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Andamios

versão On-line ISSN 2594-1917versão impressa ISSN 1870-0063

Andamios vol.12 no.28 Ciudad de México Mai./Ago. 2015

 

Entrevista

¿(Des)dibujar las fronteras de lo político? Reflexiones acerca de la experiencia migrante y de la perspectiva transnacional. Entrevista a Bela Feldman-Bianco, Eduardo Domenech, Alyshia Galvéz y Carolina Stefoni

Menara Lube Guizardi* 

José Carlos Luque Brazán** 

* Académica del Departamento de Antropología de la Universidad Alberto Hurtado (Santiago, Chile) e investigadora asociada de la Universidad de Tarapacá (Arica, Chile). Correo electrónico: menaraguizardi@yahoo.com.br

** Profesor e investigador del Colegio de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Correo electrónico: jose.luque@uacm.edu.mx


De los muros que son imaginarios

penden antiguos cuadros imaginarios

irreparables grietas imaginarias

que representan hechos imaginarios

ocurridos en mundos imaginarios

en lugares y tiempos imaginarios

Nicanor Parra, “El hombre Imaginario” (2013).

El final del siglo XX significó una transformación en las configuraciones de los procesos económicos, culturales y políticos cuyas huellas han marcado diferentes ámbitos de la experiencia social. Paradójico como pueda parecer, es posible rastrear estas huellas en las formas como las ciencias sociales vienen definiendo y articulando estos mismos procesos. El nacimiento del siglo XXI contiene, entre otras cosas, un momento de tensiones teóricas, metodológicas y epistemológicas en las ciencias sociales. Representa la generalización y la politización de una incertidumbre que, si bien ha sumergido el pensamiento social en la angustia des-definitoria que acompañó la ruptura de los “grandes modelos explicativos”, también ha permitido la emergencia de epifanías que vienen oxigenando conceptos y métodos. Esto se hace, muy a menudo y de forma paradójica, revisitando las influencias pretéritas e incorporando el pasado como forma y contenido en el presente. Este proceso implicó, además, el surgimiento de un sostenido esfuerzo intelectual por pensar América Latina desde sus diversas complejidades étnicas, culturales, políticas, económicas y poscoloniales.

Cuando hablamos de “grandes modelos”, nos referimos a las explicaciones totalizadoras que solíamos identificar añadiéndoles el sufijo “ismo”: estructuralismo, funcionalismo, marxismo. A partir de estos modelos obteníamos explicaciones que, más allá de su capacidad teleológica o de su validación científica (elementos que serán criticados justamente con la emergencia de la crisis paradigmática de fines del siglo XX), han logrado por largo tiempo constituir consensos acerca de los modos de estructuración del pensamiento social. De ahí que su permanencia haya significado la posibilidad de ser “puertos seguros” a los cuales regresar una y otra vez, siempre y cuando los contextos sociales estudiados parecían desafiar la mirada y la capacidad explicativa de los investigadores.

Para los propósitos de nuestra argumentación, aquí quisiéramos llamar la atención sobre tres aspectos que refieren la persistencia de estos grandes modelos en la conformación del pensamiento social durante el siglo XX. Estos tres elementos se vinculan transversalmente a la forma en que, desde las ciencias sociales, configuramos nuestros “mundos imaginarios”. Mapas que quedan tan precisamente definidos según los términos elegidos por Nicanor Parra para el poema con que iniciamos esta sección, que nos autorizamos a “robarle” las palabras y situar estos tres factores a partir de las figuras de lenguaje del poeta. Así, el primer aspecto se refiere a la consolidación de muros imaginarios; el segundo, a la conformación de cuadros imaginarios, y el tercero, a la confabulación de hechos, mundos, lugares y tiempos imaginarios.

Cuando hablamos de que los grandes modelos han consolidado muros imaginarios, nos referimos a que la naturalización de los argumentos vinculados a estos paradigmas produjo una paradoja:1 la progresiva desvinculación entre éstos y los procesos políticos que constituían, simultáneamente, su contexto, su forma y su contenido último. A esta altura ya no es necesario reincidir en qué parte de esta distorsión deviene de los imaginarios (¿utopías?) sobre la neutralidad y su relación con la validación de la ciencia. Aún así, sigue siendo pertinente aclarar que la despolitización de los conceptos deviene, por lo menos en parte, de este proceso.

En gran medida, la conformación de un mundo polarizado entre Estados capitalistas y socialistas marcó la impronta de un pensamiento social que no se podría privar de los muros que lo estructuraban. Muros que, previsiblemente, han moldeado las fronteras de la reflexión e investigación entre polaridades: micro y macro; acción y estructura; cualitativo y cuantitativo; sincronía y diacronía, teoría y práctica, para citar algunas con las que seguimos dialogando, aun cuando subsista cierta incredulidad acerca de su eficacia explicativa. Esta exactitud bipolar solucionaba, desde el pensamiento social, parte de las angustias políticas del siglo XX, convirtiendo los muros imaginarios en “categorías del entendimiento” -para aludir a cierta tradición francesa-. Se trataban, en todo caso, de límites que habían sido concretamente diseñados de la mano de los procesos políticos, económicos y sociales.

Tras 25 años de la caída (¿derrumbe?) del Muro de Berlín, somos ya algo conscientes de que este mundo de los dos bloques no se resiste como tal. De hecho, y de forma coherente con el tiempo que nos toca, se celebró esta caída (el 9 de noviembre de 2014) con una fiesta de luces, transmitida a nivel global (en directo y simultáneamente). Pero la fragmentación de la lógica política del bloque se entiende casi a la perfección mediante lo que sucedió con la estructura de concreto del muro berlinés: ésta fue partida en trozos y distribuida entre diferentes ciudades y museos de todo el globo. Aun así, sin negar la incidencia y generalización de la fragmentación y de las circulaciones globales, también conviene recordar que las configuraciones actuales del sistema-mundo no se privan de las separaciones que los muros materializan de forma tan apremiante.

