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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.14 no.33 Ciudad de México ene./abr. 2017

 

Artículos

La identidad como construcción de sentido13

Identity as Meaning Construction

Beatriz Ramírez Grajeda1  * 

1 Profesora-investigadora del Departamento de Educación y Comunicación, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco.


Resumen:

El artículo sostiene que la identidad es construcción de sentido, en la cual el lenguaje juega un lugar central, anuda inconsciente y contexto, presente e historia, poder y deseo. El lenguaje permite al yo negociar con las expectativas de otros, notificar tiempos, reclamar reconocimiento, hacerse un lugar en el mundo. En el discurrir de las palabras se configura el sujeto como ser autónomo o heterónomo, por cuanto exhibe una intimidad construida socialmente. El lenguaje, en sus cualidades de diálogo y polifonía pone de relieve referentes identitarios: raza, lengua, religión o procedencia geográfica, pero también los referentes de espacio y tiempo que anuncian el modo en que el sujeto se coloca frente al mundo o toma lugar en él.

Palabras clave: Alienación; creación; imaginario; formación; construcción de sentido

Abstract:

In this space we sustain the idea that identity is construction of meaning; where language plays a princeps place, because in her coexist unconscious and context, present and history. It is thanks to the language the self negotiates with the expectations of others, expresses their subjectivity, their time; it looking recognition or place in the world. Is in the flow of words where live together power and desire, it is in the words where it exists like being autonomo or heteronomo; and it is space where the subject it exhibits an intimacy socially constructed.

Key words: Alienation; imaginary; creation and training; construction of meaning

En una palabra, creer e inventar:

he ahí lo que el sujeto

hace como sujeto.

Gilles Deleuze (2002: 91)

[La vida] es un prejuicio, una sentencia, un fallo precipitado, una anticipación arriesgada; podrá verificarse únicamente en el momento en que el portador del nombre, aquel a quien llamamos por prejuicio “un viviente”, esté muerto.

Jacques Derrida (2009: 37)

Puntos de partida

La identidad es una construcción que supone alienación y creación al mismo tiempo; necesarios para darle certeza al yo de lo que no es y, a su vez, inventar y creer lo que es, esforzándose por un pacto de reconocimiento con el mundo. Es resultado de una síntesis de imágenes, convocatorias, soluciones de compromiso, negociaciones psíquicas que a partir de un esfuerzo de sentido: nomina, clasifica, distingue, reconoce, interpreta, interpela, crea sentido a las cosas del mundo brindándole al yo un lugar para sí.

Hemos de concebir al lenguaje como una institución primaria de la sociedad. En él se opera un juego entre creación y alienación, es decir, no sólo en él se hace presente lo histórico-social instituido como forma subrepticia y “natural”, y la sutileza de su acontecer no abandona su cualidad poiética, pues aun con las regulaciones político-sociales y las condiciones de vida que demandan a los sujetos ocupar ciertos lugares o cumplir ciertas funciones en el mundo, aquéllos crean las disidencias pertinentes, producen los pliegues donde refugiarse en el tejido social y construyen sentido en lo que hacen, en el lugar que ocupan. Construyen así una posición frente al mundo, la cual se esfuerza permanentemente de acuerdo con los espacios sociales que se ocupan y al tiempo del sujeto, de manera que no puede presumirse como unidad acabada, como cualidad distintiva y permanente; ni como esencia, a la que hay que revelar porque precede a la vivencia humana o a la experiencia del vínculo. La identidad como síntesis imaginaria, efímera y temporal está a merced de una dinámica psíquica siempre en formación, pues, como construcción de sentido, no es esencia que permanezca, es proceso y devenir, es acontecer de la palabra.

La identidad como un esfuerzo de sentido

Estamos hechos de recortes, de huellas, de experiencias y afectos que avalan o autorizan la posibilidad. Cada vínculo nos deja rastros de existencia que autorizan y nombran las cosas del mundo.

Que el lenguaje sea institución histórico-social que brinda las condiciones de posibilidad para existir no impide su forma creativa, dinámica, lúdica y generadora; es gracias a él mismo que se negocian con el mundo formas de hacer y de ver. La identidad es efecto de esa continua negociación, en la que el sujeto tiene que construir los sentidos que logren un lugar para él en la mirada de los otros. La identidad es construcción imaginaria, porque da continuidad a lo que no la tiene. A los fragmentos de los que estamos hechos, en ese sentido es una construcción de saber que no es absoluto, ni definitivo, sino parcial y provisional. Sostenemos que la identidad es una síntesis imaginaria que autoorganiza y autoaltera nuestro lugar en el mundo, dada nuestra tendencia conjuntista identitaria1 necesaria para construir sentido, la cual nos permite concebirnos como “alguien” para otros; esta autoalteración, además, la hace efímera y temporal, pues somos capaces de evolución, resignificación y experiencia; creación permanente que se hace un lugar. Siempre en formación, la identidad es construcción de sentido.

