Presentación
Este escrito busca articular la noción de lo político y su utilidad en la discusión sobre las políticas públicas, en particular para promover el desarrollo social en sociedades democráticas como la mexicana. El trabajo tiene una orientación conceptual de alcances limitados, pero parte de una reflexión informada desde la investigación social desarrollada por varios años en el contexto de la región del golfo de México, donde conviven condiciones de gran diferenciación y desigualdad social, cultural, económica y política. En dichos trabajos nos hemos encontrado con la necesidad de analizar los efectos despolitizantes de varias de las políticas públicas implementadas en el territorio, en particular de aquellas utilizadas para combatir la pobreza e incrementar los indicadores de bienestar y desarrollo.1
Se asume de inicio que durante la transición del siglo XX al XXI, la discusión sobre la necesidad de que los gobiernos democráticos cuenten con mejores políticas públicas se diseminó por diferentes partes del mundo, incluido México. Durante el proceso se privilegió una postura técnico-gerencialista que sirvió para descalificar la dimensión conflictual de las acciones políticas y públicas, o de la componente que denominaremos también lo político. Esta descalificación se puede observar tanto en el discurso que las ve nacer —el discurso macro del gobierno—, como en los procesos de implementación en el ámbito social cotidiano.
Hoy en día, las políticas públicas forman parte del discurso de varias disciplinas en las ciencias sociales y las humanidades, del discurso gubernamental en prácticamente todas las naciones democráticas y, en ese trayecto, se han articulado como significante y como forma de acción instrumental con muchos otros conceptos, como participación ciudadana, gobierno de calidad, representación política o desarrollo social. Pero esta articulación debe ser revisada desde varios ángulos, asumiendo una actitud de duda y crítica para no consentir que de las políticas se expulse la posibilidad del disenso en la búsqueda de los acuerdos para impulsar un tipo específico de desarrollo o integración social.
Para abordar dicha preocupación, este escrito se desarrolla desde una perspectiva analítica de tipo político-discursiva y se organiza como sigue. Primeramente se abordan referentes conceptuales útiles para problematizar la política pública como mecanismo de socialización en los Estados contemporáneos en convergencia con la democracia y se le articula con la noción de lo político. Posteriormente, se aborda esta categoría con el papel del disenso desde un punto de vista que denominaremos posfundacional, lo que permitirá hacer referencia a la dimensión discursiva de la politicidad. En seguida se explora la posibilidad de recuperar dichas nociones para pensar el marco ético-político en que se configuran las políticas públicas, su implementación y sus resultados, tanto desde el punto de vista conceptual como desde la acción gubernamental en las coyunturas políticas de la transición del siglo XX al XXI.
A lo largo del escrito haremos referencia a las políticas públicas orientadas al desarrollo social para ilustrar los puntos centrales de nuestra preocupación. Con todas las limitaciones de un escrito de este género, pensamos que es necesario dilucidar algunas características de las instancias de representatividad y los problemas que los Estados y los ciudadanos enfrentan en un tiempo de desencanto con la democracia y de asedio a la participación social. En esta línea es que se trata de aportar algunas claves para volver sobre la idea de política pública sin devenir necesariamente en una lógica gubernamental y administrativa condenada a la apoliticidad o en su caso a la despolitización.
En alguna medida, la reflexión puede entenderse como un intento de re-pensar los procesos políticos democráticos, desde el locus de la investigación de las políticas públicas, tratando de abordar la función del disenso, los conflictos y los antagonismos como interiores, pero extraviados, a la idea de representatividad democrática institucionalizada en Estados como el mexicano.
Las políticas y lo político
Aunque es un campo de conocimiento con más de cincuenta años de vida, la diseminación de las políticas públicas como concepto, perspectiva e instrumento de acción, coincide con un cierto proceso de democratización de los sistemas políticos latinoamericanos en general, y del mexicano en particular (Loaeza y Prud’homme, 2010; Villa, 2010). También con el interés y con la demanda de mejoras en las condiciones de la población por vía de la acción gubernamental planificada y sostenible (Aguilar, 2004, 2006, 2007). En este marco, las políticas públicas se han presentado reiteradamente como instrumentos que, bien diseñados e implementados, servirían para una mejor acción de gobierno, que mientras ayuda a resolver problemas objetivos y concretos, podría incentivar la participación social al respaldar procesos como la construcción de la representatividad política y el desarrollo social participativo.
