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Andamios

versão On-line ISSN 2594-1917versão impressa ISSN 1870-0063

Andamios vol.11 no.25 Ciudad de México Mai./Ago. 2014

 

Artículos

 

Resonancias del origen: el pecado en ciertos ensayos latinoamericanos

 

Perla Sneh*

 

* Psicoanalista y escritora. Doctora en ciencias sociales por la Universidad de Buenos Aires. Dirección electrónica: perlasneh@yahoo.com.ar.

 

Fecha de recepción: 11 de enero de 2011
Fecha de aceptación: 06 de noviembre de 2014

 

Resumen

Este artículo aborda el término pecado -recurrente en algunos autores latinoamericanos- que introduce una chirriante disonancia en el tono esperanzado de los discursos nacionales de la primera mitad del siglo XX. Se abordan textos de Fernando Ortiz, Octavio Paz, Ezequiel Martínez Estrada y Héctor Álvarez Murena, publicados en los años 40'/50' que coinciden en retomar, explícita o implícitamente, el término pecado aún si con diversos modos, lecturas y tonos. Pero, además, se ubica un momento de improviso retorno del término, en torno a la historia como ámbito de violencia política, un retorno que reclama una lengua en la que el término pecado sostenga el reclamo de un suelo ético donde pensar circunstancias actuales.

Palabras clave: Pecado, ensayo latinoamericano, Fernando Ortiz, Octavio Paz, Ezequiel Martínez Estrada, Héctor Álvarez Murena.

 

INTRODUCCIÓN DEL PECADO

En realidad, el pecado no tiene domicilio propio en ninguna
ciencia. El pecado es objeto de predicación, en la
cual el individuo habla como individuo al individuo.

Kierkegaard

 

Si ensayo y latinoamericano son términos que se afirman en el territorio de una tradición establecida —la del ensayo como espacio de constitución nacional (Rotker, 1994: 9) dominado por la utopía y el discurso de la razón—, pecado viene a sembrar ahí una objeción, más aún, un atolladero: ¿qué hace la agobiante densidad del pecado —con la constelación semántica que evoca: castigo, expiación, falla, crimen, expulsión— en un territorio hecho de progreso, cambio, libertad, un espacio de amplitud, apertura, democracia, todo rezumar y transparencia, todo comienzo y potencial? (Rotker, 1994: 10)1

Pecado, término de oscura reverberación, que reclama atención para el misterio de lo sagrado, efecto de sombra en una trama discursiva iluminada por la razón, nombra una inquietante materia que irrumpe como un cuerpo extraño en esa trama, excediendo sus tópicos y sus temas,2 atravesándolos de una equívoca "fuerza discursiva" al atentar contra el espíritu de los términos enarbolados como banderas de los proyectos americanos del signo que sean (Rotker, 1994: 10). Porque entre cambio, progreso y libertad (Rotker, 1994: 12),3 el rumbo irredento del pecado constituye una extraña propuesta identificatoria. También, una objeción a la dicotomía civilización/barbarie, ideologema fundante en la constitución de las naciones latinoamericanas, que alienta una lectura del Mal que, aún en sus diversas modulaciones,4 siempre habita el espacio de un otro. La disruptiva introducción del pecado como eje de argumentación que perturba esa distancia con el Mal, atenta contra la consideración de América como territorio en estado de inocencia.

El rumbo del pecado en el ensayo latinoamericano —entendiendo ensayo menos en su matiz genérico que tentativo y latinoamericano menos como pasaporte que como avatar del lenguaje— abre, entonces, a un anacronismo que reclama lectura, aunque más no fuera porque su modo de gravitar en el ensayo le otorga su valor de actualidad: la actualidad del ensayo, dice Adorno, es la actualidad de lo anacrónico (Adorno, 1998).

Anacronismo de un pasado irreversible irrumpiendo en una tierra "tan nueva que las cosas carecían de nombre",5 tiempo inmemorial que socava lo que se quiere puro futuro y posibilidad (Rotker, 1994: 20), el pecado hace resonar lo irreversible contra el privilegio de lo que aún no ha advenido —que convierte experiencia en pronóstico— y modula una desesperante disonancia en el tono esperanzado de los discursos nacionales.

En esa disonancia queremos atender a cuatro voces: las de Fernando Ortiz, Octavio Paz, Ezequiel Martínez Estrada y Héctor Álvarez Murena, en textos que, si bien cercanos en cuanto a sus fechas de publicación (años 40/50)6 que coinciden en retomar, explícita o implícitamente, el término pecado aún si se diferencian en sus modos, sus lecturas y, sobre todo, sus tonos. Conformar este corpus de lectura persigue menos establecer una supuesta nueva categoría que atender a lo que en estos textos insiste en sustraerse a la clasificación y al sistema, ya que estas voces persiguen precisamente en la más universal de las narraciones, el pecado, una diferencia específica. Buscar esa diferencia evocando la caída —acontecimiento humano fundamental que reclama ser narrado— subvierte la temporalidad estática de lo universal y abre a una posible teoría filiatoria, es decir, a una historia singular, al relanzar con la antigua pregunta ¿de dónde venimos? el rumbo del ¿cómo somos? con que el ensayo latinoamericano suele empantanarse en los meandros de la raza (Rotker, 1994).