A contracorriente del discurso hegemónico y (auto)normativo sobre la globalización, los límites siguen operando como formas políticas de definición de las subjetividades, de los derechos de acceso (a bienes, a servicios, a consumo y, por redundante que parezca, a los mismos derechos). Los Estados siguen construyendo muros literales. Por ello, quizá, se ubica la razón del porqué, como cientistas sociales, no logramos abandonar del todo el recurso a las bipolaridades del entendimiento.

En este sentido, el desafío del pensamiento social no sería imaginar categorías que consoliden descripciones sobre las gentes y prácticas “pos-muro”; sería, quizá, indagar sobre la pertinencia de los muros que permanecen, cuestionando a la vez si no sería más interesante, en términos de nuestra reflexión social, situar nuestros propios muros categóricos en otros espacios. (Ésta es la cuestión que se plantea específicamente en este dossier en cuanto se refiere a la frontera entre lo político, lo cultural y lo económico, tensiones que centralizamos a partir de los desafíos que nos plantea la comprensión de los fenómenos migratorios actuales.)

Sin embargo, la necesidad de nuevas formas de entendimiento de los muros imaginarios nos enfrenta a otra dificultad: nos obliga a cuestionar los cuadros imaginarios. Con esto nos referimos al segundo de los efectos que los grandes modelos del pensamiento social han tenido en la investigación académica. A partir de estos modelos, no solamente el pensamiento se ha polarizado en relación con las categorías del entendimiento, sino que los mismos académicos se han polarizado alrededor de los grandes paradigmas. Por ende, más que definir la forma como se explicaban los fenómenos sociales, esta “metapolarización” definió los límites subjetivos a partir de los cuales los cientistas sociales imaginaban estos mismos fenómenos. Para ser más exactos, lo primero deviene de lo segundo: se polarizaban explicaciones sobre los procesos sociales porque, desde las diferentes adhesiones a los paradigmas explicativos en los cuales los cientistas sociales se habían socializado, se han cristalizado formas estándar de imaginación.

Parafraseando a Bourdieu (2011), solíamos tratar a los paradigmas como habitus académicos: estructuras estructuradas y estructurantes que construían la mirada, la reflexión y el análisis científico en un “entre-molduras” determinado. Por tanto, resultaba imposible imaginar sin estas molduras (o bien, era muy difícil validar como científico el resultado de este ejercicio). La ruptura de los paradigmas, en este sentido, no viene dada solamente por su crisis “autoexplicativa”, como algunos comentaristas la han definido, resulta de la transformación de las relaciones económicas, políticas y sociales a escala global. Como ha propuesto Appadurai (2000), ella deviene de la emergencia y generalización, a finales del siglo XX, de formas de experiencia social de la tecnología que requieren, simultáneamente, el desborde de la imaginación social (ahora convertida en elemento convencional, cotidiano y accesible) y su fragmentación en contenidos asimétricos, desiguales y superpuestos. A través de esta imaginación polifacética y móvil se articulan los espacios locales: las relaciones sociales y las subjetividades desbordan los cuadros imaginarios del pensamiento social para dejarse definir a partir de sus modos de articulación y de fricción en la imperativa circulación local-global.

El nacimiento del siglo XXI ha implicado, consecuentemente, la multiplicación de los cuadros imaginarios y, con ella, la ruptura del tercer efecto de los grandes modelos científicos de las ciencias sociales. Nos referimos específicamente a que la generalización de la imaginación como un fenómeno global -accesible y fragmentado-, también desarticuló cierta legitimidad de los y las cientistas como productores de cuadros imaginarios. Esto impactará sobremanera no sólo la validez y credibilidad de los cuadros como totalidad, sino que impactará fuertemente los elementos que componen estos marcos explicativos: los hechos, lugares y tiempos que ellos articulaban y definían a partir de conceptos clave que hoy en día se encuentran debilitados. ¿Cómo entender, actualmente, por ejemplo, la categoría Estado, cuando si examinamos su funcionamiento lo que constatamos es su progresiva desarticulación en países como México y otros de Centroamérica?2

Para decirlo de otra forma, la emergencia de un mundo que hace de la circulación un imperativo productivo ha puesto bajo sospecha los principios de comprensión del mundo que inciden en la naturalización de la estaticidad. Los procesos de circulación y los impactos que ellos han tenido sobre la experiencia social en diversas partes del globo han provocado que las definiciones modernas del espacio caducaran, deviniendo en anacrónicas. En el marco de esta caducidad, se cuestionaron también las categorías reincidentes en el isomorfismo espacio-identidad-cultura, la noción de espacialidad delimitada por lo nacional y la noción de que los Estados-nación están, efectivamente, contenidos por fronteras euclidianas.

Lógicamente, todo este debate viene propuesto desde la investigación de fenómenos que, dada su movilidad y sus formas de configuración (articulándose con una impronta económica, política, social y cultural, simultáneamente), tensionan las aplicaciones de los muros y cuadros imaginarios de las ciencias sociales. La migración internacional es uno de estos fenómenos, y los enfoques transnacionalistas han emergido, en el marco de los estudios migratorios, justamente de esta necesidad de superación de las polarizaciones analíticas de las ciencias sociales. El transnacionalismo conforma, en este sentido, un intento de imaginar superando la conformación de los muros y cuadros, especialmente en lo que concierne a la reificación del Estado-nación como contenedor de procesos sociales. En torno a este debate, una serie de de-naturalizaciones sobre el ser y el estar de los procesos sociales ha podido desarrollarse. Se han cuestionado las fronteras nacionales, a la vez que se ha observado su persistencia como delimitación de lo global y como forma de operación de las desigualdades en y a través de los Estados. Se han problematizado los procesos de colonialismo, a la vez que se ha atestado su permanencia como lógicas de poder y de diferenciación (local, regional, nacional y global). Se han cuestionado la validez y los usos de definiciones políticas que la modernidad universalizó -la ciudadanía quizá sea el más pertinente ejemplo de este cuestionamiento.