La identidad no es objetivable, se expresa en los modos de ser, de hacer y de decir; en los modos de vínculo que acontecen en la palabra. Por tanto, proponernos elucidarla nos obliga a preguntarnos por la simpleza y la ominosidad de nuestras prácticas y, más que adherirnos a la tarea de describirlas, es necesario pensar en las condiciones que las hicieron posibles.2

La ilusión de identidad: creación y alienación

La identidad es una construcción imaginaria, síntesis de múltiples tiempos y espacios, que en un esfuerzo creador de sentido convoca a una unidad, en general ilusoria, pero que nos permite la certeza y la contención de que somos algo para alguien, esto implica que se invoca siempre a otro que nos reconozca3 para que podamos acontecer, aparecer, figurar en el mundo social; de esta forma se presenta como unidad que se posiciona frente a la ley y frente al deseo.

Este modo de concebirla tiene sus fundamentos en el reconocimiento de dos descentramientos: el primero nos obliga a distanciarnos de la concepción de sujeto que lo concibe trascendental o soporte de las estructuras. Pensamos que el sujeto, en tanto ser lingüístico, es creación, sea en la alienación o en la invención. No sólo por cuanto es creado por significaciones imaginarias que lo convocan o lo interpelan a ocupar lugares, eco de voces en los que se esfuerza en creer y que le abrigan un lugar donde se reconoce (alienación), sino también es creación radical en la disidencia sutil, el juego creativo, la transgresión de lo instituido, en la negociación con el mundo y en la acción autónoma. Su acción poiética no está subsumida al bien moral, pues de ser así, el mal estaría marginado de las creaciones imaginarias y si algo nos demuestra nuestra sociedad es que la creación imaginaria esfuerza en todos sentidos lo mismo hacia la evolución científica, la invención lúcida que hacia la producción de los intersticios de corrupción, perversión, pedofilia o gobierno cómplice.

El segundo descentramiento nos exige reconocer que formación e identidad forman parte de un proceso donde se imbrica lo singular y lo social, y que sólo en aras de elucidación decidimos nombrar distintamente. Mientras la primera es un proceso complejo de construcción en acto, la segunda es la síntesis temporal que deviene en ese proceso; posible en el contexto, la experiencia y la poiesis que obliga a negociar con la mirada del otro, con el lenguaje del otro quien nos conmina o acucia a reconocerle en un lugar y ocupar otro. En tanto la formación pone de relieve tiempos, espacios y potencias creadoras, la identidad es la expresión singular de cómo se las ha arreglado el sujeto para negociar con esos relieves que construyen su mundo; ello pone de relieve el esfuerzo creador que reconoce Deleuze, al afirmar que siempre somos diferencia a pesar de la repetición (Deleuze y Foucault, 1995); De Certeau (1996), al negar que exista un consumo pasivo pues en él se opera tácticamente disidencia y trapacería; Laplantine (1996), al reconocer que en la multipertenencia subyace la creación; Castoriadis (2007), al concebir que en la conformación de la institución, la imaginación radical hace posible la autonomía; Kristeva (1978), al reconocer la intertextualidad que participa en un texto; Barthes (1987), al concebir una lectura desbordante de la escritura en la que el sujeto le imprime al texto postura propia. En las nociones de iterabilidad y diferancia, Derrida (Derrida y Stiegler, 1996) reconocerá esa diferencia en la repetición, esta posibilidad de diferir, alejarse, demorar y precipitarse a la vez; es un testimonio de discordancia, un acontecimiento que intenta entregarse a la inmanencia de lo que viene en la experiencia del otro, testimonio de la relación con lo que es diferente. Abierta al que viene, es un pensamiento de la urgencia porque el otro no es previsible. Si hubiera previsión o programación no habría acontecimiento ni historia.

La identidad acontece, aparece y se posiciona. Acontece en un espacio, aparece construida por el lenguaje y se posiciona frente a la ley y el deseo que necesariamente implican a los otros. El tiempo, el espacio y el lenguaje la constituyen efímera y temporal; el deseo la hace insistir en la búsqueda de una mirada de reconocimiento que refrende la singularidad respecto a los otros.

La identidad: ilusión de permanencia y cambio

He sostenido que la identidad está en continua formación y cambio, pero comúnmente le atribuimos fijeza, ¿qué se la da?, qué nos permite decir éste soy yo y sigo siendo yo, aunque haya tenido cinco, diecisiete, veintidós y ahora tenga cuarenta años; no soy el mismo en cada uno de esos momentos de mi vida, pero sigo siendo yo.

Dos condiciones engarzadas a la institución social se hacen presentes aquí, una es el nombre con el que somos interpelados; en él se abrigan deseos, fantasías, historias de amor y de odio. A lo largo de mi vida, mi nombre funge como contención y expectativa, da cuenta del lugar que ocupo en la dinámica íntima que me sostuvo y me contuvo, ya que condicionó mi vida y me dio lugar.

La otra es testimonio de vivencias, autorización de modos de vínculo, es fantasma heredado, es autoalteración dinámica que incorporo, que creo, que encarno, y me es útil en la comprensión del mundo, o mejor, en mi modo de estar en él.

Fantasía y alienación actúan en mi identidad y es en la repetición que afianza la posibilidad de existir. Es en la repetición de mi nombre y en los múltiples pseudónimos que lo sustituyen dictándome un papel que se amasa, se instituye, se hace efectiva mi identidad.

El nombre es testimonio del deseo de los padres que lo esperan en un lugar. Su indefensión y el reconocimiento inconsciente de que es gracias a ellos que lo hacen habitar el nombre. Así, se apropia y se distancia de su expectativa, se coloca en la mirada que reclama sus afectos, se distancia o se aliena de la historia con la que se marca ese nombre.

