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Andamios

versão On-line ISSN 2594-1917versão impressa ISSN 1870-0063

Andamios vol.14 no.33 Ciudad de México Jan./Abr. 2017

 

Traducción

Muerte y autenticidad. Reflexiones sobre Heidegger, Rilke y Blanchot 15

Jennifer Anna Gosetti-Ferencei1  * 

1 Profesora en Fordham University.


Resumen:

En este ensayo se considera la relación entre muerte y autenticidad, una preocupación presente en la filosofía desde el discurso de Sócrates sobre su propia sentencia de muerte. La muerte no es competencia de la ontología ni de la fenomenología, pero sí del pensamiento existencialista, en el que ha sido central. En la filosofía de Heidegger, la noción de ser-parala-muerte define la singularidad de la existencia, y la muerte informa dramáticamente tanto la poética de Rilke como la teoría literaria de Blanchot. Este ensayo muestra cómo la relación entre muerte y autenticidad en dichas obras constituye el horizonte entre lo imaginable y lo inimaginable, y representa también un modo de pensar los límites del pensamiento y el lenguaje.

Palabras clave: Muerte; escritura; autenticidad; autoría; Heidegger; Rilke; Blanchot

¿En qué medida la muerte es pensable o imaginable, y qué implicaciones tiene una auténtica relación con la muerte por medio de lo pensado o imaginado? Sin duda, un tema central de la filosofía existencialista respecto a la muerte es la autenticidad. Esto supone el miedo a la muerte y la superación de dicho temor, que es filosóficamente pertinente desde Sócrates, quien sugiere, en la Apología de Platón, que una relación virtuosa con la muerte significa, ante todo, reconocer nuestra ignorancia acerca de ella. En la literatura moderna y la filosofía, la muerte aparece como un problema que, al ser de suma importancia para nosotros, se encuentra fuera de nuestra experiencia y conocimiento. La muerte es la línea de horizonte del pensamiento: no puede existir, hablando con propiedad, ninguna ontología de la muerte, ya que no es nada, y tampoco podría existir una fenomenología de la muerte, ya que nunca aparece. Sin embargo, la muerte es el concepto que define la ontología fenomenológica de Heidegger sobre el ser humano, o Dasein, dado que la temporalidad de nuestra existencia, su finitud, estructura nuestra relación con el ser como tal. Del mismo modo, la muerte alimenta, dramáticamente, la poética de la trascendencia en Rainer Maria Rilke, y la forma en que Maurice Blanchot entiende la literatura y el lenguaje.

La muerte, como el límite temporal absoluto, marca al ser humano de una forma única y definitiva, y así la muerte persigue a la imaginación y delimita el horizonte de lo pensable. Mientras que la muerte es lamentable y a veces trágica, ello significa, en la discusión de Sócrates, que el miedo a ella puede dar lugar a una especie de fracaso existencial o ético. ¿Cuál sería entonces una relación auténtica con la muerte? ¿Posee más o menos autenticidad el temor por lo inimaginable, o mejor, imaginar la muerte, es decir, domesticarla dentro de las realizaciones de la imaginación humana? Vivir en la negación de la muerte significa hacerlo dentro de los confines de la ilusión, desinformados por la temporalidad extática de la existencia humana. Aun imaginar la muerte sería desconocer su alteridad absoluta, la posibilidad radical de nuestra propia imposibilidad. A lo largo de las obras de Heidegger, Rilke y Blanchot, las exploraciones del miedo y la autenticidad están vinculadas con supuestos centrales acerca de la imaginabilidad —o inimaginabilidad— de la muerte. En la medida que la muerte es accesible al pensamiento y la escritura, consigue definir los límites de ambos. Una breve revisión de la literatura de Franz Kafka, a través de las interpretaciones de Blanchot, cuestionará en qué medida la mortalidad humana, la realidad encarnada de nuestra vulnerabilidad para morir, es reconocida cuando abordamos el problema de la muerte en términos de autenticidad.

Muerte y autenticidad existencial

En Ser y tiempo, Heidegger considera la muerte como una tentativa de captar la posibilidad de ser un todo del Dasein, o el ser humano por su propio ser. Si el ser humano es definido ontológica y existencialmente como su “estar ahí”, ¿de qué modo puede ser aprehendido en toda la gama de la existencia de Dasein? Dicha escala tendría que incluir no sólo origen o nacimiento a la existencia (a los que Heidegger da menos atención, como Hannah Arendt ha señalado, que a la noción de arrojamiento), sino también su fin. La muerte es el fin del Dasein, sin embargo, con respecto a cualquier existencia individual, es siempre excepcional, nunca todavía alcanzada, y la totalidad o plenitud del Dasein se nos escapa o es marcada por el cierre imposible: para cuando el Dasein muere, o como Heidegger señala, cuando alcanza su posibilidad más extrema, ya no está allí, ya no es, y por lo tanto nada es. En este sentido, uno puede incluso preguntarse, como lo hace Blanchot, si es posible morir en absoluto, ya que la muerte oblitera al individuo que podría ser el sujeto de esa oración.

Así, Heidegger (2003: 282) describe la muerte como “la posibilidad más propia del Dasein”.1 La muerte de los otros no deja lugar a dudas, para el filósofo alemán, acerca de la muerte como tal, al menos no en el sentido existencial de encarar y ser marcada por la nada que ello implica. Puedo sacrificarme para salvar a alguien, pero no puedo todavía morir la muerte de él o ella, y él o ella no puede morir la mía. La muerte, más bien, individualiza al Dasein, incluso más de lo que la vida de Dasein lo hace: puedo compartir las opiniones de los demás, participar en los rituales de otros, tomar las mismas decisiones, concebir pensamientos ya enunciados o sentimientos proferidos por el resto, sin embargo, serán internamente sentidos, experimentados e incluso universalmente expresados por otros. Pero la muerte es propia, del mismo modo que la finitud traza una temporalidad —porque es mi futuro último, mi fin— que singulariza radicalmente. El Jemeinigkeit2 del Dasein, su sentido de posesión o singularidad más propia, es —como Derrida señala en su interpretación— dado por la muerte:

Lo mismo del sí mismo, aquello que permanece irreemplazable en el morir, no es lo que es, lo mismo como relación consigo en el sí mismo, antes de aquello que lo relaciona con su mortalidad en cuanto que irreemplazabilidad [...] Lo mismo del sí mismo está dado por la muerte, por el ser-para-la-muerte que me compromete a ello (Derrida, 2006: 57).3

El ser auténtico propio del Dasein, entonces, se da por y a través de la muerte. Aun cuando el todavía-no-es de Dasein no ha alcanzado este extremo, sin embargo inminente, parece dejarlo como un todo fuera de su alcance, ya que la muerte nunca es propia, salvo con respecto a la que destruye su propio ser. Por lo tanto, la pregunta de Blanchot acerca de si uno puede morir —je peux-mourir?4— es una pregunta sobre el Je. Si sólo soy en la muerte, entonces nunca soy.

