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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.13 no.30 Ciudad de México ene./abr. 2016

 

Dossier

Democracia republicana y confianza en América Latina: la esperanza que no llega, que no alcanza 1

Republican democracy and confidence in Latin America: the hope that never comes, not enough

Isabel Wences* 

Cecilia Güemes** 

*Profesora Titular del Departamento de Ciencia Política y Sociología de la Universidad Carlos III de Madrid, España. Correo electrónico: iwences@polsoc.uc3m.es

**Investigadora del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, España. Correo electrónico: cecilia.guemes@cepc.es


Resumen

En un contexto de desencanto democrático, ¿puede el gobierno abierto revertir la desconfianza en América Latina? Sobre esta pregunta, planteamos dos objetivos: a) evaluar cómo iniciativas de gobierno abierto buscan mejorar la eficiencia de los gobiernos y, consiguientemente, fomentan la confianza; y b) problematizar, a partir de la teoría republicana, algunas ideas (estado de derecho y equidad) que se enraízan en recomendaciones internacionales (OCDE y OGP) que intentan generar confianza. Para alcanzar tales fines, primero revisamos la literatura sobre confianza deslindando el concepto y argumentando su importancia para la democracia. Segundo, describimos iniciativas que buscan reconstruir confianza. Tercero, fundamentamos normativamente las medidas promovidas y especificamos qué valores deberían orientar a las mismas. Concluimos reclamando cautela frente a las expectativas que tales proyectos generan.

Palabras clave: Democracia; republicanismo; confianza; América Latina

Abstract

At a time of political disenchantment, can policies of open government, transparency and participation be used to combat social and institutional distrust in Latin America? To answer that, this paper reviews trust literature in order to outline the concept, demonstrate its importance to democracy and discuss ways of bringing it about. Second, it describes the most popular international initiatives to rebuild trust. Third, it tries to provide a normative framework for the implementation of measures while also addressing the challenges to our democracies by reclaiming the principles of democratic republicanism. We conclude with a word of caution towards the expectations that such projects generate.

Keywords: Democracy; republicanism; trust; Latin America

Introducción: Desencanto democrático y preocupación por la desconfianza

“El que no tranza no avanza” y “No tiene la culpa el indio, sino el que lo hace compadre” son dos refranes mexicanos de carácter popular. El primero denota la extendida cultura del abuso y el incumplimiento de las reglas que aquejan, a nuestras sociedades y, el segundo, alude a la confianza, a la sanción exclamativa de la culpa que tiene quien se queja de algún daño por haber confiado en la persona que no debía. El escritor e historiador Andrés Henestrosa nos recuerda que un dicho y un refrán suelen concretar situaciones y abrir ante nuestros ojos un rumbo, poner en nuestra voluntad una decisión, decidir un paso inicial. Y esto no sucede de modo caprichoso o casual. Los dichos y los refranes son el resumen de la sabiduría humana acumulada en muchos años de experiencia.

En América Latina se celebraba durante los años ochenta la salida de regímenes militares o autoritarios; a finales del siglo XX se evidencia un cansancio de la fase inicial de democratización y tras los primeros lustros del nuevo milenio existe la sensación generalizada de que las reglas del juego democrático son una fachada de sociedades injustas, autoritarias y gobiernos autocráticos. Evidencia de ello es la brecha entre el apoyo a los principios democráticos y la satisfacción con la democracia, entendiendo por esto último, la capacidad de los gobiernos para responder a los problemas concretos de la gente y a su vida de todos los días (Güemes, 2006; Calderón, 2012; Salazar Carrión, 2011). El gráfico 1 ilustra dicha diferencia destacando cómo, en los 17 años analizados, la distancia promedio ronda los 21 puntos. En el año 1996 se vislumbra la mayor distancia del período y en 2009 la menor distancia (34 puntos y 15 puntos, respectivamente). No obstante, el apoyo y la satisfacción con la democracia se mantienen relativamente constantes y no han disminuido significativamente.

Fuente: Elaboración propia con base en datos de Latinobarómetro.

Gráfico 1: Satisfacción y apoyo a la democracia. Media regional para América Latina. Año 1995-2013 

El agotamiento ante los múltiples problemas se traduce en desencanto y sus consecuencias ocupan el centro del debate político. Dicho desencanto a veces se lee como apatía, desilusión, desapego o cinismo ciudadano resultante de una frustración de expectativas o insatisfacción con los resultados de la democracia, desatándose entonces la semántica de la desafección política (Marotte, 2004). Otras veces se visualiza como algo normal e incluso positivo; el enojo y el conflicto son partes constitutivas del juego político y son modos a partir de los cuales la ciudadanía busca comunicar su insatisfacción al poder político y animarlo a introducir cambios y reformas (Norris, 1999 y 2011).

En este contexto, el problema de la confianza social y política en Latinoamérica se instala en el debate. En 2010, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, bajo la dirección de Rojas Aravena, sostenía que la estabilidad de los sistemas democráticos no depende únicamente de los determinantes estructurales, económicos o políticos. Las formas de pensar y de sentir de las personas también tienen un valor positivo e inciden en las prácticas democráticas, por ello el fortalecimiento de la confianza social e institucional resulta central en tanto recurso para los ciudadanos como para los gobiernos e instituciones democráticas. Años después y asumiendo la misma premisa, Carlos Santiso (2015) se pregunta cómo recuperar la confianza en los gobiernos en un contexto cambiante, con un crecimiento económico más lento, una desigualdad persistente y una creciente ansiedad social.