Es decir, en diferentes perspectivas de la administración pública2 hay un cierto consenso acerca de que a través de ellas es posible capturar conceptualmente y objetivar operativamente las rutas para atender al conjunto de la población a partir de la atención a problemas en la salud, la educación, el empleo, la seguridad social, la igualdad de derechos. Y mientras esto ocurre, se incentivaría el buen gobierno y la participación ciudadana en la identificación y el monitoreo de las acciones de gobierno, que se podrían entender como mecanismos prodemocráticos (Bañón y Carrillo, 1997; Cabrero, 2005; Parsons, 2009).
Ahora bien, esta forma de pensar, de hablar y de actuar, se ha conducido en mayor o menor medida mediante procesos políticos, técnicos y normativos de planeación, de diseño y operación de los gobiernos y las administraciones federales, estatales y municipales que deberían tender a modificar diversos aspectos problemáticos enfrentados por la población. Sin embargo, como ha quedado registrado con abrumadora evidencia, en México y en otras partes del mundo, la transición de siglos ha estado marcada por la exacerbación de serios problemas políticos, sociales y económicos, experimentados intensamente por diversos sectores de la población en forma de desconfianza en las instituciones de gobierno, de pobreza, desigualdad, pauperización de servicios públicos, de exclusión social y política, de violación de derechos humanos, sociales y civiles. También ha sido evidente que en esta época se ha incrementado lo que se denomina el uso político de muchos programas sociales derivados de políticas públicas que deberían estar orientadas a la atención de problemas y la creación de ciudadanía (Cortés y De Oliveira, 2010).
Por estas y otras razones, el discurso de las políticas públicas ha experimentado una apropiación paradójica. Por un lado, diversos sectores las usan para demandar mejores oportunidades, programas y servicios públicos. Por otro, particularmente desde el sector gubernamental —y una parte del sector académico—, han sido integradas desde una visión técnica, donde la sociedad, sus actores, sus procesos más elementales y las metas de mejora se codifican en la forma de procedimientos basados en incentivos, necesidades y conductas a través de mecanismos de gestión y administración que posibilitarían la identificación comunitaria o la representatividad política de amplios sectores de la población. Evidentemente, aunque ambas posiciones son inacabadas, en esta última se tienden a priorizar ciertos tipos de resultados y a desplazar o a ocultar el componente político de las políticas, de sus presupuestos, de su evaluación y de sus resultados.
Si se mira con cierto detenimiento, es posible identificar que a partir de la década de 1980, diversas perspectivas de tipo técnico-liberal se han posicionado de forma privilegiada para atender los problemas y las tendencias de los procesos de democratización en México (Isunza y Olvera, 2006; Hevia, 2010; Woldenberg, 2012). Eso ha contribuido a la configuración de un sistema de razón democrática-representativa que, paradójicamente, tiende a lo que se podría llamar gestos de despolitización social de la política,3 pues propone una gestión político-administrativa que cuestiona la persistencia de los debates, los conflictos y los disensos por ser improductivos o incluso regresivos.
En una línea convergente, en este mismo arco temporal es posible identificar que los procesos de diseño, operación y evaluación de las políticas públicas, entendidas como las “formas y prácticas gubernamentales con que se intenta organizar y gestionar las pretensiones de la política” (Treviño, 2015, p. 57), se han venido abstrayendo en una lógica similar de “gestión de lo público” (Cardozo, 2006; Aguilar, 2004, 2006, 2007) con poco interés en las implicaciones políticas de dicho enfoque.
En un contexto marcado por grandes problemas sociales, una lógica político-gubernamental que enarbola principios de la democracia representativa y una acción gubernamental que “prioriza resultados” podrían parecer razonables. Pero resulta preocupante la creciente descalificación pública, pasiva o activa del disenso y el antagonismo —que aquí entendemos como formas de lo político— bajo la idea de que generan tensiones o que bloquean el logro de metas sociales urgentes. Tal descalificación se ha posicionado sutilmente como resultado de varias lógicas, una de ellas es sin duda la de los pactos sectoriales y cupulares, entre otros, que con cierta insistencia regresan en diferentes formas y ponen en cuestión uno de los principios fundamentales de los sistemas democráticos: la posibilidad de diferir y generar conflictos en el espacio público —común— de las políticas junto con el marco ético-político en que se configuran.