Esta singularización radical que ofrece la muerte no puede ser entendida como una explicación biológica de la muerte. Heidegger distingue el análisis existencial de la muerte (relativo a Tod y Sterben, el morir) de otras denominaciones, por ejemplo, los que perecen fisiológicamente (verenden), que se emplea para indicar la extinción de los seres vivos. El deceso (Ableben) también se sitúa al lado de la muerte en el sentido existencial y designa simplemente la vida fuera de uno, en forma semejante al uso que referimos líneas arriba, como en la expiración. Una explicación psicológica de la muerte, ¿no dice tampoco algo acerca de la muerte del Dasein y su naturaleza individualizante? Dado que la psicología describe la vida por medio de la aproximación, habla de la experiencia de la muerte en vez de la muerte en sí misma. El análisis existencial de la muerte, argumenta Heidegger, no puede ser sino “vivencia del dejar de vivir fáctico” (2003: 268). La antropología o la etnografía no serán suficientes tampoco para orientar una investigación sobre la muerte. En una extraña referencia a los llamados pueblos primitivos, Heidegger sugiere que la forma en que éstos reaccionan hacia la muerte, a través de la magia y el culto, puede informarnos sobre el modo en que comprenden la existencia, pero sin alcanzar el centro de dicha concepción, porque se “necesita de una analítica existencial y de un correspondiente concepto de muerte” (2003: 268). Cualquier noción religiosa de la vida después de la muerte simplemente evade el fenómeno en cuestión mediante la proyección de la vida a través del quiasma hacia la otra vida.

¿Pero es la muerte, además del perecimiento biológico o el deceso temporal inevitable, un fenómeno absoluto? La muerte es sólo una posibilidad, aunque cierta, y es fenoménica sólo en la medida en que una posibilidad es aquel horizonte de expectativas hacia el cual podemos ser conducidos, o del que podemos apartarnos. La muerte como posibilidad ofrece tal horizonte a la vez que nunca se da a sí misma; se trata de una mera posibilidad que el Dasein puede, al menos existencialmente, evitar o adoptar para sí mismo. Así, la muerte es la condición de posibilidad para la vida vivida existencialmente. En el “bosquejo de la estructura ontológico-existencial de la muerte” (2003: 270), Heidegger la describe en un sentido existencial:

La muerte es una posibilidad de ser de la que el Dasein mismo tiene que hacerse cargo cada vez. En la muerte, el Dasein mismo, en su poder-ser más propio, es inminente para sí. En esta posibilidad al Dasein le va radicalmente su estar-en-el-mundo. Su muerte es la posibilidad del no-poder-existir-más. Cuando el Dasein es inminente para sí como esta posibilidad de sí mismo, queda enteramente remitido a su poder-ser más propio. Siendo de esta manera inminente para sí, quedan desatados en él todos los respectos a otro Dasein. Esta posibilidad más propia e irrespectiva es, al mismo tiempo, la posibilidad extrema (2003: 270-271).

La muerte es la posibilidad máxima no sólo por ser la última posibilidad, el punto final, el acontecimiento postrero, sino por tratarse de lo que el Dasein no podrá, en cualquier momento, acelerar o incluso alcanzar, ya que cuando se produce la muerte, el Dasein deja de ser. Para el pensamiento, la muerte es inherentemente paradójica, la posibilidad imposible y si es posible lo es en forma de imposibilidad.

En cuanto poder-ser, el Dasein es incapaz de superar la posibilidad de la muerte. La muerte es la posibilidad de la radical imposibilidad de existir [Daseinsunmöglichkeit]. La muerte se revela así como la posibilidad más propia, irrespectiva e insuperable. Como tal, ella es una inminencia sobresaliente (2003: 271).

Aun cuando la muerte es en sentido fáctico inminente, ontológicamente evade nuestra comprensión. La muerte no sólo evade el Dasein, sino que éste evade o es, en la vida cotidiana, distraído siempre de su muerte. El estar-vuelto-hacia-el-fin cada día, argumenta Heidegger, tiene el carácter de evasión: se dice, “no todavía” y la muerte se posterga como un momento futuro que es posible proyectar y empujar más allá del horizonte imaginable. De esta manera, el Dasein vive en vuelo existencial. “El Dasein muere fácticamente mientras existe, pero inmediata y regularmente en la forma de la caída” o “vuelto hacia la muerte, huyendo de ella” (2003: 295). Incluso en este caso de distracción o de vuelo, no se puede temer a la muerte, pues el miedo se dirige, en el análisis de Heidegger, a un objeto determinado. Pues “el ante-qué del miedo” —escribe— “es siempre un ente perjudicial intramundano que desde una cierta zona se acerca en la cercanía y, no obstante, puede no alcanzarnos” (2003: 208). Lo que sentimos respecto a la muerte es más bien la angustia, porque ella:

tampoco “ve” un determinado “aquí” o “allí” desde el que pudiera acercarse lo amenazante. El ante-qué de la angustia se caracteriza por el hecho de que lo amenazante no está en ninguna parte [...] ya está en el “Ahí” —y, sin embargo, en ninguna parte; está tan cerca que oprime y le corta a uno el aliento— y, sin embargo, en ninguna parte (2003: 208-209).

No se puede temer o abrazar la muerte a menos que la posibilidad misma y la extremidad de la muerte se vea disminuida por la presencia de alguna reificación simbólica, la domesticación actualizada de la imposibilidad dentro de las posibilidades de la imaginación representada. Es decir, no se puede temer a la muerte como uno teme algo (etwas fürchten), pero uno puede experimentar amedrentamiento o angustia (Angst) en relación con la propia indeterminación de la muerte, porque la muerte nos llega de la nada; está cerca pero no localizable, no es nada sino la nadidad misma. En la angustia no sé cuándo ni cómo voy a morir, sólo sé únicamente que moriré. La muerte no es algo que se vaya a posponer como un presente futuro; está presente como el futuro más extremo y posiblemente el último; y puede arribar como un ladrón en la noche. No podemos temerle, pero nos distrae de ella o la enfrentamos con el temblor de la angustia —en este contexto Heidegger cita a Søren Kierkegaard, cuyo Temor y temblor lo conocía como Angst und Zittern—. La angustia, invocación de la nada que parece inevitable, se pone al día con Dasein, al que sacude con una llamada de conciencia que encara la muerte, o bien frente a la mortalidad y la posibilidad más extrema llega a ser posible.

