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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.11 n.26 Ciudad de México Sep./Dec. 2014

 

Artículos

 

Recrear la realidad: la irrupción del cine etnográfico en la academia*

 

Recreate Reality: the Emergence of Ethnographic Film at the Academy

 

Olatz González Abrisketa**

 

** Profesora de Antropología social en la Universidad del País Vasco. Dirección electrónica: olatz.gonzalez@gmail.com.

 

Fecha de recepción: 7 de agosto de 2012
Fecha de aprobación: 15 de agosto de 2014

 

Resumen

Este artículo plantea la irrupción del cine etnográfico en la academia como un revulsivo epistemológico para la antropología e intenta identificar las resistencias a una realización cinematográfica de calidad encuadrada en esta disciplina. Apoyándose en la duración bergsoniana, defiende que el cine etnográfico debe anteponer lo específico de la creación cinematográfica a toda pretensión pedagógica o demostrativa. En definitiva, considera que debe anteponer la realidad a la búsqueda de sentido.

Palabras clave: Antropología, cine etnográfico, sentido, realidad.

 

Abstract

This paper discusses the emergence of ethnographic film in the academy as a conceptual encouragement for Anthropology and identifies resistances to quality filmmaking framed in this discipline. It argues that ethnographic filmmaking should put the specificity of film activity before any pedagogical or illustrative aims. In short, it believes that reality must precede the search for meaning.

Key words: Anthropology, Documentary, Ethnographic Cinema, Meaning, Reality.

 

El verdadero cineasta es "trabajado" por una cuestión,
que a su vez su película trabaja. Es alguien para quien
filmar no es buscar la traducción en imágenes de las
ideas de las que ya está seguro, sino alguien que busca
y piensa en el acto mismo de hacer la película.

Alain Bergala. La hipótesis del cine

 

INTRODUCCIÓN

En La hipótesis del cine, Alain Bergala hace una emotiva defensa del cine como arte. El cineasta francés, a quien Jack Lang, ministro de Educación del gobierno de Lionel Jospin, encomendó el diseño de un plan para introducir el cine en la escuela, comparte en ese libro sus reflexiones acerca de la potencialidad redentora del cine, que permitiría que los niños "entren en contacto con su alteridad radical" (Bergala, 2007: 35). Plantea además cómo debiera ejecutarse una enseñanza efectiva del mismo, basada en la experiencia iniciática y la formación del gusto, más que en un adiestramiento moral, encubierto bajo la pretensión de desarrollo del sentido crítico.

En sintonía con el mismo, este artículo defiende el papel del cine etnográfico como revulsivo epistemológico dentro de la antropología y otros saberes afines en un contexto en el que muchos de los nuevos planes de estudio resultantes de la implantación de Bologna en la educación superior europea incluyen lo que genéricamente se denomina "Antropología visual", una materia relegada hasta ahora a estudios de postgrado. La inclusión de lo cinematográfico en los estudios de formación universitaria implica un primer paso en el reconocimiento de un campo que, a pesar de haber formado parte de la historia de la antropología desde sus inicios, ha permanecido marginado académicamente. Su incorporación evidencia cierto cambio en los presupuestos e intenciones de la antropología, y responde a la coyuntura presente en relación a los medios audiovisuales. Si antes era la carestía de la producción lo que impedía una utilización generalizada de herramientas audiovisual es, hoy grabar es casi más accesible que escribir. Probablemente haya más gente con ganas de grabar que de escribir y con los medios para hacerlo. Un teléfono móvil es suficiente para captar imágenes en movimiento y las generaciones que se incorporan hoy a la universidad están más familiarizadas con la imagen que con la escritura. Esto no quiere decir que por ello vaya a abundar la producción de calidad, pero puede ser un factor determinante a la hora de promocionar la utilización de la imagen para la producción de conocimiento antropológico.

Ante este nuevo horizonte, sin embargo, ocurre que, a diferencia de la escritura, no hay unos criterios mínimos de calidad en relación a la producción cinematográfica en antropología y otros campos afines. Es relativamente fácil juzgar un texto académico, pero hay un total desconocimiento sobre qué se sostiene una buena película documental. En general, hay cierta incapacidad para identificar los elementos básicos que componen un texto fílmico de calidad y es fácil que el impulso pedagógico promueva creaciones audiovisuales cinematográficamente fallidas, algo que pretende contribuir a evitar este artículo. A este peligro se suman además problemas de autorreconocimiento: muchos documentales contemporáneos, que parece se han realizado bajo la guía conceptual de la antropología, no están realizados por gente formada en esta disciplina. Un ejemplo especialmente sorprendente es Harvesting the Wasteland (Kjøs y Grindaker, 2008), que explora las relaciones suegra-nuera en una familia rural noruega y cuya realización provoca una transformación radical de las mismas. Y los que han sido realizados por antropólogos, como es el caso de Forest of Bliss (Gadner, 1986) o Cannibal Tours (O'Rourke, 1987), son los propios autores los que reniegan de la calificación de cine etnográfico por considerar que no han querido ajustarse a las reglas del supuesto género. Y qué decir de las teóricas que cuestionan la validez para generar conocimiento antropológico de películas realizadas por antropólogas, como es el caso de Henrietta Moore (1994) acerca de Trinh T. Minh-ha.

