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Andamios

versão On-line ISSN 2594-1917versão impressa ISSN 1870-0063

Andamios vol.14 no.33 Ciudad de México Jan./Abr. 2017

 

Artículos

Intervención social y alteridad: una aproximación filosófica desde Lévinas

Social Intervention and Otherness: A Philosophical Approach from Lévinas

Borja Castro-Serrano1 

Claudia Gutiérrez Olivares2 

1 Investigador y docente en la Universidad Andrés Bello. Correo electrónico: borjacastros@gmail.com.

2 Investigadora y docente en la Universidad de Chile. Correo electrónico: calacello@ hotmail.com.


Resumen:

El presente trabajo tiene por objetivo ampliar el concepto de intervención social en contextos de pobreza más allá de su mirada tradicional. Así, nutriremos este espacio social desde la “filosofía del encuentro” lévinasiana, en tanto paradigma que puede hacerse cargo de una mirada transformadora de las relaciones intersubjetivas. Pensaremos el espacio de la intervención social poniendo el acento en las personas que viven una realidad de pobreza, comprendiendo la propia subjetividad como un mundo de posibilidades y no una intervención que se imponga como saber totalizante, que clausura el devenir subjetivo y lo categoriza como sujeto carenciado.

Palabras clave: Intervención social; alteridad; Lévinas; mundo; afectos

Abstract:

This paper aims to broaden the concept of social intervention in contexts of poverty beyond its traditional focus. Thus, the discussion will be nourished from Lévinas’ “philosophy of meeting”, as a paradigm that can transform the manner in which we examine intersubjective relations. We will think to analyze social intervention emphasizing people living the reality of poverty, understanding the subjectivity as a world of possibilities and not an intervention that is imposed as totalizing knowledge, which reduces the subjective becoming and categorizes the individual as lacking.

Key words: Social intervention; otherness; Lévinas; world; affections

Introducción

La pregunta por el sentido y el cambio en la humanidad acompaña la cuestión social en un intento transformativo para el bien de los hombres (y sus subjetividades). Bajo esta premisa, este estudio pretende nutrir una discusión de la ciencias sociales respecto al cómo generar acciones transformativas con los otros, para lo cual hemos trazado el siguiente objetivo: enriquecer la noción de sujeto en contextos de pobreza desde el pensamiento de Lévinas, buscando resignificar la subjetividad y su acervo afectivo a la luz de la ética levinansiana. Lo anterior se comprende a partir de la idea de “intervención social” en tanto conjunto de acciones construidas para un cambio deseable y significativo para otros.

Dejamos en claro que aquí entendemos la intervención social como una construcción sociopolítica insertada en una trama social compleja, noción que demanda un soporte para construir sujetos autónomos y diversos (Muñoz, 2011). Por tanto, es imperioso reflexionar acerca del sujeto de la intervención social como un sujeto de posibilidades y no carente de ellos. Al referirnos aquí a la alteridad del pobre, intentamos reconocer una alteridad que excede la pobreza material y superar la alteridad carenciada.

A partir de un pensador filosóficamente situado —como Lévinas—, queremos reflexionar sobre los elementos que las ciencias sociales intentan articular y trabajar, además de hacer dialogar a la filosofía con estas ciencias, para que estas últimas puedan nutrir su mirada y que, a su vez, la filosofía muestre su constante relación con los problemas sociales típicamente expuestos en el Occidente contemporáneo (Estrella, 2007).

En pos de nuestro objetivo, nutriremos este espacio social desde la filosofía del encuentro levinasiana, en tanto paradigma que puede hacerse cargo de una mirada transformadora de las relaciones intersubjetivas, incluso para pensar el espacio de la intervención social al establecer vínculos comprensivos con las personas que viven una realidad de pobreza, y comprender la propia subjetividad de los sujetos. Indagaremos, siguiendo a Lévinas, las disposiciones afectivas y mundanas de la subjetividad, como también el impacto sociopolítico del binomio interventor-pobre mediante la noción de hambre (tal vez una suerte de “hambre-acción” que pone al pobre-excluido como un otro, el cual puede accionar y salir de aquel lugar, pero sin perder su condición de otro). La intervención aquí pierde su saber totalizante; entonces, el acento se sitúa en el encuentro entre personas, en la relación de uno con otro que permite siempre actualizar y resignificar ese mundo de experiencias.

Crisis del humanismo: contrapunto a las ciencias humanas y las nociones de pobreza e intervención social

Si esbozamos un breve estado de la cuestión respecto a la intervención social en sujetos de pobreza y el lugar que ocupan éstos desde una perspectiva de alteridad, se instala una sospecha respecto al interventor social, quien, en la mirada tradicional, es aquel que trabaja a partir de la carencia y quien debe subsanar lo que le “falta” al pobre. Sabemos que en esta discusión se juegan múltiples cuestiones, tanto a nivel de contexto social y condiciones objetivas —desigualdad, papel del Estado, etcétera— como también de condiciones subjetivas —malestares, relaciones humanas, entre otros— (Carballeda, 2014). Sin apurar el trazo, es por este camino que queremos transitar: cómo ensanchar el ámbito de las intervenciones sociales en contextos de pobreza más allá de una mirada tradicional.

De fondo, se sabe que para pensar la intervención social las cuestiones medulares se juegan en una fuerte articulación en ciertos modos de sufrimiento que superponen lo social y lo subjetivo. Para adentrarnos en ese terreno, necesitamos repensar el lazo social actual en las sociedades neoliberales, el cual se tensiona entre una trama estructural-objetiva que impacta nuevas formas de subjetividad. “El lazo social se presenta como una forma de campo de tensión y disputa entre el discurso neoliberal y el colectivo” (Carballeda, 2014: 59-60). De este modo, en la socialidad, en lo político se juegan aspectos individuales y subjetivos dispuestos en un contexto colectivo.

