En su carácter histórico, abierto y ambiguo, si la política democrática desincorpora el poder tornándolo un lugar vacío, es decir, no dispone de legitimidad absoluta y es sometido a su incesante búsqueda, la democracia representativa se inscribe en ese derrotero (Lefort, 2004, p. 2011). Entre las interpelaciones de lo instituido y la producción y reproducción del orden, el entramado representativo es un espacio en permanente reconfiguración. Antes que en otras latitudes implosionen los signos de desconfianza y contradicción latentes en la contemporaneidad, con una dislocación de la esfera pública política inusitada, la crisis del 2001-2002 en Argentina implico una inflexión en los marcos interpretativos y de sentido de la vida en común. La política democrática revelaba su contingencia en una coyuntura crítica, develando los muchos actores e intereses que no son contados. La representación resumía una serie de paradojas propiamente democráticas al interpelar lo hasta entonces incuestionable: las dimensiones electorales, partidarias e institucionales. La sospecha por desandar es que dichas instancias recompusieron sus dinámicas representativas junto a otras formas no electorales, desenlazando novedosos modos de producción política.
Frente a los múltiples actores y prácticas autopresentativas y representativas, la política no es vacua al darle curso, canalizarlas y procesarlas. Allí donde hay ciertos lugares, actores e instituciones “consagradas”, el desencanto con las instituciones representativas y las manifestaciones sociales multiplican los diagnósticos de debilidad o crisis. Reconociendo una tensión implícita entre representación y autogobierno del pueblo que las democracias contemporáneas aparejan, las formas electorales y partidarias son instancias necesarias, pero no suficientes, para explicar la complejidad fáctica y analítica. En un contexto en que las demandas ciudadanas apelan a las instituciones y actores políticos por lo representable, por hacerse presente y tener voz, el desafío es cómo se relacionan las formas autopresentativas con las instituciones clásicas de la representación –elecciones, partidos políticos, parlamentos, ejecutivos.
Entre sus dimensiones polémicas, creativas y ordenadoras de la política, el entramado democrático representativo se constituye a partir de relaciones entre instituciones y actores con mediaciones conflictivas y plurales. Con formas electorales y no electorales, lógicas verticales y horizontales concurren y se interseccionan, entran en tensión y se complementan en la configuración del lazo representativo. Entonces, hay una contingencia y polifonía propiamente democrática que se contrapone a las pretensiones de obturar los conflictos o resolver definitivamente los problemas, debilidades o fisuras de la representación. Aún si cabe preguntarse por cierta desuniversalización de estas referencias, en vez de observar una democracia desencantada, al conjugar dimensiones electorales y no electorales en la relación representativa, la participación y la movilización son constitutivos de los modos de hacer presente, configurándose en su aparición y ordenación contingente.
El artículo se organiza en cuatro apartados. Primero, con ciertos itinerarios de la representación en la teoría política, introduce el potencial explicativo de lo representable. Ligada a la diferenciación entre lo político y la política, se aborda el carácter mediado y mediatizado que los intercambios discursivos asumen en el espacio público. Como excusa y disparador de esfuerzos más amplios para revisar los mapas de la teoría y la práctica política, los apartados siguientes se abocan a la experiencia argentina. Sin la pretensión de agotar su comprensión ni de dar cuenta de la prolífica literatura pos 2001-2002, procura una lectura dinámica de los grandes trazos de dicha inflexión en las reconfiguraciones representativas.
Tramas democráticas representativas y lo representable
El problema de la representación remoza su carácter controversial sobre qué, cómo y a quiénes hace presente. La complejización de la democracia enlazada con los sentidos del espacio público, cuestiona la idea clásica de representación ligada al territorio nacional basada en dimensiones institucionales, electorales y partidarias, al ampliar el mapa hacia otros lugares, prácticas y actores en las disputas políticas. Entre dinámicas instituidas e instituyentes, cómo hacer presente la diversidad y la pluralidad ocurre en el proceso de presentación y representación, superponiendo aristas institucionales y las no formalmente institucionalizadas que cohabitan para cuestionar y ordenar los modos del ser, del hacer y del decir.