¿Qué es lo que provoca este desencuentro entre el cine y la antropología? ¿Qué hace incapaz a ésta de firmar sin discordia películas que devienen grandes documentos antropológicos? ¿Por qué nadie niega el calificativo de antropológico a Tristes trópicos y se cuestiona en el caso de Reassemblage (Min-ha, 1982)? Este artículo pretende reflexionar sobre esta circunstancia, que presume tiene que ver con la capacidad del cine de celebrar la "realidad" y el compromiso de la antropología con la búsqueda de sentido, un compromiso que puede ser fatal para la realización cinematográfica. Anteponer el sentido para hacer cine puede ser tan pernicioso como anteponer la "realidad" para hacer antropología. Y, por eso, este artículo pretende restituir el concepto de realidad para el cine etnográfico. Y lo hace porque, dejando a un lado las controversias entre las distintas corrientes (observacional, participativa, reflexiva, evocativa o deconstruccionista),1 la experiencia como espectadores2 dicta que el mejor cine etnográfico se realiza en compromiso con la realidad y en permanente lucha por neutralizar el sentido.

No se puede pretender hacer textos con imágenes y para fundamentar la capacidad del cine etnográfico de generar conocimiento antropológico y reivindicar así el lugar destacado que éste debe ocupar dentro de la disciplina, son necesarios enfoques conceptuales y metodológicos que ayuden a reconciliar reflexión teórica y práctica cinematográfica y a identificar las ideas y procedimientos mínimos que hacen de un conjunto de imágenes y sonidos una buena película.3

 

RESTITUIR LA REALIDAD A TRAVÉS DEL TIEMPO

En Entre el tiempo y la eternidad (1990), Ilya Prigogine e Isabelle Stengers cuentan cómo la física moderna se ha visto encerrada en una concepción de la realidad que negaba toda experiencia humana. A pesar de la extraordinaria revolución de la física durante el siglo XX, con la relatividad y la mecánica cuántica al frente, y equiparable en desarrollo sólo al siglo XVII y el nacimiento de la ciencia moderna, los nuevos esquemas conceptuales, todavía vigentes, son deudores de la física clásica e implican una negación radical del tiempo irreversible. ¿Cómo puede ser, se preguntan Prigogine y Stengers, apoyándose en Bergson, que una experiencia tan categórica para el ser humano como la irreversibilidad del tiempo haya sido rechazada en la comprensión del universo? La ciencia pretendió una realidad inteligible despojada de toda subjetividad humana. Más allá de la ilusión de lo observable, de un mundo cambiante y engañoso, se escondía un orden inmutable y prístino independiente de las vicisitudes de la existencia humana.

Esta idea ha sostenido y sostiene el ideal del conocimiento científico, a pesar de que los últimos descubrimientos experimentales en física obliguen a repensarla. Al parecer el mundo no es tan diferente a como lo sentimos. O, al menos, ése es el paradigma que está marcando el modo en que algunos científicos miran hoy eso que denominamos realidad. El reconocimiento del tiempo como algo propio, no sólo de la experiencia humana, sino también de los procesos que gobiernan la naturaleza, ha hecho converger a las ciencias en la "historia". Incluso las denominadas ciencias duras se reconocen ahora parte de una "historia", una historia que marca no sólo la posibilidad misma de lo que es pensable, y por tanto la propia práctica científica, sino también el devenir de la Naturaleza. "La física —dirán Prigogine y Stengers— podía por fin definir la Naturaleza en términos de devenir; ella iba a poder describir, a semejanza de otras ciencias, un mundo abierto a la historia" (1990: 25). Pero, ¿qué significa "un mundo abierto a la historia" o, lo que es lo mismo, introducir el tiempo en las reflexiones científicas? Y, sobre todo, ¿qué implica esto para la antropología, y, más concretamente, para el cine etnográfico?

Introducir el tiempo en las reflexiones científicas implica reconocer que lo que hace que las cosas sean como son es algo inconmensurable, impredecible, e irreductible a ley determinista alguna, ya que depende de los sucesos que sobrevienen de las acciones de todas las fuerzas implicadas. Si, como Prigogine y Stengers refieren, los últimos descubrimientos en materia de procesos muestran que es pertinente preguntarse qué es lo que afecta a "seres" tan "simples" como los sistemas físico-químicos, ya que la propia identidad de estos sistemas es relativa a su actividad, parece lógico asumir que las acciones humanas y lo que las afecta en cada momento determinan el sentido de lo que somos, un sentido abierto a infinitos posibles itinerarios. Todo suceso implica que "lo que se ha producido hubiera podido no producirse y esto remite a posibles que ningún saber puede reducir" (Prigonine y Stengers, 1990: 53). Como diría Bruno Latour, no se trata de someter todos los efectos a unas pocas causas, sino de identificar en aquellos los agentes implicados: "Las causas no permiten que se deduzcan los efectos, dado que simplemente ofrecen ocasiones, circunstancias y precedentes. Como resultado, pueden aparecer en el medio muchos extraños que nos sorprendan" (Latour, 2008: 90. Las cursivas son de Latour).

En eso de hacer aparecer extraños que nos sorprendan, el cine, y más aún el cine etnográfico, puede resultar fructífero y revelador. Y lo hace no sólo por su ya destacada capacidad de hacer entrar en escena elementos imprevisibles,4 sino porque su propia constitución se sostiene sobre la posibilidad misma de atrapar el movimiento, tal y como defiende Gilles Deleuze (2009), apoyándose también en Bergson.

Sin extenderme mucho en ello, para Bergson la duración sería "el tejido mismo de la realidad" (Bergson, 2007: 277), aquello que hace que las cosas sean como son, esencialmente imprevisibles. Esta realidad nada tiene que ver con un estado inmutable de las cosas. La realidad radica precisamente en que las cosas nunca son de la misma manera, que lo más real es el cambio, la creación constante en la sucesión de nuevos instantes. Lo que sucede no va a suceder nunca de nuevo de la misma manera, ni siquiera en las condiciones ideales de un experimento, gracias a las cuales el investigador nunca va a conseguir detener el paso del tiempo sobre él y lo que le rodea.