Se puede analizar la exclusión social y obtener pistas para los contextos de pobreza,1 comprendiendo que ahí se instalan formas de padecimiento subjetivo. Ahora bien, ¿sabemos cómo se entienden estos elementos subjetivos? Cuando se interviene socialmente, ¿se posee claridad respecto a los lugares de la subjetividad y del contexto sociopolítico? Si en la actualidad la socialidad actúa con el temor de caer en territorios de exclusión, de estar sometidos por categorías de pobreza, y siempre frente al temor de estar en mundos ajenos, estas cuestiones tienen un impacto al nivel de la subjetividad. De este modo, se hace imposible, entonces, olvidar el lazo social: la socialidad que acontece en cada intervención social; no podemos olvidar cómo se pone en juego la falta de protección social que tiene el papel del Estado actual, pues ahí también los problemas sociales se reducen y simplifican en su definición y en su manera de ser intervenidos: las intervenciones sociales se accionan desde marcos tecnocráticos y normativos, generando acciones más bien coercitivas que fructíferas (Carballeda, 2014 y 2006; Matus, 2004; Muñoz, 2014).

Por ello, es interesante, entonces, pensar elementos para los contextos de pobreza y exclusión social en relación con cierto malestar subjetivo, siendo necesario mostrar estas tensiones que funcionan como contrapunto de cierta mirada de la intervención y de su posible manera de “leerla”. Analizamos esto desde una perspectiva crítica, pues el halo que rodea la intervención social en contextos de pobreza y exclusión posee riesgos de mecanizarse, tecnificarse y, finalmente, totalizarse como un “control social” que nos hace perder de vista aquella subjetividad presente en los otros que son parte de la intervención, o bien, al sujeto político que forma parte del ejercicio social. Puntualizamos aquí que existe el riesgo de actuar e intervenir desde una mirada totalizadora (Matus, 2004), desde un poder de “experto” que neutraliza al otro, haciéndole perder su carácter protagónico, articulador de posibilidades, su aparición e irrupción siempre enigmática (Lévinas, 2005).

Por lo tanto, para no caer en una perspectiva tradicional y reduccionista, habría que ampliar la noción de intervención social en contextos de pobreza a algo más que la mera acción de la política social y su implementación (Muñoz, 2014), es decir, la ampliación implica alejarse de la mirada de las “políticas y los enfoques de intervención centrados en los efectos que la situación de exclusión tiene para los sujetos, intentando minimizar sus consecuencias y reduciendo sus impactos a nivel personal o social” (Rubilar, 2013: 55).

Las nuevas perspectivas de intervención social en estos contextos implican entenderla en su articulación con nuevas formas de subjetividad sin perder de vista el análisis contextual y político. Así, el estatuto de la intervención toma otro camino; el sujeto que recibe la intervención puede situársele desde otro lugar epistémico, y por tanto, se puede ampliar la reflexión en estos temas, si comprendemos que la intervención social implica “transformaciones contextuales, una teoría social, ciertos enfoques epistemológicos y perspectivas éticas y valóricas” (Matus, 2004: 27). Por tanto, podemos ampliar el uso de la intervención social como una acción posible de investigar y estudiar, y para ello habría que entenderla como:

un proceso epistemológico y políticamente construido […] implementado a través de estrategias, métodos y técnicas específicas, y (en el mejor de los casos) evaluado y retroalimentado […] Más allá de esta definición formal, la intervención social es una construcción sociopolítica que supone una forma de entender la realidad, criterios para distinguir cuál es el conocimiento válido y cómo se determina la naturaleza de los problemas sociales que supone abordar (Muñoz, 2014: 22).

Alteridad, pobreza e intervención social

Estimamos que las ciencias humanas y sociales han devenido, muchas veces, en aquellas ciencias que intervienen y piensan al sujeto excluido y pobre perpetuándolo en su lugar, dejándolo al vaivén de la intervención según la política social de turno, instalando una acción que elimina diversos sujetos políticos. Aquí deviene nuestro problema de investigación: creemos que en intervenciones sociales la pobreza podría mirarse desde otro lugar, uno sugerente y actual (aunque ya no tan nuevo), como el de la perspectiva de alteridad; cuestión que otros cientistas sociales también han intentado poner en juego “ahondando en las relaciones y vinculaciones que surgen entre este concepto filosófico [el de la alteridad] y la forma como se desarrolla la intervención social dirigida a los más pobres y vulnerables” (Rubilar, 2013: 7). Entendemos exclusión, marginalidad y pobreza como conceptos relacionados sobre todo por el contexto latinoamericano en que estamos expuestos a trabajar, siendo la pobreza “uno de los factores que influye en el debilitamiento de los vínculos sociales que agudizan las situaciones de exclusión social” (Rubilar, 2013: 49). Sabemos que existen “viejos problemas” referidos a la intervención social, que versan sobre la discusión entre pobreza y exclusión, y desde donde se puede intervenir (Karsz, 2004); surgen las interrogantes de sus similitudes y diferencias, si las intervenciones están o no en sintonía con las políticas públicas, y cuánto se logran complejizar los fenómenos al momento de intervenir desde varias dimensiones, como la económica, cultural, política y social (Laparra, 1999).

