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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.14 no.35 Ciudad de México sep./dic. 2017

 

Dossier

Desacuerdos sobre derechos Waldron y Dworkin sobre parlamentos y tribunales

Disagreements on rights Waldron and Dworkin on parliaments and courts

Alejandro Sahuí Maldonado1  * 

1 Profesor investigador en la Universidad Autónoma de Campeche (UACAM), México.


Resumen:

El texto reflexiona sobre la compleja relación entre democracia y derechos humanos en el marco del Estado constitucional a partir de la obra de Jeremy Waldron y Ronald Dworkin. Como es sabido, ambos autores subrayan el papel de los desacuerdos públicos acerca del Derecho, pero proponen formas distintas de responder institucionalmente frente a ellos. Considerando el interés por la participación inclusiva de todas las personas, que tanto Waldron como Dworkin derivan del principio de igual consideración y respeto, se asume que los tribunales están en mejor posición para atender las pretensiones de las minorías y grupos desaventajados debido a la naturaleza deliberativa de sus procedimientos.

Palabras clave: Democracia; derechos humanos; parlamentos; tribunales; minorías

Abstract:

This paper analyses the complex relationship between democracy and human rights in the framework of the Constitutional State, based on the work of Ronald Dworkin and Jeremy Waldron. As is known, both authors emphasize the role of public disagreements about Law, but propose different ways to respond institutionally to them. Considering the interest in inclusive participation of all people, that both Waldron and Dworkin derive from the principle of equal consideration and respect, it assumed that Courts are in a better position to respond the demands of the minorities and disadvantaged groups.

Key words: Democracy; Human Rights; Parliaments; Courts; minorities

En el debate contemporáneo en torno al constitucionalismo, un tema principal es la relación entre derechos humanos y democracia. Parece inevitable que dichos conceptos entren en una relación complicada, de tensión, porque de modo convencional se entienden apoyados en principios contrarios —aunque no necesariamente contradictorios. Los derechos humanos repercuten de manera primordial en las personas individuales, en la medida en que reflejan valores como libertad, igualdad y dignidad. La democracia, en cambio, tiene siempre una dimensión colectiva, ya que busca coordinar la acción conjunta de las personas a través de mecanismos de toma de decisiones vinculantes que han de imponerse aun frente a posibles desavenencias. En los casos de conflicto resulta imperativo conocer la alternativa que debe prevalecer: si ha de optarse por resguardar lo más posible la autonomía personal, o si, por el contrario, se ha de preferir apuntalar el consenso de las mayorías.

Cabe seguramente imaginar diversos arreglos o acomodos ante este tipo de conflictos, pero conviene que se tengan en claro las razones que sostienen cada elección particular. En el texto se da por sentado que derechos humanos y democracia representan ideales valiosos. Por lo tanto, el objetivo es analizar los modos en que éstos han intentado acomodarse en las instituciones del Estado constitucional para tratar de maximizar los valores de ambos. Sin embargo, se tratará de eludir el expediente simplificador que pretende ignorar dicha tensión al señalar que los derechos son requisitos de la democracia o que ésta sólo es auténtica si los incorpora.1 Es fácil advertir los continuos problemas que surgen entre los individuos y los colectivos a los que pertenecen. Dar cuenta de lo anterior ni siquiera supone que estos individuos sean seres egoístas, ni los colectivos comunidades cerradas y homogéneas. Toda decisión de un grupo puede ser objeto de desacuerdos, y, por lo menos, dos preguntas relevantes serían: ¿cómo deben ser procesadas esas discrepancias? y ¿qué pasa con las personas o minorías que disienten?

El texto discute algunos de los argumentos sobre estas cuestiones que han ofrecido Jeremy Waldron y Ronald Dworkin. El debate entre estos dos autores resulta de notable interés, ya que ambos prestan una atención especial al hecho del desacuerdo como un dato ineludible, e incluso positivo, de las sociedades modernas. La pluralidad de creencias y concepciones del mundo ocasionan que las personas, aun con la mejor intención de cooperar con el resto en la búsqueda de soluciones imparciales, puedan disentir sobre las soluciones propuestas. Asimismo, ambos autores sostienen una teoría de la autoridad o de la legitimidad porque saben que a pesar de este tipo de desacuerdos, que podríamos calificar como razonables, es menester tomar decisiones colectivas de cumplimiento obligatorio, incluso coercitivo.

No obstante que las respuestas de estos autores difieren de manera significativa, cada uno afirma que su posición protege mejor tanto los derechos humanos como la democracia. Waldron sostiene que los parlamentos son la instancia mejor habilitada para resolver en definitiva posibles conflictos, mientras que Dworkin cree que ese papel compete a los tribunales.

Hay que subrayar también que la defensa de parlamentos y tribunales en cada caso no se apoya en tesis empíricas acerca de su funcionamiento real, sino en cuestiones normativas o de principio. Por lo mismo, no puede ser sencillamente desmontada con contraejemplos de sus malos desempeños.2

El texto se divide en tres secciones. En la primera se expone el planteamiento de Jeremy Waldron, sobre todo su interés especial en los desacuerdos que subyacen a leyes que puedan afectar el disfrute o ejercicio de los derechos humanos. En términos generales, este autor indica que aun cuando se esté de acuerdo en la existencia de derechos, e incluso cuáles sean, pueden persistir discordancias en torno a su aplicación concreta. En este tipo de situaciones debería prevalecer el criterio de las mayorías representadas por el parlamento. En virtud de ello se opone al establecimiento de una carta de derechos fija que pudiera servir para el control judicial de las leyes, toda vez que éste habría de ser ejercido por una minoría y no una mayoría. Sostiene que no hay razones suficientes para pensar que un pequeño número de personas tengan una competencia mayor que la gente común para discernir los problemas en torno a derechos controvertidos.

En la segunda sección se discute la posición de Dworkin acerca del control judicial de las leyes en casos que impactan derechos humanos. Se enfatiza también su interés por los desacuerdos públicos sobre el derecho, y se revelan sus razones a favor de que sea el poder judicial, y no el parlamento, el que dirima las posibles controversias. Asimismo, se revisa por qué considera que esta medida contramayoritaria no subvierte los valores democráticos.

En la tercera y última sección se toma partido por la opción dworkiniana, de manera especial en lo que concierne al lugar de las minorías. La conclusión es que tanto los derechos humanos como la democracia ganan con la institucionalización de procedimientos deliberativos como los de naturaleza judicial y no simplemente mayoritarios.

