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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.14 n.35 Ciudad de México Sep./Dec. 2017

 

Dossier

Pensar la representación política como ciudadanía: notas para un debate histórico conceptual

Thinking political representation as citizenship: notes for a conceptual historical debate

Adrián Velázquez Ramírez1  * 

1 Investigador y docente del Centro de Estudios en Historia Conceptual de la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín, Argentina.


Resumen:

Tomando como punto de partida el planteamiento de Giuseppe Duso sobre el concepto de representación política, el artículo se focaliza en el problema de la presencia política del ciudadano. Para ello se muestra la conexión interna entre la naturaleza representativa de la forma política moderna y la emergencia histórica de un concepto de ciudadano que enfatiza su dimensión política, es decir, que no sólo recala en su condición de representado sino en su capacidad de acción. No se trata, por lo tanto, de oponer a la representación política un concepto de participación que le es exterior, sino de buscar en el interior de este concepto las condiciones para pensar el problema del ciudadano y su potencia política. Para abordar estos problemas, proponemos un desvío metodológico que precise la distinción entre orden político y orden conceptual y que nos servirá como vía de exploración durante nuestro recorrido.

Palabras clave: Representación política; ciudadanía; historia conceptual; Escuela de Padua; Giuseppe Duso

Abstract:

By addressing the Giuseppe Duso work on the concept of political representation, the article aims to discuss the problem of the political presence of the citizen. To aim this task we show the internal connection between the representative nature of the modern form and the historical emergence of a concept of citizen that emphasizes its political and material dimension. By this way, we dont seek to oppose political representation to a external concept of participation, but to search in the interior conditions whitin this concept the way to think the problem of citizen. To address these subjets we propose to work on the distinction between political and conceptual order which will serve as a way of exploring the political representation dynamics in modern democracy.

Key words: Political representation; citizenship; conceptual history; School of Padua; Giuseppe Duso

Introducción: democracia, otra vez

Escribir en clave elogiosa sobre la representación política podría parecer ir a contramano de los tiempos actuales. En efecto, el escenario que se abre paso entre nosotros vuelve a poner en el banquillo de los acusados al mecanismo representativo. En momentos como este, en los cuales la política en su conjunto es cuestionada y reducida por los protagonistas a un espectáculo mediático, se impone la necesidad de revisar los presupuestos que estructuran nuestro lenguaje político para volver a conectarlos con las preguntas fundamentales que le dieron sentido en un principio. Volver a pensar la política implica, sobre todo, discutir una vez más la forma en que organizamos nuestra convivencia mutua.

El descontento con la representación política, sin embargo, no es nuevo. Rosanvallon (2004) ha mostrado que la referencia a una supuesta crisis definitiva de la representación surge en la Francia posrevolucionaria casi al mismo tiempo en que este mecanismo quedó instituido como el principio por el cual se organiza la democracia. La coincidencia en el tiempo no es tan relevante como el hecho de que Rosanvallon logra vincular ese estado de crisis permanente con el propio funcionamiento interno del mecanismo representativo. En efecto, pensar en un concepto de representación política reconciliado consigo mismo, es decir, en donde representantes y representados coinciden uno a uno, abre las puertas a pretensiones totalizadoras que esconden una mirada apolítica. El permanente descontento con la representación política nos revela hasta qué punto el conflicto es parte inherente de la lógica representativa de nuestras democracias contemporáneas.

¿Quiénes somos? ¿Qué queremos? ¿Cómo lidiamos con nuestras diferencias internas? Son preguntas que suelen emerger durante la efervescencia de esos momentos en los cuales elegimos a nuestros representantes. Desde este punto de vista, la relación entre representados y representantes es una coartada detrás de la cual se esconden importantes procesos de constitución de la sociedad moderna y que a veces quedan diluidos entre los nombres propios y las consignas superficiales que pueblan las elecciones. En este sentido, coincidimos con Claude Lefort cuando piensa en la representación política como una mediación que le permite a la sociedad —actor plural e irreductible—, trabajar sobre sí misma y decidir sobre la organización de su pluralidad.

Destacar la dimensión conflictual de la representación política implica introducir un contrapunto a aquellos discursos que ven en ella una despolitización del ciudadano, un momento de captura de la voz de los representados y el camino ineludible a la traición de las aspiraciones políticas de la sociedad. Queremos proponer un camino alternativo. Nos preguntamos si a través del concepto de representación política se puede arribar a una concepción del ciudadano que tenga como aspecto central su naturaleza política, es decir, su capacidad para decidir en los asuntos de su comunidad. Esto supone afirmar, contrario a ciertos sentidos comunes muy presentes en los discursos críticos sobre la democracia representativa, que participación y representación no son términos excluyentes.

El objetivo del presente ensayo es mostrar el posible recorrido histórico-conceptual por el cual la lógica y el movimiento interno del concepto de representación política nos permite pensar un tipo de participación ciudadana. No se trata, por lo tanto, de oponer a la representación política un concepto de participación que le es exterior, sino de buscar en el interior de este concepto las condiciones para pensar el problema del ciudadano y su potencia política.

Para cumplir con este objetivo situaremos nuestra discusión desde una perspectiva histórico-conceptual. Al restituir el carácter contingente y problemático de los conceptos por los cuales organizamos nuestro mundo político, este enfoque nos permite reflexionar sobre los pliegues, conjunciones y límites que definen el espacio político moderno. A fin de arraigar en bases sólidas nuestro argumento, es imperioso atender al agudo cuestionamiento que Giuseppe Duso ha realizado al concepto de representación política. La exploración y crítica radical del léxico político y jurídico moderno realizado por el grupo de historia conceptual de la Universidad de Padua nucleado en el Centro Interuniversitario di Ricerca sul Lessico Politico e Giuridico Europeo nos deja como legado el desafío de pensar los propios límites de nuestra experiencia política.1

La historia conceptual paduana: enigma y estructura de la mitología moderna

El enfoque histórico conceptual que caracteriza a la Escuela de Padua parte de reconocer que la veta abierta por la Begriffsgeschichte alemana2 hace posible un cuestionamiento radical del léxico político y jurídico moderno. Luego de señalar cierta tentación historicista presente en la historia conceptual delineada por Koselleck (Duso, 2015), la Escuela de Padua intenta llevar a sus últimas consecuencias las premisas fundamentales que se desprenden de reconocer el carácter histórico de los conceptos políticos. Con ello las indagaciones de la Escuela de Padua adquieren un filo particular para diseccionar el orden político y conceptual que define nuestra contemporaneidad. En este sentido, resulta axiomática la relación de identidad que plantea Duso entre historia conceptual y filosofía política.