Con este debate como referencia, asumimos el supuesto que sin la participación conflictiva de la población, la gobernabilidad democrática moderna en su conjunto se vuelve un sinsentido. Justamente por el tamaño de estos desafíos es que se asume otro supuesto: la reivindicación de la representación social —política— en la planeación, el diseño y la operación de la política pública, es parte de la respuesta al futuro de la democracia en general,4 y en particular al desafío de la cuestión social del siglo XXI.5
Tal reivindicación obliga a revisar los principales factores que están entorpeciendo el funcionamiento y vaciando de representatividad las instituciones de gobierno y, como elemento empírico de esto, la política pública. En este sentido, es necesario emplazar la noción de políticas públicas y su vínculo con la tecnificación democrática característica de la transición de siglos para abordar el registro de la representatividad social y de lo político.6 Pues si las políticas públicas pueden funcionar como mecanismos relevantes de socialización en los Estados democráticos para el esbozo de horizontes comunes presentes y futuros, se debe problematizar la participación y la representatividad política de las personas durante su diseño, implementación y evaluación de sus resultados desde una mirada no sustancialista.7
En este sentido, la discusión de lo político de la política pública puede ayudar a asumir el carácter socializador de las políticas públicas,8 es decir, a verlas como un marco explicativo alternativo a la tendencia dominante de procesos insumos-resultados/productores-consumidores. Parafraseando a Parsons, la democracia, la política y la participación son medios de la población para aprender de sí misma y de los problemas que enfrenta (2009, p. 615).
Esto significa, en buena medida, considerar las políticas públicas como espacio estratégico con que los Estados cuentan para expresar la cuestión social, la operacionalidad democrática para la constitución de la sociedad contemporánea en general, la representatividad del sujeto y la colectividad en particular.9 En esta lógica, la coyuntura de transición de siglos es condición de posibilidad que debe ser explotada al máximo. De acuerdo con Rosanvallon, estaríamos entrando en una nueva era de lo social y de lo político. Esto implicaría la refundación de la solidaridad y la redefinición de los derechos, y una mejor articulación de la práctica de la democracia, es decir, la invención de las reglas de vivir juntos y “la deliberación sobre la justicia y la gestión de lo social” (Rosanvallon, 1995, p. 12).
Habría entonces cierto convencimiento de que el carácter político de las políticas públicas representa un recurso próximo y sólido para la contracción del presente en busca de otros presentes y futuros, no sólo integrales sino incluyentes, siempre que se lo vea como espacio de reconocimiento de disenso y antagonismo para la gestión de las disfuncionalidades sociales y no sólo como un mero espacio de aplicación de consensos de “mayoría” o del orden hegemónico.10
En este marco es imprescindible abordar la función del disenso y el antagonismo en la política pública para visibilizar la figura teórica de lo político dentro del marco de la representatividad en la democracia contemporánea. Esto significa incursionar en el estudio de la politicidad como modificación de las actitudes y las relaciones del campo de lo común11 más allá de las posibilidades que se “operan” en las instituciones de representación política existentes. En este sentido, se abre el campo y el horizonte de lo político como referente básico para el análisis de experiencias concretas de gobernabilidad “democrática” vía políticas públicas.
En su emplazamiento más general, la politicidad –orden de lo político– sirve aquí para re-pensar desde un ángulo muy específico el estado que guardan los grandes debates contemporáneos en materia de política pública, participación social, representatividad y democracia. En su emplazamiento más específico, la noción ayuda a focalizar el disenso o al antagonismo como referentes indispensables para el diseño, la implementación y análisis de las políticas, en sociedades que aspiran a concretar formas democráticas y de desarrollo social, pero que siguen marcadas por la inequidad, el desgaste institucional, la corrupción o la franca ingobernabilidad.