Considerando la actualidad de ambos debates y haciéndose eco de los mismos, este artículo se guía por tres preguntas y tiene dos objetivos. Las preguntas son: ¿cómo revertir la desconfianza?, ¿qué se está haciendo en términos pragmáticos? y ¿desde qué perspectivas teóricas debemos fundamentar la búsqueda de confianza? Con vista en ello, el primero de los objetivos se pregunta en qué medida las iniciativas de gobierno abierto, transparencia, rendición de cuentas y participación que buscan mejorar la eficiencia de los gobiernos, contribuyen a fomentar la confianza. El segundo busca leer a través de la teoría política algunas de las ideas en las que se enraízan estas recomendaciones y la preocupación por la confianza.

Dado los amplios marcos conceptuales que impregnan a discusiones como la transparencia o la participación y que se han utilizado para generar legitimaciones aditivas, creemos necesario hacer visibles los trasfondos de los proyectos políticos y establecer las justificaciones normativas que atañen a la reconstrucción de la confianza. En especial, dirigimos la mirada a encontrar fundamentos en la doctrina política republicana.

Para dar cauce a lo anterior, el trabajo se estructura en cuatro partes. La primera revisa la literatura sobre la confianza en busca de deslindar el concepto, recapitular sobre su importancia para la democracia y exhibir las vías que la literatura propone para fomentarla, analizando la relación de esto último con la cultura de la legalidad. La segunda parte analiza dos iniciativas internacionales que han tenido repercusión en la región y que buscan construir confianza mediante la promoción de gobiernos abiertos pero que no explicitan ni dejan fácilmente traslucir la fundamentación normativa que las alienta y sustenta. La tercera parte vincula algunos de los postulados del republicanismo pluralista y la teoría liberal de la democracia con los valores que subyacen a las recomendaciones pragmáticas de tales instituciones en aras de enraizarlas y dotarlas de mayor contenido y peso. La última parte concluye con el reclamo de cautela frente a las expectativas que tales proyectos generan respecto a la recuperación de la confianza, a la vez que hace un llamado al optimismo de la voluntad.

La promesa de la confianza

En este trabajo consideraremos la confianza como “una percepción sobre los otros y el contexto que se construye en el marco de ciertas estructuras e imaginarios sociales como subproducto de experiencias cotidianas, aprendizajes informales e información disponible” (Güemes, 2014).

En el marco de esa conceptualización, se diferencian tres tipos de confianza: la confianza social, la confianza singularizada y la confianza institucional. La primera remite a los lazos débiles o de largo alcance que se desarrollan entre grupos y personas que carecen de conocimiento íntimo entre sí y que pueden tener distinta identidad, etnia, religión y diferentes grados de poder sociopolítico (Rothstein, 2000). La segunda se establece a través de fuertes vínculos que se gestan con la familia, con los amigos o con los miembros de una misma comunidad étnico-cultural en contextos multiétnicos y en donde cada grupo vela por sus propios intereses y tiene poca fe en las intenciones de los otros (Granovetter, 1973). La tercera hace referencia a la confianza en las instituciones, sean estas gubernamentales (como el Congreso o el Poder Judicial) o no gubernamentales (la Iglesia o los sindicatos) (Levi, 1998).

El primero y el tercer tipo son los que más interés han despertado en la ciencia política por sus efectos bondadosos sobre la democracia y por la efectividad del gobierno y el desarrollo. Se vinculan con dos conceptos bien arraigados en la ciencia política: la cultura cívica (Almond y Verba, 1970) y el capital social (Putnam, 1993).

En un apretado resumen, la confianza social e institucional es relevante para la democracia por al menos tres razones: en primer lugar, por ser una necesidad social, en tanto que reduce la incertidumbre y garantiza la convivencia en sociedades considerablemente complejas (Giddens, 1999; Luhmann, 1996). En segundo lugar, por constituirse en un elemento que ayuda a predecir la acción colectiva o facilitar la cooperación social (Putnam, 1993; Ostrom y Ahn, 2003). Y, finalmente, porque sirven para hacer operativas dos dimensiones de la legitimación: el consenso social relativo a la aceptación de las normas y el compromiso moral del deber de acatar la ley (Bergman y Rosenkrantz, 2009; Villoria y Wences, 2010).

Por los motivos antes expuestos, la confianza se convierte en indicador de una sociedad cohesionada y saludable, de un sistema político estable y, en consecuencia, en una aspiración para los actores políticos y para la construcción de una sociedad civil y un Estado fuertes. En suma, como “síndrome de actitudes positivas hacia la democracia” (Inglehart, 1998:1215) y también como una consecuencia deseada del buen funcionamiento de la democracia (Boix y Postner, 2000; Herreros, 2002).

Desafortunadamente, la confianza en América Latina es muy baja. En el gráfico 2 se puede apreciar esta situación. En promedio, de diez ciudadanos latinoamericanos, menos de cuatro manifiestan confiar en las instituciones clásicas del Estado de derecho: poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial (36%), o en las instituciones vinculadas al ejercicio del gobierno (36%) y menos de dos de cada diez ciudadanos manifiestan que se puede confiar en la mayoría de las personas (17%). Si bien no podemos ignorar que existen diferencias entre los países que integran la región; en Uruguay y Ecuador hallamos los mayores niveles de confianza institucional (mayores al 50%), mientras que en Honduras y Perú los peores (inferiores al 20%). Asimismo, en Uruguay y Argentina se observan los mayores niveles de confianza social (en torno al 30%) y en Brasil y Chile los peores (en torno al 10%).