Estas voces que resuenan en torno al pecado pueden ser universalizantes (Octavio Paz), traviesamente científicas (Fernando Ortiz), empeñosamente soslayadas (Ezequiel Martínez Estrada) o directamente inaudibles (Héctor Álvarez Murena), pero todas coinciden en dejar caer en la homogeneidad de la inocente novedad latinoamericana una inquietante heterogeneidad. Los modos de tratar esa heterogeneidad será lo que este trabajo intentará situar, considerando el pecado no tanto como tópico, sino como insistencia: la de una objeción en busca de un modo de decirse. Una objeción que renueva el tropiezo, el atolladero, el anacronismo. Una objeción que no resulta, entonces, un mal lugar para la lectura.

 

FERNANDO ORTIZ: UNA VOZ TRAVIESA

Cuba tuvo dos orgullos paralelos,
síntesis de curiosísimo contraste, ser el
país que producía el azúcar en más cantidad
y el tabaco en más calidad.
El primero fue desvanecido;
el segundo, nadie se lo podrá quitar.

F Ortiz

 

Fernando Ortiz, en su texto fundacional, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Ortiz, 1978), toma al "moreno tabaco" y la "blanconaza azúcar" e, invocando la tradición del Libro del buen amor, los hace hablar ya no en "buenos versos", sino en "prosa pobre" para decir "sorprendentes contrastes". Amparándose y, al mismo tiempo, descontándose de la herencia hispana, Ortiz modula sus voces en una forma musical, el contrapunteo, que transforma en conversación política, el contrapunto. Contrapunteo alude a disputa, una disputa "punto a punto", un argumento sobre cualquier tema, continuo y debatido por dos o más voces. Las ideas se debaten de a una a la vez, con el propósito de sobresalir, hacer alarde e imponer su argumento al adversario. Sin embargo, el contrapunteo también alude a una composición musical del folklore cubano, circunstancia que remite a la sonoridad de una lengua singular y cotidiana.

Oralidad y conversación política se funden en el texto de Ortiz, que narra un contraste devenido mito de origen cuando "el tabaco y el azúcar, los personajes más importantes en la historia de Cuba se juntan en la mente de los descubridores de Cuba" (Ortiz, 1978: 80), e introducen el pecado por la vía de la tentación: de la codicia, el azúcar; de los demonios, el tabaco.

Con un ánimo científico7 traviesamente matizado de prosa sensual, "productos que se consumen con gran deleite en bocas humanas", "morir por el fuego como un endemoniado", Ortiz considera el fenómeno de lo específicamente cubano en términos de lo antitético: "¡Contraste siempre! Alimento y veneno, despertar y adormecer, energía y ensueño, placer de la carne y deleite del espíritu [...] realidad y engaño" (Ortiz, 1978: 81). Y aún si parece zanjar el contraste por recurso al género —el azúcar es ella, el tabaco es él— los traviesos dioses de la antítesis se entremezclan volviendo a trastocar los términos porque ella es fruto de él (Apolo) así como él viene de ella (Proserpina) en la vía del profundísimo contraste que es la historia misma de Cuba.

Contraste de don y vicio no sólo entre ambos personajes sino, y sobre todo, de cada uno consigo mismo. El tabaco es a un tiempo, don y sustracción; don generoso que se sustrae para asegurar su continuidad, dejando su huella evanescente en la sensualidad de un cuerpo que aparece demorándose en sus sentidos: perfume, color, pureza, sabor; recurso a los sentidos que van conformando diferencias olfativas, táctiles, visuales y revelando en el moreno tabaco a un endemoniado —satánico, peligroso, pecador— que habrá de perecer por el fuego para que su espíritu escriba con humo inefables promesas de redención. Entre lo satánico y la redención, el pecado se cuela, como al descuido. Porque no menos venenoso que la bíblica mandrágora o la romántica belladona, brote de antiguos males en un mundo nuevo, el tabaco donado al hombre europeo nombra un pecado que América purga con el don de otras plantas "honradas y suculentas" (la laboriosa papa; el tomate, manzana de amor; el pimiento, rey de las especies), plantas serviciales que expían la potencia maligna liberada por ese personaje oscuro que es cómplice, criminal, delincuente, asesino, portador de un diabólico virus de procederes que parecen sobrenaturales.

Este enlace a lo sobrenatural permanece, como un bajo continuo, en el ánimo antitético que sostiene el tono mismo de Ortiz. Porque si bien el contrapunteo culmina en bodas (tabaco y azúcar) y en nacimiento (el alcohol derivado del azúcar), la trinidad que surge de allí no disipa el misterio de esa sacralidad: la del espíritu endemoniado que engendra en la muy civilizada azúcar el mismo padre satánico del tabaco.

Sosteniendo y subvirtiendo la dicotomía civilización/barbarie, tabaco y azúcar revelan y esconden —confiesan y encomian— el pecado de haber liberado a la atmósfera del mundo la malignidad de sustancias que cautivan y consumen. El pecado de otorgar al hombre el extraño don de tan misteriosas sustancias nombra una economía de dioses y demonios que disemina la gracia pecaminosa de la arrogancia y la revolución: "En el torcido, el fuego y las humosas volutas siempre hubo algo de revolucionario, algo de retorcimiento bajo la opresión, de ardimiento destructor y de elevación liberadora [...]" (Ortiz, 1978: 87).

Y si bien Ortiz toma de Lombroso, de quien se reconoce discípulo, el recurso a la interdisciplina y del positivismo de la época el rigor de una perspectiva evolucionista, nada menos lombrosiano que esa dialéctica de voces en contrapunto que resuenan haciéndose humo. Quizás más cercano a Giovani Pappini8 que a Lombroso, Ortiz describe, y celebra, una existencia que se afirma en el horizonte de su evanescencia. A eso llama: lo cubano.