Ahora bien, sin pretender situarnos in extenso en esta interesante discusión, creemos necesario puntualizar para nuestro trabajo dos tramas: cuando nos referimos a la intervención social y su actuación en contextos de pobreza, las cuales muestran tensión entre una postura más bien tradicional y otra pensada desde la alteridad. Por un lado, la primera puede sintetizarse desde una óptica que sitúa a la intervención desde los efectos que la situación de exclusión tiene para los sujetos, siempre intentando reducir el “padecimiento” de este escenario de pobreza como si de la política pública o de otra institución dependiera (Rubilar, 2013). Ahora se entiende la idea de fondo de este enfoque que pretende la tecnificación de la intervención social (Matus, 2004), como también la instrumentalización de ésta (Muñoz, 2014). Surge una suerte de lógica asimilacionista que no deja acontecer la radicalidad del otro, sino que se concentra en la utilidad y la “mejoría” individual; “su fracaso relativo en la reducción de los impactos económicos y sociales interpela precisamente a la creación de respuestas de política pública más pertinentes y distintas a las actuaciones ya implementadas” (Rubilar, 2013: 57).

Por otro lado, la segunda trama instala un paradigma que considera al Otro como sujeto de posibilidades, de deseo y afectos, y no sólo de carencia. Esto a su vez implica una nueva noción de sujeto provista desde teorías que consideran el sugerente “argumento de alteridad”, el cual deja acontecer hiperbólicamente aquel lugar del Otro (Peñalver, 2000). En esta nueva mirada existen las llamadas teorías donacionistas (Rubilar, 2013), las cuales intervienen desde una perspectiva de alteridad; por ello decimos que el argumento para construir la intervención social en contextos de exclusión, marginalidad y pobreza se instala, desde lo Otro, la diferencia y el lugar que ocupa el otro (Agüero y Castro, 2008). Actualmente existen interventores, como Javier Barbero, que con articular conceptos filosóficos —Bloch o incluso Lévinas— creen en la posibilidad de recuperar la presencia del otro y generar conciencia frente a las estructuras que excluyen. Con ello se pretende invertir la intervención social exclusivamente hacia el “sujeto afectado” para poder trabajar, socialmente movilizados, por el impacto de una realidad injusta hacia el otro. Se apela a poder comprender mejor cuáles son los mecanismos de inclusión e integración de la sociedad para así incidir en éstos y repensar las situaciones de exclusión. La tríada exclusión, inclusión y alteridad se articulan para pensar la intervención y “poner en el centro de los procesos de integración y de las prácticas de intervención a los propios excluidos, devolviéndoles su protagonismo restado, restaurando su presencia y fortaleciendo sus itinerarios de sentido” (Rubilar, 2013: 59).

Lévinas y su filosofía entran a escena: apuntes acerca de la pobreza

Al dar un paso más para concretar las ideas anteriores y reflexionar sobre este asunto, creemos pertinente trabajar desde un lugar epistémicamente situado y nutrido con un cruce filosófico claro, el cual supone —tal como mostramos— un diagnóstico crítico de la actualidad y del papel de los interventores sociales. Reflexionaremos desde la crítica de Lévinas hacia la noción de humanismo y hacia las ciencias humanas para cumplir nuestro objetivo, pues a partir de la problemática de la intervención social y la pobreza, instalado en terreno de las ciencias humanas y sociales, podemos leer este asunto en clave lévinasiana. Esta filosofía nos sugiere repensar la noción de subjetividad y humanidad, despuntando elementos interesantes como contrapunto a las miradas más tradicionales sobre la intervención social, la pobreza y la exclusión.

Respecto a la subjetividad y la humanidad, en un intento por pensar un nuevo sentido que ilumine su noción de alteridad, Lévinas comienza por repensar la noción de sujeto. Propone instalar una fenomenología de la alteridad que reconceptualice la noción de sujeto para evadir la relación identidad-totalidad y salir de ella (Lévinas, 2006). No puede ser un sujeto que esté centrado en sí mismo, y que todo comience desde él en tanto sujeto totalizado (sujeto potencia versus alteridad indigente). Hay una suerte de inversión subjetiva, pues se requiere de un sujeto abierto al exterior para poder cumplir la compleja fenomenología lévinasiana del otro: reescritura en clave ética que instala al sujeto abierto a la posibilidad de recibir al Otro (Lévinas, 2006). Así entonces, el Otro es primero que el Sujeto: postura que impacta la noción de subjetividad estableciendo que el sentido primero está en el acontecer y en lo intempestivo de la irrupción del otro; potencia de una subjetividad que no puede pensarse sin la idea de alteridad.

Sin poder profundizar más sobre aquellos bellos análisis de la subjetividad expuestos en Totalidad e infinito, probablemente, es en este sentido que Lévinas se refiere al fin del humanismo en una obra de la década de 1970. Establece que en esa década2 la crítica a la subjetividad y al sujeto es también un golpe al humanismo de su época. Así, en un gesto metódico brillante, lo que plantea en ese texto es una crítica epocal (Lévinas, 2003) a la declaración del fin del humanismo clásico, con la que está de acuerdo, ya que ésta es una mirada clásica del hombre que utiliza las ciencias humanas, que muestra cómo la civilización, la economía y lo planetario construyen un Sujeto que pretende develarse e identificarse para saber más. No obstante, si bien está de acuerdo con ella, la crítica de Lévinas también se dirige a ese fin del humanismo: “su muerte, su renacimiento, su transformación, se juegan, de aquí en adelante, lejos de él mismo” (Lévinas, 2003: 113). Esta “muerte a lo humano” de su época, según establece, nos aleja más del “misterio humano”, y de ahí que las ciencias del hombre quieran salir del Sujeto y del humanismo clásico, aunque esto mismo tiene sus implicancias, según nuestro filósofo. “Todo respeto al ‘misterio humano’ se denuncia, por tanto, como ignorancia y opresión” (Lévinas, 2003: 113), es decir, si bien las ciencias humanas critican al sujeto, pareciera que siguen convergiendo con el sujeto de la representación y de la inteligibilidad.