Fuente: Elaboración propia con base en datos de Latinobarómetro 2013.

Gráfico 2: Confianza social e institucional comparada en América Latina. Año 2013 

Por consiguiente, dado los bajos niveles de confianza social e institucional en América Latina, resulta lógico preguntarse: ¿cómo suscitar confianza?, ¿es posible estimularla políticamente?

La literatura insiste en dos pilares relevantes para potenciar la confianza: un Estado de derecho democrático y eficiente, por un lado; y el establecimiento y garantía de una equidad que permita paliar el daño social que causa la desigualdad, por el otro.

En torno al primer pilar se destaca la necesidad de un efectivo y transparente ejercicio de funciones de control y sanción por parte del Estado para generar escenarios de previsibilidad. Existen estudios que prueban que hay una relación estadística entre efectividad y/o calidad del gobierno y confianza (Knack y Keefer, 1997; Herreros y Criado, 2008), y trabajos que demuestran cómo gobiernos deshonestos o ineficientes minan la confianza en tanto no existe una última instancia (tercera fuerza exógena) que garantice el cumplimiento de los acuerdos (Herreros, 2007). El argumento es el siguiente: si las instituciones y estructuras estatales encargadas de aplicar la ley y de detectar y castigar a los transgresores son eficientes, imparciales y justas, los ciudadanos tienen motivos para pensar que los sujetos que transgredan la ley y actúen deshonestamente, serán perseguidos y castigados. Esta percepción puede ayudar a reducir la incertidumbre colectiva dentro de un grupo social y hacer predecibles las acciones ajenas a la vez que envía señales sobre principios y normas que prevalecen en una sociedad, lo cual va moldeando creencias, valores y estándares morales que suscitan respeto por el ordenamiento jurídico y sirven de sustento a la confianza generalizada (Levi, 1998; Rothstein, 2000; Bergman y Rosenkrantz, 2009).

Lo anterior se vincula con los principios y prácticas de la cultura de la legalidad como proyecto (Wences y Sauca, 2014) y como innovadora práctica política y jurídica (López Medina, 2014). Esta forma de entender la cultura de la legalidad tiene tres ejes que se cruzan con muchos de los contenidos que encontramos en los estudios sobre la confianza. El primero está asociado a las exigencias de legitimidad y legitimación. Esto nos remite, por una parte, al debate sobre las condiciones formales exigibles a la producción normativa, el compromiso moral de acatar las leyes y el consenso social relativo a la aceptación de esa producción normativa. Y, por la otra, a dimensiones relacionadas con el apoyo, consentimiento y aceptación del ejercicio del poder político, objetivo que requiere de mecanismos y prácticas que refuercen la democracia y generen confianza tales como integridad, transparencia, responsabilidad y rendición de cuentas.

El segundo eje apunta a condiciones de la legalidad y se subdivide en tres escenarios: a) el referido a las características del entramado institucional y a la presencia de normas dotadas de generalidad, abstracción, certeza y no retroactividad; b) el relativo a la lucha contra las transgresiones de la ley y sus secuelas sociales enfatizando la importancia del combate contra la corrupción, tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito, etc.; y c) el concerniente al desarrollo de nuevas maneras de producción normativa y a la apertura de novedosas fórmulas de densidad normativa que incluyen instrumentos del llamado softlaw, procesos de justicia transicional y disposición a debatir sobre el monismo jurídico.

El tercer eje está centrado en las creencias, conductas y percepciones que los ciudadanos manifiestan sobre el respeto a las leyes y su cumplimiento, sobre los procedimientos legales y los órganos dispuestos para la ejecución del derecho.

El segundo pilar para potenciar la confianza es la equidad, la cual supone tanto la reducción de la desigualdad económica como la creación de igualdad de oportunidades. Estudios comparados destacan los efectos de políticas públicas de bienestar social en la creación de confianza social, enfocándose principalmente en el régimen de bienestar socialdemócrata y en la experiencia exitosa de países nórdicos. Cuando el Estado invierte en mejorar la redistribución y socializar los riesgos individuales se contribuye al desarrollo de una identificación emocional con el colectivo del que se forma parte, una especie de solidaridad y sentido de pertenencia. En cambio, en sociedades con amplias desigualdades económicas existe una generalizada sensación de injusticia e impotencia que hace creer a los ciudadanos que la mejor y única vía para prosperar es siendo corrupto o deshonesto, considerándose factible que el otro se comporte de esa manera (Rothstein y Usalner, 2005).

La percepción de desigualdad social (sentimiento de injusticia en la distribución de la riqueza) es el elemento que en una investigación previa resultó ser el más relevante para explicar la desconfianza social (Güemes, 2014). Ello parece sintonizar muy bien con lo expresado por la propia ciudadanía sobre los factores que condicionan su confianza institucional. El gráfico 3 revela la creciente insistencia de la ciudadanía en la necesidad de un tratamiento igualitario y no discriminatorio (48% en 2003 y 57% en 2008); ocupando un segundo pero alejado lugar la preocupación por la fiscalización de las instituciones; y ubicándose en tercer lugar la eficiencia en la respuesta que ofrecen y la información que proveen.

Fuente: Elaboración propia con base en datos de Latinobarómetro 2003 y 2008.