Jeremy Waldron: desacuerdos sobre derechos y principio de mayorías

Una lectura superficial de Derecho y desacuerdos podría sugerir que en realidad no existe para Jeremy Waldron la tensión planteada entre derechos humanos y democracia, sino un simple predominio de la segunda sobre los primeros. El autor asume claramente que ha de ser el parlamento, a través de un procedimiento de carácter estrictamente mayoritario, el órgano encargado de discutir y resolver en última instancia los problemas de interpretación de las leyes en los casos controvertidos que involucran derechos humanos.

De entrada, el teórico escribe desde un contexto donde no se cuenta con una carta formal de derechos, asumiendo que esto es lo correcto. Pero observa que aun en el caso contrario de que dicha carta existiese, los tribunales tendrían que limitarse a señalar las posibles discrepancias entre las leyes controvertidas y la carta de derechos —la propia Constitución o el derecho internacional. En ningún caso estarían dichos tribunales autorizados a dejar de aplicar o derogar aquellas leyes, porque esto implica que un grupo muy reducido y no electo de personas se oponga a la autoridad democrática de las mayorías.

Sin embargo, su perspectiva es más compleja, porque a diferencia de las versiones comunes de la democracia mayoritaria,3 elaboradas sobre presupuestos políticos realistas, escépticos o relativistas, Waldron es decididamente un liberal que cree de modo firme en los derechos humanos. Este punto debe ser subrayado, porque aunque critica la clasificación de Dworkin de las distintas teorías basadas en derechos, deberes u objetivos, toma también partido por una teoría comprometida con los derechos individuales en sus fundamentos, pese a “dejar todavía abierta la cuestión de qué implicaciones tienen dichos fundamentos sobre la construcción política o constitucional” (Waldron, 2005, p. 256). Este compromiso no resulta superficial. De hecho le parece plausible admitir, en el mismo tenor que su contraparte, la premisa fundamental —hallada en John Rawls— de que “los individuos tienen derecho a una igual consideración y respeto en el diseño y administración de las instituciones que los gobiernan” ​(p. 257).4 Basta echar un vistazo a sus Tanner Lectures en torno a la idea de dignidad, construida sobre la base de la igualdad de todas las personas en los derechos, para verificar dicho compromiso (Waldron, 2012).

Esto significa que cuando Waldron objeta el control judicial de las leyes, no pretende que se puedan resolver de cualquier modo los problemas prácticos, morales o políticos. El autor es enfático en rechazar que su punto de vista sea relativista. No obstante, mantiene que en los casos de desacuerdos más profundos, la defensa de la objetividad tiene, de facto, muy poca utilidad práctica:

En la medida en que los valores objetivos no se nos revelan por sí mismos, en nuestra conciencia o descendiendo del cielo, de una forma que no deje ningún espacio para el desacuerdo, lo único que nos queda en la tierra son opiniones o creencias sobre valores objetivos (Waldron, 2005, p. 134).

Por esta razón, Jeremy Waldron condena la descalificación a priori de las mayorías para tomar decisiones acerca de derechos, sobre todo cuando el desacuerdo alrededor de ellos es persistente y se interpreta como resultado de una incapacidad generalizada en mucha gente para asumir posiciones imparciales, sea por ignorantes, prejuiciosas o autointeresadas.

La cuestión es cómo tratar las creencias divergentes en contextos de pluralidad, donde las respuestas únicas no saltan a la vista. De ahí que Waldron refiera la idea de John Rawls de “cargas de juicio” para explicar la posibilidad de desacuerdos razonables entre personas honestas (2005, p. 135). Es decir, la defensa del punto de vista mayoritario es justificada por el deber de tratar a todos con igual consideración y respeto, sin anteponer un principio de sospecha.

En resumen, la teoría política de Jeremy Waldron se basa, al igual que la de Dworkin, en los derechos, pero con soluciones opuestas, ya que son los mismos derechos los que sirven para defender su posición mayoritaria: “Es imposible, bajo esta perspectiva, pensar en una persona como portadora de derechos y no considerarla como alguien que tiene el tipo de capacidad necesaria para averiguar cuáles son sus derechos” (2005, p. 299).

Considero que es correcto, tratándose de una teoría de naturaleza normativa, que se pueda construir el argumento a partir de una imagen optimista de la persona. No hay por qué creer que los participantes en una discusión pública sean de manera sistemática estratégicos, deshonestos o autointeresados. De hecho, no es nada claro por qué existiría el deber moral o político de deliberar en tales condiciones.

Como Waldron se encarga de replicar a sus críticos en este punto, también es optimista la imagen que se tiene de los tribunales y jueces en el modelo contramayoritario, que otorga al poder judicial la última palabra frente a los desacuerdos sobre derechos. En su opinión, no hay evidencia irrefutable de que países con uno u otro modelo constitucional hayan sido sistemáticamente superiores en la protección de derechos humanos.

Sin embargo, es posible hacer una objeción contra dicho presupuesto desde el mismo plano normativo de la tesis de Waldron. Es decir, sin descalificar a priori las capacidades de las personas, y sin atribuirles prejuicios o intenciones ocultas.

La crítica es de carácter normativo y epistémico, y se asocia directamente con el motivo de Waldron según el cual vale la pena retener en un órgano numeroso, y no sólo plural, como el parlamento, la atribución última de decidir temas de derechos humanos controvertidos, en contra de una carta fija sujeta a la interpretación exclusiva de una minoría de expertos.

Basado en el hecho del pluralismo de creencias y valores, Waldron sostiene que personas de buena fe mostrarán continuamente desacuerdos sobre cuestiones normativas, pese a que todos ellos perciban la necesidad de tener un curso común de acción. A esto se refiere como las dos circunstancias básicas de la política (2005, p. 123).

En la medida que el autor no asume el relativismo, admite la posibilidad de que las personas comunes, al igual que los especialistas, puedan llegar a equivocarse al juzgar en materia de derechos humanos. Que haya desacuerdos razonables como resultado de las cargas del juicio, no descarta la existencia de desacuerdos no razonables que puedan provenir de errores francos o incluso autoengaños. En este sentido, la idea que las personas se comportan de manera reflexiva, desinteresada e imparcial, es de facto tan impráctica e inoperante como la idea de objetividad, criticada por él. Porque si “lo único que nos queda en la tierra son opiniones o creencias sobre valores objetivos”, entonces persiste el deber de evaluar, al menos, la razonabilidad de los desacuerdos, para poder determinar entre éstos qué decisión habrá de prevalecer como legítima. Mientras no se rechace la objetividad en asuntos práctico-normativos tendrán que ser considerados ciertos estándares epistémicos, lo que no supone per se elitismo intelectual: deliberamos porque podemos equivocarnos.

Jeremy Waldron insiste mucho en la multiplicidad y no únicamente en la pluralidad de los órganos legislativos, o sea, en su tamaño (2005, p. 33). Por esta razón, sostengo que está sobre todo interesado en visibilizar los desacuerdos, en iluminar las alternativas. De este modo, luce correcta su apreciación de que el derecho básico por excelencia sea la participación, para que nadie sea injustamente excluido.