Encarar auténticamente a la muerte es considerado por Heidegger como un tipo de proyección temporal y una actitud existencial: la resolución anticipatoria es el tipo de relación auténtica con la muerte, que no elude la muerte o la posterga como un presente futuro, sino que abre el Dasein a la proyección de la posibilidad radical y al futuro más extremo como determinación del presente mismo. El futuro, no el presente, se convierte en la dimensión primaria del tiempo, que determina el presente e incluso el pasado como recuperable en la proyección hacia un horizonte supremo. Ese horizonte es la posibilidad más extrema; es el posible tal cual y la posibilidad de la propia singularidad de ser del Dasein. En una auténtica relación con la muerte, el Dasein debe ajustarse por sí solo hacia lo posible en un tipo de expectación, una clase de anticipación, que es

posibilidad de comprender el extremo poder-ser más propio, es decir, como posibilidad de existencia propia. La constitución ontológica de esta posibilidad debe hacerse visible por medio de la elaboración de la estructura concreta del adelantarse hasta la muerte (2003: 282).

Sin embargo, con esta expectativa —y aquí radica el punto de intersección con la poética de Rilke— hay que desconfiar de la tendencia “a acabar con la posibilidad de lo posible, poniéndolo a nuestra disposición” (2003: 280) en algún tipo de actualización anticipatoria. Sócrates, por supuesto, señaló en repetidas ocasiones que no sabemos lo que es la muerte, o incluso si se trata de un mal que debe ser evitado. No obstante, en su respuesta a la sentencia de muerte dictada contra él, trata de pensar en ello a través de imágenes:

Reflexionemos también que hay gran esperanza de que esto sea un bien. La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene sensación de nada, o bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de morada para el alma de este lugar de aquí a otro lugar. Si es una ausencia de sensación y un sueño, como cuando se duerme sin soñar, la muerte sería una ganancia maravillosa (Platón, 1981: 40c-d).5

Incluso esta última imagen se resiste a ser imaginada: la muerte no es actualizable, ni siquiera en la imaginación, ya que es, precisamente, y ofrece, precisamente, la nada. Más allá del rechazo a una meditación sobre la muerte y por lo tanto debilitar su carácter de posibilidad, Heidegger no entra en detalles sobre la manera de hacerla disponible, pero podemos pensar su sugerencia en otro contexto: la imaginación de la muerte en la poesía de Rilke. Diversas representaciones de la muerte en la obra de Rilke exponen tal anticipación en vívidas imágenes figurales que, alternativamente, personalizan o personifican la muerte (en la novela Los cuadernos de Malte), y recuerdan la estructura de la trascendencia humana (en Elegías de Duino y Sonetos a Orfeo) para así incluirla como parte de su más allá.

Imaginar la muerte6

Los escritos de Rilke conversan con la muerte en cada fase de su desarrollo poético, y se puede decir que generan al menos dos modos de cristalizar una relación humana con ella. El primero, especialmente prominente en la única novela de Rilke, Los cuadernos de Malte (publicada en 1910),7 mantiene una preocupación por la idea de una muerte auténtica y su personificación o representación orgánica, análoga a una contravida o a una semilla dentro de la vida misma. La idea de una muerte propia es uno de los temas principales de los escritos de Rilke que atrae la atención de Blanchot.

Rilke articula en Los cuadernos de Malte una muerte auténtica o personal, como cuando Malte recuerda la de su abuelo, el chambelán Brigge, en yuxtaposición a la muerte impersonal y particularmente moderna, producida en masa ( fabrikmäßig ), que es visible en el Hôtel Dieu, con sus 559 camas frente al hostal parisino donde se aloja Brigge (Rilke, 1968: 22). El miedo de Malte no es a la muerte en sí, sino a la muerte inauténtica de una persona anónima, especialmente a una muerte institucional o tecnológica, una que niegue precisamente su Jemeinigkeit, una muerte que no es propia. Malte teme a una muerte carente no sólo de especificidad, sino de humanidad. En sus diarios conjetura que:

el deseo de tener una muerte propia es cada vez más raro. Dentro de poco será tan raro como una vida personal [...] Se llega, se encuentra una existencia ya preparada; no hay más que revestirse con ella. Si se quiere partir, o si se está obligado a marcharse: sobre todo ¡nada de esfuerzos! “Voilà, votre mort, monsieur!” [...] se muere de la muerte que forma parte de la enfermedad que se sufre [...] se muere habitualmente de una de las muertes asignadas al establecimiento; [...] muerte [...] trivial, sin todos los requisitos (1968: 22-23).

Por el contrario, una muerte auténtica puede ser tan robusta y vociferante como la vida de un hombre. La muerte del chambelán Brigge es auténtica, expansiva, personal y, sin embargo, tan pública que envuelve y perturba el mundo que le rodea. Malte rememora la muerte de su abuelo, que tomó meses y agitó la casa, sus sirvientes y de hecho a toda la comunidad. En una muerte así:

aún quedaba otra cosa; quedaba una voz, una voz que siete semanas antes nadie conocía todavía; pues no era la voz del chambelán. Esta voz no pertenecía a Christoph Detlev, sino a la muerte de Christoph Detlev [...] era igual a una reina que llaman “la Terrible”, más tarde y siempre.

No era la muerte de cualquier hidrópico, sino una muerte terrible e imperial, que el chambelán había llevado consigo, y nutrido en él durante toda su vida [...] Murió de su pesada muerte (1968: 25-26).

