y legisladores, la mayoría manda.

Y eso puede tener derivaciones perversas. Lo sabían los clásicos de la antigüedad y lo sabemos nosotros. Valentina Pazé nos presenta una reconstrucción del pensamiento al respecto de Platón y Aristóteles, que mucho alumbra lo que hoy acontece. Se trata de una posibilidad que el propio régimen democrático porta en sus genes: la demagogia, “un modo de hacer política de aquel que busca solo los consensos fáciles” (Aristóteles).

El demagogo es “un adulador del pueblo” y, dice Platón, “sabe adivinar los gustos y los deseos de las masas” y lo “único que enseña es precisamente las opiniones de la masa misma, que son expresadas cuando se reúnen colectivamente, y es esto lo que llaman saber”. El demagogo no trata de elevar el nivel de comprensión de su auditorio, por el contrario, “desciende a su nivel”, simplifica sus mensajes. Apela al mínimo común denominador. “Exhibe su trivialidad, ignorancia, bajeza moral, al ser premiado por el pueblo que lo aclama”. Según Platón, democracia y demagogia eran sinónimos, se encontraban anudadas de manera indisociable, porque el principio mismo de mayoría desembocaba de manera “natural” en la demagogia. Dado que la mayoría carecía de conocimientos especializados y de autonomía, su destino era ser seducida por la demagogia: la capacidad de decirle al público lo que el público quiere oír. Quizá Platón fuera excesivamente contundente, pero que la fórmula demagógica puede ser explotada con éxito en democracia no cabe duda.

Aristóteles, según Pazé, tejió más fino. Tampoco “tiene confianza en la capacidad del demos de autogobernarse, pero no se limita a la denuncia del infantilismo y de la manipulación de las masas populares”. Acepta que la demagogia puede ser una auténtica forma de gobierno, pero es solo una de las posibles derivaciones de la democracia. Es decir, no son una y la misma cosa. Si las leyes se encuentran por encima de los hombres, los demagogos toparán con pared. “En las ciudades en las cuales la democracia gobierna según la ley no se tiene al demagogo, sino los mejores ciudadanos siguen al poder, mientras que los demagogos surgen donde la ley no es soberana: el pueblo deviene entonces en el auténtico monarca”.

Hoy la demagogia —nos dice Pazé— aparece con distintos ropajes: “populismo, plebiscitarismo, bonapartismo, cesarismo”, que tienen en común legitimarse “invocando la autoridad del pueblo”. Rechazan “las mediaciones de la democracia representativa y los vínculos constitucionales” y se refieren al pueblo como un bloque granítico sin fisuras de los que por supuesto ellos son representantes. (Sobra decir que esa es la piedra de toque de todo autoritarismo; mientras que para las concepciones democráticas en el pueblo palpitan diferentes intereses, ideologías, sensibilidades, etc., a las que hay que ofrecer cauce de expresión y representación).

Dice Pazé: “la demagogia acompaña, como una sombra perenne, a la democracia”. Y ello por una razón sencilla de entender: el primer recurso para hacer política es la palabra. Y la arenga puede ser modulada por el demagogo para encantar a las masas: un discurso “engañoso, vacíamente retórico, indiferente a la verdad”. Dado que se trata de persuadir todas las buenas y las malas mañas son posibles. El demagogo —nos dice la autora— apela a la emoción, no a la razón; repite lo conocido, lo que está implantado en el imaginario público; explota los estereotipos y los lugares comunes.

Y ese discurso tiende a prosperar, nos indica Pazé, en

un contexto de crisis social y económica, donde masas amorfas y desorganizadas no encuentran instituciones y ‘cuerpos intermedios’ que se interpongan entre ellos y el discurso del líder. Es en la relación directa e inmediata entre el demagogo y un polvillo de individuos aislados y asustados, en efecto, que puede cumplirse el milagro de la compactación de los ‘muchos’ en ‘uno’, de la creación desde arriba de un ‘pueblo’ que exalta y arremete al unísono en respuesta a las exigencias del líder.

No obstante, la democracia no se encuentra inerme ante los embates de la demagogia. Pazé cree que los pesos y contrapesos institucionales y las normas que consagran derechos son un dique para contenerla. El bicameralismo, los tribunales constitucionales, los partidos, “la deliberación horizontal”, crean un sistema complejo para procesar las diferentes iniciativas y para cerrarle el paso a la voluntad de uno que habla a nombre del pueblo. Pero como ella misma indica: los dos grandes inventos de la modernidad para contener a la demagogia, los parlamentos y los partidos políticos, se encuentran en graves problemas, y no es raro encontrar en ellos expresiones demagógicas desatadas.

La autora termina con una nota que debe llamar a la reflexión: “En el pasado, la batalla por la extensión del sufragio estaba acompañada con la batalla por la escolarización de las masas.” Es decir, el ideal democrático estaba fuertemente anudado con los valores de la ilustración. El pueblo debería ser el soberano, pero al soberano había que alejarlo de supercherías de toda clase por medio de la instrucción y los avances del conocimiento científico. Como al parecer la segunda parte de la ecuación fracasó (o fracasó a medias), el campo es fértil para la más descarnada demagogia.

Ortiz Leroux, S. y Morales Guzmán, J. C. (2016, enero-abril). Democracia y desencanto: problemas y desafíos de la reconstrucción democrática del Estado. Entrevista a Luis Salazar Carrión. Andamios. Revista de investigación social, 13 (30), 135-153.

El dossier se completa con una muy buena entrevista: por el entrevistado (Luis Salazar), un hombre no sólo con una espléndida formación, sino sagaz, buen expositor y un analista que trasciende prejuicios de todo tipo; y por los entrevistadores (Ortiz Leroux y Morales Guzmán), quienes prepararon y decantaron las interrogantes y pusieron el dedo en varias de las llagas de nuestra incipiente democracia.