La duración es por tanto lo que cambia y no deja de cambiar. "Lo que se hace y no deja de hacerse es la duración, es la creación de un algo nuevo a cada instante, es el instante siguiente que continúa el instante precedente en lugar de reproducirlo" (Deleuze, 2009: 54-55). Dentro de este esquema conceptual, la concreción de la duración es el movimiento, que no sería sino un corte extensivo de la misma, un corte temporal en el que la materia pasa de una forma a otra, cambia, se transforma. El movimiento para Bergson siempre se escapa, en tanto tiene que ver con el tiempo y no con el espacio. Por eso, cuando se intenta analizar el movimiento por medio de cortes inmóviles, es decir, por medio de cortes en el espacio, es imposible captar el movimiento, sino simplemente formas de cuerpos en el espacio. Para reproducir el movimiento es necesario que el movimiento se reproduzca no desde instantes privilegiados sino desde un instante cualquiera, algo que para Deleuze hace posible el cine, en el que cualquier instante cuenta. Es decir, todo instante tiene el mismo valor y se le dota del mismo lapso de espacio-tiempo. El cine consta de instantes equidistantes, materializados en las perforaciones de la cinta, no de instantes privilegiados en los que las ideas informan la materia. En su concreción física, el cine no privilegia unas formas sobre otras, como puede hacerlo la danza, la escultura clásica, la fotografía, la linterna mágica o el praxinoscopio. El cine reconstruye el movimiento desde un instante cualquiera y por ello, en cierta manera, atrapa la duración.

Esto no quiere decir que el cine sea un reflejo de la realidad, como pretendería cierto naturalismo, sino que posibilita representar (realizador) o experimentar (espectador) la realidad, en lo que tiene de inexorable, y eso es ciertamente una fuente inagotable de conocimiento antropológico, como se defiende en adelante.

 

REALIDAD Y SENTIDO EN EL CINE ETNOGRÁFICO

Aceptando como marco conceptual la idea de un tiempo irreversible, la idea de un mundo abierto y cambiante desde los niveles más elementales hasta los más macroscópicos y aceptando con Deleuze que el cine, gracias a los instantes equidistantes, es capaz de reproducir el movimiento como ningún artilugio anterior había logrado, quizás desde la antropología visual haya que quitar importancia a la capacidad de engaño de la cámara y defender su potencialidad para enfrentarse a la realidad, entendida ésta no como algo fijado sino precisamente como un constante devenir. Y no se pretende decir con esto que el cine etnográfico deba ser sólo encuadres generales, planos secuencia interminables, cámaras móviles o cualquier otra concreción técnica. Se habla de defender la capacidad del cine para mostrar la realidad frente a la voz generalizada que subraya su capacidad de engaño: "la cámara no refleja la realidad, la construye" es una afirmación recurrente que parte de un ejercicio de reprobación del espectador que llevamos dentro. Hemos sustentado la pretensión de ser críticos en la sospecha de lo que vemos, a pesar de que sabemos que esa sentencia, considerada hoy verdad incuestionable, es contraria a todo sentido común.

Tendemos a creernos las imágenes del mismo modo que nos creemos el mundo en que habitamos y sólo un esfuerzo de autocensura nos permite ponerlas en cuestión. Consideramos que una gran película nos acerca a una realidad y a menudo nos sentimos conmovidos por ella. Esta ingenuidad es lo que se enseña a combatir en las facultades de humanidades y ciencias sociales. "No hay una realidad aprehensible independiente de quien la aprehende" es uno de los axiomas centrales que se transmiten a un recién llegado. Pero esta afirmación no rompe con la creencia en una realidad objetiva. Más bien considera que no nos compete, ya que sigue diciendo que, aunque no lleguemos a percibirla, detrás de lo aprehensible, hay una realidad verdadera e insondable que sólo por medio de un experimento aséptico, depurado de toda subjetividad, sería descifrable.

Cuando Jay Ruby defiende la reflexividad como modo de que el cine adquiera la función de comunicación del conocimiento antropológico, cabe el peligro de interpretar la realidad en este sentido. Dice Jay Ruby que "ser reflexivo significa que el realizador, deliberadamente, intencionalmente revela a su audiencia los supuestos epistemológicos subyacentes que le llevan a formular una serie de cuestiones de un modo particular, y finalmente, a presentar sus conclusiones de un modo particular" (2000: 156).5 Aunque compartimos con Ruby que es deseable que de alguna manera, no necesariamente explícita, la vivencia e interpretación del autor sea una parte importante de la película, la exigencia de reflexividad parece que sigue atrapada en la idea de que hay un mundo independiente de la percepción del autor que, por inaprensible, no nos compete. Simplificando la propuesta, podíamos hacerla confluir incluso con ciertas pretensiones objetivistas: "Revelando el procedimiento del experimento podremos permitir que la audiencia sea capaz de rastrear y limpiar los restos de subjetividad: que sepa qué es adherido por el autor y qué es original de la realidad a la que éste se enfrenta" (Ídem).