Una auténtica muerte llega no sólo al final de la vida, sino, por decirlo de algún modo, persiste a lo largo del flujo de pasado, presente y futuro. En su descripción de la muerte del chambelán, Rilke tiende a personificar la muerte con el fin de hacerla íntima y singular; no se trata, precisamente, de nada más que del logro de la individualidad con el vigor de la autenticidad existencial que sobrepasa incluso la vida. La muerte no es lo que llega en la extremidad y el límite de la posibilidad, sino que coexiste con y dentro de ella. En este pasaje, Malte utiliza tanto la personificación como términos orgánicos para que la muerte pueda ser imaginada:

Todos tienen su muerte propia. Esos hombres que la llevaban en su armadura, en su interior, como un prisionero: esas mujeres que llegaban a ser viejas y pequeñitas, y tenían una muerte discreta y señorial sobre un inmenso lecho, como en un escenario, ante toda la familia, los criados y los perros reunidos. Si ni siquiera los niños aún los más pequeños, tenían una muerte cualquiera para niños; se concentraban y morían según lo que eran, y según aquello que hubieran llegado a ser.

Y qué melancolía y dulzura tenía la belleza de las mujeres encintas y de pie, cuando su gran vientre, sobre el que, a pesar suyo, reposaban sus largas manos, contenía dos frutos: un niño y una muerte. Su sonrisa densa, casi nutritiva en su rostro tan vacío ¿no provenía quizá de que sentían a veces crecer en ellas el uno y la otra? (1968: 27).

Aquí la muerte se representa poéticamente como prisionera, ceremonia, acontecimiento, niño y fruto de temporada, un entrelazamiento del pasado y el futuro que crece a las orillas de la vida. La autenticidad exige que la muerte se produzca no como un punto final, sino como un origen y el telos de la vida misma. La muerte existe para ser incluida en un sentido de vida, y por lo tanto nuestra sensibilidad vital debe expandirse radicalmente hacia otra manifestación de la vida.

Mientras que en la novela la inclusión de la muerte está relacionada con la individualidad auténtica, Rilke logra, en sus escritos posteriores, una aceptación poética de la muerte como autoafirmación personal trascendente. Esto implica la sublimación de la muerte, en Elegías de Duino, junto con la idea de la muerte como el otro lado de la vida, un aspecto de su totalidad desde la cual la conciencia humana moderna generalmente mira desde lejos, pero a la que la conciencia poética puede dar acceso. Para el último Rilke, por ejemplo, el de Sonetos a Orfeo de 1922, la muerte pertenece a la totalidad de la vida como su reverso, y será querida antes que temida y despreciada. En las elegías (comenzadas en 1912 y completadas una década más tarde), las figuras de los héroes caídos y los niños muertos son evocadas como una amplificación poética del tiempo (en concreto como una forma de incluir el pasado y el futuro en el presente) que relativiza su pérdida a la memoria poética. Rilke atribuye a la muerte un sentido de purificación antes que un anonimato degradante. Se trata de un ideal que, como escribe Blanchot, “está por encima de la persona, no es la brutalidad de un hecho ni la neutralidad del azar” (1992: 140).8 En Sonetos a Orfeo existe la profundidad extrema de morir, donde “el mundo, las cosas y el ser [serán] transformados incesantemente en interior” (1992: 147) o Innerlichkeit. Aquí incluso Blanchot acusa a Rilke de purificar la brutalidad de la muerte (1992: 144).

Mientras que las elegías y los sonetos han motivado muchos estudios académicos, un poema poco discutido de un libro anterior, Nuevos poemas (Neue Gedichte), aborda varios aspectos de la posible figuración de la muerte a la que Rilke volverá a lo largo de toda su obra poética. En Todes-Erfahrung (“Experiencia de la muerte”), la figuración positiva de la muerte o la personificación, como le llama en la novela sobre Malte, puede delinearse hasta lo que en los sonetos y las elegías será posteriormente la vida o el otro lado de la naturaleza. En Todes-Erfahrung, Rilke intenta presentar la muerte como una figura trágica, o más bien una máscara, y esto se debe —a pesar del título— no por concebirla de manera empírica, sino para asegurar su imaginación dentro de los intersticios de la experiencia. Los motivos del teatro en este poema —máscaras y roles, escenario y aplausos— evocan la preocupación filosófica por la autenticidad y la inautenticidad; al mismo tiempo, se advierte la noción de una realidad que contiende (Wirklichkeit) con la metáfora del color verde, el sol y un bosque verdaderos, por así decirlo, más allá del proscenio de la vida, como si ésta ordinariamente actuara indicando a la muerte lo que, como Rilke sugiere, experimenta al lado o debajo del estrato de nuestra experiencia ordinaria. El poema personifica a la muerte como actor, del mismo modo que anticipa una noción de la muerte como el otro lado o el fondo más original de la vida misma. Aquí está el poema:9

Todes-Erfahrung

Wir wissen nichts von diesem Hingehn, das

nicht mit uns teilt. Wir haben keinen Grund,

Bewunderung und Liebe oder Haß

dem Tod zu zeigen, den ein Maskenmund

tragischer Klage widerlich entstellt.

Noch ist die Welt voll Rollen, die wir spielen.

Solang wir sorgen, ob wir auch gefielen,

spielt auch der Tod, obwohl er nicht gefällt.

Doch als du gingst, da brach in diese Bühne

ein Streifen Wirklichkeit durch jenen Spalt

durch den du hingingst: Grün wirklicher Grüne,

wirklicher Sonnenschein, wirklicher Wald.

Wir spielen weiter. Bang und schwer Erlerntes

hersagend und Gebärden dann und wann

aufhebend; aber dein von uns entferntes,

aus unserm Stück entrücktes Dasein kann

uns manchmal überkommen, wie ein Wissen

von jener Wirklichkeit sich niedersenkend,

so daß wir eine Weile hingerissen

das Leben spielen, nicht an Beifall denkend.

Experiencia de la muerte

No sabemos nada de ese irse allá,

que no comparte con nosotros. No tenemos razón

para mostrar admiración y amor u odio

a la muerte, a la que una boca de máscara

de trágico lamento deforma extrañamente.

Aún está el mundo lleno de papeles que representamos.

Mientras que nos preocupa si de verdad gustamos,

actúa igual la muerte, aunque no guste.

Pero cuando te fuiste, irrumpió en esta escena

una franja de realidad, a través de aquella grieta

por donde te marchaste: verde de verdad verde,

luz de sol verdadera, un bosque de verdad.

Seguimos actuando. Declamando la temerosa

y lo duramente aprendido, y elevando gestos

de vez en cuando; pero tu existencia alejada de nosotros,

apartada de nuestro drama, puede

a veces invadirnos, cayendo como un saber

de aquella realidad, de tal modo

que, arrebatados durante un rato,

representamos la vida, sin pensar en el aplauso.

