SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.14 issue33PresentaciónDeath in Homer’s Odyssey author indexsubject indexsearch form
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.14 n.33 Ciudad de México Jan./Apr. 2017

 

Dossier

La muerte del otro

Armando Garza Saldívar1 

1 Filósofo y profesor († 2015).


Este texto responde cinco preguntas. Son, tal vez, las cinco preguntas básicas que rondan a aquellos que desean inaugurar una reflexión sobre la muerte propia y sobre la muerte del otro: ¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte? ¿Podemos vivir la muerte del otro? ¿Qué es lo que llega con la muerte? ¿Qué podemos saber acerca de la muerte? ¿Qué sigue: aniquilación o inmortalidad?

Las respuestas presentan una reflexión en torno al tema a través de una perspectiva plural que incluye testimonios de filósofos, poetas y escritores. Apelan, también, a la experiencia personal de quien las lee. Sin ser definitivas, iluminan el itinerario que se propone al lector de este dossier e invitan al continuo ejercicio de las capacidades filosóficas entendidas, con Sócrates en el Fedón, como aquellas que preparan para la muerte.

¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte?

Todo ser es ser mortal. Pero la palabra muerte parece referida a la persona, con preferencia a cualquier otra realidad conocida. Al hablar de la muerte aludimos a algo que es exclusivo y común a todos los seres humanos. La muerte es eso que acontece a nuestros congéneres, y que llamamos así los que todavía estamos vivos, los que sobrevivimos.

Morir es siempre lo que ocurre a los otros. Pero también es lo que esperamos para nosotros mismos. Porque lo primero que hacemos, cuando oímos la palabra “muerte”, es pensar en nosotros, en nuestro propio final. Lo otro, la idea de la muerte ajena parece venir después, como si tal evento no nos atañera de ningún modo. Parece que sólo mi muerte representa para una realidad positiva, sólo ella se hace problema y enigma. “No experimento en sentido propio —dice Heidegger— la muerte de los otros; a lo más, solamente asisto a ella.” Las necrologías, en este tenor, no pasarían de ser sucesos oscuros y anodinos. Cuando las estadísticas nos dicen que cien mil seres humanos son abatidos por la muerte todos los días, la noticia de esta hecatombe cotidiana apenas nos preocupa o conmueve. Más bien se nos antoja una trivialidad. Que los seres humanos se mueran es cosa tan inteligible y obvia como que se caigan las hojas secas de los árboles.

Si seguimos esta línea de pensamiento, la muerte sería un acontecimiento estrictamente personal. La muerte de los demás, la muerte que no es mi muerte no constituiría un evento significativo. Como dice un personaje de una novela de Aldous Huxley, nadie habla en términos generales de la vida como no sea para tratar de sí mismo y, consecuentemente, de “su muerte”. No es la muerte en sí lo que es un problema, sino el que “yo muera, yo, precisamente”. Es posible participar de la vida periférica de los demás, intercambiar con nuestros semejantes las vivencias más menudas y cotidianas, pero cada uno de nosotros sólo puede morir de su muerte.

¿Podemos vivir la muerte del otro?

Tal vez no sea enteramente cierto lo dicho en la respuesta anterior. ¿La muerte del prójimo es un espectáculo que en nada nos concierne? Como alguien ha dicho: “¿No podríamos, mejor, dar la vuelta al término del razonamiento de Heidegger y decir que la única muerte que experimentamos con toda su fuerza es la del ser amado, no la nuestra?” ¿Podríamos inscribir la muerte de nuestro padre o de nuestro amigo en el plano de las experiencias superficiales, externas, inauténticas?