En el artículo programático publicado en español como Historia conceptual como filosofía política (1998), Duso afirma que la historia conceptual permite “interrogar críticamente aquella filosofía política que pretende desarrollar una reflexión teórica sobre la política usando los conceptos sin una determinación propia, como si fuesen universales, y por tanto significantes de un modo unívoco” (1998, p. 36). La práctica filosófica de la historia conceptual se entiende entonces como un trabajo del pensamiento que muestra el hecho de que al interior de estos conceptos supuestamente universales y objetivos se encuentra un núcleo aporético irreductible a cualquier distinción racional/irracional.

En efecto, en el enfoque paduano, la aporía no aparece como un simple error argumental o una falla del pensamiento, sino como uni--dad de efectos que se mueven en vectores divergentes. Así, por ejem-plo, el concepto moderno de libertad conduce ineludiblemente al problema de la soberanía, es decir, a la voluntaria sujeción a un poder políti-co de naturaleza representativa. Libertad y obediencia quedan así ligados mediante una inexorable lógica interna. Desde este punto de vista, lo propio del concepto es entonces indicar la existencia de una conjunción problemática que es precisamente lo que hace fallar cualquier definición que busque domesticarla.

En tanto magnitudes históricas, los conceptos impiden estabilizar un sentido objetivo e unívoco como pretende la moderna ciencia política, pues cada una de estas definiciones se topa siempre con la imposibilidad de resolver el problema que el concepto en sí mismo plantea y señala. Lo que la Escuela de Padua identifica como aporía es entonces ese núcleo problemático insuperable que hace que el concepto tenga una lógica y un movimiento particular. Se plantea entonces que, ante la imposibilidad de dar una definición unívoca, lo que el método histórico conceptual debe sacar a relucir es precisamente este vínculo entre el concepto, su aporía y el movimiento lógico que permite. De ahí que el cuestionamiento paduano no intente oponer un concepto a otro, sino que busque desentrañar la lógica interna del concepto para pensar las condiciones de su superación (Aufhebung).3 A todo concepto político fundamental le corresponde así un determinado enigma, es decir, una estructura de funcionamiento particular a la cual es posible acceder a través del pensamiento.

La Escuela de Padua se propone así un cuestionamiento radical de los conceptos políticos y jurídicos que organizan nuestro mundo político. Se trata, en efecto, de conceptos que han sido pensados por la filosofía política pero que también operan en la realidad. Son, por lo tanto, conceptos constitucionales en un doble sentido.

Apelando a la doble significación de la voz alemana Verfassung, el carácter constitucional de los conceptos se refiere no sólo a que estos aparecen en las modernas constituciones nacionales, sino, también, a que poseen un efecto ordenador sobre nuestra materialidad política. Por lo tanto, se les piensa en su efecto y acción constitutiva. A partir de esta premisa asumida por la Escuela de Padua, se puede afirmar que los conceptos políticos constitucionales delimitan el espacio interior en el que se mueve nuestra experiencia política moderna: soberanía, libertad, individuo, representación, Estado, delinean ese orden conceptual que debemos de interrogar para revelar el punto en el que se cierran sobre sí mismos (la conjunción) y ponen en evidencia sus límites históricos.

Para cumplir con este objetivo, el grupo nucleado en el Centro Interuniversitario di Ricerca sul Lessico Politico e Giuridico Europeo ha tomado como uno de sus objetos de reflexión el proceso de génesis conceptual de la ciencia política moderna en las doctrinas contractualistas y en el derecho natural.4 Este momento genético resulta fundamental para la exploración propuesta por la Escuela de Padua, pues permite identificar ese acto de simultánea negación del pasado e instauración de un nuevo horizonte. En efecto, el surgimiento de los conceptos de la moderna ciencia política indica (y realiza) la existencia de una cesura tras la cual empezamos a habitar un espacio político radicalmente diferente y que resulta súbitamente ajeno a las categorías que hasta entonces venían funcionando como descripción adecuada del mundo. En este sentido, uno de los grandes aportes de Duso es señalar la centralidad que tiene Hobbes a la hora de definir la tónica que seguirá la reflexión sobre la forma política moderna:

es con un gesto de fundamentación científica como la secuencia del contractualismo inaugura una nueva ciencia política. Es decir que se intenta dar lugar a la determinación científica y no contradictoria de la forma política, en la cual la diferencia entre quien ejerce el poder y quien está sometido a él esté racionalmente fundada (Duso, 2016, p. 56).

Para Duso, es en el Leviatán de Hobbes donde el concepto moderno de representación política hace su emergencia histórica. Es ahí donde se le enuncia desde una fundamentación no sólo racional, sino a la que se alude como científicamente fundada. Sin embargo, debajo de este ropaje racional y científico, la lógica del concepto de representación política que emerge con Hobbes da pie al surgimiento de la teología política moderna, misma que tiene por objeto explicar el surgimiento de un sujeto colectivo con una voluntad que difiere de sus miembros particulares. Se trata, por lo tanto, de la puesta en marcha de un dispositivo lógico que permite la justificación y legitimación de una forma política en la cual la distinción entre mando/obediencia aparece como una mediación necesaria para que surja el cuerpo político que trasciende a la multitud de individuos y preferencias personales.

Lo que el enfoque histórico conceptual debe sacar a la luz es la estructura de esa teología política que el lenguaje racional y científico tiende a ocluir. De esta manera, Duso parece conectar con una larga tradición del pensamiento que asume la forma de una crítica mitológica. El propósito es abrirse paso intelectualmente al interior del mito (en este caso, el enigma que aloja el concepto) para mostrar su contingencia y sacar a la luz el mecanismo de ocultamiento que yace bajo su símbolo. Veamos, entones, cómo funciona este procedimiento en el trabajo de Duso sobre el concepto de representación política.

Duso y el cuestionamiento radical al concepto de representación política

En La representación política. Génesis y crisis de un concepto (2016[1988]), Duso llama la atención sobre el hecho de que es de la mano y pluma de un teórico del Estado absolutista que el principio representativo moderno hace su irrupción histórica. Con este desplazamiento a un autor como Hobbes, Duso nos invita a echar un vistazo a la génesis conceptual de la representación moderna en un momento anterior a que este concepto quede anclado a las determinaciones democráticas que hoy median nuestra relación con él. La pregunta que se puede plantear con este desplazamiento es entonces en qué medida la democracia representativa reproduce la lógica del concepto que enuncia Hobbes.

