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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.14 no.35 Ciudad de México sep./dic. 2017

 

Dossier

Más allá de la paradoja en Pitkin. Por una concepción dual de la representación

Beyond the paradox in Pitkin. For a dual conception of representation

Adrian Gurza Lavalle1 

1 Adrian Gurza Lavalle es profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Sao Paulo (USP), investigador del Centro de Estudios de la Metrópoli (CEM-Brasil) y del Centro Brasileño de Análisis y Planeación (CEBRAP).


Resumen:

Las teorías contemporáneas de la representación política son unánimes en señalar el carácter relacional de la representación. Sin embargo, compresiones relacionales no asumen necesariamente el carácter constitutivamente dual la representación. Se argumenta en este artículo que concepciones relacionales que no asumen tal dualidad presentan déficits normativos para evaluar la representación, y cuando la evalúan incurren en inconsistencias analíticas. Para sustentar el argumento se adopta una estrategia analítica exigente: examinar las transformaciones de la famosa paradoja de Pitkin, mostrando la presencia de tales déficits e inconsistencias en su obra clásica, El concepto de representación, considerada por muchos autores como pionera en la definición, precisamente, del carácter dual de la representación. Sostengo que una comprensión dual de la representación democrática implica asumir que la representación está constituida por una tensión entre dos componentes o polos irreductibles y dotados de agencia —representado/representante—, lo que la vuelve constitutivamente ambivalente y agónica.

Palabras clave: Representación democrática; Pitkin; el concepto de representación; regímenes de congruencia; dualidad

Abstract:

Contemporary theories of representation are unanimous about the relational nature of representation. However, relational understandings of representation do not necessarily accept the latter is constituted by a duality. This paper argues that relational but not dual theories of representation tend to be flawed in two ways: they present normative deficits and thus are unable to evaluate representation; and when they do so, it is at the expenses of introducing analytical inconsistencies. To support such argument, a demanding analytical strategy is adopted: examining Pitkin’s famous paradox transformation in order to show both normative deficits and analytical inconsistencies in her classic The Concept of Representation, which is deemed as pioneering work in putting forward a dual definition of representation. I claim that dual understanding of democratic representation implies that the latter is constituted by am irreducible tension between two agents —represented/representative—, which turns representation inescapable ambivalent and agonistic.

Key words: Democratic representation; Pitkin; the concept of representation; congruency regimes; duality

There is no need to make mysteries here…

Hanna Fenichel Pitkin

Introducción

Afirmar el carácter relacional de la representación se ha vuelto argumento recurrente de las teorías sobre este concepto, al menos desde el trabajo clásico de Hanna Pitkin. Hoy, gracias al desarrollo de revisiones críticas en este campo teórico, tal afirmación no sólo se ha vuelto consensual, sino que es casi un truismo. A fin de cuentas, por definición, la representación pone en juego el vínculo entre representante y representado. Sin embargo, la comprensión y, sobre todo, el tratamiento normativo de la relación representante-representado en la teoría política distan de ser consensuales (por ejemplo: ¿qué es lo que el representante debe o no hacer en relación al representado? ¿Cuáles son los límites legítimos de las aspiraciones de control del representado sobre el representante?). Así, reafirmar el carácter relacional de la representación puede ser teóricamente inocuo e imprimir efectos formativos relevantes en la construcción de la teoría. Se argumenta en este artículo que, para la teoría política, una estrategia analítica correcta para lidiar con la relación representante-representado es concebirla como dualidad constitutiva de la representación democrática. Otras formas de representación no-políticas como las de índole estética o no-democráticas como las que reconocibles entre un déspota y los súbditos, aunque relacionales por definición, son ajenas tanto a la lógica intrínsecamente dual de la representación democrática como a las implicaciones normativas derivadas de esa lógica.1 Por economía de lenguaje, esa estrategia considerada correcta será denominada abordaje dual de la representación.

Al conceder a la relación representante-representado el estatuto de una dualidad constitutiva, considero esa operación no sólo como una estrategia analítica correcta, sino una opción teórica sin tratamiento satisfactorio en la literatura. Implícitamente, ello implica asumir tres supuestos: i) la existencia de posturas teóricas relevantes que admiten el carácter relacional de la representación política, pero lo elaboran en claves analíticas distintas a la de una dualidad constitutiva; ii) el hecho de que esas claves traen consigo pérdidas que pueden ser eludidas. Las pérdidas que aquí interesan son de índole normativa, es decir, remiten a la (in)capacidad de evaluar la representación mediante algún parámetro político normativo aceptable, definiendo cuándo o bajo qué circunstancias es posible juzgar y dirimir el carácter representativo de la representación. Las pérdidas son de dos órdenes: por un lado, déficits normativos compatibles con teorías que, en perspectivas diferentes, permiten reafirmar el carácter relacional de la representación, pero no ofrecen asidero conceptual para juzgar su representatividad; por el otro, problemas de inconsistencia teórica para amparar proposiciones normativas, es decir, para juzgar la representatividad de la representación. Mientras que en el primer caso el déficit se refiere a la incapacidad de las comprensiones relacionales (pero no duales) de juzgar normativamente la relación entre representante y representado, en el segundo remite a las inconsistencias introducidas en la teoría cuando tales juicios son realizados. Obviamente, se asume también que, tres, el abordaje dual de la relación representante-representado abre perspectivas para el desarrollo de teorías capaces de evitar tales pérdidas. Este abordaje asume el carácter constitutivamente dual de la representación y en él las ambigüedades y conflictos entre representante y representado no son problemas que puedan resolverse en el plano teórico o limitaciones de la práctica política, sino características intrínsecas de la representación que mantienen en disputa la definición misma de lo que debe ser representado.2

Explicitar el contenido de las tres asunciones —existencia de teorías relacionales no-duales, doble pérdida normativa y ventajas de la propuesta que aquí se sugiere— y mostrar su pertinencia, constituye un propósito amplio que excede los alcances de este artículo. Aunque las ventajas de una comprensión dual sean abordadas en los comentarios finales, la atención será dirigida a las dos primeras asunciones. Aún así, el cumplimiento razonablemente satisfactorio de ese objetivo exigiría más espacio que el disponible en estas páginas, más aún si se considera la expansión del campo de las teorías de la representación ocurrido a partir de los años noventa.3 Se opta por echar mano de una estrategia al mismo tiempo económica y analíticamente demandante. Se muestra la pertinencia de tales asunciones concentrando la atención en un trabajo clásico, a menudo reputado como responsable, precisamente, por reconocer y conceder estatus de definición al carácter dual de la representación. Con mayor precisión, será reconstruido el carácter relacional de la representación en uno de los trabajos más influyentes y teóricamente refinados de la segunda mitad del siglo XX, a saber, El concepto de representación, de Hanna Pitkin (1967).4 Se trata de un trabajo notable y referencia obligatoria del debate crítico contemporáneo en el campo de las teorías de la representación. Debido a que su propuesta es identificada como una comprensión de la representación no apenas relacional, sino distintivamente dual (Runciman, 2007), la obra de Pitkin es particularmente elocuente en cuanto a la doble pérdida normativa. La evolución del pensamiento de la filósofa sobre la representación democrática, en las décadas que siguieron a la publicación del libro en cuestión, es igualmente elocuente, pues ésta acaba progresivamente diagnosticando la incompatibilidad entre ambos términos —representación y democracia—, transformándolos en antónimos (Pitkin 1989[2006]; 2004).

Además de la introducción, el argumento se despliega a lo largo de otras cuatro secciones. En la segunda son abordadas las premisas básicas que fundamentan el método analítico de Pitkin y cancelan, en la raíz, la posibilidad de entender la representación como centrada en una dualidad constitutiva. La tercera sección examina cómo la dualidad, supuestamente suprimida, reemerge mediante el uso de la “mala-representación” como parámetro simultáneamente interno y externo para juzgar los diferentes modelos de representación. Después, se examina el estatuto de la dualidad en la caracterización de la representación política y la progresiva relevancia que la autora concede a la “paradoja ineludible” de la representación. Por fin, y aunque con formulación aún muy preliminar, se exploran las implicaciones o beneficios analíticos de una concepción dual de la representación.