(Rilke, 1991 [1923]: 131)

El narrador del poema admite, desde el primer momento, que la muerte está más allá de nuestro conocimiento, que se nos escapa; y describe la muerte como aquello a lo que tenemos miedo y niega el modo en que nos comportamos en el escenario artificial de la vida. Sin embargo, las figuraciones que Rilke crea, incluso en este caso, de la muerte como lo real que puede iluminar todo desde atrás del escenario de la vida actuada, no admiten la alteridad radical de la muerte que Heidegger concede como la imposibilidad de la posibilidad del Dasein. En la última estrofa de Rilke, el narrador admite un conocimiento precario y transitorio de esa realidad más profunda que puede transportarnos eine Weile.10

Dicho trayecto puede ser fortuito en el caso de la conciencia humana, pero en la poesía posterior de Rilke, particularmente las elegías, la muerte es pensada a través de la conciencia angélica u órfica; así, un ser como un ángel o poeta mítico sería capaz de ver, por así decirlo, ambos lados de la naturaleza o la vida, además de su otra región invisible. El emblema de la trascendencia angélica en las elegías posteriores de Rilke tiene que ver con la aceptación de la muerte como tal, y se integra también un componente de violencia: el ángel es terrible, insoportable, y la misma plenitud de su ser aplastaría al narrador del poema una vez que su llamado fuera respondido. En la segunda elegía, el narrador repite un sentimiento anunciado en la primera: Jeder Engel ist schrecklich (Rilke, 2004: 27).11

Sin embargo, la trascendencia invertida de la poesía angélica a la terrenal, se presenta en la estrofa final de la décima elegía como una felicidad que, cual la lluvia y las candelillas que cuelgan de los avellanos, cae antes que ascender y requiere no sólo de la deposición de las aspiraciones del poeta sobre el mundo humano, sino de una dilatación horizontal del presente que se expande más allá de las fronteras de la finitud. Esta trascendencia de los límites temporales, esta absorción del tiempo en el espacio, permite a la muerte situarse del otro lado de la naturaleza, tal como Rilke se refiere a ella en el ensayo Erlebnis de 1913. La autotrascendencia humana en el sentir poético tiene como objetivo alcanzar un Dasein sobreabundante, lleno con el pasado y el futuro, incluso el futuro radical de la muerte. Una afirmación acerca de lo conseguido es visible en la Novena elegía:

Siehe, ich lebe. Woraus? Weder Kindheit noch Zukunft

werden weniger.....Überzähliges Dasein

entspringt mir im Herzen.

Mira: yo vivo. ¿De qué? Ni la infancia ni el futuro

menguan..... Existencia sobreabundante

brota de mi corazón (Rilke, 2004: 83).

El mundo o la vida habitada por el narrador en Todes-Erfahrung ha sido expandida en su profundidad temporal, de modo que el pasado y el futuro, incluyendo la infancia pasada y la muerte futura, pueden ser suspendidos dentro de ella. Pero esta plenitud de un presente desbordado por el pasado y el futuro, eclipsa la singularidad y el carácter absoluto de la pérdida, del mismo modo que el narrador en Elegías de Duino declara la singularidad de lo que existe y lo que ha existido: Ein Mal/ jedes, nur ein Mal. Ein Mal und nichtmehr (Una vez/ cada cosa, sólo una. Una vez y no más [Rilke, 2004: 79]). La muerte está en todas partes en las elegías; pero si la conciencia moderna ha olvidado y excluido la muerte, Rilke suplanta esta ausencia con la remembranza absoluta: transformar la fugacidad en un espacio poético que abarca todo. El ángel se mantiene próximo a nosotros desde el otro lado aterrador, pero luego domestica esa región para la imaginación humana. Y así, en 1922, en una Europa completamente devastada por la muerte y la destrucción, Rilke elogia, con el joven muerto, al héroe caído. En la Primera elegía:

es erhält sich der Held, selbst der Untergang war ihm

nur ein Vorwand, zu sein: seine letzte Geburt.

el héroe perdura, incluso su derrota fue para él

sólo un pretexto de su ser: su nacimiento último

(Rilke, 2004: 29).

En la Sexta elegía, el narrador prosigue con el tema:

Wunderlich nah ist der Held doch den jugendlich Toten.

Dauern ficht ihn nicht an. Sein Aufgang ist Dasein.

Extrañamente cercano está el héroe a los muertos juveniles.

Durar no va con él. Su aurora es existir (Rilke, 2004: 61).

La conciencia poética inspirada por estas elegías implica el riesgo de lo que Heidegger llamó la actualización de la muerte, una figuración empírica que para su radical posibilidad —la posibilidad de la imposibilidad de la existencia— se reduzca a imaginar la muerte con la que podemos vivir. En las elegías de Rilke, la absorción de la muerte en una totalidad poética, en particular de la figura de los héroes muertos y los niños, puede poner en riesgo la sublimación de la pérdida en lugar de su radical confrontación. La remembranza poética es más, no menos, ontológicamente robusta que la vida finita. El ángel-figura, tan presente en muchas de las elegías, lejos de trascender la muerte, al absorber la singularidad y la pérdida de elementos del pasado en una conciencia de plenitud saturada, ha integrado la muerte en una “trascendencia inmanente” o en una poética “mundana” (Gosetti-Ferencei, 2010: 275).

En estas obras de Rilke podemos descubrir el intento de representar la muerte como parte de la imaginación poética. La muerte como semilla y crecimiento, como una voz que ocupa y avasalla espacios habitados humanamente; y, entonces, al ser relativamente trascendente, lo otro que no es de este mundo, esa región puede ser alojada por una conciencia angélica representada poéticamente. Desde una perspectiva heideggeriana, estos señalamientos o metáforas, esta formación de imágenes e imaginación, pueden disminuir la apertura radical de la posibilidad de la muerte, su nadidad.