Y para cercar este juego de transmutaciones que signan lo cubano, Ortiz acuña el término transculturación para decir el particular modo en que las culturas se ven influenciadas mutuamente, en un intercambio constante y dinámico que no puede reducirse a la figura de la síntesis. Como hecho de transculturación, el mestizaje es, para Ortiz, lo que resiste la presión de dos mundos, el europeo y el americano; de dos tiempos, un pasado que repudia y un futuro que no reconoce. Pero entonces el mestizaje es la vida misma de lo inadaptado, lo que se sale de uno y otro mundo, de uno y otro tiempo. Esto hace de la transculturación un raro concepto, afectado del misterio de lo que ese concepto no llega a cernir, pero señala.

El contrapunteo —término musical que, subrayémoslo, evoca diferencia y conjunción de voces que nunca se sintetizan en una— nombra, entonces, amén la ocasión de forjar un nuevo concepto,9 un modo de leer, porque para Ortiz, este positivista que atiende a la mano de un profesor sobrenatural disponiendo adrede "caracteres y efectos antitéticos" (Ortiz, 1978: 80), se trata de un misterio que, entre dioses y demonios, se revela hurtándose a su propia revelación. Esto no supone la inclusión de lo meramente inefable en el horizonte de la ciencia, sino un límite al conocimiento, límite no relanzado a un futuro de progreso, sino inherente a la materia misma de su objeto.

Travesuras de científico que no renuncia a la imaginación semántica, presente tanto en los términos que Ortiz acuña10 como en el tono irónicamente politeísta con que encara el Mal que el pecado, cubano, desparrama por el mundo; presente incluso en su tono, por así decir, neológicamente panteísta, que modula su peculiar modo de adjetivar: "yerbas esquivas al frío con ardores de lujuria", "trigo y maíz empenachados como conquistadores afanosos de linaje". El tono de un científico que no desoye la oralidad cotidiana y compone lo que podemos llamar un singular "positivismo mágico".11

Quizás el uso alegórico del lenguaje de Ortiz, su recurso a metáforas corporales, la elaboración que hace del poder como resultado de fantasmagorías vegetales, minerales, orgánicas, permiten leer la transculturación —síntesis de concepto e imagen que desborda la teorización al atender a lo inusual y lo inesperado— como forma clandestinamente neológica del pecado. Un pecado que se expresa en lo antitético, que no supone una economía de conmensurabilidad entre dos elementos contradictoriamente enlazados, sino la postulación de lo inconmensurable, que oficia de límite a un vértigo de remisión entre contrarios; un límite que Ortiz nombra misterio y que señala lo irreductible a la unidad, un límite que se constituye en el funcionamiento mismo de lo antitético. Ese funcionamiento irreductiblemente antitético que da marco, sin capturar, a lo que desborda ambos contrarios, será, para Ortiz, la cubanidad.

 

OCTAVIO PAZ: UNA VOZ MAYÚSCULA

Traición y lealtad, crimen y amor, se
agazapan en el fondo de nuestra mirada.

Octavio Paz

 

En El Laberinto de la soledad, considerado el "documento por excelencia de la mexicanidad" (Correa Rodríguez, 2005), publicado en 1950, Octavio Paz, poeta y ensayista,12 aborda el pecado por lo que quizás es su faz más oscuramente cautivante para el lector latinoamericano: la traición, esa "palabra melodramática que alude a un índice acusador en prolongación de un brazo crispado" (Viñas, 2000); que persiste como antiguo desvelo en la escritura latinoamericana.13 Esa figura, prototipo de un otro insidiosamente oculto en lo propio, es la que Paz ubica en el origen mismo de lo mexicano, triplemente encarnada en la figura de la Malinche: mujer, indígena, traductora.

¿A qué apunta Paz con esta trinidad traicionera? Al enigma femenino, cifra viviente de la extrañeza, a un cuerpo sobre el que se ejerce violencia porque se teme insensible, a un cuerpo que es el conocimiento mismo (en palabras de R. Darío, citado por O. Paz). Pero, sobre todo, a un verdadero "cuerpo extraño", seducido y silenciado, pero habitado por una lengua que traduce y traiciona al dar a luz.

Para la historia oficial, la Malinche era una indígena de habla náhuatl, compañera de Hernán Cortés durante la conquista de México.14 Prestó un importante servicio a los españoles como intérprete de las lenguas náhuatl y maya y por eso llegó a convertirse en símbolo de deslealtad y renuncia a los valores primigenios, al punto que se llama malinchismo al contagio de tendencias extranjerizantes (Paz, 1954: 95). Para Paz, la Malinche es, sobre todo, cifra de un pecado en el origen que él persigue en la lengua mexicana misma, puesto que "América Latina es una realidad verbal. O sea: una lengua" (Paz, 1954: 38), en sus palabras prohibidas, secretas, ambiguas, malditas; en un lenguaje secreto de malas palabras que, tramando la poética cotidiana, transportan y perpetúan la traición. En ese suelo de palabras, la Malinche aparece a la lectura de Paz bajo dos circunstancias fundamentales: el acto de la traición y la marca trágica que deja en el fundamento de una cultura perpetuamente desgarrada por los dualismos, entre la fiesta y el miedo, entre la apertura y el abandono. Pero en esta senda, la Malinche pierde su nombre y se vuelve la chingada, madre mítica, reducida a puro objeto de la acción corrosiva del verbo (Paz, 1954: 83). El término chingar es voz de procedencia azteca que ubica en el origen violencia y violación, pero también, y sobre todo, alude a fracaso; recurrencia ominosa de un factor paralizante, fracaso que acecha a cada paso para impedir toda acción positiva, como si la única acción posible fuera imaginar metáforas de esa derrota (Scheines, 1993). Una derrota que el habla cotidiana perpetúa: hijos de la chingada es insulto y confesión que nombra a los "otros", aquellos que, sin embargo, dice Paz, son hijos de una madre tan indeterminada y vaga como ellos mismos (Paz, 1954: 83).