Las premisas y los no-misterios de la representación

Un vasto campo de controversias persistentes y confusión teórica. Ese era, en el diagnóstico de Pitkin (1967, pp. 3-4), el estado del arte en las teorías de la representación a lo largo del siglo XX y hasta el momento en que ella abrazó en su tesis doctoral5 el esfuerzo de clarificación conceptual que daría lugar a su libro, hoy clásico. La polisemia de la palabra representación, sin embargo, no era necesariamente un escollo para la teoría; por el contrario, una aproximación empeñada en desvendar el sentido de la representación por la variación de sus significados en el lenguaje ordinario podía servirse bien de tal polisemia. Así, adepta a los preceptos de la filosofía de Oxford, la autora tenía frente a sí un objeto especialmente oportuno para motivar un análisis lingüístico. No se trataba, advertía Pitkin cautelosamente, de recomendar análisis semejante para todas las categorías centrales en la tradición de la filosofía política moderna, pues apenas en ciertas circunstancias el abordaje propuesto era prometedor. La categoría “representación” se encontraba en esas circunstancias.

Dos premisas básicas (working assumptions) sostienen el trabajo en cuestión y merecen atención debido a sus consecuencias para la caracterización de la relación representante-representado en Pitkin, así como para la delimitación del tipo de proposiciones normativas amparadas —y amparables— en el ejercicio de clarificación conceptual por ella desarrollado. Se trata de la viabilidad de una definición general y sintetizada de la idea de “representación” y la adopción de un procedimiento analítico “perspectivista” (método lingüístico) para juzgar las bondades de diversas nociones y concepciones de la representación. Primero, y pese a la polisemia del término y a la confusión teórica imperante, la variación de los sentidos y de las preocupaciones teóricas no equivalen a un uso vago o indeterminado de “representación”, sino que remiten a distinciones inherentes a una variedad de usos en diferentes contextos; variedad que preserva, sin embargo, un mínimo denominador común. Así, no debe causar perplejidad que, a pesar de las controversias obstinadas y de la confusión teórica, en la comprensión de la autora “no hay, de hecho, gran dificultad para formular una definición de una sola frase de ese sentido (meaning) básico, suficientemente amplia para cubrir todas sus aplicaciones en diferentes contextos” (1967, p. 8).6

Se trata de la famosa definición inicial de representación de Pitkin, sin duda la más utilizada aún hoy en el campo de la teoría política, a pesar, curiosamente, de que no es una definición propiamente política de la representación. Ella ofrece tres definiciones propiamente políticas de la representación en los capítulos sucesivos.7 Conforme a tal definición sintética, “representación, tomada en términos generales, significa hacer presente en algún sentido (sense) algo que, sin embargo, no está, literalmente, de hecho presente” (1967, pp. 8-9; cursivas en el original). En tal acepción general, presencia y ausencia se alinean, respectivamente, del lado de la representación y del representado, es decir, el segundo se hace presente a través de la primera. Definir algo que se hace presente de nuevo —re-presentado— como la presencia de una ausencia implicaría cierta paradoja y, así, en los términos de la propia autora, “un dualismo fundamental es construido en el sentido (meaning) de la representación” (1967, p. 9). Es con base en esa formulación que a la autora es atribuida no sólo una concepción dual de la representación, sino, inclusive, la formulación de la definición clásica de tal dualidad;8 sin embargo, con toque sagaz de ironía profesional, ella descarta de modo enfático esa interpretación. Conviene citar literalmente su contraargumento.

Eso [la paradoja y el dualismo fundamental] ha llevado a algunos escritores —principalmente un grupo de teóricos alemanes— a mirar el término como cubierto por misterio, un complexio oppositorum. Pero no hay necesidad de crear misterios aquí; podemos simplemente decir que en la representación algo presente de modo no literal es considerado presente en un sentido (sense) no literal. (1967, p. 9)

En principio, el dualismo constitutivo de la representación estaría definitivamente resuelto para Pitkin: es inexistente. La inclinación germánica por la metafísica llevaría a autores como Carl Schmitt, Glum y Leibholz —los teóricos alemanes aludidos— a crear falsos problemas o misterios innecesarios. La representación no remite a la consustanciación de una ausencia, sino que sólo opera en sentido figurado cuando así es considerado o entendido, sin implicaciones mistificadoras.

Sin embargo, parece obvio preguntar, ¿cómo saber cuando algo puede ser considerado representado y en qué sentido o por quién la figuración es considerada representativa? El libro de la filósofa es, precisamente, la elaboración cuidadosa y minuciosa de una respuesta a esa pregunta mediante aquello que aquí denomino —en terminología ajena a la autora—caracterización de los regímenes de correspondencia entre representación y representado en diferentes universos práctico-simbólicos. Cada uno de los universos práctico-simbólicos abordados admite síntesis como modelo de representación. Sin embargo, según será visto, la reconstrucción de los regímenes propios a cada modelo implica, en Pitkin, no sólo la identificación de los criterios contextuales que rigen la relación de correspondencia entre la representación y aquello o aquellos que son considerados como representados, permitiendo evaluar la representatividad de la representación en cada contexto, sino también la evaluación de la capacidad de ofrecer parámetros para demarcar la mala-representación (misrepresentation) en el caso de la representación política y, al proceder así —como será visto—, la autora acaba burlando sus premisas básicas.

La segunda premisa básica define el procedimiento analítico que, estima Pitkin, permite dirimir muchos de los disensos y controversias persistentes en las teorías de la representación. En plena armonía con su abordaje filosófico centrado en el lenguaje ordinario, la autora renuncia a ofrecer una definición más de la representación —incluso una que pudiera suponerse como más acurada y precisa—, pues la diversidad de sentidos del vocablo, aplicado en diferentes contextos, revela, por la adecuación contextual, dimensiones verdaderas (truth) de la representación. Hacer justicia a todas las dimensiones verdaderas, con el propósito de conciliarlas, es el desafío para el cual el método propuesto resulta particularmente oportuno. Dirimir las controversias teóricas no consiste, por lo tanto, en arbitrar la disputa entre opciones correctas y equivocadas. A fin de cuentas, las diferentes teorías, como las perlas, recuerda Pitkin al lector, “son construidas alrededor de un grano de verdad” (1967, p. 10). Para decirlo en lenguaje propio de la sociología del conocimiento, Pitkin procede con lógica perspectivista (Mannheim 1993[1936]) y asume la tarea de producir una visión integrada capaz de abarcar la complejidad del fenómeno. La metáfora por ella utilizada es evocativa de una era predigital y, sobre todo, inequívoca: “los teóricos políticos nos ofrecen fotografías con flash de bombilla (flash-bulb photographs) de la estructura, tomadas desde diferentes ángulos. Sin embargo, cada uno procede tratando su visión parcial como si fuese la estructura completa” (Pitkin, 1967, p. 10).

Dígase de paso, las dos premisas básicas de trabajo y la propuesta de análisis del concepto de representación mediante una filosofía del lenguaje común son, sin duda, tributarias del momento de la formación filosófica de la autora. El análisis lingüístico de Pitkin, de índole perspectivista y felizmente expresado en la metáfora fotográfica, no habría sido compatible con sus propias posiciones en relación al lenguaje algunos años después. La influencia de los trabajos de Austin sobre el pensamiento de la autora en sus años de formación, acabó por ceder paso a las formulaciones de Wittgenstein sobre los juegos de lenguaje, incompatibles con el perspectivismo (Pitkin, 1972). Mientras que el perspectivismo supone que una orientación más completa es posible al integrar visiones parciales en una apreciación de conjunto, los juegos de lenguaje se sustentan gracias a la actualización práctica de sus reglas por los participantes y como, por definición, no hay juegos más verdaderos que otros, no sólo son inexistentes los criterios para jerarquizarlos, sino también cualquier intento de integrarlos carece de sentido. Sea como fuere, no se trata aquí de un esfuerzo exegético de la evolución del pensamiento de la autora, sino de examinar una obra canónica por su carácter emblemático en lo que respecta a las dos pérdidas normativas asociadas a concepciones no duales de la representación.

Por la naturaleza de sus premisas acerca de la definición y del método, la teoría de Pitkin es, en realidad, un arduo ejercicio de clarificación conceptual —por cierto, llevado a cabo con primor—, cuyo diapasón crítico es bien delimitado e, inevitablemente, restringido. El esfuerzo de clarificación e integración de las perspectivas no “condena” ni “salva” acepciones o teorías, apenas les desvenda el ángulo de visión y la adecuación contextual de los usos. En ese sentido, una crítica consecuente en el plano teórico tan sólo podría denunciar la parcialidad de cada acepción y de sus síntesis y modelos, o intentos indebidos de generalización o totalización de la representación basados en nociones parciales.