Gráfico 3: Factores determinantes de la confianza institucional 2003 y 2008 

Esto da cuenta de un grave problema relacionado con la capacidad de la democracia latinoamericana para garantizar la igualdad (entendida como distribución de bienes a fin de evitar la pobreza y la erosión del tejido social). Un ejercicio de gobierno discriminatorio donde la máxima del pensamiento liberal clásico “todos iguales ante la ley” parece estar lejos de hacerse realidad en sociedades donde la existencia de privilegios sigue prevaleciendo. Esta situación de falta institucional en la igualdad de trato preocupa hondamente a los ciudadanos. Villoria (2006) acierta al sintetizar una inquietud extendida cuando señala que la principal razón por la que se está produciendo un deterioro de la confianza política es la percepción ciudadana de una quiebra por parte de los responsables políticos de unas reglas éticas que forman parte de las convicciones de la ciudadanía sobre el deber ser de la actuación política.

De esta manera, en un escenario donde no se vislumbra un trato institucional igualitario, es lógico que la desconfianza predomine siendo ingenuo, peligroso y poco racional confiar. Ahora bien, dado que la confianza es una herramienta clave para la convivencia y la cohesión social, ¿cómo revertir este círculo vicioso y construir sociedades democráticas en las que concurran vínculos de confianza?

Recuperar confianza: iniciativas en juego

En esta apartado ponemos el foco de atención en las recomendaciones que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) propone, por una parte; y en la conocida iniciativa Alianza para el Gobierno Abierto (OGP, Open Government Partnership, por sus siglas en inglés) en el marco de la cual 66 países han realizado compromisos en favor del buen gobierno. Ambas reflexiones son importantes por el impacto y visibilidad que han ganado. En el caso de la OCDE, es el primer organismo multinacional que se ocupa puntualmente de pensar vías de reconstrucción de la confianza política. En el caso de OGP, la popularidad que tras el memorándum de Obama ha ganado el tema del gobierno abierto atrajo la atención de diversos países así como de otras instituciones internacionales con influencia decisiva en la región.2

A partir de los resultados del Informe Government at a Glance, la OCDE abre en 2013 un foro donde sugiere seis áreas estratégicas a las que los gobiernos deben prestar atención para reconstruir confianza:

  • Confiabilidad (realiability). Minimizar la incertidumbre económica, social y política que puede derivarse tanto de las crisis económico-financieras como del cambio climático. Las funciones de planificación y vigilancia, así como el intercambio de información entre las agencias de evaluación de políticas públicas y las de implementación deben ser reforzadas.

  • Sensibilidad a las opiniones ciudadanas (responsiveness). Estrategia enfocada a la mejora de los servicios públicos mediante fórmulas innovadoras que permitan escuchar y hacer partícipe a la sociedad civil de la toma de decisiones.

  • Apertura (openness). Compromiso con los ciudadanos en materia de acceso a la información y trasparencia en el diseño de los planes de acción y en el manejo de los presupuestos.

  • Mejorar los marcos regulativos (Better regulation). Un óptimo marco regulativo ofrece seguridad jurídica necesaria para la inversión empresarial; asimismo, conduce a un uso eficiente y responsable de los recursos por los administradores públicos, fortaleciendo así el Estado de derecho.

  • Integridad y equidad (integrity and fairness). Principios centrales para prevenir la corrupción, reforzar la credibilidad en el gobierno, gestionar eficazmente la multiplicidad de intereses, publicitar las decisiones y regular el ejercicio del lobby.

  • Diseño inclusivo (inclusive policymakers). Fomentar la participación, especialmente de los sectores desfavorecidos o excluidos, a fin de evitar que prevalezca la influencia de los intereses de los grupos de interés más poderosos.

En la misma tesitura, desde 2011, el OGP opera como una plataforma internacional que tiene como objetivo promover reformas en el orden doméstico (Güemes y Ramírez Alujas, 2013).3 Los cuatros nodos que privilegia esta iniciativa son rendición de cuentas, innovación y tecnología, participación ciudadana y transparencia. El gráfico 4 permite su rápida visualización y ofrece una somera explicación de lo que la iniciativa entiende por cada uno.

Fuente: http://www.opengovpartnership.org/es

Gráfico 4: Pilares de la Alianza para el Gobierno Abierto 

Estas áreas, en el marco de las cuales los planes de acción de los gobiernos deben centrarse, se sustentan en tres pilares básicos: saber, tomar parte y contribuir, lo cual supone una nueva forma de abordar la acción de gobierno.

El saber se vincula con el valor de la transparencia y el derecho de acceso a la información pública y fomenta la rendición de cuentas de la administración y de los funcionarios ante la ciudadanía así como también de los representantes políticos, redundando en un aumento del control social. Los gobiernos deben proporcionar información sobre lo que están haciendo, sobre sus planes de actuación, sus fuentes de datos, etcétera.

El tomar parte supone incentivar la participación ciudadana en el diseño de la política pública y crear nuevos espacios de encuentro que permitan a los actores sociales su implicación. Esto permitirá a las administraciones públicas acceder y empaparse de conocimiento, ideas y experiencias que circulan en su entorno. El contribuir remite al esfuerzo cooperativo y coordinado entre el Estado (funcionarios públicos prioritariamente) y la sociedad civil (ciudadanía organizada, empresas, asociaciones y otros actores colectivos) en favor de objetivos sociales.

