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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.11 no.25 Ciudad de México may./ago. 2014

 

Artículos

 

La ciudad de las fantasmagorías. La modernidad urbana vista a través de sus sueños

 

The City of "fantasmagoria". Urban Modernity Seen Through your Dreams

 

Donovan Adrián Hernández Castellanos*

 

* Maestro y doctor en filosofía por la UNAM. Dirección electrónica: donovan.ahc@gmail.com.

 

Fecha de recepción: 28 de marzo de 2012
Fecha de aceptación: 07 de octubre de 2014

 

Resumen

El ensayo conforma una interpretación filosófica de la ciudad a partir de la categoría marxiana de la fantasmagoría. Ello obedece a una doble estrategia: por un lado, se postula una hipótesis arqueológica para analizar la discursividad crítica en el siglo XX (Benjamin, Kracauer, Bloch y Adorno), la cual insiste en que el a priori histórico de la filosofía tardomoderna son las metrópolis de masas; y en un segundo momento se realiza una breve genealogía de lo político, la cual estudia el fenómeno urbano desde las siguientes líneas problemáticas: la constitución de una política de la experiencia y la de una política del cuerpo en el capitalismo del siglo XX. Se defiende que la teoría crítica propuso una política materialista de la lectura para captar la "experiencia" moderna en "imágenes", al mismo tiempo que se estudia el nuevo urbanismo decimonónico como parte del dispositivo de poder de la fantasmagoría. El argumento general sostiene, así, que la ciudad del siglo XIX, cuya eclosión se encontrará una centuria después, estuvo organizada a partir de la circulación de las mercancías, con sus efectos fetichistas sobre la experiencia humana. Finalmente, se argumenta que el nuevo urbanismo y su gubernamentalidad se organizan a través de los dispositivos de seguridad biopolíticos.

Palabras clave: Política de la experiencia, visión sinóptica de la ciudad, fantasmagoría, política del cuerpo, discursividad crítica.

 

Abstract

The paper proposes a philosophical approach to the city thought through the Marxian concept of phantasmagoria. First I argue an archeological argument about the critical discourse of the philosophy and then a genealogical approach to the political. The paper argues that the city of late capitalism is the city of the phantasmagoria. As a conclusion, I argue that the city of the twentieth Century is the city of biopolitical security.

Key words: Policy of experience, synoptic vision of the city, phantasmagoria, policy of the body, critical discourse.

 

De cualquier modo, vivir en la ciudad
significa verse sometido a sus poderes de fetiche.

David Harvey, París, capital de la modernidad.

El sueño debe saber calcular.

Victor Hugo

 

I

"La calle, único campo de experiencia válido", afirmó de manera contundente André Bretón en alguno de los abundantes instantes de peligro de aquél turbulento siglo XX. La filosofía crítica que supo escucharle se hizo eco de esta peculiar iluminación, aforismo que no pretendía ser aplicable únicamente al campo de las vanguardias y su estética fragmentaria.1 Es bien sabido que Walter Benjamin, pensador de un estilo propio y revolucionario, suscribía a su manera el dictum surrealista, para integrarlo dialécticamente en un proyecto filosófico que se proponía indagar sobre los orígenes de la modernidad, descifrando los sueños decimonónicos sobre los que reposaba la catástrofe del capitalismo tardío. Como buen marxista heterodoxo, Benjamin sabía que toda época sueña con la posterior, y que al nuevo modo de producción le corresponden en la conciencia colectiva imágenes en las que lo nuevo se entrelaza dialécticamente con lo antiguo; no otra cosa era el famoso Libro de los pasajes, escrito fragmentario que ha sido leído como una suerte de diccionario donde se encuentran las claves de la experiencia moderna. Pensar la dialéctica en imágenes fue su estrategia epistemológica, pues, en su firme esfuerzo por separarse de lo anticuado, el sueño en el que, en imágenes y formas iconográficas, surge la posibilidad de lo nuevo, este último aparece "ligado a elementos de la prehistoria, esto es, de una sociedad sin clases"; consecuentemente "la utopía, que ha dejado su huella en miles de configuraciones de la vida, desde las construcciones permanentes hasta la moda fugaz" (Benjamin, 2009: 39) se creía materializada en aquellas formaciones urbanas que vieron nacer a las modernas sociedades de masas. La utopía se quiso urbana y la ciudad se convirtió en la ciudad de las fantasmagorías. París, una capital que la burguesía transformaba rápidamente en una ciudad del capital (véase Harvey, 2008: 35), dio lugar al protofenómeno (Urphänomen) de la modernidad en su versión autoritaria.

Siegfried Kracauer, colega del crítico berlinés y pensador injustamente menospreciado, escribió al respecto en su libro de 1923 titulado Jacques Offenbach y el París de su tiempo:

La sociedad francesa del siglo XIX, con sus monarquías y dictaduras, sus Exposiciones Universales y sus revoluciones [...] es la precursora inmediata de la sociedad moderna no sólo porque fue testigo del nacimiento de la economía mundial y de la república burguesa, sino porque además tocó diversos motivos que persisten hoy en día. Además, el marco de sus relaciones se aparece como algo paradigmático. Adicionalmente, un análisis de ésta sociedad es relevante porque sin duda es posible rastrear el complicado pensamiento y el comportamiento del presente desde los modelos que surgieron en la Francia del siglo XIX (Kracauer, 2002: 23).