Sin embargo, en el plano histórico tampoco hay espacio para elaborar una crítica de las instituciones y el lector buscará en vano cualquier evaluación crítica del gobierno representativo. Los argumentos del libro fueron sedimentados a fines de los años cincuenta, en el periodo dorado posterior a la segunda guerra mundial, y la crítica política y contracultural de los convulsionados años sesenta, de la que emergieron críticas participativistas de la democracia liberal, sólo sería acogida en los escritos posteriores de la filósofa (Pitkin 1989[2006]). Además, el contexto de la Guerra Fría impuso un marco particularmente restrictivo al desarrollo de la teoría democrática, atrincherada en la defensa minimalista y liberal contra tentativas de introducir dimensiones sustantivas como la igualdad en el debate (Plotke, 1997; Gurza Lavalle e Isunza, 2015). También es cierto que, en años más recientes, la crítica de la autora a los límites de la representación se extremó en denuncias de oligarquización del gobierno representativo y, peor, de usurpación de la democracia en el contexto de los procesos agrupados bajo la etiqueta de “globalización” (Pitkin, 2004). Aquí, no obstante, apenas se presta atención a los efectos de las elecciones teóricas de la autora sedimentadas en su libro de 1967.9

¿Cómo amparar, entonces, proposiciones normativas sobre los criterios que rigen la relación representación-representado ateniéndose a la lógica perspectivista, sin parámetros de evaluación externos, y ateniéndose al presupuesto de que no existe una dualidad constitutiva en el centro de dicha relación, sino sólo criterios de correspondencia contextuales? En otras palabras, si el “dualismo fundamental” debe ser rechazado y, en vez de “crear misterios”, el quid es entender según los usos prácticos contextualizados cuando algo es considerado representado —por quién o qué—, y si las formulaciones disponibles para guiar ese entendimiento son perspectivas parciales que obligan a realizar un inventario de usos lingüísticos con la intención de sistematizar los regímenes de correspondencia subyacentes, entonces, sólo ciertas proposiciones normativas parecen congruentes o armonizables con tales elecciones analíticas. La respuesta parece obvia: las proposiciones normativas para analizar las relaciones entre la representación y lo representado sólo pueden ser inmanentes a las perspectivas analizadas. Sin embargo, Pitkin no sólo sigue otro camino y hace depender de criterios externos la evaluación de los regímenes de correspondencia, sino que, a pesar de su consejo de no crear “misterios”, se ve enredada a lo largo del libro y de sus textos posteriores con el carácter dual de la representación en la forma de una paradoja obstinada inscrita en el centro del concepto.

La mala representación sustantiva como parámetro

Se sabe de sobra que Pitkin ordena las diferentes nociones de representación en tres grandes modelos —formal, “standing for” (ponerse por o en el lugar de) y “acting for” (actuar por o en el interés de)—, cada uno de los cuales contiene diversas visiones y teorías de la representación. Al modelo formal corresponden, por ejemplo, diversas teorías de la autorización —absolutista, de los organismos, democráticas, de la nueva ciencia de la política— y de la accountability, algunas de las cuales coinciden integralmente con la obra de algún autor, como en el caso de Thomas Hobbes y Eric Voegelin,10 mientras que otras cuentan con variadas formulaciones tributarias.11 Las nociones de representación del tipo “standing for” se organizan en dos grandes familias —representación descriptiva y simbólica—, pero la mayor diversidad de nociones se encuentra presente en el modelo “acting for” —el más complejo de los tres modelos—, al punto de que la autora ofrece cinco familias de metáforas.12 A pesar de esta diversidad, la filósofa trabaja sistemáticamente apenas dos teorías de la representación como actividad en interés de alguien, ambas de índole antagónica, a saber, aquellas presentes en la obra de Edmund Burke y la de los Federalistas. Todo eso es bien conocido y el contenido propedéutico o informativo de este artículo, en la medida de lo posible, se limitará a este párrafo.

Obsérvese que las comillas en la enunciación de los modelos “acting for” y “standing for”, utilizadas por Pitkin, parecen destinadas a funcionar como un recuerdo permanente al lector de que “no es necesario crear misterios”, visto que la representación en esos modelos opera como si algo o alguien estuviese presente porque algo o alguien se está poniendo en el lugar de ellos o por ellos actúa y, al hacerlo así, es considerado su representante en sentido figurado —nunca literal. Sin embargo, y quizás de modo sintomático, las comillas son olvidadas con alguna frecuencia por la autora. En adelante no serán empleadas en estas páginas, aunque, claro está, la intención que parece animar su uso (inconsistente) en el texto original guarda afinidad con el argumento aquí desarrollado.

El examen de las diversas nociones de representación reunidas en los modelos ilumina afinidades internas y permite mejorar la comprensión de lo que significa representar gracias a la caracterización de los regímenes de correspondencia inherentes a cada modelo. Tales regímenes son los criterios que rigen la relación entre representación y representado en términos de una modalidad de correspondencia explícitamente esperada o implícitamente supuesta en las diferentes nociones de representación asociadas a un modelo; criterios que, en rigor, guardan la concepción de representatividad inmanente en tales perspectivas, definiendo lo que puede o no ser considerado propiamente como representación. El régimen de correspondencia es el saldo del trabajo de comparación de los diferentes usos lingüísticos de la palabra representación y sus vocablos derivados, buscando los criterios que definen cuándo algo es considerado representado, por quién o qué, y qué hace adecuado el uso del vocabulario de la representación en determinados contextos. El diálogo entre modelos ocurre por la comparación de tales regímenes. Con mayor precisión, los últimos condensan las premisas básicas de la autora, al menos en principio, pues a cada modelo y al universo de nociones y concepciones de representación que engloba, son inherentes ciertos criterios internos que definen la adecuación de los usos lingüísticos del vocabulario de la representación en cada caso.

El examen del modelo formal, ya sea en sus versiones centradas en la autorización o en aquellas preocupadas con la accountability, es el paso inicial de la autora por un motivo doble: fue históricamente el primero y, sobre todo, es considerado inferior desde el punto de vista normativo. Como en todos los casos, el modelo es una comprensión unilateral y, aunque verdadero, parcial. Esta crítica puede ser deducida a priori de las opciones metodológicas de la autora y nada informa respecto de la especificidad de las visiones formalistas, ni puede evidenciar la superioridad de una determinada perspectiva en relación a otras. La teoría prima de la autorización, escrita por Hobbes en el capítulo XVI del Leviatán,13 postula la representación total y cristaliza un desequilibrio, nada aceptable para nuestra sensibilidad política moderna, en que el actor, representante (soberano), es libre y a él son conferidos derechos, mientras que el autor, representado (súbdito), permanece vinculado y a él sólo caben obligaciones —incuestionables e ilimitadas (1967, pp. 30-31).14 Sin embargo, no es ese desequilibrio lo que lleva a Pitkin a evaluar el modelo formalista como inferior, pues la autorización continuó como pieza clave de las teorías de la representación después del siglo XVII, y fue aggiornada en diversas formulaciones a lo largo del siglo XX.

Las visiones y teorías formalistas, inclusive las teorías de la accountability, constituyen para la filósofa un modelo inferior debido al hecho de que no proporcionan pistas para elaborar la representación sustantiva, ni definen cualesquier criterios para demarcar la mala representación sustantiva. Por un lado, la representación es puesta de modo puramente formal, como decisión, ley, institución o autorización por la norma, y nada puede informar el modelo respecto de la acción de representar o de las características de la representación. Aun en el caso de los teóricos de la accountability, sus críticas a las teorías de la autorización —por reducir la representación a un único momento inicial y eximir de control al representante— son igualmente vacías de sustancia por la autora, pues de ellas “nada se deriva acerca de cualquier clase de deber, obligación o papel del representante” (1967, p. 57). De hecho, ni las propuestas centradas en la autorización ni aquellas antagónicas de las primeras y preocupadas con la rendición de cuentas, serían capaces de “decirnos nada acerca de lo que ocurre durante la representación, cómo debe actuar el representante o qué se espera que éste haga, cómo saber si él ha representado bien o mal” (1967, p. 57). Si las teorías de la autorización no pueden informarnos lo que sería una práctica de representación insatisfactoria (misrepresenting) o lo que es la mala representación, las teorías de la accountability tampoco ofrecerían ningún avance a ese respecto. En suma, el régimen de correspondencia es deficiente.