La propuesta que aquí se defiende trasciende la reflexividad, en el sentido de que no coloca al realizador en el centro de la producción, como si generara indefectiblemente los hechos. Tampoco lo entiende como si fuera un elemento más, que es posible separar por medio de un análisis. El investigador afecta y es afectado de tal modo por el resto de elementos en juego que su labor es inseparable de lo que está sucediendo. Es, en otro orden de cosas, como lo que afirma Latour acerca de la formación de grupos: "cualquier estudio de cualquier grupo llevado a cabo por cualquier científico social es parte ineludible de lo que hace existir, durar, descomponerse o desaparecer al grupo" (Latour, 2008: 56). Es un matiz quizás muy sutil, pero tiene que ver con pensar lo cultural como algo constitutivo de los elementos que se encuentran, como una mera suma de partes, o pensarlo como constitutivo de los encuentros que surgen entre los elementos implicados. El cineasta no compone la trama, sino que se somete al devenir de la película. En este sentido, la disposición para hacer una película recuerda al fluir de la creatividad que sugiere Mihaly Csikszentmihalyi (1998) y que tendría que ver con cierta suspensión de la autoconciencia. En su formulación, "este fluir se parece mucho al sentimiento de incardinación de Huizinga, a la efervescencia durkheimiana, al olvido de sí nietzschiano, a la enteridad de Maffesoli, o al carácter de auto-olvido de Gadamer" (González-Abrisketa, 2011: 52).

Se trata de desarrollar cierta empatía, siempre efectiva para la investigación, pero más aún en un terreno en el que, como dice el propio Jean Rouch, la historia es creada "en el preciso momento en que la acción transpira" (Rouch, 2003: 91). La cámara participa en algo que sucede. Y en esto difiere, entre otras cosas, realizar una película de escribir un texto. El material sobre el que se trabaja se está produciendo, sucede, en el momento en que se está produciendo también la película. En esa fase de grabación de las imágenes, el tiempo vivido y el tiempo grabado son simultáneos. La película está abierta al devenir, no se construye sobre lo que ya ha pasado, como el texto. En un intento de homogenización de los procesos podría equipararse a la toma de notas, pero incluso éstas son posteriores al instante que recogen. Y, además, generalmente, las notas y testimonios forman una pequeña parte del texto, mientras que en la película la mayor parte del material, a excepción de la voz en off, música no sincronizada, etcétera, lo componen esas imágenes grabadas "en el preciso momento en que la acción transpira". Ambos procesos se equiparan en el orden que el autor proporciona al material, ya sea en la escritura, ya sea en la edición, y que dota de significación al conjunto, pero en el caso del cine la mayor parte del material que compone la película sucedió allí. Además de esto, en esa misma fase de grabación, el material no se somete principalmente a un proceso reflexivo, sino más bien a un proceso de intuición, de habilidad y de participación afectiva. Y de hecho, es esa participación afectiva la que en el caso del cine etnográfico posibilita cualquier reflexión significativa, algo que es deseable se produzca también en el espectador.

Me parece apropiado atender aquí al artículo de David MacDougall "¿De quién es la historia?", ya que en él, MacDougall se pregunta a quién pertenece la historia que se plasma en una película etnográfica y si es posible, más allá de la autoría, una independencia textual de las voces que participan en una etnografía. El propósito de MacDougall es defender un tipo de cine que tome como punto de partida las historias de los sujetos más que la del cineasta y su reflexión acerca del recorrido del filme más allá de las pretensiones del autor plantea una de las cuestiones centrales para la consecución de un cine etnográfico que compita en excelencia y reconocimiento con la escritura.

Son muchos los ejemplos de películas cuya significación cambia con el tiempo o con las diferentes interpretaciones que de ella hacen espectadores de uno u otro contexto. Un precioso ejemplo de esta colisión de sentidos la ofrece Jean Rouch cuando cuenta lo que le sucedió al mostrar su película Bataille sur le grand fleuve (1952) a sus protagonistas (Rouch, 2003: 93). Rouch, que creía que había procedido según los cánones de la antropología del momento, incorporando a las escenas de caza de hipopótamos música autóctona, se encontró con que el líder de los cazadores le pidió que suprimiera la música, ya que la caza debía realizarse en silencio. La literalidad con la que estos se enfrentaban a la película les impedía asimilar el acompañamiento sonoro en una escena que debía transcurrir en silencio. De lo contrario, los hipopótamos huirían.

En otro nivel de colisión, esta temporal, Jay Ruby refiere a las fotografías de Edward Curtis para defender la comprensión de la imagen como algo negociado, no fijado (Ruby, 1996: 1346). Los retratos anónimos de los distintos pueblos indios norteamericanos de principios de siglo, que fueron interpretados en los años 80 como racistas y etnocéntricos, son recuperados diez años más tarde por los propios nativos por su valor como medio de reconstrucción de su identidad cultural. No son más que dos ejemplos de que no es posible cerrar el sentido de algo para siempre. Y pretender hacerlo es negarle su recorrido. El hecho de que la película se transforme con las distintas interpretaciones, y por tanto, adquiera su propio sentido a través de ellas, libera al realizador de tener que posicionarse. Con "estar" es suficiente.6

Luchar contra los sentidos que queremos imponer a la película no es tarea fácil. Estamos acostumbrados a interpretar lo que vemos y las ciencias sociales ofrecen suficientes herramientas para hacerlo. Sin embargo, cuanto menos interferencias de sentido, cuanto más abierta sea la película a la interpretación que de ella quiera hacer el espectador, más probabilidades de que éste reviva ante la pantalla una experiencia análoga a la experiencia etnográfica, posibilitando así conocimiento antropológico. Y no se entienda esto con que la cámara debe ser transparente a la realidad que encuentra el etnógrafo al llegar al terreno, como si éste no hubiera pasado por allí. Ya hemos dicho que no creemos en tal realidad. Tampoco queremos decir que el bagaje intelectual del realizador sea indiferente. Estoy de acuerdo con Jack Rollwagen en que "cuanto más preparados estén los individuos para analizar aquello que va a ser filmado, más valiosa será la película para aquellos que la vean" (1988: 309), lo que no implica que este conocimiento deba aparecer explícito en la película. Lo que quiero expresar al proponer un film depurado de sentidos es que el filme se ofrezca al espectador como un "trozo de vida" en el que aparece incluida, por supuesto, la experiencia vivida en la realización. Es lo que entiendo también cuando MacDougall, en el artículo referido, defiende "la habilidad del realizador de producir un filme que vaya más allá de mero reportaje de un encuentro cultural y, en vez de ello, lo corporalice" (1995: 419).