Empiezo con un asunto aparentemente marginal pero que me interesa sobremanera. Los entrevistadores hacen una breve introducción donde dicen que en México se produjo una “llamada” “transición democrática”. Así, entre comillas. Creo que esa es parte de nuestro problema. No aceptar, asimilar e incluso festejar el tránsito democrático. No fue un tránsito hacia la arcadia ni hacia el paraíso (entre otras cosas porque ni la arcadia ni el paraíso existen), pero todos los signos de la transformación de un sistema autoritario a otro democrático están a la vista: partidos equilibrados, elecciones competidas, fenómenos de alternancia en todos los niveles de gobierno, presidencia de la República acotada por otros poderes constitucionales y fácticos, congreso vivo en el cual ninguna fuerza política puede hacer su simple voluntad, Suprema Corte jugando el papel de árbitro entre poderes constitucionales, expansión de las libertades y, súmenle, ustedes. Sé que quizá todo ello ha defraudado a capas enormes de ciudadanos, pero los nutrientes de ese desencanto, de ese malestar, son múltiples y ojala no acabemos lanzando al niño junto con el agua sucia.

Vale la pena releer lo que Salazar dice de Bobbio. “Este nunca participó de un encantamiento democrático”. Es decir, no la convirtió ni en una varita mágica ni en la ilusión de un régimen que todo lo puede y soluciona. “Se hacía cargo de sus promesas incumplidas”, de “los enormes problemas para traducir los ideales democrático”, pero insistió que sin duda era superior moral y políticamente sobre el resto de los regímenes políticos conocidos. El propio Salazar nos recuerda de dónde venimos, no sólo nosotros (México), sino muchos otros países latinoamericanos y por eso le preocupa, igual que a mí, que “no seamos capaces de reconocer los avances”.

Como él señala: “las instituciones de los Estados latinoamericanos […] han ido perdiendo legitimidad (mientras) los poderes fácticos […] han ido aprovechando justamente el desprestigio de lo público, el descrédito de las instituciones públicas para ganar terreno.” Porque en la vorágine de la antipolítica quizá estamos perdiendo el rumbo. Necesitamos al mismo tiempo fortalecer a los poderes constitucionales para que sean capaces de normar y regular el comportamiento de los poderes fácticos y para ello, como apunta Salazar, es necesaria la creación de una auténtica burocracia profesional: capaz, eficiente, honrada.

Salazar detecta además lo que llama “el problema de todos los problemas”: “la ausencia de un horizonte de izquierda democrática”. ¿Cómo construir ese horizonte? Creo que en la plática por lo menos se esbozan dos grandes líneas de trabajo: “el problema de la igualdad, el problema de la justicia social” y el eventual tránsito de un sistema presidencial a otro parlamentario. Lo primero, el tema de la equidad, si no aparece con fuerza en la agenda de la izquierda condena a ésta a dejar de serlo. Se trata de su resorte fundador, el que le da sentido e identidad, el que la distingue con claridad de otras corrientes. Lo segundo, requiere abandonar “la visión paternal y patriarcal del poder” para poner en el centro un órgano plural capaz de “negociar las diferencias y buscar acuerdos y compromisos entre las diversas fuerzas políticas y sociales”.

Es cierto, como afirman los entrevistadores, que “la palabra democracia no significa demasiado” para los jóvenes. Y también es cierto, como dice Salazar, que para muchos “lo democrático es estar contra la autoridad”. Por ello mismo reivindicar y defender y ampliar la democracia, requiere de operaciones en muy diferentes terrenos: desde el pedagógico, para explicar su superioridad en relación a los regímenes autoritarios, hasta el combate a todos los fenómenos que tienden a erosionarla en el aprecio público: la falta de crecimiento económico, las ancestrales desigualdades sociales, la corrupción sumada a la impunidad, la espiral de violencia que asola al país.

Hay que leer a Salazar porque nada garantiza que lo que hoy tenemos en materia política esté condenado a pervivir, más bien puede degenerar, puede erosionarse, puede desgastarse aún más. Y quizá esté sucediendo. Por ello es necesario, como un primer paso, no meter en el mismo saco las causas del malestar y sus manifestaciones, los fenómenos que desprestigian a la democracia y sus instrumentos y la retórica antipolítica. Hay que discernir qué debemos combatir y qué conservar, qué reformar y qué apuntalar. Porque me temo que las descalificaciones en bloque de todos y de todo, solo siembran el terreno para el autoritarismo.

1El artículo de Dante Avaro, “Democracia y desacuerdos fácticos: ¿Procesarlos o eliminarlos? Una aproximación desde el acontecimiento indec”, ilustra de manera inmejorable de qué manera cuando una institución estatal actúa de manera facciosa —en este caso el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos de la República Argentina, en su cálculo del Índice de Precios al Consumidor— dinamita no solo la confianza, sino el piso común a partir del cual el debate público tiene sentido.

2El dossier contiene un sugerente trabajo de Helena Modzelewski, “Fundamentos para un programa de educación de las emociones en una sociedad democrática”. En él discute las fuentes de las emociones (cognitivas, fisiológicas, mixtas) y subraya la necesidad de un programa de educación de las mismas en un sentido democrático. No sé si es posible educar las emociones, pero estoy convencido que a las personas sí. Y en efecto, dada la complejidad actual de los sistemas democráticos, son necesarias la autorreflexión y las narraciones (la literatura) para dotar de sentido, ya no digamos la vida democrática, sino la vida a secas.

* Autor para correspondencia: José Woldenberg, e-mail: josewolk@prodigy.net.mx

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