Pensar la modernidad a través de sus formaciones oníricas y urbanas fue, sin más, el proyecto de una filosofía que pretendía tomar tan en serio el materialismo como para dejar que las cosas mismas hablaran, sin la necesidad de una mediación práctica y teórica entre la estructura y la superestructura pensadas por cierto marxismo ortodoxo (Buck-Morss, 2001: 19). Pero, como suele ocurrir, las voces de la crítica no piensan al unísono.

En este sentido, Theodor W Adorno sostuvo que "la filosofía fragmentaria" de su desdichado amigo "quedó en el estadio de fragmento, víctima quizá de un método del que ni siquiera queda resuelto el problema de si es incluible en el medio del pensamiento" (Adorno, 1962: 256). Proyecto inspirado por el surrealismo, la obra benjaminiana caería presa de su encandilamiento por lo onírico y sus imágenes, mitad encantada por el fetichismo mercantil y mitad obsesionada por el fetichismo positivista de los datos culturales, a los que les faltaba una teoría de la mediación con las condiciones globales de la producción. Lo que se aplica a Benjamin podía aplicarse también a Kracauer, pues ninguno de los dos pretendía reconstruir la totalidad de la sociedad burguesa, sino que, por el contrario, echaban a andar un "método micrológico y fragmentario" que nunca se ha apropiado "plenamente la idea de la mediación universal, que en Hegel y en Marx funda la totalidad" (1962: 253).2 Pero no sólo por un reparo epistemológico es que Adorno cuestionaba las pretensiones filosóficas de sus antiguos mentores; sobre todo había una reserva política en sus dudas y su escepticismo, en ocasiones desproporcionado, frente a la originalidad esbozada por ambos pensadores. Se trataba, para Adorno, de que la categoría de "conciencia colectiva" no atendía a las divisiones de clase hechas evidentes por Marx, lo cual emparentaba la crítica benjaminiana con Jung y Klages, pensadores reaccionarios que coquetearon con el nazismo sin titubeos. Años después, durante su exilio norteamericano, el propio Ernst Bloch cuestionaría al psicoanálisis, pero esta vez por un análisis materialista sumamente atinado; para el filósofo del principio esperanza Freud, perteneciente al período del liberalismo clásico de Europa, intentaba volver consciente lo inconsciente para la emancipación del individuo, mientras Jung disolvía al individuo en las tinieblas arcaicas del inconsciente colectivo, donde los arquetipos se constelaban con sus luces y sombras en la resonancia mistificadora de la sangre y la tierra. No podía ser de otra manera porque Jung pensaba en los tiempos del capitalismo monopolista que había extinguido, en la realidad, las condiciones favorables a la emergencia del individuo burgués (Bloch, 2007). Adorno, por su parte, insistía en que el comunismo de Benjamin y Kracauer no era lo suficientemente dialéctico; lo naive en ambos planteos radicaba en su visión utópica del comunismo arcaico, cuyas condiciones premodernas lo hacían completamente inútil como punto de arranque para la crítica del capitalismo tardío.3

Adorno, en suma, consideraba que el comunismo moderno no era un salto hacia atrás en la historia, sino que era la superación (Aufhebung) del capitalismo debido a sus contradicciones inmanentes; la crítica, en consecuencia, debía mostrar la negatividad dialéctica de lo real, para permanecer en el resto no idéntico al conjunto de las relaciones de producción. El todo era lo falso, y lo real todavía no era racional (Adorno, 2008).

En fechas recientes Giorgio Agamben ha cuestionado la postura de Adorno, viendo en ella cierto dogmatismo que, considerado en sí mismo, tampoco era lo suficientemente dialéctico. En su breve ensayo El príncipe y la rana, el italiano evaluaba el método benjaminiano y lo defendía en contra de la acusación de una carencia de teoría hegeliana de la mediación precisamente a partir de la unicidad dialéctica de la praxis. En su argumento, toda interpretación causal de la historia es de hecho solidaria con la metafísica occidental y sus dualismos ontológicos; ya Marx habría elidido la bifurcación entre ratio y praxis, el "verdadero materialismo es sólo aquél que suprime radicalmente dicha separación y que nunca ve en la realidad histórica concreta la suma de una estructura y de una superestructura, sino la unidad inmediata de ambos términos en la praxis" (Agamben, 2010: 175). Justamente Benjamin y Kracauer pensaban que el contenido de verdad de una época se revela, mejor que en ningún otro lado, en los fenómenos de superficie de la sociedad, donde se muestran inmediatamente las tendencias colectivas de la historia (Kracauer, 2008: 51; Koch, 2000: 29). El Benjamin de las Tesis operaba una modificación en la historiografía materialista al proponer un "principio constructivo" que, al contemplar las ideas-como-cosas al interior de una constelación saturada de tensiones, "provoca un shock que la hace cristalizar como mónada" (Benjamin, 2005: 29); su concepción cosista de la civilización veía a las ideas como concreción materializada: las ideas eran objetos que contenían la experiencia de una prehistoria que añora ser dueña de sus relaciones de producción completamente libres de la propiedad privada (Benjamin, 2009: 50). Evidentemente esta concepción de las ideas como mónadas, proviene de cierta tradición neoplatónica que atraviesa el Barroco, de Leibniz al Goethe que reflexionaba sobre la naturaleza; precisamente Goethe creía que había plantas que guardan los modelos arquetípicos de todas las de su género y especie, pero que existen fácticamente, materialmente, a ellas el poeta alemán las denominaba protofenómenos o fenómenos originarios (Urphänomen).