Sin embargo, si es plausible afirmar, desde un punto de vista externo, que el auxilio de las teorías formalistas para esclarecer cuestiones sustantivas de la representación es por definición mínimo —o nulo, si se prefiere—, acusar las deficiencias internas de los criterios que rigen la relación representación-representado en esas teorías sólo es posible si es abandonada la segunda premisa básica de trabajo y la lógica perspectivista a ella asociada. En rigor, posturas formalistas conducen a criterios formalistas o procedimentales de correspondencia —de consentimiento o control— y mediante ellos demarcan aquello que no es considerado representación, es decir, representación falsa o mala representación, pero Pitkin demanda de ellas criterios ajenos. Como se sabe, Hobbes (1980[1651]) aborda el fraude dentro de las modalidades de representación limitada, y la representación eximida de control es claramente indeseable para las posturas centradas en la accountability.

Los modelos de representación standing for —descriptivo y simbólico— reciben atención en el segundo momento del análisis de Pitkin y ocupan una posición normativamente intermediaria, pues introducen correcciones saludables a las posturas formalistas, pero su régimen de correspondencia es considerado débil o deficiente. En el modelo descriptivo, algo o alguien se pone en el lugar del representado y es considerado como su representación. La nota distintiva del régimen de correspondencia de este modelo es la semejanza como el criterio que rige la relación entre la representación (o el representante) y lo o el representado. De modo más preciso, la semejanza es estipulada según diferentes criterios. Algunos son exigentes y preocupados con la fidelidad, tal y como ocurre en el caso de la búsqueda de representación sin distorsiones o precisa, presente no sólo en el clasicismo pictórico, sino en los debates que acompañaron y disputaron la historia del parlamento en los siglos XVIII y XIX, y específicamente en aquellas posturas que concebían el carácter representativo del parlamento en términos de su composición sociodemográfica o como una “miniaturización” de la sociedad —por cierto, posturas denominadas de modo esclarecedor como representación proporcional realista, de espejo, demográfica o demoscópica (Sartori, 1962; Galvão, 1971; Mansbridge, 1999). Otros criterios son claramente flexibles, como aquellos que ordenaron las transformaciones del campo de las artes figurativas modernas y su progresivo alejamiento del realismo. Por definición, esas visiones suponen alguna modalidad de correspondencia por semejanza cifrada por alguna clave de interpretación (clasicismo, cubismo, expresionismo, o edad, origen, identidad) entre el original y su representación estética o política. El examen minucioso de las metáforas y usos lingüísticos estéticos, así como el conocimiento de la evolución de las artes plásticas, llevan a Pitkin a concluir que lo que define la representación en el modelo descriptivo es la intención de representar —de expresar una relación figurativa con el mundo siguiendo algún sistema de notación—, cuya efectividad última, para ser reconocida como representación, depende de proporcionar alguna información pertinente sobre lo representado.

Así, y recurriendo a la formulación de Pitkin, el “grano de verdad” del modelo descriptivo enriquece nuestra comprensión de la represen-tación en una doble vertiente: respecto a la conexión entre re-pre-sen-ta-ción y representado, y al papel activo de la primera, y acerca de los límites de aquello que se puede aceptar como representación (mala representación). Los criterios que rigen la relación entre representación y representado hacen que el original sea inseparable de la intención de representar y lo postulan como referencia integrante de la adecuación de la representación animada por algún criterio de semejanza. Existe, por lo tanto, una demarcación de la mala representación, aquella que no es apta para remitir al original con base en alguna modalidad de semejanza, sea ella una semejanza declarada, informada jurídica o políticamente, o figurada estéticamente (Pitkin, 1967, p. 69). Además, y no obstante el énfasis de ese modelo en las facciones de la representación y no en la acción del representante —‘cómo debe ser’ en vez de ‘qué debe hacer’—, él trae consigo informaciones sobre el papel del representante. Una vez supuesta la intención de representar, la representación tiene la incumbencia de proporcionar alguna información pertinente sobre el representado (Pitkin, 1967, pp. 79, 87). Desde esa perspectiva, la composición del parlamento ofrece información susceptible de lectura en sentido descriptivo —comenzando por el aspecto más básico de su composición sociodemográfica—, los legisladores a menudo presentan información sobre sus bases electorales y los candidatos que aspiran a la representación se especializan en descubrir y transmitir los humores de la opinión popular.

Como el modelo de las visiones descriptivas posee un régimen de correspondencia completo, conforme a los criterios de completitud adoptados por Pitkin, la evaluación de la filósofa se atiene parcialmente a las premisas básicas. El modelo informa algo sobre la actividad de la representación y sus límites: cuando ésta cesa de representar o pasa a ser mala representación. Sin embargo, se trata para la filósofa de un régimen de correspondencia débil si se lo evalúa por sus implicaciones para la representación política de carácter sustantivo. El régimen de correspondencia es débil, además de parcial, porque no es suficiente para lidiar con las prácticas de representación política, las que involucran decisiones y acción más allá de la producción de información con base en algún criterio de semejanza (Pitkin, 1967, p. 90). De hecho, “las dificultades reales comienzan si usamos la precisión de la correspondencia no como una fuente de información, sino como justificación para dejar que los representantes actúen por nosotros” (Pitkin, 1967, p. 88). Así, el modelo es considerado internamente completo, aunque débil, por alusión a parámetros externos que serían satisfactorios para modalidades de representación sustantiva, no necesariamente aludidas en los contextos de uso del lenguaje asociados al modelo descriptivo. Aún más: hoy ni siquiera es claro o consensual que, a pesar del escepticismo de Pitkin, semejanzas de trayectorias de vida, experiencias traumáticas o características no electivas compartidas por individuos de diferentes categorías sociales —raza, género, casta—, sean insostenibles como criterios que permiten justificar la representación.15

Las teorías y visiones de la representación simbólica desafían más claramente las premisas básicas de Pitkin. Además, expresan un modelo standing for, pero la relación descriptiva con el mundo pierde todo papel y es sustituida por una relación no figurativa en la que los símbolos desempeñan el papel crucial. Los símbolos ejercen dos funciones. Primero, simbolizan. La conexión entre los símbolos y el mundo no es arbitraria ni meramente convencional y, en ese sentido, no está sometida a un sistema de notación que pueda ser informado, ni su significado podría ser acordado mediante convención, como si se tratase meramente de un signo. La relación con el mundo es resultado de una historia o, mejor, de un proceso de construcción social en que valores y creencias son condensados en símbolos. Luego, la labor oculta de los símbolos, es decir, el trabajo de simbolización, sólo es accesible a aquellos socializados o, al menos, familiarizados con su historia, con el proceso que llevó a la consustanciación ente los símbolos y los valores referidos por los primeros. A veces, los símbolos ejercen una segunda función: representan. En ese caso, el símbolo se pone en el lugar del original y, a los ojos de quien asume la identidad entre símbolo y valor, lo que le ocurre es como si le aconteciera al valor. Banderas e himnos representan naciones; libros y reliquias, religiones, por citar sólo dos posibilidades de representación simbólica en las que agresiones a los símbolos suelen ser interpretados como daños directos a los valores.

El régimen de correspondencia de la representación simbólica es considerado deficiente —incluso peligroso— a pesar de ser más completo que el de la representación descriptiva. Como sería de esperarse, el modelo es apenas una perspectiva del significado de la representación, necesariamente parcial, como en todos los casos. Posee, sin embargo, un régimen más completo que el de la representación formal, pues informa en qué consiste la actividad del representante. De modo semejante a la representación descriptiva, la representación simbólica también descansa en una actividad; sin embargo, ésta no se apoya en un trabajo sobre el símbolo en sí, sino que “parece implicar, en vez de eso, un trabajo sobre las mentes de aquellos que serán representados o de aquellos que serán la audiencia que acepta la simbolización” (1967, p. 11). Debido al tipo de actividad distintiva del modelo —tallar las ideas o percepciones de modo que se haga posible el principio de identidad entre símbolo y valor—, objeciones externas acusando eventuales implicaciones políticas autoritarias son previsibles. El totalitarismo dejó una marca indeleble en la teoría política del siglo XX y no es fortuito que Pitkin aluda específicamente al fascismo (1967, pp. 107-108). A fin de cuentas, “la aceptación de cualquier símbolo en particular no es algo que se pueda justificar, pues eso depende de cuán precisa es la correspondencia [entre símbolo y valor] o de los servicios desempeñados [por el símbolo]. No tiene sentido preguntar si un símbolo representa bien, visto que no existe cualquier cosa que se pueda definir como mala simbolización” (1967, p. 110; cursivas acrecentadas).