Paz lee esta indeterminación, "sarcástica humillación de la Madre y no menos violenta afirmación del Padre": las mayúsculas, que revelan más reverencia que alegoría, son de Paz y señalan, quizás, su extraña fascinación con esa figura absolutamente degradada que, sin embargo, ostenta un extraño poder: la Malinche, al devenir chingada, pierde todo cuerpo, toda singularidad, para convertir en puro espacio de ejercicio de violencia, especie de violencia absoluta, que Paz llame a esto "pasividad", no mina su cualidad de absoluta, donde no cabe ni siquiera el agente, imaginario o no, de la violencia: las lecturas de Paz sobre la Malinche no pasan por Cortés, a quien no le hace jugar ningún papel. Inadvertido parricidio que ubica en el origen15 una madre humillada, violada, violentada pero que se basta a sí misma: la chingada es toda Madre.

La mayúscula, entonces, algo dice del tono de Paz; un tono que impregna el ánimo dialéctico con que va confrontando particularidades del "ser nacional", al ritmo de estados de soledad y orfandad, el pachuco y la Malinche, con factores sociales e históricos para reencontrarlos instalados en lo universal del hombre contemporáneo: Padre y Madre nombran en el origen la angustia por el delito mismo de haber nacido. Pero entonces, la diferencia buscada en la misma lengua mexicana se diluye en la condición universal del hombre. La indeterminación —espacio potencial de determinaciones— se torna abstracción : "La historia universal es ya tarea común. Y nuestro laberinto, el de todos los hombres" (Paz: 1954: 90). Y esto es tan cierto que resulta mentiroso.

Porque si el grito impudoroso ¡hijos de la chingada! que revela una alternativa de hierro, humillar o ser humillado, recluye al sujeto en su traición; si traicionando, repudiando a la traidora, el mexicano se desliga de su pasado y queda solo en la historia, no queda menos sólo en la máxima definitoria y universalizante de Paz, que diluye el enigma de lo perdido en la unidad recobrada en lo universal, abstracción que cancela la paradoja de lo que mata y da vida al mismo tiempo.

El tono de tratado y la mirada distante de Paz (escribe, dice, desde una distancia que precisa confesar, como si hablara de una oscura culpa)16 revelan un mestizaje, pertenencia a dos mundos y a ninguno, heredero de una violación, pero de una violencia tan absoluta que es sin misterio, como si la universalidad que fuerza la síntesis ejerciera una nueva violencia: la que arrasa con lo mestizo para sustituirlo por la abstracción del Hombre, el que pertenece a todos los mundos, que son Uno. La indeterminación que aloja el mestizaje desemboca en abstracción; el enigma de la mujer, en teología materna; y el pecado, que partió de la pregunta por la diferencia histórica, termina por diluirse en el texto de Paz en neutralidad filosófica.

 

MARTÍNEZ ESTRADA: UNA VOZ AMARGA

Un pasado así se olvida, pero no tiene remedio.

Ezequiel Martínez Estrada

 

Amarga es la voz con que Martínez Estrada17 habla del pecado. Voz amarga que, en retórica de anatema e inculpación, refiere el pecado a una pasión en el origen: el odio. Hijo del odio llama Martínez Estrada al habitante de la Pampa, tierra que, asociada a un origen fallido, es fuerza que no cohesiona ni redime, apenas un "paisaje que queda lejos y está vacío" (Martínez Estrada, 1986: 223).

El nuevo mundo, sin forma ni localización en el planeta, no era más que una caprichosa extensión de tierra poblada de imágenes; nació de un error y se extendió en otro. Los que se embarcaban venían soñando, soñando quedaban quienes los despedían. Pero ese sueño no hallaba otro suelo que la pesadilla de una tierra ilimitada y vacía. Una tierra sin pasado y que, por eso, se cree que tiene porvenir, porque en esa extensión de pesadilla, ligarse a la tierra no significa, a diferencia de Europa, donde esa ligazón es un lazo a la historia, otra cosa que venganza y codicia.

Así este mundo, en su novedad, no es reserva de inocencia sino de rencor y odio. La unión del invasor y la mujer sometida deja una sustancia inmortal y avergonzada que perpetúa la humillación, semillas de odio que el apuro y el disgusto disfrazan de amor (Martínez Estrada, 1986:28). Puede que el repudio de esa voz —expresamente rechazada por la sociología científica—18 no sea ajeno al repudio de la lengua que pone en juego: una lengua que "guarda la señal fresca de la violencia y la repugnancia" (Martínez Estrada, 1986: 187); una vida en torno a lo que se evita decir: el problema moral de un error perpetuado en otro por la vía del odio y del rencor.

