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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.12 n.28 Ciudad de México May./Aug. 2015

 

Artículos

La ciudad y sus residuos. Notas para una reconfiguración del concepto de heterotopía

The City and its Waste. Notes for Reconfiguring the Concept of Heterotopia

Sergio Tonkonoff* 

* Profesor e investigación de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: tonkonoff@gmail.com


Resumen

Este trabajo busca trazar una caracterización de los espacios urbanos marginales estigmatizados por su valor estructurante respecto del conjunto que los define negativamente. Se afirma que ellos deben comprenderse en relación con el sistema que forman junto con los espacios socialmente considerados puros y los considerados neutros. A partir de la revisión crítica del concepto de heterotopía realizada de acuerdo con los diversos desarrollos de la teoría social francesa, se sostendrá la tesis de que estos emplazamientos, cuyo peso relativo en la economía material y política de las ciudades contemporáneas es, por regla general, insignificante, resultan ser imprescindibles para su economía simbólica y afectiva. Estos espacios cumplen la función socialmente eficaz -y humanamente cruel- de señalar los límites inferiores del conjunto urbano que cobra consistencia mediante la actividad sostenida de su exclusión. Encarnando el exterior radical de las ciudades contemporáneas, obran, además, como el locus proyectivo y catártico de la imaginación y las pasiones colectivas que de ellos se alimentan y contra ellos se descargan.

Palabras clave: Heterotopía; espacio urbano; residuos; sagrado

Abstract

This paper aims to characterize, for the social-ensemble that negatively defines them, the marginal urban spaces stigmatized in terms of their structuring value. We state that these spaces must be understood according to the system they integrate with pure and neutral spaces. Based on an critical review of the concept of heterotopy, we state that these sites of insignificant relative weight, in the material and political economy of contemporary cities, become essential for their symbolic and affective economy. These spaces accomplish the socially effective -and humanly cruel- task of setting the lower limits of the urban-ensemble, which takes consistency by their sustained expulsion. By embodying the radical exterior of contemporary cities, these spaces also act as the cathartic and projective locus of the collective imagination and passions that, at the same time, feed from them and discharge against them.

Keywords: Heterotopia; urban space; waste; sacred

Normal es aquel que camina por las aceras y se desplaza por las calles ignorando lo que sucede bajo sus pies: el cuerpo erguido, la mirada recta, la atención puesta en el mundo exterior, en el propio entendimiento y -de vez en cuando- en el corazón propio o ajeno. Más abajo los genitales y los pies, y más abajo aún las cloacas de la ciudad, son ignorados con creciente intensidad, a menos que irrumpan para generar ansiedad, dolor o disgusto.

Normal es considerar que el interés persistente por las partes bajas del cuerpo y de la ciudad concierne a la anormalidad o la ciencia, que el reencuentro con lo que fue expulsado como impureza sólo puede producirse bajo el modo de una distancia radical o una contigüidad malsana. El sentido común, el conocimiento científico y la técnica constituyen una alianza para el alejamiento de los objetos repulsivos. Según su perspectiva los desechos son, en principio, inútiles. Su utilización, de tener lugar, se dará a partir de abstracciones que permitan manipularlos, abstención hecha de toda experiencia de lo manipulado. El contacto directo con los excrementos queda del lado de la desviación y de los niños. Detenerse vívidamente en los detritus resulta pueril o perverso.

También los miserables, los parias, faltan a la distancia normalmente aceptada frente a ese caos fluido. De hecho, tal vez sean ellos los más contaminados. Esto es porque la impotencia caracteriza su relación con lo excretado: carecen de la fuerza necesaria para rechazarlo, también de la inocencia que permite jugar con ello; los parias, ellos mismos son excretas. El individuo normal los ignora en la medida de sus posibilidades. Tampoco en este caso parece capaz de mirar fijamente a lo descompuesto. Normal es anular toda voluntad de abyección o anonadamiento. Se trata, sin dudas, de un problema de imagen. Los parias no pueden ser vistos de frente, porque su figura es la de una forma humana corroída. Su descomposición descompone. El hombre y la mujer normales sólo pueden relacionarse con ellos por mediación de la piedad, la pericia técnica o el sadismo -atributos todos que, en general, no poseen muy desarrollados-. Por eso la función social de manipulación de los miserables suele quedar en manos de terceros: la religión, el Estado burocrático, los líderes carismáticos.

Hablamos de los parias, los niños y los perversos, debemos suponer que están cerca los poetas.

En su novela Los miserables, Victor Hugo (2003) escribió profusamente sobre las toneladas de excrementos transportados por las cloacas de París. Veía allí superabundancia, energía malgastada. “Oro estiércol” que desde las ciudades podría derramarse y abonar los campos, realimentando el ciclo vital y el económico, y que, sin embargo, se perdía sin remedio. “El intestino del Leviathan” es el nombre que el poeta, preocupado por los residuos como un científico y un reformador, dio a las alcantarillas. La podredumbre, dice, no es tratada y aprovechada adecuadamente. Los desperdicios se desperdician. El resultado de ello es el hambre y la enfermedad para muchos. Por eso afirma que una alcantarilla es una equivocación. La ciencia y la buena administración son lo acertado: órganos que podrían reabsorber los desechos en beneficio del conjunto social. Para Hugo la sociedad que pudiese realimentarse organizadamente con lo que excreta tendría el brillo de un conjunto apaciguado y homogéneo.

Pero este derroche no tiene por única causa una mala economía política. Pesa sobre las ciudades una especie de arcaísmo del exceso, pesa por imitación. Treinta años antes de Gabriel Tarde y sus leyes, el notable escritor afirmaba: “Imitad a París, y os arruinareis. Por lo demás, en ese despilfarro inmemorial e insensato el mismo París imita” (Hugo, 2003: 899). Imita a Roma, por ejemplo. Ciudad que habría dilapidado los recursos de Italia, siendo, por así decirlo, devorada por su alcantarilla.

Es posible que desde el punto de vista historiográfico, estas afirmaciones sobre la setina imperial de Roma y su influencia sobre París sean exageradas e inexactas, incluso totalmente falsas. Sin embargo, interesa lo que este fresco fantástico deja ver: los desechos son el lujo de las capitales, y la mierda, la opulencia de sus ciudadanos. Hugo señala agudamente que el consumo antieconómico de aquello que podría ser útil resulta ser un mecanismo mayor por medio del cual se construyen las diferencias sociales. París es copia y modelo de un modo de construcción de la magnificencia y la jerarquía. Brilla quien derrocha lo que pudiera utilizar provechosamente en vistas de su conservación.

En los primeros años del siglo XX, a propósito de este mecanismo social excesivo, primero Mauss (1979) y después Bataille (1976a, 1967), hablarán de potlatch. Como es sabido, tal era el nombre de una particular forma de intercambio practicada por distintas tribus del noroeste estadounidense. Ceremonias en las que un jefe realizaba un don de objetos preciosos, banquetes, animales o mujeres a otro que debía aceptarlo quedando en deuda -y, por lo mismo, avasallado en cierto sentido-. Un tiempo después el deudor devolvía más de lo que adeudaba en otro encuentro ceremonial. Ese plus servía para producir un nuevo desequilibrio, esta vez a su favor, convirtiendo al donatario en deudor, quien a su vez devolvería luego con un excedente, revitalizando el ciclo de los intercambios agonísticos. También podía suceder que el reto-don quedara establecido mediante la destrucción ritual (y jactanciosa) de riquezas: aquí un jefe se presentaba ante otro destruyendo blasones de cobre, por ejemplo. El desafiado contestaba por su parte quemando pieles o embarcaciones. A lo que el primero replicaría degollando esclavos. De este modo, lo que empezó con una joya arrojada al suelo con desdén podía terminar con el incendio de una aldea entera. Estas hecatombes tal vez parezcan perfectamente estúpidas para quien mida los hechos sociales con el patrón de la acumulación de bienes y la conservación de una vida sosegada. Debe repararse, sin embargo, en que si ambos parámetros son (literalmente) puestos en juego en el potlatch es porque esta rivalidad ritualizada, espectacular y despilfarradora, no tiene por objeto la reproducción de los individuos y los grupos sino la producción de su gloria. Se trata, antes que nada, de sancionar la supremacía de uno de los contendientes convirtiéndolo en un Gran Hombre. Y es él quien participará a su grupo del estatus conseguido, ya que aquí hay prestación total, en el sentido que le da Mauss a este concepto: “todo el clan contrata por todos, por todo lo que posee y por todo lo que nace, por medio de su jefe” (Mauss 1979: 53). Lo que equivale a decir que el potlatch no es sólo una forma de obtención de prestigio, constituye, además, un mecanismo arcaico de dominación social.