La cuestión que resulta irónica, empero, es que una teoría concebida para favorecer la participación efectiva de todas y cada una de las personas, aparentemente de las minorías de manera especial —¿por qué si no enfatizar la noción de desacuerdo?—, niegue o dificulte la oportunidad de desafiar en serio el juicio mayoritario; de combatir su sustancia y afirmar que dicho juicio pueda estar errado con base en razones.

A fin de cuentas, por tanto, su concepción de la democracia mayoritaria termina por reducir el derecho a la participación al mero acto de votar. En sus propios términos, una votación debe ser vista como una cuestión de equidad y no como un problema moral o filosófico (2005, p. 36). Nadie será excluido ni descalificado de la deliberación, pero la cuestión de fondo es que el mecanismo decisorio jugará sistemáticamente contra las pretensiones de los menos, sin que pueda ser objetado su principio constitutivo. Las mayorías de facto siempre se impondrán cuando se trate de tomar decisiones colectivas, y no pueden ser reconvenidas por ello. El acuerdo, no el desacuerdo, continúa por lo tanto siendo el tema principal del derecho y la política desde su enfoque, porque únicamente a través de aquél se pueden generar normas coercitivas. No había que hacer un viaje tan largo para arribar a esta conclusión.

El problema de la tesis de Waldron es que para rescatar la dignidad y razonabilidad de los desacuerdos a partir de una noción fuerte de pluralidad y multiplicidad, para combatir la imagen de una política realista cooptada por intereses egoístas y autointeresados, soslaya el hecho de que tanto los acuerdos como los desacuerdos entre las personas —aun con actitud imparcial— pueden también ser incorrectos e injustos.

De cualquier modo, mi réplica no se basa en que la probabilidad empírica de error sea muy alta o mayor en los parlamentos que en los tribunales.5 Se trata de una crítica al principio de que las opiniones y creencias de las mayorías siempre deben prevalecer por ese solo hecho. Creo que Waldron minusvalora la importancia del falibilismo, argumentando con Hannah Arendt:

Tampoco se trata tan sólo de un argumento sobre la falibilidad, aunque por supuesto cualquiera que sostenga una concepción de la justicia debe contemplar la posibilidad de estar equivocado, y no debe actuar como si esta posibilidad pudiera ignorarse. Se trata más bien de que, cualquiera que sea la confianza que siento acerca de la corrección de mi propia concepción, debo entender que la política existe, en palabras de Arendt, porque “la tierra no está habitada por un solo hombre sino por muchos, que conforman un mundo entre ellos” (2005, pp. 134-135).

El problema de su acercamiento a Arendt es que ésta rechazaba que la verdad debiera jugar algún papel en la política,6 porque lo importante era hacer posible el mayor número de opiniones en la esfera pública, para lograr el acuerdo entre ellas. Como consecuencia, las decisiones políticas debían derivar de la voluntad y no de la razón.

Por esta razón, Jürgen Habermas criticó a la filósofa al advertir que después de insistir tanto en un tipo de acción comunicativa potenciadora del espacio público, haya terminado por negar que la brecha entre opiniones y verdades pudiera ser resuelta mediante razones:

La base del poder la ve en el contrato suscrito por libres e iguales con el que las partes se obligan recíprocamente. Para asegurar el núcleo normativo de la originaria equivalencia que establece entre poder y libertad, Hannah Arendt acaba fiándose más de la venerable figura del contrato que de su propio contexto de praxis comunicativa (Habermas, 1986, p. 222).

Jeremy Waldron replica a los críticos del principio mayoritario indicando que también en los tribunales los asuntos controvertidos sobre derechos son decididos por la mayoría de los magistrados “con independencia de la calidad de los argumentos”. Sin embargo, esto no es del todo cierto. A diferencia de los miembros de un parlamento, de quienes se espera la defensa de posiciones particulares, los jueces están obligados a fundamentar y motivar sus decisiones a partir del derecho preexistente, los hechos acreditados y bajo la exigencia de imparcialidad. Por esta razón, las sentencias tienen una pretensión de corrección sustantiva, que no tienen las decisiones políticas que buscan vehicular la voluntad de las personas en una comunidad.7 Por el lado de los parlamentos, que sus integrantes deban propugnar por sus intereses y sus preferencias, deriva de los presupuestos de pluralidad y multiplicidad asumidos como condiciones normales de la política.

Nótese que nuestra crítica se mantiene en el ámbito normativo. En asuntos controvertidos sobre derechos, las personas comunes pueden equivocarse, lo mismo que los expertos. Sin embargo, si se cree en la objetividad de los conceptos, se ha de asumir que es posible distinguir entre procedimientos de carácter epistémico orientados a alcanzarla y de otro tipo dirigidos principalmente a representar intereses diversos y lograr acuerdos con base en ellos. Solamente en relación con el primer tipo de procedimientos tiene sentido la idea de falibilidad. Porque en los últimos no es claro ni siquiera qué significa equivocarse. Así pues, no veo cómo pueda Waldron discordar de Benjamin Barber, para quien las circunstancias de la política presupongan un ámbito que no es susceptible de verdad o corrección (Waldron, 2005, p. 134).

Entonces, se puede claramente ser optimista sobre las actitudes y cualidades de las personas que participan en las discusiones públicas; no describir a los integrantes de las mayorías como predadores hobbesianos e irresponsables; y reconocerse al mismo tiempo que existen creencias y concepciones acerca de lo justo y lo bueno que pueden lesionar de manera grave la dignidad humana. La filosofía política no tiene por qué optar entre una teoría de la justicia y una teoría de la autoridad, sino quizá mejor reconciliarlas en una teoría de la autoridad justa: en síntesis, una teoría de la legitimidad.

Ronald Dworkin. Desacuerdos sobre derechos y control judicial

En El imperio de la justicia, Ronald Dworkin declara: “Este libro trata sobre el desacuerdo teórico en el derecho” (1988, p. 22). En este sentido, se podría sospechar que su objeto de análisis es el mismo que el de Jeremy Waldron. Sin embargo, esta lectura no sería correcta. En primer lugar, para Waldron los desacuerdos persistentes o profundos sobre los derechos no tienen stricto sensu el carácter de desacuerdos teóricos, porque básicamente traslucen opiniones y creencias divergentes sobre justicia y valores. Debido a que la cuestión de la objetividad no puede garantizarse a priori, entonces las decisiones colectivas relacionadas con los derechos cuentan como legítimas siempre que hayan sido tomadas bajo la regla de mayoría. Con o sin carta de derechos, no se debe privar a la gente, en la voz de las mayorías, de la atribución de indicar o, en su caso, de reinterpretar qué, cuántos y cuáles puedan ser los derechos fundamentales y cómo puedan funcionar frente a otros principios y directrices jurídicos y políticos.