Esta prometedora iniciativa se aventura como una oportunidad para modernizar la administración pública y, a la vez, para transformar el modo de gobernar. En los primeros planes de acción que los países de América Latina han propuesto a la OGP4 predominan compromisos vinculados a la integridad pública (46%), como por ejemplo promulgar leyes de acceso a la información pública, adoptar mecanismos de apertura de datos, establecer portales de transparencia y adquirir pactos de integridad. En segundo lugar, se encuentran los compromisos con el mejoramiento de los servicios públicos (un 27%), vinculados en su mayoría a la simplificación administrativa y al gobierno electrónico. En tercer término, las iniciativas relativas a la gestión efectiva de los recursos públicos (14%) como la simplificación y transparencia de los sistemas de contratación y de adquisición. Y en un lugar marginal, los compromisos relativos a la rendición de cuentas y mecanismos de participación social (12%) (Ramírez-Alujas, 2013).

El grado de cumplimiento de tales planes de acción, se revisa regularmente mediante informes independientes por países, pero no se dispone actualmente de bases de datos que permitan un análisis comparado en la región del porcentaje de los compromisos ejecutados y de las características e impacto real de los mismos.

Ahora bien, consideramos que el análisis de estas iniciativas, si acaso pretende una comprensión cabal de las mismas, debe tomar en cuenta todos los aspectos de la realidad sociopolítica e incorporar los elementos normativos, de principios y de valores. De acuerdo con esta lógica, conviene preguntarnos, ¿qué ideas políticas hay detrás de estos proyectos?, ¿puede un modelo de democracia republicana servir de faro a las mismas?

La esperanza en la confianza ¿con cuál proyecto político?

Las medidas e iniciativas descritas anteriormente son laudables si se entienden en el marco de un proyecto político que tenga como fin último ir más allá de una democracia meramente procedimental y ponga el acento en un modelo de democracia republicana pluralista e inclusiva que, además de articular representación, participación y deliberación y garantizar derechos sociales, culturales y políticos, dirija su atención a incentivar la reciprocidad y el mutuo respeto (Máiz, 2006), así como a promover las condiciones necesarias para que los ciudadanos puedan actuar sin dominios (Pettit, 1990), especialmente cuando pretenden vigilar y controlar las decisiones políticas y económicas que les afectan.

Es importante tener en cuenta que para andar este camino los ciudadanos se verán inmersos en constantes relaciones, interdependencias e intercambios sociales, económicos, culturales, académicos, profesionales, políticos, diplomáticos, etcétera, y que, en consecuencia, la apuesta por motivarles a que tengan la expectativa de elegir y decidir actuar sobre la base de la confianza está profundamente condicionada por el contexto social en el que éstos se encuentren.

Esta aclaración cobra sentido si tomamos en cuenta que los esfuerzos por incluir en la agenda política demandas relacionadas con pactos que otorguen legitimidad e integridad en las actuaciones, transparencia en el manejo de los recursos públicos, fortalecimiento de los procesos de rendición de cuentas, promoción de la participación ciudadana en la toma de decisiones públicas, son iniciativas propias de un discurso que puede provenir de iniciativas ciudadanas (bottom-up), pero que en el pasado confluyó y fue redirigido por el discurso de otros agentes con ideas y objetivos políticos y fines con intenciones bien específicas.

De acuerdo con Evelina Dagnino, es importante tener claridad sobre esta confluencia, que ella bautiza de perversa, a fin de evitar la puesta en marcha de prácticas sociales que pueden llegar a mezclar, por ingenuidad o por utilidad, mensajes y especialmente intereses contrapuestos. Esta claridad es especialmente relevante porque lo que hay detrás de los discursos es el debate e implantación de distintos, e incluso opuestos, proyectos políticos (Dagnino, 2006). Es probable que una de las razones del desencanto democrático provenga de los resultados de esta confluencia perversa y que ello influya en los obstáculos con los que tropiezan nuevas iniciativas.

Aclarada esta situación, la apuesta por la confianza como uno de los principios rectores para reforzar la democracia y el gobierno abierto como herramienta tienen que enmarcarse, a nuestro entender, en el proyecto de la tradición política republicana de carácter pluralista e inclusiva. Varias razones justifican esta apuesta y siguiendo la lógica expuesta en el segundo apartado de este trabajo, nos ceñimos a los dos ejes potenciadores de la confianza: un Estado de derecho democrático y eficiente y la garantía de una equidad que permita paliar el daño social que causa la desigualdad.

En relación al primer eje nos centraremos en tres ideas centrales de esta tradición política: la libertad como no dominación, la mirada en la participación ciudadana y la promoción de virtudes cívicas, especialmente de una ciudadanía activa. Todas ellas son centrales para combatir la impunidad y la corrupción, para el ejercicio del control y vigilancia de los abusos y transgresiones de la ley, para el diálogo entre ciudadanos y actores políticos, para salvaguardar el interés público y para reforzar la representación y fomentar la participación, especialmente de aquellos que ven menguada su influencia política. Todas estas iniciativas están enumeradas en las recomendaciones de la OCDE y el OGP antes expuestas.

Para algunos conocidos historiadores de las ideas políticas, como Quentin Skinner (1988), la libertad puede ser entendida de manera diferente a como lo ha hecho la tradición liberal, para la cual la libertad se caracteriza por la ausencia de interferencia y de impedimentos y, en consecuencia, hay pérdida de libertad cuando se presentan actos reconocibles como de coerción. En cambio, para la tradición neorromana, los individuos también se ven privados de libertad si viven en condiciones de dependencia y de dominación; aquí la ausencia que permite la existencia de la libertad está marcada por la ausencia de dependencia. Un republicano sentirá violada su libertad en circunstancias en las que el liberal no lo sentirá.