Ahora bien, Mauss y Bataille enseñan que lejos de haber desaparecido o de reducirse a una curiosidad etnográfica, el potlatch es una categoría sociológica general, perfectamente aplicable a las sociedades postradicionales. Se trata de un modo de sociabilidad que, institucionalizado o no, produce y reproduce sujeciones y rangos por medio del intercambio simbólico agonístico, del derroche desafiante. Mauss, moderado, ve atisbos de potlatch permeando nuestras bodas, fiestas sociales y familiares, convites y contraconvites hospitalarios, que más o menos veladamente manifiestan, pero asimismo construyen, el estatus superior del anfitrión. Bataille, más radical, encuentra vigente este mecanismo del gasto subyugante en las artes, los deportes y espectáculos masivos, la construcción de monumentos, y, sobre todo, en las exhibiciones ostentatorias del lujo de los ricos, en las luchas de clases y en las guerras.

Marginalia

Victor Hugo también sabe de este modo de producción de relaciones sociales que la historia registra, y lo sabe persistente entre nosotros, pero lo imagina erradicable y prefiere instituciones más calmas, más equilibradas y transparentes. Es que la magnificencia así conseguida proviene de la combustión ciega de materia humana y natural, de un impulso gozoso y violento, paradójicamente social, pero siempre devastador. Bataille (1976a), en cambio, cree que ninguna modalidad de organización societal puede eliminar completamente esta forma de gasto y el goce que le corresponde. Entiende que las personas y los grupos están, en última instancia, regidos por la misma dinámica que las estrellas: sus energías brotan imperiosamente hasta que su combustión se extingue. Entonces se apagan y mueren. Estima, por lo tanto, que el problema ético y político de ese gasto (improductivo en términos de una economía económica) radica en atreverse a reconocerlo como tal para luego procurar lidiar con él. Encuentra allí la posibilidad de un principio (ético y político) trágico, que lo ha llevado a cantarle a la vana gloria de quienes se atreven a “ser sin demora”. Es decir, lo ha conducido a valorar profundamente la pasión soberana de aquellos que se atreven a gastar(se) sin contrapartida, a arriesgarlo todo para coincidir con el movimiento abrupto del deseo y de la naturaleza. Por lo mismo, Bataille (1976c) ha celebrado primero, y condenado después, a los reyes, los delincuentes y aún a los santos que, habiendo conseguido su apoteosis mediante un don de sí, no fueron rigurosamente consecuentes con esa pérdida. De ellos recusa su paradójica voluntad de posesión, su renuncia a la completa desnudez o a la ruina completa. Les reprocha el interés o complacencia en detener el movimiento que desencadenaron, transformándolo en poder. De Victor Hugo es probable que impugnase su vocación de ir hasta el fondo de la sociedad pero para organizar el miasma; que rechazase el elogio hugueano a las alcantarillas geométricas y planificadas, su disposición a recuperar la escoria en obras útiles. Es posible que le recriminara el haber llegado hasta esos límites para luego rehusarse a una demora más rigurosamente infantil, perversa, o poética en ellos; que condenara, en definitiva, el haber puesto a funcionar su escritura como una boca excéntrica de la interioridad social y subjetiva.

Pero si ambos escritores difieren en el sentido -en la dirección- de su interés por lo bajo, coinciden, sin embargo, en señalar que el tipo de vínculo que establecen las ciudades con sus alcantarillas es la metáfora o el paradigma de un conjunto fundamental de relaciones sociales. Concuerdan, por ello, en ver en los desechos un instrumento heurístico de primer orden, acaso el más potente reactivo sociológico. Desechos que serían, además, una especie de reserva revulsiva desde la cual articular una ética y una política críticas de los ordenamientos vigentes.

Tanto Hugo como Bataille postularon que uno puede conocer al Leviathan por la forma y el contenido de sus túneles subterráneos; que mucho puede decirse de su estructura fisiológica, estudiando su inmundicia; que eso que se pudre, objetos y humanos, en el borde inferior de la sociedad, revela la verdad del conjunto que lo expulsa; que de un grupo, acaso más que de un individuo, es posible afirmar: dime lo que excretas y te diré quién eres.

En primer lugar, sería posible algo así como una sociología de los objetos descompuestos. Objetos que fueron fetiches en la vida cotidiana, y que ahora, lejos de la protección de las costumbres y las jerarquías, derruidos y absurdos, ofrecen al observador que pueda atravesar la repulsión una especie de ventaja epistemológica. Objetos que, descomponiéndose, muestran su estructura estrictamente relacional, porque lo descompuesto es el halo que los mantenía vivos, imaginariamente separados de los individuos que los idolatraban. Objetos que envilecidos, enfangados, nauseabundos, permiten el ejercicio radicalmente irónico de su reconstrucción. Con ellos pudriéndose, los valores trascendentes que encarnaban vuelven a la indiferencia de la que salieron y, un momento antes de desintegrarse, se dan en su doblez.

Las alcantarillas posibilitan también una sociología dinámica de los márgenes sociales, porque un conjunto establecido no sólo vierte objetos al escurridero, también arroja personas. Pueden verse allí múltiples formas de comunicación existentes entre diversos tipos de existencias excretadas -los indigentes, pero también los criminales y los conspiradores-. La política, el delito y la miseria acostumbran a encontrarse en esos límites, y, a veces, dan a luz configuraciones originales: el bonapartismo para Marx (2002) y el fascismo para Bataille (1976b) deben explicarse en esta intersección. Sucede que los márgenes constituyen tanto áreas de descomposición como de producción de composiciones alternativas. Esas criptas de lo informe están lejos de ser huecos pasivos. Antes bien, engendran de continuo nuevos sentidos y formas de sociabilidad hechas de retazos y residuos. El margen es una zona de revulsión, pero también de recomposición y contagio, que suele dar lugar a notables creaciones artísticas, políticas y religiosas. Creaciones que presentan siempre algo de apocalíptico para el orden que las desconoce. Por eso Hugo (2003: 901) dijo del mundo marginal de las grandes metrópolis, lo que otros -Artaud, Camus- dijeron de la peste o la fiesta: “respírase en ella la enorme fetidez de las catástrofes sociales”.

Pero Hugo vio además (como después lo harían Marx y Bataille, lectores suyos) que la cima de la sociedad también puede ser un margen. En la red de relaciones inesperadas que urdió entre los distintos desechos sociales, no olvidó incluir otro tipo especial de excrecencia: los mandatarios violentos, aquellos que gobiernan dando ostensiblemente la muerte; los que, en tanto asesinos políticos, pertenecen a una región que es liminar precisamente por ocupar el polo opuesto y complementario a la bajeza impura (y soberana) de los miserables y los delincuentes comunes. Gobernantes feroces que suelen habitar esas alturas en compañía de cínicos de alto porte. Leones y zorros, ambos tipos encarnan, como las letrinas monumentales de las grandes urbes, ese extraño ideal colectivo que puede describirse, en palabras de Victor Hugo, como “lo grandioso abyecto” (2003: 899).