El odio al español se envasaba en el odio al indio. El desprecio contra el español, en el desprecio contra el "gringo". El gaucho, de huacho, huérfano en quechua, da su sentido agónico a "la terrible palabra, la palabra proscrita: mestizaje'. Tragedia de quien en cuerpo y alma pertenece a dos mundos separados, odiados entre sí (Martínez Estrada, 1986: 250). Y América despierta a la conciencia de sí en un despertar tan violento como el sueño (Martínez Estrada, 1986: 36) en una historia pautada por la destrucción y por un oculto rencor contra una lengua de filiación paterna. La repugnancia al idioma nativo, dice Martínez Estrada, persiste en la tendencia al seudónimo, tendencia en la que ve una forma de secreto resentimiento de un ser sin historia, "hijos de nadie", para quienes el ser es un castigo.19

El tono de Martínez Estrada es profético, lo que significa, en términos de Elias Canetti, que tiene la capacidad de producir espanto. Y es ese desolado, trascendental espanto, que actualiza sin explicitar el término pecado, lo que emana de la figura existencial que su escritura pone en juego: el extranjero, cuerpo desplazado en un suelo hostil, cuerpo atormentado y solitario, que, como el propio Martínez Estrada habla, "en un idioma ya olvidado y que apenas algunos descifran como jeroglíficos".

Ajeno a su propia tierra, su horizonte es el mestizaje, esa "temible palabra" con que Martínez Estrada nombra un modo de la lengua, "un contenido, un estilo, un uso del lenguaje" (Martínez Estrada, 1986: 465) y que da su sentido agónico a lo que no es mera "mezcla" sino ineludible bastardía. El cuerpo que recorre este ensayo es un cuerpo enfermo de bastardía y resentimiento sometido a un análisis impiadoso.

Y el pecado, sustrato silencioso del tono profético, es nombre de un resentimiento que actualiza el origen, al ubicar el Mal en lo más propio, convierte este "ensayo de interpretación nacional" en discurso axiológico en torno a la indigencia de la condición latinoamericana.

 

HÉCTOR ÁLVAREZ MURENA: UNA VOZ INAUDIBLE

América es una presencia en mí
en la medida en que soy americano,
pero acaso aún más
en la medida en que no lo soy.

Héctor A. Murena

 

El más extremo de estos pensadores del pecado en Latinoamérica es, a la vez, el menos audible, "el más ausente de los ensayistas nacionales argentinos" (Ferrer, 2002). Su nombre es una persistente ausencia en las lecturas argentinas. No lo citan, pero tampoco lo olvidan (Savino, 1985). Pero cuando se lo cita, no necesariamente se lo lee.

En impensada cercanía con Lugones, del que todo lo separa, Murena, atento lector de Martínez Estrada, busca reinstalar el mito en el pensamiento de lo americano. Y comienza su texto El pecado original de América con el ánimo mítico de un pretérito imperfecto que pone en juego la necesidad de narrar como recurso para otorgar existencia a los hechos: "En un tiempo habitábamos en una tierra fecundada por el espíritu, que se llama Europa y de pronto fuimos expulsados de ella, caímos en otra tierra, en una tierra en bruto, vacua de espíritu, a la que dimos en llamar América" (Murena, 1954: 163). Esa privación en el origen adquiere un carácter pecaminoso: "De entrada tropezamos con lo negativo, puesto que ese hecho básico que es nuestro estar en América, por ser privación espiritual, se ha alzado ante nosotros con un cariz predominantemente pecaminoso" (Murena, 1954: 170).

Murena sostiene que lo constitutivo del hombre americano, considerado como producto de la inmigración europea, es el desarraigo, circunstancia con la que Murena pone en juego la figura existencial del desterrado: "No podemos continuar a España ni continuar a los incas, o a cualquiera otra cultura indígena que se desee invocar, porque no somos ni europeos ni indígenas. Somos europeos desterrados". Murena pone el acento en un ser que existe en lo que no quiere ser. Ese acento en el no ser no ubica, entonces, ese pretérito mítico como referencia a un pasado sino a una angustia actual, porque ese mito es sostén de los nombres del presente.

Figura incómoda de estilo incómodo, Murena —que se desentiende de las coyunturas e ignora los decálogos intelectuales de su época—20 encuentra, leyendo a Martínez Estrada, en cuya desolación ve una esperanza, la violencia devastadora que pone a cuenta de una renegación del origen, una fundación falsa, equivocada, en un espacio incógnito de error y desvío. El hombre americano, dice Murena, está gravado por un segundo pecado original, extraña originalidad segunda, pecado que deviene rasgo de excepción, inquietante identidad negativa que hace de América el objeto de un oscuro llamado. La extraña formulación, segundo pecado original, permite desplazar el acento de un origen que asedia a un comienzo posible. Porque ese rasgo de excepción, aún en su peligrosa consistencia imaginaria, es ocasión de una temporalidad insondable, que trastoca la nostalgia del origen con la pregunta por esa rara expulsión del reino del espíritu (Europa). Rara porque ese reino sigue presente. Y se tratará, para Murena, de perderlo de una buena vez: en esa pérdida está la posibilidad de otra historización, aún si el presente es purgatorio donde esta posibilidad está siempre diferida, más sujeta a lo imaginario de la pérdida que a su devenir potencial presente.

Al afirmarse como no siendo europeo, la "mala disposición a lo que se es", da lugar a dos reacciones en el hombre americano, reacciones que Murena describe en Psiquis, el segundo apartado de El pecado...: por un lado, la negación del propio origen, figura del cosmopolita que se resuelve en una fantasía de auto-engendramiento y una no diferencia entre "aquí" y "allá" que alienta una permanente expectativa por lo que "un poco más y seremos"; por el otro, un intento de olvidar la expulsión como si no hubiera habido herencia mutilada, que silencia los vestigios extranjeros en una "unidad" inventada de la nada. Cosmopolitismo y folklorismo serán las expresiones extremas, e igualmente fallidas, aún si de signo contrario, de la psiquis angustiada del excluido.