Al relevar lo legal institucional y reconocer sus intersticios, con mediaciones entre instituciones y actores, se pugnan sentidos, intereses e identidades.1 Múltiples actores pujan con palabras, tematizaciones y acciones buscando hacerse presentes y tener voz: lo representable. Ellos no están contenidos en la representación clásica, sino que son circuitos que la interpelan. No obstante, las instituciones representativas son nodales en la mediación que establecen, tanto como en los modos en que procesan las decisiones políticas. Así, representantes, representados y representables, se reconfiguran en función de los temas, de los actores e intereses, como de las coyunturas y los contextos.
A inicios del siglo XXI, las transformaciones exceden los reacomodamientos de los elementos originales del gobierno representativo (Manin, 1992; 1998) para asumir el cruce de representación con autogobierno del pueblo. Históricamente, las repúblicas democráticas liberales resultan de una amalgama de tradiciones políticas (Rinesi, 2007; Ovejero, 2008). Traducidas diferencialmente en los ordenamientos políticos, estas condensan dos lógicas contrapuestas y complementarias que están en el corazón de las tensiones. Mientras la liberal representativa —vertical— se basa en la relación representantes y representados, la democrática —horizontal— se funda en la participación y deliberación en los asuntos públicos. Esto explica la distinción analítica entre el gobierno representativo como concierto u arreglo institucional, y la representación democrática que da cuenta de la conexión y mediación entre instituciones y representantes con la(s) ciudadanía(s).
Desde los desarrollos que señalaron una mezcla de democracia en la autorización y aristocracia, oligarquía o élites en el ejercicio político (Michels, 1962; Schumpeter, 1942), la contemporaneidad reconoce el carácter polisémico de la representación a partir de sus significaciones en los distintos contextos y aplicaciones (Pitkin, 1972). Al concentrar en el acto eleccionario las posibilidades de autorización y rendición de cuentas (Manin, Przeworski y Stokes, 1999), se distingue el margen de independencia propio de la relación entre representantes y representados del autogobierno. Con amplios debates que atraviesan a la teoría, la ciencia y la práctica política en la relación de representación, parti-cipación, deliberación y toma de decisiones,2 desde América Lati-na se criticó la limitación de la democracia a los dispositivos de re-presentación y legitimación gubernamental, al destacar el papel de la movilización y la acción colectiva, los mecanismos de participación, la cultura local, los actores y las prácticas regionales específicas (Cansino y Sermeño, 1997; Jelin, 1997; Souza Santos y Avritzer, 2003; Dagnino, Olvera y Panfichi, 2006). Presentes en el concepto, al deshacer la oposición entre participación y representación se recuperan los tipos de soberanía como los diversos orígenes y roles en las arenas formales e informales (Plotke, 1997; Arditi, 2004; Saward, 2006; Avritzer, 2007; Urbinati y Warren, 2008; Peruzzotti, 2010).
Pero hay un carácter contingente escasamente atendido. Con una gama de actores e intereses que concurren a la representación, capturar lo representable, lo litigioso y las interpelaciones a lo instituido quedan por fuera. Las tensiones propias de la representación democrática entre lo representado, lo representable y lo representativo, entre lo estatuible y lo estatuido, enriquecen la discusión al articular la contingencia política con la producción del orden. Con formas plurales de representación, su dimensión constructiva conlleva una atención constante al lazo para tornarlo representativo. En términos de Lechner (1994), el reclamo refiere al principio de organización de la democracia, cuyo ideal moderno instala a la igualdad como relación, como constructora de sociedad y productora de lo común.3 Puesto que no es la naturaleza la que iguala sino la política, se dice con Rancière (1998) que la democracia se pone a prueba cuando irrumpe la lógica igualitaria y verifica la “igualdad de cualquiera con cualquiera”. Es en este curso, señala Rosanvallon (2012), que se consolida como régimen y se fisura como sociedad en un contexto de desigualdades crecientes y ostensibles.4
Entonces, la diferenciación conceptual entre la política y lo político, constitutivas de la política, posibilita acercarse al problema de lo representable. En un cuadro de desestabilización teórica y búsqueda de otros mapas conceptuales, “lo representable” captura la vinculación de lo político y la política en el conjunto de mutaciones de la representación. Como desentraña Covarrubias, quizás haya razones para observar la desuniversalización de la democracia en la perforación de la especificidad institucional, semántica y teórica, como cierta distancia incolmable entre la representación de la política y la expresión de lo político como forma de vida (2016, pp. 108-110). Aunque es también lo que remoza su importancia para mirar los estatutos de igualdad y libertad que los actualizan.