La manera en que debe llevarse a cabo este tipo de libertad es, por un lado, mediante una serie de recursos diseñados por el Estado que tienen por objeto supervisar cualquier intento de dominación y dependencia que otros miembros o grupos de miembros intenten llevar a cabo; y, por el otro, a través del establecimiento de límites que regulen la propia interferencia y posible dominación del Estado, el cual debe estar sujeto a un control ciudadano efectivo (por ejemplo, a través de la exigencia de rendición de cuentas o del acceso a la información que se considera de interés público). El papel del Estado es ofrecer a los individuos los medios para que puedan ejercer su autonomía sin que sean dominados por otros.

En relación a la mirada que el pensamiento republicano dirige a la participación ciudadana, conviene subrayar que de acuerdo con su ideario es necesario ir más allá de una idea de democracia que reduce a los ciudadanos, a través de la agregación de preferencias individuales, a meros consumidores de la oferta política. El republicanismo apuesta por una concepción fuerte de la democracia (Barber, 2003) donde los ciudadanos participan de manera activa en los asuntos públicos, sometiendo a crítica y disputa las distintas preferencias. El objetivo no es prescindir de los partidos políticos ni sustituir la representación como denuncian algunos críticos, sino “proponer controlar socialmente las instituciones representativas a fin de limitar su margen relativo de autonomía, favoritismo y discreción” (Ortiz Leroux, 2014: 155). Se busca una democracia en la que prevalezca el imperio de la ley, se limite el predominio y la influencia de grupos de interés y se establezcan las condiciones para que los ciudadanos, individual o colectivamente, tengan la posibilidad de controlar y “disputar las decisiones del gobierno” (Pettit, 1999: 242). Cuando se diseñan mecanismos que permiten el control institucional se “configuran hábitos y vínculos de confianza” (Conill, 2003).

Los pensadores clásicos nos iluminan muchas veces con sus lecciones y sobre este aspecto podríamos recordar al ilustrado escocés Adam Ferguson, quien dedicó gran parte de sus reflexiones a los efectos de la corrupción a la que definía como «una debilidad o depravación del carácter humano» que conduce a la indiferencia o a la pérdida de interés por participar en los asuntos públicos (Ferguson, 2010 [1776]: 315) dejando a los hombres ante la posibilidad de ser dominados por gobernantes sin escrúpulos. La corrupción, esa «sombra que se cierne sobre las sociedades cuando sus miembros descuidan los asuntos públicos» (Béjar, 2000: 195), es una fuerza destructiva que constantemente pone en peligro a los pilares de nuestra comunidad política. Para el pensamiento republicano, un hombre que permanece impasible e inactivo ante la corrupción, está lejos de ser un ciudadano virtuoso, y donde no hay virtud cívica ni eficacia política, la ruina, declive y destrucción de la sociedad es inminente.

A nadie escapa que en nuestras sociedades latinoamericanas hemos aprendido a sobrevivir, e incluso aceptar, altas dosis de corrupción, pero si seguimos consintiendo calladamente esta situación nos encontraremos, cada día que pase, con mayores extensiones de desintegración de los tejidos sociales hasta que llegue un momento en el que “el organismo resulte irreconocible, privado del esqueleto de su identidad” (Silva Herzog Márquez, 1999: 41).

Llegados a este punto, es importante insistir en que los republicanos van más allá de la idea de que la participación es fundamental como medio para salvaguardar los derechos y libertades y evitar la usurpación del poder; para ellos, la participación es un bien en sí mismo que hace mejores a los hombres. No es un bien supremo que haya que fomentar, como detractan sus críticos, simplemente resulta relevante porque, como esbozan los compiladores de la obra Nuevas ideas republicanas, “la participación política desarrolla virtudes cívicas que, a su vez, contribuyen a mejorar la calidad de la participación política” (Ovejero, et. al, 2004: 42). En este sentido, la participación resulta relevante porque es un instrumento eficaz en la promoción de otros valores como la igualdad política, la formación de ciudadanos virtuosos y la deliberación (Hernández, 2002: 18). Ello puede contribuir a la promoción del asociacionismo y a la eliminación de los prejuicios suscitando con ello condiciones para despertar la confianza.

El segundo eje planteado para potenciar confianza es el relativo a la necesidad de garantizar la equidad a fin de atenuar el daño social que produce la desigualdad económica. Wendy Brown, una de las voces más críticas del escenario académico estadounidense, señala en La política fuera de la historia que:

durante la segunda mitad del siglo XX el liberalismo y el capitalismo han ido consolidando sus posiciones no tanto por ser exitosas en sí mismas sino más bien debido a la desintegración de sus alternativas. Hoy ambos parecen felices y contentos, pletóricos incluso, aunque no siempre son capaces, por decirlo con palabras de Herbert Marcuse hace treinta años, de “distribuir bienes”, ya sea asegurando órdenes estables, justos y plurales, o aliviando la pobreza y el desarraigo económico (Brown, 2014: 40-41).