El pecado en Murena refiere a la desesperación ante la certeza de una condena previa y, sin embargo, en esa misma desesperación, entendida al modo de Kierkegaard (Mattoni, 1999) germina la esperanza. Porque ese pecado original, que es angustia y desprotección, reviste también la marca de una potencialidad positiva (Cristófalo, 1999). El pecado, el mal, "el mayor de los misterios, es, a su vez "un elemento dinámico" ligado a la construcción y la elección divinas (Murena, 1974: 170).

Es en Potencialidades, el tercer apartado de este ensayo, donde se despliega la posibilidad de superación que, en América, pasa no por ser resto sino más allá de Europa, un objeto convertido en otra cosa, lo que Murena llama transobjetivación. Así surge una opción afirmativa donde el pecado o la angustia de no ser no europeo ni autóctono, condena de imperfección, se transforma en posibilidad de superar tanto el modelo como su negación: lo que Martínez Estrada pone en juego como lo nuevo, lo nunca visto.

El tono de Murena es de interpelación, de llamado a una presencia. Su voz persigue perplejidad y desconcierto al introducir el pecado como nombre nuevo para una existencia que exige un nuevo nombrar. El pecado es para Murena, entonces, cifra de un nombre; en donde hay que buscar el propio nombre secreto, del que América se vio despojada.

 

RESONANCIAS DEL PECADO

Si uso la palabra pecado, no es para simplificar.
[...] Tengo necesidad, en efecto,
de aquello que la noción de pecado tiene de infinito.

Bataille

 

Vemos que el pecado en estos textos no es reductible a una categoría, ni siquiera a un ideologema, sino que supone un despliegue, la puesta en escena de un drama, un "pathos retórico" (Cristófalo, 2005) que no nombra una teología de la redención ni una economía de la expiación como recuperación del origen, sino el registro de lo irredento como posible principio.

Con toda la fuerza de su constelación semántica, que evoca un orden sagrado —entendido como misterio, que no es lo mismo que la sacralización del origen—, el pecado en estos ensayos, al introducir el sujeto de una pérdida y reclamar nuevas formas de narración, es ocasión de un discurso político.

El pecado no define aquí una identidad, sino que evoca el espacio de una diferencia siempre inasible. Los autores de estos ensayos, aún en sus diferencias de rumbo y de tono, apuntan menos a "La" nación, aún si algunos, como Paz, sucumben a los encantos de la mayúscula, que a una lengua que hay que construir. El pecado no constituye un programa sino un modo de leer la situación latinoamericana. En el reclamo por esa lengua coinciden estos dispares autores: Ortiz, un hombre de ciencias; Octavio Paz, un hombre de ideas; Martínez Estrada, un hombre de visiones; Murena, un hombre de letras. En ellos, en sus escrituras, el pecado, es objeción a la dualidad que atraviesa el pensamiento latinoamericano, civilización o barbarie, porque al sustraerse a ambas, es ocasión y exigencia de una lengua singular. En esto coinciden, con todas sus diferencias, el teísmo paradójico de Murena, el "positivismo mágico" de Ortiz, la filosofía mayúscula de Paz y el fatalismo nietzscheano de Martínez Estrada, en perseguir un orden profanamente sagrado: una lengua para decir la circunstancia de una antigua y nunca inocente novedad. El pecado hace, entonces, de "América" una pregunta moral, una situación que requiere una ética y nombra, entonces, un reclamo de pensamiento crítico.

 

VOCES IMPREVISTAS: EL RETORNO DEL PECADO

Es precisamente el recién mencionado reclamo lo que nos obliga a esta especie de imprevista coda, que abrimos con una pregunta: ¿Qué del pecado retorna en la promoción de términos como culpa y perdón la escena pública?21 ¿Qué resuena del pecado en un ámbito donde lo confesional —tramado en el secreto— se ha vuelto discurso público?

A tantos años de estos ensayos, y aquí es preciso reducir nuestro corpus a los ensayos de Martínez Estrada y de Héctor Murena, la historia como escenario en ruinas, la tenebrosa apropiación de cuerpo y nombre que es la desaparición, esa novedad latinoamericana cuyo nombre se acuñó sobre todo en lengua argentina, actualizan la vigencia del pecado, actualización que podemos ubicar en dos tiempos. El primero, un texto de Ramón Alcalde, de 1987, en torno a la sanción de la ley de Obediencia Debida (Alcalde, 1987), donde ensaya los términos necesarios a un posible vocabulario político: culpa, perdón, exculpación, inocencia, guerra, obediencia, derecho no como abstracciones sino como momentos de la decisión. ¿Qué haber hecho, se pregunta, además de rehusar que es un modo del hacer? Habla entonces de una culpa para la cual las designaciones del lenguaje jurídico son insuficientes, pues delito o crimen no la recubren adecuadamente. Se trata, más bien, de lo que el lenguaje religioso nombra como pecado. Término que no implica adhesión a ninguna teología o teodicea en particular.

El segundo tiempo de este "retorno" del pecado —también por la vía de la culpa— se abre con una carta de Oscar del Barco que responde a la publicación en los números 15 y 16 de la revista mensual de política y cultura La Intemperie (Córdoba) del testimonio de Héctor Jouvé donde narra, entre otras cosas, el fusilamiento de dos militantes por parte de sus compañeros. La carta de del Barco, donde se reconoce responsable de esas muertes, está articulada en torno al No matarás como trama moral de la historia y desató un debate inédito en la cultura argentina.