Cuando llegamos al terreno encontramos mundos que, por muy extraños que parezcan, sentimos como reales. Tienen, por decirlo de algún modo, una coherencia existencial. Respiran. Es el antropólogo quien busca dotar de sentidos todo lo que ve. Observa, escucha, reflexiona e interpreta. Las cosas le hablan en tanto que las siente y las piensa, pero no se le imponen con un sentido prefijado de antemano. Existen, y por eso mismo no son de una sola manera. Están abiertas. En el terreno hay vida, no sentido. El sentido etic7 lo construye el antropólogo, relacionando lo que allí ve, siente y escucha, con lo que sabe, e intentando interpretar los conceptos que forman el sentido común de las personas que lo habitan.

El cine etnográfico de calidad ofrece esto mismo, brindando al espectador la posibilidad de devenir antropólogo. Las películas así tienen una coherencia existencial que permita al espectador construir sus sentidos y que la realidad aparezca, que lo que aparezca en pantalla sea, de todos los modos posibles. Las películas que funcionan así, que ofrecen analogías de la vida y no sentidos construidos sobre ella, permiten que el espectador saque sus propias conclusiones, dependiendo del nivel o tipo de conocimiento que posea. Usando las palabras de Deleuze sobre lo que es un concepto filosófico, una película "es como una idea que tiene sus proyecciones. Quiero decir que tiene muchos niveles de expresión, de manifestación. Tiene un espesor" (2009: 20).

En la película La chasse au lion à l'arc (1965), Jean Rouch cuenta el procedimiento por medio del cual los Shongai preparan el nadyi, las flechas emponzoñadas para la cacería de leones. La voz de Rouch describe el procedimiento y refiere literalmente al testimonio de los cazadores y las fórmulas que utilizan en su preparación. Rouch no da respuestas, a lo sumo incluye un "quizás" para facilitar una reflexión, pero deja abierta la interpretación de lo que sucede a los nivel es de comprensión del espectador, que seguramente tienen que ver con su propia actividad y con el lugar y época que habite. Con la misma narración, un farmacéutico griego, un cazador bengalí o una antropóloga americana obtendrán informaciones diversas y harán diferentes interpretaciones. Y todo gracias a que Rouch, quien se detiene en esa escena del modo que lo hace precisamente porque sabe de antropología, respeta la literalidad de lo que está sucediendo, es fiel a la realidad del acontecimiento, de la que él es parte indivisible. Como dice Susan Sontag a propósito de Vivre sa vie de Godard (1962), es una película que prueba, no analiza: "Muestra que algo ocurrió, no porqué ocurrió. Expone la inexorabilidad de un acontecimiento" (Sontag, 1984: 221). Y este puede ser el objetivo principal de una película etnográfica, ya que, "la fuerza mayor de una película radica en que sea indiscutible con respecto a las acciones que determina, y que transcurren ante nuestra vista" (1984: 220).

Lo contrario a esto no es desde luego la ficción,8 que tiene tanta capacidad de respirar y ofrecer analogías como el documental. Lo contrario a esto es el discurso, las películas que sólo se realizan para transmitir un "mensaje". En ellas, la carga discursiva que impone el realizador convierte la pantalla en un objeto impermeable. No hay quien entre, ni quien salga. No hay forma de empaparse. El discurso, como el mal sonido, es una intrusión inoportuna en la relación que se establece entre el cine y la audiencia, una intrusión que impide que el espectador sea arrastrado por la película y que se repite de manera preocupante en nuestra disciplina.

Con frecuencia la situación del objeto tradicional de la antropología, culturas o grupos subyugados o sometidos a duras condiciones de existencia y en peligro de desaparición, ha provocado un sesgo social en los trabajos de antropología que incide sólo en lo inhumano e injusto de la situación y en la búsqueda de culpables, o que centra la argumentación en un sentimiento de pérdida cultural. En ellos, el objeto (nunca mejor dicho) aparece reducido a su condición de víctima y, a pesar de que la película pueda o no remover la conciencia del espectador, mantiene intactas las estructuras jerárquicas que pretende romper. Si antes eran víctimas del atraso, hoy lo son del progreso. Si antes lo eran de creencias irracionales, hoy lo son de la racionalidad tecnocientífica. El caso es que la división entre el que ve y el que es visto, entre el que piensa y el que es pensado, entre el que actúa y el que es actuado, entre el sujeto y el objeto en definitiva, queda indemne.

Otra cosa son las películas en las que el vigor y la paradoja de la vida se cuela hasta en las condiciones más críticas, en las que los sujetos toman decisiones, que sean acertadas o no, les conducen a caminos inesperados, en las que las fuerzas externas arrastran a los personajes a pesar de su resistencia, en las que el realizador no tiene miedo de enseñar facetas despreciables de los personajes más humildes, ni al revés, nobles sentimientos de caciques y oligarcas, a pesar de la incomodidad que pueda sentirse en un momento u otro en la butaca. Son películas en las que el realizador no tiene miedo a ir en contra de su propio imaginario, ni del público. En el festival NAFA9 2009, Lisbet Holtedahl refirió el horror que produjo en su departamento visionar su película sobre los mundos domésticos de las mujeres en un pueblo de pescadores del norte de Noruega, donde realizó su tesis doctoral en la década de 1970. ¡Esa insistencia en todas aquellas figuritas horteras! ¡Si representaban la parte más pasiva de la mujer! Las protagonistas agradecieron a Lisbet que visibilizara de manera tan palpable su mundo. Los antropólogos se llevaron las manos a la cabeza. Ha habido un tiempo en que la antropología parecía obligada a liberar a los sujetos de todas las estructuras de dominación, propias y ajenas, a las que aparecían encadenados. Todavía hoy, en un gran número de películas antropológicas el otro aparece representado como el "buen salvaje", cuya vida ha sido corrompida por los demonios de la colonización y el capitalismo. A pesar de que encuentren el asentimiento del público, son películas encadenadas al imaginario de quien las realiza y no al de quienes las protagonizan, lo que parecería deseable desde la antropología.