Lo que pretende articular Lévinas es que no está a favor del humanismo clásico, pero tampoco con este antihumanismo: intenta reescribir la noción de sujeto moderno cartesiano, de sujeto arrojado a la existencia y comandado por el ser (en franca oposición a Heidegger); se requiere ya un sujeto abierto al otro, “que puede estar-con-otros” (Altuna, 2010: 270-271) para generar una nueva intersubjetividad (Lévinas, 2001). La subjetividad ya no calza con la identidad, hay una interioridad expuesta y abierta, paradójicamente. “La interioridad no sería rigurosamente interior. Yo es otro. ¿La identidad misma no es un fracaso?” (Lévinas, 2003: 116). Aquí deja estipulado lo único de cada sujeto, pues ahí se juega la diferencia, en la unicidad de cada uno, una identidad descalzada y no recíproca con el otro: abierta al otro.

Así aparece una nueva subjetividad, la cual ha sido cuestionada en sus pilares; se instala una relación anterior al entendimiento: ¡es el otro quien alinea mi identidad! “En el acercamiento del otro, en el que el otro se encuentra desde el comienzo bajo mi responsabilidad, ‘algo’ ha desbordado mis decisiones libremente tomadas, se ha escurrido en mí, a mis espaldas, alineando mi identidad” (Lévinas, 2003: 121). Todo lo humano es exterior. Lévinas deja en claro el sentido del Otro en su fuerza y su “aparecer” enigmático. Su tesis repiensa la noción de humanidad y de alteridad como cuestión primera a la irrupción del sujeto. Justamente, el gesto de repensar el otro tiene por objetivo el que no quede dibujado y categorizado desde la “racionalidad clásica” de la representación, cuestión que tambalea la noción de humanidad entendida desde las ciencias humanas (Lévinas, 2003). La subjetividad deviene desde la alteridad y es reescrita: “no es el simple fracaso de una objetivación sino justamente el derecho a la diferencia de otro que, en esa no-indiferencia, no es una alteridad formal y recíproca, insuficiente en la multiplicidad de individuos de un género, sino la alteridad del único” (Lévinas, 2001: 225). Lo cual es figura anterior al género, a la formalidad, a la racionalidad; figura de sensibilidad, pues el sujeto queda expuesto, fisurado al irrumpir a partir del otro: es un sujeto para el otro, ahí radica la importancia de la unicidad.

Se entiende mejor la crítica tanto al humanismo como al antihumanismo de la época al estudiar desde la perspectiva de Lévinas la noción de subjetividad. Para él, ésta no se totaliza desde su potencia yoica, tampoco es una conjunción de estructuras (Lévinas, 2003), más bien está potenciada desde la alteridad; ahí queda estipulado como sujeto único, “indiscernible”, que está abierto a recibir al otro. “El yo es diferente por su unicidad, y no único por su diferencia” (Lévinas, 2002: 168). Por tanto, la cuestión decisiva es que existe una nueva “interioridad imposible” que desorienta, pero a su vez reorienta las ciencias humanas; es una apuesta por una identidad imposible, como ya vimos. No obstante, es en esta suerte de antihumanismo, en esta relectura de la subjetividad que podemos fisurar una mirada que parte de la centralidad de las ciencias humanas. “Nadie puede quedarse en sí mismo: la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema” (Lévinas, 2003: 130).

A partir de lo anterior, de ese gesto crítico de la subjetividad y las ciencias humanas, las ideas de intervención social a nivel de pobreza y exclusión social desde una mirada tradicional y tecnocrática quedan en franco cuestionamiento. Si retomamos la crítica a la noción de humanismo de Lévinas, comprendemos que detrás de ciertos conceptos sociales, como pobreza, intervención, diagnóstico, existe una suerte de deshumanización del otro, lo cual más bien valora la importancia de los indicadores, la gestión.

Sin menospreciar lo anterior (pero siguiendo las ideas de Lévinas), abordamos como una suerte de modelo un documento de trabajo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) que grafica lo ya expuesto: la aparición de una institucionalidad que adopta como su característica representativa el discurso de la pobreza y el cómo “debe” intervenirse para minimizarla (Cepal, 2001). No obstante, en esa construcción política de la pobreza, en su intento por cuantificarla, por medirla, se pierde lo misterioso de la humanidad que ella posee: a veces se evanesce el rostro del pobre, el otro, que se interviene, pues tampoco se repiensa la noción de subjetividad. Por esto mismo, en aquella racionalidad instrumental, se comprende mejor que muchas de sus definiciones estén orbitando en ese mundo conceptual: “necesidad, estándar de vida, insuficiencia de recursos, carencia de seguridad, falta de titularidades, privación múltiple” (Cepal, 2001: 9). Inclusive (casi como punto aparte), aquí se presenta una manera de armar equipos para intervenir socialmente donde el diálogo disciplinar se juega desde una mirada instrumental, pues participan pocas disciplinas y si actúan es en pos de un problema. Ahora bien, desde una interdisciplina más atractiva (de ahí la investigación de este trabajo) para la cual el “problema social” tiende a complejizarse, se pone en juego lo que llaman: “interdisciplinariedad epistemológica”. Se realiza una intervención social interdisciplinaria que activa la mirada singular del problema pero con sus aspectos sociopolíticos e ideológicos (Muñoz, 2014; 2011), sin olvidar repensar los conceptos con los cuales intervenimos. Se da una suerte de singularidad política del otro.