Una consecuencia de lo anterior es la afirmación de que el disenso, entendido aquí como la puesta en cuestión del estado de las cosas y las condiciones que nos llevaron a ello (Rancière, 2007), o el antagonismo, entendido como la negación ontológica del otro (Laclau, 2006; Mouffe, 2014), en tanto figuras de límite (Barros, 2013), en tanto componentes de lo político, además de permitir pensar en los grandes principios sociales de los Estados democráticos, pueden funcionar como sensores de los resultados de las iniciativas de mejora implementadas desde el ámbito gubernamental. Pueden servir también para conectar, de diferentes formas y con diversos alcances, las coyunturas sociales particulares que entran en tensión con los esquemas procedimentales e institucionales de los actuales órdenes en que opera la política pública en su conducción democrática.
Disenso y democracia
La importancia de las acciones gubernamentales para lograr metas y objetivos que contrarresten las fracturas de legitimidad en las instituciones verticales de la democracia contemporánea y la consiguiente búsqueda de mecanismos alternos de participación (Eberhardt, 2015), obligan a reactivar las lecturas sobre el consenso y el disenso. Esto también puede ayudar a poner en cuestión las narrativas prevalecientes sobre el incremento y persistencia de la pobreza, la desigualdad y la vulnerabilidad, y cómo atenderlas;12 o el creciente poder de injerencia y decisión de sectores exentos del principio público en diversos ámbitos de la vida social.13
Esto plantea un reto que implica movimientos entre planos con diferentes grados de abstracción. Nociones como disenso, antagonismo o conflicto, centrales en el pensamiento filosófico-político desde la época clásica hasta la actualidad, adquieren matices variados a partir de la segunda mitad del siglo XX, particularmente a la luz de la reelaboración planteada por los procesos de descentramiento de la sociedad, de la subjetividad y las identificaciones del sujeto.
Actualmente se ha retomado esta agenda teórica desde diversas posturas y con diferentes entradas a la problematización (Arditi, 1995; Rancière, 2007; Mouffe, 1999, 2000, 2014; Laclau, 2006; Marchart, 2009). Para algunas de ellas se trata de trabajar con una perspectiva orientada a precisar las dinámicas y procesos políticos básicos, buscando, por ejemplo, dilucidar el lugar y la relación entre lo político, la política y las políticas, y junto con ellas, de otras dinámicas específicas a partir de nociones como las de antagonismo, hegemonía, disenso, conflicto, inclusión y exclusión.
Articulándonos con esta línea de reflexión coincidimos en que, para pensar lo político, se parte de un supuesto ontológico no fundacional: la realidad social se constituye vía un juego de sedimentación y reactivación social, de estructuraciones y desestructuraciones marcadas por la contingencia que condicionan la precaria estabilidad final de las formaciones sociales.14 Con la noción de lo político se busca, por un lado, pensar el momento de formación y disolución de lo social (Marchart, 2009) en el que diversas identificaciones se constituyen en la inestabilidad del momento y la coyuntura histórica. Por otro lado, se busca explicar la imposibilidad de contar con fundamentos sobre los cuales constituir la sociedad, esta suerte de ideal moderno que pese a ser un fracaso constante no desaparece como aspiración (Laclau y Mouffe, 2004).
De ahí que, desde el ángulo de lo político, la formación de las estructuras sociales —como las identidades, los sujetos, los proyectos y las políticas— deben verse en el marco de dinámicas no predeterminadas a priori por alguna institución, normatividad, proyecto o agente unidireccional. Por el contrario, en este proceso se despliegan prácticas y relaciones altamente sedimentadas que establecen, a través de procesos de diferenciación, homogeneización, de articulaciones, solidaridades y también de rupturas, frentes más o menos estables a lo largo del tiempo (Aboy, 2013).
Las formaciones sociales, como estructura de politicidad, son el resultado de prácticas discursivas articuladas contingentemente que tienen lugar en campos donde diversos elementos participan en esa red de relaciones de significación que las transforman y constituyen a la vez. Se recurre a la idea de lo político para pensar los actos instituyentes que otorgan algo más que permite movilidad o ruptura a las formaciones sociales: las posibilidades de la disputa por el sentido, de la proyección identitaria, y de cuestionar el estado de las cosas y los elementos que las sustentan.15
Lo anterior apunta a pensar el momento de lo político como reactivación o interrupción de estructuras o articulaciones sedimentadas, provocada por eventos no calculados, conflictos o dislocaciones que pueden o no ser previstas estratégicamente y que se manifiestan en disensos o antagonismos que reactivan las dinámicas políticas de disputa, tensión, intercambio o negociación de lo común desde la inmediatez de lo cotidiano y que no pueden ser administradas con las reglas a mano.16
En este sentido, la concepción no fundacional de lo político permite considerar los deseos y las pasiones, las aspiraciones, los valores, las creencias como aspectos que —en forma de disenso, desacuerdo, desobediencia, decepción o antagonismos— pueden desencadenar momentos emancipatorios de lo político en el orden “democrático” contemporáneo, develando, paradójicamente, un orden democrático.