Lo único permanente en la identidad singular es el deseo y el nombre al que todo sujeto le otorga y le construye significados en tanto es cultivado por él.4

La identidad es efímera porque en nuestras interpretaciones del mundo aquello que nos permite clasificar, nominar, designar cambia constantemente. Lévi-Strauss lo vaticinaba con estas palabras:

En efecto, aparecería como un índice enternecedor y pueril de que nuestras diminutas personas se acercan al momento en que cada una ha de renunciar a considerarse esencial, para aprehenderse como una función inestable y no como realidad sustancial, como lugar y momento, igualmente efímeros, de concursos, intercambios y conflictos en los que únicamente participan, y en una medida cada vez infinitesimal, las fuerzas de la naturaleza y de la historia absolutamente indiferentes a nuestro autismo (1977: 10).

Cuando nos hacemos la pregunta por la identidad. No hay un mundo de significaciones previo que la determine, como tampoco existen sentidos adheridos a esas significaciones. La identidad es trayecto, no esencia anclada en el cuerpo; es proceso y devenir de construcciones de sentido. Acontecer de la palabra que crea anclajes de permanencia con: el espacio, el tiempo, el deseo y la ley.

El espacio

Cuando nos referimos al espacio, no aludimos sólo al físico, pues éste es sancionado en lo simbólico. El espacio por sí mismo no produce ninguna significación, los usos y las acciones que se ejerzan en él están apuntalados en significaciones sociales. Esos espacios simbólicos convocan acciones, producen acontecimientos, hacen figurar identidades que reclaman reconocimiento unas veces alienadas en las convocatorias sociales que se ofrecen como muecas de satisfacción, otras en los pliegues de la oposición, la disidencia y los reclamos de autonomía.

El cuerpo propio es un espacio, no sólo en el sentido de la física que lo reconoce como un objeto o materia, sino porque es reconocido en el mundo social que se apuntala de significaciones socialmente instituidas, gracias a ellas se le sanciona, se le norma, se le regula, se le monitorea, se le cuida, se le imponen modelos, se le delega un lugar en los modos de vida y de ser de una sociedad. Se le sanciona con un nombre que al autonomizarse se convierte en espacio social él mismo.

Nadie más habita ese espacio social (el nombre), el sujeto construye sus sentidos, se interroga por su vida y su muerte, llena esos vacíos con respuestas posibles allegadas de su mundo, de su experiencia afectiva, de la mirada de los otros, responde al deseo de sus padres (o quien funge en su lugar), por quienes ha sido afectado en el mejor de los casos, pues gracias, o a pesar, de ellos el sujeto establece un lazo social con el mundo.

En los primeros años de vida, no sólo se constituye el sujeto en el deseo del otro, sino que se amasan las condiciones, se construyen los rieles que harán posible que el nombre tenga lugar en el mundo. En sus años formativos habrá espacios de reconocimiento y otros que le serán negados, los vínculos que de ellos emanen dejarán huellas, identificaciones, experiencias, cuyo destino estará anticipado por su deseo.

Las significaciones instituidas convocan, invitan a ocupar ciertos lugares. Las actividades de divertimento, los modos de vestir, los objetos consumidos son espacios identitarios, pues cada cual se viste o da respuesta desde el lugar que juega como profesionista, maestro, conferencista, deportista, obrero, secretaria, médico o ama de casa, por mencionar algunos. Los espacios sociales no sólo son los grupos de pertenencia: la universidad, los gremios, los sectores sociales, los partidos remiten a modos de ser y de habitar el mundo.

Mas es necesario hacer una acotación, estas significaciones y lugares no están exentos de azar. No son portados por sujetos que premeditadamente destinen esos modos y esas actividades. En ellas debemos reconocer una gestación azarosa, cómplice, que marca las condiciones de posibilidad para los distintitos modos de ser y vivir el mundo.

La identidad, así, es un permanente esfuerzo de crear un lugar para nosotros mismos. Una figura-forma en la que se construyen los sentidos que sentimos propios, pero también es una posición ante la ley y el deseo.

Cada que se habla, se reclama un lugar y se reclama el reconocimiento de un lugar que bajo el pensamiento heterónomo no es posible mirar. Es una necesaria construcción de sentido que permite la ilusión de permanencia y continuidad necesarias para lograr vínculos con los otros, con los que se cree lograr acuerdos y empatías. Sin esa ilusión de sentido no habría yo.

Por ello, la identidad no es esencia que permanezca sino proceso y devenir de construcciones de sentido.

El tiempo

La identidad implica una síntesis de espacios pero también de tiempos múltiples, tiempos que condicionan nuestra postura social. No es el tiempo circular o lineal sino aquel que tiene que ver con la experiencia de la historia, de los vínculos, del contexto; un tiempo subjetivo que posibilita las condiciones de mi comprensión del mundo en el que estoy, posibilitando una forma de estar, en el que soy siendo.