No, la muerte del prójimo es siempre algo nuestro, puesto que nos priva del trato de la persona muerta, disminuyendo nuestro contorno existencial —y, por consiguiente, como si hubiéramos perdido algo de vida, origina en nosotros una impresión de soledad—. Ortega y Gasset es quien mejor ha atinado a describir este efecto y la repercusión y el reflejo que para nosotros tiene la muerte del prójimo:

El hecho de esta impresión, en que sentimos haberse volatizado una compañía y que mi vida, de ser un convivir con otro, por tanto, un vivir más ancho, se retrae como en bajamar a ser un vivir sólo conmigo, un quedarme solo, es lo que llamamos la muerte. Pero este nombre, conste, es ya una teoría, una interpretación, una reacción ideativa nuestra al hecho no teórico, sino terriblemente indubitable, de sentir una nueva soledad. La idea de la muerte, que implica toda una biología, una psicología y una metafísica, nos explica, nos permite saber a qué atenernos con respecto a esta soledad que nos queda de una compañía en que estuvimos. Y, por una transposición muy frecuente en poesía, el poeta romántico dirá: ¡qué solos se quedan los muertos! ¡Como si fuera el muerto quien se queda solo de los vivientes, cuando el que se queda solo del muerto es precisamente el que se queda, el que sigue viviendo! La muerte es, por lo pronto, la soledad que queda de una compañía que hubo; como si dijéramos: de un fuego sólo queda la ceniza.

La muerte del prójimo es, pues, “algo que me pasa a mí”. Es impresión de pérdida, de fraccionamiento de mi vida, de soledad inaccesible, como dice Ortega y Gasset. Pero es también una situación que implica ver mi propio futuro. La muerte del otro es para mí un hecho que me alerta. Es el aviso de que he de morirme algún día también. Y ello me fuerza a vivir en la anticipación constante del fin, a tomar conciencia de que la muerte es mi única y definitiva posibilidad en el mundo.

Así pues, solamente a través de la muerte concreta del prójimo puedo llegar a un entendimiento esencial de mi muerte. Yo no puedo experimentar mi propia muerte, puesto que, cuando me sobrevenga ésta, dejaré de estar vivo, y ya no podré decirla ni pensarla. Para que pudiera hacerlo, sería preciso que me sobreviviera a mí mismo, pero el “yo estoy muerto” es absolutamente el supremo absurdo.

Por eso la muerte es siempre la muerte de los demás. Mas para entender este hecho como muerte, necesito contemplarlo idealmente, figurándome a mí mismo cadáver, es decir, situándome en el lugar del muerto. Como no puedo participar de la muerte ajena (nadie puede morir por mí), sólo una cosa resta hacer, y es vivir imaginativamente en la de los demás mi propia muerte.

¿Qué es lo que llega con la muerte?

Resulta difícil esperar la muerte para quien ignora la razón de su espera. Sabemos que la muerte vendrá, pero ¿qué es lo que vendrá con la muerte? Nuestras reflexiones, aun sin desearlo, acaban por centrarse siempre, irremediablemente, en el plano extremo y absoluto de la aniquilación o de la supervivencia. ¿Es la muerte la respuesta final? ¿Habrá un último después? Ningún pensamiento, por supuesto, nos resolverá el enigma. Intelectualmente resulta, sin duda, muy ardua la esperanza de una vida personal y eterna. Nada parece admitir que la vida tenga un objeto fuera de sí misma, nada que nos haga suponer que el fin de la existencia no sea otro que su propio acabamiento.

De la vida lo único que podemos decir con alguna seguridad al primer aliento es que su razón de ser es dejar de ser, lo que, además de paradójico, supone una monstruosa infidelidad de la vida hacia sí misma. Cada momento de nuestra vida es caníbal, se come al anterior. “Ya no es ayer”, dice Quevedo. Ni ayer, ni tampoco hoy; ni mañana. La vida es un ir “sin parar un punto”. Un desvivir, es decir, una contradicción del vivir. “Todo lo que vivo lo vivo en la contradicción”, se lamenta Kierkegaard.

La vida, percibida y contemplada de este modo, parece, pues, una locura soberana o, a lo más, como nos dice Shakespeare, una historia contada por un idiota. Y, sin embargo, no siempre debe de suponérsela tan absolutamente irracional y absurda cuando tratamos de hallar en ella algo en que fundamentar nuestra presencia en el mundo. Porque el hombre tiende, frecuentemente, a entender la vida —su vida— como un designio. Cree que todo cuanto es lo es en función de un fin. Si una nube, un árbol, un sendero, una estrella le parece que están ahí por algo y para algo, ¿cómo aceptar, sin más, el triste ofrecimiento de que su propia existencia le haya sido dada, en cambio, para nada?