Benjamin argumentaba, desde su fulgurante Origen del Trauerspiel alemán, que el cometido de toda historia filosófica consiste en interrogar el origen de una idea en este sentido.4 Orígen no es, por tanto, un comienzo en el tiempo o una de las cuatro causas aristotélicas de la metafísica, sino objeto de la experiencia; como Leibniz, Benjamin también creía que la mónada "no es otra cosa que una substancia simple, que forma parte de los compuestos" (Leibniz, 1985: 26), pero estos compuestos eran imágenes donde el historiador materialista capturaba el pasado en el frágil instante en que se vuelve reconocible. Pues, a diferencia de Heidegger, Benjamin hacía un uso de la imagen no sólo antisubjetivo sino que además se encuentra políticamente cargado. Como apunta Enzo Traverso, en Benjamin la "idea (es vista) como imagen, no como 'representación' sino como 'un ente en sí que sólo se puede contemplar de una manera espiritual'" (Traverso, 2004: 162). La "imagen" no era entonces la culminación de la metafísica del sujeto y la técnica, sino una herramienta cognitiva capaz de poner en cuestión la ideología del progreso. Pues "la 'mónada' de la praxis se presenta sobre todo como una 'pieza textual', como un jeroglífico que el filólogo debe construir en su integridad fáctica donde están unidos originalmente en 'mítica rigidez' tanto los elementos de la estructura como los de la superestructura" (Agamben, 2010: 176-177).5

Ello abriría, a los ojos de Miriam Hansen (2007), un programa filosófico-teológico de "relectura del mundo"; programa que, al revitalizar la teoría de la alegoresis observaba los objetos culturales como imágenes para ser leídas, por oposición al conceptualismo epistemológico de la modernidad. Kracauer, Bloch, Hessel y Benjamin serían algunos representantes de esta tradición, ahora materialista y secular. Peter Fritzsche, por su parte, ha insistido en que la textualidad o la literabilidad no son únicamente un proyecto filosófico, sino una condición de la experiencia en las grandes urbes. Los dispositivos de la lectura se diseminaron gradualmente durante el siglo XIX, moldeando sus propias formas de subjetivación en el medio de las metrópolis modernas. La mediación entre ciudad y texto era en las grandes capitales una constante necesaria:

la ciudad como lugar y la ciudad como texto se definen y se constituyen mutuamente. La multitud y acumulación de objetos en la ciudad moderna actualizaron los modos de lectura y escritura, y esos actos de representación, a la vez, construyeron una metrópoli de segunda mano que proporcionaba un relato para la ciudad de cemento y una coreografía para los encuentros que tenían lugar en ella" (Fritzsche, 2008: 17).

De esta manera existe una relación directa entre la conformación de subjetividades y el medio técnico-artificial del entorno urbano, una "segunda naturaleza" que se presentó a las masas emergentes como un mundo de ensueño.

 

II

¿Qué hay en la ciudad que la convierte en un referente fundamental del pensamiento crítico del siglo XX? El artefacto urbano, que ha impactado sobre el sensorium corporal, no sólo introduce una historicidad importante en la percepción humana, en la experiencia del tiempo y el espacio, o en los dispositivos tecnológicos de la visibilidad, sino que también constituye un locus de la filosofía contemporánea, acaso el más importante. Es posible afirmar que el apriori histórico de la discursividad crítica son las metrópolis modernas. Esta tesis, que sin duda es parte de una arqueología del saber, podría ser el punto de partida para una exploración del sistema de pensamiento que postula sus propias reglas de formación del discurso para pensar los "focos de experiencia" en el capitalismo tardomoderno. En un sentido parecido es que Henrik Reeh afirma: "La metrópolis ocupa una posición especial en la modernidad por ser al mismo tiempo el punto de arranque para las experiencias epocalmente construidas y el modelo de una posición epistemológica" (Reeh, 2004: 28). Positividad atípica debido a su falta de sistematicidad, mancha desbordada sin límites estrictos o bien objeto sin teoría explícita (Harvey, 2007), el artefacto metropolitano (espacio de las masas en formación) se ha introducido como el espacio de la experiencia moderna, al menos desde el siglo XIX. La modernidad, que ya Baudelaire identificara con la transición y la fugacidad, hizo de la ciudad el espacio de la utopía y de la utopía una topografía mítica6 Las grandes capitales del siglo (París, Londres, Viena y Berlín) encarnaron la ensoñación masiva, una suerte de fantasmagoría diseñada por la producción y la circulación de las mercancías tan propia del capitalismo.7 Éste último, entre tanto, modificó definitivamente la faz de un mundo que agudizaba el crecimiento industrial al mismo tiempo que atravesaba por su primera gran crisis de sobreproducción. La solución que aquél distante siglo inventó para contrarrestar los efectos de sus crisis sistémicas fue ni más ni menos que la simplificación del espacio —tema presente en la novelística de Balzac— y la reconstrucción a escala global de las ciudades europeas. El laboratorio para esta planificación urbana fue el París del Segundo Imperio. Su ejecutor, el barón de Haussmann. Esto nos permite argumentar que existe una regulación política de la experiencia, que, ejercida a través del urbanismo como parte de los dispositivos de poder, no sólo produce sus propias formas de saber, de política y de subjetivación (Foucault, 2005) sino que diseña toda una política del cuerpo en la ciudad que subtiende políticas de la experiencia que deben ser examinadas genealógicamente.