Nos presentamos sintetizadamente en un yo que negocia en el transcurso de un tiempo constituido de exigencias, de pulsiones inconscientes, condiciones actuales que ponen de relieve la realización del deseo, el reconocimiento que reclamamos a los otros y los acontecimientos del mundo preñados de azar y fortuna, de desencuentros y experiencias que dejan huella porque nos proponen la resignificación de nuestras pérdidas. Eleb escribe:

Los cambios, acontecimientos de nuestra vida, son comparables a una revolución. El destino del sujeto es afectado por ellos pero lo que se modifica es el ser mismo. Esta verdad del cambio, del acontecimiento, se la debemos a Freud, quien, según las palabras de Lacan, “trazo una vía pura”. Mediante su descubrimiento, Freud hace hincapié en el carácter traumático del acontecimiento, y eso es lo que caracteriza la existencia, la condición humana desde la más tierna infancia (2007: 138).

De tal forma, estamos en el crisol de una múltiple temporalidad. Somos, hombres o mujeres, padres o hijos, profesionistas o trabajadores, amigos o enemigos, pero en cada lugar somos leídos de múltiples formas igualmente, de modo tal que ante lo que construimos y las exigencias del contexto, respondemos desde nuestro tiempo testimoniado en la experiencia, en la práctica, en nuestro modo de hablar y de ser, en nuestros vínculos con los otros. Cada contexto exige vínculos e involucramientos afectivos distintos que median nuestra acción.

La identidad como síntesis temporal está condicionada por los acontecimientos del mundo a los que se les figura un sentido, pero también por los procesos subjetivos que remembran las pérdidas, que insisten en encontrar el objeto de satisfacción originaria, particularmente, la huella que dejó en la experiencia.

En acuerdo con el psicoanálisis, hemos de pensar al tiempo en el sentido que, con Freud, aparece en Duelo y melancolía, como un tiempo que trabaja, en el que el yo invierte toda su energía en elaborar el acontecimiento de una pérdida (mandamiento de la prueba de realidad), sea ésta de objeto, de lugar, de ideas,5 de tal modo que el duelo pone a prueba la relación del sujeto con sus objetos, revelando así el valor que tiene para el yo el objeto perdido. Por tanto, la retirada de la libido de la representación inconsciente no puede ser un proceso automático o instantáneo, pues el yo tiene que desasirse de toda representación inconsciente figurada en huellas mnémicas, recuerdos, experiencias de pérdida.

De este modo, la pérdida constitucional del objeto funda el deseo en el sujeto y será molde anticipatorio de toda relación, por lo que la noción de destino en Freud no se reduce al acontecimiento que impone la realidad, sino que se juega entre lo constitucional y lo accidental.

Ahora bien, sostenemos que hay una múltiple temporalidad en cada sujeto, dada la complejidad de las relaciones que establecemos con el mundo, de cómo lo construimos y nos hacemos un lugar en cada ámbito en el que elegimos estar. Hay un modo de posicionarse ante ellos.

El sujeto se ve envuelto por una temporalidad histórica de la cual tiene noticia eventualmente, mas ella aparece activa en las palabras, en los modos de hacer y de ser, que son condición y testimonio necesarios para referirse al mundo y son y se imbrican en el tiempo transformacional, corto, episódico o del acontecimiento del sujeto. Hay un juego permanente entre estos tiempos, en que el sujeto parece transformar sus posiciones (liberar o desinhibir al yo) frente a sus duelos.

El sujeto está en un mundo de vínculos, situaciones, tiempos, espacios, en los que tiene que crearse y creerse en la contención de un nombre, de un cuerpo, de una historia, de ahí que la palabra, sea siempre testimonio de un tiempo y posibilidad de construcción de otro.

Por ello, concebimos la identidad como síntesis imaginaria, construcción permanente de instantes, de una serie de negociaciones con el mundo (sus voces, sus reclamos, sus encargos, etcétera) y con las exigencias inconscientes que condicionan la existencia. Síntesis que construye al sujeto un sentido y lo presenta como una continuidad, contenida, acabada.

El deseo

Existen diferencias en las concepciones sobre el deseo; para Freud, la castración, el erotismo y lo pulsional son del orden del deseo, tienen un carácter alucinatorio como proceso y modificación interna, así el deseo es la relación con un objeto. Para Lacan es la relación con una falta (potencia de la pura pérdida) que se dirige a otro. Para Hegel, es la relación con otro al que se le demanda reconocimiento. Desde aquí, el deseo es esencialmente deseo del deseo del otro o lo que es lo mismo ser objeto del deseo del otro y deseo de reconocimiento por otro. Kojève (1996), retomando a Hegel, asegura que para lograr reconocimiento el sujeto arriesga su vida en una lucha de prestigio, que no está exento de lo pulsional.

El deseo es constitutivo del sujeto humano. Tiene relación con la escena originaria que lo funda en el vínculo con el otro. El recién nacido en estado de desamparo, depende en principio de la madre, que le da significación al primer grito del recién nacido, donde éste por sí mismo no significa nada y por tanto no demanda nada. Esta primera experiencia de satisfacción, deja una huella que en la medida en que aparezcan nuevas mociones pulsionales y reclamen satisfacción, serán caracterizadas y enlazadas a esa huella que se convierte en una representación del proceso pulsional (Dor, 2000: 160).

El otro, así, articula la demanda del niño desde su propio deseo. Hay desde aquí un desencuentro puro con el deseo del otro, pues se pueden satisfacer las necesidades pero no se puede procurar amor sin condición, ya que el propio deseo se articula en la palabra.