Quizás el verdadero acento de la vida esté ahí: el de entrever el oculto sentido que suponemos debe de haber en ella. Porque hay que suponer que alguno tendrá y que éste es posible conocerlo, aunque luego, como ocurre siempre, la muerte venga a sorprendernos con un montón de nudos todavía sin desatar.

¿Qué podemos saber acerca de la muerte?

“¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Por qué queremos vivir?” Se hacía estas preguntas (se las hacía Pedro, el hombre bueno de Guerra y Paz), pero sólo encontraba para ellas una sola respuesta: “Morirás y todo habrá terminado. Morirás y lo sabrás todo o cesarás de preguntar. Pero morir es también algo muy terrible”.

No nos es posible hablar sobre el “otro mundo” con esa apremiante certeza con que tratamos de las cosas de esta vida. Cualquier argumento en este sentido resulta siempre al final decepcionante. Nada podemos saber de la muerte porque nadie puede experimentar la suya propia. El hombre podrá realizar la experiencia de su agonía, ya que la agonía es aún vida, pero no la experiencia de su muerte, porque la muerte es la supresión de toda experiencia. Tampoco podemos experimentar la muerte de los demás, pues ésta nos es absolutamente ajena. La muerte es algo que pertenece exclusivamente a cada uno, pero es una extraña posesión que nadie pudo explorar hasta ahora. Lo único que de la muerte sabemos es que los demás mueren. Toda nuestra experiencia de la muerte es, por decirlo así, no vivenciable e ininteligible. Podemos apelar a dogmas revelados o a simples hipótesis racionales, pero la muerte en sí es un estado incognoscible, un fenómeno que escapa a nuestra observación.

Frente a la muerte podemos demostrar resignación, rebeldía, esperanza o, lo peor, pereza. En gran medida, nuestra actitud ante la muerte aparecerá condicionada por una serie de circunstancias personales: temperamento, tipo de educación que hayamos recibido, cómo nos haya ido en la vida, etcétera. Pero, sobre todo, dependerá de nuestros deseos más íntimos. A unos les llenará de satisfacción la idea de una posible inmortalidad; a otros, por el contrario, este mismo pensamiento sólo despertará desazón e inquietud. Aspiran a la aniquilación absoluta, del mismo modo que el extenuado por el trabajo aspira a un imperturbable reposo. Rechazan toda inmortalidad y claman por el mundo de la materia inerte e insensible. Sin embargo, su actitud es a veces no tanto la expresión de un deseo como el convencimiento filosófico de la absoluta imposibilidad de que la existencia pueda sostenerse a sí misma. Nada les anima a confiar en una prolongación de la etapa normal de la vida. La muerte no tiene un más allá; carece de futuro; es lo definitivamente último.

¿Qué sigue: aniquilación o inmortalidad?

No todos parecen resignados a una finitud absoluta. En el fondo del hombre hay como una misteriosa fuerza que le hace esperar contra toda esperanza. “No son los argumentos racionales, sino las emociones lo que hace creer en la vida futura”, dice Bertrand Russell. La esperanza religiosa se concibe como una ficción, como un bello sueño con que el hombre trata de olvidar su triste fin. Sin embargo, es muy posible que la negación de toda supervivencia personal no sea en definitiva otra cosa que el resultado de ese mismo temor a morir. En todas las ideas y los argumentos que niegan un “más allá” se rastrea, según Ferrater Mora, “la expresión de un deseo de dar cuenta y razón de la muerte muy similar al experimentado por quienes creen en una vida ultraterrena”.