Las apuestas económicas que no sólo han permitido sino incluso privilegiado los excesos del mercado al tiempo que han ignorado la distribución son rebatidas por el modelo republicano, pluralista e inclusivo de democracia que se resiste a formar parte de esa desintegración a la que alude Brown. Aquí nos referiremos a tres de las críticas que esboza el republicanismo y que consideramos centrales en la discusión sobre mecanismos que susciten confianza.

En primer lugar, los intercambios económicos promovidos por las oligarquías industrial-financieras con poderes desproporcionados ocultan bajo la apariencia de neutralidad una serie de prácticas injustas que oprimen a enormes capas de la población latinoamericana y están convirtiendo a los ciudadanos en clientes y residentes sin derechos. Las contundentes palabras de Michel Sandel, aunque pensadas para otro escenario geográfico, son oportunas:

Las decisiones que se toman en el mercado no son libres si hay personas que viven en la pobreza extrema o no tienen posibilidad de negociar nada en términos justos. Así, para saber si una decisión del mercado es libre, hemos de preguntarnos qué desigualdades presentes en las condiciones sociales de fondo minan significativamente el consentimiento. ¿En qué punto las desigualdades en la capacidad negociadora coaccionan a los desfavorecidos y minan la justicia de los acuerdos que se toman? (Sandel, 2013:115).

En segundo lugar, las transacciones comerciales, que no son inocuas ni neutras, operan sobre bienes a los que degradan y corrompen con su presencia. Conviene insistir en que hay bienes sociales que no responden a la lógica del intercambio económico y que es necesario diseñar mecanismos político institucionales capaces de limitar la excesiva acumulación privada de la riqueza y evitar que la necesidad material haga a los hombres vulnerables, precarios y dependientes y les obligue a vivir a expensas de los deseos e intereses de otros. Desde el ideal republicano, una condición para la libertad es la suficiencia material que radica fundamentalmente en la propiedad. Los ciudadanos deben gozar de independencia económica porque sólo así podrán actuar en el espacio público sin temer por su propia supervivencia. Para evitar que los intereses económicos “colonicen el Estado, corrompan a la clase política y logren que en el gobierno se instale una facción minoritaria apoyada en clientelas venales” (De Francisco, 2014: 79) es necesaria una ingeniería institucional del buen gobierno republicano (De Francisco, 2012).

En tercer y último lugar, conviene combatir la inequidad porque su presencia es semillero de corrupción social. Es necesario que el Estado establezca y garantice las condiciones que permitan a los ciudadanos elegir y desarrollar sus fines, valores y planes particulares de vida. Como requisito previo para el ejercicio de esta libertad individual debe establecerse una igualdad de oportunidades. Esta forma de entender la equidad, como medio para la realización de fines individuales, es propia del pensamiento liberal. Los que enarbolan la bandera del republicanismo también apuestan por la búsqueda de equidad, pero sus razones son diferentes. El inconveniente de la inequidad no es que impida la libertad del individuo, sino que, además de ocasionar extensas capas de pobreza, es un factor de daño y corrupción social que destruye el carácter de las personas y de las sociedades.

La desigualdad económica y el capitalismo de poderosas oligarquías financieras minan muchas veces la cooperación y la sustituyen por la competencia, el consumismo irresponsable y la codicia. La desigualdad produce tensiones y polarizaciones sociales, resentimientos, pérdida de cohesión social y del sentido de identificación con el colectivo con el que se convive. En diversos países latinoamericanos esta situación conduce a muchos ciudadanos a conseguir a través de sobornos o prácticas ilícitas una serie de servicios básicos y a admirar a quienes “triunfan” con esta conducta e incluso a tratar de imitar a los llamados “incumplidores” (García Villegas, 2010). De acuerdo con esta línea argumental, para el republicanismo la provisión de servicios sociales -salud, educación, seguridad social- no tiene por objeto tan sólo garantizar cierta igualdad de oportunidades básicas, sino también crear un marco de convivencia, cooperación e integración social. Para este objetivo, la confianza es fundamental.

Frente a la ilusión política, cautela sociológica. A manera de conclusión

Para ayudar a revertir la condición de desencanto con la democracia, consideramos a la confianza como un elemento clave. La pregunta que orientó nuestra reflexión no es cuánta desconfianza admiten nuestras democracias latinoamericanas o cuáles son las causas de la desconfianza, sino cómo revertir la desconfianza, qué se está haciendo en términos pragmáticos y desde qué perspectiva teórica debemos fundamentar la búsqueda de confianza.

Tales objetivos nos remitieron de modo directo e ineludible a la cultura de la legalidad y, dentro de ella, a la eficacia del gobierno. Así, sostuvimos que la confianza reclama para poder desarrollarse la existencia de gobiernos que persigan y castiguen mediante procedimientos claros y objetivos a los defraudadores y corruptos, pero también de gobiernos que desarrollen políticas públicas que configuren escenarios de equidad.

Parece bastante lógico suponer que las medidas asociadas a la transparencia, rendición de cuentas y apertura, en las que insisten las recomendaciones previas, son deseables y festejables en tanto apuestan por un ejercicio más efectivo de las funciones estatales y contribuyen a un mayor control administrativo y político apelando al involucramiento ciudadano. Ahora bien, frente al entusiasmo que despiertan, se vuelve urgente formular dos apreciaciones.