El deseo presenta un dinamismo; no deja de insistir y determina en el inconsciente el destino del sujeto en cada relación a título de huellas mnémicas. Si el deseo es indestructible, es porque los significantes particulares en los que el sujeto viene a articular su deseo o a nombrar los objetivos que lo determinan son indestructibles. Así, lo que se presenta como porvenir, está modelado por un deseo indestructible a imagen del pasado (Chemama, 1996). De tal modo el deseo se anuda en los tiempos del sujeto, pues no sólo su habla presente está condicionada por una experiencia del pasado y sus retoños, sino que incluso su porvenir, las ilusiones sobre el futuro están condicionadas por este dinamismo del deseo.

Freud, reconoció en el sueño el dinamismo en los deseos vinculados a su realización alucinatoria, al igual que el síntoma o el amor. La expresión cumplimiento de deseo refería a aquello que se anuncia en el sueño, pensamientos y deseos en donde reconocía algo eterno e indestructible.

El sueño como alucinación es un acontecimiento psíquico completo, pues soñar es vivir y no sólo representarse pensamientos donde toma forma lo humano. Son experiencias reales y verdaderas del alma humana que el sujeto cree. El deseo se realiza de modo alucinatorio, forma al sueño y se presenta autónomo e intemporal, se constituye como acontecimiento del sueño. Desear es buscar la misma percepción que en un tiempo primero condujo a una satisfacción. Se reconoce así que las fuerzas pulsionales de la imaginación poética son los deseos insatisfechos. Según Kauffman, deseo y pulsión si bien no son lo mismo son dos maneras de encarar lo mismo y pertenecen al campo del Otro.

Kaufman afirma que el amor es la llamada al otro para obtener satisfacción, y que la demanda de amor es la experiencia por la que se recortan para todo humano ciertos rasgos del Otro que estructuran su relación con el lenguaje y su deseo (1996: 132). El deseo no es la necesidad ni el amor (que aliena la necesidad). El deseo se produce imaginariamente, crea objetos fascinantes sobre el cuerpo del otro.

Para Evans (1997) las pulsiones son las manifestaciones particulares (parciales) de la fuerza del deseo. El sujeto desea desde el punto de vista de otro.6

El deseo se abre paso en el sueño, en el lapsus, en el olvido, pero también, afirmamos, en las elecciones de objeto; por supuesto el amoroso, pero también en los modos de estar en el mundo, en la profesión o el trabajo, en la locura, en el arte, en el sometimiento, en los divertimentos, las filiaciones ideológicas, en los modos de ser, en las prácticas, las cuales se construyen como retoños de lo reprimido.

El deseo no es algo que esté dado, afirma Evans, sino que se va generando en el decir, por ello le resulta interesante la palabra desire,7 homófona a decir, pues “al nombrarlo el sujeto crea, engendra una nueva presencia en el mundo (Evans, 1997: 68). Pero que el deseo se articule en la palabra no implica que ésta lo traduzca, pues el deseo se bordea, la palabra es incompatible con el deseo, no puede expresarlo en su totalidad, ya que siempre hay un resto, una demasía que excede a la palabra.8

La dinámica del deseo abre espacios y tiempos con el mundo, en las demandas de reconocimiento no sólo en el amor, sino en el reclamo de reconocimiento que refrenda la petición de incondicionalidad del otro. Pensamos que, efectivamente, un retoño del deseo humano es deseo de reconocimiento. Al desear lo que desea el otro, se convoca a una relación de superioridad, pues se le obliga a reconocer el derecho de poseer ese objeto de tal suerte que reconozca la superioridad de uno mismo.

Todos buscamos ser reconocidos, sólo que no de la misma manera, pues los rastros de la experiencia primaria de satisfacción anticipan la dirección y los modos de satisfacción de la pulsión. La alienación, en la locura o la cordura, evoca el vínculo con el otro, aquel que se hizo cargo del sujeto, condicionándolo a su tiempo, a sus espacios, a su vínculo con los otros, desde ahí otorgó lugar respondiendo o mediando por el deseo propio.

Afirmamos que existen convocatorias que hacen resonancia con el deseo del sujeto, quien se siente interpelado por las voces que le circundan y escucha,9 por ciertas representaciones en las que se anuda la pulsión. En esa interpelación, la represión juega un papel importante, pues ante la negación de incondicionalidad del Otro para procurar placer y reconocimiento se produce displacer, ello hace figurar una identidad ante los otros. Es frecuente que el sujeto que ocupa lugares donde se detenta poder, sufra un troquelamiento donde quedan exhibidas sus pasiones, sus reclamos más íntimos, productores de pudor y vergüenza que en una vuelta a lo contrario, buscarán justificación en las leyes, las costumbres, las prácticas o las aberraciones administrativas.

La ley

Sostenemos que la identidad se construye dialógicamente,10 entre el contexto que condiciona, el deseo que insiste, la historia heredada, los tiempos múltiples que obligan al yo a una negociación. Es en el lenguaje donde dialoga el espacio social con el tiempo singular, el que hace extensivo que en lo que hablo soy parte de una sociedad y que cuando hablo reclamo un estatus como individuo, sea en el delirio, la compulsión o la apropiación de convocatorias sociales.