Waldron señala que los desacuerdos sobre derechos humanos ocurren en distintos niveles. Observa que no hay siquiera acuerdo acerca de qué son los derechos. Tampoco se sabe qué derechos se tienen o cuál es su fundamento; ni mucho menos cómo se pueden aplicar de manera concreta y detallada.

No obstante, como Dworkin señala, se puede participar en una discusión con dos actitudes diferentes en torno al tópico principal: como un escéptico externo o uno interno. Es verdad que se puede dudar de que existan los derechos humanos, como un escéptico externo. Pero no tiene sentido admitir que los derechos existen y postular simultáneamente que no es posible hacer afirmaciones sobre los mismos que tengan mínimas pretensiones de verdad o corrección. En la medida que Waldron no es un escéptico externo porque cree en los derechos humanos, debería reconocer que el concepto de derechos, pese a ser siempre disputable, pueda ser también mal entendido y mal empleado. Cualquier concepto puede serlo. Por esta razón subsiste la pregunta sobre el modo de resolver los desacuerdos, por la necesidad de tomar decisiones colectivas vinculantes. Según Jeremy Waldron, las mayorías resolverían a través del acuerdo mayoritario la discusión, destacando la dimensión de la autoridad política.

En estas condiciones, en las que las mayorías tienen la última palabra, no queda bien claro cuál es la función práctica que puedan desempeñar los desacuerdos en el derecho. Porque no importando lo que suceda en sede legislativa, una vez que las decisiones colectivas sean tomadas con el voto de la mayoría, no hay modo de desafiarlas, sino mediante el trámite de reiniciar el proceso de discusión. Pero si lo único que existe son opiniones y creencias, porque la referencia a la objetividad no puede cumplir per se la tarea de filtrar las mismas, entonces el procedimiento participativo queda circunscrito a un mero conteo de los votos. No es necesario ser pesimista para predecir los mismos resultados, dados los presupuestos teóricos de los que se parte.

Del lado contrario, en cambio, Dworkin otorga un papel especial a los desacuerdos sobre los derechos, llamando la atención principalmente sobre el desafío al status quo y a los consensos previos de las leyes vigentes:

El concepto de los derechos, y especialmente el concepto de los derechos contra el Gobierno, encuentra su uso más natural cuando una sociedad política está dividida y cuando las llamadas a la cooperación o a un objetivo común no encuentran eco (Dworkin, 1984, p. 276).

En la concepción de Dworkin, los desacuerdos relevantes son visibilizados o explicitados mediante las demandas de protección de los derechos de las minorías, mientras que en la de Waldron, de facto, son disimulados por la opción mayoritaria.

Esto no significa que los jueces deban asumir el papel de representantes de las minorías, ya que su legitimidad proviene del ejercicio imparcial de su función, que es aplicar el derecho. Es decir, el llamado enfoque contramayoritario no se justifica por la calidad de minoría que tiene la judicatura como órgano integrado por expertos, frente a los órganos representativos, sino parece derivar más bien del hecho de que las demandas de protección de derechos contra leyes o medidas políticas se originan normalmente por personas o grupos que disienten del resto que no se inconforma; o sea, por parte de minorías. Los tribunales están obligados a atender y responder desde el derecho todas y cada una de las pretensiones particulares, sin atribuir a priori una validez definitiva a las medidas legales o políticas que son cuestionadas. De este manera, la propia dinámica judicial hace resonar principalmente las voces de los desacuerdos sobre derechos. Mucho más que una instancia parlamentaria, debido a que en ésta la agenda es también un producto del consenso mayoritario que no puede ser forzado.

Ronald Dworkin es consciente de que algún órgano del gobierno debe decidir por todos y tener la última palabra, y sabe que esto demanda una teoría de la obediencia al derecho. Al igual que Waldron, sostiene una teoría de la autoridad.

Cuando los hombres discrepan respecto de los derechos morales, no habrá manera de que ninguna de las partes demuestre su caso, y alguna decisión debe valer para que no haya anarquía, pero esa muestra de sabiduría debe ser el comienzo y no el final, de una filosofía de la legislación y aplicación de las leyes. Si no podemos exigir que el Gobierno llegue a las respuestas adecuadas respecto de los derechos de sus ciudadanos, podemos reclamar que por lo menos lo intente. Podemos reclamar que se tome los derechos en serio, que siga una teoría coherente de lo que son tales derechos y actúe de manera congruente con lo que él mismo profesa (1984, p. 278).

Del mismo modo que para Waldron, la noción de derechos de Dworkin se apoya en la idea de que todas las personas son dignas de igual consideración y respeto, pese a que pueda haber discrepancias sobre cuáles y cuántos puedan ser los derechos: “mi argumentación supone que, con frecuencia, abogados y jueces razonables estarán en desacuerdo sobre los derechos, así como ciudadanos y estadistas discrepan en cuanto a los derechos políticos” (1984, p. 146).

Dworkin no presume como una tesis empírica que los jueces sean más aptos que el común de las personas para decidir los asuntos controvertidos sobre derechos.8 Su postura no se basa primordialmente en el carácter de expertos que ostentan frente a los ciudadanos, sino en el hecho de que el procedimiento dentro del cual deliberan está directamente orientado a descubrir, y no a inventar, los derechos de las partes en litigio. Este dato supone que sean fijadas pautas —carta de derechos, leyes, precedentes, doctrina— que ayuden a clarificar cuál es el objeto de la discusión y cómo cabe esperar que sea resuelta.

El término “propuestas de ley” que Dworkin (1988, p. 17) emplea se refiere a las distintas declaraciones que hace la gente sobre lo que el derecho ordena, prohíbe o permite; entendiendo que tales declaraciones pueden ser falsas o verdaderas. Fuero interno, las personas asumen cualquiera de estas posiciones frente a sus aseveraciones.

En cambio, el procedimiento pensado por Waldron no tiene un propósito semejante. Los desacuerdos sobre derechos se resuelven contando votos, aunque esto no signifique negar que la deliberación desempeñe un papel importante para filtrar los intereses egoístas. Es el propio procedimiento el que rechaza la posibilidad de que sean descalificados los juicios emitidos por las personas, porque la idea de objetividad no es útil si lo único que existen son opiniones. Es decir, bajo el enfoque de Waldron de que la función específica del órgano representativo consiste en mostrar la multiplicidad de las preferencias, nadie comete errores estrictamente hablando al discutir en el espacio público.

Pero si esto es verdad, entonces en la práctica cuentan como derechos humanos lo que cada quien cree que sean. Esta idea es errónea, a pesar de que los derechos sean un concepto en permanente disputa, y aunque no exista un procedimiento mecánico que garantice haber hallado la solución correcta y definitiva en los casos conflictivos.