La lectura de Duso parte de identificar la centralidad que tiene el principio representativo en la fundamentación de la soberanía que realiza Hobbes. Como afirma el propio Duso: “la representación constituye el secreto de la soberanía. Sin representación no hay soberanía y sin soberanía no hay sociedad política” (Duso, 2016, p. 241). En efecto, en El Leviatán, el soberano sólo puede actuar “sin control y sin resistencia, justamente porque sus acciones son las acciones del cuerpo político, es decir, las acciones de la persona civil que ha tomado forma mediante el pacto entre los individuos” (Duso, 2016, p. 22). El mismo acto (la celebración del pacto) que autoriza al representante a hablar por la unidad política, crea también el cuerpo político de referencia. De ahí que el Pueblo como detentor de la soberanía no pueda existir por fuera de su representación por parte del soberano. De manera estricta, no hay ninguna realidad política preexistente al pacto que deba ser representada. El representante no refleja nada, sino que expresa la voluntad de una persona civil en torno a la cual se constituye la unidad política.

El concepto moderno de representación política permite así la coincidencia entre la voluntad del soberano y el cuerpo político. De tal manera que es en la naturaleza representativa del poder político en donde Hobbes puede fundamentar racionalmente la existencia de un poder irresistible: son los súbditos los que, al obedecer al soberano, someten su propia voluntad de constituirse como una unidad política, como un pueblo.

El pueblo, entendido como unidad no puede ser anterior al pacto, sino que es el cuerpo político al que los individuos, artificiosamente, dan lugar. Fuera de esa unidad solo hay una multitud disgregada y no una persona como es la persona civil. Pero entonces, no hay nadie que pueda hacer presente el actuar y el poder de esta persona, salvo quien lo expresa de modo representativo, es decir de tal manera que sirva para la unidad política, una única voluntad y un único actuar. Solo en este actuar del representante se manifiesta la voluntad del pueblo; con una radicalidad mayor, se puede decir que solo en ese actuar el pueblo existe, tiene existencia concreta y terminada; más allá de aquel existe sólo el actuar de los súbditos particulares (Duso, 2016, p. 25).

El principio representativo permite fundar así un poder autosuficiente que no reconoce nada por fuera de él. El concepto de representación política se pliega sobre sí mismo transformándose en pura superficie interior. El súbdito se convierte en autor de la soberanía a condición de autorizar al representante como único actor de esta. De ahí que —y esto es fundamental—: “[e]l representante, entonces, no es un elemento accesorio para el soberano, sino esencial, y constituye su misma naturaleza: él otorga gesto y voz al cuerpo político y posee como fundamentación el acto de autorización de todos los que entran en el Commonwealth” (2016, p. 23).

La lógica moderna que entraña el concepto de representación política empieza a delinearse. En la medida en que lo que se representa no existe fuera de la representación, lo que define la acepción moderna del principio representativo es el mandato libre. La no subordinación de los representantes a los representados es lo que permite dar forma política a la multitud de individuos.

Lo que pasa al olvido con la nueva fundamentación racional del poder político es el sentido medieval de la representación, que se entendía como delegación a través de un mandato vinculante. En dicha matriz se reconoce la existencia de una pluralidad de cuerpos estamentales habilitados para enviar a un delegado a representar sus intereses frente al mando. Sin embargo, este tipo de representación se sostenía a partir de una determinada cosmovisión política. Cada uno de los estamentos contaba con autonomía constitutiva en tanto formaban parte de un orden naturalmente dado; por lo tanto, sus derechos y privilegios —sus libertades— estaban asegurados por su inscripción en el cosmos. Se trata, según observa Duso, de una relación que se establece entre una pluralidad significativa y un mando en que cada una de estas partes tiene existencia propia y externa.

Por el contrario, la representación política moderna nos coloca en una relación de interioridad respecto al poder.5 La existencia política del súbdito depende enteramente del acto de representación por el cual se autoriza al representante a hablar en nombre de la unidad política. Desde este punto de vista, la autonomía del ciudadano frente al poder político es una imposibilidad lógica, pues el mando ahora es representativo. La subjetividad política moderna emerge así bajo el signo de una escisión fundamental: en un mismo acto, el súbdito deviene en impotente frente al soberano que él mismo ha creado mediante el pacto.

Luego de analizar la génesis del concepto moderno de representación política en Hobbes, Duso avanza a través de diferentes momentos en los que esta aporía se ha ido mostrando en el pensamiento y encuentra en el debate entre Schmitt y Voegelin su formulación explícita como parte de la teología política moderna. En el Post scriptum incorporado a la edición en español publicada por la Universidad Nacional de San Martín (2016), Duso vuelve a posicionarse frente a las conclusiones de su libro luego de una fecunda trayectoria intelectual de más de 20 años transcurridos desde la aparición de la primera edición en italiano de su obra.6 En dicho texto, el autor ahonda en las consecuencias que se desprenden de su exploración conceptual e intenta mostrar cómo el enfoque histórico conceptual paduano es capaz de ir más allá del problema de la teología política para mostrar la estructura de la praxis que aloja el concepto de representación política.

Para Duso, la historia conceptual, como operación del pensamiento, no se contenta en enfatizar el proceso de secularización tras el cual los conceptos teológicos devienen conceptos políticos modernos y, por lo tanto, conservan dentro de sí la referencia a lo absoluto, sino en demostrar el hecho de que lo político y lo teológico comparten una misma estructura de la praxis. El cuestionamiento radical de la historia conceptual permite entonces señalar que teología y política delinean una misma estructura de acción, “que, sin embargo, traicionan y no permiten pensarla” (Duso, 2016, p. 238).

En dicha perspectiva, la analogía entre los conceptos teológicos y los políticos realizada por Schmitt es posible en tanto ambos tienen como fundamento una acción que trata de hacer presente algo que se encuentra estructuralmente ausente. Es decir, de traer al mundo algo que está fuera de ese mundo, lo que queda luego de pensar el enigma que guarda el concepto de representación es una particular manera de relacionarnos entre-nosotros a través de la Idea. Es decir, de operar en nuestra realidad —y evaluarla— a partir de una necesaria referencia ideal de la cual se participa en común.7 Despojada de su envoltura mitológica, la participación en la Idea no aspira a la creación de una persona colectiva sino a la intervención plural, en tanto el contraste entre lo que hay y lo que puede llegar a existir demanda una acción que lo realice.8

Tras el procedimiento con el cual Duso ha podido acceder a esta estructura, el concepto que hasta ahora había servido de guía se convierte en un caparazón que se puede desechar para pensar esta misma praxis (la relación con la Idea) dentro de otra conceptualidad política —es decir, por fuera de la matriz representación/soberanía. El problema con la teología política es que esta posibilidad de participar en la Idea desde un “nosotros” queda ocluida, en tanto en el dispositivo representación/soberanía se le asigna al ciudadano una existencia política precaria y fugaz. Se plantea que la clausura de la dimensión política del ciudadano puede superarse a partir de una conceptualidad que tenga como base ya no el mecanismo de autorización que hace del representante el factor de la unidad política, sino el reconocimiento de que los ciudadanos tienen una existencia más allá de su representación, es decir, por fuera de su relación con los representantes.