El trabajo de Mouffe (1999) apunta que si bien la democracia no puede sobrevivir sin ciertas formas de consenso, también debe permitir que el conflicto se exprese, lo que implica la constitución de identidades colectivas en torno a posiciones diferenciadas: “Es menester que los ciudadanos tengan verdaderamente la posibilidad de escoger entre alternativas reales” (Mouffe, 1999, p. 17), o sea, contextualizadas, localmente sensibles; cadenas gramaticales que hacen habitable lo común, constituyendo identificaciones sociopolíticas situadas.
La noción de lo político ayuda a recordar que la ruptura y el disenso son una dimensión política y democrática fundamental: “la confrontación sobre las diferentes significaciones que se ha de atribuir a los principios democráticos y a las instituciones y las prácticas en las que se concreten es lo que constituye el eje central del combate político” (Mouffe, 1999, p. 19), o sea, un orden democrático.
Por ello, la idea de lo político como se entiende en esta reflexión —una forma ontológica expresada de diversas formas: bloqueo, protesta, negación individual o colectiva— sólo tiene sentido en sociedades democráticas. Y la idea de democracia sólo tiene sentido en sociedades que reconocen el disenso y el antagonismo como fundamentales. Por contradictorio que parezca, en la democracia “lo político es la noción con lo cual describimos el momento en el que, mediante procesos decisionales contingentes, las formaciones sociales emergen o, en su caso, se rompen y, por tanto, se reactivan” (Treviño, 2015, p. 55), para integrar la comunidad como un todo siempre contingente. Aquí, las posiciones, los márgenes y los grados de libertad son disputables, espacios móviles y no están predeterminados por las formaciones estatales centrales, como en la forma de la soberanía o el despotismo (Stavrakakis, 2010).17
Conceptualmente, y en resumen, el vínculo, o diríamos, la lógica de relación entre las nociones de lo político, la política y las políticas es de suplementariedad (Derrida, 1994), se ayudan imperfectamente para explicar el funcionamiento de las democracias institucionalizadas como la mexicana. Lo político sirve para pensar las bases que permiten la emergencia y estabilización de las sociedades, que por su lado se gestionan en la política a través de instrumentos como las políticas públicas —que son también configuraciones cognitivas, no meras instituciones y operaciones—. Lo político ayuda a pensar la política, las políticas y, por lo tanto, a la democracia, pero todos son conceptos inacabados que se requieren los unos a los otros, para construir un marco de referencia más amplio. Desde nuestra perspectiva, un orden que articula pretensiones democráticas debe asumir el disenso y el conflicto como sensores de su estado actual y por venir y requiere herramientas conceptuales supletorias suficientemente dúctiles para ello.
Lo político y las políticas de desarrollo social
Al incorporar la figura de lo político para pensar, por ejemplo, la representatividad en el locus de las políticas públicas, se busca ir más allá del pensamiento procedimental y normativo de la democracia contemporánea. Decíamos de inicio que la noción de políticas públicas ha estado presente como elemento político-discursivo central para la gobernabilidad en México desde hace varias décadas. Se han configurado como un horizonte discursivo diverso, con muy variadas implicaciones y obstáculos para explicar la relación entre el Estado y la ciudadanía, y esto es más evidente cuando focalizamos campos de política como la seguridad, el combate a la pobreza o lo que genéricamente se conoce como desarrollo social.
Por ejemplo, de acuerdo con Sojo (2006), en el campo de las políticas públicas el desarrollo social se puede entender como la resultante concreta de la combinación de acciones públicas y privadas, y de intervenciones institucionales y políticas, dirigidas a crear condiciones y oportunidades para que los individuos realicen sus capacidades y obtengan una vida saludable, larga y digna. Se incluyen aquí condiciones de alimentación, vivienda, educación, ambiente, cultura, derechos, empleo estable y remunerado, así como la prevalencia de valores solidarios y comunitarios.