Finalmente, los detritus son el lugar de cierta metafísica, de cierto saber vinculado a la muerte: la impudicia insoportable del albañal recuerda a la ciudad de la utilidad y la riqueza, pero también a sus monarcas temibles, que la podredumbre acabará con todo. “Realidad y desaparición”, dice Hugo (2003: 901), sinceridad, desnudez de lo in-mundo, todo termina allí.

Arquitectura, deseo y representación

Volvamos ahora al individuo al que llamamos normal. Intentemos continuar la descripción de la estructura de su experiencia en relación con la ciudad, sus límites y sus exterioridades radicales. Esto resulta imprescindible porque el reconocimiento por parte de este individuo de ciertos lugares como propios o ajenos, y de ciertos habitantes como semejantes o extraños, se vincula estrictamente al funcionamiento de la economía afectiva y cognitiva que (in)forma su normalidad.

El individuo al que nos referimos es, en primera instancia, el resultado siempre imperfecto de un tipo de organización societal caracterizada por la conmensurabilidad y conmutabilidad de los elementos que la componen. Un medio hecho de unidades isomorfas, en el que prevalecen los intercambios funcionales no agonísticos sino abstractos. El espacio que le corresponde es el de una geometría analítica, instrumental y uniforme. Se trata de la ciudad del contrato y el mercado. Aquí ningún elemento posee una posición diferencial tan acentuada como para sustraerse al intercambio funcional y ser visto -o presentarse- como un valor en sí mismo. Esto quiere decir, en primer lugar, que todos los individuos son formalmente iguales ante la ley y ante el dinero. Al interior de esta lógica societal, nada ni nadie vale en sus propios términos, sino que se vincula a los demás según una relación de medio-fin y de equivalencia económico-jurídica. Ello puede suceder siempre que los componentes que configuran este entramado se coloquen, o sean puestos, en “posición de sujeto”; siempre que se encadenen, o sean encadenados, a la reproducción de la formación societal que los define, que les provee de una identidad otorgándoles un lugar y un sentido.

Pero tanto los individuos como las ciudades son siempre más que sí mismos. Toda ciudad posee irreparablemente dobles imaginarios y territorios excremenciales, y otro tanto sucede con sus habitantes. Un cuerpo, individual o colectivo, nunca es un receptáculo indiferente. Por eso la exclusión y el posterior tratamiento de su dinámica primordial es una condición ineludible para el desenvolvimiento regular del orden significante que se esfuerza por sujetarlo. Asegurar la consistencia de ese orden implica lidiar de algún modo con los afectos perentorios y contagiosos que viven en cada quien, y se presentan como fines en sí mismos -soberanos, por cuanto sólo buscan su satisfacción inmediata e incondicional-. En otras palabras, el individuo normal y las ciudades que lo producen comportan el esfuerzo por evitar excesos de amor, odio, pánico, ira o imaginación, tanto como su comunicación incontrolada. Un ciudadano es tal cuando puede asumir los lineamientos de una economía restringida de los afectos y las representaciones que la máquina societal establece como norma. Dicha economía (política) requiere que toda satisfacción, toda descarga, implique medidas y mediaciones comunes. Requiere, además, que posea o encuentre un significado definido y societalmente aceptado. No es que el placer y la imaginación le sean ajenos, pero se trata aquí de sensaciones e imágenes razonables y útiles en algún sentido (útiles para el sentido). Aquí el placer es sólo lo contrario al dolor, y la imaginación es admitida siempre que opere como su resguardo. De este modo, ambos se encuentran vinculados al imperativo de producción y conservación de los individuos qua individuos que rige el ordenamiento vigente. Aquí el dejarse ir o el ser llevado por afectos y fantasías no recuperables por provecho alguno es desalentado, y, en el límite, está prohibido. El individuo adulto, establecido, bien pensante y bien habiente, rechaza estos exabruptos, o al menos trata de evitarlos en su persona. Aunque adivine, tal vez, el valor purgante que poseen, les reserva una existencia lateral y reducida: diversas variaciones del cabaret y el carnaval, tolerados sólo si están rodeados de restricciones espacio-temporales. Por eso, cuando este individuo y los discursos societales que le convienen refieren al “principio del placer”, debemos entender que “principio” significa norma antes que origen, y que “placer” remite al disfrute confortable y anodino de un Yo que se quiere autocentrado y protegido. Sucede que aquella norma y este disfrute provienen de la decisión primera que concurren a ocultar: expulsar las dinámicas de la economía general del placer fuera del campo de visibilidad de la vida social e individual. Son estas dinámicas desmesuradas, ajenas al sosiego y las medidas del placer restringido, siempre inhumanas y próximas a la muerte. Por eso el individuo medio y las instituciones que lo sostienen se niegan sabiamente a reconocerse en ellas. Asimismo, la experiencia que comportan no debería ser remitida al placer sino a lo que se encuentra un paso más allá de su último umbral, aquello que Lacan (1988) llamó goce, y que Bataille (1967, 1976, 1976a) designó como gasto, pérdida, intimidad, o violencia. Nociones todas que buscan referir a las fuerzas excesivas que viven en cada sociedad, en cada hombre y cada mujer, como doblemente imposibles: imposible ignorarlas por completo e imposible entregarse complemente a ellas.

Todo un sistema de prohibiciones rituales aparta y regula la potencia caótica de esas fuerzas in-diferenciantes. Prohibiciones a las que el espacio no es ajeno y que, por instituir y materializar límites estructurantes, fundan la posibilidad de un orden simbólico a partir del cual tendrá lugar la economía restringida del placer, la producción, el saber y el individuo que les corresponde. Sólo que esta operación no puede suceder sin residuos. También la producción de sujetos conlleva un remanente rechazado y execrable. Por eso el psicoanálisis, ciencia de las secuelas y los restos de la socialización, puede pensarse como una escatología -en su acepción de tratado de cosas excrementicias-. Ahora bien, ¿cómo sería la urbanística que reconozca cierta analogía entre la estructura simbólica de las ciudades y la estructura psíquica de los sujetos? ¿Tienen las ciudades una estructura escindida? ¿Habría un consciente, un no dicho y un reprimido urbanos? ¿Es posible formular una economía, una tópica y una dinámica psicosocial del espacio en general y del espacio metropolitano en particular? De ser así ¿está el espacio, como el inconsciente, estructurado como un lenguaje?, todavía, ¿es la arquitectura un modo de producción de sentidos y sujeciones, capaz de interpelar o producir deseos, creencias y representaciones al tiempo que es investido por ellos?

La imaginación sociológica habitual ha tendido a sobreestimar los procesos de instrumentalización (o racionalización) del espacio, prestando escasa o nula atención a los remanentes que esos procesos, sin duda dominantes, generaban. Este sesgo define el main stream de los saberes calificados tanto como el sentido común citadino. Aquí (como en casi todo lo demás) sus palabras claves son utilidad y función. Ello ha llevado a que rara vez se repare significativamente en el valor estructurante de los espacios disfuncionales e inútiles. Se ha olvidado o desconocido que ni la utilidad ni la funcionalidad son atributos materiales de las cosas, sino sentidos por construir al interior de cadenas significantes que, para alcanzar ese (o cualquier otro) significado, sólo pueden operar por oposiciones. Se ha olvidado o desconocido, en definitiva, que también el espacio tiene la forma de un código, y que, por complejas y fragmentarias que sean, todas las ciudades son leídas y habladas por sus habitantes.