En su contingencia y ordenamiento, la política supone una práctica institucionalizada que consiste en la lucha por imprimir un sentido y establecer los límites que estructuran la vida social en condiciones que son siempre conflictivas. Es decir, la construcción de la continuidad en la discontinuidad (Lechner, 1982), la producción y reproducción del orden propio de la política, se realiza en base a lo político, a las diferencias y litigios sobre lo común que lo cuestionan socialmente.
Con repertorios de gramáticas participativas y deliberativas, a través de sujetos, discursos y acciones que se originan y viajan en distintas escalas, las pujas en torno a lo visible y a lo decible, a los modos del ser, del hacer y del decir son nodales para comprender los itinerarios de lo representable. Conjugando el trabajo intelectual con el activismo, redes de conceptos y prácticas arriban al universo público, abren debates, cuestionan las reglas y contribuyen a denotar quiénes son ciudadanos, y como tales, sujetos de derechos (Berdondini, 2016a).
Una diversidad de voces, públicos, opiniones y organizaciones no están en el sistema político formalmente, sino en el espacio público sin ser audibles. Para amplificarlas, esas voces dispersas deben manifestarse y organizarse, dándose distintas formas de presentación al mundo político. Al arribar a las instituciones, a veces se configuran en representativas de algo. Con actores que pugnan por lo representable constituyéndose como tales en distintas escalas —local, regional, internacional—, una vez que se hacen visibles, manifiestos, se reconocen como sujetos con problemas, identidades e intereses compartidos. Con prácticas de movilización y participación, pelean por tener voz y demandan ser representados en el nivel nacional. Al cuestionar lo establecido e instituido, interpelan a la representación al exponer ante el Estado y la comunidad lo que está oculto, invisible, carente de condiciones de ciudadanía y por ende, no representado. En el camino no todo se vuelve representable, pero es esto lo que tiene relevancia política: hay formas autopresentativas que se constituyen para demandar a las instituciones y se tornan representativas en el proceso de escenificación política.5
Lo social, lo político, lo mediático
Considerando ciertas facetas de la democracia de lo público o la contrademocracia (Manin, 1992; Rosanvallon, 2011), la lógica de juegos verticales y horizontales que atraviesa a la representación se corresponde con transformaciones del espacio público. Caracterizado por la mediatización y mediación, hay una ampliación vertical y horizontal, históricamente extendido y culturalmente enriquecido, que imprime dimensiones específicas a lo político en sus intersecciones con lo mediático y lo social, con la opinión pública y los públicos que se interrelacionan (Ferry, 1989). El espacio público político implica a lo social y, a la vez, no sólo está mediado sino también mediatizado al convertirse los medios de comunicación en actores políticos en el vínculo con el individuo/ ciudadano/ elector/ lector/ públicos/ opinión pública.6 En este contexto, lo público, lo común y lo político contienen y desbordan al espacio institucional y estatal.
Con escalas nacionales y supranacionales, lo político, lo social y lo mediático no constituyen ya fronteras, sino más bien zonas de intersección y campo de disputas entre lo público y lo privado. Resistiendo a los embates particularistas, ante el espacio público como lugar de lo común en permanente disputa,7 el lazo representativo implica intercambios discursivos mediados y mediatizados que mutan y se diversifican en función de las ciudadanías, públicos y opiniones públicas. Todo esto no puede menos que sacudir a los actores consagrados de la representación que, conservando su lugar en la producción del orden, son interpelados por el ajuste y sintonía con los circuitos de la representación.
Con palabras, sujetos, prácticas y escalas interrelacionadas que exceden lo nacional, pero a su vez tiene al Estado como referencia de acción y ciudadanización, interpelan a las instituciones representativas. Al interactuar estructuras de oportunidad política (Sikkink, 2003), la trama representativa ocurre principalmente a escala nacional pero se explica también desde lo supranacional. Si en palabras de Lefort lo instituido nunca llega a estar del todo establecido (2004, p. 255), en esta dinámica hay arenas estables y también contingencias, con actores que se constituyen en el mismo acto de la presentación y de la representación y otros que dan voz a quienes no la tienen y toman esas demandas. En este cuadro, con una pluralidad de formas de la representación, los electores, las ciudadanías y los públicos, fluctúan o se configuran según el tema y el momento institucional, examinando posicionamientos, derechos y sentidos que los convoquen, movilicen e interpelen.