Ahora bien, volviendo a nuestro tema, sin negar que lo interdiscilpinario aquí juega un espacio, al sumar las ideas de Lévinas respecto a la subjetividad y su unicidad como también al lugar que ocupa el otro, es que podemos matizar el asunto pensando la humanidad con clave de alteridad, donde se juega la idea de dignidad (Rubilar, 2013). Esta condición es parte de la humanidad del otro, no se pierde por la situación contextual; por tanto, dejamos en claro que si no hay reconocimiento de la alteridad que es recibida por los sujetos, se implica la absorción del otro y no la diferencia. En esto la acción de la intervención social estaría dada desde una totalidad que no permite tener protagonismo al excluido-pobre. Gracias a Lévinas se puede pensar un cambio radical respecto al pensamiento social y sobre las relaciones intersubjetivas, cuestión que incide en las acciones interventivas. Por lo anterior, la relación entre intervención social y pobreza, pensada a la luz de los argumentos de Lévinas, permite ensanchar conceptos, renombrar ideas, como la de subjetividad y humanidad. Junto con ello, esta misma cuestión abre un espacio provocativo para pensar otras nociones: de mundo, de afectos y alimento, que también se juegan en esto si seguimos a Lévinas.

Pobreza, alteridad y mundo afectivo

Un pensamiento y una reflexión sobre el otro, que sea relevante para el quehacer de las ciencias humanas en general, no generan una abstracción de las condiciones en las que acontece ese otro, de las situaciones que condicionan su emergencia y que impactan en la dinámica de sus procesos de subjetivación. Trátese de situaciones o contextos sociales, culturales, políticos, ecológicos, etcétera, en esencia éstos aparecen como estructuras cambiantes, a la manera de un índice de variabilidad importante que impacta profundamente en la vida de los sujetos. De entre todas las situaciones, podríamos decir que la situación por excelencia es el mundo, una suerte de telón que sostiene la multiplicidad de nuestra experiencia vivida. El filósofo Maurice Merleau-Ponty apunta directamente a esta complicidad entre nuestras vivencias y aquello que llamamos mundo, cuando sostiene que: “El mundo no es lo que yo pienso, sino lo que yo vivo” (Merleau-Ponty, 2000: 16). Esta cuestión es relevante para nuestro propósito, ya que aborda no sólo cuán directa e intransferible es la experiencia e intensidad de las vivencias personales, sino también cómo de ella destila una noción de mundo, como si una imagen de nosotros mismos recorriera y tensionara eso que nombramos, muy rápido, mundo. Si el mundo es lo que yo vivo, si él es, de alguna manera, mi propia intensidad existencial, mi alegría y mi entusiasmo, mi indiferencia, mi desidia, puede ser también mi miseria y precariedad. La cuestión que se abre aquí, y que nos interesa explorar particularmente, es que bajo el vocablo “mundo” hay mucho más que el conjunto de cosas y artefactos que condicionan nuestra vida; desde una perspectiva filosófica, el mundo excede esa pura dimensión material del mismo, y se ensancha hacia una concepción de orden vivencial, e indefectiblemente teñida de afectos. Cuando estamos exhaustos, el mundo se extingue con nosotros, y nos retiramos del mundo precisamente para recobrarlo en un mañana que es la promesa de otros afectos. Al respecto, atendiendo a la inquietud que nos convoca, a saber: el sujeto sumido en la pobreza y en la vivencia del hambre, nos preguntamos: ¿qué noción de mundo se diseña en estas condiciones? ¿Qué afectos tejen su existencia hambrienta? Nuestra idea es que el hambre del hambriento, que es mucho más que una sensación fisiológica, apunta indefectiblemente a una vivencia de tipo afectiva, que moviliza unos afectos y un patetismo existencial agudo, tendiente a degradar la complicidad con el mundo. El hambre no moviliza un mundo, no lo suspende, sino más bien lo borra, reduciendo toda promesa afectiva —las “alegrías del mañana”, como diría Lévinas—, a la condena de un presente sin horizonte. El hambre es el testimonio de una ausencia de mundo.

Resulta relevante, para reflexionar sobre lo humano y el otro, repensar precisamente este vínculo roto con el mundo que supone el hambre, no con el fin de proponer un nuevo hilván, a la manera de un programa de superación de la pobreza, sino más bien de permanecer en esa escisión y examinar más detenidamente algunos de sus elementos. En este espíritu, un sujeto pobre, afectado de hambre, no puede ni debe resumirse a una sola idea, según la cual este ser humano es aquel que carece de ciertas condiciones materiales para el desarrollo de su vida; como ya dijimos, la intervención social no puede ceder a la tentación de tecnificar las dinámicas de superación de la pobreza. La alteridad del pobre es impactante, ya que es la alteridad desnuda de aquello que carece de mundo. Detrás de esta innegable precariedad material, que sin duda reclama justicia y reparación, está la brutal negación de lo humano, que es al mismo tiempo exclusión mundana, ausencia de mundo y pobreza afectiva. Sin caer en la grosería de afirmar que el mundo material es secundario, y que el bienestar subjetivo depende de cuestiones de orden puramente espiritual, el escándalo de nuestras sociedades de la precariedad llama a revisar cuestiones más profundas. En esta vía, situándonos en un horizonte reflexivo como el de Lévinas, es interesante detenerse en la idea de que la cuestión del hambre moviliza inmediatamente una política: “Pensar en el hambre de los hombres es la función primera de lo político” (Lévinas, 1982: 34). A la luz de esta declaración, a continuación intentaremos dar un sentido a esta sentencia, destacando, por una parte, la afirmación del indisociable vínculo que se establece entre una dimensión política y la dimensión corporal y sintiente de lo humano. Por otra parte, si a la política le cabe ocuparse del hambre, y si ésta significa la reducción de todos los horizontes afectivos al sentimiento gris de la sobrevivencia, es decir, de ausencia de mundo, cabe preguntarse si la política no es, además, la posibilidad de recuperar el mundo y con él los matices de sus horizontes afectivos.