Hacer una genealogía de lo político en este sentido, equivale a estudiar una "analítica de la experiencia" dentro de la construcción metropolitana, la cual es parte de una estrategia de poder más general, que modifica y produce performativamente el cuerpo y a los sujetos dentro de la ciudad. En breve, una genealogía de lo político deberá partir del análisis urbano y de su experiencia en él. Cuando hablamos de la experiencia debemos implicar al cuerpo y la sensibilidad humana en tanto que lugares de cierta historia que la modernidad ha diseñado políticamente. A su manera Walter Benjamin insistía en lo anterior, al señalar cómo "las formas de vida nuevas y las nuevas creaciones de base económica y técnica que le debemos al siglo pasado entran en el universo de una fantasmagoría. Esas creaciones sufren esta 'iluminación' no sólo de manera teórica, mediante una transposición ideológica, sino en la inmediatez de la presencia sensible. Se manifiestan como fantasmagorías" (Benjamin, 2009: 50. Cursivas mías). De esta manera, como bien ha señalado Susan Buck-Morss, las imágenes son expresiones objetivas: los edificios, gestos humanos, arreglos espaciales, son "leídos" como un lenguaje en el que una verdad históricamente transitoria —al igual que la verdad de la transitoriedad histórica— se expresa concretamente, y la formación social se vuelve legible dentro de la experiencia sensible (Buck-Morss, 2001: 45). La discursividad crítica echó mano de toda una política de la lectura materialista para descifrar la experiencia moderna, severamente empobrecida; tal estrategia de lectura crítica se detiene en la materialidad del significante y no en el idealismo del significado.

Los románticos alemanes ya se habían acercado a las calles viéndolas como sitios en los que abundaban las oportunidades y los tesoros. Como defendió Fritzsche, la geografía urbana llevaba implícito el aspecto fantástico e interminable de un mundo de ensueño (2008: 153): calles que desembocaban en callejones sinuosos, plazas y pórticos amplios que abrían sus puertas al soñador callejero, periódicos que ubicaban el desfase cronotópico de la experiencia del vagabundeo ocioso, estatuas y bulevares, finalmente, que aderezaban con un sabor mitológico la estancia burguesa sobre su ciudad eran fenómenos cotidianos que revivían una olvidada tradición emblemática y alegórica de la experiencia urbana. Después de todo, cualquier burgués podía ser Orfeo por los trenes subterráneos o demostrar su cosmopolitismo ante las efigies de la bella Diana. La discontinuidad de la experiencia, así como la imposibilidad de la écfrasis retorica, se exhibían en las miniaturas urbanas, piezas ensayísticas que mostraban la frugalidad con la que el mundo moderno recorría las calles, el único campo de experiencia asequible (Huyssen, 2010). El modernismo así lo vivió. "Pasear —escribía Franz Hessel— es una forma de leer la calle; por medio de esa lectura, las caras, las exhibiciones, las vidrieras, los cafés, las vías, los automóviles y los árboles [...] se vuelven letras que componen las oraciones y las páginas de un libro que cambia todo el tiempo" (1997: 145). Pensar mediante imágenes fue la estrategia epistémica de toda una generación en Weimar.

Si bien diversos pensadores se servían de textos para integrar un análisis dialéctico de la experiencia, Martín Kohan ha señalado que no "por eso [...] parece válida la inclinación crítica a convertir estas analogías en una lisa y llana homologación, y a partir de eso sostener que para Benjamin —y otros— las ciudades (las ciudades en general, no ya París en particular) son como textos, y que transitarlas o recorrerlas es igual que leer o que escribir" (Kohan, 2007: 24). Pero la "lectura del mundo" supo explotar otro recurso de la retórica, pues la organización de la ciudad capitalista era ella misma sintagmática. Al respecto Beatriz Sarlo, en la línea del pensamiento crítico, sostuvo hace poco que a mediados del siglo XIX, en París particularmente, la mercancía no valía únicamente por el trabajo abstracto empleado en su producción, sino que tenía también un "valor para los ojos" quizá más determinante que su valor de uso: "La mercancía entró en un nuevo régimen óptico [...]. La mercancía, por primera vez, se convierte en tema urbano por la decoración de las vidrieras, un arte 'menor' (define David Harvey) perfectamente funcional a la articulación mayor de los grandes bulevares parisinos trazados por Haussmann" (Sarlo, 2009: 14). Esto es así porque, efectivamente, la circulación de las mercancías define formas de uso de la ciudad y produce innovaciones definitivas en el espacio. Aunque incomparables con el shopping center posmoderno —la mejor encarnación del neoliberalismo abstracto, en opinión de la argentina—, los pasajes y bulevares parisinos fueron problematizados por Benjamin como el protofenómeno del capitalismo tardío.

Un pasaje no era más que una calle donde se exhibían mercancías; la dinámica urbana se reproducía, e incluso se acentuaba, en los lugares de consumo, al mismo tiempo que la revolución decimonónica del consumo afectaba los espacios arquitectónicos. Con sus techos abovedados y sus vidrieras solemnes, los pasajes de París eran las nuevas catedrales para el fetiche mercantil.

Y la mercancía era el jeroglífico que condensaba, a la manera de una mónada, el macrocosmos del modo de producción capitalista. "Materia fracasada: eso es la elevación de la mercancía al nivel de la alegoría. La alegoría y el carácter fetichista de la mercancía" (Benjamin, 2009: 225). Lo que Marx logró para la crítica de la economía política, Benjamin, Kracauer y Bloch lo integraron en una crítica de la experiencia tardomoderna; si el marxismo clásico había visto la historia a través de las contradicciones entre los modos de producción y las fuerzas productivas, el marxismo heterodoxo de Weimar veía cómo el capitalismo tardío había consumado y generalizado la fantasmagoría de las mercancías, dando lugar a una ciudad hecha a su imagen y semejanza. El sueño utópico de las masas aprendió a calcular. Serían las imágenes desiderativas, entidades tan sensibles como las mercancías y productos de lujo, las encargadas de mostrar dialécticamente las condiciones de producción que diseñan a sus propios sujetos. La pauta para este análisis se encontraba ya en el propio Marx.