Al enfatizar la contingencia de la política se introduce una diversidad de actores, de identidades, de intereses y legitimaciones en disputa que tornan relativas las mayorías y las minorías al ordenar las diferencias en el proceso. En esta gama se diferencian tipos de soberanías y orígenes en su autorización y legitimación. En las electorales e institucionales, sancionadas constitucionalmente con mecanismos legales y administrativos, priman los arreglos institucionales y los actores clásicos de la representación. Las de origen extraelectoral, no formalmente institucionalizadas, son formas basadas en la afinidad de intereses y demanda de derechos, con dinámicas de participación y movilización. Sin pretender gobernar, abogan por derechos e intereses, denotan y denuncian las exclusiones, se expiden sobre los temas y se expresan en instancias nacionales y supranacionales.8 En estos itinerarios, se movilizan en las calles, firman petitorios, participan de manifestaciones, van a los medios de comunicación al tiempo que peticionan a los gobiernos y a los poderes judiciales, legislativos y ejecutivos.
Con una construcción de públicos, opiniones, voces y ciudadanías cuya espacialidad y temporalidad desborda al territorio nacional, al Estado y las dimensiones electorales, las escalas supranacionales y las contiendas políticas nacionales no están escindidas. Pero el marco nacional es central en relación a las instituciones y los actores representativos en términos de la definición y tematización que realizan, si le dan curso, en cómo se canaliza el contenido y la forma de los debates, intereses y conflictos públicos. Porque allí donde está lo representado en sus representantes, se evidencia mayormente aquello que no está presente, en la medida que, incluso con la instancia electoral como variable de estabilidad que la funda, esta se forja en cada tema en disputa.
“Que se vayan todos”, pero ¿qué cambió?
En Argentina, la crisis del 2001-2002 fue la más visible dislocación de la esfera pública desde el regreso de la democracia en 1983, al colapsar el sistema de representación política y un acelerado derrumbe socioeconómico. Al cabo de dos años de gobierno de la Alianza para la Justicia, el Trabajo y la Educación,9 ante la percepción social de no responder a las promesas y demandas de revertir las políticas neoliberales, el descontento llegó a las urnas. Las elecciones intermedias resultaron en la fragmentación partidaria, con alto porcentaje de votos nulos, en blanco y un gran número de partidos legislativos (Escolar, Calvo, Calcagno y Minvielle, 2002). Las coimas en el Senado de la Nación con la denuncia (y renuncia) del vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez,10 la incautación de los depósitos —“corralito”—, la renuncia del Presidente Fernando De la Rúa, cinco presidentes en una semana, la devaluación de la moneda, el empobrecimiento de amplias capas de la población, junto a la represión policial y la muerte de manifestantes, son el desencadenante de un profundo trauma. Su magnitud remonta a las sensaciones más encontradas, afectando desde la cúspide institucional a la cotidianeidad de las vidas públicas y privadas.
“Que se vayan todos” resumió el desencanto con las instituciones consagradas de la representación que multiplicó los piquetes, protestas sociales y asambleas, a la vez que expresaron otros sentidos, asuntos y actores que trascendían a la política institucional. Más que una ruptura violenta entre representantes y representados (Pousadela, 2006, p. 95), reveló que la representación no se agota en el acto eleccionario aunque es fundamental, como su carácter relacional, movible y de constante atención a la ciudadanía que el lazo implica. Ningún tipo de mediaciones ni mediatizaciones bastaba, no había representante que pueda erigirse en voz autorizada.11 El Parlamento en el medio de la encrucijada, mayormente cuestionado y bajo las sospechas de coimas en el Senado de la Nación, sorteó institucionalmente la crisis en Asamblea Legislativa para nombrar un presidente provisional: Duhalde (2002-2003).12 La no ruptura del régimen constitucional democrático fue el primer haber de este divorcio representativo.
Sin embargo, la disrupción era tal que la clase política no podía representar, agregar demandas, caminar en la calle o hablar con la gente. La dislocación de la esfera público-política denotó dinámicas, sentires, experiencias, problemas y actores de las cuales el sistema representativo se había desentendido, esos mismos que movilizados daban sentido a las calles y a la vida colectiva, desacoplados de las instituciones del orden político. Poniendo a prueba la representatividad del régimen político (Iazzetta, 2008) y conteniendo lo formal e informal (Quiroga, 2010), la sociedad civil se mostró movilizada y creativa con asambleas barriales, clubes de trueque, fábricas recuperadas, piquetes y marchas callejeras. Con las mutaciones en la representación institucional, el fenómeno de la “autorrepresentación” adquirió sentidos de veto y negatividad (Cheresky, 2010, p. 329), y también propositivos, clamando hacerse presentes, representables.