Pero, incluso con un panorama programático de indagaciones tan claramente vinculado a la esfera de lo político, los estudios (transnacionales o no) sobre las migraciones en el siglo XXI aún tienen tareas pendientes en su relación con la dimensión política de los fenómenos que abarcan. Éstas se refieren a la necesidad de plantear, de forma más clara, los contornos y límites entre los estudios de la migración y las definiciones de “lo político” en las ciencias sociales. La tarea no es del todo novedosa, ya que diferentes escuelas de pensamiento han reflexionado sobre cómo pensar o proponer una vinculación teórico-conceptual entre lo político y lo cultural y, con igual interés, entre estas esferas y la económica.

La presente sección del dossier se propone justamente como una contribución a este debate y está construido como un espacio que hace dialogar las perspectivas de cuatro expertos en las migraciones internacionales en o desde Latinoamérica. Contamos, así, con la participación de Bela Feldman-Bianco (Universidade Estadual de Campinas, Brasil), Eduardo Domenech (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina), Alyshia Galvéz (Lehman College/CUNY, Estados Unidos) y Carolina Stefoni (Universidad Alberto Hurtado, Chile).

Para interaccionar las perspectivas de estos académicos, elaboramos dos preguntas que fueron respondidas por separado por cada uno de los investigadores. La primera de ellas aborda la relación de la dimensión teórico-epistemológica del concepto de lo político aplicado a los estudios de la migración transnacional. La segunda, a su vez, se centra en la dimensión histórica de los procesos políticos construidos desde el transnacionalismo migrante. A continuación presentamos estas preguntas y las respuestas de nuestros invitados sobre los temas que estas cuestiones invocan.

-¿Las migraciones constituyen un fenómeno social suficientemente potente como para convocar a una redefinición de lo político en las ciencias sociales?

Bela Feldman-Bianco. La pregunta es, sin lugar a dudas, provocativa. Pero trae a la superficie nuevas indagaciones: ¿para quiénes las migraciones son un fenómeno social, potente y liminar?, ¿para los investigadores?, ¿para los propios migrantes?, ¿para los que formulan políticas públicas?; ¿por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde?; ¿serán las experiencias transfronterizas, transnacionales o transciudadanas nuevas o fueron los estudios sobre las migraciones los que han dejado de verlas y examinarlas en el pasado? ¿Cuáles son las continuidades y transformaciones sociales?, ¿cuáles son las dimensiones políticas de las migraciones que implicarían una supuesta redefinición de la concepción de lo político en las ciencias sociales?

Contestaré inicialmente a las cuestiones propuestas con estos nuevos interrogantes porque juzgo que es importante deconstruir categorías y conceptos, incluso las ideas de migraciones, migrantes, transnacionalismo y política. Aprendí con Eric Wolf que los conceptos y modelos deben ser tratados como un arsenal de instrumentos conceptuales a través de los cuales podemos revisar periódicamente nuestro stock de ideas, como una “evaluación crítica de cómo hacemos preguntas y respondemos a las cuestiones y limitaciones que podemos traer a esas tareas” (Wolf, 1988: 321).

Esto significa que la práctica y los “descubrimientos” de investigaciones realizadas en tiempos y lugares específicos son esenciales para la reformulación, refinamiento y transformación de conceptos y paradigmas. Por ello, debemos considerar las coyunturas históricas (locales, regionales, nacionales, globales) para examinar los procesos sociales inherentes a las migraciones. Además, es necesario historizar, contextualizar y reevaluar críticamente los instrumentos conceptuales concebidos para captar las experiencias migrantes. Se debe evaluar aquello que dejó de ser observado o indagado.

En el pasado, las ideologías y los modelos asimilacionistas tendían a asociar las experiencias migrantes con una supuesta ruptura de sus raíces -es decir, con un proceso de desarraigo-, y a enfatizar cuestiones del mercado laboral, aculturación y movilidad social solamente en los países de fijación. Sin considerar posibles conexiones con la tierra natal. Ese modelo comenzó a ser reevaluado a mediados de la década de 1980, desde una coyuntura histórica de reestructuración del capitalismo global, de renovación de contingentes migratorios en Estados Unidos por medio de la migración en cadena, de las ideologías multiculturales y de las reconfiguraciones de los Estados-nación. En vez de arraigo, investigadores dedicados al estudio de los migrantes en Estados Unidos -entre los cuales me incluyo- constataron que algo aparentemente diferente estaría pasando: el transnacionalismo. Pero, ¿hasta qué punto lo transnacional o lo transfronterizo son fenómenos nuevos?

El clásico The Polish Peasant in Europe and America, de Znaniecki y Thomas, cuyos cinco volúmenes fueron publicados entre 1918 y 1920, durante un periodo de grandes migraciones, ya examinaba las conexiones de estos migrantes entre Europa y América. Mis estudios sobre las migraciones seculares de los portugueses hacia New Bedford, en Nueva Inglaterra (Estados Unidos), revelan que diferentes contingentes formaron, en el pasado y en el presente, enclaves étnicos en la ciudad, manteniendo simultáneamente conexiones con la tierra natal. Pero, a finales de la década de 1980, hubo una intensificación de conexiones y prácticas transnacionales y, al mismo tiempo, una exacerbación de localismos portugueses a modo de enclave étnico en la ciudad. Estos patrones aparentemente contradictorios anticiparon las relaciones dinámicas entre globalización y localismos en esta coyuntura del capitalismo global.