Otra interferencia que generan muchos realizadores en su intento por ser "autores" es querer mostrar su inteligencia a toda costa. Son frecuentes, y muchas veces aplaudidas, las películas que relacionan los planos con agudeza. Mezclar elementos de manera ingeniosa. Ser ocurrente. Llevar al espectador por un camino estereotipado y romperlo con una imagen definitiva que le haga ver el error en que estaba incurriendo. Terminar un barrido convencional con un detalle que lo contradiga. Todo esto son ejemplos que en nuestra opinión destrozan grandes historias. Y, lo hacen, sobre todo, porque el realizador supedita tanto lo que graba como para quien graba a lo que desea por todos los medios contar.

 

CONTRA EL SENTIDO

Decidir qué grabar es definir el objeto de estudio, componiendo el sistema sobre el que se va operar y dejando fuera del encuadre infinitas posibles historias. ¿Qué es lo que puede ayudar a tomar esta decisión?

Todo bagaje teórico-especulativo nos lleva a interpretar lo que vemos en relación con nuestra experiencia intelectual. Autores predilectos, lecturas fetiche, intercambios profesionales, descubrimientos íntimos, experiencias de campo y todo lo que compone nuestro aprendizaje ayuda a decidir cuál es el encuadre idóneo para representar aquello ante lo que nos encontramos. Sin embargo, esto, que es un valor intrínseco y nada desdeñable de nuestra práctica y que debe marcar el cine etnográfico, puede malograr una película si se convierte en su única guía. Para descubrir el mejor modo de representar una buena historia e identificar la fuerza expresiva de los elementos implicados, parece necesario ser capaz de suspender la conciencia analítica y confiar en la simpatía (syn-pathos), en el padecer coincidente con las personas que se trabaja. Buscar la confluencia a través de una actitud de curiosidad y respeto por lo que allí sucede. Ya lo decía Dennis O'Rourke en referencia a los turistas que protagonizan Cannibal Tours (1987): "Simpatizo con todos ellos" (O'Rourke, 1999: 7).

Los realizadores que así proceden respetan a sus personajes, incluso a los más ridículos, y por eso les dan el tiempo necesario para que se expresen en toda su complejidad. Es lo que se ha llamado la "cámara paciente", que espera el tiempo necesario a que las cosas ocurran. Sería lo contrario a la cámara ocurrente, que fuerza los acontecimientos en el sentido que el realizador quiera dotarles. Ilisa Barbash y Lucien Taylor dedican un gran elogio al cine de Judith y David MacDougall: "vemos a la gente viviendo realmente sus vidas" (Barbash y Taylor, 1996: 372).

"Saber estar" ahí tiene que ver por tanto con abrirse al encuentro, no imponerle unos condicionantes intelectuales previos, aunque estos puedan servir de guía ante la toma de decisiones. Se es parte de algo que está sucediendo, un encuentro inter-subjetivo que no es ni independiente del investigador, ni dirigido plenamente por él. El realizador toma las decisiones sobre la filmación, e incluso puede inducir a que las cosas sucedan, incitar a que algo se mueva, en el sentido de la cámara provocativa que defiende Rouch. Pero esto no quiere decir que el realizador pretenda llevar las cosas a donde quiere, más bien quiere saber, espera con curiosidad conocer qué sucederá. No se impone a los acontecimientos, más bien aguarda con expectación y se deja arrastrar por ellos.

Eso es precisamente confiar en el proceso, algo que tiene que ver con aceptar las condiciones de filmación y adaptarse a ellas. Un viaje en canoa puede provocar la pérdida del trípode y convertir la cámara alzada en un recurso expresivo de primer orden, como le ocurrió al propio Rouch. O que se rompa el fotómetro pueda dar tonalidades inimaginadas que luego en edición resulten significativas del ambiente vivido. Una lluvia ininterrumpida puede obligar a realizar todas las tomas desde el interior y resultar ser luego la mejor perspectiva posible. Con Latour, la agencia de las cosas, de los sujetos no-humanos, ha adquirido cierto estatus ontológico, pero esto es algo que la experiencia de cualquier cineasta ya sabía. Todo rodaje tiene imprevistos técnicos, climatológicos, o de cualquier otro tipo. Una actitud positiva ante los mismos hace que estos puedan convertirse en el mayor acierto de la película. Nunca se sabe dónde está lo que va a hacer de un grupo de imágenes y sonido una buena película y por ello hay que saber dejarse llevar por los acontecimientos. La recomendación de Hou Hsiao-Hsien que recoge Bergala es clara: "privilegiar siempre lo que se ve en el momento del rodaje sobre lo que se piensa o sobre la idea que uno se ha hecho" (Bergala, 2007: 53). Esto es en la práctica confiar en la realidad y no considerar que ésta puede aprehenderse a través de un análisis exhaustivo de sus componentes.