Nuevamente, advertencias externas son comprensibles, especialmente cuando se considera que el interés de Pitkin es la representación específicamente política, pero acusar a las deficiencias o incompletitud del régimen de correspondencia de la representación simbólica, es una operación posible sólo si se abandona la segunda premisa básica que fundamenta el esfuerzo de esclarecimiento conceptual de la autora. Una lectura inmanente llevaría a admitir que, aunque no existan criterios explícitos para la demarcación de la mala representación en los términos esperados por Pitkin, no toda simbolización coloca con igual intensidad la creencia o identificación de la audiencia con el símbolo o, de modo más abstracto, el referente no es necesariamente puesto por el símbolo y con él guarda una relación de representatividad en grados variados. Hay simbolizaciones con representación de alcance limitado y eso impone ciertos límites a la actividad del representante, remitiendo su acción al plano del mundo simbólico compartido por los representados o por la audiencia. Aún más: no todo intento de simbolización fructifica —aunque eso remita al complejo terreno de lo contrafactual— y ni siquiera toda simbolización bien lograda asume funciones de representación en el sentido de ponerse “realmente” en el lugar del original. Cuando los símbolos efectivamente representan, lo hacen con diversa intensidad, abarcando igualmente representaciones que presentan o no potenciales riesgos autoritarios —sean ellas el símbolo de la paz o de naciones bajo diferentes regímenes políticos.

Representación política: paradoja obstinada o hado institucional

Las metáforas y nociones de representación que remiten a la actuación de alguien en nombre de un agente o en el cuidado de un paciente —independientemente de si el primero actúa obedeciendo instrucciones, interpretando el mejor interés de los segundos, gozando de plena autonomía al punto de sustituirlos, o movido por conocimiento especializado sobre las consecuencias de los cursos de acción posibles—, son caracterizadas por Pitkin como modalidades de representación activa y sustantiva. Su especificidad consiste en que el modelo remite tanto a una práctica continua y a las acciones que de ésta se esperan, como a la sustancia o contenido que deben ser realizados mediante la representación. Formas institucionales como la autorización y la accountability, así como actividades que consisten en proporcionar información o construir identificación —es decir, los dos modelos anteriores— son insuficientes o deficientes. Se espera que la representación, ahora claramente ejecutada gracias a la intermediación de un representante, contemple el bienestar del representado y sus preferencias. Esa es la familia de nociones y concepciones de representación propiamente política, entendida como actuar en nombre o en el mejor interés de otra persona —acting for.

Este modelo de representación es definido por primera vez tras la revisión de los usos lingüísticos propios a las diferentes metáforas, nociones y concepciones en él englobadas, específicamente en el capítulo dedicado a la controversia mandato-independencia. La definición es reiterada de modo sucinto y más asertivo en la introducción al capítulo décimo, dedicado, precisamente, a la “Representación política”. La “sustancia de la actividad de representar”, advierte Pitkin (1967, p. 155), parece suponer la acción de un representante que actúa con independencia, implicando discrecionalidad y ponderación, pero de manera responsiva y haciendo coincidir tal acción con los deseos del representado, quien, a su vez, también es considerado independiente y con capacidad de juzgar la acción del representante y, eventualmente, discrepar y oponerse a él (1967, pp. 155, 209). Pese a que la doble independencia es una fuente potencial de conflicto, éste no puede ser permanente o, de modo más enfático, “no debe normalmente ocurrir [...] o, si ocurre, una explicación se hace necesaria. Él [el representante] no debe encontrarse persistentemente en desacuerdo con los deseos del representado sin una buena razón en términos del interés del representado” (1967, p. 209).

Así definida, la representación política revela en su esencia una tensión, cuyo tratamiento teórico encuentra expresión nítida en la controversia mandato-independencia. La persistencia de esa controversia, enfocada sobre el debido papel del representante, sea como mandatario sometido a instrucciones (mandato imperativo) o sea como agente independiente orientado por su juicio autónomo, es lo que lleva a la filósofa a advertir la eventual existencia de una paradoja filosófica en la raíz de esa disputa (1967, p. 149). La paradoja no acepta solución fácil y evidencias históricas pueden ser invocadas erróneamente para dirimir una discrepancia eminentemente conceptual, aunque se refiera a problemas políticos reales. De hecho, en los términos de las premisas básicas del análisis de Pitkin, intentar tal resolución es un esfuerzo, si no ocioso, al menos impotente. A fin de cuentas, un esfuerzo de clarificación conceptual como el abrazado por la autora, permite mostrar no las posiciones correctas, sino la parcialidad de ambos extremos (mandato imperativo o autonomía plena) y, al mismo tiempo, desvendarles el valor cognitivo —igualmente parcial, pero complementario.

En su reaparición, después de desechada en la introducción, la paradoja parece ser en ese momento apenas una formulación desafortunada. Ella impone una perspectiva dilemática, forzando a escoger entre posiciones polares como si fuesen excluyentes —independencia o mandato imperativo. Se trata de un dilema que puede ser analizado mediante examen ponderado de los argumentos de ambas partes, de manera que vuelva evidente el grano de verdad depositado en el corazón de las mismas. Así, la formulación en clave dilemática es desafortunada porque, en las palabras de la filósofa, un asunto políticamente relevante “se vuelve complicado e insoluble mediante la paradoja” (Pitkin 1967: 150). Hay evidente concordancia entre esa caracterización y la primera premisa básica de la autora, es decir, la definición mínima de representación común a todas sus manifestaciones lingüísticas y la inexistencia de un dualismo fundamental.

Sin embargo, más adelante, aún en el mismo capítulo, la paradoja resurge obstinada como algo más que una simple opción analítica desafortunada. La verdad contenida en las visiones y teorías favorables, sea al mandato imperativo o sea al delegatorio, deriva ahora del propio concepto de representación, cuyos términos distintivos —estar presente en sentido no literal o factual— amparan posiciones conflictivas. En palabras de la sorprendente formulación de la autora, “esa exigencia paradójica impuesta por el sentido (meaning) del concepto es exactamente lo que se refleja en los dos lados de la controversia mandato-independencia” (1967, p. 153; las cursivas son mías). Es difícil no percibir la distancia entre una opción de consecuencias analíticas lamentables, visto que incrementa artificialmente la complejidad de ciertos problemas reales —per se complicados— al punto de volverlos insolubles, como se sugirió antes, y una paradoja impuesta por el concepto y con la cual, consecuentemente, cualquier teoría de la representación sería obligada a lidiar con mayor o menor pericia.

La definición de representación política fundamentada en una fuente potencial de conflicto —la doble independencia—, trae consigo un régimen de correspondencia no apenas completo, sino también razonablemente explícito y exigente. A fin de cuentas, se busca conciliar los deseos del representado con la acción discrecional del representante en una relación que concede autonomía a ambos y en la cual se espera que el segundo actúe en el mejor interés del primero. Así, el modelo define una actividad y le demarca, simultáneamente, un rango de acción amplio y límites generales en cuanto a la subordinación de los intereses del representado. Curiosamente, y pese a la completitud del régimen de correspondencia, una definición de representación concebida en esos términos presenta dos deficiencias serias para Pitkin: los efectos corrosivos del conflicto y el carácter demasiado permisivo de la misma sobre lo que cuenta como representación —y ello implica, simultáneamente, una capacidad de demarcación débil respecto a la mala representación. En el primer caso, la definición vuelve la representación un fenómeno particularmente frágil y a punto de deshacerse todo el tiempo frente al conflicto, a no ser que se asuma alguna posible conciliación entre los deseos del representado, siempre volátiles, y alguna manifestación de bienestar con mayor estabilidad —típicamente, intereses— que pueda orientar y delimitar las ponderaciones del representante. Pitkin defiende que tal conciliación es posible, pues parece razonable asumir que el interés de las personas tiende a coincidir con lo que es mejor para ellas, como lo muestra el caso de los enfermos, cuyo interés seria recuperar la salud, aunque los cursos de acción más adecuados (medicinas y tratamientos) sean mejor conocidos y más confiablemente prescritos por los doctores. Esta posición en Pitkin (1967, pp. 156-166) busca salvar la posibilidad de actuar en el mejor interés de alguien, aún y cuando esa acción contradiga sus deseos u opiniones.16

Nótese que, a pesar del resurgimiento subrepticio de la paradoja como un trazo inscrito en el centro del concepto, la conciliación intentada por Pitkin conjura o expulsa la conflictividad permanente del reino de la representación y así, se aleja de caracterizaciones de las relaciones de representación en términos agonísticos, resguardando la decisión inicial de no ir por el camino de la dualidad como núcleo constitutivo de la representación. Si “salvar” la representación política en el plano conceptual, expurgándole el conflicto, no es una operación satisfactoria para iluminar las prácticas de representación política existentes en las democracias, tampoco es una opción que satisfaga los exigencias teóricas de Pitkin: encontrar un parámetro normativo exigente y pertinente para la representación política.