Este estatus como individuo es una posición frente a la ley, a la que se asume alienada o disidentemente; se le transgrede de forma flagrante o se actúa dócilmente frente a ella. La ley se nos impone como condición de vida, nos constituye y nos obliga a resguardarla en pos de subsistencia, porque contiene, orienta, marca linderos, campos posibles o imposibles. De tal suerte que es límite que invita a la transgresión, es lamento de la condición propia frente a la existencia, o simplemente no se le reconoce.

La identidad hoy

Ahora bien, solemos escuchar frecuentemente los lamentos sobre una identidad perdida o el cuestionamiento de por qué ya no somos las identidades de antes; es una pregunta que, a mi juicio, debe ser replanteada: cuáles son las condiciones de posibilidad que hacen que estas identidades, que nos construimos ahora, acontezcan como acontecen, aparezcan como aparecen y hagan semblante como lo hacen. Esto tiene que ver con las posiciones frente a la ley y el deseo.

No es que no haya identidad; es que las que se construyen no emanan exclusivamente de las significaciones imaginarias sociales heredadas que dieron paso a su institución en la milicia, el gobierno, la religión, la educación, pues las perversiones y la disfuncionalidad de éstas han engendrado condiciones de posibilidad que desconocen la ley que nos constituye, pero hacen posible formas de hacer, de ver y naturalizar. Movimiento instituyente que reclama naturalización, legitimación y complicidad.

Las identidades que se configuran en la actualidad tampoco emanan de la razón desde donde se apostaba civilidad, respeto, igualdad, justicia. Las significaciones imaginarias centrales: economía, mercancía, capital, dinero se convierten en las condiciones de posibilidad donde las identidades se instituyen, acontecen, aparecen.

Las representaciones religiosas que encontraban expresión en la relación dependiente y jerárquica11 fueron paulatina y parcialmente incorporadas a la exigencia de racionalidad que enaltecía el saber científico. Esto supondría, en primer lugar, la responsabilidad humana, pues se esperaría que ya no fueran los demonios o los dioses sino los hombres los responsables de los acontecimientos sociales. No obstante, como se ha señalado, no implicó un desplazamiento radical o definitivo de la noción de Dios en la vida de los hombres, sino una mezcla y una persistencia de las concepciones de hombre y de mundo, con nuevas tendencias de explicación racional. De tal modo, los planteamientos filosóficos podrían proponerse estudiar y entender la lógica de Dios en la creación y en los sucesos del mundo. El propio Descartes sostiene la existencia de Dios aun cuando es el pilar del racionalismo científico.

Por tanto, el paradigma racionalista no aseguró que los hombres reconocieran y asumieran la responsabilidad de sus actos en el mundo y en su relación con los otros. Por el contrario, la apuesta científica se convertía en un nuevo dogma. Desplazaba, en apariencia, a Dios como significación central imaginaria a partir de que el saber prohibido, al que se refiere el Génesis, tomaba otra posición engendrando un planteamiento cínico: “saber es poder”, que no sólo daba la posibilidad de transgredir los dogmas y quebrantar las censuras del saber, por la que se caracterizó la Edad Media, sino que reclamaba también la posibilidad de que, quien fuera cultivado por el saber, tuviera una jerarquía distinta.

Este planteamiento cínico de saber es poder según Sloterdijk (2006), por una parte otorga la capacidad de acción y por la otra exhibe una voluntad de poder, es decir: las condiciones de posibilidad para que los sujetos busquen un lugar en el tablero de poder desde dónde ejercerlo. Esto es particularmente importante en la constitución de subjetividades que encuentran en la frase cínica sus condiciones de posibilidad, las significaciones imaginarias que las instituyen y en las que instituyen esa voluntad.

Sin embargo, el dogma científico igualmente, de forma paulatina y parcial, ha sido desplazado por el mercado, pues los científicos en su afán de innovación y reconocimiento traicionarán su función de generadores de conocimiento, supeditándose así a prácticas de mercado que los condicionan, los regulan, los norman y los convierten en esclavos modernos.

Las representaciones religiosas, científicas o mercantiles que pretenden procurar certeza y seguridad a la subjetividad humana se hallan igualmente presas del deseo y la tensión de las pulsiones agresivas, que pese a la educación laica, religiosa o militar encuentra retoños, resabios en el tejido social, forma los nichos donde existir agujerando el tejido social. Así, el asesinato y el canibalismo, por ejemplo, pueden ser rechazados por el hombre culto, afirma Freud (1976: 12), pero ese mismo no se priva de dañar a otros con la mentira, el fraude, la calumnia, siempre que se encuentre a salvo del castigo, lo que ha sucedido en todas las épocas.

El lamento sobre las subjetividades que somos ahora ignora la historia humana plagada de guerras, asesinatos, traiciones, expresiones todas de la pulsión agresiva inherente a los sujetos, obligadas en un momento, paradójicamente, para resguardar la vida, la subsistencia y la creación, pero igualmente halladas en el lado ominoso de lo humano.