Felicidad e individuación

Para adentrarnos en nuestro tema, consideremos la idea levinasiana que afirma el “carácter político del alimento” (Lévinas, 1982: 35). ¿En qué sentido el alimento dispone de un “carácter político”? ¿En qué sentido este “carácter político” es relevante para la intervención social? En nuestra opinión, el hambre puede ser portadora de una acción política, en la medida que en ella hay sopesamiento de un mundo que se revela roto, disponiendo al hombre a generar acciones tendientes a superar el hambre. Por ejemplo, de acuerdo con Ernst Bloch (2004), para quien el hambre no es una noción pasiva, sino una negación activa que en su experiencia aparece como generadora de acción política, podríamos pensar como punto inaugural de un proceso de transformación. En este sentido, el afecto del hambre es pensado directamente en una dimensión política, pues engendra la acción, suscitando un “interés revolucionario” (Bloch, 2004: 105). En Lévinas, si bien es cierto que se pueden establecer ciertas cercanías, la dinámica es otra. El hambre se decanta como una ausencia de mundo, forma radical quizá de su trizadura, y en ese sentido el hambriento en su acción “reclama mundo”. Lo relevante aquí es el hecho de que esta demanda de mundo tiene una direccionalidad eminentemente ética antes que política, en el sentido que ella nos convoca en ese reclamo: “La presencia del Otro equivale a este cuestionamiento de mi dichosa posesión del mundo” (Lévinas, 1997: 99). Junto con ello, siempre en perspectiva levinasiana, que el hambriento tenga su pan y alimento es darle la posibilidad al otro de recobrar un mundo, otorgándole al mismo tiempo una trama afectiva por venir, en la que destaca el goce y la felicidad (Lévinas, 2006) como garantes de la dignidad de lo humano.

La cuestión del goce y la felicidad es relevante para una perspectiva que quiera pensar una dinámica diferente del vínculo sujeto y mundo, así como del vínculo intersubjetivo en general. En particular ella rompe, o al menos pone en entredicho, una perspectiva puramente asistencial en los procesos de intervención social, vinculados a las personas sumidas en la pobreza. Esta perspectiva que cuestionamos supone, por una parte, una noción de sujeto del orden de la carencia y, por otra parte, una noción de alimento como sinónimo de mero carburante. En su dinámica, según lo habíamos sugerido, ambas cuestiones colindan con el riesgo de la totalización, de la tecnificación del proyecto de transformación de los excluidos. Una dimensión particularmente nueva y fecunda para la reflexión es la que aporta Lévinas, cuando piensa en la dimensión del goce cuyo sustrato afectivo trastorna la idea de sujeto y de alimento, y más extensamente de las condiciones materiales en general. Para el contexto de la intervención social, nos resulta relevante pensar con Lévinas el paradigma del encuentro intersubjetivo, marcado por la exigencia del “cara-a-cara” (2006), como condición de posibilidad de toda relación eminentemente respetuosa del otro. Destaca en esta filosofía del encuentro, el hecho de que si bien el otro es reconocido en su indigencia, pues “reconocer a otro es reconocer un hambre” (Lévinas, 2006: 98), esta indigencia apunta a una precariedad particular, que desborda la carencia material, y que, por lo pronto, no nos autoriza a pensar al Otro como “menos” que yo, pues este otro es aquel “al que se aborda como ‘Usted’ en una dimensión de grandeza” (Lévinas, 2006: 99). Ninguna precariedad anula, digamos, la dignidad ética del otro. Bajo este respecto, entonces, es posible abordar la lógica del hambre bajo otra dimensión.

Volvamos a la cuestión del goce. El goce es una emoción particularmente entramada con el mundo y sus contenidos. De todos los resortes que alimentan la comprensión de los procesos de individuación humana, Lévinas se inclina por el potencial de “felicidad” o “goce” como generador de subjetividad. “Individuación por la felicidad” (Lévinas, 2006: 139), escribe nuestro autor, subrayando de entrada que la idea de Yo que decanta de aquí, no apunta ni a una dimensión biológica ni sociológica. Esta cuestión importa en la medida que ella, la felicidad, rompe con la idea de participación y comunidad; la felicidad no aparece como una noción de integración, como el carburante para un ideal de sociedad o bienestar ciudadano, sino más bien ella permite al sujeto distinguirse, hacerse único, y en este sentido diferenciarse de otros. Postura relevante en la medida que ella es tributaria de un paradigma ético, en el que la autonomía e individualidad subjetiva son la base de cualquier devenir ciudadano y político. La felicidad de la que nos habla Lévinas aparece como una emoción in-intercambiable, y de alguna manera incomunicable. Al mismo tiempo, ella moviliza un proceso de individuación, un devenir único, mediante contenidos que señalan intensamente mi ser. Lévinas lo llama “interioridad” o “subjetividad” (2006). Destaca aquí el hecho de que esta subjetividad aparece originada “en la independencia y en la soberanía del gozo” (Lévinas, 2006: 132), marcando así cierta gestualidad emancipadora. Volveremos sobre esto.