En el segundo caso, es decir, en lo que se refiere a la permisividad, inclusive si se asume como plausible la conciliación entre intereses del representado y acciones del representante, la definición sólo establece fronteras muy amplias dentro de las cuales puede ocurrir la representación política, abrazando concepciones muy variadas, incluso antagónicas o incompatibles desde un punto de vista normativo. Modalidades paternalistas, pasivas, sustitutivas, plebiscitarias o activas son igualmente, dentro de tales fronteras, expresiones de representación política que, como tales, admiten alguna modalidad de conciliación entre los intereses del representado y la acción del representante. Así, el régimen de correspondencia inherente al modelo de la representación sustantiva carece de distinciones para discernir las formas indeseables de las deseables.

La variación de las formas de la representación sustantiva puede obedecer, según señala Pitkin (1967, pp. 210-215), al entendimiento abrazado por diferentes autores e implícito en diferentes nociones de tres aspectos: qué es o debe ser representado, las cualidades supuestas en el representante y en el representado, así como las características estimadas como propias de la clase de decisiones tomadas por los representantes. Así, incluso tratándose de modalidades de representación política, ciertas comprensiones que a) enfatizan intereses “objetivos” o generales —“la nación”, por ejemplo—, b) presuponen la sabiduría o alguna cualificación elevada como característica distintiva del representante o serias limitaciones cognitivas como rasgo propio del representado, y c) entienden que la naturaleza de las decisiones que serán tomadas es esencialmente técnica o científica, animarán modalidades de representación sustitutivas o paternalistas. La contribución analítica de Pitkin permite trazar un mapa de las posiciones lógicas posibles dentro del modelo de la representación política, según el entendimiento de los tres aspectos, pero no permite demarcar el universo de las prácticas estimadas legítimas frente a aquellas comprendidas en la mala representación —a no ser que un criterio externo sea invocado.

Sería irónico que el destinado a ser capítulo principal del libro terminara aseverando que el camino recorrido no permite dirimir la mala representación en el caso de la representación política. ¿Cómo avanzar? La ambigüedad puede ser disipada, sugiere la filósofa, si se presta atención al uso contextual de las palabras para saber de qué se está hablando cuando el vocabulario de la representación política es movilizado en el lenguaje. Así, bien vistas las cosas, cuando pronunciados en el reino de la política los vocablos y metáforas de la representación normalmente se refieren al gobierno representativo.

Sin embargo, si el vocabulario de la representación remite al gobierno representativo, es importante especificar nueva definición de la representación política, visto que ahora se trata eminentemente de un andamiaje institucional. En efecto, Pitkin elabora su tercera y última definición de representación política para ocuparse de su expresión por excelencia en el mundo moderno: el gobierno representativo. Cuando se refiere a él, “representación política es, en primer lugar, un arreglo público, institucionalizado, que involucra a muchas personas y grupos en la forma de ordenamientos (arrangements) sociales de gran escala. Lo que hace a la representación no es ninguna acción particular de cualquier participante aislado, sino la estructura y funcionamiento en conjunto del sistema, los patrones que emergen de las actividades múltiples de muchas personas.” (Pitkin, 1967, pp. 221-222).

Al avanzar esa definición, Pitkin realiza un desplazamiento analítico en extremo interesante con relación a sus premisas básicas, a los abordajes dominantes en el campo de las teorías de la representación y a la paradoja fundamental de la representación. En relación a sus premisas, el concepto de gobierno representativo ofrecido parece estipulativo o deducido lógicamente, en vez de desvelado en los usos del lenguaje. Al mismo tiempo, y en lo que se refiere a las teorías de la representación, el desplazamiento analítico permite a Pitkin abandonar las analogías de la relación original-representación y, lo que es especialmente relevante para la representación política, evidenciar la pertinencia de renunciar a la relación uno a uno supuesta en esas analogías. Aunque sea precisamente una relación uno a uno o persona a persona la que subyace al modelo principal-agente (principal-agent model), dominante en el campo de las teorías de la representación, la relación representación-representado no manifiesta sólo la elección de un representante con el objetivo de promover los intereses y valores del elector que lo elige, sino también el apoyo o adhesión a un procedimiento, al funcionamiento público procedimental de ciertas instituciones y a los resultados colectivos que ellas producen.17

En lo que se refiere a la paradoja de la representación, al atribuir centralidad al funcionamiento del sistema como arreglo social de gran escala, el concepto parece adquirir carácter descriptivo y perder conexión con el esfuerzo de identificar regímenes de correspondencia y de distinguir los criterios de demarcación de la mala representación. En otras palabras, si la definición de gobierno representativo remite a la actividad de un complejo sistema institucional y sus resultados, y si las actividades de representantes individuales sólo adquieren sentido cuando son insertas en ese andamiaje, el concepto asume, aparentemente, trazos denotativos o descriptivos. A fin de cuentas, lo que hace que la actividad del representante sea representación política no son sus acciones específicas, sino la inscripción de las mismas en una estructura institucional que opera a gran escala. Así, el concepto debilita su esencia connotativa o normativa relacionada con la definición sobre qué actividad se espera que el representante realice en nombre o en interés del representado. Con ello no sólo se vacía la búsqueda por la especificación de un régimen de correspondencia satisfactorio para la representación política, más importante en las sociedades democráticas —la representación electoral— sino que son reintroducidos elementos formales o institucionales en la definición, los cuales habían sido despreciados mediante la crítica a los modelos centrados en la autorización y la accountability de los primeros capítulos.

En principio, esa posición final parecería inmovilizar normativamente la teoría, pero como hemos mostrado reiteradas veces a lo largo de este artículo —y en dirección contraria a aquella sugerida por sus dos premisas básicas—, Pitkin trata de sedimentar los parámetros del régimen de correspondencia de la representación y de la demarcación de la mala representación en cada modelo, precisamente, con el fin de examinar las posibilidades de un parámetro normativo adecuado para la representación política. La filósofa realizará un último movimiento analítico en esa dirección, reintroduciendo, una vez más, ahora por la vía del examen del gobierno representativo, “la dualidad y tensión entre propósito e institucionalización” (Pitkin, 1967, p. 238).

Dado que el gobierno representativo constituye una institucionalización de propósitos originales de índole normativa, sus instituciones preservan ese vínculo normativo originario como directriz general, pero como andamiaje institucional apenas abre y mantiene la posibilidad de su eventual realización, sin poder garantizarla. Aún más: el gobierno representativo responde en última instancia a expectativas sustantivas sobre su función, pero apenas puede darles un encaminamiento material tan limitado como la capacidad remota de que valores sean cabalmente realizados por instituciones, pues “el concepto de representación, es, así, una continua tensión entre ideal y realización” (Pitkin, 1967, p. 240).

Con ese último movimiento analítico, Pitkin concluye su análisis primoroso de El concepto de representación. La filósofa confirma simultáneamente el dualismo y lo transfigura en el binomio clásico forma y sustancia, descaracterizando, irónicamente, la especificidad de la relación entre representación y representado en la representación política. Si tal relación no hace sino seguir la incapacidad inherente a las instituciones de realizar cabalmente ideales, hay poco en la representación política que una teoría de la representación pueda tematizar con provecho, pues los dilemas de la representación política coinciden con los dilemas de cualquier institución: substancia y forma, valor y regla, intención y procedimiento. Al no asumir de partida una concepción dual de la representación, Pitkin se enreda con una paradoja obstinada que desaparece y reaparece: primero, descalificada como misterio innecesario; después, reintroducida bajo nuevos ropajes, como elección analítica incorrecta, como problema insoslayable inscrito en el núcleo del concepto o, inclusive, como propiedad común al trabajo de toda institución. La autora acaba por hacer uso inconsistente de los regímenes de correspondencia a lo largo de la reconstrucción de los diferentes modelos de representación, pues con la intención de escudriñar un régimen de correspondencia adecuado para la representación política, la autora retrocede sobre su decisión inicial de atenerse a una evaluación estrictamente contextual de la adecuación de los usos del vocabulario de la representación. Tales inconsistencias son, sin embargo, valiosas, pues traducen el esfuerzo de la filósofa de impedir que su empeño de clarificación conceptual se vuelva normativamente inocuo.