Es mérito de algunos estructuralistas (Barthes, 1993; Greimas, 1979) haber comenzado a pensar la ciudad como un sistema de signos. De esa manera han mostrado que los distintos espacios son socialmente significados en tanto forman parte de redes de relaciones diferenciales que les otorgan una identidad definida -entre las que se encuentran las atribuciones de utilidad y función. Esas redes pueden tomar la forma de serie (casa, escuela, trabajo), de árbol (el plano de un complejo industrial) o de enrejado (el mapa de un barrio obrero o residencial). De modo que para saber qué es cada lugar, es preciso reconstruir la estructura subyacente en la que se halla inscripto. Puesto en otros términos, toda organización urbana no es otra cosa que un sistema (de signos), con una sintaxis y un vocabulario propios. El discurso de la ciudad se articula (se habla), como cualquier lenguaje, con base en series sintagmáticas y paradigmáticas que permiten la emergencia de sentidos espaciales legibles. Así, por ejemplo, todo emplazamiento encuentra su ubicación, es decir, su sentido, en relación con binomios, tales como campo/ciudad; con series como zonas habitacionales/comerciales/fabriles/ agrarias/de ocio; o con grillas tales como casa/calle/oficina/parque/comercio. Se trata de patrones de comprensión y comunicación inconscientes. Quien quiera darse a la tarea de descifrar conscientemente este código operante deberá, en primer lugar, aprender a reconocer sus unidades, agruparlas en clases o tipos, y luego buscar sus leyes de composición y transformación. Es esta una actividad que los urbanitas realizan sin saberlo y que el análisis estructural quiere sacar a la luz.

Ahora bien, hemos visto que toda ciudad contiene, quiéralo o no, espacios de difícil clasificación, y que algunos de ellos se experimentan como revulsivos. Digamos ahora que la semiología estructuralista clásica no parece bien equipada para abordarlos. Esta semiología se ha ocupado sobre todo de los espacios “interiores”, los valores que comportan y las funciones significantes que cumplen. Los espacios de los que hablamos no son simplemente externos: tensionan la complementariedad adentro-afuera, interno-externo, del código urbano vigente. Se trata de emplazamientos tenidos por radicalmente exteriores que, sin embargo, se encuentran dentro de las ciudades. Más que espacios “otros”, son “completamente otros”. Frente a ellos los discursos (sean estructuralistas o legos) que sólo conocen categorías diferenciales complementarias se muestran perplejos y, en última instancia, fracasan en su intensión de darles sentido y explicación, porque se trata de áreas cabalmente excéntricas: aquellas que toda ciudad comprende de manera paradójica, y que una vez Foucault llamó heterotopías.

Lugares (completamente) otros

Heterotopía es un vocablo procedente de la anatomía, campo en el que refiriere a aquellas partes del cuerpo que se encuentran fuera de lugar, que faltan, que sobran, o que, como los tumores, le son extrañas. Michel Foucault ha utilizado este término poniéndolo en relación con la experiencia social de la espacialidad, cuando ésta es disruptiva respecto de las localizaciones cotidianas de los individuos normales. En una conferencia ofrecida en 1967, en el Círculo de Estudios Arquitectónicos de París, afirmaba: “a pesar de todas las técnicas que lo invisten, a pesar de toda la red de saber que permite determinarlo o formalizarlo, el espacio contemporáneo tal vez no está todavía enteramente desacralizado -a diferencia sin duda del tiempo, que ha sido desacralizado en el siglo XIX” (Foucault, 1994: 754).

Se ve que, por entonces, el filósofo francés no postulaba aún que las nuestras eran ciudades sin afuera, espacios homogeneizados por la diseminación de arquitecturas disciplinarias. Es decir, por edificaciones analíticamente dispuestas que actúan como ortopedias del cuerpo, encorcetadores de la conducta y microscopios del alma. Por entonces su posición parecía, en cambio, compatible con una tradición intelectual que no sólo niega la posibilidad de un mundo totalmente desencantado sino que postula, además, el origen religioso de la sociedad en general, y de nuestras categorías cognitivas y valorativas en particular. Por eso afirmaba que si bien el tiempo es ahora vacío y uniforme, la muerte de Dios tal vez aún no ha alcanzado al espacio; y que, más allá de nuestra pretendida arreligiosidad, en la práctica, nuestra vida cotidiana se encuentra controlada por una serie de oposiciones “todas dominadas por una sorda sacralización” (Foucault, 1994: 755).

En esa conferencia Foucault evocaba a los estudios de Bachelard (2000) y la fenomenología cuando muestran que todo lugar se experimenta, se valoriza, se dota de algún sentido vivido. Junto con esas referencias colocaba a los análisis estructurales que le eran contemporáneos, y señalaba que, en conjunto, estas perspectivas tienden a ocuparse exclusivamente de la exploración espacial “del adentro”. Su intervención concernía, en cambio, a los espacios “del afuera”, definidos en primera instancia como aquellos cuya exterioridad nos reclama de un modo abismante, poniéndonos fuera de nosotros mismos. Señalándolos como heterogéneos, Foucault imaginó una ciencia especial destinada a su conocimiento: la heterotopología. Aun cuando no se la mencione una sola vez, la figura de Bataille es la referencia ineludible en este punto cardinal. Como vimos, Bataille había dado cuenta de la presencia de lo sagrado en las sociedades postradicionales localizándolo en algunas de sus cimas y en sus bajos fondos. Creía que los márgenes sociales y geográficos de las ciudades occidentales son tabúes para sus habitantes: prohibidos, al modo de ciertas porciones del bosque, ciertos animales o ciertos individuos en las comunidades humanas más arcaicas. Por ello, se dio a la tarea de formular una heterología, una ciencia de lo completamente otro -de la cual la heterotopología foucaultiana, ciencia de los lugares otros, bien podría ser una rama-. Los objetos del saber heterológico son todas las excrecencias producidas por los procesos sociohistóricos de homogeneización del mundo social. Esto es, por el despliegue de una racionalidad tecnocientífica productiva de las formas de sociabilidad y las instituciones en las que se reconocen oficialmente las culturas postradicionales. La heterotopología se propone como un saber de lo que esas culturas y sus sujetos han rechazado para constituirse. Es una ciencia de lo de-negado, lo reprimido, y aún de lo forcluído, para decirlo con ese otro gran heterólogo que fue Lacan. Es una ciencia de la basura. En cuanto a Foucault, su temprano interés por hacer avanzar este conocimiento paradójico es visible desde sus primeros estudios sobre la locura, y resulta del todo explícito en esta conferencia sobre el espacio -acaso su última investigación heterológica.

Antes de abandonar esta perspectiva a favor de una ontología de la diferencia, Foucault nos deja saber que la primera definición de los espacios del afuera se alcanza negativamente, por oposición a otros que serían interiores, y cuya red de relaciones configura el diseño homogéneo de la ciudad. Pero, aquí hay una clave, los espacios heterotópicos no contradicen a este o aquel elemento del conjunto homogéneo sino a todos a la vez. Esto es, se oponen al sistema o código de diferencias interiores en tanto tal, lo hacen de una manera que no es complementaria. No se agregan como una diferencia más en la cuadrícula de la urbe, sino que se relacionan con ella de un modo tal que “suspenden, neutralizan o invierten” ese conjunto de relaciones en el que, sin embargo, se inscriben (Foucault, 1994: 755).1

También las utopías, nos recuerda Foucault, se vinculan con la sociedad como un todo al que reflejan positiva o negativamente, perfeccionándolo imaginariamente o invirtiéndolo del mismo modo. Pero las utopías son espacios irreales, mientras que las heterotopías existen, su materialidad es innegable o, mejor, insuperable. La contradicción que presentan al interior del tejido urbano es la de un cuerpo extraño. No parecen comportar la posibilidad de aufhebung que da fuerza y dirección a algunas de las grandes utopías modernas, aquellas que cuando contradijeron el orden vigente lo hicieron en el marco de un proyecto donde el futuro incluye, en algún sentido, al pasado, y donde el orden existente queda de alguna manera subsumido en el orden imaginado. Las heterotopías, en cambio, producen una dialéctica detenida, es decir, niegan la sintaxis habitual sin que esa negación pueda ser recuperada en una síntesis mayor de sentido. Constituyen una marcada disrupción en el despliegue regular del orden significante al que, no obstante, de alguna manera pertenecen. Como resultado de esto -emplazamiento espacial e imposibilidad de asimilación simbólica-, es que mientras su localización material es precisa, su clasificación cognitiva y afectiva es problemática. Se trata, en última instancia, de lugares sin lugar: existe un marcado desequilibrio entre la exactitud geográfica de su establecimiento y la dificultad de fijación del campo semántico y emocional que socialmente les corresponde. Puede decirse con certeza dónde se encuentran, pero no puede definirse con claridad qué son.