Desde esta perspectiva, el desarrollo social incluye una multiplicidad de acciones en diversos frentes que deben generar resultados en un amplio espectro. De hecho, la forma de su orientación como política de rasgos específicos está sobredeterminada, especialmente desde la década de 1980, por demandas y propuestas de diferentes alcances y orientaciones, por lo que la idea misma de desarrollo ha operado como una suerte de significante vacío (Laclau, 2006) que recibe múltiples significaciones de diferente orden y alcance.18
En México, esto se ha dado en el contexto de una integración multipartidista en los espacios legislativos y de relevo político a nivel presidencial, así como de la consolidación del modelo económico y político de orientación neoliberal, a la luz de la adopción de enfoques institucionales como la Nueva Administración y Gestión Pública (Bañón y Carrillo, 1997; Cabrero, 2005; Aguilar, 2004, 2006, 2007). Eso coincidió con una reorganización constante y problemática de las entidades gubernamentales y políticas (Villa, 2010; Isunza y Olvera, 2006; Woldenberg, 2012).
En este proceso, el desarrollo se ha proyectado como algo que requiere de medidas gubernamentales sostenibles de direccionamiento del cambio. mismas que incluyeron políticas focalizadas para combatir la pobreza, como entregar recursos condicionados atados a programas de educación y salud para incrementar las oportunidades de empleo o de acceso a vivienda. Estas políticas han operado, además, sobre supuestos de tipo racional, asumiendo, por ejemplo, que la libertad individual de elección y las oportunidades que ofrecen los mercados crecientemente liberados, podrían incrementar la productividad, la competitividad y los beneficios para la población. Se ha dado la instalación de una retórica del desarrollo y la competitividad económica, de la transparencia y eficiencia en el gobierno, de las mayores capacidades en los individuos y de la liberalización de diferentes sectores de la actividad económica que, por su lado, han generado nuevas condiciones de desigualdad social.
Junto a lo anterior, en diversos sectores sociales, académicos y políticos es visible la idea de que las condiciones para la mejora social implican la construcción de acuerdos y pactos por encima de las diferencias o las disputas (Rubio y Jaime, 2008). Eso ha abonado a la narrativa de que hay una naturaleza intrínsecamente positiva o productiva de dos elementos de la gobernabilidad democrática en el siglo XXI: la focalización del apoyo gubernamental y el acuerdo o el consenso. Y frente a ello, estaría la naturaleza intrínsecamente negativa o disruptiva de la asistencialidad universal del Estado o de los antagonismos y el disenso respecto a la conducción del presente.
Esta es una lógica política que encadena elementos en sentidos muy específicos: desarrollo social y políticas públicas se resignifican constantemente en el marco de una narrativa de neoliberalismo político y económico. Analíticamente, esto significa que la realidad social y política deben estudiarse como discursos, tendencialmente economicistas (Escobar, 2007; Nandy, 2011), que relacionan elementos particulares para representar la identidad del todo social como un universo de horizonte único que incluye explicaciones del pasado, el presente y el futuro de la sociedad.
Es un tipo de discurso que produce abyección, pues es “incluyente” al adoptar una cierta idea de desarrollo que al mismo tiempo excluye a amplios sectores sociales de la representatividad democrática. Eso es así pues genera un tipo de incorporación pasiva que activa reglas, narrativas y normas concretas para la participación en las políticas y programas, mientras desactiva el disenso que aparece como obstáculo para la toma de decisiones frente a problemáticas “comunes”.
Cierre: el marco ético-político
Decíamos al inicio que este escrito forma parte de un cuestionamiento básico que, ahora, podemos denominar de tipo ético-político, pues es autorreflexivo y pasa por el dominio de la decisión de “volver” a estudiar y discutir las políticas públicas desde, por ejemplo, la investigación social. Este cuestionamiento se puede formular así: ¿cómo recuperar la noción de lo político y sus formas de expresión —disenso, antagonismo, conflictividad— para pensar las políticas públicas y la gobernabilidad desde una mirada democrática que se distancie de perspectivas gerenciales, administrativas, procedimentales, técnicas o consensualistas?