Un problema diferente es que un procedimiento deliberativo relativo a derechos humanos pueda ser mejor desempeñado en sede judicial y no legislativa. Pero esta discusión es de otro tipo y gira en torno a los medios más propicios para descubrir las mejores respuestas, y no para inventarlas.9 Como se dijo, una discusión semejante no tiene mucho sentido bajo los presupuestos de Waldron: las mejores respuestas —en tanto que legítimas o autorizadas— son siempre las de la mayoría.

Esta solución resultaría contraintuitiva en el ámbito práctico. En las situaciones reales de desacuerdo, la gente querrá saber si tiene o no derecho a lo que pretende de conformidad con leyes que hayan sido emitidas ex ante.10 Con el principio de legalidad se protegen valores internos o instrumentales del derecho como la no retroactividad, la certeza y la seguridad jurídicas, que son garantías contra la arbitrariedad política. A su vez, dichos valores tienden a traducirse en manifestaciones de la igual consideración y respeto debidos por los poderes públicos a todas las personas.

Entonces, las leyes estipulan determinadas conductas como estando prohibidas, ordenadas o permitidas. Si existen desacuerdos en torno a los imperativos que contienen, tienen que ser resueltos asumiendo que éste es el caso. Es indistinto, en un sentido normativo, si la última palabra acerca de dicho desacuerdo la tiene el parlamento o el tribunal, siempre que se sepa que el diálogo o discusión versa en estos casos sobre quién tiene razón al afirmar que posee cierto derecho. Necesariamente las leyes dicen “algo”, y hay que presumir que pueda ser descubierto, así existan dificultades. Este es el presupuesto de Dworkin: es menester una teoría de la adjudicación y de la interpretación del derecho, y no de la (re)invención del derecho.

La ley es una cuestión de cuáles son los supuestos derechos que proveen una justificación para utilizar o contener la fuerza colectiva del Estado, debido a estar incluidos o implicados en decisiones políticas tomadas en el pasado (Dworkin, 1988, p. 79).

Dado que en opinión de Jeremy Waldron los legisladores no deben atarse o limitarse a sí mismos, a nivel legal o en una carta de derechos, cada discusión sucede ex novo, porque no versa sobre lo que el derecho ya dice, y había fundado la pretensión de los agentes, sino sobre lo que ahora queremos que diga de acuerdo a los acomodamientos que hayan podido acontecer entre mayorías y minorías. En cierto modo, esto es como cambiar las reglas de un juego sobre la marcha, sin anunciar a los participantes que ésta es una posibilidad.

Es interesante la crítica a la idea de precompromiso que realiza Waldron (2005, pp. 305-335). No se puede pretender que los ciudadanos hoy estén atados a las decisiones políticas de las generaciones pasadas. Asimismo, ha de rechazarse que la voluntad del cuerpo legislativo sea unitaria, porque esto puede implicar que los desacuerdos se miren como déficits de racionalidad de las minorías. En tal sentido, el cambio o transformación de las creencias y opiniones de las mayorías acerca de los derechos, no tendría que ser interpretado como debilidad de la voluntad, sino incluso quizá como un perfeccionamiento de la misma.

Pero que el significado de la Constitución y las leyes deba ser justificado a partir de razones jurídicas predeterminadas, tiene una base más primitiva que Niklas Luhmann (1983) concibe como la función específica del derecho: el aseguramiento de las expectativas de los sujetos como un presupuesto elemental de la confianza social.11 Es decir, no es un caso de precompromiso o vacuna contra la irracionalidad. Se trata más bien de lo que el mismo Waldron entiende como

la reconocible necesidad de actuar en conjunto sobre diversas cuestiones o de coordinar nuestro comportamiento en determinados ámbitos con referencia a un esquema común, y que dicha necesidad no desaparece porque tengamos desacuerdos acerca de cómo debería ser nuestro curso de acción común o el esquema a partir del que lo definimos (Waldron, 2005, p. 14).

Waldron tiene razón al señalar que las discusiones públicas giran inevitablemente en torno a creencias de agentes particulares. Sin embargo, de manera normal, las personas revelan distintos grados de afección hacia sus propias creencias y no todas ellas son defendidas con idéntico denuedo. El argumento de Ronald Dworkin es que los jueces —Hércules de manera paradigmática— elaboran teorías sobre los derechos que pretenden coherencia y objetividad, y que están sujetas al escrutinio público.

Dworkin tiene una concepción constructivista del derecho cuyo objetivo es brindar la mejor justificación de leyes, precedentes, doctrina y prácticas jurídicas.12 Presupone para ello que ha de existir un grado suficiente de coherencia entre los principios, que debe ser explícita en razón de la naturaleza constrictiva del derecho. Las expectativas de los participantes en la vida pública han de ser más o menos ciertas.

Se debe subrayar la insistencia de Dworkin en el tema de la coercitividad del derecho como una de las razones primarias de su defensa de la tesis de la respuesta correcta. Por ello, no es tan importante el hecho de que exista o no una declaración de derechos con una jerarquía o fuerza especial. Aun en el nivel de las leyes ordinarias, la adjudicación e interpretación precisa una idea del derecho como un objeto susceptible de ser conocido, y del que pueden ser derivadas normas en todos los niveles con un elemental grado de certidumbre.13 Pero si es posible en cualquier momento en el que aparezca un desacuerdo sobre derechos regresar a la discusión política bajo el expediente mayoritario, sin ningún límite jurídico en sentido amplio o integral, entonces la propia noción de derechos resulta comprometida.

Derecho al desacuerdo. Participación y minorías

Jeremy Waldron enfatiza el carácter prioritario del derecho a la participación individual. Este sería en cierto modo “el derecho de los derechos”. Deriva esta idea del principio de igual consideración y respeto hacia todas las personas postulado por John Rawls. Pero, a diferencia de Ronald Dworkin, quien también apoya su concepción de los derechos en este principio, Waldron concluye que la participación está mejor garantizada en sede legislativa o parlamentaria, que en sede judicial.

Waldron sostiene que todos los derechos humanos derivan su juridicidad de alguna forma de acuerdo o consenso mayoritario; afirmación que quizá Ronald Dworkin no objetaría, en la medida en que considera que los derechos legales, como idea abstracta y conceptual, son aquellos que provienen de decisiones políticas tomadas en el pasado, como una condición necesaria para el uso de la coerción pública (Dworkin, 1988, p. 78).