De los múltiples ejemplos ofrecidos por Foucault, retendremos el más afín a nuestro esquema interpretativo. Ejemplo que no es, según él mismo aclara, el de una heterotopía propiamente dicha, pero que, por ello, nos parece el más apto para desarrollar ulteriores especificaciones de esta noción en un sentido no necesariamente foucaultiano. Se trata del espejo: un soporte material, tangible, que devuelve una imagen invertida carente de existencia real. Objeto que la heterología de Lacan (1999) ha revelado como una superficie productiva de ficciones tan lábiles como constituyentes, de figuras inmateriales en la que estamos obligados a reconocernos para alcanzar una identidad, sin embargo, porosa, basculante, penetrada. Plano de encuentro y enajenación, pantalla de proyecciones y transitivismos, el espejo nos ofrece una imagen propia al mismo tiempo que nos sustrae esa propiedad. Su exterioridad nos reclama con persistencia, nos da un lugar al tiempo que nos pone fuera de nosotros.

En cuanto a las heterotopías propiamente urbanas, Foucault menciona, entre otras, el cementerio. Duraderamente ligada a todos los miembros de una comunidad determinada, su espacialidad resulta tan extraordinaria como convocante a poco que se pose la mirada en ella. Verdadera necrópolis, retrato invertido de la ciudad viva, todo cementerio posee un catastro, una disposición ordenada de habitáculos, determinadas posibilidades de expansión, calles, avenidas, jerarquías socioeconómicas y políticas. Con todo, es al mismo tiempo una anticiudad. Su experiencia es la de un no-lugar poblado de ausencias presentes, un interludio fuera del tiempo societal y el espacio que le corresponde. Ubicado a veces en los centros, a veces en las periferias de las localizaciones cotidianas, contrasta con todas ellas ofreciendo el espectáculo de su simbología excéntrica y extática, abierta a lo trascendente, al infinito o a la nada.

He allí entonces el particular modo de existencia de los emplazamientos de este tipo: a la vez reales y ficcionales, presentes y ausentes, cercanos y lejanos, concentrados y dispersos, circunscriptos a la vez que ilimitados, como el océano, señala Foucault, o como el mal, bien puede agregarse. Cada uno de ellos configura una especie de exterioridad interior o de interioridad externada. Espacios que no son simplemente lugares “otros”, sino “completamente otros”.

Prisiones

Foucault nunca retomaría, al menos de manera explícita, la noción de heterotopía ensayada a fines de 1960. A partir de entonces desarrollará una visión distinta del espacio urbano moderno, al que comenzará a ver como fabricado por la acción multicentrada de dispositivos que, enlazados unos con otros, configuran un continuum disciplinario, es decir, una red que opera de manera microfísica, inmanente, localizada y constante sobre el cuerpo, el espacio y el tiempo de los individuos y los grupos. La historia, o mejor, la genealogía de los individuos normales es aquí la historia de los modos de producción de las ciudades como grandes máquinas normalizadas y normalizantes. Proceso que va desde el denso laberinto del mundo medieval a su progresiva colonización y transformación por un ensamblaje de arquitecturas de encierro y vigilancia que edifican lo urbano como la materialización de proyectos de transparencia, funcionalidad y control totales. Ensamblaje en el cual el moderno sistema correccional de prisiones sería, a la vez, un elemento y un modelo.

Es bien conocido el relato foucaultiano acerca del surgimiento de la prisión. El ya clásico libro Vigilar y castigar muestra que, contrariamente a lo que nuestro sentido común, esencialista y deshistorizante, quisiera creer, la cárcel no existió siempre y en todas partes: tiene, como cualquier otro artefacto social, una fecha de nacimiento y un modo de propagación. Por ello es pasible, también ella, de una genealogía, tarea que esta obra emprende mostrándonos su origen en lugares y contextos precisos e identificables, a partir de los cuales se ha diseminado nacional e internacionalmente hasta llegar a constituirse en la forma prevalente, sino la única, de castigo a las transgresiones de la ley. Diseminación que habría terminado por desplazar a las viejas ceremonias infamantes y sangrientas que sostenían a los órdenes societales preexistentes. Uno de los objetivos de este importante libro es determinar cómo esto fue posible. La respuesta más general que ofrece es que ese desplazamiento se debió, precisamente, al surgimiento y la generalización de las tecnologías disciplinarias, es decir, de un modo de producción de orden social del que las prisiones forman parte, y al que resumen perfectamente. De manera que el verdadero acontecimiento no ha sido el surgimiento de una institución específica tanto como el descubrimiento de esa forma de poder que vendría a resolver el problema del control social en los albores de la era moderna. Las disciplinas consiguen esto a través de técnicas y saberes de reticulación del espacio, el tiempo y el cuerpo de quienes se busca dominar. Foucault las caracteriza como “una especie de ‘huevo de Colón’ en el orden de la política” (1980: 209). Junto con la prisión, un notable número de instituciones aparecen como -o, si ya existían, se convierten en- dispositivos disciplinarios. La acción conjunta de todos ellos habría terminado por desalojar a los exuberantes mecanismos político-religiosos característicos de las sociedades anteriores a su emergencia.

El ahora famoso edificio panóptico, que Bentham diseña y Foucault exhuma y resignifica, sería la forma perfecta de este tipo de poder. Un poder que se habría mostrado capaz de responder a las exigencias del tiempo en el que tuvo lugar como acontecimiento: ajustar el desarrollo de la producción capitalista con el aumento de la población no propietaria o, según una fórmula canónica, producir cuerpos dóciles y útiles (Foucault, 1989: 139). Como es sabido, el panóptico foucaultiano es una edificación cerrada y alveolar, capaz de conjugar el control político y la funcionalización utilitaria de aquellos a los que encierra. El arma más importante con la que esto se consigue es, precisamente, esa disposición espacial. El interior analítico de las edificaciones panópticas permite la fijación, identificación y el examen permanente de la multiplicidad a la que se busca ajustar a un sistema normativo. Ellas permiten una mirada omnipresente, capaz de interrumpir cualquier comunicación lateral no regulada, a la vez que fija objetivos y jerarquías tanto como castiga conductas desviadas. Mirada unilateral, entonces, carente de reciprocidad, ya que el observado no sabe cuándo lo observan y no puede ver más allá del alveolo funcional al que se encuentra sujeto. Mirada que, además, se iría interiorizando en cada individuo hasta volverse autovigilancia. Uno de los rasgos más impresionantes de esta forma de ver es que no es de nadie, a la vez que todos son su soporte. La mirada disciplinaria es una función de la edificación misma, es el edificio quien observa y controla. Sus piedras, afirma Foucault (1989: 176), vuelven obedientes, cognoscibles y productivos a todos aquellos a quienes cercan o abrigan (y esto incluye también a los que hacen las veces de vigilantes). Se advierte lo económica que resulta semejante maquinaria tanto en términos materiales como políticos: sin grandes gastos pecuniarios ni grandes efusiones de sangre o sufrimiento, sin rituales masivos y volubles, ni simbolismos abstrusos y diversamente interpretables, su rueda omnisciente gira ininterrumpida y silenciosamente. Sólo con un pequeño número de elementos (grilla espacial, reglamentos y especialistas) controlaría una gran cantidad de cuerpos extrayendo de ellos un máximo de beneficios (a saber, utilidades sin motines y subjetividades sujetadas). Por lo demás, en este dispositivo, cada cosa y cada quien tiene o tendrá una identidad precisa. No habría aquí remanentes ni sinsentidos que, provenientes del propio funcionamiento de la red disciplinaria o de cualquier otro lugar, no pudiera ser absorbida, identificada y fructuosamente aprovechada. Como si las disciplinas vinieran a intentar responder a las preocupaciones visionarias de Victor Hugo, aunque seguramente en un sentido que él no había previsto ni deseado. La ciudad de los panópticos se propone entonces como una ciudad sin restos, sin basura.