En una actitud similar a ésta funciona el proceso creativo a que se entrega el realizador en la edición. Muchas veces soluciones encontradas al azar se convierten en recursos cinematográficos de primer orden, que tienen consecuencias no sólo estilísticas sino también epistemológicas y/o políticas. Otra vez Rouch ofrece el mejor ejemplo. Los saltos de raccord10 y de eje, recursos generalmente relacionados con Godard, quien los utiliza de manera magistral en Le Mépris (1963) para ofrecer una permanente sensación de acoso sobre la protagonista, nacen de los montajes de Jean Rouch. En ellos, el cineasta prescinde de los planos detalle para ofrecer continuidad narrativa a la escena. Los condicionantes de la cámara, que le permite grabar escenas de una máximo de 25 segundos de duración, y la urgencia de grabar lo mejor de los acontecimientos en los que está participando, le llevan a inventar el que en su radicalidad será uno de los mejores recursos del cine: la superposición de planos secuencia sin intercalar planos detalle, los saltos de continuidad. Con el tiempo esto se convertirá en toda una declaración de principios: un compromiso con la realidad que nada tiene que ver con ofrecer una percepción similar a la vivida en la cotidianeidad. Como dice Deleuze, "El movimiento de un pájaro en el cine no es percibido en absoluto como el movimiento de un pájaro en las condiciones naturales de la percepción" (2009: 27). La realidad tiene que ver con algo que ocurre, que deviene y el cine da la posibilidad de representar y experimentar ese devenir de una manera específica. Pero, ¿cómo hacerlo? Cabe preguntarse ahora en base a qué se toman las decisiones de realización. Y para ello, parece necesario referirse a la necesidad de un método.

El método consiste en una serie de estrategias que guían la realización, reglas que el realizador se autoimpone para poner orden o límites al infinito de posibilidades en el que está inmerso todo proceso creativo, pero que son precisamente las que lo activan. De eso trata precisamente el documental The Five Obstructions (2003, o también Las cinco condiciones), en el que Lars Von Trier impone ciertas reglas de realización a Jørgen Leth. Aunque inicialmente absurdas, las reglas resultan estimular la búsqueda de soluciones y la aparición de nuevos recursos.

Aun así, si el método elegido se convierte en un método de autor, es decir, si siempre se utiliza el mismo método para todas las películas, éste se convierte en estilo y al final funciona del mismo modo que el discurso, imponiéndose a las cosas. Judith MacDougall, ante una pregunta de Ilisa Barbash sobre el papel del estilo en el cine etnográfico, responde que "el estilo es justo lo que se rechaza, y luego, por supuesto, algo nuevo se debe encontrar durante el proceso de realización. Cada nueva película exige una reevaluación constante de la forma de abordar su realización" (Barbash y Taylor, 1996: 375). Cada problema o tema debería producir sus propias estrategias metodológicas. Parece deseable que el método se origine en contacto con el objeto de estudio, con lo que se quiere filmar. De esta manera, la formalización de la película tendrá que ver con aquello que le ha dado lugar. La propia forma reflejará su contenido, objetivo máximo de una buena película, etnográfica o no. En Stranger than the Paradise (1984), Jim Jarmush muestra las aventuras de tres jóvenes desarraigados. El hastío y la extrañeza que protagoniza la película se materializa en la estructura del filme, que no es más que una consecución de escenas/escenarios cuasi teatrales cuyas transiciones son fundidos a negro. La propia formalización de la película expresa la indolencia y el desapego de esos seres descontextualizados. Es un claro ejemplo de cómo una opción estética incorpora semántica, reforzando los contenidos que ofrece la película. Dentro del campo que nos ocupa, Cannibal Tours es otro ejemplo de cómo la forma informa el contenido. La propia película se realiza como un tour, en presente continuo. Afirma O'Rourke: "toda la película está marcada por una toma de conciencia por mi parte —que yo transmito a la audiencia— que el proceso de hacer la película, de la fotografía en sí, es un aspecto integral de la película. Tiene una relación evidente también con el turismo" (Lutkehaus, 1989: 429).

El sentido que quiere otorgar el realizador a la película se materializa en la estructura fílmica, de manera que se asume la autoría sin ser intrusivo en las interpretaciones que puede realizar el espectador. Ésta es a nuestro entender la culminación del buen cine etnográfico y suele ser un modo de hacer característico de cineastas que, negándose a ser didácticos, buscan en la forma el modo de ser políticos, el modo en que su película afecte la mirada del público sin ser directivos. El discurso queda fuera del contenido del filme para quedar contenido en la forma, algo que busca de manera ejemplar la antropóloga cineasta Trinh T. Minh-ha. A pesar de que su cine pueda entrar en contradicción con lo que propugnan sus textos (Moore, 1994), o precisamente gracias a eso, la permanente lucha de Minh-ha de no reproducir los discursos implícitos en los procedimientos al uso de la práctica tanto cinematográfica como antropológica le ha llevado a una investigación sin precedentes de métodos incontaminados. El método, que es lo que le permite renovar la mirada y evitar las certezas, es lo que le sirve precisamente para salvaguardarse del sentido:

Occidente humecta todo con sentido, a la manera de una religión autoritaria que impone el bautismo de pueblos enteros (Roland Barthes). Sin embargo, tal ilusión es real, tiene su propia realidad, aquella en la que el sujeto de Conocimiento, el sujeto de Visión, o el sujeto de Significado sigue desplegando relaciones de poder establecidas, asumiéndose a Sí mismo como la reserva elemental de significado (reference) en la búsqueda totalitaria del referente, el verdadero referente que está ahí afuera en la naturaleza, en la oscuridad, esperando pacientemente a ser descubierto y descifrado correctamente: para ser redimido. Tal vez entonces, una imaginación que se dirige hacia la textura de la realidad es capaz de dominar la ilusión en cuestión y el poder que ejerce. La producción de una irrealidad sobre otra y el juego del sinsentido (que no es mera insignificancia) sobre el significado puede, por lo tanto, ayudar a aliviar al referente básico de su ocupación, pues la situación presente de investigación crítica trata mucho menos de atacar la ilusión de la realidad como de desplazar y vaciar el establecimiento de la totalidad (Minh-ha, 1993: 107. Cursivas mías).