Con este punto de llegada, Duso está en condiciones ahora de plantear un mapa de intervención a través de un diagnóstico de la representación política construido a través de la dicotomía presencia/ausencia. De lo que se trata es de reponer esa expropiación del ciudadano mediante otra conceptualidad que permita el surgimiento de una presencia continua del ciudadano. Por ello, Duso propone pensar esta estructura de la praxis a partir del paradigma del gobierno y de la pluralidad. Esta otra conceptualidad implicaría un desplazamiento en el que los ciudadanos ya no se encuentran al interior del poder como en la relación de representación, sino frente al poder, es decir, con una existencia autónoma —es decir, no representativa—, que les asegure una posición exterior desde la cual intervenir constantemente en el gobierno de las cosas del mundo a partir de su participación en la Idea.

No es el lugar aquí para extraer todas las consecuencias del desplazamiento conceptual hacia el paradigma del gobierno que nos propone Duso. Por ahora, nos interesa marcar el hecho de que el cuestionamiento radical del concepto de representación política desemboca finalmente en el problema de la producción de presencia del ciudadano. Consideramos que este hallazgo es fundamental y debe llevarnos a seguir examinando el concepto de representación política. La pregunta con la cual queremos proseguir es si podemos encontrar en el movimiento posterior a su momento genético alguna modalidad de producción de presencia y, en todo caso, si a partir de ahí se puede arribar a un modo de participación en la Idea que rompa con el problema de la teología política moderna. En este sentido, consideramos necesario dar un breve rodeo metodológico para precisar cómo podemos examinar ulteriores transformaciones al interior de un concepto. Planteamos que la tensión entre orden político y orden conceptual puede ofrecer un camino posible.

Orden político y orden conceptual: la dialéctica entre lógica y posibilidades de realización

Como hemos afirmado, para la Escuela de Padua los conceptos políticos constitucionales tienen un efecto ordenador sobre la materialidad política. Sin embargo, pensar en una determinación lineal entre concepto y experiencia, no sólo sería ingenuo, sino irreal. Por lo tanto, es necesario especificar cómo se da esta determinación. La cuestión es relevante porque es ahí donde podemos identificar cómo estos conceptos adquieren un movimiento que no les es exterior, sino que hay que ubicar en la dinámica que instituyen en su relación con la experiencia. Dicho de otra manera, esta relación permite pensar su historicidad.

Proponemos abordar esta cuestión a partir de la distinción entre orden político y orden conceptual. Esta distinción, si bien marca la existencia de dos planos diferentes, también es indicativa de la coimplicación entre ambos términos. La irreductibilidad de un término en el otro, es decir, la imposibilidad de una plena coincidencia entre concepto y experiencia es un dato fundamental de la política moderna.9 Abordemos, entonces, ambos términos de la relación. En primer lugar, debemos reconocer que los conceptos ordenan la experiencia sólo en tanto son capaces de articular prácticas. De esta manera, su eficacia material está dada en tanto los conceptos delimitan ámbitos de intervención (Handlungsraum) que modulan distintas tentativas de acción. Sin embargo, entre el concepto y el campo de acción que estructura hay un hiato insuperable. El intento por realizar el orden conceptual de manera definitiva resulta siempre una tarea imposible, en tanto inevitablemente se topa con un núcleo aporético que resiste cualquier formalización y expresión definitiva. Así, por ejemplo, la representación política nunca puede ser plena en tanto la no identidad entre representantes y representados, es decir, su no coincidencia en el mismo lugar es una parte estructural de dicho concepto. De ahí que las prácticas que en un momento dado intentan realizar el concepto, nunca agoten el amplio marco de posibilidades que este permite.10 La aporía funciona entonces como una delimitación, en tanto establece un perímetro dentro del cual es posible actuar, pero también como una tensión que demanda intervenir.

Si bien el concepto excede cualquier realización particular, es sólo en las prácticas donde los conceptos encuentran una expresión desde la cual pueden ser percibidos o experimentados. Sin las practicas que colabora a estructurar, el concepto sería aproblemático e incapaz de generar un movimiento. En torno a este hiato entre orden político y orden conceptual se establece una dialéctica entre el excedente de posibilidades de realización del concepto y las prácticas que en un momento le dan una expresión material concreta. Por lo tanto, el carácter histórico de los conceptos políticos fundamentales no refiere al contexto en el que estos adquieren tal o cual significado, sino al movimiento que generan a partir de esta dialéctica.

El problema que debemos plantearnos es, entonces, si en el transcurrir de este movimiento no se generan desplazamientos, pliegues y compartimentalizaciones al interior del concepto que no estaban contemplados previamente. La cuestión es discernir si estas transformaciones ulteriores establecen dinámicas que le dan a la lógica del concepto otro carácter o sentido o, simplemente, deben considerarse iteraciones del mismo patrón. Consideramos que es una cuestión relevante para nuestra indagación, pues nos permite preguntarnos por la producción de presencia que genera el propio concepto de representación. Si, como afirma la Escuela de Padua, los conceptos políticos modernos pueden ser superados, es indispensable pensar las líneas de fuga que se abren a través las propias dinámicas que estos conceptos instituyen. A partir de este rodeo metodológico nos podemos plantear la siguiente pregunta para retomar el punto de la discusión con Duso: ¿hasta qué punto el propio movimiento que permite el concepto de representación política genera las condiciones para superar la teología política moderna?

La génesis representativa del espacio civil y su carácter político

Para abordar la pregunta planteada resulta indispensable focalizar en el movimiento por el cual la lógica de la soberanía/representación engendra el concepto moderno de democracia. Consideramos que esta cuestión es de suma relevancia para nuestra indagación, pues permite poner de relieve el proceso mediante el cual el movimiento del concepto de representación política produce un nuevo espacio político. Este pliegue interior al concepto de representación política da lugar al surgimiento de una presencia no contemplada previamente: el ciudadano que participa de una comunidad de representación.