Al penetrar en el secreto de la forma mercancía, Marx había mostrado que prima facie la mercancía se presenta como un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas; precisamente el "carácter místico de la mercancía" hace creer a los hombres que los objetos que le son alienados en el proceso de producción, no bien entran en escena, "se transmuta(n) en cosa sensorialmente suprasensible" (Marx, 2005: 87), y de la testa de palo de una mesa brotan quimeras mucho más caprichosas que, si por virtud de algún animismo, de pronto se pusieran a bailar, como ocurría en las caricaturas de Grandville. Ahora bien, la forma mercantil refleja ante los hombres el carácter social de su trabajo como si se tratara de caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, casi como propiedades naturales en las cosas, y, por ende, "también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global" (2005: 88). Argumento que todos los pensadores de Weimar aceptaban sin reservas. Lo más importante del fetichismo de las mercancías viene a continuación: "Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquéllos" (89). De ahí que sólo por una analogía con lo religioso podamos entender que las cosas, los productos, las mercancías, se aparecen a la mente humana como figuras autónomas, dotadas de cierto poder social sobre la vida de sus productores: "el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como mercancías".

Sobre todo, el fetichismo es una cuestión sensible. Por ejemplo en la moda, producto fantasmagórico por excelencia, puesto que juega al nivel del deseo fantasmático y las expectativas sociales que reifican a su portador, haciendo de las mujeres de la época piezas tan inorgánicas como los vestidos que portaban o como los maniquíes que seducían a su deseo de consumo. Los abrigos en boga, los muebles neoclásicos, la arquitectura urbana de los bulevares se mostraban "como relaciones propias de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas" (89). Aún más: "El valor [...] transforma a todo producto del trabajo en un jeroglífico social" (91. Cursivas mías). Vale decir: como una alegoría.8 Como ocurre con la alegoría durante el Barroco, el ideograma muestra una historia natural que contempla el mundo en ruinas; desprovisto de significado, puesto que la alegoría juega con la artificialidad del referente y el signo, el lenguaje caído de los objetos es presa de una inquietud petrificada, angustia mítica que fosiliza los objetos, de la misma manera que la calavera es la ruina y muestra la vanitas de la vida humana: la mercancía define el canon de la emblemática moderna.

Marx creía que los hombres procuran descifrar "el sentido del jeroglífico, desentrañar el misterio de su producto social, toda vez que el uso como valores es producto social suyo a igual titulo que el lenguaje" (2005: 91).9 No sólo en la publicidad es notoria esta intrusión de lo alegórico en el régimen de la experiencia sensible de la modernidad, también en las calles y sus habitantes oprimidos podía verse este efecto sobre las políticas del cuerpo; al respecto Susan Buck-Morss, siguiendo de cerca a Benjamin, ha argumentado que la prostitución, fenómeno creciente durante el Segundo Imperio, hacía del cuerpo de las mujeres una mercancía: la prostituta, como "vendedora", imita a la mercancía y asume su atractivo en el hecho de que su sexualidad está a la venta, y ello conformaba un atractivo fantasmagórico en sí mismo. "Desear a la mujer-como-cosa que está a la moda y a la venta es desear el valor de cambio en sí, esto es, la esencia misma del capitalismo". De tal forma que "los deseos eróticos, la naturaleza instintiva y también las fuerzas de la fantasía que podrían imaginar una sociedad mejor, son proyectadas en las mercancías. Atrapadas en el capitalismo, se convierten en su entusiasta fuente de sostén" (Buck-Morss, 2005: 145). Lo que se aplica a la prostitución durante el capitalismo tardío vale también para el trabajador individual, pues —a la vez vendedor y mercancía— todos los trabajadores asalariados son valor de cambio bajo el modo de producción que valoriza el valor. De ahí que la fuerza de una crítica feminista radica en su atención a las relaciones de producción y propiedad privada que sostienen la violencia de género patriarcal en las políticas del cuerpo del capitalismo global. En esta pelea por poner fin a la dominación del hombre por el hombre, la formación social donde el proceso de producción domina a éste —en vez de que el proceso sea dominado por el hombre—, la conciencia burguesa de la economía tiene a las mercancías como una necesidad natural tan evidente como el producto del trabajo, las fuentes de la dominación de género tienen en la fantasmagoría un reto vigente que vencer. Ya Marx lo sabía: "Todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda la magia y la fantasmagoría que nimban los productos del trabajo fundados en la producción de mercancías, se esfuma de inmediato cuando emprendemos camino hacia otras formas de producción" (Marx, 2005: 93).

 

III

¿Qué le acontece al cuerpo en la modernidad tardía? Entre otras cosas, podríamos pensar a la ciudad como una prótesis técnica que habilita nuevos desarrollos de los sentidos y la percepción, de una sensibilidad del cuerpo humano que, en cualquier caso, sería todo menos "natural". Las tecnologías de reproducción, las arquitecturas de hierro y cristal, el cine y la fotografía, no sólo serían innovaciones instrumentales sino que, quizá de manera más notable, nos impiden en definitiva pensar al cuerpo de maneras esencialistas. Cuando Benjamin, por ejemplo, defiende que la cámara cinematográfica exhibe ante nosotros un inconsciente óptico no señala un nuevo descubrimiento psicoanalítico, por el contrario, muestra que la técnica nos permite descubrir una forma de percepción que modifica por entero la construcción histórica de la experiencia humana.