Escribir sobre la muerte

Blanchot, por su parte, interpreta el tema de la muerte en Rilke en términos heideggerianos, al preocuparse por la distinción que el individuo hace de su condición de caída en la que se encuentra diariamente, y de la que huye, refugiándose en lo que tiene en común con los otros o el “ellos”. Lo que horroriza a Rilke, y tal vez a Blanchot, no es lo terrible de la muerte en sí, sino su banalidad, no es el miedo sino lo terrible bajo la forma de la ausencia de angustia, en la “insignificancia cotidiana” (Blanchot, 1992: 114). Por el contrario, Blanchot describe un tipo de intimidad con la muerte, la posibilidad de otra experiencia con ella que provoca la angustia del distanciamiento por una muerte “extranjera” que sería solamente “prestada y casual” (Blanchot, 1992: 117). Acerca de Rilke, Blanchot escribe:

La angustia de la muerte anónima, la angustia del “Se muere” y la esperanza del “Yo muero”, reducto del individualismo, lo invitan [a Rilke] a dar su nombre y su rostro al instante de morir: no quiere morir como una mosca, en el zumbido de la tontería y la nulidad; quiere tener su propia muerte y ser nombrado, saludado por esa muerte única. Es acosado, en esa perspectiva, por el yo que quiere morir sin dejar de ser yo [...] Ese yo quiere morir concentrado en el hecho mismo de morir, de tal modo que mi muerte sea el momento de mi mayor autenticidad, hacia la que “yo” me lanzo como hacia la posibilidad que me es absolutamente propia, que sólo es apropiada para mí y que me mantiene en la dura soledad de ese yo puro (Blanchot, 1992: 119).

Sin embargo, además de preservar el lenguaje egológico del pronombre en primera persona, ya ausente de la terminología del Dasein de Heidegger, la interpretación de Blanchot sobre la muerte en Rilke, difiere en dos incisivas maneras del propio entendimiento que el filósofo alemán sostiene. En primer lugar, Blanchot no rechaza (como lo hace Heidegger en su interpretación de Rilke en el ensayo de 1947, “¿Y para qué poetas?”) la interioridad que todavía atañe a la comprensión del poeta sobre la experiencia humana y la conciencia. “Decir que Rilke afirma la inmanencia de la muerte en la vida es hablar, sin duda, con exactitud, pero también es considerar su pensamiento en un solo aspecto: esa inminencia no está dada, debemos realizarla” (Blanchot, 1992: 118). Tal logro es obra de nuestra propia nadidad: “Mi muerte debe volverse cada vez más interior” (Blanchot, 1992: 117).

Mientras que Heidegger se resiste a la tendencia de poetizar la experiencia interna en favor de una estructura del lenguaje más extática y ontológica, Rilke mantiene el problema de la conciencia como un compromiso abierto con el mundo y su esfera de devoción poética. Blanchot acepta esa intimidad rilkeana. En segundo lugar, la interpretación de Blanchot aparece en una obra, El espacio literario, destinada a tratar de comprender la relación entre la imposibilidad de pensar la muerte —que él llama “el espacio de la muerte” más allá de la imaginación— y la imposibilidad de la presencia del autor en el lenguaje. La intimidad o el distanciamiento de una relación con la muerte es análoga a la que el poeta posee con el lenguaje. De esta forma, Blanchot se aproxima a lo que Christina Howells, en su estudio sobre mortalidad y subjetividad, llama “los dos significados de la muerte del sujeto” (2011: 23).

Las reflexiones de Blanchot sobre la muerte inscriben el problema de pensarlo o imaginarlo en las paradojas del lenguaje, particularmente del lenguaje literario que, para Blanchot, es ya la escena de la disolución autoral. En este sentido, la tentativa de Rilke por dar forma a la muerte, como es posible advertir en otros escritores modernos —es el caso de Kafka—, produce una escena en la que dos paradojas se confrontan, pues una, la imposibilidad de la escritura, se expresa a través de la otra, la imposibilidad de imaginar la muerte, y viceversa. Lo que Blanchot intenta conceptualizar podría considerarse, en sentido figurado, un vacío palimpséstico. La escritura de la muerte es siempre una escritura atravesada por la nada, una imposibilidad; y esta imposibilidad se refleja de nuevo en la paradoja del propio lenguaje literario. Representar esa imposibilidad dual es la tarea de la poesía cuando al reflejar el “más allá del fenómeno orgánico, es necesario interrogarse sobre el ser de la muerte” (Blanchot, 1992: 116). Si esta manera de formular la muerte parece el tipo de actualización rechazado por Heidegger —ya que la muerte es precisamente la nadidad o la imposibilidad de ser—, Blanchot lo formula con mayor precisión. La experiencia de Rilke, para Blanchot, se abre “sobre esta región nocturna donde la muerte no aparece más como la posibilidad más propia, sino como la profundidad, vacía de la imposibilidad” (Blanchot, 1992: 122). Este rango de articulación que conduce del ser-para-la-muerte a su profunda imposibilidad, ocurre por medio de la transición entre la interpretación que Blanchot realiza de la novela sobre Malte a las elegías y sonetos de Rilke, como se discutió anteriormente.

Esta doble imposibilidad se refleja en la experiencia poética del lenguaje. La disolución del yo en el lenguaje, y el desastre de la disolución, es lo que explica el significado ambiguo de la “muerte del autor” que motiva temáticamente el análisis de Blanchot sobre la escritura literaria. La teoría de Blanchot describe el lenguaje poético o literario no sólo como absolutamente neutralizado por el autor, sino, en forma más compleja, como la experiencia del autor sobre la misma neutralización. Para Blanchot, un poema es una obra en la que el autor es expulsado, así como éste es expulsado de la comprensión de su propia muerte (una vez que morir significa que ya no soy nunca más, la muerte no puede ser mía). Más radicalmente, Blanchot evoca de forma explícita, en La escritura del desastre, los campos de concentración como una analogía de la forma desastrosa de la expulsión: ambas son situaciones de pasividad en las que “el anonimato, la pérdida de sí, la pérdida de cualquier soberanía pero también de toda subordinación, la pérdida de la permanencia, el error sin lugar, la imposibilidad de la presencia, la dispersión” (Blanchot, 1990: 22).12

Cuando la muerte empírica del autor es el contenido o el tema del lenguaje literario, esto sólo abona en favor de la explicación que Blanchot propone de la disolución autoral, lo que le permite, además, imaginar la escritura del desastre como la expresión del vínculo del poeta con su propia muerte y como inminente exigencia del ahora. La muerte se experimenta mediante la deliteralización lingüística del autor, y mientras sea el contenido mismo de la obra literaria, como en la novela sobre Malte o los poemas de Rilke, reliteraliza la singularidad autoral como un motivo amenazado por la muerte. Si la autonomía peculiar del lenguaje repele la individualidad y la facticidad del yo que escribe —así en la visión de Blanchot que promulga la muerte del autor—, el contenido de la poesía que reflexiona sobre la muerte podría ser visto como un eco neutralizador de dicha muerte en el lenguaje, toda vez que la reliteraliza, por usar sus propias palabras.