La prisión no sería otra cosa que la quintaesencia, si puede decirse así, de esta (tecno)lógica. Un edificio-máquina, totalmente desencantado, que habría reemplazado la oscuridad de las mazmorras medievales por la nitidez de las celdas correccionales, y el espectáculo excesivo del suplicio por el ejercicio administrativo de un castigo desapasionado e incesante. En tanto dispositivo punitivo infrajurídico que castiga, ejercitando a los cuerpos, sujeta e individualiza, la cárcel no difiere aquí de todas las demás instituciones centrales de la sociedad industrial, o, en todo caso, no se diferencia de ellas por la forma sino por el grado (máximo) en el que sujeta, individualiza y procura normalizar a sus internos. De allí su carácter de epítome del poder disciplinario: presenta de manera amplificada la estructura de las fuerzas motrices que produjeron a las ciudades modernas y a sus individuos; individuos que tendrían lugar como efectos de superficie de un cuerpo normalizado en su tránsito obligado por el continuum compuesto por la casa, la escuela, el cuartel, la fábrica, y, llegado el caso, el hospital y la prisión. De esto a postular a las ciudades modernas como archipiélagos carcelarios no hay más que un paso. Y tanto Foucault como algunos de sus seguidores parecen estar dispuestos a darlo.

Ahora bien, ¿qué sucedería si, además de describir el proyecto de Bentham sólo como el paradigma de la tecnología espacial que efectivamente colonizó el hábitat occidental poblándolo de mecanismos de sujeción antiilustrados, reparáramos en la dimensión utópica que este artefacto comporta?, y ¿qué sucedería si consideráramos, también, que los cuerpos individuales y colectivos a los que el panoptismo estaba llamado a normalizar no son en absoluto receptáculos pasivos de intervenciones tecnológicas? ¿No quedaría profundamente modificado este agobiante retrato de la modernidad y sus espacios urbanos?, ¿no conseguiría verse que una ciudad, aun cuando esté férreamente disciplinada, es siempre más que sus determinaciones funcionales y estructurales? Y, entonces, ¿no sería necesario retomar y especificar la noción de heterotopía para dar cuenta de ese resto?

Respecto de la primera cuestión (la utopía del panóptico), conviene recordar que el utilitarismo de Bentham ha sido una poderosa ideología que llevaba consigo la promesa de “la mayor felicidad para el mayor número”, y que el proyecto que contenía los planos del famoso edificio fue presentado por el filósofo y reformador inglés al parlamento ante todo para construir prisiones. Allí no sólo se detallaba la disposición interior del edificio-máquina, sino que además se recomendaba su ubicación en relación con los demás emplazamientos urbanos: el edificio debería ser construido sobre un terreno elevado, para que pueda ser visto por toda la ciudad (Bentham, 1995), es decir, que debía estar dispuesto de un modo no tan diferente al que tradicionalmente era propio de las fortalezas y baluartes. Es cierto que, en la utopía utilitarista que encarnaba, esta posición privilegiada del panóptico no quería replicar el terror suntuoso de las edificaciones medievales, sino promover el cálculo racional de los ciudadanos que verían la inconveniencia de delinquir codificada en la lisura de sus paredes circulares. Sin embargo, si es cierto que fueron parte de un proyecto político de largo alcance, las prisiones panópticas también comportaban necesariamente un núcleo fantasmático traccionado por la esperanza y el miedo. Ante las amenazas de desorden y revuelta que marcaron la coyuntura crítica de su surgimiento, el panoptismo respondía con una promesa de control, transparencia y utilidad totales, es decir, con la utopía de una ciudad sin remanentes: sin individuos, grupos, ni lugares “otros”.

Pero hay más. Una vez construidas y pobladas de transgresores, tanto la dimensión tecnológica como la dimensión utópica de las prisiones parecen encontrarse, como mínimo, tensionadas por una tercera que bien puede llamarse heterotópica, porque esos edificios correccionales, análogos en su estructura edilicia a la más límpida de las escuelas normales, y tan persistente como ellas en sus objetivos normalizadores, no resultan por eso menos disruptivas en la experiencia habitual del espacio urbano en el que se ubican. Las formas disciplinarias de gestión carcelaria tal vez hayan logrado, finalmente, desacralizar el régimen institucional de detención de infractores a la ley penal, pero no parecen haber conseguido hacer lo mismo con la imaginación colectiva relativa a sus emplazamientos espaciales. Imaginación que parece obrar como una puerta entreabierta hacia el exterior radical de las ciudades sin afuera, homogeneizadas por la normalización. En ella la prisión vive como un palacio funesto. Allí habitan, como estereotipos, el hombre violento, la mujer malvada, el joven incontinente; y cada motín, cada lesión y cada muerte allí ocurrida, cualquiera que sea su causa, confirman por redundancia esta creencia contagiosa. Depósito del mal, cloaca sin drenar, no hay continuum entre la más panóptica de las prisiones y los demás espacios disciplinarios para esa otra gran fuerza motriz de la dinámica social moderna (y tardo-moderna) que son las pasiones y las creencias colectivas. Desde este punto de vista, la cárcel está en relación con todos los emplazamientos urbanos interiores pero, sobre todo, porque constituye su reverso, es decir, en tanto resulta la “contestación a la vez mítica y real del espacio en el que vivimos” -según la definición canónica que diera Foucault (1994: 756) de heterotopía.

Lugares extremos: una tesis

Por eso tal vez pueda afirmarse que todas las ciudades poseen equivalentes funcionales de las cloacas hugueanas del siglo XIX. Espacios caracterizados por la repulsa y la fascinación que producen en el ciudadano medio. Es cierto que, esquematizando un sinuoso y desparejo proceso, el desarrollo de las fuerzas sociales, culturales y económicas que conocemos como modernidad ha tendido a reemplazar la maraña de callejuelas populares y los altos muros de la nobleza, así como la confusión de túneles subterráneos donde todos se desahogaban, por habitáculos y vías de circulación euclidianos en su geometría. Titanismo de la razón, que Victor Hugo saludó con optimismo. En este largo y complicado proceso, los espacios urbanos fueron progresivamente homogeneizados y catastrados, vueltos legibles e inventariados en términos de medidas y controles unificados y abstractos. Luego de considerables esfuerzos, el modelo utilitarista de primacía de la funcionalidad y simplificación del ambiente -para decirlo con Mumford (1961) - ha logrado volver cuantificables y diáfanas a las ciudades. A partir de entonces resultan pasibles de ser conocidas, inspeccionadas y administradas como una cosa. Con todo, aun en los momentos y en los lugares donde esta racionalización y normalización se produjo con más éxito, no ha cesado la producción de excretas espaciales o, si se quiere, espacios excremenciales, es decir, emplazamientos de gran concentración semántica, emocional y fantasmática, y que siempre resultan inasimilables para el conjunto urbano al que, sin embargo, contribuyen a organizar.