Es importante subrayar la perspectiva ética, de raigambre lévinasiana, que está en juego en un tipo de argumentación que comprende la subjetividad en términos de “unicidad”, según lo referíamos en páginas anteriores. La subjetividad como “alteridad del único” (Lévinas, 2001: 225) es caracterizada por una suerte de precariedad constitutiva, que tensiona la estructura misma del reconocimiento. Reconocer al otro como un hambriento (Lévinas, 2006) es en primer lugar reconocer una alteridad, que en el caso de lo humano, para Lévinas, es siempre una alteridad ética. Se trata de una alteridad bien particular, pues ella no sólo toma la forma de una demanda, de una interpelación, sino además su fuerza le viene de esta paradojal posición de estar excluido del mundo. Reconocer al otro sería inmediatamente reconocer una demanda, ética, de mundo. Si pensamos en la caracterización misma del contenido de alteridad de lo humano, en particular por la noción de “rostro” (Lévinas, 2006), nuestro autor subraya la dimensión de apátrida como forma patética de un no tener lugar en el mundo, como el hambriento, y que se tiñe de otras notas tendientes a caracterizar a todo otro en términos de pobreza y miseria. El otro que en su rostro es: “ausencia de este mundo en el que entra, el destierro de un ser, su condición de extranjero, de despojado o de proletario” (Lévinas, 2006: 98).

Mundo y goce (el mundo como conjunto de alimentos)

La idea de subjetividad o interioridad que intentamos sostener se diseña en conjunto con una recuperación del horizonte mundano, como un espacio ganado y soberano, y no obstante abierto a otras conquistas. La estructura del goce es determinante, no lo olvidemos, para sopesar este paradigma subjetivo, en razón, decíamos del potencial de felicidad. Demos un paso más. La individuación por la felicidad se cumple por una suerte de saciamiento mundano, toda vez que este mundo se nos ofrece como un “conjunto de nutrimentos” (Lévinas, 1983: 45). Resulta relevante esta redefinición del mundo, en la medida que nos conduce inmediatamente a una dimensión del orden de mis vivencias afectivas, como garantes de un habitar pleno en el mundo. Por otra parte, al pensar el mundo como un acervo nutricio, Lévinas está instalando las claves para una transformación del formato mismo que sostienen las cosas que recubren este mundo. La óptica nutricia del mundo permite entrever el sustrato afectivo del goce, como condición primera de la humanidad, como garante de una dignidad primera y olvidada, que en su ausencia atenta contra la integridad de las personas. Bajo este aspecto, la felicidad o el gozo transforma las cosas, las hace salir de su dimensión puramente técnica, sistémica o instrumental; es todo el mundo material que puede teñirse afectivamente, incluso las agujas y los martillos (Lévinas, 2006). Las cosas que constituyen este mundo aparecen cuestionando una dimensión cuantitativa de ellas mismas. Esta perspectiva es relevante en la medida que parece imposible establecer una ecuación entre gozo y cantidad, como si la felicidad fuese imposible de medir. Como escribe Lévinas: “El gozo y la felicidad no se calculan por las cantidades de ser y de nada, que se compensan o se ponen en déficit” (Lévinas, 2006: 162). El desdibujamiento instrumental de los alimentos que nutren la vida humana, que condicionan mi felicidad, invita a repensar la dimensión mundana. En particular, es necesario pensar en la tensión entre alimento y gozo, y en la connivencia estructurante entre sujeto y mundo. El gozo traduce una relación de “dependencia” con la exterioridad, en la medida que él apunta o se dirige hacia un contenido que el sujeto no posee. ¿Qué significa depender de la exterioridad? Significa hacer de lo otro un polo de tensión fundamental para nuestra existencia. La estructura del goce nos muestra que el mundo que yo puedo disfrutar ensancha nuestros propios bordes subjetivos hacia otros horizontes, insospechados, al tiempo que nos dispone existencialmente a otras posibles vivencias, como si el goce permitiera mantenernos en franca vigilia hacia lo otro. Cuestión interesante, pues sugiere que la felicidad es mucho más que un estado o afecto ganado, pudiendo prescindir así de su tensión material. Ella es el “estremecimiento mismo del yo” (Lévinas, 2006: 132).

La felicidad necesita un contrapunto concreto, una realidad vivida, experienciada. Por ello, dicha dependencia significa situarse concretamente en el mundo, es decir, para Lévinas es vivirlo corporalmente (Lévinas, 2006). Hay aquí la idea de asumir el mundo, pero mediante esa primera relación afectiva que es el goce del mundo, en el que el “yo cristaliza” (Lévinas, 2006: 163).

Un último punto nos parece relevante, relacionado con el potencial crítico de la estructura del goce: “La ruptura de la totalidad […] se lleva a cabo por el gozo” (Lévinas, 2006: 138). En líneas anteriores ya habíamos adelantado sobre el carácter emancipador de la subjetividad, en razón de las notas sobre “independencia” y “soberanía” de Lévinas. Para el filósofo, la subjetividad está determinada justamente por su carácter de independencia, que es otra forma de referir la felicidad o el goce. ¿En qué consiste la “independencia de la felicidad” (Lévinas, 2006: 134)? Lévinas nos da una clave preciosa para descifrar esta idea, afirmando que la felicidad “es condición de la actividad” (2006: 132), y que bajo este respecto la felicidad tiene el poder de suscitar un nuevo comienzo. Entendamos bien, la subjetividad tensionada por un sustrato del orden del goce, es un tipo de subjetividad capaz de instalar un nuevo comienzo, de emprender nuevas acciones, o dicho de otro modo, la subjetividad es comenzar, a la manera de una subjetividad nunca acabada, y por ello es susceptible de posibilidades que la desbordan en permanencia. Por otra parte, si la felicidad es una forma de independencia, es preciso indicar respecto a qué situación ella marca justamente la independencia. Lévinas no puede ser más claro al afirmar que se trata de una independencia de la “continuidad” (Lévinas, 2006: 132); en el contexto de la obra de nuestro autor ella traduce el statu quo de un mundo contemporáneo, impasible e indiferente a la demanda de alteridad. Bajo otro vocabulario, esta “continuidad” se condice con la idea de “totalidad”, noción clave para comprender la apuesta ética de Lévinas. Nuestro autor denuncia el argumento de totalidad (2006) en razón de su potencial de indiferencia respecto a la alteridad de lo humano. Bajo la idea de totalidad, matriz neurálgica de nuestra racionalidad occidental, Lévinas denuncia la sistematización de la destrucción de la alteridad, no sólo porque los individuos se piensan a sí mismos a partir de grandes relatos homogeneizantes (historia, filosofía, ciencia, etcétera), al “tomar prestado su sentido de esta totalidad” (Lévinas, 2006: 48), sino porque su subjetividad, su ser únicos, es depuesto en nombre de un sentido que los totaliza indefectiblemente; su “unicidad […] es sacrificada” (Lévinas, 2006: 48). Por todas estas razones, cuando Lévinas escribe que el goce rompe con la “totalidad” nos está señalando al menos dos cosas: 1) que la individuación a través del goce encuentra su secreto no sumándose a la totalidad, sino haciéndose único, 2) que a través del goce, la subjetividad conjura la tentación de totalización.