En primer lugar, evitar que las reformas sean de cartón, esto es, que se limiten a reconocer nuevos derechos como, por ejemplo, el de acceso a la información, pero que por distintos motivos no se hacen operativos: que no haya un exceso de reglamentación jurídica que haga imposible su ejercicio; que la ciudadanía no haga uso de los recursos legales por temor o desconocimiento; y que las respuestas jurídicas sean insustanciales. En otras palabras, que se burlen las reformas o se hagan meramente con ánimo de visibilizar buenas intenciones pero sin buscar transformar: cambiar todo para que nada cambie.

Y, en segundo lugar, hay que tomar en consideración la variable del tiempo. Esto quiere decir que una vez que los cambios comiencen a ocurrir tenemos que esperar a que los ciudadanos los interioricen y paulatinamente reformulen sus memorias colectivas pasando de una percepción de desconfianza a una de confianza.

Como hemos sostenido al inicio del artículo, la confianza se nutre de información y percepciones sobre el contexto, pero también se incluyen en ella las memorias colectivas, esto es, los modos en que colectivamente se imaginan y significan las comunidades y las instituciones sociales. Dichas memorias se nutren de representaciones del pasado (acontecimientos históricos que aglutinan o dividen a una sociedad y en torno de los cuales se construye un relato grupal) como de los sueños, aspiraciones y esperanzas que permiten a los sujetos proyectarse como sociedad y vincular el destino y la suerte individual al colectivo (Rothstein, 2000; Lechner, 2002). Para que la percepción de desconfianza y la situación de equilibrio negativo trueque a una de confianza y equilibrio positivo se necesita, primero, que la transparencia, rendición de cuentas y participación se hagan reales y efectivas y transformen gobiernos de baja eficacia en gobiernos que garantizan a sus ciudadanos derechos civiles, políticos, culturales, sociales y económicos en el marco de un Estado de derecho fuerte y democrático. Segundo, que los ciudadanos reconstruyan sus vínculos sociales y sus parámetros de convivencia y reconfiguren sus memorias colectivas. Solo así se supera el dilema o trampa colectiva en la que están inmersas nuestras sociedades donde la mayoría de los ciudadanos quiere que existan comportamientos honestos y cívicos y estarían dispuestos a comportarse de modo honesto y cívico ellos mismos, siempre y cuando el resto de ciudadanos también se comporte de esa manera. El punto es no sentirse el torpe que cumple (Rothstein, 2000).

Lo anterior se vuelve problemático en sociedades como las latinoamericanas, donde existe un desapego generalizado de la ciudadanía hacia las reglas formales (Escalante, 2005), y una extendida cultura del incumplimiento (Villegas, 2014), todo lo cual atenta contra varias de las dimensiones de la cultura de la legalidad y se retroalimenta de una increíble opacidad en la toma de decisiones, la desigualdad más grande del mundo y altos grados de impunidad.

Existen motivos para creer que fortalecer nuestras democracias y hacer gobiernos eficientes es una tarea compleja, pero atajable. Tenemos la convicción de que nuestras sociedades son capaces, por un lado, de imaginar y edificar herramientas y mecanismos de control y sanción que tornen públicas, en el sentido de visibles y manifiestas, y en consecuencia controlables, las decisiones del poder; por el otro lado, de diseñar fórmulas para evitar vernos envueltos en una endémica debilidad institucional y prevenir la erosión de la dimensión pública del Estado, en el sentido de defender lo que es colectivo, de vigilar lo que pertenece a la comunidad frente a prácticas que, como la corrupción y la impunidad, benefician intereses particulares; y, finalmente, nuestras sociedades son lo suficientemente creativas como para encontrar instrumentos que desaten el enmarañado tejido de relaciones particulares, jerárquicas, clientelares y corporativas, que permiten e incluso fomentan, amparados en una red de lealtades, favores y retribuciones, la toma de decisiones discrecionales que se adueñan o entierran lo público, en su acepción de colectivo y visible (Rabotnikov, 1993).

Nuestra esperanza es que toda esta capacidad de creación práctica pueda contribuir a que la confianza llegue, a que la confianza alcance, como dicta el tango escrito por Manzi. En el fondo apelamos a que el optimismo de la voluntad sobrelleve el pesimismo de la razón y los hechos.

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1Artículo elaborado en el marco del Programa Interuniversitario en Cultura de la Legalidad, New Trust-CM, H2015/HUM-3466.

2Véase la inclusión del gobierno abierto en la agenda de Asuntos Políticos, OEA http://www.oas.org/es/sap/dgpe/ACCESO/G_abierto.asp. El espacio creado por BID en 2014 sobre el tema: http://www.iadb.org/es/investigacion-y-datos/dialogo-regional-de-politica/gobierno-abierto,8671.html y la preocupación de la CEPAL: http://www.oecd.org/gov/trust-in-government.htm. Último acceso a las tres web el 12 de julio de 2015.

3Véase http://www.opengovpartnership.org/ Último acceso el 11 de julio de 2015.

4El informe analiza los 11 países de la región que hacia 2013 eran parte de la Alianza en la Región.

Recibido: 13 de Agosto de 2015; Aprobado: 11 de Noviembre de 2015

Isabel Wences. Doctora en derecho por el Programa Derechos Fundamentales. Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas. Profesora Titular del Departamento de Ciencia Política y Sociología de la Universidad Carlos III de Madrid.

Cecilia Güemes. Doctora en Gobierno y Administración Pública en el Instituto Universitario Ortega y Gasset, (UCM) en Madrid, España. Investigadora del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, España. Sus líneas de investigación son confianza social e institucional, Reforma del Estado y la administración pública y análisis de políticas públicas.

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