En ese trance, al tiempo que configuró identidades políticas contingentes, la ciudadanía confió en las instituciones como un lugar democrático y la clase política recordó ciertas cualidades demandadas. Reconstruir la palabra política, emanciparla del condicionamiento de la lógica mediática como del discurso técnico de la economía era fundamental (Rinesi, 2007, p. 133). Respetando los procesos constitucionalmente reglados junto a las formas participativas, fueron rearmando sus roles en el entramado al procurar tornarse representativos. El Parlamento, como expresión de lo sucedido en las grandes arenas públicas, experimentó una transformación en sus temas, actores y prácticas que lo posicionaron como espacio de resolución de la política institucional, intentando sumarse a la tarea de legitimación política. A veces siendo parte del problema —coimas en el Senado—, y otras parte de la solución — la renuncia del presidente De la Rúa, crisis política pos 2001, el conflicto con el campo por “la 125”—, canalizó los conflictos.
Avanzado el nuevo milenio, cuestiones centrales se revisan con gobiernos y liderazgos en la región al compartir —al menos discursivamente— una fuerte crítica hacia la matriz de relacionamiento entre Estado, sociedad y mercado denominada neoliberalismo. Más allá del resurgimiento de los debates sobre la definición de progresistas, populares, populistas, refundacionales o de giro a la izquierda,13 con sus diferencias, el denominador común fue una revalorización de la política y del Estado. Temas de derechos humanos y memoria ante las dictaduras militares, derechos de sexualidad, género, industrias culturales, medio ambiente, pueblos originarios o cuestiones socioeconómicas largamente abogados, aparecen en las agendas de los gobiernos que intentan aproximarse a las de los actores sociales, con la contracara de asumir gran conflictividad ante los actores consumados.
En ese derrotero, con la movilización y el descrédito institucional que signó esta inflexión en Argentina, la imagen del Ejecutivo y la legitimación política se recompuso con los liderazgos de los presidentes Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández (2007-2011; 2011-2015), en menor medida con el fortalecimiento de los partidos que se reconfiguraron, y paradojalmente el Congreso apareció como un lugar nodal de la política argentina. A él recurrieron los gobiernos —en distintos momentos, con diferenciales tratamientos— como espacio de la representación y procesamiento de decisiones políticas y también la ciudadanía a manifestarse por cuestiones de interés (Berdondini, 2016b).
En este devenir, las mutaciones representativas advierten otros modos de producción política. Por un lado, entre el electorado y los partidos se avizora un rediseño del bipartidismo entre el Justicialismo (PJ) y el Radicalismo (UCR) hacia la fragmentación o multipartidismo (Mustapic, 2013). Estos desbordan a las identidades históricas para asumir formas organizativas más flexibles que se desglosan en otras fuerzas. Tanto el Frente para la Victoria (FPV) que gobernó entre el 2003 y el 2015, como el Partido Propuesta Republicana (PRO) —con el triunfo electoral del presidente Mauricio Macri por la alianza Cambiemos que gobierna desde el 2015—, emergen en este tiempo y se afincan territorialmente en los tradicionales PJ y UCR.14 Con frentes electorales o de gobierno, las coaliciones legislativas asumen relevancia variando temporal y temáticamente (Zelaznik, 2014). Aunque tampoco se da por sentado lo que ocurre en el período entre elecciones, invocando a los gobernantes a mayores recursos de creatividad para hacer presente la diversidad representativa.
Por otro lado, los actores sociales adquieren progresivamente fuerza en las pujas públicas, mostrando una de las improntas innovadoras y, ¿por qué no?, decisivas a las hora de denotar que las instituciones representativas y la legalidad no es vacua respecto a quienes y cómo cuentan. La crisis había expresado las limitaciones que la configuración mediada y mediática implica para la aparición, la lucha y las representaciones de los muchos actores e intereses en la arena pública política. Con la ambigüedad de las relaciones y logros como característica,15 unos se posicionaron como aliados, otros distantes, opositores o autónomos. ¿Se trata de dialogar, discutir, interactuar, legitimar, representar, abogar, demandar? Las luchas de movimientos de derechos humanos, de mujeres, de diversidad sexual, minorías étnicas, de resistencia a la discriminación racial y defensores del medio ambiente, desencadenan nutridos debates y modos de disrupción y ordenación.