El triunfo de la “paradoja Insoslayable”

Curiosamente, en el abordaje de la representación propiamente política, entendida como actuar en nombre de otro, Pitkin no sólo señala criterios defectibles en la demarcación de la mala representación, sino que acaba abandonando por completo el régimen de correspondencia como fuente de parámetros normativos para la evaluación del gobierno representativo, introduciendo en su lugar la paradoja de la representación; aquella a la cual los teóricos alemanes guardaban cierto apego, pero que podía ser desechada, desvaneciendo aparentes misterios. La paradoja, en el último minuto, pierde su carácter mediante su transmutación en el binomio ideales-realización intrínseco a los procesos de institucionalización.

Aunque la posición de Pitkin sea oscilante a lo largo del libro, en los escritos posteriores tal ambigüedad cedió paso a la reiteración de la índole insoslayable de la paradoja y de sus desdoblamientos conflictivos. En 1989, la autora volvió a publicar casi integralmente el “Apéndice etimológico” con el que concluyó su opera prima de 1967, ahora en un libro colectivo destinado a examinar la relación entre innovación política y cambio conceptual (Ball, Farr y Hanson, 1989). Existen algunas diferencias entre los dos textos, publicados con 22 años de diferencia. Las minucias de la reconstrucción histórica de la evolución del término representación fueron reducidas o francamente eliminadas del segundo texto (véase, por ejemplo, 1967, pp. 343, 247-249). Además, Hobbes es situado bajo un manto de sospecha por su incapacidad de expresar el contenido normativo implícito en las nociones de representación de uso ordinario a mediados del siglo XVII, a pesar de proposición contraria explícita en el prefacio de 1967 respecto de la imposibilidad de decidir si el pensamiento del filósofo inglés rayaba en la genialidad, al llevar al límite las ideas de representación disponibles en su época, o era mera expresión de las comprensiones accesibles y corrientes (Pitkin, 1967, p. 250; 2006[1989], p. 141). Así, Hobbes fue degradado, ni filósofo brillante, ni expresión del hombre medio de su tiempo, sino formulador de una concepción por debajo de las posibilidades de su momento histórico. Sobre todo, en una secuencia de párrafos ausentes de la reconstrucción etimológica de 1967 y destinados a sintetizar el argumento del libro acerca del modelo de representación standing for, la autora localiza en la paradoja el origen de las disputas sobre la controversia mandato e independencia: “la disputa crece a partir de la paradoja inherente al sentido (meaning) mismo de la representación” (2006[1989], p. 142). Aunque Pitkin aclare enseguida que, en la teoría política, a la paradoja subyacen innumerables preocupaciones substantivas, es obvio que si la paradoja es inherente al concepto, entonces constituye un problema que se impone y exige tratamiento, sean cuales fueren las alternativas teóricas adoptadas.

Las dos últimas diferencias entre ambos textos son consonantes con el desarrollo de un pensamiento cada vez más crítico en relación a la representación política en las democracias, al punto de que la autora concluye, a fines de los años ochenta, que “sólo la participación directa democrática provee una alternativa a los extremos del dilema mandato e independencia” (Pitkin, 2006[1989], p. 150). Según fue señalado en la primera sección de este artículo, la posición de la autora se volvió más acre en el contexto de la llamada globalización. En un artículo sintomáticamente titulado “Democracia y representación: una alianza difícil”, Pitkin introduce la paradoja en los primeros párrafos del texto, inmediatamente después del concepto de representación, a semejanza de la secuencia del libro de 1967; sin embargo, con intención muy diferente. En esa ocasión, “el núcleo del concepto en sí contiene una paradoja insoslayable: no estar presente y, sin embargo, de algún modo presente” (Pitkin, 2004, p. 336). Aún más: la autora condena la representación al reino de las prácticas antidemocráticas y a la democracia al mundo de la política directa o no mediada, instalando definitivamente una relación de divorcio y enajenación entre ambas: representación y democracia.

En diagnóstico lapidario y asumiendo que la historia de los últimos siglos concedió la razón a Rousseau, Pitkin termina su relación con la problemática de la representación, cuarenta años después de la publicación de su influyente libro, en los siguientes términos: “la representación ha suplantado a la democracia en vez de servirla [...]” y “los arreglos que denominamos ‘democracia representativa’ se han vuelto un substituto del autogobierno popular, no su realización. Llamarlos ‘democracia’ no hace más que sumar el insulto a la injuria” (Pitkin, 2004, pp. 339 y 340).

En realidad, no es necesario contar con los efectos de erosión que el paso del tiempo trajo a las premisas básicas de trabajo de la autora en su libro pionero. Habría algo de anacronismo en la contraposición de sus diferentes posiciones a lo largo de su trayectoria si tal contraposición fuese utilizada para juzgar los argumentos de 1967. Sin embargo, los límites de una comprensión no dual de la representación y de sus efectos sobre la formulación de proposiciones normativas y la consistencia de la teoría, se encuentran centralmente instalados en los argumentos originales.

A modo de conclusión

El análisis desarrollado en este artículo optó por escoger un caso exigente para mostrar que comprensiones relacionales de la representación no son necesariamente duales y que la ausencia de tratamiento satisfactorio al carácter dual de la representación conlleva déficits normativos o costos de consistencia teórica cuando evaluaciones sobre la buena y la mala representación entran en juego. El caso es “exigente” si consideramos la importancia de Pitkin en el campo de las teorías de la representación, así como el hecho de que ella es a menudo reconocida como responsable de la definición canónica de la representación en términos duales. En otras palabras, si el argumento aquí sustentado vale para El concepto de representación, adquiere plausibilidad para otras propuestas y autores que hoy disputan el campo de las teorías de la representación. Sin duda, sería deseable ir más allá de la plausibilidad, pero el abordaje cuidadoso de otras propuestas reclamaría un espacio considerablemente mayor. Aquí cabe apenas ejemplificar tal plausibilidad de modo breve, antes de enfocar la atención en el significado del carácter dual de la representación.

Transcurrieron aproximadamente 30 años entre el libro de Pitkin y la publicación de otra obra con influencia amplia en el campo de las teorías de la representación, a saber, Los principios del gobierno representativo, de Manin (1997). Para el autor, principios institucionales estables definen el gobierno representativo y aunque ellos acepten configuraciones históricas diferentes, su estabilidad define la identidad, continuidad y centralidad de esa forma y el gobierno. Como en Pitkin, su concepción de la representación es relacional, pero no dual, y no es de extrañarse que no ofrezca ni siquiera una proposición de evaluación sobre las bondades o los aspectos perjudiciales de la nueva configuración de la representación denominada democracia de audiencia.18 La tensión entre representación y representado sería, en sí, una cristalización institucional que simultáneamente concede autonomía plena a los parlamentarios y derecho de expresión y formación de opinión libre al ciudadano. Sin embargo, principios institucionales y sus correspondientes acuerdos apenas pueden exprimir el carácter dual de la representación, pero no resolverlo o disolverlo. Y, por eso, la cuestión de la representatividad de la representación o de la buena y de la mala representación no acepta respuestas definitivas ni puede ser satisfactoriamente absorbida apenas en el plan institucional.

Una comprensión dual de la representación democrática implica asumir que la representación está constituida por una tensión entre dos componentes o polos irreductibles y dotados de agencia —representado/representante—, lo que la vuelve constitutivamente ambivalente. La representación es relacional por definición, pero su comprensión dual plantea la relación no como una característica lógica o sociológica del concepto, sino como el aspecto crucial de su índole política inescapablemente agónica. Se trata de una relación de tensión-distensión en la que el grado deseable de control (tensión) del representado/representable sobre el representante/representación —o el grado de discrecionalidad de los segundos (distensión)— es una disputa permanente con soluciones de compromiso en mayor o menor medida estables. Si disuelta o definida en favor de uno de sus polos, la tensión se desvanece junto con la propia representación. Así, por ejemplo, la controversia mandato-independencia no se puede resolver en favor de uno de sus polos, como si se tratara de encontrar la respuesta correcta (por ejemplo, autonomía del representante en el veredicto de Manin). La controversia y sus respuestas teóricas e institucionales constituyen despliegues del carácter dual de la representación. Así, ha encontrado diferentes soluciones de compromiso que expresan la dualidad, pero no la resuelven.