Ser incluido en el proceso de toma de decisiones colectivas es la mejor manera de asegurar la realización del derecho de participación, lo que a su vez tendría el efecto positivo de maximizar el resto de los derechos. Esto se debe al presupuesto de Waldron de que los individuos son los mejores custodios de sus intereses, según la propia filosofía humanista que enmarca la idea de derechos.14 No sería coherente defender una concepción fuerte de libertad y dignidad de los individuos, y luego reemplazarlos por algún cuerpo de “expertos” para tomar esas decisiones.

Waldron sostiene que los defensores de los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos de América, los trabajadores, las mujeres, etc., lucharon y arriesgaron sus vidas precisamente para conseguir la participación política. Por ende no esperaban que nadie les otorgara derechos que debían ser ganados en la arena pública.

Los trabajadores que desafiaron las cargas de la caballería en Peterloo en 1819, las mujeres que se encadenaron a las verjas de la Casa Blanca o se arrojaron bajo los cascos de los caballos del rey en Epsom en las campañas por el sufragio en el cambio de siglo, los afroamericanos que enfrentaron las porras, los perros policía, las mangueras de incendio y cosas peores en el Movimiento por los Derechos Civiles durante la década de los cincuenta y sesenta, hicieron todas estas cosas para tener voz en las cuestiones políticas de principio que dividían a su comunidad. [...] Lucharon por sus derechos políticos [...] porque ellos iban a ser los afectados por el resultado (Waldron, 2005, p. 24).

Aquí el punto que me parece más problemático en términos de su propia tesis acerca de la función de los desacuerdos en el derecho, y de la importancia atribuida al derecho de todas las personas a la participación. La imagen dibujada por Waldron tal vez sea romántica, pero uno podría preguntarse por qué quienes manifiestan sus desacuerdos con el status quo y con decisiones públicas mayoritarias tendrían que atravesar este tipo de batallas violentas para ver respetados sus derechos, sobre todo cuando hayan sido ya reconocidos o bien puedan ser deducidos de otras disposiciones, precedentes, doctrina, etc. En perspectiva histórica, el caso de la lucha por los derechos civiles puede mostrar el impacto inmediato de ciertas sentencias abiertamente contramayoritarias en situaciones en las que se combaten prejuicios colectivos.

Otra vez conviene recordar que nuestro argumento no se funda en las probabilidades de que los tribunales den mejores soluciones que las mayoritarias a cargo del parlamento. Jueces y representantes populares pueden tener idénticos prejuicios contra ciertas minorías o grupos desaventajados. El mismo ejemplo de los derechos civiles en los Estados Unidos puede ser usado también para desvirtuar nuestra preferencia por los tribunales. Antes de Board and Education, otros jueces habían rechazado las mismas pretensiones de los afroamericanos. Es decir, no existe ninguna instancia o procedimiento que en automático garantice resultados correctos.

Sin embargo, en condiciones semejantes de exclusión y privación de derechos humanos, el derecho a la tutela judicial efectiva o derecho de acceso a la justicia, que se traduce en el poder de obligar a los tribunales a resolver un desacuerdo, parece por su diseño un medio más expedito, seguro y efectivo de participación de minorías, considerando el tipo de reglas que imponen imparcialidad e independencia a los jueces frente a la política.

Lon Fuller (1978) destacó la dimensión participativa de los procesos de adjudicación del derecho, observando que éstos proceden de abajo hacia arriba al asegurar una oportunidad a los sujetos que se sienten afectados para presentar pruebas y argumentos, haciendo realmente significativa su participación. El reclamo de un derecho no es como cualquier otra demanda, sino que debe venir soportado por una regla o principio. Además, impone a la autoridad jurisdiccional el deber de pronunciarse.

Waldron confía en que cualquier persona que manifieste un desacuerdo sobre el derecho en la esfera pública, ejercitando su libertad de participación política, podría conjuntar en su favor las opiniones de sus conciudadanos y modificar sus creencias. Es una posibilidad que no debe descartarse, aunque cabe anticipar dificultades para que los grupos desaventajados y discriminados sean capaces de atraerse la voluntad mayoritaria. Una vez más, no es ésta una observación sobre la posibilidad fáctica de mayorías malignas, sino relativa al mismo principio de la competencia política.

Robert Alexy ha expresado las ventajas de los tribunales en relación al proceso político de la siguiente forma:

Quien consiga convertir en vinculante su interpretación de los derechos fundamentales —esto es, en la práctica, quien logre que sea la adoptada por el Tribunal Constitucional Federal—, habrá alcanzado lo inalcanzable a través del procedimiento político usual (Alexy, 2009, p. 36).

Es cierto que existe evidencia contradictoria o discutible acerca de los logros relativos de los parlamentos y tribunales en la protección de derechos y democracia, razón por la cual la crítica al punto de vista de Waldron no es empírica, como hemos venido insistiendo. Luce probable, de hecho, que un juicio crítico de la labor actual de los tribunales en la defensa de los intereses de las personas y grupos desaventajados deje mucho que desear. En México, por ejemplo, el juicio de amparo, principal instrumento para la protección de los derechos humanos, ha sido invocado de manera usual por los sujetos mejor posicionados. Las más de las veces para tratar la materia tributaria o impositiva.15

En la medida en que no existen datos determinantes que permitan fundar la preferencia por instancias representativas o judiciales, ni siquiera considerando sus resultados, el debate se mantiene en el nivel de los principios, aunque pueda estar orientado fenomenológicamente. Esto significa prestar atención en la práctica a quiénes sean las personas y grupos, así como las circunstancias, que de modo normal hacen salir a la luz los desacuerdos. Pese a que Waldron lleva razón en que “no hay conexión necesaria entre las decisiones de la mayoría en materia de derechos y la tiranía de la mayoría” (2005, p. 22), es dable esperar que los más estén de lado regularmente del status quo.

Bajo este objetivo, los tribunales pueden funcionar mejor para visibilizar los desacuerdos de individuos y colectivos en situación de desventaja social y vulnerabilidad. El procedimiento judicial funcionaría como caja de resonancia de voces que tal vez serían inaudibles en un escenario de competencia política normal. Esta es una contribución de carácter democrático porque apuntala la calidad de la participación, basada en el principio de igual consideración y respeto hacia todas las personas. Como se ha dicho antes, esto no implica que los jueces deban ponerse del lado de las minorías. Los tribunales no son instancias contramayoritarias a priori o por definición. Pueden llegar a serlo tras revisar las pretensiones de quienes están en desacuerdo, pero sólo están autorizados a fallar con argumentos fundados en el derecho existente.16

Roberto Gargarella (2011) ha sido crítico del papel preponderante de los tribunales respecto de otras instancias mayoritarias, como los parlamentos. Ha observado, por ejemplo, que muchas veces la asignación de este rol derivó de presupuestos conservadores y elitistas, según los cuales la toma de decisiones correctas es más probable fuera del alcance de la ciudadanía.