La estética revolucionaria que tenía en mente el pensador judeo-alemán, tenía por cometido deshacer la alienación del sensorium corporal, restaurar la fuerza de los sentidos corporales humanos por el bien de la autopreservación de la humanidad, asediada por el fascismo y su estetización de la política.10 Este argumento, defendido por Susan Buck-Morss, sabe que Aisthitikos era la palabra griega para designar aquello que se "percibe a través de la sensación". Alejado de todo sensualismo ingenuo, Benjamin ve en la Aisthisis —experiencia sensorial de la percepción— el campo de acción de la crítica de las políticas del cuerpo durante el capitalismo tardío. Estética es entonces un discurso del cuerpo, una forma de conocimiento que se obtiene a través del tacto, el gusto, el oído, la vista y el olfato; en suma, un saber que incluye todo el sensorium corporal entendido políticamente (Buck-Morss, 2005: 173). Ahora bien, pensar el aparato sensorial humano más allá de las reflexiones románticas (de Winckelmann a Nietzsche, por ejemplo), nos lleva a situar el cuerpo y la "experiencia" en sus condiciones técnicas, particularmente en las condiciones bélicas desarrolladas por las Guerras Mundiales del siglo XX. Lo que Benjamin llamaba el empobrecimiento de la experiencia no era otra cosa que su reducción a mero shock o impacto apabullante sobre el sensorium corporal. El shock de los campos de batalla —la guerra mecánica y sus irradiaciones, diría Jünger— se ha convertido en la "norma" del "estado de excepción" en el que vivimos.

La producción industrial, la guerra moderna, las multitudes anónimas en las calles e incluso los encuentros amorosos, no son integrados por la experiencia, la cual requiere de la memoria involuntaria, de la narración y otros factores para poder ser transmitida y socializada; en su lugar el shock generalizado y discontinuo es la esencia de la experiencia moderna. "El ambiente tecnológicamente alterado expone el sensorium humano a shocks físicos que tienen su correspondencia en el shock psíquico" (Buck-Morss, 2005: 188).

La explotación, hábilmente parodiada en el film de Chaplin Tiempos modernos, es una condición principalmente técnico-económica. Incluso el afán de soñar con paraísos artificiales puede explicarse por la brutalidad con que la vida contemporánea ataca al cuerpo humano. Como escribe Buck-Morss: "En el siglo XIX se hace de la realidad misma un narcótico" (2005: 195). La palabra clave para comprender esto es nuevamente la de fantasmagoría, pieza maestra de la filosofía de la historia más crítica del siglo XX. De rastrearse su genealogía, encontraríamos que ya en la Inglaterra decimonónica se designaba con este vocablo a la exhibición de ilusiones ópticas producidas por linternas mágicas, al menos desde 1802 (Ídem). Para la pensadora norteamericana, las fantasmagorías en general constituyen una tecnoestética, todo un dispositivo político. La fantasmagoría describe una apariencia de realidad que engaña los sentidos por medio de la manipulación técnica, y quizá, de manera más radical, produce los sentidos de esa manera maquínica. En el siglo XIX, con la proliferación de nuevas técnicas, también se multiplicó el potencial para los efectos fantasmagóricos: texturas, tonos, exotismo á la art nouveau, placer sensual que sumergía e imprimía su "huella" en los interiores parisinos, rápidamente estandarizados y masificados para recibir en los pasajes al ejército de consumidores.

Sin duda éste mundo de ensueño era un escudo para los sentidos, una armadura técnica del disfrute, una política de la diversión como sostenía Kracauer acerca del urbanismo de Haussmann y las operetas de Offenbach (que, pese a todo, contenían una crítica dialéctica de sus condiciones materiales). Esta fantasmagoría urbana que elidía las condiciones de la pauperización de las masas de trabajadores y la amenaza constante sobre sus vidas, conformaba todo un "ambiente total" provisto de imágenes oníricas y míticas: las primeras masas vivían su ciudad como si se tratara de un sueño, sin límites ni comienzos, y el consumo fue su primera experiencia.

Benjamin mostraba en su Passagen-Werk la diseminación de formas fantasmagóricas en el espacio público. Los pasajes, las hileras de vidrieras para el fetiche mercantil, los panoramas y dioramas, y finalmente las Ferias Universales, todo ello era un conjunto de pequeñas ciudades que decían la verdad sobre la gran ciudad de las fantasmagorías. Éstas últimas asumían la posición de un dato objetivo (Buck-Morss, 2005: 197). Se trataba de una estética de la superficie sumamente efectiva. Para el crítico berlinés, la "fantasmagoría de la cultura capitalista alcanza en la exposición universal de 1867 su más deslumbrante despliegue. El Imperio está en la cima de su poder. París se reafirma como capital del lujo y de las modas. Offenbach dicta el ritmo de la vida parisina. La opereta es la irónica utopía de un dominio perenne del capital" (Benjamin, 2009: 43). Pero nos las vemos con un dominio que no existiría si la propia sociedad que la conformaba no fuera ella misma como una opereta (Kracauer, 2002).

En esta teoría crítica de la modernidad urbana, es Susan Buck-Morss quien ha llevado más adelante el señalamiento acerca del papel jugado por las tecnologías en la constitución de una política del cuerpo capitalista:

Los órganos sensoriales poderosamente protéticos de la técnica son el nuevo "yo" de un sistema sinestésico transformado. Ahora son ellos los que proporcionan la superficie porosa entre lo interior y lo exterior, que es tanto órgano perceptivo como mecanismo de defensa. La tecnología como herramienta y como arma extiende el poder humano [...] y de tal modo produce una contranecesidad: la de usar la tecnología como escudo protector contra el "orden más frío" que ella misma crea (Buck-Morss, 2005: 211).