Paradigmas formulados para captar las transformaciones sociales en curso atribuyeron significados diversos a los términos transnacional y transnacionalismo, y también a la concepción de lo que constituye lo político, como es el caso de la perspectiva transnacional de las migraciones (de autoras como Glick-Schiller, Basch y Blanc-Szanton), comunidades transnacionales (de Kearney, Portes, Guarnizo, entre otros) y translocalidades (Appadurai). Pero han coincidido en considerar que los actuales procesos transnacionales devienen de la reestructuración del capitalismo global y afectan al Estado-nación.

La perspectiva transnacional de las migraciones, que me influenció y para cuya formulación contribuí, prioriza la transmigración como un proceso transnacional clave en la reconfiguración del capitalismo global. Está fundamentada en los análisis marxistas de David Harvey sobre los procesos de acumulación flexible del capital. Se apoya también en las herramientas desarrolladas en las décadas de 1940 y 1950 por la Escuela de Manchester, lideradas por Max Gluckman, para estudiar las migraciones del campo hacia las ciudades en África, en el contexto de los procesos de penetración capitalista.

Con este arsenal teórico-metodológico, el transnacionalismo se focaliza en los campos sociales y las redes sociales desiguales de inmigrantes que se incorporan, y se involucran simultáneamente en la vida cotidiana de localidades de por lo menos dos Estados-nación. Estos campos sociales incluyen múltiples relaciones apoyadas por pluralidades de prácticas familiares, económicas, sociales, organizacionales, religiosas y políticas que trascienden fronteras nacionales en una construcción social única. Permiten así, estudiar transmigrantes como sujetos y actores que confrontan estructuras de poder desigual en sus vidas a través de las fronteras nacionales. Conlleva las reconfiguraciones nacionales que incorporan emigrantes en naciones basadas en populación, y no en territorios, al examniar tanto la política institucional como los intersticios sociales del poder y de la dominación, incluyen los modos a través de los cuales el Estado moldea las hegemonías nacionales y administra categorías esencializadas, respaldadas en conceptos de semejanza y diferencia.

En el contexto de estos desarrollos, ciertamente las ciencias sociales se pueden beneficiar de la concepción política relativa a la simultaneidad de las experiencias migrantes a través de las fronteras nacionales.

Eduardo Domenech. Antes que nada, me parece que es importante señalar que la “politicidad” de la migración fue reconocida tardíamente en el campo de las ciencias sociales. Bajo el largo dominio de la teoría económica neoclásica y el modelo push-pull en la explicación de la migración, el Estado y las fronteras recibieron una atención muy superficial o directamente fueron ignorados en el estudio de la migración. Aristide Zolberg (1989) ha indicado que esta ausencia forma parte del nacimiento de la teoría moderna de las migraciones, originada a finales del siglo XIX, gracias a E. G. Ravenstein cuando estableció sus famosas “leyes” para explicar los movimientos poblacionales.

Fue a partir de la década de 1980 que se empezó a extender el reconocimiento de que tanto el Estado como las fronteras juegan un papel muy significativo en el desarrollo y la composición de los flujos migratorios, en la vida cotidiana de los migrantes y en la producción de representaciones y prácticas acerca de la migración y los migrantes, entre otras cuestiones. Zolberg (1989) ha señalado, precisamente, que es la existencia del Estado y de las fronteras, así como el control estatal de las fronteras, lo que define a la migración como un proceso social distintivo. Para él, este reconocimiento constituye uno de los principales aportes teóricos que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XX en la investigación sobre la movilidad humana.

Por otro lado, John Torpey (2000) ha hecho otro señalamiento fundamental: la regulación de los movimientos de población contribuye a la formación de la estatalidad. Los estudios dirigidos a analizar las políticas migratorias pasaron esto por alto, asumiendo a los Estados como algo dado. También una contribución muy importante de la teoría transnacional aplicada al estudio de la migración ha sido destacar, por definición, la trascendencia del Estado-nación en la conformación de los movimientos y contextos migratorios, en general, y en la constitución de las comunidades transnacionales, en particular, así como su misma transformación a partir de las actividades transnacionales de los migrantes.

Ahora bien, la redefinición de “lo político” en las ciencias sociales a partir de “las migraciones” creo que resulta posible en tanto -como plantea Abdelmalek Sayad (2011) - el orden de la migración está consustancialmente ligado al orden nacional, al mismo tiempo que el orden nacional es desafiado constantemente por la ausencia o presencia de los migrantes. Esto tiene consecuencias para la investigación de los procesos migratorios y todos aquellos aspectos de la vida social que involucra. En este sentido, las críticas del nacionalismo metodológico para los estudios migratorios han sido cruciales. Para mí, el estudio crítico de la migración supone, entre otros aspectos, una revisión a fondo de las estrategias y categorías analíticas con las cuales trabajamos para advertir de qué modo el llamado pensamiento de Estado, cuyo principal fundamento es la división entre nacionales y extranjeros, opera o puede operar en la construcción de nuestros marcos interpretativos y en la manera en que se disputan políticamente ciertos sentidos, imágenes y narrativas sobre la migración en general, así como determinadas definiciones acerca de la migración en materia de políticas públicas en particular. Sin ninguna intención de atribuirle una capacidad extraordinaria o alguna característica mágica, me parece que “las migraciones”, o mejor, las experiencias de las luchas sociales que tienen lugar en el terreno de la migración -en particular aquéllas en contra del control de la movilidad, sean brutales o sutiles- otorgan la posibilidad de problematizar y cuestionar ciertas nociones de orden social que subyacen en los modos de regular el movimiento de las personas y proponer o imaginar otras formas de organización social.

En esta línea, creo que para el análisis social crítico es necesaria una aproximación que se desmarque de los modos convencionales de comprender la migración y su regulación, lo cual supone desmarcarse de los principios de visión y división que propone el “pensamiento de Estado”. Implica adoptar otro lenguaje, diferente al del Estado, que no quede reducido a los márgenes o límites que impone el lenguaje de los “derechos” y la “ciudadanía”, el cual forma parte de las prácticas de corrección política.