Nosotros hemos rechazado de plano estos presupuestos y hemos interpretado a Dworkin en el sentido de que la función del poder judicial no es tomar decisiones colectivas correctas tout court, o ex nihilo, sino decisiones correctas en un sentido mucho más limitado: que se correspondan con el derecho creado de manera democrática. Especialmente por el carácter coactivo de sus normas. Si ya es difícil la determinación del derecho positivo a nivel legal o constitucional, no se ve cómo la apertura al discurso moral o político pueda contribuir por sí misma a la solución de los problemas prácticos.

Gargarella tiene razón cuando afirma que debe haber mayor diálogo y colaboración entre poderes, y está de acuerdo en que los tribunales desempeñen la función de “obligar al poder político a rever su decisión, o a fundamentarla o justificarla de otro modo” (Gargarella, 2008, p. 147). Estima que debe exigirle “razones públicamente aceptables”, de modo que las decisiones colectivas no queden a merced de los grupos de interés, ni sean resultado de la voluntad arbitraria de una mayoría ocasional.

Sin embargo, cabe preguntar por qué los jueces estarían habilitados para cumplir con esta tarea. John Rawls (1996, pp. 266-275), por ejemplo, defiende que el tribunal supremo es el mejor representante de la razón pública de una comunidad política, pero no parece que Gargarella siga a Rawls hasta este punto. Aunque se percata de que la posición institucional de los tribunales está mejor dispuesta para deliberar de manera imparcial, mantiene que una decisión democrática deriva de un debate colectivo, inclusivo, abierto, entre iguales, que tiene como centro privilegiado de desarrollo el parlamento (Gargarella, 2008, p. 147).

Como se dijo al inicio del texto, nuestra discusión versa sobre el diseño institucional capaz de maximizar derechos humanos y democracia, asumiendo que ambas ideas son esenciales al Estado constitucional. Waldron ha explicado bien que subsisten desacuerdos básicos en todas las sociedades, de modo que no puede presumirse que ningún documento, ni siquiera una carta de derechos humanos, sea indisputable. Creo como él que las normas jurídicas son de facto actos de la voluntad colectiva, y también que ésta no debe ser limitada de manera absoluta. Sin embargo, lo anterior no obsta para que en su desempeño regular, el derecho válido pueda ser determinado con un alto grado de certidumbre, así no sea matemática. Se trata de poder distinguir analíticamente la creación del derecho respecto de su adjudicación. Aunque esta no es una tarea simple, e incluso ha sido cuestionada con el argumento de que los jueces también crean derecho ante la inevitabilidad de las lagunas jurídicas, el principio republicano de división de poderes depende de esta diferencia clave. Al dejar a los tribunales fuera de la competencia política inmediata, y a ésta como el único escenario para la creación de derecho legítimo, se garantiza en la mayor medida posible la imparcialidad y la no arbitrariedad.

De cualquier modo, los órganos representativos no deben temer tanto a los mecanismos de control constitucional. Dado que retienen la facultad de modificar la propia constitución, son ellos quienes en verdad tienen la última palabra sobre lo que dice el derecho. No hay modo de que pierdan esta atribución fundamental que deriva del principio democrático de soberanía popular. Caso por caso, empero, los tribunales tienen que resolver las demandas que conocen con base en lo declarado por el derecho existente, aunque el contenido de cada sentencia sea debatible y los desacuerdos no logren eliminarse por completo.

Bajo esta perspectiva, los tribunales no subvierten el criterio democrático de las mayorías cuando ajustan sus sentencias al derecho preexistente, visto en su conjunto. Es decir, puede que específicas leyes sean inaplicadas en lo particular; o declaradas inválidas y expulsadas del ordenamiento; o reenviadas a la legislatura para su reconsideración, de acuerdo con los diversos mecanismos de control judicial existentes. Pero todos estos actos se justifican en la perspectiva de Ronald Dworkin como actos de obediencia al derecho democrático en su mejor y más coherente interpretación. Una interpretación que considere tanto disposiciones positivas, como precedentes y doctrina.

La conocida actitud de que la adjudicación de competencia debe estar subordinada a la legislación, encuentra apoyo en dos objeciones al poder creador del juez. La primera sostiene que una comunidad debe ser gobernada por hombres y mujeres elegidos por la mayoría y responsables ante ella. Como los jueces, en su mayoría, no son electos, y como en la práctica no son responsables ante el electorado de la manera que lo son los legisladores, el que los jueces legislen parece comprometer esa proposición. La segunda objeción expresa que si un juez legisla y aplica retroactivamente la ley al caso que tiene entre manos, entonces la parte perdedora será castigada no por haber infringido algún deber que tenía, sino un deber nuevo creado después del hecho (Dworkin, 1984, p. 150).

A pesar de ello, por el deber de responder con argumentos fundados todas y cada una de las pretensiones que les sean dirigidas, y por estar resguardados institucionalmente de la lucha política, los jueces poseen por principio una posición más imparcial que los representantes populares. Porque aunque estos últimos tengan una motivación auténtica hacia el diálogo y la cooperación y no sean sujetos egoístas, su función consiste en reflejar las preferencias, creencias e intereses sociales en toda su pluralidad. Por esta razón es que los desacuerdos en los órganos representativos no cuentan como errores, porque el procedimiento corriente está diseñado para agregar y maximizar la pluralidad de los intereses existentes sin que pueda descalificarse ninguno de ellos, sino en casos de perversión o corrupción flagrante de la representación que se ostenta. En los procedimientos judiciales, una sentencia significa, en cambio, que una de las pretensiones es correcta para el caso sometido a discusión. Creo que así puede ser leída la tesis dworkiniana de las respuestas correctas sobre los derechos frente a los casos de desacuerdos. Dado que las decisiones judiciales vienen reforzadas por la coerción estatal, no podría esperarse menos de las mismas.

Agradecimientos

El presente estudio es un producto del Proyecto de Investigación denominado “Igualdad y calidad de la democracia: de las capacidades a los derechos”, CB166870, financiado por el Conacyt a través del Fondo de Ciencia Básica, bajo la responsabilidad del autor.

Fuentes consultadas

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1El problema con esta explicación es que resulta circular porque si bien los derechos son, en sustancia, requisitos de la democracia, su institucionalización qua derechos no puede sino ser el resultado de una decisión política. Si se opta en cambio por la tesis iusnaturalista que entiende derechos como atributos de las personas anteriores al Estado, no se gana mucho en términos prácticos, porque en ausencia de un catálogo escrito o una costumbre judicial asentada sobre tales derechos, siempre quedará la duda de cuáles puedan existir.