En Crítica y crisis (2007), Reinhart Koselleck ofrece algunos indicios para pensar este desplazamiento. Ahí, da cuenta de la secuencia de desdoblamientos que conectan internamente el Absolutismo, la Ilustración y la Revolución francesa. No hay que perder de vista que la reconstrucción que realiza Koselleck tiene por objeto mostrar cómo entre las guerras confesionales de los siglos XVI-XVII y el conflicto ideológico posrevolución francesa hay más continuidad que ruptura, mostrando con ello la propensión a la guerra civil como un dato fundamental de la política moderna.11 Sin embargo, pese a que su lectura tiene un sesgo con el que hay que lidiar, consideramos que muestra adecuadamente el movimiento por el cual se producen nuevas espacialidades al interior de la estructura absolutista.

Koselleck parte de reconocer en la fundamentación de la estructura absolutista que realiza Hobbes una respuesta a la guerra civil confesional europea. De esta manera, el absolutismo permitió neutralizar el conflicto a partir de la separación entre moral y política. Surge así un espacio en principio confinado a la vida privada de los súbditos y sin relevancia para la conducción del Estado, misma que recae exclusivamente en el soberano. Sin embargo, esta separación entre moral y política se convierte luego en condición de posibilidad del surgimiento de una forma de poder indirecto: la crítica. La separación entre moral y política tiene como consecuencia que se mire al Estado como algo que debe ser moralizado. Es en este contexto que Koselleck ve en la filosofía de la historia que surge en la Ilustración la proyección de la propia subjetividad burguesa y una temporalización de la crítica moral a través de la idea de progreso. Esta temporalización tiene como consecuencia que la subordinación del poder estatal al ethos de la naciente sociedad burguesa, se piense como un destino ineludible ante la cual toda resistencia deberá ceder, ya sea por su propio peso o incluso por la vía de la violencia revolucionaria.

Por lo anterior, para Koselleck la crítica deviene necesariamente en crisis, entendida como resurgimiento de la guerra civil pero ahora bajo un ropaje secular. La neutralidad estatal se vuelve a politizar en tanto ahora el Estado debe tener un contenido moral que, a priori, no tiene y que hay que otorgarle desde fuera. Lo relevante para nosotros es, sobre todo, el hecho de que esta moralidad se ubica en otro lugar respecto al Estado. Un lugar que ha creado el mismo dispositivo soberanía/representación política, pero que ahora amenaza con colonizarlo y subvertir su lógica.

Si Hobbes aparece en la narración de Koselleck como el arquitecto de la estructura absolutista, en el tercer y último capítulo recurre a Rousseau para mostrar cómo la concreción de esta forma de poder indirecto no puede sino devenir en terror revolucionario. Para Koselleck, Rousseau es el primer demócrata de la historia moderna en tanto ha planteado la identidad entre representantes y representados como un problema político que debe ser resuelto. En efecto, la autonomía del Estado justificada por Hobbes cede paso en la reflexión del ginebrino al problema de la unidad entre Estado y sociedad. Para Koselleck, es la idea de voluntad general la que le permite a Rousseau realizar una sutura que permita reconciliar a la esfera estatal con el espacio extraestatal (la sociedad) que se ha generado y constituye el verdadero repositorio de la racionalidad del poder.

Sin embargo, afirma Koselleck: “La identidad de Estado y sociedad, de instancia decisoria soberana y de comunidad de los ciudadanos, está condenada así, desde un principio, a ser siempre un misterio” (2007, p. 143). Es por ello que —siempre desde la perspectiva de Koselleck— la dictadura y el terror se imponen como una necesidad lógica en tanto son los mecanismos que permiten forzar la identidad entre Estado y sociedad: “Con objeto de mantener en pie esta apariencia, y darle el carácter de verdadera, se perpetúan los medios de la identificación —la ideología y el terror—” (2007, p. 146). Koselleck queda así preso de una clásica —y cuestionable— interpretación de la filosofía política de Rousseau como anticipación del terror jacobino.12

Para nuestros objetivos, resulta interesante el ejercicio koselleckiano de rastrear un movimiento que vincule internamente Absolutismo, Ilustración y Revolución. Sin embargo, en claro contraste con el pesimismo del autor respecto a la política moderna, consideramos que es justamente el surgimiento de un poder indirecto lo que permite abrir un espacio político cuya naturaleza es radicalmente opuesta a la guerra civil.13 Como ahondaremos más adelante, este espacio primero neutral, luego decididamente político, tiene como base el surgimiento de un vínculo político de nuevo cuño, caracterizado justamente por la incapacidad de cualquier parte de la sociedad de asumir la representación total del Estado. Toda ideología totalizante no puede entonces sino fracasar en su intento por suturar de manera definitiva la identidad entre Estado y sociedad. Antes de pasar a esta última cuestión, necesitamos ahondar más en las consecuencias de este pliegue interior que se ha formado al interior de la unidad constituida a través del principio representativo.

La inversión de la relación de representación política y el surgimiento de lo social como problema político

En el devenir del movimiento que hemos descrito nos hemos topado con una paradoja. La dimensión política del ciudadano aparece como el efecto directo de la percepción de su exclusión de un poder que le representa y que sin embargo mira como algo ajeno y externo. Es justamente esta exclusión la que permite actuar sobre ese poder que dice representar. Se introduce así un desvío a través del cual la representación política se convierte en una mediación que le permite a este cuerpo civil formado, operar políticamente sobre sí mismo.14 Sólo en la medida en que la representación y lo representado nunca coinciden completamente es que este cuerpo civil aparece como fundamento de la política moderna. Veamos con más atención esta inversión en la lógica de representación.

El encuentro entre la lógica representativa y el concepto de democracia tiene como consecuencia el surgimiento de un nuevo compartimento que si bien es interior a la forma política moderna que emerge con Hobbes, implica también la apertura de un lugar en que el problema del poder político moderno se observa desde otro punto de vista. En efecto, para que el súbdito haya pensado en “tomar el poder” y con ello darle al principio de soberanía popular un grado de concreción impensado, fue necesaria la apertura de una posición desde la cual el poder podía ser mirado.15 Bajo la sombra de la representación se ha creado otro lugar cuya identidad depende de su diferencia respecto a los representantes. Los representados se han reconocido así como pares, formando un espacio entre ellos a partir del establecimiento de un vínculo político de nuevo cuño cuyo efecto es necesario explicar.16 Si bien este vínculo sigue estando referido a la relación de representación, este no se deja reducir al mecanismo de autorización descrito por Hobbes.