También, como señala Nicholas de Genova (2013), la potencial radicalidad o la fuerza disruptiva de algunas luchas migrantes derivan de su afirmación de incorregibilidad y el rechazo a codificarse a sí mismos en el marco de las convenciones del lenguaje político del Estado, particularmente los discursos de “derechos” y “ciudadanía”. Lejos de aquellos enfoques que sólo se manejan con una noción de ciudadanía formal, esta idea también está detrás de la “mirada de la autonomía” de las migraciones que propone Sandro Mezzadra (2012). Desde esta perspectiva se considera que los migrantes, independientemente de su estatus legal, directamente actúan como “ciudadanos”. Se trata de prácticas y reivindicaciones de igualdad y libertad que no necesariamente se encuadran en una noción de ciudadanía y que, al mismo tiempo, se rehúsan a ser codificada en esos términos.

Entre los “modos convencionales” podemos incluir también aquellas representaciones y prácticas que se inscriben en el denominado enfoque de derechos que asume o adopta, implícita o explícitamente, un vasto conjunto de estudios académicos sobre la migración. También el enfoque de derechos está presente en el abordaje que hacen diversos organismos nacionales o supranacionales, organizaciones internacionales, actores privados como los think tanks y asociaciones y movimientos sociales de distinto tipo. Ciertamente, se trata de un universo muy heterogéneo, que se expresa tanto en sus enunciados como en sus prácticas, y con posiciones ideológicas disímiles, que aún pueden resultar antagónicas. Sin embargo, lo que tienen en común es la visión legalista que rige su modo de pensar y hacer: una confianza excesiva en el reconocimiento formal de los derechos y en el acceso efectivo a las normas consagradas jurídicamente. Sin desconocer la relevancia que tienen determinadas leyes para la vida práctica de los sujetos y que hay leyes cuyo articulado habilita -en términos muy esquemáticos- perseguir a los migrantes o proteger, en principio, sus derechos, lo problemático con el enfoque de derechos, en mi opinión, es que se contenta con derechos obtenidos, o sea, con derechos existentes, en lugar de llevar más allá los límites de la imaginación política y pensar lo que (provisoriamente) parece imposible bajo el ordenamiento jurídico actual.

Así, por ejemplo, en lugar de que el punto de vista asumido cuestione la figura de la expulsión de extranjeros o de los “irregulares” en particular, su horizonte utópico se limita a que las expulsiones tengan lugar con garantías judiciales y que los procedimientos no violen los derechos establecidos por ley. De este modo, también se acepta como legítima la división establecida entre nacionales y extranjeros o entre inmigrantes con o sin papeles. Afortunadamente, hay otras experiencias de movilización y organización en el mundo, en particular, en contextos de marcada securitización del control migratorio, que apuntan a trastocar el orden establecido, cuestionando al Estado, las fronteras nacionales y sus efectos materiales y simbólicos, y también las relaciones de dominación y explotación que imperan bajo el capitalismo global. Muchos de ellos encarnan a los nacionales o inmigrantes “heréticos” de los que habla Abdelmalek Sayad (2011).

Alyshia Galvéz. No soy politóloga, soy antropóloga cultural, así que tal vez pienso de otra forma lo político. Pero siempre he considerado que lo político se ha definido de una manera demasiado estrecha y empobrecida. En términos simples, lo político es la lucha por el control de los bienes comunes (Warner [1941] citado en Padilla, 2007). Pero no es tan seco. Wood (2002) nos dice que lo político es la creación de significados, y Ramírez (2007) nos lleva un paso más adelante al decirnos que es el arte de lo posible.

Las migraciones siempre han provocado un cuestionamiento del concepto de lo político. Históricamente, el Estado ha servido como la institución garante de derechos, y como árbitro de la ciudadanía, a pesar de que los derechos se hayan anclado siempre a un poder sobrenatural, más allá del ser humano. Lo vemos en las pinturas del Renacimiento y en toda la época moderna temprana, cuando la idea del poder político se ubicó en la bendición de dios, el reconocimiento del papa u otra autoridad eclesiástica, y después la aceptación por parte de los ciudadanos. Las leyes mundanas del Estado no tienen ninguna vigencia sin la legitimidad brindada por las creencias fundamentales en los derechos del ser humano de por sí.

Por esto, las leyes de una dictadura, de un Estado meramente por fuerza, no son legítimas. Los migrantes presentan una contradicción: apelan a una ley supranacional, anclada en nociones de los derechos inmutables del ser humano, pero por necesidad actúan dentro de un país, y piden acceso a la protección legal de un Estado (aun cuando piden asilo político, quizá el caso más nítido de normas supranacionales y derechos humanos más allá del Estado-nación). Pensadores como Pnina Werbner (1996) insisten en que actos como procesiones devocionales, desfiles y protestas protagonizadas por migrantes son un ejemplo de “protopolítica”, que, dadas las condiciones exactas, se pueden convertir en actos políticos de verdad. Pero, a mi juicio, no existe la protopolítica, solamente lo político, y cada acto que hagamos en el mundo, en colectividad, para exigir o revindicar derechos, recursos o reconocimiento es, por ende, político.

Carolina Stefoni. Sin duda, los movimientos migratorios ofrecen una multiplicidad de realidades, tensiones y preguntas que nos sitúan en lugares privilegiados para observar las transformaciones de lo político y lo público. Así, al situarnos desde los migrantes o desde las políticas migratorias, es posible visibilizar algunos matices que dejan al descubierto los desafíos de la construcción de lo político en contextos de interculturalidad, securitización y control.

Quizá uno de los aportes más significativos en estas materias es el enfoque transnacional y los consecuentes cuestionamientos al nacionalismo metodológico que estuvo en la base del desarrollo de las ciencias sociales hasta finales del siglo XX. La problematización de categorías tan centrales en la sociología, antropología y ciencias políticas, como ciudadanía, comunidad, identidades nacionales, sentido de pertenencia al Estado-nación, permitió que los contornos naturalizados que contenían a estas categorías comenzaran a resquebrajarse, mostrando los límites que imponía la nación como contenedor de éstos.