Frente a esta pregunta tenemos respuestas parciales. Por principio de cuentas, desde la perspectiva político-discursiva asumida en esta reflexión, sostenemos que hay lugar para recuperar la discusión sobre lo político en el debate contemporáneo de las políticas públicas, porque, como se expuso en los apartados previos, ayuda a pensar en registros por donde se cuelan procesos potencialmente emancipatorios: la política y las políticas presuponen dinámicas de articulación y ruptura que no son definibles a priori, que deben ser problematizadas y no son necesariamente evidentes.
En segunda instancia y desde otro ángulo, en nuestra discusión hay una clara implicación para la idea de representación política que nos convoca al diálogo con otros académicos. Las políticas públicas en tanto herramientas potenciales para la realización de las promesas de la democracia, son parte del imaginario democrático y en teoría, a través de ellas, los ciudadanos pueden ser consultados y atendidos. Casi todos los diseños de políticas actuales apuntan a incorporar la opinión de los ciudadanos en alguna parte del ciclo de las políticas y con ello se los incluye vía una forma de representación que no es el sufragio.
Pero este mecanismo es radicalmente imperfecto, al estar acosado por la irrupción de lo político. Las políticas, como las que sirven para orientar el desarrollo social, están enmarcadas en una imagen aspiracional de la democracia, son parte del imaginario de una mejor distribución de oportunidades para todos impulsadas por acciones gubernamentales, pero también están marcadas por una precariedad ontológica que les es constitutiva.
Si las políticas buscan funcionar como uno de los mecanismos de integración de lo común en los Estados contemporáneos —lo que no significa la disolución de las relaciones diferenciales con las instituciones—, aunque parezca evidente, se debe recordar que no son iguales para todos, operan contra un fondo de diferenciación social ineludible, la diferencia les es constitutiva y en este marco, disenso y antagonismo pueden tomar la forma de un re-pensar, de una reconfiguración de lo común, a partir de tensiones representativas de la comunidad en su conjunto. En este sentido, pensamos que nuestra discusión previa abona a problematizar también la idea de las políticas públicas como herramientas para consolidar la representación política.
En tercera instancia, y derivado de lo anterior, disentir o generar conflictos en el orden establecido implica reactivar, o si se quiere mantener vivo, el proceso político y democrático que no se agota en el disenso, ni en el acuerdo de la representatividad democrática convencional, sino que puede llegar hasta los cursos de acción con implicaciones directas para los sujetos o las identidades políticas que configura. El disenso no implica la paralización de la acción pública, sino la demanda por la corrección radical o mínima, por los ajustes o mejoras que pueden o no ser técnicos o ideológicos, pero podrían ser aceptados o debatidos por la comunidad que no sólo se beneficia, sino que se consigue identificar como parte de un todo social, con un modelo de sociedad mientras la deconstruye o la solidifica.
Este ejercicio reflexivo, para el caso mexicano, aunque acotado, adquiere pertinencia en un entorno donde la demanda de acuerdos y pactos para impulsar el desarrollo arrojan una luz descalificadora sobre las muestras de desacuerdo y conflicto.19 También es pertinente en el marco de la llamada crisis de representación que parece exacerbada por las consecuencias de la ruptura de ciertos modelos de Estado social durante la transición de siglos.
En el ámbito intelectual, político y gubernamental domina un ánimo democrático-reformista, acosado por la vuelta de nuevas formas de absolutismos que, sin renunciar a criterios normativos, administrativos o incluso gerenciales asumen los procesos sociales y políticos como problemas básicamente de gestión —de recursos, de conflictos, de posiciones— que pueden ser fácilmente atendidos con la ley o con la decisión. En buena medida, críticas como las de De Sousa (2005) son muy pertinentes al plantear la necesidad de democratizar la democracia, es decir, descaminar este tipo de democracia liberal, gerencial, increíblemente excluyente, y vigente en la transición de siglo.
En este sentido, como apunta Mouffe, “si bien es cierto que hay que defender la democracia representativa, también hemos de reconocer que su teoría es realmente deficiente y que hemos de formular nuevos argumentos a su favor” (Mouffe, 1999, p. 135). Por ello pensamos que la figura de lo político puede ayudar a pensar formas de reactivación del debate democrático en la escala de los grandes discursos y en la escala de las políticas cotidianas; puede ayudar a pensar con cierta sofisticación el tránsito a nuevos territorios éticos, políticos y sociales no menos complejos.