Esta protección, que se soñaba en los mosaicos humanos de los espectáculos celebrados en los estadios masivos, recibió las formas abstractas y holistas de lo ornamental, que han sido analizadas en el célebre ensayo de Siegfried Kracauer titulado El ornamento de la masa; la cultura del cuerpo, festejada en las espabiladas Tiller Girls de Manchester, llevó las fábricas de la diversión a Europa, donde las girls realizaban sus piruetas, haciendo de los movimientos de sus cuerpos asexuados una suerte de operación matemática y formal, repetitiva y predecible como la cadena de la producción. Como la economía enteramente racionalizada donde se valoriza el valor por encima del uso, el ornamento se convertía en un fin en sí mismo. Kracauer mostraba que en este fenómeno de superficie de la cultura del cuerpo, era posible leer el equivalente estético que traducía la abstracción de la ratio capitalista (2008: 55-56); una forma de racionalidad pervertida que ya no apuntaba a ninguna finalidad sustancial, sino únicamente a la búsqueda de medios para eficientar la producción. Las Tiller Girls son al cuerpo urbano lo que la taylorización a la economía: nada más que una estandarización de comportamientos que elimina la libertad. En la cadena de montaje, los brazos de los obreros son exactamente como las piernas de las girls: movimientos predeterminados para el máximo efecto de conjunto de una producción eficiente.

Al igual que como ocurre con el mosaico ornamental de las masas en los estadios deportivos, el individuo es suprimido y no puede encontrarse más que en medio de una figura masificada que le da sentido al todo, porque es un cuerpo cerrado en sí mismo y "autosuficiente", al menos en apariencia; pues la figura del ornamento de las masas no se puede apreciar desde el interior, sino únicamente en una perspectiva panorámica en la que las vidas de los individuos son encaminadas hacia la movilización total. Se trata de una estetización totalitaria de la vida social. "El sistema, indiferente a la diversidad de formas, conduce por su parte a la anulación de las características nacionales y a la fabricación de masas operarias que puedan incorporarse uniformemente en todos los puntos de la Tierra. El proceso de producción capitalista es un fin en sí mismo, como lo es el ornamento de la masa" (Kracauer, 2008: 55; el énfasis es mío).

Es así que la teoría crítica, estudiando dialécticamente el fenómeno de las políticas del cuerpo, veía cómo la racionalización diagnosticada por Max Weber, avanzaba hasta devorar los espacios del ocio —como el viaje y el baile, el cine, el arte, etcétera— para incorporarlos dentro de la industria cultural que agotaba la libertad del individuo burgués. A través de los sueños diurnos de las masas, plagadas del narcicismo que actualmente hace gala en la cultura, la crítica consideraba que en la fantasmagoría del capitalismo tardío se encontraba también la oportunidad de la revolución; pues el ornamento de las masas, momento por el que atravesaba la historia moderna, tenía en sí mismo la promesa de un mundo en el que la belleza estetizada podría realizarse plenamente, y la vida humana podría materializar los sueños que el régimen de propiedad había confiscado. Al menos, eso opinarían Kracauer y Benjamin; toda vez que su crítica redimía los objetos desperdiciados por la industria cultural para explotar el potencial utópico que reposaba en los sueños masivos de las sociedades metropolitanas. En el gran espejo de la tecnología, la imagen desplazada de las masas sería dirigida por el nacionalsocialismo para llevar la utopía de un mundo sin la dominación del hombre por el hombre hacia una "geometría social" y formal, ligada por la autocelebración y la autorrepresentación de la raza; un cuerpo estadístico cuyo comportamiento puede ser calculado; cuerpo, en fin, actuante y cuyas acciones pueden medirse con respecto a la regla de lo "normal", en medio de la virtualidad tecnoestética que puede soportar los shocks y la catástrofe modernas sin dolor. Pues, como escribe Susan Buck-Morss, "la estética de la superficie le devuelve al observador una percepción que refuerza la racionalidad del todo del cuerpo social que, cuando es visto desde el cuerpo particular del observador, es percibido como una amenaza a la integridad" (2005: 215). El fascismo supo apropiarse de este dilema de la percepción, superándolo en la fantasmagoría del individuo como parte de una multitud que forma un todo integral, un ornamento de las masas.

 

IV

Si quisiéramos definir propiamente a la ciudad de las fantasmagorías desde una perspectiva crítica, diríamos lo siguiente: se trata de un dispositivo tecno-estético y político surgido en el siglo XIX que organiza tanto la experiencia colectiva como la administración del cuerpo social, alrededor de la preocupación obsesiva por diseñar el espacio urbano para la circulación de las mercancías. La organización de las urbes con la finalidad de cumplir estrictamente con el desarrollo del capitalismo y sus demandas de simplificación del espacio y el tiempo, es lo que David Harvey ha llamado el fetichismo de la ciudad tardomoderna. Todo ello sería un intento de dar solución a la primera gran crisis de sobreproducción vivida por las sociedades contemporáneas. Por esta razón es que el París decimonónico constituye una suerte de laboratorio de la modernidad, en su versión autoritaria; precursora de muchos de los fenómenos que se irán consolidando, al ritmo de la técnica y de la monopolización del mercado, durante el siglo XX. El urbanismo, en consecuencia, debe ser leído como un componente de los dispositivos políticos del cuerpo y de las experiencias colectivas.