El desarrollo de la perspectiva transnacional, que permitió, entre otras cosas, observar los procesos sociales más allá de las fronteras nacionales, se combinó con el uso de distintos enfoques teóricos que buscaban comprender la realidad social a partir de binomios como agencia y estructura; perspectivas micro y macro; local y global, entre otras.

Así, lo transnacional no sólo da cuenta de la configuración de espacios o de campos transfronterizos, sino que permite aproximarnos a la relación entre la construcción de la subjetividad en condiciones estructurales que traspasan los campos nacionales. Los estudios sobre género y familias transnacionales son un claro ejemplo del uso de estas aproximaciones.

¿Qué sucede en el campo de lo político? Si el nacionalismo metodológico condicionó a pensar lo político como una dimensión de lo público, propio de sociedades contenidas dentro de los límites administrativos del Estado, entonces, una aproximación transnacional nos plantea al menos tres nuevas aristas. En primer lugar redefine las condiciones del sujeto político en la medida en que incorpora a sujetos pertenecientes a otras comunidades políticas y estatales; en segundo lugar, visibiliza la pluriculturalidad del espacio público y, por ende, introduce el concepto de diversidad en la dimensión política, obligando a poner tensión en los principios de universalidad y particularidad, libertad e igualdad que están en la base de las sociedades modernas. En tercer lugar, como consecuencia de los elementos anteriores, lo político se visibiliza como un espacio de disputa y lucha que se sustenta, esta vez, no en la asunción de una condición de homogeneidad, sino precisamente en el reconocimiento de la diversidad bajo un principio de igualdad, y propicia lo que Chantal Mouffe ha denominado la radicalización de la democracia.

Es un ejercicio muy interesante el conectar lo que pasa, en los términos subjetivos de la experiencia subjetiva de los actores, con la pertenencia y las adscripciones políticas. En este aspecto, las migraciones pueden ofrecer una vía de análisis novedosa al conectar las experiencias subjetivas con las formas de comprensión macrosociales de la ciudadanía.

Esto plantea un desafío metodológico a los estudios migratorios. No solamente en el sentido de observar los conceptos de ciudadanía y de entender cómo y en qué medida se encajan a las experiencias migrantes en estos conceptos, sino, más bien, plantear la ciudadanía desde abajo: desde la experiencia de los propios migrantes. Un ejercicio en esa línea requeriría observar cómo las trayectorias subjetivas se vinculan con la participación ciudadana, por ejemplo.

Por otro lado, la discusión más teórica sobre la ciudadanía tiene que ver con los procesos de adscripción a un algo que está más allá de los Estados-nación. ¿Cómo generar principios de adscripción ciudadana no territoriales?, ¿son posibles principios más abstractos? En el contexto Sudamericano, podríamos indagar si sería posible una adscripción ciudadana regional y no nacional -como vinculada al Mercosur, por ejemplo-. O bien una adscripción ciudadana basada en los derechos humanos.

Pero aún nos quedaría indagar en un aspecto fundamental: ¿qué significa, para los sujetos, esas experiencias?, o ¿en qué medida son sus experiencias las que provocan una transformación hacia sentidos más amplios de pertenencia?

Por ejemplo, el uso de la categoría de “latino” en Estados Unidos o Europa ha sido abordada principalmente como una dimensión de las construcciones identitarias, acentuando la perspectiva cultural. En términos políticos, sin embargo, habría que vincular los estudios de las identidades con la cuestión de la ciudadanía. Cabría preguntarnos entonces cómo se podrían abordar estas formas identitarias de pertenencia desde lo político: ¿serían estas supuestas pertenencias traducibles en nuevas formas de ciudadanía?

-¿Cómo incluir la perspectiva histórica en la mirada que tenemos sobre la acción política concreta de los migrantes (por ejemplo, sus movimientos sociales, su actuación en la formación de partidos, sus afiliaciones políticas entre/a través de fronteras)?

Bela Feldman-Bianco. Desde mi posicionamiento como antropóloga, que privilegia un enfoque etnohistórico para el estudio de las migraciones transnacionales, considero necesario realizar, antes que nada, una breve retrospectiva sobre las orientaciones metodológicas que influenciaron la elaboración de la perspectiva transnacional de las migraciones, y su énfasis en los campos sociales transmigrantes que atraviesan fronteras nacionales (como en Glick-Schiller, Basch y Szanton-Blanc). Estas orientaciones fueron desarrolladas a partir de la práctica de la investigación de campo en África, en situaciones de aceleradas transformaciones sociales y migraciones del campo hacia las ciudades, de aquellas poblaciones antes consideradas “exóticas” o “marginales”, según los patrones occidentales.

Si bajo el ímpetu de “preservar” el modo de vida de estas poblaciones, los antropólogos tendían a indagar cómo las sociedades se mantienen; con la penetración capitalista en áreas anteriormente consideradas aisladas, y la incorporación de sus sujetos de investigación a los mercados nacionales e internacionales del trabajo, las preguntas de investigación pasaron a centrarse en cómo las sociedades se transforman. Estas nuevas indagaciones resultaron en el análisis de procesos, continuidades y discontinuidades sociales.

Así, la elaboración de un instrumental conceptual entre las décadas de 1940 y 1950 por la Escuela de Manchester, privilegiando, por ejemplo, nociones como “casi grupos”, “redes sociales”, “campos sociales” y “situación social”, tuvo como objetivo captar procesos, acciones y secuencias de desarrollo a partir de una perspectiva histórica de las sociedades en movimiento y en constante flujo. Este arsenal conceptual dirime aparentes dicotomías, tanto en lo que se refiere a las relaciones entre macro y micro como aquéllas entre agencia y estructura. Posibilita, de esta forma, la realización de análisis que conjuntamente consideran acción y representaciones en un contexto con circunstancias específicas que se desarrollan a través del tiempo y del espacio.