No siempre, sin embargo, la inmortalidad personal es concebida como una aspiración o una necesidad interior. A veces se la considera más como una desgracia que como una fatalidad contra la que es imposible luchar. Epicuro decía que era indispensable para la tranquilidad y felicidad del sabio liberarse de la creencia de la inmortalidad del alma. Lucrecio aseguraba también que si nos olvidamos de los dioses, ni “nuestros pensamientos durante el día ni nuestros sueños por la noche nos causarían preocupaciones.” Más tarde, algunos filósofos materialistas verían, asimismo, una garantía de paz interior en la negación de toda idea de supervivencia, haciendo consistir la dicha humana en la confianza en la nada de la muerte. Muy distinta era, sin embargo, la opinión de Sócrates, cuando afirmaba: “La inmortalidad es una creencia que se justifica y que vale la pena de correr el riesgo de entregarse a ella. Porque el riesgo es bello; y el espíritu exige para su descanso de ciertas imágenes que lo apacigüen con fórmulas mágicas”.

Encarada la cuestión desde otro punto de vista, Engels llega a afirmar que “lo que de un modo general condujo a la noción aburrida de la inmortalidad personal no fue el deseo religioso de consolación; fue la incertidumbre, y ésta nace de la ignorancia común acerca de lo que hemos de hacer con el alma después de la muerte del cuerpo.” En general, para el marxismo rige la norma científica de que la vida culmina con la muerte; la muerte es el fin de la conciencia, un mero epifenómeno de la vida física. Pero cuando el hombre actúa como miembro de la colectividad, preocupado por el mejoramiento y bienestar de vida de otros seres humanos que incluso no conoce y que vendrán detrás; su interés por lo que pueda ocurrir después de la muerte es apenas nada. Cuando sólo piensa en sí mismo y al final cae en la cuenta de que todos sus actos fueron movidos únicamente por la ambición y el egoísmo personal, entonces sí que la muerte aparece como algo indeseable y preocupante.

En la interpretación marxista la muerte adquiere, pues, un sentido de sacrificio y de abnegación. El héroe marxista supera en esto, incluso, al mártir cristiano, pues da su vida, sin la esperanza de alcanzar el paraíso prometido. André Gide se reía cuando en su lecho de muerte le decían sus amigos que sería consolador para él en aquellos momentos creer en la inmortalidad del alma. “¡No, por favor! —les decía—. “Ni la vejez, ni la enfermedad, ni la proximidad de la muerte me producen ningún efecto en este sentido. No sueño con ninguna sobrevida. Al contrario, cuanto más vivo, más inaceptable me parece la hipótesis del más allá [...] ¡Instintiva e intelectualmente!” Su negación de la supervivencia era la expresión, al mismo tiempo, de un convencimiento y de una aspiración íntima.

No aceptar la inmortalidad puede ser también no un anhelo, sino un acto, al menos teórico, de rebeldía: “La fe lleva a la inmortalidad” —dice Camus—. “Pero la fe supone la aceptación del misterio y del mal, la resignación a la injusticia. Aquel a quien el sufrimiento de los niños impide llegar a la fe no recibirá, por tanto, la vida inmortal. En estas condiciones, aunque existiera la vida inmortal, [yo] la rechazaría”.

¿Puede la inmortalidad —la aceptación o el rechazo de la inmortalidad— ser algo exclusivo de cada uno? Quiero decir, ¿llegaremos, acaso, a encontrar en la muerte aquello que de verdad hemos deseado o en que hemos creído firmemente?

Algunas personas que han vuelto a la vida, después de haber sido declaradas clínicamente muertas, aseguran haber hallado en el instante supremo la confirmación, más o menos concreta, de lo que habían sido sus ideas o creencias respecto a la muerte. Así, un ateo manifestará no haber visto ni sentido absolutamente nada y que el “más allá” no existe, mientras que un creyente afirmará haber escuchado con gran claridad una música maravillosa y celestial. Todo ello es, sin duda muy objetable, ya que parece difícil de aceptar el testimonio de personas dominadas por un profundo deseo. Lo único que resulta evidentemente cierto en las declaraciones de estos “revividos” es la confirmación del conocido dicho popular: “Genio y figura, hasta [más allá de] la sepultura.”

Importa, pues, cómo se es y quién se es, no en la muerte, sino ante la muerte.

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons