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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.12 no.29 Ciudad de México sep./dic. 2015

 

Artículos

El Chacal de Nahueltoro, un capítulo de historia social

The Chacal de Nahueltoro, a social history chapter

Tomás Cornejo* 

*Investigador Postdoctorado en la Universidad Diego Portales, Santiago de Chile. Correo electrónico: tomas.cornejo@udp.cl


Resumen

La película El Chacal de Nahueltoro puede ser analizada como una exploración del pasado desde el discurso cinematográfico. La cinta, rodada en 1969, recrea hechos acaecidos en 1960, pero además cuestiona la estructura social chilena y la existencia de formas de dominación en el campo que provienen de tiempos coloniales. Ese tema de fondo fue llevado a la pantalla después de un trabajo de documentación del director Miguel Littín y su equipo, muy similar al tipo de labor que realizan los historiadores, aunque privilegiando una forma de entender lo histórico donde se visibiliza la experiencia y la voz de los sectores subalternos.

Palabras clave: El Chacal de Nahueltoro; Miguel Littín; historia social; cine chileno; relación cine-historia

Abstract

The film El Chacal de Nahueltoro can be analyzed as an exploration of the past from the discourse of cinema. Filmed in 1969, the movie recreates events actually occurred in 1960, but also questions the Chilean social structure and the existence of patterns of domination in the country originated in colonial times. That issue was brought to the screen after a documentary work made by director Miguel Littín and his crew, much like the kind of work done by historians, although favoring an understanding of the historical matter that shed light on the experience and voice of subaltern subjects.

Keywords: El Chacal de Nahueltoro; Miguel Littín; social history; Chilean cinema; film-history relationship

Introducción

El Chacal de Nahueltoro, largometraje dirigido por Miguel Littín en 1969, marcó uno de los puntos más altos de la cinematografía chilena. Es una cinta que impacta, tanto por el personaje y la temática que presenta, como por el propio desarrollo de la narración. Junto con la actuación descollante de Nelson Villagra, sobresalen la fotografía de la película, a cargo de Héctor Ríos, y el montaje, que estuvo en manos de Pedro Chaskel. Un equipo de primera línea del recientemente creado Cine Experimental de la Universidad de Chile, al cual habría que sumar el trabajo actoral de Shenda Román, la música compuesta por Sergio Ortega y el diseño gráfico de los hermanos Larrea. Es innegable que algunas secuencias, en particular durante la primera mitad del film, son lo mejor que el cine puede dar de sí.

El interés de este artículo es tratar de comprender la manera en que ese equipo de técnicos y artistas plasmó algo más que una excelente película. Se parte de la premisa de que los realizadores, junto con un logro artístico, escribieron un capítulo de historia social. El historiador francés Marc Ferro (1995:190) alertó hace bastante tiempo que podía existir una “visión fílmica de la historia”. El cine y los medios audiovisuales formularon un discurso sobre el pasado que a lo largo del siglo XX compitió con la historiografía académica. Con intenciones de propaganda e ideológicas, o de entretenimiento e interés comercial, las cintas de contenido histórico han sido innumerables. Estas han generado un banco de imágenes en movimiento considerable, proveyendo de narraciones sobre espacios temporales más o menos cercanos, que quedan dotados de un sentido e integrados en un relato de lo histórico que encuentra eco en el presente.

Algunas películas, como apunta Ferro (1995: 192), tienen un tono positivista que intenta reconstruir visualmente las sociedades pretéritas. Ello implica un trabajo de documentación que queda plasmado sobre todo en la dirección de arte; otras, por el contrario, privilegian la anécdota y los personajes, en especial cuando lo histórico es solo un marco para el desarrollo de una historia ficticia. La variedad de situaciones intermedias que engloban la representación del pasado en el cine están determinadas por las condiciones de producción. Sabido es que en algunos países el séptimo arte es una industria de alcance internacional, donde los capitales invertidos deben responder a estrategias comerciales y compromisos políticos, sopesar el clima ideológico y buscar una respuesta favorable del público.

Al momento de rodar un film histórico, los realizadores se enfrentan a constreñimientos propios de su quehacer, que los asemejan -guardando las distancias- a aquellos que sortean los historiadores profesionales, inmersos en una posición discursiva que aspira al conocimiento científico (Lindeperg, 1996: 773). Las cinematografías que, desde los grandes centros de producción mundial de esa mercancía llamada cine, han sido designadas como “periféricas”, reúnen otras particularidades donde los constreñimientos mencionados parecen difuminarse (Rosenstone, 1997: 126-129). En el contexto latinoamericano, esto ha sucedido en buena medida en Chile, cuya institucionalidad fílmica ha sido precaria y donde nunca ha cuajado una industria cinematográfica propiamente tal. Es, con todo, en esas condiciones donde el abordaje del pasado puede tener resultados más alentadores.

Si bien en la década de 1940 se trató de emular el modo clásico o hollywoodense de filmar (con el consabido fracaso de la estatal Chile Films), ha sido más bien el cine de factura independiente el que ha dado réditos artísticos (Mouesca y Orellana, 2010). Tal como en otras latitudes, éste se enmarca en una estética opuesta a las convenciones narrativas y visuales de Hollywood, así como a los códigos que allá dictan qué y cómo debe narrarse un largometraje considerado histórico (Rosenstone, 2006: 50). El Chacal de Nahueltoro responde a ese impulso, inserta su concepción y elaboración en un debate sobre la cultura y el arte latinoamericanos vis-à-vis el imperialismo. Los “nuevos cines” del continente fueron una búsqueda deliberada por crear un modo que contrarrestara la hegemonía de la imagen fílmica de la industria internacional, apelando a recursos de la propia panoplia del cine y a la tematización de problemas políticos que permitieran visibilizar los conflictos sociales locales (López, 1990: 404).

Sobre el particular, la historia y lo histórico fueron un elemento clave, toda vez que su puesta en relato es un acto político, “que generalmente sirve para validar o naturalizar relaciones de poder, pero también puede ser usada para trastocar y desestabilizar visiones del pasado dadas por sentado” (Abrash y Walkowitz, 1994: 204). En tal sentido, El Chacal de Nahueltoro ocupó a cabalidad el potencial del cine en tanto instancia de debate público, convocando a la sociedad chilena de fines de la década de 1960 a discutir un problema de vasto alcance. Esto se inició con la decisión de Littín de realizar su primer largometraje sobre la figura de José del Carmen Valenzuela, confiriéndole a ese problema una perspectiva temporal acotada, aunque capaz de llevar al espectador a plantearse preguntas de más largo plazo. En ese punto se advierte la validez acordada socialmente al discurso cinematográfico para signar un producto visual con el carácter de histórico. Se podría cuestionar, en efecto, si el relato es historia, o Valenzuela un sujeto o problema histórico.

El crimen múltiple del Chacal fue un suceso policial y noticioso que sacudió al país en 1960. Casi diez años más tarde, el director llevó el hecho y a su protagonista a la pantalla. Si bien el tiempo transcurrido no es considerable, la cinta relata un hecho efectivamente acaecido en el pasado. Aunque de ese u otro pasado, podría argumentarse, no todo es por necesidad historiable. Menos aún bajo el prisma que por entonces regía al mundo historiográfico o el sentido común histórico prevaleciente en el Chile de 1970, cuando aquella fue estrenada. Al hacerse cargo de un personaje menor, un marginal, un campesino analfabeto condenado a muerte, el film cuestionó la concepción entonces vigente sobre lo histórico y sus protagonistas. La cinta no cuenta ninguna gesta, ni menos una epopeya o una tragedia de proporciones. Es el drama de un desgraciado, un verdadero paria nacido en una sociedad que no lograba salir de las contradicciones del proceso de modernización secular que atravesaba todo el continente, de manera tal que la noción de qué es histórico se aleja de la gran historia o historia de bronce.

Un diálogo con los historiadores

El cine se adelantó bastante a la historiografía nacional, que al despuntar la década de 1970 seguía mayoritariamente marcada por formas clásicas de entender y practicar el oficio, aferrada a un conjunto restringido de documentos oficiales, a partir de los cuales se construía un relato monolítico de las instituciones y el sector social minoritario que las había encabezado. A fines de los años 60 surgieron voces críticas al respecto, que propiciaron una renovación conceptual y metodológica (Pinto, 2006: 39-68). Desde el marxismo, algunos autores, y desde la consideración estructural de los procesos de larga duración, otros, intentaron re-escribir la historia.

Por una y otra vía (y atendiendo a los debates internacionales de la disciplina y las ciencias sociales) se concluyó que quienes hacían la historia eran las grandes mayorías sociales, y que por tanto no era posible que se siguiera escribiendo una excluyente epopeya de los grupos dirigentes chilenos. En muchos estudios que sumaron al análisis estadístico o demográfico el interés por los sistemas de trabajo imperantes a lo largo del tiempo, el enfoque tendió a considerar a personas antes excluidas de las investigaciones empíricas sobre el pasado del país. Ese conjunto de estudios es lo que a grandes rasgos se considera el logro de una primera generación de historiadores sociales insertos en la academia (Pinto, 2006: 55-66). Aunque, en general, y tal como sucedió con algunas de las escuelas historiográficas europeas, los “pueblos sin historia” comenzaron a entrar al relato histórico en masa, como actor colectivo, multitudinario.

Es una forma de comprender el proceso histórico y a quienes hacen la historia donde se invierte la perspectiva tradicional, en consonancia con las transformaciones políticas y sociales de la segunda mitad del siglo XX, pero en esa inversión de perspectiva queda de lado la aparición de los sujetos de carne y hueso. Esta ausencia fue subsanada paulatinamente en el medio historiográfico chileno, pasando a ser el apego por considerar la subjetividad una coordenada histórica, la marca que distinguiría a los actuales historiadores e historiadoras sociales de sus antecesores.

Esos mismos elementos dieron forma al largometraje de Littín. Si se atiende a la estructura narrativa, las opciones del guión y del montaje, resalta que no se circunscriba la atención a las dos escenas de mayor contenido dramático, el asesinato y el fusilamiento. En otras manos, esos instantes podrían llevarse todo el peso del relato. Por el contrario, el equipo realizador intentó explicar(se) tales hechos trágicos, determinantes para el destino del Chacal, buceando en su vida. La comprensión de lo realizado por éste puede encontrarse en su trayectoria vital, desde su primera infancia y su mismo nacimiento. La explicación de aquello, en tanto, se realiza narrando. Ambos elementos son también básicos de la operación que realiza la disciplina histórica (De Certeau, 1999: 101-108).

Con todo, no está aún resuelta la cuestión respecto a si ese episodio de un sujeto anómico es susceptible de ser historiado. Según notaron Ascanio Cavallo y Carolina Díaz (2007), la presencia de niños abandonados, guachos o huachos, en el cine de los años 60 es apreciable. Su aparición fue recurrente en un volumen fílmico no muy grande, mientras que la realidad social de la época mostraba un descenso inusitado de los índices de abandono infantil en Chile. Para estos autores, los cineastas comprometidos con determinado pensamiento político tuvieron en el abandono infantil “la forma más poderosa de representar dramática y visualmente las carencias sociales” (Cavallo y Díaz, 2007: 124).

La recepción social de El Chacal de Nahueltoro dejó en claro que se percibía un intento exploratorio de lo real. El crítico Mariano Silva reconoció en el trabajo de Littín y su equipo una adecuada planificación y un método de llevar ésta a la práctica iniciado con la “exploración y encuentro de la verdad en los campos de San Fabián de Alico y sus alrededores” (Silva, 1970: 265). En opinión de Silva, “si se quería captar la realidad [...] debía recurrirse, forzosamente, al reportaje cinematográfico; mezclar la pesquisa con lo periodístico, la historia con la crónica sensacionalista; la fría elaboración del delito y sus circunstancias con la cálida comprensión de un caso en que lo más comprometido era el destino de un hombre y, por este conducto, el destino de todos los hombres” (265).

Para el crítico Juan Ehrmann, en tanto, la película tenía “mucho de crónica objetiva, casi fría, de los hechos” (1970: 75). El relato, que expone con creciente distancia las etapas vitales de José del Carmen Valenzuela, “sin atacar o compadecer, va mostrando una cadena de hechos [...] y las diversas reconstrucciones tienen el gran mérito de alcanzar sabor a verdad con una fotografía (Héctor Ríos) que muchas veces tiene una tónica de noticiario” (Ehrmann, 1970: 75).

Desde otra postura política, el periódico comunista El Siglo advirtió que el cine “puede ser convertido en un instrumento deformador de la realidad social al servicio de quienes desean impedir o desviar su conocimiento. A la inversa, puede llegar a ser un ejemplificador [sic] implacable de esa misma realidad, llegando con su lenguaje de imágenes a introducirse en la profundidad de las contradicciones y extrayendo de ellas una visión descarnada y exacta” (1970: 10). El mismo periódico agregaba con satisfacción que el debut en el cine de larga duración del joven director había sido la primera película chilena que “logra plenamente interpretar y ahondar sobre un hecho y desde su ámbito particular generalizarlo a una situación que afecta a los fundamentos de la sociedad” (El Siglo, 1970: 10).

Para la revista Punto Final, alineada también a la izquierda del espectro político chileno, el tratamiento del tema que Littín había impreso al film era el más adecuado. “El Chacal de Nahueltoro -apuntó Julio Huasi- procede al desvelamiento de las relaciones agrarias en Chile, sin apelar al método alusivo, sino por el movimiento en apariencia real de los personajes” (1970: 18).

El contexto de producción de El Chacal de Nahueltoro tiende a asociarse con los “nuevos cines” del continente latinoamericano y, en general, con el arte y la cultura comprometidos con el cambio político y social. Casi inadvertidamente, el film ha pasado a engrosar un imaginario cinematográfico del conjunto de obras realizado durante -y a favor- del gobierno de la Unidad Popular, aunque aquél sea anterior, y debido más que nada a la participación de Miguel Littín como encargado de Chile Films durante el gobierno de Salvador Allende (Mouesca, 1988: 94). Un aspecto relevante de ese contexto es la apuesta estética e ideológica de la película, concebida como un producto comercial para ser exhibido en las salas de cine regulares, pero al mismo tiempo como una herramienta de movilización de los espectadores en la batalla cultural de la época (Donoso, 2010: 105). El largometraje en cuestión apela a problematizar un tema del debate público, la estructura social de dominación del campo chileno, por medio de recursos melodramáticos que entrelazan un hecho de sangre, el castigo del culpable y su enfrentamiento con una institucionalidad cínica.

Lo interesante del caso es que la puesta en relato del problema permitió a los realizadores un acercamiento con una perspectiva temporal, entregando otra lectura sobre las tensiones propias del mundo rural. La tragedia de José del Carmen Valenzuela hace engranar dos temporalidades históricas disímiles, que por tal motivo colapsan. Las condiciones de vida de los desposeídos del campo, en efecto, contrastan con la sociabilidad de pueblos y ciudades del centro-sur chilenos representados en pantalla. Es una distancia material, aunque asimismo arraigada en las matrices culturales predominantes en uno y otro ámbito (de las cuales los medios de comunicación y el propio cine que efectúa la narración son un índice de modernidad). El protagonista y sus víctimas habitan una realidad pretérita, propia de un orden patriarcal y señorial que desmiente el progreso del Chile de mediados del siglo XX y que intenta proyectarse al futuro con un orden social nuevo.

Aquí radica la dimensión histórica que aborda El Chacal de Nahueltoro, pese a situar la anécdota en un hecho ocurrido apenas una década antes. Ese hecho, concreto y limitado temporalmente, se abre a considerar una serie de problemas susceptibles de ser entendidos como estructurales de la sociedad chilena, o bien, pensados en el largo plazo que se remonta a la Colonia. El largometraje anuda en la figura -empírica, pero también fílmica- de José del Carmen Valenzuela dos dimensiones interrelacionadas de la existencia histórica de las clases populares chilenas, el peonaje y el huacharaje. Si se aplican las categorías de la historia social (Góngora, 1966; Salazar, 1989), cabría calificar al protagonista del film como un peón gañán. Pero es un peón gañán cuyo comportamiento y lenguaje, que remiten a una identificación laboral y social proveniente de la Colonia tardía, está inmerso en el siglo XX avanzado.

José es, además, parte de la “hombría caminera” del peonaje campesino o semi-urbano, desarraigado y sin hogar paterno reconocible (Salazar, 2006; Montecino, 1991). Sin ser un huacho de nacimiento, se convierte en uno al irse del hogar familiar, como él mismo explica, a los 8 años de edad, “consiguiendo comida por los caminos...”. Littín, a fuerza de reconocer aquello que todavía a fines de los sesenta se palpaba en el campo, se muestra asertivo para problematizar ambas coordenadas históricas.

Al comienzo del film, el relato de José pone en contacto sus propias señas de identidad como gañán y hombre popular. Mientras en pantalla se ve en un plano general con mucho contraste la silueta de un niño andando por un camino rural, la voz del José adulto, fuera de cuadro, dice: “tenía más o menos 6 años de edad, y mi padre... Carlos Valenzuela Ortiz, trabajaba en el fundo de Olivio Fuentes [...], mi padre trabajaba como afuerino y vivía en el mismo fundo en una como ramada, en compañía de mi madre, yo y mi hermano menor...”. El primer punto de referencia en el mundo, el primer nombre que sale de la boca de José, es el de su padre. No nombra, en cambio, a su madre. La omisión es mayor si se toma en cuenta que a continuación de su progenitor, entrega nombre y apellido del patrón del fundo. Expresa, en esa sola enunciación del comienzo de su existencia, la marca de la figura paterna real y de la que encarna, social y simbólicamente, el padre-patrón (Valdés et al., 1995).

El padre de José del Carmen no vuelve a aparecer ni a ser aludido en el resto de la narración. Se trata, como síntoma, de una ausencia, constituida históricamente como una forja identitaria levantada en relación con un molde sin contornos. Desaparece el padre real y se difuminan los padres-patrones (o, en su defecto, vuelven para ejercer su autoridad). Pero quedan los otros hombres con los cuales José se relaciona para convertirse él mismo en uno: policías, sacerdotes y jueces, que no comparten su posición social; campesinos y presos, que sí la comparten. “Aguántese como hombre, Canaquita, sin chistar”, le dicen los carabineros mientras lavan al entumido niño en un río después de aprehenderlo. Esa enseñanza, internalizada con los años y la compañía de otros hombres, el protagonista la pone en juego casi al final de sus días, en una expresión célebre. Estando ya en capilla, un preso, a través de paredes y rejas, le pregunta a gritos: “¿Cómo vai a morir, Canaquita?” “¡Sin chistar, porque sería feo!” -responde el aludido.

Durante el encierro se va reconfigurando la masculinidad subalterna de José. Sin escaparse de esa posición degradada, aspira sin embargo a cambiarla en parte, moldeándose en referencia a los marcos hegemónicos que enclaustran el deber ser de los hombres pobres. Cuando el periodista le pregunta a aquél si podría ofrecer algo al Presidente a cambio de darle el indulto, le responde que se comprometería a “ser un hombre humilde y trabajador, útil a la sociedad y para ayudar a mi madre”. El amansamiento ha logrado sus efectos. La madre y una retórica de género tradicional, que supedita a las mujeres de las clases subordinadas a una labor reproductiva, cobran sentido únicamente en las instituciones de la sociedad burguesa. La cárcel, por una parte, y la imaginación melodramática de los medios de comunicación (infiltrada por tópicos poéticos populares de antigua tradición), llevan a que la figura materna cobre cierta importancia, pese a su virtual ausencia en la vida de José.

Documentación y gramática visual

Miguel Littín y su equipo realizaron la documentación fílmica de un problema social histórico. El Chacal de Nahueltoro explora esa realidad conflictiva desde la intuición artística, pero también con bastante asidero en el conocimiento empírico del medio social. Desde esas coordenadas, desde ese conocer que es asimismo parte de la experiencia estética, se aproxima al sujeto de su película. En tal sentido, hecha la elección del tema y problematizado el campo, la concreción del producto cinematográfico tiene bastantes similitudes con una investigación realizada por un historiador de oficio, aun cuando comunica sus resultados a través de un soporte enteramente distinto.

Las semejanzas parten con la posición asumida por el sujeto observante, en este caso, el cineasta. Littín rememoró, poco antes del estreno oficial, cómo llegó a conmoverse por el suceso al leer unos reportajes de prensa antiguos: “Había algo ahí que me interesó. Algo que no tenía que ver con mi mundo. Seguí leyendo y encontré que el juez preguntaba al asesino: ‘¿Por qué mataste a los niños?’ y éste respondía: ‘Pa’ que no sufrieran los pobrecitos’ [...]. Había una diferencia de valores morales entre lo que pensaba ese hombre, ese mundo y lo que pensaba el juez, o sea, alguien como todos nosotros, los que estamos aquí, los que pertenecemos al sistema” (Littín y Santa María, 1970: 11). En ese interés por el otro, por la otredad, anida algo que remite al fundamento de la reflexión histórica y que da valor, no ya científico, sino ético, al trabajo de historiadores e historiadoras.

Hay que recalcar que, en la realización de la película, el director y su equipo trabajaron con actas del proceso que se siguió a Valenzuela en los tribunales, extensos reportajes periodísticos de la época y entrevistas originales grabadas en magnetófono. Esto queda de manifiesto en la cinta misma, que se abre con la voz en off de una funcionaria judicial que señala las coordenadas espaciales y temporales en que se sitúa el relato (Chillán, 23 de septiembre de 1960), a lo que agrega la fórmula procedimental del juicio, en que al nombre del inculpado, “ya individualizado en autos”, se sigue que éste, “exhortado a decir verdad, expuso...”. En términos de la trama esto es altamente significativo. Indica al espectador cuál es el contexto de producción del discurso que sigue un juicio criminal. Pero además señala que todo discurso dicho -es decir, prácticamente todo el largometraje- es un metarrelato: la rememoración de José sobre su vida (de ahí también el extenso título original de la película, que establece nexos tanto con los cuentos de aventuras tradicionales, como con la retórica de los documentos judiciales: En cuanto a la infancia, andar, regeneración y muerte de Jorge del Carmen Valenzuela Torres, quien se hace llamar también José del Carmen Valenzuela Torres, Jorge Sandoval Espinoza, José Jorge Castillo Torres, alias El Campano, El Trucha, El Canaca, El Chacal de Nahueltoro). Este ejercicio de memoria que se prolonga al menos hasta la mitad del film, comienza a tejerse a partir de la narración fuera de cuadro hecha por la voz de Valenzuela, sumada a las escenas de los principales episodios de su infancia y juventud.

En cuanto atañe a la reflexión sobre el pasado, actas judiciales y prensa son, desde el ámbito de la historiografía, ni más ni menos que fuentes o documentos históricos, vestigios de diversa índole sobre la experiencia humana pretérita. Pero, a diferencia de otras cintas donde se abordan hechos del pasado con base verídica, estos documentos no fueron insumos reservados del guionista y el director, andamios invisibles para el espectador y que permiten estructurar una narración convencional. Al contrario, Littín expone sus fuentes en el texto fílmico, las utiliza para significar mejor los resultados de su propia indagación.

Los expedientes judiciales confieren al discurso cinematográfico un efecto de realidad al ponerlos en pantalla. Ellos son un referente perfectamente reconocible de la institucionalidad, del Estado, sus funcionarios y su lenguaje, que ha sido utilizado en innumerables oportunidades en la literatura y en el cine. En el ámbito historiográfico europeo, en tanto, la documentación judicial cobró relevancia a partir de la década de 1970, de mano de un remozamiento conceptual y metodológico de la disciplina. A contrapelo de las narrativas oficiales y contrariando el aserto que indicaba que las clases subordinadas no podían ser investigadas porque no se contaba con fuentes producidas por ellas, numerosos historiadores rescataron su presencia en el ámbito de la justicia (donde destacaron Carlo Ginzburg, Natalie Zemon Davis y Arlette Farge, entre otros).

Causas criminales de diversa índole permitieron atisbar vidas y voces de tiempos muy lejanos, antes desconocidas para el presente, en el entendido que en los meandros de los archivos judiciales podía encontrarse tanto sucesos extraordinarios, como aspectos de la vida cotidiana de la gente común. Los historiadores sociales encontraron en ese cúmulo de documentación un yacimiento riquísimo de información, que permitió conocer los procesos de coacción social en distintas latitudes, las conductas desviantes (y quienes las realizaban), además de la utilización del aparato judicial en tanto instancia disciplinaria y, desde el otro extremo -y con menos frecuencia-, como espacio de impugnación del poder. Desde fines de la década de los ochenta, este tipo de fuentes históricas comenzó a utilizarse en Chile, cobrando una fuerza creciente en los últimos años (Cornejo y González, 2007).

Las vivencias aciagas de José del Carmen Valenzuela engarzan plenamente con esta preocupación por visibilizar a las clases populares y a los sectores marginalizados de ellas. Cabría mencionar dos ejercicios donde ese procedimiento fue realizado desde la historia y tuvo un correlato fílmico de similar interés. Uno es Le retour de Martin Guerre, investigación de la sociabilidad pueblerina francesa tardomedieval, publicada en 1983 por Natalie Zemon-Davis, que se basó en la indagación preparatoria para el film homónimo dirigido por Daniel Vigne en 1982. El otro, Moi, Pierre Riviére..., trabajo histórico de Michel Foucault y Arlette Farge, en el cual rescataron el testimonio de un parricida de un pequeño pueblo francés del siglo XIX. En este caso, la vinculación con el cine ha proporcionado una densidad mayor, ya que el director René Allio (1976) llevó el texto a la pantalla grande, mientras que treinta años después, su ayudante de dirección, Nicolas Philibert (2006), volvió al lugar de los hechos -el del crimen y el de la filmación- para indagar sobre los actores que habían figurado en la cinta, habitantes del mismo poblado donde transcurriera la acción.

Una indagación con la cámara

Inextricable de los materiales extrafílmicos involucrados en la construcción del universo diegético de El Chacal de Nahueltoro, el problema histórico que presenta puede analizarse atendiendo a cuanto se ve en pantalla. Dirección, fotografía y montaje engarzan muy bien, enfatizando la búsqueda de referentes concretos en los mismos lugares en que sucedieron los hechos. La fotografía de la primera mitad de la película es un particular modo visual de registrar y mostrar a la vez. Entorno y protagonistas, circunstancias y participantes, son escrutados por el ojo cinematográfico. Al respecto, Mariano Silva indicó que “sólo así podía ser verosímil la vivencia narrada por el Campano [el Chacal]: liberada de referencias literarias, de decadentismo y disquisiciones filosóficas. La cámara, en consecuencia, debía captar la realidad producida antes que ella llegara a fotografiarla. Se motivaba a los actores y extras (campesinos de los lugares de filmación) y cuando ellos estaban viviendo la realidad -escena del crimen, del linchamiento, etcétera- el camarógrafo se hacía presente, siguiendo las conductas” (1970: 265).

El roce y el contacto permanente con lo real son la base de la expresividad del film. Héctor Ríos se luce en su oficio, en especial en las secuencias donde utiliza la técnica de cámara en mano. Según el caso, esto apunta a dos sentidos principales. En las escenas de reconstitución del crimen, en presencia del juez instructor, la policía, la prensa y los lugareños enfurecidos, la aparente torpeza y el movimiento brusco del encuadre simulan un efecto documental. Este trámite judicial, representado cual un noticiero fílmico, remite a su vez a un registro periodístico. Es, en efecto, el personaje del periodista quien hace aquí su primera aparición y describe qué sucede, mientras Valenzuela, quieto ante la actitud inquisitiva del juez, es objeto del relato.

Otros pasajes, por el contrario, con la libertad que entrega la cámara en mano, emulan una visión subjetiva. Esto se aprecia en el momento del ingreso del homicida por los pasillos de la cárcel, así como, con anterioridad, en la escena del crimen de Rosa y sus hijas. Esta última secuencia, notable, ha sido descrita como una -terrorífica- coreografía entre la cámara y el actor Nelson Villagra (Mouesca, 1988: 91). Se alternan tomas subjetivas que recrean la visión del personaje, con planos que muestran al enajenado gañán en acción. La fuerza expresiva de la escena se completa gracias a cierto aire de cine silente, proveniente del hecho de que se puede apreciar a los personajes hablando, pero el sonido de sus voces está bloqueado. Fue una decisión del director, quien reemplazó el sonido directo por una banda sonora de acordes sincopados. A ello se suman los gestos de horror del rostro de Rosa acosada por la muerte. Es ese tono de película silente, contrapunteado con tomas de la reconstitución judicial (diegéticamente, la acción corresponde al pasado), lo que imprime a la secuencia del crimen el carácter ominoso que posee.

Las escenas de multitudes furiosas que quieren linchar a Valenzuela, así como de curiosos que buscan ver sus últimos momentos de vida, por su parte, se filmaron con campesinos de la zona. Gran parte de los habitantes del pequeño pueblo de San Fabián de Alico y de la localidad de Nahueltoro, conocedores de los hechos, son quienes figuran en la película. En el caso de los compañeros de presidio de José en el penal chillanejo, eran asimismo presos de verdad. Tal intención verista aparece complementada por la decisión de los realizadores de rodar en las locaciones reales donde transcurrieron los sucesos que jalonan la vida del Chacal. Hay una apuesta respecto a que la geografía humana y física del entorno de José pudieran explicar sus experiencias.

Otro recurso que el director utiliza con un similar afán de acercarse a lo empírico, es la inclusión de algunas secuencias documentales breves. Estas son en extremo sutiles y transcurren cuando Valenzuela acaba de ser ingresado al penal de Chillán. La cámara capta algunas vistas generales de un patio de la cárcel, centrándose en unos reos que trabajan, para posarse a continuación en otros reclusos que pasean con ese andar frenético y compulsivo del encierro. Estas secuencias se mantienen en silencio casi absoluto, no hay sonido ambiente ni banda sonora que interrumpa aquello que parece ser una observación hecha desde un punto alejado. Desde el mismo ángulo de visión, la cámara luego capta a José como uno más de los internos. Amparada en la asimilación de los códigos visuales del documental y en la perfecta actuación de Nelson Villagra, la caminata del protagonista en el patio lo vuelve indistinguible de otro de los tantos presos ahí recluidos.

El actor Nelson Villagra realizó asimismo un trabajo de investigación en la zona con el fin de crear el personaje (Littín y Santa María, 1970: 60). Conoció a los campesinos de los alrededores de Chillán, conversó con ellos y los entrevistó. Para interiorizarse del ambiente y la vida de reclusión dentro del penal en que transcurrieron los últimos días de José del Carmen Valenzuela, fue hasta allá. Durante alrededor de un mes pasó gran parte del día conversando y observando a los internos de la cárcel. Este trabajo rindió frutos con creces, porque en la pantalla se asiste a una transformación completa, primero del actor ya imbuido del personaje que representa, pero además del propio Valenzuela en las dos fases tan distintas que marcan su vida adulta. Los rasgos más notables que desarrolla Villagra tienen que ver con la utilización del cuerpo y de la voz. Su caracterización denota con exactitud los pliegues históricos contenidos en la expresión secular de la subordinación, tanto en Chile como en otros países latinoamericanos: lenguaje corporal y lenguaje verbal apenas articulados que buscan no hacerse notar, marginalizados e ignorados por los otros cuerpos y las otras voces del conjunto social.

La carencia de habilidades comunicativas por parte de José indica cuál ha sido su precaria socialización. Es casi incapaz de expresarse, habitante de los intersticios humanos del mundo rural quien, paradójicamente, cuando llega a la cárcel comienza su real nacimiento como sujeto social. Lo más patético es que tras las rejas le son inculcados los valores patrios y religiosos. Aunque, también, mientras está encerrado Valenzuela comienza a hablar. Aprende a comunicarse en esa particular sociedad de aislamiento y encierro, donde los hombres comparten sus angustias y sus anhelos tal vez con más intensidad que en el mundo exterior, donde la masculinidad impone límites infranqueables entre cada uno.

Todo este proceso, para el protagonista, se traduce en un cambio apreciable en su voz, en el dominio que tiene del lenguaje (eminentemente verbal, aun cuando se lo muestra incluso aprendiendo a leer y escribir), así como en su apariencia física. Su presentación cambia debido a las normas de higiene y vestimenta impuestas por la disciplina del recinto carcelario, pero tal vez más decisivo resulta el cambio en su postura corporal.

Es bastante común que actores y actrices realicen un trabajo investigativo para construir los papeles que deben interpretar, pero en el caso de Villagra fue una verdadera labor etnográfica que le llevó bastante tiempo. El propio actor explicó: “el personaje para mí ha significado el hecho de trabajar no sólo sobre el personaje mismo, sino que en el medio en que él se desarrolló. Vale decir, lo más importante para mí fue, en ese momento, aquilatar mi intuición y mi imaginación de actor con la realidad que se me dio tan plena, en los lugares mismos de acción y de vida de Valenzuela” (Littín y Santa María, 1970: 67). Hay, como se aprecia, una buena dosis de trabajo de campo, misma vocación que atraviesa a todos quienes participaron en el rodaje. Si pudiéramos parangonarlo con la antropología, se podría decir incluso que el actor efectuó varias jornadas de observación participante. Luego de la filmación, Villagra comentó que cuando se ponía el vestuario y se caracterizaba como José del Carmen, llegaba a ser confundido por algunos de los lugareños que participaban como momentáneos compañeros de rodaje.

Esto es algo que resulta creíble al recordar algunos detalles de su actuación que, aunados al punto de vista narrativo, convierten a Villagra en un Valenzuela muy verosímil. Por ejemplo, en la escena que transcurre en una cantina donde éste empeña unas ropas robadas. La cantina se encuentra repleta de hombres, mujeres y hasta niños. Todos los parroquianos son habitantes locales, incluidos los dueños del establecimiento, y con la sola excepción del protagonista. El tono de las tomas y el posterior montaje de este episodio remiten al documental. La cámara registra rostros alegres, risas, gestos y miradas de extravío etílico. Entre ellos, los de José del Carmen. Cuando le entregan su medio jarro de vino en el mesón, la sola forma en que bebe lo vuelve objeto de esa cámara curiosa y lo sitúa con sus momentáneos vecinos de juerga: es la boca de José la que baja hacia el vino, encorvando la espalda y estirando los labios, y no la mano la que lleva el vital elemento hacia él. La sed es más fuerte y así es como se sacia en el campo.

Vislumbrar lo histórico

La concepción general del largometraje permite esta plenitud de la labor actoral y su sincronía con la cámara. El Chacal de Nahueltoro se divide con bastante claridad en dos partes, cada una de las cuales dura aproximadamente 45 minutos. Quienes han estudiado el film coinciden en que la primera de ellas es la mejor lograda, sobre todo por la experimentación que lleva a buen puerto (Mouesca, 1988: 91). Es aquí donde Littín juega con los registros documentales que asientan la veracidad de cuanto narra. El lenguaje visual y la actuación funcionan también como anclas desde el cine de ficción hacia el pasado real. Porque no hay que olvidar que pese a ser hechos empíricamente comprobables, la mayor parte de los que enseña la película son pura especulación. Pero, entiéndase bien, especulación en el buen sentido, como operación intelectual y artística que permite aprehender la realidad.