 

CONCLUSIONES

La antropología ha fundamentado gran parte de su éxito en la búsqueda efectiva del sentido. Es frecuente considerar que una formación en antropología otorga cierta capacidad para encontrar los sentidos ocultos de la realidad, aquello que el resto no ve, como si estos se encontraran más allá de la superficie de las cosas, de la apariencia. Este procedimiento de desmadejar la frondosa selva en busca de sus huidizos habitantes puede ser muy gratificante para el lector, quien necesariamente se adentra en ella a través de las descripciones e interpretaciones que el antropólogo realiza. Para el espectador, sin embargo, ir tras la espalda del antropólogo puede convertirse en un suplicio. El espectador lo que quiere es llevar el machete. En la pantalla espera encontrar una selva que desmadejar solo. Espera vivir una experiencia análoga a la vivida por el antropólogo, que se le ofrezca un mundo vivo, sin interpretar.

Esta es la forma de generar conocimiento antropológico a través del cine: ofrecer al espectador la posibilidad de devenir antropólogo. Y para ello es necesario anteponer la realidad al sentido, una realidad próxima y accesible que tiene que ver no con elementos y fuerzas inmutables sino con la irreversibilidad de los hechos y la creatividad de lo contingente. Bajo esta guía conceptual, parece necesario aprender a mirar de nuevo la superficie de las cosas, a ejercitarse en la búsqueda del acontecimiento, del que somos parte inseparable.

De este modo es posible reconciliar la cualidad artística del cine con las pretensiones epistemológicas de la antropología. Y albergar además ilusiones políticas; exactamente eso que quería decir Paul Klee cuando decía: "ustedes saben, falta el pueblo". El pueblo falta y al mismo tiempo no falta. El pueblo falta, esto quiere decir que (no es claro y no lo será nunca) esta afinidad fundamental entre la obra de arte y un pueblo que todavía no existe, no es ni será clara jamás. No hay obra de arte que no haga un llamado a un pueblo que no existe todavía" (Deleuze, 1987). El acontecimiento como la obra de arte son fundantes, no en tanto que clausuran un sentido sino que abren la posibilidad a un encuentro, a una confluencia, a la construcción de una verdad que es en sí misma proceso. Y eso es lo que ofrece una gran película al espectador. En ella el sentido no se entiende ya como totalidad cerrada sino en su significación de querer ir juntos hacia alguna parte.

 

FUENTES CONSULTADAS

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Filmografía

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Minh-ha, T. T. (1982), Reassemblage: From the Firelight to the Screen, Nueva York-Senegal: Women Make Movies, color, 40 min.         [ Links ]

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Notas

* Este artículo forma parte de la investigación EHU11/26 "Antropología visual: un modelo para la creatividad y la transferencia de conocimiento", financiada por la Universidad del País Vasco, cuyo proceso de trabajo puede seguirse en https://hautaldea.wikispaces.com.

1 Para un análisis de estas corrientes, ver Ardevol (2006), capítulos II y III.

2 El masculino se utiliza como genérico a lo largo del artículo cuando no se encuentra una fórmula neutra alternativa.

3 Dentro del grupo HAUtaldea se ha discutido varias veces la idoneidad de denominar como "buena" película a una producción cinematográfica. He decidido mantener el calificativo porque considero que del mismo modo que es posible identificar criterios de calidad en un texto escrito (coherencia argumental, claridad expositiva) y calificarlo como un buen texto, es posible hacerlo con una película, a pesar de que los criterios sean otros.

4 Como afirma MacDougall, a diferencia del texto escrito, en el cine "se 'cuela' una mayor información sin codificar proveniente de las imágenes" (1995: 408).

5 Todas las traducciones de textos referidos en inglés son mías.

6 La expresión justa sería "con 'saber estar' es suficiente". Más adelante se explicitan las cualidades de ese "saber estar" o en los que consideramos mejores modos de "estar" para realizar una película etnográfica de calidad.

7 La distinción emic/etic se ha generalizado en las ciencias sociales y las ciencias del comportamiento, pero especialmente en la antropología, desde la década de I960, para referirse a dos tipos diferentes de descripción relacionadas con la conducta y la interpretación de los agentes involucrados. Fue introducida por primera vez por el lingüista Kenneth Lee Pike (1967), basándose en la distinción entre phonemics (fonología) y phonetics (fonética); popularizada después por el antropólogo estadounidense Marvin Harris y teórico del materialismo cultural (véase especialmente Harris, 1979: 29-45). Se entiende generalmente emic como el punto de vista del nativo y etic como el punto de vista del "extranjero" u observador, a través de diversas herramientas metodológicas y categorías, de acuerdo con el musicólogo y semiólogo Jean-Jacques Nattiez (1990: 61) [nota del editor].

8 Para una aproximación a la ficción como posibilidad más real que el documental de abordar la realidad, véase Zizek (2004).

9 Nordic Anthropological Film Association: www.nafa.uib.no.

10 Se entiende en general el raccord como la continuidad que existe —o "debe" existir— entre las escenas de una película [nota del editor].

 

INFORMACIÓN SOBRE LA AUTORA:

Olatz González Abrisketa. Doctora en Antropología, profesora de Antropología social en la Universidad del País Vasco e investigadora principal del proyecto HAU: "Antropología visual: un modelo para la creatividad y la transferencia de conocimiento". Dirección electrónica: e-mail: olatz.gonzalez@gmail.com

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