De esta manera, el pliegue mediante el cual el concepto de representación política se cierra sobre sí mismo y se convierte en la única superficie de la forma política (el mecanismo de autorización de Hobbes), permite, sin embargo, el surgimiento de nuevos pliegues interiores. Esta nueva compartimentación, si bien no rompe el cerco que nos impone la lógica del concepto, sí permite la apertura de una perspectiva al interior de la forma política moderna desde la cual este perímetro es perceptible. Este nuevo punto de vista convierte a la unidad política en el propio objeto de la política moderna. Es en este sentido que consideramos que la vinculación entre soberanía popular y el concepto moderno de democracia introduce un nuevo movimiento dentro del concepto.

Como en una casa de los espejos, la lógica del concepto de representación política ha generado un reflejo en el que se replica de forma invertida un conjunto de atributos hasta entonces pertenecientes exclusivamente a la unidad política estatal. Dentro de este movimiento, la emergencia del concepto de sociedad surge como un intento de delimitación y formalización de este pliegue interno.17 La política y el ámbito representativo pasan a considerarse ahora como un epifenómeno de lo social. Es la sociedad la que se convierte así en el actor de la historia,18 precisamente porque es en su interior donde se deben buscar los principios de legitimidad del poder representativo. El surgimiento del problema ideológico que tanto incomoda a Koselleck, es también un índice de la apertura de este espacio caracterizado por su aparente externalidad respecto al Estado, pero en cuyo interior se juega la definición del contenido del poder.19

Tan pronto como este espacio extraestatal adquiere cierto grado de concreción y de materialidad, se da una inversión a partir de la cual se considera que lo que se debe representar se encuentra en el interior de ese espacio-reflejo.20 La vida en común del mundo civil se convierte en un problema político y se instituye como el marco en el cual la relación de representación se llena de sentido. Paradójicamente, el espacio creado por la dinámica representativa ahora se (auto)presenta como la constante que explica la relación entre representantes y representados.21 Este es el efecto por el cual el liberalismo puede proponer que el representante funcione como un gestor de demandas que preexisten a la representación. Pero también, como veremos en las conclusiones, la vía por la cual podemos dar con una narrativa teórica que se centre en la participación del ciudadano en una comunidad política que se organiza por medio de la representación.

En la introducción al Geschichtliche Grundbegriffe, editado junto a Brunner y Werner Conse, Koselleck (2009) intenta resumir el cambio histórico que se abre con el surgimiento del léxico político moderno a partir de cuatro criterios que pueden vislumbrar el proceso a largo plazo abierto ahí. Democratización, politización, ideologización y adquisición de una dimensión temporal son características que darían cuenta de la nueva naturaleza conceptual del mundo político moderno. Uno de los debates que se han generado en el campo de la historia conceptual (Geulen, 2012; Sarasin y Bowman, 2012) es si estas cuatro dimensiones alcanzan a dar cuenta del papel de los conceptos políticos más allá del periodo histórico abarcado por el diccionario (1750-1850). En este sentido y a través de lo que hemos dicho aquí, podemos afirmar que en el tránsito entre el siglo XIX y el XX, los conceptos políticos adquieren una fuerte dimensión sociológica. A partir de ahí, los conceptos políticos fundamentales se convierten también en conceptos sociales en tanto permiten actuar sobre un “cuerpo civil” que se piensa ahora como fundamento del vínculo representativo. Desde esta óptica, a todo concepto le corresponde ahora una determinada sociología, es decir, una particular manera de organizar esa materialidad que ha surgido de la dinámica que impone el mecanismo de autorización.

No es casualidad que esta dimensión sociológica de los conceptos se exprese de manera muy nítida en los trabajos de un conjunto de filósofos e historiadores franceses (Furet, 2016; Lefort, 1990; Gauchet, 2005; y Rosanvallon, 2004). El carácter interminable de la Revolución Francesa identificado por Furet (2016), termina por convertir a la sociedad en el principal producto de la experiencia política moderna. Claude Lefort llevó hasta tal punto esta reflexión que equiparó la experiencia francesa posrevolucionaria signada por la incertidumbre y la constante maleabilidad de la forma política con la propia lógica democrática.

Para Lefort, el sujeto de la democracia no es otro que la sociedad que se ha dado un conjunto de mediaciones que le permiten operar sobre sí misma y ordenar su realidad plural y conflictual. En efecto, para el teórico francés, con la modernidad política (es decir, con el surgimiento de la democracia) el poder aparece como un lugar vacío en la medida que a su alrededor se logra articular una sociedad plural donde ninguna de las partes que la componen puede aspirar por sí misma a representar la totalidad. Esta sociedad encuentra en la representación política un mecanismo para darse una forma siempre abierta a litigio:

desde ahora, —afirma Lefort— quienes ejercen la autoridad política son simples gobernantes y no pueden apropiarse del poder, incorporarlo. […] Mientras que el poder aparece fuera, por encima de la sociedad civil, se lo presume engendrado en el interior de ésta; mientras que aparece como el órgano instaurador de su cohesión, garante de su unidad territorial, garante de la identidad nacional en el tiempo, conserva la impronta del conflicto político que revela ser constitutivo de su ejercicio, es decir, la impronta de la división (Lefort, 1990, p. 190).

Conclusiones: la comunidad política y su necesidad de desciframiento

Estamos ahora en condiciones de identificar cómo la lógica representativa nos conduce a un tipo particular de participación. Sin ánimos de ser exhaustivos, pues las consecuencias de nuestra indagación tal vez ameriten un mayor grado de detalle, plantaremos un marco mínimo que nos permita ubicar adecuadamente la problemática que nos interesa y a la que hemos arribado.22 Como hemos visto, el movimiento que habilita la lógica del concepto de representación política ha favorecido el surgimiento de un nuevo tipo de vínculo político. Llamaremos, de manera tentativa, comunidad política a este nuevo vínculo para intentar establecer cómo podemos pensar desde ahí la representación política como una modalidad de participación colectiva.

Tal como hemos intentado demostrar, la naturaleza de esta comunidad política es representativa, es decir, su unidad sólo existe en la medida que es actuada. Es por ello que, para producirse como actor colectivo, la comunidad política necesita de mediciones. La comunidad tiene así una doble condición: es el marco que permite que se dé una acción colectiva, pero también el objeto sobre el cual se ejerce esta acción. Ahora bien, no nos olvidemos que este actor colectivo no es sino el vínculo que establecen entre sí sus ciudadanos. Por lo tanto, es necesario precisar cuál es la característica de este vínculo.

Al entrar en una relación de representación, cada ciudadano particular no puede sino ejercer un poder indirecto. Ninguno de ellos puede intervenir a partir del propio nombre, sino que se ve obligado a apelar a un “nosotros” que remite al carácter representacional de la comunidad política de la cual forma parte. Esta insuficiencia de cada elemento particular es lo que vuelve a la solidaridad una necesidad lógica. En tanto la comunidad política es una relación de relaciones, sus miembros son parte de una unidad de efectos compartidos, que no pueden ubicarse en un solo punto de la comunidad, pues se encuentran sobredeterminados por el carácter colectivo de esta. Por lo tanto, su discernimiento demanda un constante trabajo de desciframiento y reorganización social. Es ante este problema que podemos pensar la representación política como un tipo de participación.