En efecto, la cinta es una reconstrucción de hechos pasados, de los cuales sólo unos pocos están bien documentados (los que rodean el crimen, la estadía en prisión y el fusilamiento). Aquello que en el relato se presenta como la vida de José, es una excelente narración visual efectuada a partir de entrevistas hechas una década antes. Pero los pasajes concretos que figuran en la película, así como su depurado formato cinematográfico, no son parte de esas entrevistas. Littín y su equipo, así, realizaron un trabajo bastante cercano a la reconstrucción historiográfica. Marc Bloch diría tal vez que desde lo más conocido avanzaron hacia lo menos conocido, con el fin de rellenar los vacíos de información fidedigna. Carlo Ginzburg, en cambio, lo consideraría un procedimiento abductivo, donde sucesivas hipótesis van siendo levantadas a partir de pequeños indicios provenientes de los documentos. Es llamativo que sea precisamente la primera mitad de la cinta la mejor en términos fílmicos, pero que sea además la que con mayor fuerza desarrolla una reflexión histórica acertada.

El período menos documentado de la vida de José del Carmen Valenzuela, menos trazable con la certidumbre aparente que entregan las fuentes judiciales y periodísticas, es el que resulta más históricamente verosímil (Rosenstone, 1997: 151). Desde la imagen, el director construye el discurso respecto al sujeto que decidió sacar del olvido. La cercanía del texto fílmico con la reflexión histórica se asienta en la vocación empírica antes reseñada, pero además en el modo de exponer el equivalente de los resultados de una investigación en el campo académico. Si de historia social se trata, Littín se aproxima a ésta inconscientemente en la voluntad manifiesta de darle la palabra a un paria. Durante la primera mitad del largometraje, es José quien cuenta su vida. Él es el narrador, aunque sin olvidar que se trata de una circunstancia aciaga en la cual rememora todo. Así, el film no es, como pudiera suponerse, un alegato contra la pena de muerte; ni tampoco es dable adscribirlo sin más a un cine de denuncia social y política, que apoyase los proyectos de reforma agraria que a fines de la década del sesenta se implementaron en el país. Ambos contenidos están presentes, pero supeditados al relato mayor de la vida del protagonista.

La intención expresiva del realizador, así como los recursos visuales puestos en juego para plasmarla, sin embargo, cambian en una y otra mitad de la película. Alicia Vega es categórica al afirmar que la función de la segunda parte es “ilustrar la tesis de Littín, quien sustenta que José es víctima de un sistema de justicia cruel que integra a sus víctimas para luego asesinarlas. Pero tal proposición tampoco logra su cometido, puesto que se abandona dramáticamente a José y se le reemplaza por el periodista” (1979: 150). Añade luego que “del estilo casi documental de la primera parte se pasa a escenas que parecen corresponder a una película comercial de 35mm., donde un actor interpreta un papel” (157). Es, por el contrario, en el acercamiento a la historicidad de un gañán como el protagonista, donde Littín hace confluir buen cine con buena historiografía. El territorio más pantanoso, menos conocido, en que el director avanza a tientas y restituye un relato hecho de retazos de memoria -especulativa, en último término- es, pese a todo, el más valioso.

Sin duda aquí hay un mensaje para historiadores e historiadoras. Ni el “dato duro”, ni la fe más absoluta puesta en las fuentes, realizan por sí solos la operación histórica (De Certeau, 1999: 98). Como muy bien indica asimismo Alicia Vega (1979: 350): “En la puesta en cámara el film logra penetrar, más allá de lo anecdótico, en la condición y destino de José mediante el solo hecho de exponer con objetividad los sucesos que generan determinados comportamientos. El tono distanciado se enriquece por los textos y diálogos usados en contrapunto con la imagen” (350). Este certero análisis puede ser complementado si se consideran dos factores más. El tono objetivo que se le asigna a la narración no parece que sea tal. Al menos, no del todo. Hay, como indicara antes la profesora Vega, un fuerte apoyo visual en el lenguaje del documental, pero aun cuando fuese un documental, ello no garantiza objetividad. Antes bien, se apuesta a jugar con las convenciones cinematográficas y tensionar la ecuación entre documental y realidad (López, 1990: 410).

Es necesario advertir complementariamente que, en tanto foco y punto de vista narrativos coinciden -hasta el instante del apresamiento de José-, la película muestra la realidad desde la perspectiva del protagonista. A eso se refiere, y he ahí la riqueza, de incluir textos y diálogos, como indica Vega, sobre todo si lo verbal proviene asimismo de José y su particular habla. Otro tanto podrán a lo mejor preguntarse quienes escriben historia. ¿Desde dónde narrar?

De manera excepcional (ya que tampoco se repite en el resto de su producción, muy decepcionante al encarar lo histórico), Littín entrega una respuesta con El Chacal de Nahueltoro. Historiar a un actor histórico, bajo la forma de una rememoración de su vida, debe hacerse desde su propia voz. Podrá discutirse que esto no es un discurso histórico y corresponde a una reconstrucción hipotética de los hechos de la vida de José, hecha a partir de documentos de la época, con fines artísticos. Exceptuando lo último, quizás, todo lo anterior es sin embargo aplicable también al oficio de la historia.

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Recibido: 01 de Mayo de 2013; Aprobado: 30 de Septiembre de 2015

Tomás Cornejo. Maestro en Historia de Chile por la Universidad de Santiago de Chile y doctor en Historia por El Colegio de México. Investigador Postdoctorado en la Universidad Diego Portales, Santiago de Chile. Sus líneas de investigación son historia cultural, microhistoria, cultura popular en Chile y América Latina (siglos XIX-XX), vínculos cine-historia.

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