En estos textos, quizás tan marginales como lo fueron los de Martínez Estrada y Murena, retorna el pecado. En revistas de circulación limitada (La intemperie) o referidas a un ámbito específico (Conjetural, revista psicoanalítica, donde la carta de del Barco encontró sus primeros interesados, aunque implacables, interlocutores), o en ese raro ámbito de privacidad pública que es el Internet. La carta provocó la respuesta de una serie de ensayistas (Diego Tatián, Christian Ferrer, Héctor Schmucler, Horacio González, Tomás Abraham, Eduardo Grüner, entre otros) que luego fueron reunido en un volumen, donde, curiosamente, el precepto que rige la discusión "No matarás", con su carga interpelativa en segunda persona, se transforma en "No matar",22 transformación que es índice de la complejidad en juego en el debate.

Y, por supuesto, no pretendo aquí zanjar —¡si se pudiera!—, este debate; ni siquiera reseñarlo, lo que excede los alcances de estas páginas y abren las coordenadas de otras, por venir. Sólo se trata de señalar la insistencia del reclamo de un suelo ético en el que pensar las circunstancias actuales, eso que antaño el ensayo latinoamericano encontraba en el pecado, aún nos requiere. Es decir, mencionar las palabras que traman el espacio donde el pecado es un nombre para Latinoamérica. Todavía.

 

FUENTES CONSULTADAS

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Notas

1 En el imaginario social, América es grande, abierta, democrática y, sobre todo, nueva. Continente del Nuevo Mundo, tierra intocada por la historia, nuevo comienzo de la humanidad.

2 Susana Rotker (Rotker, 1994) elabora los tópicos del ensayo latinoamericano enumerando entre ellos: el cambio, el progreso, la novedad (que remite al ataque o la defensa de la tradición y los modos de su transmisión); el debate sobre la vigencia, o no, de modelos (regionales o universales, europeos o norteamericanos, etcétera); soberanía, legalidad y educación en torno al eje civilización/barbarie; la referencia al pueblo, al que se intenta tanto reverenciar y representar como traducir y domesticar; la educación como vía de perfectibilidad, sea en términos de consolidación nacional como de domesticación de las fuerzas populares; los lenguajes nacionales; la idea de raza como respuesta a la pregunta ¿cómo somos?; la utopía marcada por un comienzo que fuerza a borrar el pasado, soportando una enorme censura del origen indígena; la construcción de un sujeto-personaje que se confunde con el autor, fundiendo vida y escritura un único gesto; la relación con el pasado como discurso historiográfico y narrativo.

3 "[...] los temas cambio, progreso, libertad, aparecen como bandera de todo proyecto, sea del signo ideológico que fuere". (Rotker, 1994: 10).

4 Sea la barbarie en el poder, como lo es para Sarmiento, sea su encarnación en el Imperio, como lo es para Rodó, para nombrar sólo dos ejemplos fundamentales.

5 Como da a entender Gabriel García Márquez en su emblemática novela Cien años de soledad (Buenos Aires: Sudamericana, 1967).

6 Salvo el texto de Martínez Estrada, Radiografía de la Pampa, que fue publicado por primera vez en 1933; sin embargo, dado que fue su reedición de 1942 la que encontró su lector —Héctor A. Murena— no dudamos en incluirlo en el corpus considerado.

7 "Ortiz toma de Lombroso, ha dicho Julio Le Riverend, la tendencia al 'entrelazamiento de métodos y técnicas y puntos de mira interdisciplinarios'. El italiano 'planteaba la posibilidad de un entronque profundo de contenido entre fenómenos y disciplinas, algunas de las cuales no encontraban aún una diáfana delimitación como la Sociología, la Etnografía, la Biología, la Psicología, la Genética que parecían mezclarse en una súbita posibilidad insospechada de solidaria contribución al desarrollo de la comprensión humana'. Del 'padre de la Criminología', aprendería, además, muchos de los enfoques social darwinistas y organicistas que caracterizarían la primera etapa de su pensamiento, afortunadamente superada después. Bajo la escuela fundada por este pensador realizaría Ortiz sus primeras incursiones en temas propios del entorno cubano. Para Ortiz, se trata de ir de lo particular a lo general, del análisis a la síntesis. Parte siempre de los hechos; llega siempre a una ley". Véase José Antonio Matos Arévalos, Prólogo a La santería y la brujería del los blancos (Defensa póstuma de un inquisidor cubano), de F Ortiz, (en prensa).

8 Ver, por ejemplo, el cuento "La nueva escultura" (Pappini, 1931), donde un artista con rápidos movimientos, compone una efímera estatua de humo.

9 Que, como nadie se cansa de señalar, cautivó al mismísimo Malinowski, como si su valor se redujera a ese aplauso.

10 Para explicar mejor el concepto transculturación Ortiz considera importante crear dos neologismos complementarios, indispensables para comprender y explicar el proceso sociocultural. Lo justifica así: Porque éste (el proceso transculturador), no consiste solamente en adquirir una distinta cultura, que es lo que en rigor indica la voz anglo-americana aculturación, sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial desculturación, y además significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse de neoculturación (Ortiz. 1978: 135).