Cómo puede algo ser disruptivo y estructurante a la vez. Para comenzar a responder este interrogante, cierta lectura de la tradición teórica aquí revisada permite articular la siguiente tesis: los espacios excremenciales urbanos son dispositivos mito-geográficos cuyas funciones consisten en establecer tanto las fronteras simbólicas como la economía afectiva que configuran la cartografía imaginaria -es decir, el más real de todos los mapas- de la ciudad. De allí que conlleven siempre una calificación radicalmente positiva o negativa y que tiendan a formar sistemas entre ellas.

Si se acepta que el espacio postradicional no está desacralizado -esto es, que se encuentra investido de creencias y deseos colectivos que determinan su experiencia- entonces conviene recordar lo que, al menos desde L’Anée Sociologique, sabemos al respecto: lo sagrado implica una forma de comprensión (hoy podríamos agregar, de construcción) de la realidad que estructura el mundo a partir de su oposición con lo que se considera profano. Ambas categorías son exhaustivas: todo lo conocido y lo cognoscible se distribuye entre ambas. Son, además, mutuamente excluyentes y netamente opuestas entre sí. De manera que esta forma de clasificación se diferencia de cualquier otra por ser la más comprensiva de todas, pero también porque la relación entre sus términos no es simplemente jerárquica. Lo sagrado se define en relación con lo profano por su “heterogeneidad absoluta” (Durkheim 1993: 34). Dicho de otro modo, los elementos (seres, objetos, tiempos y espacios) que se ubican en la primera categoría son experimentados como si no tuvieran nada en común con los que se cree que pertenecen a la segunda. Sagrado es aquello que se encuentra separado de lo cotidiano por severas prohibiciones de contacto, y se presenta como extraordinario, trascendente y soberano. Pero hay todavía otra característica fundamental de esta sintaxis, sucede que el mundo sagrado se encuentra dividido en dos regiones: la pureza y la impureza, lo fasto y lo nefasto, lo cual significa que no sólo los dioses son sagrados, también lo son los demonios.

De manera que si ha de mantenerse el término heterotopía, éste servirá para designar espacios sagrados en sociedades seculares. Será posible entonces caracterizarlos, en primer lugar, por la disrupción o discontinuidad radical que marcan en la experiencia de la ciudad, y por las tácitas pero firmes prohibiciones de contacto que pesan sobre ellos. Enseguida, porque tales espacios son siempre tenidos como puros o impuros por quienes quedan prendidos de su semblante. Esto es visible antes que nada en los desplazamientos metonímicos de los discursos que los nombran. Las heterotopías puras son designadas como brillantes, buenas, atractivas y limpias; las impuras como oscuras, malignas, repelentes y sucias. No las habría neutras, precisamente porque están llamadas a valorizar el espacio social instituyendo no sus diferencias funcionales -diferencias internas- sino sus últimas fronteras, es decir, señalando no lo otro, sino lo completamente otro del conjunto al que de este modo concurren a definir.

Esta operación (política) es doble. Por un lado, posee un carácter cognitivo por cuanto busca que un espacio urbano represente un límite que es necesariamente conceptual. Se trata de designar un exterior que permita saber qué es interior -o, si se quiere de producir un ellos que permita identificar un nosotros-. Pero, además, posee un carácter afectivo fundamental por cuanto convoca para conseguirlo de la imaginación y las pasiones de quienes interpela. De allí que, si tiene éxito, tales espacios quedan instaurados como representantes de lo más prestigioso o bien de lo más execrable. Es precisamente este investimento afectivo intenso el que hace que los sitios designados de esta forma no sean simplemente exteriores sino radicalmente exteriores a la ciudad -aún cuando se localicen dentro de su perímetro geográfico-. La admiración o el miedo, el odio o el amor, serían entonces las fuerzas que, vueltas colectivas, son capaces de transformar en heterogéneos o sagrados determinados lugares (tanto como lo hacen con determinados individuos, tiempos, instituciones y objetos).

Por todo esto, tal vez tenga razón Roger Caillois (1949) cuando señala, en lo que podría ser un correctivo y una especificación anticipada del ensayo foucaultiano, que las metrópolis modernas no sólo no se han secularizado por completo sino que, además, se encuentran distribuidas en zonas valorizadas según una matriz religiosa. En ellas la pureza se plasma en monumentos, explanadas, edificios, y aún vecindarios, donde resplandece lo que es más venerado por el conjunto y donde el poder se legitima en ese resplandor. La impureza, por su parte, radica más allá de ciertas líneas divisorias por todos conocidas y respetadas: un perímetro discontinuo e irregular, tan invisible como indeleble, que señala fronteras tras las cuales los peligros mayores acechan.

Las heterotopías constituyen entonces emplazamientos cuyo sólo nombre está cargado de creencias y deseos que, materializados, balizan la experiencia habitual del espacio metropolitano, desmintiendo su representación oficial pretendidamente desencantada e igualitaria. Además, si pueden desequilibrar el tránsito y el habitar cotidianos es porque producen la experiencia de un (re)encuentro con la sintaxis profunda que ordena esa multiplicidad de códigos y accidentes no codificados que es la vida en la ciudad. Ambos tipos de heterotopías (puras e impuras) señalizan el espacio urbano agrupando en torno suyo intensidades afectivas e imágenes fantásticas de las que los demás sitios están desprovistos. Ambos forman, además, un sistema aunque sólo sea por el hecho de reclamarse mutuamente para obtener su definición como límites superiores e inferiores del conjunto al que encandilan.

El tercer término de esta composición está constituido por los espacios “interiores” o profanos: aquellos que resultan vaciados, por contraste, de cualquier cualidad extraordinaria, y quedan significados como libres para la actividad, la circulación y el intercambio seculares. Frente al palacio de gobierno, ciertas torres y zonas residenciales de élite brillando en el polo fastuoso; y ante determinadas calles, parques y barrios estigmatizados, que dan cuerpo al polo nefasto, los sitios habituales (burocráticos, comerciales, residenciales, etcétera) se muestran desprovistos de cualquier atributo capaz de conmover al individuo que los habita.

En esta topografía (que es también un teatro), las regiones inferiores e impuras son tenidas por concentraciones del caos más absoluto, mientras que las superiores hacen las veces de centros, alrededor de los cuales se instituye el orden y es comunicado el prestigio. Representando, respectivamente, la suma del poder, la belleza, y el bien, o del infortunio, la fealdad y el mal, estos extremos designan y encarnan los límites últimos de la ciudad del trabajo y el consumo -tal es su función cognitiva y axiológica-. Al mismo tiempo, concentran fantásticamente las desdichas, los temores, los odios, o los anhelos de felicidad y las ambiciones de las mayorías a las que subyugan -tal es su función proyectiva y catártica.

Finalmente, la ambivalencia es una característica cierta de las heterotopías urbanas (aunque segunda respecto de su polaridad positiva o negativa). Sucede que los espacios repulsivos o impuros también atraen y fascinan, y los espacios puros o fascinantes mantienen a distancia, mostrándose tan seductores como intocables. Con esto, se completa un cuadro que permite descubrir al urbanita secularizado obrando como el más dogmático de los creyentes religiosos. Por eso hemos sugerido que tal vez puedan llamarse mitogeográficos a estos territorios que hacen las veces de una antiestructura.