No es que la identidad esté perdida, sino que las subjetividades que ahora se constituyen están al margen del anhelado amor al saber, pues éste ha sido sustituido por la lógica de mercado, el consumo de mercancías. No es que la identidad se pierda, es que en nuestra época, como sostiene Sloterdijk, hacemos efectiva la mercancía por sobre la solidaridad, la competencia por sobre el vínculo; la ganancia por sobre el honor, el poder por sobre la dignidad. Pero, aclaremos, esto no distingue a nuestra época, la historia está plagada de posiciones que esfuerzan tanto al amor como al odio. Pulsión de muerte que procura la propia vida y en la que es necesario reconocer el deseo del otro; este reconocimiento da, como fruto, la convención y la ley que violenta la singularidad, regula las posiciones y las resistencias frente al deseo, pero que, por suerte para el lenguaje y sus prácticas, se autonomizará, pervirtiendo así el origen para la cual fue erigida, pues se leerá, se escuchará, se construirán sentidos sobre ella que reclamen, en un movimiento instituyente, reconocimiento y legitimación.

Por ello, pensamos que posicionarnos en otro lugar exige crear las condiciones de posibilidad para instituir otra cosa, lo cual requiere, siguiendo a Castoriadis, de reflexividad y reconocimiento de las propias pulsiones de muerte, de nuestra naturaleza agresiva, que en aras de la vida conviene con otros e instituye modos de relación.

La identidad es, entonces, para nosotros la fachada que cristaliza la negociación entre el deseo, las condiciones del contexto y la experiencia histórica; las materializa en lenguaje creando la ilusión de que seguimos siendo los mismos, de que hay una continuidad a pesar de los múltiples fragmentos de historia de los que estamos hechos. De esta continuidad es responsable el deseo que insiste en recuperar la mirada, la afección que yace en la memoria.

En nuestra perspectiva, el papel del lenguaje es nodal, pues en la construcción (narrativa) de una identidad, lo intertextual y lo dialógico coexisten entre el espacio social y el tiempo singular. Pujadas lo reconoce cuando afirma que “toda narración biográfica es, a la vez, una voz singular e idiosincrásica y un diálogo polifónico en donde se insertan los elementos definidores de una realidad social más amplia” (1996: 288).

Pujadas refiere que la reconstrucción textual de lo biográfico puede tomarse como medida del grado de congruencia de la identidad social, en cuanto al grado de intertextualidad inserto en cada relato que pone de manifiesto las discrepancias entre la lectura individual de la relación social y el sistema normativo referencial expresado en forma de mitos, cuentos o sistemas de estereotipos.

La identidad no es objetiva, se da siendo, es siendo como aparece y se concreta temporalmente, ello implica tiempos, modos de vínculo y espacios múltiples, en cada uno de los cuales devenimos en una identidad distinta porque somos convocados en condiciones de posibilidad distintas, de acuerdo con el espacio y el tiempo que enfrentamos. De acuerdo con el espacio al que significamos y con el tiempo singular de nuestra experiencia que nos permite ver una forma y no otra, un modo de ser y no otro; por ello, donde alguien ve apertura otro ve escándalo; por ello, donde hay legitimidad otros ven disidencia; donde hay locura otros reconocen salud.

Pensamos que la identidad es producto provisional de una praxis que convoca a la individuación, de ahí que no pueda quedar prendida en perfiles. Parafraseando a Castoriadis: la identidad es un saber sobre sí mismo, fragmentario y provisional en la que el lenguaje construye una apariencia sometida al modo milenario de tratar los problemas, es decir, pensar lo efectivo según lo ficticio (Castoriadis, 2007: 123). En la lucidez de la praxis el sujeto es transformado a partir de esta experiencia que hace y lo hace a él. Los pedagogos son educados, el poema hace a su poeta, el trabajador y la organización a su administrador; ellos se constituyen y se sostienen en las subjetividades que avalan su sociedad.

Ahora bien, ¿qué entender por identidad colectiva? La idea de una identidad nacional es igualmente una construcción imaginaria que esfuerza un sentido pretendido social. Los proyectos educativos que se propusieron fundarla crearon las condiciones de posibilidad: determinación de contenidos y materiales educativos, la construcción de una historia mítica que pudiera cohesionar a la población, la construcción de símbolos (himnos, banderas) que las prácticas han autonomizado y erosionado, conformando nuevas significaciones que se posicionan centrales en la satisfacción de las necesidades humanas.

La repetición de los mitos, la reiteración de la historia oficial, la memoria de los héroes construidos, apuntalan, interpelan y convocan modos de ser y de pensar en los que encontramos refrendadas heridas milenarias. Herencias de conquista, de sometimiento, de desventaja, de subordinación, invasión, esclavitud, miseria, desigualdad que reverberan en lo histórico-social, coexisten con intenciones modernas de igualdad, justicia, progreso, libertad y reclaman un cambio de posiciones entre los actores, pero no un cambio de lógica ni de forma de relación entre los sujetos que tratan de revocarlos igualmente en formas de ser y de actuar alienadas,12 esta coexistencia obliga a construcciones identitarias, paradójicas, complejas, que pronto se naturalizan y dejan de percibirse.

Esas herencias pierden sentido, se autonomizan y coexisten en una aproximación surrealista del mundo. La ambivalencia, la indiferencia, la ignorancia son posiciones respecto al “sí, pero no...” disidentes.

Las identidades colectivas comparten ciertas construcciones de sentido que enfrentadas a las mismas convocatorias se ven obligadas a construir posiciones frente al mundo. Unas veces las vemos en el ámbito del proyecto moderno que dada la división del trabajo (que implicaba la evolución técnica) hizo posible la profesionalización, las especializaciones, los sistemas ordenados, tanto como los ocupados de la disidencia.