En efecto, la relación entre representantes y representados permite un cierto trabajo de desciframiento de estos efectos compartidos. Representar, desde esta perspectiva, es inscribir estos efectos en narrativas políticas que le den sentido y que permita pensarlos como problemas de esta vida en común. De esta manera, la representación política debe pensarse como un proceso social en el que los representantes tienen un papel activo, pero no único. Este desciframiento demanda también la participación de los ciudadanos en tanto son capaces de relevar y visibilizar estos efectos en la vasta y compleja extensión de la comunidad. Este hecho colabora con la puesta en escena de dichos efectos. Lo representable no existe sólo en la mirada del representante, pero este tiene la importante tarea de ofrecer narrativas políticas que ayuden a descifrar la localización de efectos compartidos, de conectar causas con consecuencias, de problematizar la vida en común.

La representación política es índice y factor de una particular manera de relacionarnos entre nosotros como comunidad política y de escenificar los conflictos que nos separan para decidir sobre ellos. Es, por lo tanto, la relación entre la producción de un orden político (Herstellung) y su representación simbólica (Dartstellung) la que hace visible dicho orden y, por lo tanto, lo convierte en objeto de una praxis. ¿Qué define el límite de esta forma de comunidad? Precisamente la imposibilidad de establecer decisiones vinculantes sin la referencia a un Nosotros posibilitado por la ficción representativa. En una democracia, ese Nosotros permanece como un lugar de enunciación abierto a sus ciudadanos y al libre juego político que esto permite.23 Cualquier parte de esta comunidad está legítimamente habilitada para asumir esa posición de enunciación: hablar como parte de la comunidad de la cual forma parte es el hecho democrático por excelencia. Esa referencia a la totalidad de la comunidad política que nombramos como Nosotros es también lo que permite participar en un espacio político en donde ninguna de las partes que lo integran puede ser autosuficiente y necesita, por lo tanto, crear una perspectiva de conjunto que involucre a otras partes. La solidaridad es entonces la base de esta comunidad política.

Fuentes consultadas

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1Para una mirada general de la Escuela de Padua, véase Mandingorra, 2015 y 2016. El lector también puede encontrar en la web del cirlpge diversos artículos publicados por los miembros del grupo (véase http://www.cirlpge.it/).

2Nos referimos al enfoque desarrollado principalmente en los trabajos de Otto Brunner, Reinhart Koselleck y Werner Conze. Una buena síntesis de las premisas que guían esta orientación puede encontrarse en Koselleck, 1993. Para una reconstrucción más amplia de la tradición alemana de historia conceptual y que incluye a autores como Hans Blumenberg, véase Palti, 2015.

3Al referirse a la pertinencia de la idea de superación tal como aparece en Hegel, Duso (2015) afirma: “Ésta no consiste en oponer los conceptos modernos considerados falsos conceptos, que a fin de cuentas son verdaderos, sino en mostrar cómo ellos mismos producen un movimiento de pensamiento que requiere superar su unilateralidad e inmediatez, no para negarlos sino para mantener la exigencia que expresan”

4En este sentido resultan particularmente relevantes los ensayos reunidos en El poder: para una historia de la filosofía política moderna (Duso, 2005).

5De esta manera, el concepto moderno de representación política evidencia un cambio de espacialidad política.

6Este Post scriptum se encuentra publicado en el número 2 de la revista Conceptos históricos y disponible en línea, véase Duso, 2015.

7Permitiendo con ello “un movimiento en el cual se hace presente aquello que está, por su naturaleza, ausente, por consiguiente, aquello que no es identificable en una realidad empírica, pero que, en cambio, conlleva una dimensión ideal” (Duso, 2016, p. 236).

8Podemos sintetizar la operación del cuestionamiento paduano a la teología política de la siguiente manera. El pensamiento —la filosofía— es capaz de traspasar el “mito” para descubrir/sacar a la luz una estructura de acción, una praxis que la teología política nos mantiene oculta, pero que es su fundamento o principio activo. Es decir, 1°) que la teología política funciona, tiene una efectividad; pero 2°) el principio que la hace funcionar es independiente de su forma mitificada; es una estructura que puede ser usada por fuera de la teología política.

9El carácter productivo de esta tensión suele mostrarse con claridad en los debates constitucionales que se abren luego de un proceso revolucionario. En su discurso de 1862 ¿Qué es una Constitución? (1984), Ferdinand Lassalle articula su argumento a partir de reconocer la diferencia entre la sanción jurídica de una Constitución y las relaciones de fuerza realmente existentes. A propósito de la Revolución de 1848, Lasalle argumenta que de nada ha servido haber obtenido una Constitución pues esta ha dejado intactos los “factores reales de poder”, marcando con ello una continuidad con la realidad preconstitucional. Sí la Constitución quiere ser más que una hoja en blanco —afirma Lassalle—, esta debe ser la expresión de la forma en que estos factores de poder están organizados en la realidad. La buena Constitución sería aquella en la que el texto constitucional y la economía de factores de poder se corresponden. “He ahí, pues, señores, lo que es, en esencia, la Constitución de un país: la suma de los factores reales de poder que rigen en ese país […]. La respuesta, señores, es clara, y se deriva lógicamente de cuanto dejamos expuesto: cuando esa Constitución escrita corresponda a la Constitución real, a la que tiene sus raíces en los factores de poder que rigen en el país” (Lassalle, 1984[1864], p. 81).

10Pensemos, por ejemplo, en vínculo que se da entre el concepto moderno de democracia y el dispositivo electoral. El voto, en tanto práctica, permite darle una existencia concreta a la idea de soberanía popular. Este vínculo entre el concepto de democracia y el voto se encuentra para nosotros tan naturalizado, que actualmente es el elemento mínimo con el cual diferenciamos un régimen democrático de una dictadura. Sin embargo, de ninguna manera el voto agota la lógica democrática y esto se advierte en el señalamiento de algunos sectores sociales respecto al peligro que entraña reducir la vida cívica a la votación y al proceso de renovación de élites gobernantes. Si algún sentido tiene la expresión democratizar la democracia es porque la insatisfacción no es con el concepto ni su lógica, sino con su actual realización concreta.

11Este sesgo constituye uno de los rasgos del conservadurismo implícito en la empresa intelectual koselleckiana, véase: Oncina Coves (2003).