Ciudad fractal y heterotopías (a modo de conclusión)

Se dirá, tal vez, que el momento moderno de la ciudad ya no es el nuestro, que vivimos un tiempo posmetropolitano. También se querrá significar con ello un creciente desorden del espacio urbano. Se señalará al respecto la eclosión de una diversidad cultural sin precedentes, las crecientes disparidades económicas, y el aumento de las tensiones vinculadas a diferencias de renta, etnia, género, preferencia sexual, edad, entre otras (Soja, 2000; 1996). Se afirmará, en definitiva, que la ciudad ha perdido homogeneidad, se ha fragmentado, volviéndose insular o fractal. Es posible compartir este diagnóstico si se lo entiende como la descripción de una dirección emergente, y si se subraya que el carácter “pos-” de las grandes urbes contemporáneas remite sobre todo al declive de las tendencias que produjeron a las metrópolis normalizadas y normalizantes. Esto quiere decir que el desarrollo de arquitecturas utilitaristas, funcionales y estandarizadas ha cedido su lugar principal a construcciones espectaculares y eclécticas, que desconocen ostensiblemente su entorno, al aumento de espacios privados fortificados para las élites y una parte de los sectores medios, tanto como al deterioro y guetización de los vecindarios populares. Quiere decir, además, que las fronteras físicamente infranqueables se multiplican exponencialmente: a la construcción acelerada de torres acorazadas, centros comerciales exclusivos y barrios cerrados, se suman tanto la intensificación de los controles policiales sobre los tránsitos no deseados como la acción de agencias privadas de seguridad que se perfilan como un verdadero ejército paraestatal de control, vigilancia y aun de punición.

Ahora bien, semejante descripción no estaría completa si no incluye el hecho de que de modo paralelo a la multiplicación del número y las formas de sus fronteras materiales, la ciudad pierde legibilidad para sus habitantes. Las fuerzas que motorizan el proceso posmetropolitano parecen avanzar más a prisa que la capacidad de recodificación de los grupos e individuos que se benefician o padecen su acción centrífuga.

Con todo, quizá el polo de la pureza y el prestigio se encuentre ya reconstituido. Tal vez lo que Scott Lash (1990) llamó reestabilización posmodernista consista en que se ha aclarado, para todos, qué es lo que aquellas fuerzas proponen (exitosamente) como deseable y dónde se encuentran sus monumentos. Las posmetrópolis han traído consigo la renovación de los atractores urbanos: construcciones singulares o complejos arquitectónicos que convocan el campo disperso de las creencias y los deseos colectivos erigiéndose en sus nuevos amos. Desde el punto de vista del equilibrio urbano y ambiental puede parafrasearse a Victor Hugo al afirmar que un rascacielos es una equivocación. Sin embargo, quizá no haya testimonio más claro de que también en la pos o tardomodernidad, el potlatch es un mecanismo mayor de producción del prestigio y la pureza.

Esto sucede, en el marco de la pérdida relativa de la estabilidad y previsión que la lógica industrial, articulada a los seguros estatales, proveía a los integrados, tanto como del declive de la promesa de inclusión con las que se tentaba a los excluidos. Al mismo tiempo, la trama cultural metropolitana (sus instituciones, ideologías y rituales) ha disminuido su capacidad de organizar simbólicamente las posiciones sociales y de legitimarlas. Con ello, el suelo se ha vuelto movedizo y los contornos porosos para todos los estratos sociales: ahora cualquiera puede caer en el abismo de la desafiliación, devenir supernumerario. No resulta extraño entonces, que la ansiedad -un miedo sin objeto definido- sea la pasión dominante en este contexto, y que su propagación no conozca continentes. Si la tesis arriba formulada es correcta, tampoco es de extrañar que las ciudades contemporáneas desesperen de heterotopías negativas. Se trata de volver a trazar los límites inferiores de un conjunto que busca reorganizarse de nueva cuenta sin interrogarse por las causas mayores de su descomposición, y sin poner en cuestión los valores reflejados por las aristas espejadas de sus torres más altas. En esto las heterotopías negativas son llamadas a desempeñar una notable función: la de dar su nombre al miedo difuso que corroe la sociabilidad posmetropolitana. Oficiando desde epicentros en todas las amenazas, cumplen con materializar (o mejor, con simbolizar espacialmente) lo que de otro modo no tendría rostro; concurren así a evitar que el miedo devenga pánico. Por ello se las produce con avidez. Es este un modo de (re)construcción del sentido, tan eficaz como cruel, por el cual aquellos contingentes humanos excedentes, verdaderos residuos para la economía económica de la ciudad globalizada, se tornan imprescindibles para su economía simbólica.

Pero hay más: proyectando sobre ellos todas las amenazas posibles y orientando ingentes recursos para originarlos y luego combatirlos, las élites y las mayorías temerosas no sólo pueden ocultar o desconocer la impronta excluyente de las dinámicas legales que convierten a las posmetrópolis en ciudades de muros -para decirlo con Caldeira (2000) -. También concurren a ocultar o desconocer que las acciones, las prácticas y las estructuras ilegales permean una gran cantidad de espacios sociales plenamente establecidos, y que acaso cobrarían visibilidad de no ser por el servicio que presta el mito de lo completamente otro en sus distintas versiones (geográficas, grupales o individuales). Si las acciones condenadas por la ley o la moral se distribuyen bastante democráticamente en el mapa sociológico de la ciudad, su modo de ser en el mapa simbólico resulta marcadamente autocrático. Como si para adquirir su fisonomía ideal, y para regular la fragmentación conflictiva de la que está compuesta, la posmetrópolis necesitara coronar oscuras y diminutas monarquías territoriales, señoríos abyectos que ostenten, por delegación, la suma de todos los males y todos los crímenes.

Semejante acción, llevada adelante de manera concurrente por los grupos de interés, los massmedia, el sistema penal, y refrendada por la imaginación colectiva, resulta indudablemente performativa. Estos sitios cargan con la agobiante responsabilidad de representar el mal, encarnando los arquetipos de la violencia, los consumos prohibidos, las pasiones desatadas, la enfermedad y la muerte. Incluso algunos de ellos cumplen con esta obligación en gran medida. Resta agregar, sin embargo, que no lo hacen pasivamente: estos emplazamientos “cloacales”, donde los individuos normales imaginan caos y los sociólogos anomia, se encuentran, en realidad, efectivamente organizados por las prácticas significativas de sus habitantes. Muchas de esas prácticas bien pueden ser ilegales, e incluso violentas, pero, por lo general, están sujetas a un conjunto de reglas (a veces muy estrictas) y, con seguridad, no carecen de sentido para sus actores, lo cual no implica que tales actores se hallen cínicamente abstraídos de las creencias y las pasiones con las que el centro nombra su territorio. Sus acciones e interacciones, su comprensión del mundo y sus expresiones simbólicas llevan necesariamente las marcas de la inscripción excluyente con las que la ciudad fragmentada que pugna por constituirse como conjunto coherente los sujeta. Necesariamente impregnados de los fantasmas, los sentimientos y las representaciones hegemónicas que los invisten y los conminan a permanecer “afuera”, (in)formados por la codificación mítica que los coloca en el polo nefasto de un conjunto que obsesivamente los procura para rechazarlos mejor, tanto pueden vestir prolijamente el traje que se les impone como modificarlo y aún subvertirlo; lo que no pueden hacer es desconocerlo.

Fuentes consultadas

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1La noción de heterotopías como “espacios otros” también aparece a través de breves alusiones en algunas obras de Henri Lefebvre, quien los ve como históricamente contingentes, señalando que “grupos anómicos construyen espacios heterotópicos, los cuales son eventualmente reclamados por las prácticas dominantes” (Lefebvre, 2003: 129). Para un intento de aproximación entre esta posición y la de Foucault, véase Soja (1996: 154-163). Para una discusión crítica del ensayo de Foucault y sus secuelas, así como para algunas aplicaciones analíticas, véase Ritter y Knaller-Vlay (1998), Defert (1997), Watson y Gibson (1995), Johnson (2006), Guarrasi (2001), Hetherington (1997), Shields (1991).

Recibido: 17 de Junio de 2014; Aprobado: 04 de Mayo de 2015

Sergio Tonkonoff. Es doctor en ciencias sociales por la Universidad Estadual de Campinas (São Paulo, Brasil). Actualmente es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina; investigador del Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, y profesor titular de la materia “teorías sociales estructuralistas y postestructuralistas” de la carrera en sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Ha sido profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) de México.

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