En la acción de las instituciones mentales, por ejemplo, subyacen unos preceptos sobre los que van siendo, muchas veces alejadamente de lo que se quiere, por una falta de reflexión filosófica y de pensamiento.

Ahora bien, la identidad sintetiza representaciones, encargos, convocatorias, significaciones imaginarias, gestadas en la ilusión del pensamiento moderno que procuró una división del trabajo para la funcionalidad social que los sujetos tendrían en la satisfacción de necesidades colectivas. Tiene que ver con esas formas de representación, figuras y figuraciones heredadas, modos de ser y hacer a los que se esfuerza un sentido, una organización y se les exige una diferenciación en el mundo.

La institución tiene también para el enfermo mental un destino al cual convoca y autoriza unas distancias que puede operar sutil o transgresoramente. Un proyecto de salud no significó sino generar las condiciones de posibilidad para que una acción permanente sea y a su vez geste a los sujetos que la hacen posible.

Finalmente, reflexionar, pensar el saber histórico social posibilitaría crear una perspectiva de los límites que son necesarios, destruirlos antes que recorrerlos. Lo primero implica la construcción de nuevas formas, lo segundo constituye la base de la corrupción y el reclamo de la tolerancia frente a él, otra forma de locura que no advertimos porque la hemos hecho posible silenciosa, subrepticiamente. Urge su destrucción para que sobre ella podamos organizarnos de otro modo.

Fuentes consultadas

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1No hay subjetividad preparada para reconocer las singularidades y darles el mismo valor. Según Castoriadis, siempre vamos a tender a clasificar, respondiendo a nuestra lógica identitaria. No podemos dejar de hacer clasificaciones porque eso es parte de la inteligencia humana y, por lo tanto, de su avance. De otra forma estaríamos lanzados a la anarquía. La clasificación nos permite una tolerancia porque nos da certeza de que estamos frente a algo que podemos controlar o comprender. En esa tendencia hacemos una construcción imaginaria de lo que es el otro, clasificándolo, siempre otorgándole una identidad apuntalada en los espacios que ocupa y los tiempos subjetivos que asoma en su discurso. Esa identidad puede asumirla o no, pues nuestro espacio y nuestro tiempo pueden no ser acción en él.

2De ellas no puede derivarse saber absoluto, todo es fragmentario, pero en tanto nos pensamos como integrados presentamos una máscara, la cual es fabricada, presentada en las palabras que construyen el sentido de nuestro lugar en el mundo.

3Aunque ese otro nos remita a la propia otredad, es decir, a uno mismo.

4Aquello que da contención es el cuerpo psíquico, lo que permite decir “yo soy Florencia, Juan o Celso”. Lo imaginario permite dibujar fronteras y contenerse en un discurso de quien se es.

5Lacan preferirá denominarlo “elaboración del sujeto”.

6Psicoanalistas lacanianos distinguen necesidad, demanda y deseo, aseguran que el deseo está en principio enlazado a la necesidad pero se autonomiza de ella, pues las necesidades biológicas tienen un objeto que las satisface, y el deseo, enlazado a una huella, no, pues está más articulado al lenguaje que a un evento fisiológico y por ello hay una fuerza continua del deseo en la palabra, pues se anuncia en el significante, se desplaza permanentemente, exige realización y se constituye en la condición de toda relación con los otros. Así, la subjetividad humana se constituye entre el deseo, la necesidad y el lenguaje. El bebé en estado de desamparo depende del Otro para satisfacer sus necesidades, para ello tendrá que expresarlos vocalmente, de ahí que la necesidad se articule como demanda. El otro puede cumplir su función de satisfactor de la necesidad pero no puede estar a disposición total del anhelo de amor que le demanda el infante. Lo que subsiste insatisfecho es el deseo.

7Vocablo francés del “deseo”.

8Desde la perspectiva lacaniana las estructuras psicopatológicas se definen por la posición que juega un sujeto respecto a su deseo. Así, en la histeria se sostiene el deseo siempre insatisfecho; en la neurosis se sostiene el deseo de otra persona para ofrecerse objeto de deseo; en la perversión se reniega y en la psicosis se forcluye.

9Seguimos aquí la noción de escucha semejante a la de lectura de Barthes, donde importan más los destinos de la escritura que los mecanismos de su formación.

10En este sentido las palabras son un entretejido que reclama reconocimiento para sí. ¿Cómo nos hace aparecer esa dialogicidad?, ¿cómo aparecemos ante el otro?, ¿el otro cómo nos hace aparecer?

11Lo cual Freud (1976) afirma, supone una guía procuradora de leyes, bienestar y seguridad frente a la frustración, la prohibición y el desvalimiento que producía la cultura.

12Es por ello que para nosotros es muy importante partir del análisis de las prácticas, pues es en ellas donde la diferencia y la repetición acontecen de forma inusitada.

13El presente documento deriva de mi trabajo doctoral: Los destinos de una identidad convocada, objeto de discusión en el Seminario Interinstitucional, Cultura, Educación e Imaginario Social. Dichos destinos han sido reformulados y argumentados para dar lugar a la presente versión.

Recibido: 17 de Diciembre de 2015; Aprobado: 20 de Septiembre de 2016

* Autor para correspondencia: Beatriz Ramírez Grajeda, e-mail: bgrajeda@correo.xoc.UAM.mx

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