Al final de este recorrido, podemos avizorar que, contra el paradigma de la indiferencia, la ponderación del goce y la felicidad como índices de la subjetividad tienen el potencial de señalar la alteridad de lo humano y su refracción hacia una mirada calculante, pretendidamente objetiva. A la neutralidad fría de las técnicas y los métodos con los que abordamos la exclusión, podemos contraponer este otro paradigma de la no-indiferencia. Quizás la no-indiferencia ética, que es mucho más que darle pan al excluido, es aquella que piensa al otro en un horizonte del orden del gozo y la felicidad, concibiéndolos inmediatamente como sujetos de posibilidades en lugar de sólo de carencias, es decir, sujetos capaces de discernir políticamente, instalarse socialmente y participar de la vida ciudadana. Por ello, dar de comer al otro no es incluirlo en mi mundo, sino, más bien, permitirle al otro establecer su propio mundo, henchido de bordes crepusculares, que pueden o no encontrarse con el mío.

Palabras finales

El presente trabajo nos deja abiertos los caminos reflexivos que pueden nutrir, desde la filosofía, la actuación o la intervención en el campo de las ciencias sociales y humanas. Desde una perspectiva crítica, pertinentemente política, advertimos el riesgo al que se expone la perspectiva tradicional de la intervención, que puede totalizar la acción de la intervención, y situar al interventor desde un saber que asimila y coopta a la persona sin dejarla “aparecer en su enigma”, petrificándola en su lugar de carente y pobre. Nuestra intención ha sido mostrar un nuevo margen epistémico, en el cual la relación interventor-intervenido se ensanche hacia otros paradigmas, y así poder pensarla bajo la lógica del encuentro, que es un paradigma crítico que no concede a la complacencia teórica.

La filosofía del encuentro permite no sólo expandir la mirada de las ciencias sociales, sino que se arriesga a la saludable fisura del discurso neoliberal, tecnocrático y positivista de nuestra época (Matus, 2004), para permitir que las intervenciones sociales trabajen con y por los rostros del pobre o del excluido, al tiempo que permita al interventor pensarse con distancia crítica. Esta distancia crítica conjura la tentación de que las propias disciplinas, que intervienen socialmente, se reduzcan epistémicamente, por considerar que sólo actúan en una “realidad”, y no discuten la gramática ni los conceptos de su acción. Justamente la reflexión filosófica nos permite renombrar, transmitir otras formas y lenguajes que ensanchen sus conceptos (Carballeda, 2014), disponiéndolos a una transformación dinámica relevante para la vida de las personas.

Es necesario insistir en la urgente redefinición de la intervención social, ampliándola en su espectro epistémico, no sólo en relación con sus alcances y posibles terrenos de acción, sino, además, con su propio campo de definición, que necesariamente debe reactivar un cruce significativo de condiciones y experiencias humanas. Como escribe Carballeda: “Así, la intervención social enlaza una necesaria recuperación del habla, del lenguaje y de las formas de decir, a través de diferentes dispositivos que intenten revincular al sujeto con la cultura, con los otros, con su historia” (2014: 60). El gran desafío será justamente restablecer un vínculo roto con todos aquellos dispositivos que tejen la vida de las personas, en el que la dimensión política del sujeto no puede estar ausente.

Pensar desde el paradigma de la no-indiferencia, es pensar cómo la diferencia, la alteridad de la precariedad, es también el nombre de una trama sintiente, que penetra indefectiblemente nuestro quehacer en el mundo social, instalando un desafío mayor que nos interpela a pensar cómo lo político también se deja impactar por el mundo de los afectos. Como si el “carácter político del alimento”, del que nos habla Lévinas, se revelara en aquella reactivación sensible de la vida que traduce el gozo del alimento, determinando así el borde político como un asunto de la vida sintiente.

Fuentes consultadas

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1En el presente artículo entendemos la pobreza y la exclusión social como términos relacionados sobremanera cuando pensamos desde la realidad chilena o latinoamericana. “La pobreza se constituye en uno de los factores que influye en el debilitamiento de los vínculos sociales que agudizan las situaciones de exclusión social” (Rubilar, 2013: 49).

2Aquí está haciendo alusión, creemos, a la corriente estructuralista que refieren a la nueva postura contra-el-sujeto, la cual instala una idea de antihumanismo (Altuna, 2010).

Recibido: 23 de Abril de 2015; Aprobado: 07 de Septiembre de 2016

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