Esta explicación evoca la paradoja de la obra de arte como una forma nacida de la nada que, a su vez, da forma a la nada. Blanchot lo sugiere en el contexto de los Sonetos a Orfeo, cuyo título evoca el nombre del poeta mítico que tanto atrajo a todos los seres vivos con su canto y descendió al inframundo para recuperar a su amada de la muerte, sólo para perderla de nuevo:

El poeta tiene por destino exponerse a la fuerza de lo indeterminado y a la pura violencia del ser con la que nada puede ser hecho, sostenerla violentamente, pero también retenerla en él imponiendo reserva, la realización de una forma (Blanchot, 1992: 134).

El poema es, en palabras de los sonetos, un soplo alrededor de nada (ein Hauch um Nichts), una respiración que podría ser el viento, o el suspiro de un dios. Sin embargo, la tarea de Rilke, como la de Orfeo, no es hacer frente a la nada como una imposibilidad absoluta, sino rescatar a los seres, por la poesía, de la muerte que sólo podía ser un mal infinito. Así, la noción de Rilke sobre del Weltinnenraum, o espacio interior del mundo, es interpretada por Blanchot como la capacidad de salvar las cosas, en la invisibilidad de la conciencia poética, de la aniquilación que descendería sobre la mera realidad empírica:

salvar las cosas sí, volverlas invisibles, pero para que resuciten en su invisibilidad. Vemos entonces que la muerte, esta muerte más pronta que es nuestro destino, vuelve a convertirse en promesa de sobrevivir, y ya se anuncia el momento en que, para Rilke, morir será escapar de la muerte —extraña volatilización de su experiencia— (1992: 136).

De esta manera, Rilke llega a ser cómplice de la negación poética de la muerte por medio de su propia poetización. Si la muerte no es, como la nada, una entidad, y por lo tanto no puede ser temida sino sólo motivo de angustia, la poética de Rilke traduce la realidad de la muerte que puede ser temida (y por lo tanto evitada, excluida o padecida azarosa e inauténticamente), en algo que no nos pertenece más, incluida la ansiedad acerca de ser y la nadidad como tal. La muerte, más bien, asciende a la poesía angélica que contiene dentro de sí misma la trascendencia. Como Blanchot lo advierte:

Así como cada cosa debe hacerse invisible, así, lo que hace de la muerte una cosa, su carácter de hecho bruto, debe hacerse invisible. La muerte entra en su propia invisibilidad, pasa de su faz opaca a su faz transparente, de su realidad espantosa a su irrealidad resplandeciente (1992: 137-138).

Esa irrealidad resplandeciente puede ser, incluso en la imaginación, inaccesible para aquellos cuya experiencia de la muerte y con ella es menor que la muerte noble a la que aspira Malte y menos, también, que la aceptación auténticamente resuelta descrita por Heidegger.

La idea de una sentencia de muerte y su aplicación o evasión, emerge en la obra de Kafka y en la prosa de Blanchot. A la luz de sus interpretaciones de Rilke y Kafka, y sin duda en referencia a los eventos vinculados con su propia narrativa autobiográfica, Blanchot afirma que “hay que ser capaz de satisfacerse con la muerte” (1992: 83). Esta narrativa es evidencia, según los especialistas, de la propia familiaridad de Blanchot con la proximidad del desastre, a causa de la circunstancia en que Blanchot, durante la ocupación de Francia en la guerra, fue conducido por los soldados alemanes para ser ejecutado, pero al final se salvó inexplicablemente en el último minuto. Esta ejecución abortada no releva la experiencia de las víctimas que fueron verdaderamente perseguidas en ese tiempo. La beatitud sacerdotal o incluso el éxtasis (un sorte de béatitude [...] Peut-être l’extase)13 que Blanchot describe en la experiencia cercana a la ejecución de su personaje autobiográfico, es diametralmente opuesta a la suerte que sufrieron poetas como Miklós Radnóti o Federico García Lorca, cuya persecución y asesinato fueron cualquier cosa menos nobles y auténticas. La muerte inminente de Blanchot (o la de su personaje) es asumida con nobleza atemperada e incluso desconcierto. La imposibilidad de tal poder de satisfacción en la muerte, grotescamente parodiada en el cuento In der Strafkolonie (“En la colonia penitenciaria”) de Kafka, recuerda también la distancia entre el escritor checo, que murió de causas naturales antes que el Holocausto pudiera reclamarlo, y aquellos escritores cuyos asesinatos no excluyen las muertes auténticas de sí mismas.

Blanchot afirma, además, que a pesar de la casi ubicuidad de la muerte en los escritos de Kafka, las descripciones que sobre ella realiza son cruelmente triviales. De hecho, una muerte sórdida o prematura acaece en los protagonistas de La metamorfosis, “La condena”, “En la colonia penitenciaria”, “Un artista del hambre”, “Descripción de una lucha” y El proceso, entre otras obras. El retrato que hace Kafka de ejecuciones, heridas, inaniciones y asesinato puede ser irónico, trágicómico, patético, pero nunca heroico o natural. Sin embargo, la acusación que Blanchot le hace de superficialidad no considera la brutalidad de la muerte de Joseph K. al final de su proceso, una violencia inquietantemente predestinada. Blanchot también omite El cazador Graco”, de Kafka, donde el personaje central anhela morir pero no puede, y su muerte en vida es más un símbolo de expulsión del ciclo de la vida humana que de su extinción. En cualquier caso, Blanchot señala que en los escritos de Kafka sobre la muerte no es visible “una descripción realista de escenas de muerte” (1992: 84).