Reconfiguraciones representativas
Con trastrocamientos en la construcción del lazo representativo, más atentos a quienes dicen representar, se articularon formas electorales y no electorales de representación y participación. La tarea involucró al Parlamento y los partidos políticos, al Poder Ejecutivo y la Presidencia, así como a distintos actores que abogaban hacerse presentes. Estos eran parte de los circuitos públicos, pero casi en ningún caso de los político-estatales de la representación: salen a las calles, hacen escuchar sus voces en los medios de comunicación y se movilizan al Parlamento, se trasladan a los circuitos informales como plazas, casas y cafés. Las demandas reflejaron largas luchas y aprendizajes pero también las instituciones representativas se hicieron más permeables a lo representable, interactuando las arenas formales e informales en los procesos de legitimación. La convocatoria a actores de las contiendas en el Parlamento, junto con foros y audiencias en distintas latitudes del país, infundieron una dinámica que se alejó de la concentración del recinto para abrirse a lo representable.
El presidente Kirchner (2003-2007) arriba al poder en el marco de una intensa movilización social, poca legitimidad electoral (22%)16 y siendo la primera minoría en Diputados. Este cuadro es revertido con una serie de políticas de justicia como la renovación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN), la derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y el esclarecimiento de violaciones a los derechos humanos. A su vez, se aprobaron leyes de reforma del Consejo de la Magistratura, el desendeudamiento externo o la sanción y prórroga de las delegaciones legislativas. El tratamiento parlamentario no obstaculizó la ampliación de la legitimidad del poder ejecutivo y de la clase política signada por la fragmentación política partidaria. Entre las interacciones más relevantes, a las políticas de Memoria, Verdad y Justicia ante la Dictadura Militar clamadas por los organismos de Derechos Humanos, las siguieron el movimiento por seguridad urbana y de protección del medioambiente, respectivamente reflejados en las “Leyes Blumberg” (2004) y la Ley de Bosques (2007). El conflicto por las papeleras con Uruguay habilitó el cuestionamiento a la actividad minera como el uso y la contaminación de los suelos por la agricultura.
Tras la ruptura de Kirchner con Duhalde,17 la estrategia de la “transversalidad” fue el paraguas para una política de alianzas con fuerzas políticas y sociales de diversas vertientes. En este marco, el FPV propugnó en 2007 una alianza con un sector del radicalismo, siendo Julio Cobos el vicepresidente de la presidente Cristina Fernández. Una de las coyunturas insoslayables en la escena política es el conflicto agropecuario consecuencia de las retenciones móviles impuestas a la exportación de granos y oleaginosas por el gobierno nacional —Resolución 125— en 2008 al inicio de dicha presidencia. Las protestas agrarias se mantuvieron por cuatro meses y reclamaban la reducción de las alícuotas: el repertorio incluyó cortes de rutas, calles, cacerolazos, manifestaciones en localidades del interior y grandes centros urbanos, al tiempo que el debate se institucionalizó en el Congreso. En un panorama en que emergía la compleja realidad del campo e implosionó la cuestión comunicacional,18 hubo medidas de desabastecimiento y paros continuados impulsados por las principales empresas agroexportadoras y la “mesa de enlace” integrada por las entidades representativas del campo. La confrontación atravesó de modo tal las discusiones públicas, que la disputada posibilidad de consensos en el parlamento concluyó con el “voto no positivo” del vicepresidente de la Nación —presidente del Senado— de cuño radical.