12Para una crítica a esta larga tradición de lectura de Rousseau, véase Karsenti (2010). Agradezco a Francesco Callegaro por remitirme a esta referencia.

13Esa cuestión se encuentra en el centro mismo de la polémica entre Habermas y Koselleck. En la reseña de Crítica y crisis que publica en 1960, Habermas advierte que Koselleck confunde la prelación entre ambos términos (véase Habermas, 1975, pp. 383-391). Desde su punto de vista, no es tanto que la crítica devenga en crisis, sino que la crítica debe verse como la respuesta a una crisis moral del poder absoluto. La racionalización de la opinión pública, lejos de ser una patología, es lo que impide al poder cerrarse sobre sí mismo. En este sentido, Estructura y crítica de la opinión pública (Habermas, 1965) debe verse como una respuesta al ataque koselleckiano del iluminismo.

14En este sentido, como veremos más adelante, resulta pertinente la línea de reflexión que va de Claude Lefort a Pierre Rosanvallon.

15La génesis de la subjetividad que caracteriza al partisano moderno es un claro índice de este pliegue al cual nos referimos. Schmitt situó bien el problema en su Teoría del partisano (1963) y caracterizó al guerrillero principalmente por su compromiso político y el carácter irregular de su combate. Son estas dos características las que permiten ubicar las coordenadas del partisano respecto al poder. Lo que define la acción del partisano es su combate por fuera del marco del Ejercito estatal y desconociendo la legalidad vigente. En efecto, el partisano es el ciudadano que ha hecho de su causa un motivo para desconocer a un poder constituido y por ello lo enfrenta desde un afuera. Esta característica hace del partisano una figura particularmente problemática para el ius publicum europaeum y las normativas que intentan regular el enfrentamiento bélico, pues el derecho se ve obligado a captar una figura que se define por su exterioridad a la norma. Clausewitz fue uno de los que advirtieron que la capacidad del ciudadano para autoorganizarse y combatir a un ejército nacional constituía una novedad histórica en la Europa posrevolución francesa (véase Velázquez, 2015).

16Para Hanna Arendt, la identificación de ese espacio entre los miembros de una comunidad política es el rasgo esencial de la política moderna como praxis. Véase Arendt, 2005.

17Desde la historia conceptual destaco dos abordajes que dan cuenta de algunas de las aristas que rodean la novedad histórica que pone en evidencia el surgimiento del concepto de sociedad. Me refiero a Sandro Chignola (2004 y 2012) y Francesco Callegaro (2015). Mientras que el primero pone énfasis en cómo la emergencia de lo social está vinculada al surgimiento de dispositivos de gobierno cuyo fin es hacer gobernable ese espacio de diferencias que se cristaliza en el problema de las clases sociales, el segundo ha mostrado cómo la propia génesis de la sociología pone de manifiesto el surgimiento de otro locus de la política moderna.

18Precisamente apelando a esta inversión en la cual el espacio interior producido por el movimiento de la representación política pasa a convertirse en un actor de la historia, es que Marx pudo inscribir en el seno de la sociedad civil el conflicto que desde su perspectiva determina el horizonte histórico moderno.

19Es notorio cómo para Brunner esta externalidad no puede ser sino aparente y la define como el efecto ilusorio provocado por la maleabilidad del poder constituyente. En efecto, para Brunner la sucesión de constituciones y formas de gobierno experimentadas en Francia luego de 1789, proyectan una especie de ilusión óptica en la cual se tiene la impresión que es la “sociedad” el actor colectivo donde yace la racionalidad del poder: “Pero el dominio de Napoleón se derrumbó por fin. Ahora apareció al que miraba retrospectivamente toda la época desde 1789 hasta 1815 con su permanente cambio de formas constitucionales y de gobierno como un acontecer superficial, pero la ‘sociedad’, la sociedad estatal-burguesa, como lo duradero, lo verdaderamente determinante, lo propiamente real, como portadora de la razón. Esta sociedad y su relación en el Estado la encontramos en todos los entonces nacientes programas e ideologías, en liberales, conservadores y socialistas. La sociedad se convierte aquí en un poder pseudo-metafísico, en una realidad señalada. La sociedad produce una ideología, o ella aparece como la realización de una idea” (Brunner, 1976, p. 63).

20En efecto, esta es la condición para que las teorías de la representación política más contemporáneas pongan el foco en cómo la representación refleja objetos que se ubican en lo social. Para un estudio sobre cómo la dimensión creativa y reactiva conforman la tensión en la que se juega la representación política, véase Urbaniati (2006). Agradezco a los dictaminadores del presente artículo la gentileza de referirme a este texto.

21Este hecho también da pie a la posibilidad de controlar al poder político. Sólo en la medida en que los representantes necesitan ser autorizados por los representados para ejercer dicho poder, es que puede surgir un cuerpo civil diferenciado que se siente a su vez autorizado para pedirle explicaciones a sus representantes. La representación política es así también una relación de reciprocidad. En efecto, la creencia de que el poder político para ser legitimo debe estar referido a la ciudadanía, de que es en la vida en común donde el ejercicio de la autoridad debe buscar sus condiciones de legitimidad, es una exigencia que sólo se puede pensar cuando se está en una relación de representación política.

22Con esta reflexión nos proponemos retomar el camino abierto en La reconfiguración de lo público y su consecuencia en lo político (2008), tesis de grado en la que tuve el gusto de ser dirigido por Alberto Olvera. Ahí advertimos que ciertos cambios estructurales en la relación entre Estado y sociedad demandaban una reflexión sobre las categorías con las cuales la Ciencia Política da cuenta del fenómeno político. En particular señalando el carácter estadocéntrico de su conceptualidad. La reflexión terminaba proponiendo la necesidad de una recomprensión de tres conceptos para captar la compleja relación entre Estado y sociedad: representación política, legitimidad y hegemonía.

23De ahí, otra vez hay que afirmarlo, imposibilidad crónica de toda identidad que busque encarnar la representación del Todo comunitario de una vez y para siempre. Imposibilidad que le confiere a las sociedades de representación una temporalidad muy particular, pues demanda un trabajo que no cesa, que no puede ser nunca suspendido, a riesgo de salir de la comunidad de representación. Como cantaba Borges en su poema: La patria, amigos, es un acto perpetuo, como el perpetuo mundo […] Nadie es la patria, pero todos lo somos.

Recibido: 10 de Febrero de 2017; Aprobado: 14 de Junio de 2017

* Autor para correspondencia: Adrián Velázquez Ramírez, e-mail: adrian.velaram@gmail.com

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