2En cualquier caso, como bien señala Josep Vilajosana (2012, p. 93), esta cuestión es más compleja de lo que parece, ya que supone determinar cuál es el estatus de una teoría normativa: “no se trata de tener en cuenta sólo el estado actual de las cosas, sino el funcionamiento potencial de las instituciones: no basta con la mera descripción de cómo son las instituciones, pero tampoco podemos ir más allá de lo que puedan llegar a ser”.

3Para una amplia crítica a este tipo de concepciones puede verse José Luis Martí (2006).

4En el mismo sentido, Richard Bellamy (2010, p. 21) defiende la prioridad de la democracia frente a los procesos judiciales apoyándose también expresamente en la idea de igual consideración y respeto: “El sistema ‘un hombre, un voto’ dota a los ciudadanos de recursos aproximadamente iguales; decidir mediante mayoría trata sus puntos de vista justa e imparcialmente; y la concepción partidista en elecciones y parlamentos institucionaliza un equilibrio de poder que empuja a todas las partes a escucharse y a tomarse en consideración, promoviendo el reconocimiento mutuo a través de la adquisición de compromisos”.

5Waldron expone las reflexiones de Condorcet, quien habría demostrado aritméticamente que la regla de decisión por mayoría hace que un grupo tenga más probabilidades de encontrar la respuesta correcta frente al hombre medio de ese mismo grupo, siempre que la competencia individual promedio sea mayor que 0.5. En tales condiciones, mientras más numeroso sea el grupo mayor, la probabilidad de que la respuesta mayoritaria sea correcta también lo es. Sin embargo, Condorcet sostuvo también que la competencia individual tiende a declinar conforme aumenta el tamaño del grupo, multiplicándose la probabilidad de error; al respecto, Waldron (2005, p. 64).

6Sobre el tema, Hannah Arendt (1996). Asimismo, Alejandro Sahuí (2012).

7 Luigi Ferrajoli (2011, p. 74) ha distinguido entre las decisiones de los órganos representativos como actos de voluntad y las sentencias como actos cognoscitivos: “Se trata de dos tipos de discrecionalidad profundamente distintos, que remiten a las dos fuentes de legitimación a su vez distintas y diferenciadas [...]: la representación política para la legis-lación y la sujeción a la ley para la jurisdicción”.

8En el mismo sentido que Dworkin se pronuncia Owen Fiss (2007, p. 33): “La capacidad de los jueces para hacer aportes especiales a nuestra vida social no se deriva de sus conocimientos o de sus rasgos personales sino de la definición del oficio que les ha correspondido desempeñar y a través del cual ejercen su poder. Este oficio está estructurado por factores ideológicos e institucionales que permiten —y, tal vez, obligan— a los jueces a ser objetivos; no deben anteponer sus preferencias y creencias personales, o las de la ciudadanía, acerca de lo que es justo o correcto, a la búsqueda constante del significado verdadero de los valores constitucionales”.

9 Susanna Pozzolo (2009, p. 187) tiene una opinión similar porque asume que la actividad del legislador “no es de interpretación y aplicación del Derecho, sino justamente una actividad política dirigida a la producción de nuevo Derecho”.

10Como se puede notar, este argumento no supone necesariamente que los ciudadanos estén atados a las generaciones pasadas. La constitución y las leyes pueden ser sus contemporáneas. El asunto es que el procedimiento deliberativo y el método empleado para determinar las pretensiones jurídicas de cada parte conciban las normas como estables y definitivas —a priori— respecto del caso.

11Luhmann define la función específica de la jurisdicción a partir de su orientación hacia el pasado —ex ante—; es decir, el aseguramiento de expectativas normativas de conducta mediante la sanción de hechos a partir de reglas prefijadas. Considera que una orientación de la jurisdicción hacia el futuro —ex post—, la sanción de hechos a partir de sus consecuencias, comprometería tales expectativas y, con ellas, la seguridad jurídica.

12El enfoque es similar al de Owen Fiss (2007, p. 30), quien expresa: “La tarea del juez consiste en dar sentido a los valores constitucionales mediante la interpretación del texto de la Constitución, la historia y los ideales sociales. El juez lleva a cabo una búsqueda de lo que es verdadero, correcto o justo, sin convertirse en participante de la política de los grupos de interés”.

13Considero que a esto se refiere Josep Vilajosana (2012) como “circunstancias de la jurisdicción”, ámbito donde son inevitables zonas de penumbra, lagunas, conceptos esencialmente controvertidos, antinomias o colisiones entre principios. No hay forma de que la legislación pueda llegar al nivel de concreción que exige la actividad de adjudicar el derecho. Esta tarea es por tanto indeclinable para los jueces.

14Se dejan de lado los complejos problemas de la representación política. Se da por sentado que los parlamentos reflejan bien los intereses de las personas y que no existen graves problemas de mediación institucional o de agregación de preferencias plurales o incluso contradictorias.

15Al respecto señala Christian Courtis (2007, pp. 62-63): “Si uno analiza la actividad de la Suprema Corte mexicana en la materia, se encuentra con que, sorprendentemente, gran parte de los casos en los que el tribunal trata denuncias de violación de derechos fundamentales versan sobre temas de carácter impositivo. Se trata centralmente de causas en las que grandes contribuyentes impugnan constitucionalmente el ejercicio del poder fiscal del Estado. Así, un porcentaje que supera largamente la mitad del trabajo de la Suprema Corte referida en materia de amparo está dedicada a estas causas socialmente regresivas: litigantes de altos recursos y acceso a abogados de prestigio que objetan el cobro de impuestos por parte del Estado. Los resultados también llaman la atención: en este tema, la Suprema Corte ha sido notoriamente activista, estableciendo por vía judicial importantes restricciones al poder fiscal del Estado —restricciones que favorecen a los grandes contribuyentes”. Esta misma situación fue denunciada por Pablo González Casanova (1965), tras analizar tres mil 700 ejecutorias, de 1917 a 1960: “En cuanto a los quejosos que llegan a la Corte se advierte una preponderancia evidente de los propietarios y compañías. Por sus salas se ven desfilar desde los viejos latifundistas —como Limantour, la familia Escandón o los Teresa—, pasando por las compañías petroleras, hasta la nueva burguesía, ocupada en protestar sobre todo por la legislación fiscal o la aplicación de impuestos”.

16De acuerdo con Dworkin, esto significa que los tribunales no cuentan con legitimidad, ni tampoco con mayor competencia técnica, para resolver los casos tratando de anticipar las consecuencias de facto de una decisión. Por esta razón, ha criticado el pragmatismo y el análisis económico del derecho representado principalmente por Richard Posner. Al respecto, véase Dworkin (2007).

Recibido: 08 de Febrero de 2017; Aprobado: 17 de Mayo de 2017

* Autor para correspondencia: Alejandro Sahuí Maldonado, e-mail: alesahui@uacam.mx

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