Los resultados fueron acatados con la consecuencia de fracturar el bloque oficialista y dejar fuertes realineamientos. El desmembramiento hacia el bloque del Peronismo Federal menguó la representación del oficialismo seguida por la derrota electoral legislativa. Una coalición (inestable) de partidos de oposición desplazó a la minoría oficialista del control de las comisiones, perdiendo el gobierno la capacidad exclusiva de fijar agenda, que tampoco implicó la primacía del entramado opositor en las cuestiones parlamentarias (Jones y Micozzi, 2011, p. 53). En este sentido, la productividad legislativa en los años 2009 y 2010 fue cuantitativamente baja pero cualitativamente interesante (Zelaznik, 2011b, p. 286).19 Con la fisura al interior del bloque oficialista y tras el recambio legislativo cuando la oposición se hace con la mayoría de la Cámara, ingresan a la agenda política movilizantes cuestiones y debates parlamentarios, mutando las coaliciones y apoyos de acuerdo a lo que se pone en juego. Con situaciones de gobierno dividido, por el signo político del parlamento y del ejecutivo, como también al interior del propio ejecutivo entre la Presidencia y la Vicepresidencia, especie de “ejecutivo dividido” de acuerdo a su rol en la oposición, más allá de una situación de inestabilidad o anomalía, no obstruyó ni fue impedimento para el juego institucional representativo.
A las retenciones móviles impuestas a la exportación de granos de la “Resolución 125” (2008), siguieron las leyes de Estatización de Aerolíneas Argentinas y de las AFJP (2008), Trata de Personas (2008), Servicios de Comunicación Audiovisual (2009), Reforma política con las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) y la publicidad en las campañas electorales (2009), Violencia de Género (2009), Matrimonio Igualitario (2010), Ley de Hielos (2010) —protección de glaciares ante la minería a cielo abierto—, de Tierras (2011), Regulación de la Medicina Prepaga (2011), Papel Prensa (2011). También constan en el período siguiente (2012-2013) la re-estatización de YPF (2012), Muerte Digna (2012), Identidad de Género (2012), Femicidio (2012), Voto Joven (2012), Fertilización Asistida (2013), Reforma y Unificación del Código Civil y Comercial (2013).
Confirmada una relación representativa variable en los desafíos, se sortea un momento crítico de gobernabilidad al promover temas que en absoluto eran parte de la agenda política. Un contexto adverso en términos de legitimidad, se convierte en un período de capitalización política con una serie de éxitos cruciales en la arena legislativa a partir de la ordenación de las muchas minorías. En consecuencia, surgen ciertas leyes candentes20 con lo representable de emergente y convertidos en legitimadores del proceso representativo.
A modo de conclusión: reinventarse para hacer presente
El entramado democrático representativo no puede obturar la emergencia constante de palabras, de interpelaciones, de voces, de cuerpos que pujan en torno a lo visible y a lo decible, pero sí hace diferencias en las oportunidades y en los modos, contenidos y decisiones que asume. El problema resulta cuando, parafraseando libremente a Rancière, la cuenta errónea fundamental de la política denota los muchos incontados, ausentes y excluidos. En la política democrática, como dos caras de una misma moneda, el lazo representativo y lo social se entroncan en la modernidad con la idea de igualdad política como constructora de sociedad (Rosanvallon, 1999; 2012). A su paso, recuerdan que no es la naturaleza ni el mercado lo que iguala sino la política, la más superficial de las formas de igualdad. Así como la democracia no tiene por qué estar avergonzada de sus ambigüedades (Lefort, 2004, p. 278), la representación política ha de asumir el permanente desafío de reinventarse haciendo presente a quienes aspiran a formar parte y claman su inserción en el espacio público. De aquí que no solo los cuestionamientos sino también los ordenamientos, la producción y reproducción social sean nodales.
En su complejidad fáctica y analítica, teóricamente la idea de representación democrática entrelaza la práctica institucionalizada con la contingencia, para observar las tramas de relaciones, mediaciones e interacciones conflictivas plurales que tejen instituciones y actores. Esta transcurre por distintos circuitos y escalas interrelacionadas en la disputa por lo común, que supone los sentidos de la democracia y el sujeto político de la misma, la ciudadanía. Junto con lo institucional y electoral, la dimensión dinámica y creativa de las formas de representación y participación atiende a las arenas formales e informales por la que se organiza y legitima. En este derrotero, la política democrática en su trama representativa es un espacio en constante redefinición a la luz de lo representado, lo representable y lo representativo.