Algunos de estos desenlaces metodológicos, especialmente los trabajos de antropología urbana de dos manchesterianos -A.L. Epstein y Clyde Mitchell- sobre redes sociales y relaciones sociales del poder desigual, influenciaron la elaboración de la perspectiva transnacional de las migraciones. Además de la escuela de Manchester, los escritos de Gramsci, Stuart Hall, Raymond Williams y William Rosberry ejercieron fuerte influencia en la elaboración de este paradigma (Feldman-Bianco y Glick Schiller, 2011).

Sin lugar a dudas, este instrumental de la Escuela de Manchester permite combinar datos provenientes de la observación y de la indagación a partir de secuencias de eventos que focalizan gente, tiempo y lugar. Tomando en cuenta estos desarrollos, Joan Vincent -en un artículo seminal de fines de la década de 1970 sobre los estudios de la sociedad agraria como un flujo de organización, que me ha influenciado sobremanera- convoca a complementar el trabajo de campo (fundamentado en la interacción y observación intensivas en una localidad) con la investigación de archivos como una necesidad. En este sentido, subraya que la integración de la dimensión histórica y de los datos documentales para el análisis de los procesos sociales tiene el potencial de rescatar el carácter microscópico de la antropología y su especialidad para estudiar intersticios sociales. Desde este posicionamiento, propone una unidad analítica que no es solamente compuesta por los individuos y sus estrategias, sino también por personas en movimiento y por sus acciones y emprendimientos de los que depende su éxito en operaciones, al atravesar el espacio y considerables periodos de tiempo. Como corolario, esta propuesta también permite diferenciar los límites de la observación en la investigación (Vincent, 1977).

Las enseñanzas de Vincent, junto con la perspectiva transnacional de las migraciones, me han posibilitado mapear, en mis investigaciones, las dinámicas de poder desigual que modelan y que son, simultáneamente, contestadas en tiempos y espacios específicos. Estas orientaciones metodológicas permiten, así, utilizar la etnografía a partir de localidades específicas para entender cómo lo global, lo nacional, lo regional y lo local son construidos en el terreno a través de redes de relaciones sociales desiguales. Propician, por lo tanto, discernir sobre los migrantes no como comunidades étnicas o transnacionales discretas, sino como protagonistas activos y parte constitutiva de tejidos sociales de su localidad; tanto las de origen como de aquellas donde se radican. Así, podremos examinar cómo sus trayectorias de vida e identidades son moldeadas por localidades específicas y las modelan, en el contexto de las transformaciones que ocurren a través del tiempo. La dimensión etnohistórica es crucial para la realización de análisis basados en tiempo y lugar como parte de una renovada economía política de la migración, la cual destaca al papel activo de los migrantes, cuyas relaciones sociales constituyen campos sociales de poder desigual en el ámbito de los procesos capitalistas que se distienden por el globo.

Eduardo Domenech. Sin duda alguna, es fundamental la perspectiva histórica para comprender cabalmente cualquier proceso social. Sabemos, además, que hay una necesidad imperiosa de historizar las categorías, las instituciones, las prácticas y experiencias sociales para evitar esencializaciones, reificaciones o naturalizaciones de distinto tipo, así como relativizar el carácter novedoso o singular que en ocasiones se les llega a asignar. Esto lo podemos ver claramente en el terreno de las políticas de control migratorio y las estrategias y acciones que desplegaron o despliegan los migrantes en distintos contextos y situaciones sociales.

Muchas de las ideas, los instrumentos y las prácticas estatales de vigilancia y control de los movimientos migratorios que se analizan como si fueran una creación reciente tienen en algunos contextos nacionales (los países que recibieron los mayores volúmenes de inmigrantes en la época de inmigración de masas, pero también los que no alcanzaron a atraer la cantidad que se habían propuesto) casi un siglo de historia. Las medidas de “externalización” del control migratorio son un buen ejemplo. Resulta difícil explicar la existencia de una serie de prácticas (estatales o no) desarrolladas en el presente sin mirar hacia aquel tiempo pasado donde fueron prefiguradas y se constituyeron como opciones lícitas y legítimas o en algún momento pasaron a serlo. Como dice Norbert Elias (2009) en su libro Los Alemanes, acerca de la escritura de la biografía de una sociedad estatal, las experiencias de otras épocas continúan actuando en el presente y en el desarrollo de una nación.

En el estudio de la migración, tengo la impresión de que el presente, en muchas investigaciones, aparece abstraído o desconectado del pasado, sin especificidad histórica. Entiendo que hace falta ir más allá de la coyuntura y realizar análisis que contemplen de manera compleja -esto es, sin simplificaciones binarias- el largo plazo o duración. En relación con la acción política de los migrantes, concretamente, resulta muy sugerente el planteo de Mezzadra de poder capturar una temporalidad de luchas, de prácticas materiales que produzcan las condiciones para que la insurgencia pueda tener lugar mediante procesos de confrontación y solidaridad y poder construir un espacio de coaliciones heterogéneas y bases comunes, en el cual confluyan (retomando a Sayad) inmigrantes y nacionales “heréticos”.

Junto con la perspectiva histórica, creo que es importante, en términos de espacialidad, asumir una perspectiva global que también permita apreciar el alcance que tienen las acciones de diversas instituciones y movimientos sociales en materia de migraciones internacionales a escala mundial o planetaria, sin dejar de reconocer las singularidades que poseen de acuerdo con el contexto local, nacional o regional. Si tomamos en consideración las enormes diferencias en relación con la dinámica, tamaño y composición de los movimientos de población en los diferentes contextos de inmigración en los llamados “norte” y “sur”, veremos que resulta imposible “comparar” el desarrollo que tienen las políticas migratorias o, en particular, las políticas de control migratorio en distintas sociedades de inmigración, así como los modos de actuación por parte de las organizaciones o movimientos sociales, en distintas partes del mundo (a pesar de los informes mundiales de organismos internacionales que pretenden hacernos creer lo contrario con sus enunciados acerca de las “buenas prácticas”). La existencia de una división internacional de la vigilancia y el control migratorios, con líneas y zonas diferenciadas, explica, en parte, las múltiples formas que adoptan las políticas migratorias nacionales y regionales y se configuran las “luchas migrantes” alrededor del mundo.