El carácter dual de la representación democrática hace de la ambivalencia un rasgo distintivo no sólo de la controversia mandato e independencia, sino de todos los debates fundamentales en el campo de las teorías de la representación. Así, el dualismo estructura los polos del debate entre soberanía popular o soberanía nacional, elector/base electoral o interés general/bien común; representación de preferencias/deseos o representación del verdadero interés/mejor interés; representación proporcional o representación mayoritaria; representación como fuente de legitimidad/control democrático del poder público o representación como función de gobierno/ejercicio del poder.

En la medida en que la representación política democrática es constitutivamente dual, aquello que está en juego todo el tiempo es la disputa por la definición de la buena y de la mala representación. Así, la representación es agónica y tal disputa opera tanto entre los agentes que ejercen la representación política, buscando posicionarse como legítimos representantes de la voluntad de mayorías delante de sus adversarios, como entre los agentes sociales que participan en la definición de los intereses y opiniones eventualmente representables, es decir, opera en los dos polos de la relación, entre representantes y entre representados. Claro es que la disputa ocurre también, y de modo central, entre agentes relevantes situados a ambos lados: el mundo de las instituciones de la representación —parlamentarias o extraparlamentarias— y el mundo social representable.

Porque la representación política democrática es constitutivamente dual, no es necesario abandonar el reino de la política indirecta para poner en tensión la distancia inherente a la representación con demandas de proximidad y control sobre los representantes o para cuestionar la representatividad mediante reclamos de inclusión de otros intereses o actores, o aun para denunciar la ilegitimidad de determinadas decisiones, exigiendo la corrección o anulación de las mismas en nombre de determinados grupos sociales —de la sociedad como un todo, inclusive. Esa es, de hecho, la dinámica cotidiana de las instituciones democráticas. Es inherente a la representación política acomodar las tensiones-distensiones que son producto de su índole dual; los resultados de ese acomodo, sin embargo, son políticos y, en ese sentido, contingentes para la teoría política.19 Debido a que las opciones analíticas de Pitkin la llevaron a expulsar el conflicto de la representación política, ella acabó por abandonar el reino de la política indirecta buscando respuestas en una política no mediada y bastante utópica en la que la democracia, para ser digna de ese nombre, sólo puede ser autodeterminación directa, realización de la fusión entre actor y acción, cuerpo y voz.

Agradecimientos

El autor agradece el apoyo financiero del Centro de Estudos da Metrópole (CEBRAP, USP), proceso nº 2013/07616-7, CEPID de la FAPESP. Las opiniones, hipótesis y conclusiones o recomendaciones manifestadas son de responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la visión de la FAPESP.

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1Formas no propiamente políticas de representación han sido utilizadas como recurso analítico en el campo de las teorías de la representación, sin duda de modo destacado en Pitkin (1967), pero no únicamente (Saward, 2006; Annkersmit, 2002; y, en el debate brasileño, Araújo, 2006; Cricrelli, 2010). Formas políticas no-democráticas también han ocupado a autores relevantes del campo de las teorías de la representación (para una excelente revisión, véase Novaro, 2000).

2Sin duda al realizar esta tarea se parte de una comprensión del conflicto y en última instancia de lo político distinta de la de Pitkin, quien no alude explícitamente a la distinción entre la política y lo político, ni siquiera en sus trabajos más críticos sobre la representación, publicados décadas después de libro. Los argumentos aquí expuestos son, en ese sentido, en mayor o menor medida próximos del debate posestructuralista (Derrida, 1982; Arditi, 2005) y constructivista (Saward, 2010; Disch, 2015) de la representación, aunque escapa de los propósitos y espacio de estas páginas elaborar las conexiones analíticas con la dimensión de lo político.

3Balances pueden ser consultados en los trabajos de Urbinati y Warren (2007); Viera y Ruciman (2008); Miguel (2013); Rezende (2011); Gurza Lavalle, Houtzager y Castello (2006a; 2006b); Gurza Lavalle y Araújo (2006) Gurza Lavalle e Isunza (2011). Para la ampliación del campo de estudios de la representación política en Brasil, véase Gurza Lavalle y Araújo (2008).

4En lo sucesivo, el libro será referido por el año de publicación (1967).

5Defendida en 1961 y revisada y publicada como libro seis años después por University of California Press.

6Salvo eventual indicación en sentido contrario, los fragmentos citados son traducidos por el autor de este artículo.

7Pitkin ofrece tres definiciones de representación específicamente política en su libro, pero su uso en la teoría política es bastante infrecuente, lo que sorprende especialmente si se lo compara con el amplio uso de la definición inicial que la propia autora caracteriza como demasiado general y abstracta para conciliar los variados sentidos del término (Pitkin, 2004, p. 335).

8Por ejemplo, “En el corazón de la idea de representación política descansa un rompecabezas imposible de solucionar [...] la paradoja de la representación [...] implica que algo debe estar presente para ser ‘re-presentado’; sin embargo, también ausente para ser ‘re-presentado’. Como las cosas no pueden estar presentes y ausentes al mismo tiempo, eso parece ser al menos una tensión inscrita en la idea de representación y, posiblemente, una incoherencia. La descripción clásica de esta paradoja fue dada por Pitkin en El concepto de representación.” (Runciman, 2007). Severs (2010) reconoce el carácter ambiguo de la paradoja de la representación en Pitkin, aunque la ambigüedad sea formulada como una tensión entre, de un lado, el carácter performativo y creativo de la representación, permitido por la conocida definición de la autora —la re-presentación de algo o alguien ausente—, y, del otro, el énfasis que ella hace en el carácter sustantivo de la representación política entendido en términos de responsividad.

9Para más información en este sentido, véase Gurza Lavalle e Isunza (2011).

10Teorías de la representación absoluta y de los organismos, respectivamente.

11Para una revisión de la actualidad de las formulaciones de Voegelin y de otros autores que Pitkin enmarca dentro del modelo formal, véase Novaro (2000).

12Los cinco conjuntos de metáforas y nociones pueden ser sintetizados en los siguientes términos: i) representación como agencia, ii) representación como cuidado de algo o alguien, iii) representación como sustitución, iv) representación como mandato y v) representación como decisión de especialista (Pitkin, 1967, pp. 119-139).

13“De las personas, de los autores y de las cosas personificadas” (Hobbes 1980[1651]: capítulo XVI)

14La crítica interna a la teoría de la autorización de Hobbes contempla también el uso ambiguo de categorías y ejemplos (Pitkin, 1967, pp. 27-29).

15No es de extrañarse que Phillips (2005) haya argumentado, a propósito de un balance en el cuadragésimo aniversario de El concepto de representación, que los argumentos con los que Pitkin diagnosticó la inutilidad política del modelo descriptivo son, al mismo tiempo, perentorios y poco persuasivos. La evolución de los derechos de representación de minorías en el gobierno representativo y la importancia de la política de la diferencia muestran que existe espacio para reclamar representación en términos descriptivos sin ceder paso a sus aspectos más controvertidos (véase Young, 2006[2002]).

16Se trata de una cuestión clásica asociada a la problemática de la independencia del representante en las teorías de la representación, la cual admite como respuesta con cierta plausibilidad la posibilidad de que sea representado el “verdadero interés” del elector, no sus opiniones y aún menos sus deseos. Véase la formulación canónica de Burke (1942[1774]) en su Carta a los electores de Bristol.

17Conforme aquello que Campilongo (1988), en un abordaje sistémico de la representación política, caracteriza como soporte o apoyo de input por parte del elector, contra la idea de soporte de output común en las teorías de la representación y, claramente, en el modelo del principal agente.

18A ese respecto véase Manin (1997) y el esclarecedor diálogo crítico entre Manin y Urbinati (2007).

19Para teorías políticas positivas o de índole explicativa, tales resultados no son contingentes sino objeto de indagación empírica.

Recibido: 07 de Enero de 2017; Aprobado: 13 de Junio de 2017

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