11 No podemos dejar de mencionar aquí que, mientras escribe el Contrapunteo..., Ortiz se dedica a acopiar material para su prolongado estudio sobre la magia y los magos (publicado póstumamente), incursionando en el drama diabólico de brujas y sacerdotes, hechiceros y energúmenos, cultos mágicos posesiones y aquelarres. Véase Matos Arévalos, Prólogo a La brujería..., op. cit. nota 7.

12 La generación literaria de Octavio Paz se dio a conocer primero en las revistas Barandal (1931-1932), Cuadernos del Valle de México (1933-1934), y Taller Poético (1936-1938), para concretarse como tal en la revista Taller (1938-1941), con E. Huerta, N. Beltrán, A. Quintero Álvarez y otros. Ingresó en el servicio diplomático en 1943 y obtuvo puestos en Francia, la India, Japón, etcétera. En 1963 obtuvo el Gran Premio Internacional de Poesía, en el VI Concurso del Congreso Internacional de Poesía de Knokke, Bélgica. Además de director de la revista Taller, fue redactor de El Hijo Pródigo, la revista Hoy, México en la Cultura, La Cultura en México, Universidad de México, etcétera. Ocupó el cargo de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la Embajada de México en París y el de embajador en la India. Miembro de El Colegio Nacional, en 1988, recibió el Premio Nobel de Literatura.

13 Fantasma latinoamericano que preocupa a todos, desde el patriota que escribe el "Plan de Operaciones" hasta Borges, de Arlt a Piglia, por nombrar sólo algunos.

14 Aunque no se conoce a ciencia cierta sus datos biográficos con anterioridad a la llegada de los españoles, la así llamada Malinche probablemente nació en Paina (región de Coatzacoalcos). Un cacique la vendió como esclava en una localidad maya del estado de Tabasco, fue regalada (12 de marzo de 1519), junto a otras esclavas, a Cortés y bautizada luego como Marina. Primero vivió con Hernández de Portocarrero pero, al partir éste a España, se convirtió en amante de Cortés, de quien tuvo un hijo, Martín. Luego, Cortés la casó con el capitán J. Jaramillo, al que dio una hija, María (González Hernández, 2002).

15 Esto insiste en un México oficial que se considera heredero del legado indígena y niega su pasado español: muchas estatuas se erigieron para recordar héroes indígenas; ninguna recuerda a Cortés. Sin embargo, el idioma oficial del país es el español y no náhuatl, otomí, tarasco o huichol; y la cultura dominante es europea mientras que el indígena vivo es sólo parte de una minoría discriminada (Megued, 2004).

16 "Debo confesar que muchas de las reflexiones que forman parte de este ensayo nacieron fuera de México, durante dos años de estancia en los Estados Unidos": Octavio Paz, a diferencia de otros intelectuales de su época, no vivió del todo el momento y el ambiente más intenso de la preocupación sobre lo nacional en su país. Luego de ir a España durante la guerra civil, regresa a México en 1937. Parte de nuevo a una estancia a los Estados Unidos con una beca Guggenheim de 1943 a 1945. Poco tiempo después de su regreso, sale a desempeñar cargos diplomáticos en París de 1945 a 1951, y en Nueva Delhi, Tokio y Ginebra de 1952 a 1953, al servicio del ministerio de Relaciones Exteriores. Así pues, la primera publicación de El laberinto de la soledad se encuentra en medio de una serie de estancias fuera de su país (Paz, 1954).

17 De formación autodidacta, Ezequiel Martínez Estrada (Argentina, 1895-1964) es uno de los ensayistas argentinos más singulares. Nietzsche, Spengler, Freud, Sarmiento y Alberdi conforman el heterogéneo sustrato de influencias sobre el cual se cimenta su pensamiento. Entre sus muchos escritos se cuentan Radiografía de la Pampa (1933), La cabeza de Goliath (1940) y Muerte y transfiguración de Martín Fierro (1948).

18 En 1965, Gino Germani declara, lapidario: "Hice un análisis de toda la obra de Ezequiel Martínez Estrada para ver qué había en ella de rescatable: no hay casi nada".

19 El autor explicita esto en su lectura del Martín Fierro, Muerte y transfiguración del Martín Fierro (Martínez Estrada, 1983).

20 Para ser contemporáneo, dirá Murena, hay que volverse anacrónico (Murena, 1973).

21 La práctica del pedido de perdón público, realizada por figuras como el Papa, ha irrumpido como elemento en la escena política ya a fines del siglo XX.

22 El volumen fue titulado, finalmente, Sobre la responsabilidad: No Matar (Córdoba: El Cíclope Ediciones/La Intemperie/Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba, 2007).

 

INFORMACIÓN SOBRE LA AUTORA:

Perla Sneh. Psicoanalista, escritora, investigadora. Dra. En Ciencias Sociales (UBA). Profesora Titular en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Investigadora Sr. Del Centro de Estudios sobre Genocidio (UNTREF). Coordinadora de Contenidos de la Carrera de Especialización en Estudios Judaicos y Judeo-americanos en la Maestría en Diversidad Cultural (UNTREF). Integrante de la Revista Redes de la Letra - Escrituras del Psicoanálisis. Ha publicado numerosos artículos en el país y en el exterior y, entre otros, los siguientes libros: La Shoah en el Sigo - Del lenguaje del exterminio al exterminio del discurso (e/c. Dr. J. C. Cosaka, Xavier Bóveda, 1999) y "Palabras para decirlo - Lenguaje y exterminio" (Paradiso, 2012), por el que le fue otorgado el Premio Nacional en la categoría Ensayo Sociológico (edición 2009-2012) por la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Nación Argentina. Dirección electrónica: perlasneh@yahoo.com.ar

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