Alyshia Galvéz. No se puede separar la participación política de la economía, la cultura y los procesos históricos. Somos los científicos sociales quienes hemos tenido la arrogancia de intentar considerar una sin las otras. Si tuviéramos una visión de lo político no en abstracto, ni mucho menos en un vacío, pero sí como parte de un conjunto de actividades, afiliaciones y colectividades, seríamos más capaces de ver que la participación política formal es una de muchas posibles expresiones de identidad y afiliación. Por otro lado, la falta de legitimidad como actores políticos que tienden a sufrir los migrantes -sobre todo los que permanecen sin autorización- proviene no solamente de su estatus como extranjeros, sino también de la marginación social y la pobreza. Los migrantes con recursos no se encuentran aislados de las conversaciones sobre el poder y la distribución de lo mismo, pero los migrantes en su mayoría no disfrutan de tal privilegio. Por lo mismo, el esfuerzo para reivindicar sus derechos debe aprovecharse de cualquier herramienta, sea la identidad y los aportes culturales, lingüísticos, económicos y sociales para unir a la colectividad e impulsar el reconocimiento. A veces la mera insistencia en la presencia es importante (“aquí estamos, y no nos vamos”), mientras en otros contextos, el valor de las contribuciones culturales o económicas de los migrantes puede llevarlos a obtener mayores derechos y acceso dentro de una sociedad.

Carolina Stefoni. La perspectiva histórica es vital. Es parte de la construcción de lo que entendemos por contexto, en la medida en que éste se relaciona con la forma en que se construyen las categorías sociales y con las tradiciones del pensamiento social. Por ejemplo, al tomar el caso del trabajo doméstico, es fundamental entender cuál es la posición que ha jugado esta categoría laboral en las distintas sociedades, pues no es lo mismo la realidad chilena, que la brasileña o la estadounidense. Así, no importa hacia donde mire uno: ningún fenómeno social se desarrolla por generación espontánea. Hay contextos, historia, conflictos que determinan las características que dicho fenómeno asume. En los estudios migratorios actuales, un elemento que ha sido menos estudiado es la posible relación por trazar sobre la migración campo-ciudad. Es fundamental hacer el ejercicio de mirar el “hacia atrás” de los procesos sociales. A la vez que es necesario ver cuál ha sido el recorrido de las categorías analíticas que usamos.

Si tomamos el tema de la discriminación o segregación en los mercados laborales que experimentan los migrantes internacionales, es importante considerar la brutal historia de exclusión y segregación de Chile, así como las profundas transformaciones del sistema económico que han dado paso a la imposición de un modelo neoliberal, donde la desigualdad pasa a estar legitimada socialmente. Estas condiciones explican de manera importante lo que actualmente sucede con los migrantes en el país y las dificultades para elaborar un proyecto de ley basado en el principio de igualdad y respeto de los derechos de todos los migrantes. Entonces llega a ser incluso divertida nuestra distorsión analítica, porque tratamos de comparar las migraciones en Chile con los procesos actuales en Europa y en Estados Unidos. Y sí, efectivamente se puede encontrar una infinidad de cosas parecidas entre estos contextos, pero no podemos obviar que la distinción, la diferencia entre lo que ocurre aquí y en Europa o Estados Unidos, sólo se explica si indagamos en los procesos históricos particulares de los contextos locales.

Ahora bien, la comprensión de los contextos es posible abordarla desde distintas perspectivas analíticas, que no están exentas de problemas. Por ejemplo, las visiones que plantea el contexto a partir de miradas demasiado culturalistas también son problemáticas. Ellas provocan unas definiciones esencialistas de las culturas, haciendo uso de variables explicativas que tienen sus propias complejidades. Lo interesante del momento que vivimos en los estudios migratorios es que observamos la convivencia entre miradas distintas, entre diversas aproximaciones, marcos teóricos, formas de explicar. Esto ha permitido poner en tensión las maneras de contextualizar un tema a partir de diferentes dimensiones -políticas, económicas, históricas, culturales-. Aun así, considero que es poca la transversalidad real entre estas miradas. Éste sería uno de nuestros trabajos pendientes.

Fuentes consultadas

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1Donde decimos “paradoja”, otros autores hubieran preferido “contradicción”. No tenemos aquí intención de omitir la conflictividad inherente al proceso de naturalización de los paradigmas clásicos de las ciencias sociales. Usamos el término paradoja aludiendo a su etimología griega: señalar que este proceso es cabalmente contrario a la opinión general que los cientistas sociales tienen de él. Asimismo, somos simpatizantes de la idea de que esta naturalización opera a modo de una contradicción dialéctica, es decir, ella promovió la ruptura y desarticulación desde adentro de los modelos explicativos a cuyo servicio fue utilizada.

2Un ejemplo válido es el caso del secuestro y desaparición de 43 estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, en la ciudad de Iguala (Guerrero, México) el 26 de septiembre de 2014 a manos de policías municipales y por órdenes del alcalde de esa ciudad José Luis Abarca. Al final se supo que los policías y el alcalde eran miembros del crimen organizado con sólidas ramificaciones en el gobierno local. La Sociedad Civil nacional e internacional reaccionaron con fuertes movilizaciones que obligaron al gobernador de Guerrero a presentar su renuncia, e incluso a desestabilizar el gobierno a nivel federal bajo el lema: “fue el Estado” (Illades, 2014).

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