Sin embargo, el problema de la muerte en Kafka está conectado extrañamente con el problema de la escritura. En Ein Traum, que Kafka publicó como una historia independiente, Josef K. sueña que cae en una tumba recién cavada. Tiene dificultades para leer lo que un artista está escribiendo sobre la lápida con un lápiz ordinario. El nombre, que es el de Josef, aparece en letras de oro. Cuando el personaje desciende a la tierra que se abre debajo de él, despierta fascinado, entzückt von diesem Anblick.14 En “La condena”, Georg Bendeman se sienta en su escritorio, justo después de terminar de escribir una carta, para mirar el río y el puente desde donde, al final de la historia, saltará para encontrar la muerte. En “La colonia penitenciaria”, Kafka muestra al condenado preocupado por conocer la sentencia que literalmente lleva inscrita en su carne. En estas historias, la muerte se entrelaza inevitablemente con el acto de escribir. Desde el punto de vista de Blanchot, esto puede ilustrar cómo la muerte del autor en el lenguaje pasa a primer plano como la experiencia de la escritura misma. Sin embargo, puede ser que la interpretación de Blanchot sobre Kafka omita la relación entre “las consecuencias de la mortalidad humana para nuestra comprensión del sujeto” (Howells, 2011: 22), y el lugar radical que el cuerpo ocupa en los escritos de Kafka. La vulnerabilidad física de la muerte —resaltada por escenas de tortura, injuria, inanición y asfixia— es un tema recurrente en Kafka, y el tema de su escritura.

Conclusión

Donde Rilke difiere más profundamente de Heidegger es en su intento de imaginar y dar forma a la muerte, tanto la inauténtica como la auténtica, y así también el otro lado de la vida que, aunque trascendente a la experiencia humana, se mantiene dentro de la potencialidad de la sublimación poética. Heidegger no considera la muerte auténtica o inauténtica en sí misma, como sí lo hace Rilke; la muerte no puede ser objeto de temor o escarnio, sólo de evasión o anticipación. Para Heidegger, más bien, es la revocación de la muerte, y por lo tanto de nuestra singularidad existencial, que es inauténtica, cuando la autenticidad aprehende esta singularidad no como una expresión de nuestra individualidad, sino de la misma nadidad en torno a la cual la apertura extática está centrada. La muerte es para Heidegger precisamente la nada como nuestra más extrema posibilidad. Ella no puede ser imaginada; imaginarla significaría hacerla presente en lugar de siempre-inminente, conocida antes que inherentemente fuera de nuestro alcance. El sentido de la trascendencia de la muerte en Heidegger es absoluta, y es esta trascendencia absoluta la que nos permite concebir el ser en cuanto tal como trascendencia, ya que es a través de la finitud, y por lo tanto la apertura de la estructura extática de la temporalidad, que estar allí, todo nuestro ser, es posible. Rilke, por otro lado, imagina una buena e inauténtica muerte; una muerte aceptada y promovida, así como otra temida, evasiva o sólo sufriente. En la poética más madura de Rilke, la trascendencia, que es la muerte, se extiende sólo al otro lado de la vida; o bien es el borrador sobre el que nuestra existencia palimpséstica está trazada. Blanchot ofrece, con sus interpretaciones sobre Rilke y Kafka, una contemplación de la nadidad que captura la experiencia de lo poético y del lenguaje literario mismo.

Para Kafka, la muerte está continuamente ligada con el tema de la escritura. Incluso la breve consideración de su obra al final de este ensayo, pone de manifiesto el problema del cuerpo humano y su estado en una relación auténtica con la muerte. Mientras que Kafka no pretende escenificar con realismo la muerte, su amenaza siempre es inminente, no sólo como una idea, una posibilidad, una inevitabilidad temporal, sino como la imposición terminal sobre un cuerpo. Donde hay poco o ningún reconocimiento de la corporeidad, puede existir una tendencia a relegar su papel a una fascinación existencial, a un proyecto poético de recuperación o a una alienación sublimada, una pasividad beatífica. La pregunta sigue siendo, para Heidegger, Rilke y Blanchot, en qué medida nuestra vulnerabilidad como seres corpóreos, y no sólo la muerte como lo impensable, sino la mortalidad como la gravedad vital del ser, revela los límites del pensamiento y el lenguaje.

Fuentes consultadas

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Blanchot, M. (1999), El instante de mi muerte/La locura de la luz, trad. de Alberto Ruiz de Samaniego, Madrid: Tecnos [1994, L’instant de ma mort, París: Éditions Fata Morgana]. [ Links ]

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1Para todas las citas de Ser y tiempo se tomó como referencia la traducción de Jorge Eduardo Rivera, publicada por Trotta en 2003 (N. del T.).

2“Ser-cada-vez-mío”. En alemán en el original, véase Heidegger, 2003: 52 (N. del T.).

3Las citas de este libro provienen de la traducción de Cristina de Peretti y Paco Vidarte para Paidós en 2006 (N. del T.).

4“¿Puedo yo morir?” En francés en el original (N. del T.).

5La cita es tomada del primer volumen de la edición de Gredos de 1981. En el caso particular de la Apología, el traductor es J. Calonge Díaz (N. del T.).

6El subtítulo original Imag(in)ing Death crea un juego de palabras intraducible en español: una imagen al interior del proceso de imaginación (N. del T.).

7Las citas de este libro provienen de la traducción que Francisco Ayala publicó en 1968 para Editorial Losada (N. del T.).

8La traducción es de Vicky Palant y Jorge Jinkins para la edición de Paidós en 1992 de L’espace littéraire, originalmente publicado en 1955 (N. del T.).

9En el artículo aparecen los poemas originales en alemán y la versión al inglés, modificada por la propia autora. Recurrimos a la traducción al español que Federico Bermúdez-Cañete publicó en 1991 bajo el sello de Hiperión (N. del T.).

10“Durante un rato”. En alemán en el original (N. del T.).

11“Todo ángel es terrible”, en alemán en el original. Para la versión en español recurrimos a la traducción de Lorena Fernández del Valle y Juan Carvajal para la edición de la UNAM publicada en 2004 (N. del T.).

12La traducción es de Pierre de Place para la versión en español de L’écriture du désastre, publicada en 1990 por la editorial Monte Ávila (N. del T.).

13“Una especie de beatitud [...] Quizá el éxtasis” (Blanchot, 1999: 19-20]. En francés en el original. La referencia proviene del libro L’Instant de ma mort, de 1994, publicado en español por editorial Tecnos en 1999 con la traducción de Alberto Ruiz de Samaniego.

14“Fascinado por esta visión” (Kafka, 1990: 255). En alemán en el original. Tomamos la traducción de Ángeles Camargo sobre el cuento “Un sueño”, incluido en una recopilación de relatos breves publicado por Cátedra en 1990.

15Publicado originalmente en Existenz. International Journal in Philosophy, Religion, Politics, and the Arts, vol. 9, no. 1, primavera de 2014, pp. 53-62. Traducción del inglés: J. Daniel González Marín.

* Autor para correspondencia: Jennifer Anna Gosetti-Ferencei, e-mail: gosetti@fordham.edu

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