Aun cuando los mecanismos de instituir la confianza y la expresión social de la desconfianza son momentos indisociables de la vida democrática (Rosanvallon, 2011), los repertorios se diversifican en los desafíos. En su especificidad, los intercambios discursivos y prácticos de la política no pueden reemplazarse por la lógica mediática ni el lenguaje económico y técnico. Tornar representativa la relación (y el lazo) demanda la capacidad de articular discursivamente ideas que interpelen a la ciudadanía (Rinesi, 2007, p. 116) y respondan a las cuestiones que los afectan. Al recorrer el caso argentino desde la inflexión del 2001-2002, la representación es parte del problema y de la salida. Allí aparecen los muchos representables para decir aquí estamos, manifiestos, visibles y audibles e interpelar lo común en las definiciones de cuerpo político y ciudadanía. Con actores e intereses que fundan el vínculo en instancias electorales e institucionales, pero las desbordan para hacerse presentes, lo representado, lo representable y lo representativo se configuran en su aparición pública.
Si la política ordena en condiciones que son siempre conflictivas, hay poderes de veto institucional y fáctico que inciden diferencialmente en la toma de decisiones. Con características mediadas y mediáticas, cada vez con mayor vertiginosidad, quiénes cuentan y de qué modo implica una ordenación relativa entre las mayorías y minorías. La relación representativa excede a los representantes y representados constituidos electoralmente e incorpora con lo representable las formas de presentación que interpelan a las instituciones en su vínculo con la ciudadanía. Es decir, ¿qué pasa cuando lo que está en juego se sabe no representado y está en cuestión la misma definición de ciudadanía y de cuerpo político? La autopresentación de voces heterogéneas tiene divergencias que también deben homogeneizarse a la hora de demandar a los diputados, a los senadores y a la presidencia, como al cuerpo político y a la ciudadanía. Con esto, no se quiere probar que haya “mejorado” la relación entre los representantes y la ciudadanía y menos que pueda saturarse de modo permanente. Sólo que una vez que algo irrumpe públicamente y pretende ser o es representado esto queda, y cuando quiere volverse atrás es más difícil. Al tomarse por los actores e instituciones, la forma y el contenido de los debates cambia al ser procesado públicamente, se abren puntos de vista, se visualizan cuestiones ocultas, en tanto conlleva exponer las diferencias y vincular “a todos” en la decisión política.
Lo representable enlaza la política y lo político en las dimensiones electorales y no electorales al arribar a las instituciones —algunas se constituyen en representativas de algo pero no todos lo logran.21 La relevancia de la representación política reside en que garantiza un marco de visibilidad y decibilidad, trastocando los modos del ser, hacer y decir. En palabras de Lefort, “tiene por objeto —al menos en su principio— exhibir, delante de todos, los motores y los resultados de la deliberación pública, tornar legible la confrontación de las posturas que se engendran de la diversidad de los intereses y de las opiniones en el seno de la sociedad” (2011, p. 22). En esta dinámica hay contextos y temporalidades donde la posibilidad de ingresar en la agenda política es diferencial.
Las formas plurales de representación son constitutivas de los modos de hacer presente, pero no son equivalenciables ni reemplazables. Lo representado refiere a lo que está sancionado constitucional o legalmente como producto del procesamiento de las instituciones representativas, o bien pasaron su filtro, lo cual en democracia supone ser resultado de la soberanía popular y, en este sentido, representa la idea de cuerpo político y de ciudadanía. Sin embargo, no está preconstituido y se reconfigura en función de los intercambios discursivos al trasladar la atención más allá de los períodos electorales. Lo representable aborda a aquellos que pujan por hacerse presentes, tener voz y derechos, interpela al cuerpo político y evidencia quiénes son ciudadanos al connotar la exclusión o desigualdad de acceso. En ese itinerario, desafiando la relación estancada entre participación, representación, deliberación y decisión, la interpelación a ciudadanías, públicos y opiniones en el espacio político, social y mediático se conjuga en las instituciones. Pero no es menor cómo ocurre esa ordenación, porque donde está lo representado en sus representantes se evidencia mayormente lo que no está presente.
Entre la lógica de la política y de lo político, los modos, las formas y los contenidos importan en los resultados. Así como no puede pretenderse que todo esté institucionalizado y tampoco que se mantenga y perdure por fuera, una vez que se vuelve representativo no se agota allí. Ante la pluralización representativa, cada puja por lo representable tiene su especificidad en cómo emerge y es problematizada, y cómo se presenta y se conecta con las instituciones. Y aparecerán nuevas demandas y sujetos abogando por derechos e interpelando lo común. Es cierto que todo lo representable —o sea, se transforma en representado— pierde su brillo o color disruptivo, pero también es ello lo que viabiliza los cambios y reordenamientos en los modos de ser, del hacer y del decir.