Al respecto, Daniel Bensaïd —el trotskista recientemente fallecido— escribía: "La proeza de Marx, contemporáneo de la primera gran expansión bancaria de los años victorianos y del Segundo Imperio, es haber atravesado las apariencias, la superficie confusa de las cosas, para buscar en el corazón del sistema las razones de la sinrazón, la lógica de lo ilógico" (Bensaïd, 2009: 7). En La crisis del capitalismo Karl Marx estudiaba precisamente las condiciones de la sobreproducción, que es la forma típica de la crisis de expansión del capital; el pensador judeoalemán distinguía cuatro condiciones fundamentales: 1) la posibilidad general de la crisis va implícita en el proceso mismo de la metamorfosis del capital de dos maneras: a) cuando el dinero, medio de circulación, implica la separación temporal de la compra-venta, b) cuando el dinero funciona como un medio de pago, ya sea como medida de valor o como realización del valor; 2) cuando hay cambios y revoluciones en los precios que no se corresponden con los cambios en el valor de las mercancías; 3) la posibilidad general de las crisis es la metamorfosis formal del mismo capital, esto es, la disociación de la compra y la venta en el tiempo y en el espacio; pero esta posibilidad no es la causa de la crisis general de sobreproducción; finalmente 4) cuando las crisis no dependen de la oscilación de los precios, entonces hay que buscar sus factores constitutivos en las condiciones generales de la producción capitalista (Marx, 2009: 71-73).

Aunque no se trataba de la condición activa de la crisis de sobreproducción, el Segundo Imperio de Luis Bonaparte diseñó su estrategia urbana prácticamente alrededor de la tercera de las condiciones señaladas por Marx, a saber, la disociación de la compra y la venta en el tiempo y en el espacio. En el protofenómeno de la modernidad que fue París —esa capital de la modernidad y del siglo XIX—, surgió una nueva forma de urbanismo, que es parte del actual mito de la modernidad autárquica, esto es, sin deuda con el pasado ni con la historia: se trata de la visión sinóptica de la ciudad.

Ciertamente la modernidad es el proyecto civilizatorio más ahistórico que ha vivido el Occidente desde su emergencia como factor económico-cultural, pero la idea de construir una ciudad desde una perspectiva holista y global fue consolidada y ejecutada por el barón de Haussmann en el siglo XIX; y lo logró haciendo una demolición radical de la infraestructura civil —casi medieval en Francia— y de las relaciones sociales que todavía estaban en deuda con el siglo XVIII.

La "destrucción creativa" fue entonces el programa de la dominación de clase de una burguesía que comenzaba a prever los efectos del monopolio y las nuevas formas del autoritarismo de Estado. En este sentido, Haussmann —evidentemente acompañado de una cúpula financiera dedicada al crédito y a la construcción inmobiliaria— no sólo modificó en los actos cualquier tipo de planeación urbana utópica del socialismo, sino que triplicó la escala del proyecto de reconstrucción de la ciudad de París como el centro estratégico del consumo y del mercado internacional. En breve, "cambió la escala espacial tanto en el pensamiento como en la acción" (Harvey, 2008: 19). Mientras que los proyectos de reforma urbana, ideados tanto por los republicanos burgueses como por socialistas como Fourier e incluso Blanqui, incluían una visión alegórica de la ciudad como un cuerpo materno de protección y bienestar —lo cual se puede percibir incluso en las pinturas de Honoré Daumier, ese caricaturista de inagotable ingenio moderno—, el modelo triunfante del Segundo Imperio hacía de la ciudad un todo completamente articulado, donde ni siquiera la periferia y menos aún los barrios proletarios debían encontrarse lejanos de la administración política. La ciudad era entonces una totalidad y no un caos de proyectos individuales. El proyecto utópico republicano de la ciudad como cuerpo político igualitario no supo resistir los embates del autoritarismo imperial, que a golpe y porrazo instaló una versión definitiva de París como ciudad de las fantasmagorías.

David Harvey, en París, capital de la modernidad, defiende que lo que se perdió en 1848 fueron dos proyectos de modernidad; el primero, mejor articulado, era de la burguesía, fundado sobre la propiedad privada que buscaba en el mercado las libertades de expresión y acción, así como la clase de libertad e igualdad que acompaña al poder del dinero; la segunda, modelo "obrero" de una república social, quería una ciudad capaz de proteger a la población en su conjunto y de eliminar las condiciones del empobrecimiento en las que vivían las masas del pueblo francés, así en el campo como en la ciudad:

Esta búsqueda de la república social se hizo pedazos en las barricadas de junio, de la misma manera que las esperanzas de la burguesía quedaron en suspenso con el golpe de Estado de 1851. El Segundo Impero buscaba una tercera clase de modernidad, una que mezclaba el autoritarismo con un precario respeto por la propiedad privada y el mercado, jalonado por periódicos intentos de cultivar una base populista (Harvey, 2008: 114).

Debemos a los esfuerzos de David Harvey la interpretación del Segundo Imperio como un Estado autoritario, que asumía funciones capitalistas en la dirección de la economía y presentaría los rasgos modélicos de los posteriores regímenes dictatoriales de Europa y, quizá, del Cono Sur, incluidos los de un Estado policiaco. La historia inmediata al año de 1848 tuvo como efecto una "crisis de representación" urbana y política: si un esteta como Flaubert veía todavía a la ciudad como un escenario que funciona como telón de fondo de la acción humana, el urbanismo sinóptico de Haussmann hacía de la ciudad un objeto "muerto": la ciudad, en tanto que trabajo de arte independiente, pierde por completo su carácter de "cuerpo político". Esta idea se hizo pedazos después del incipiente levantamiento obrero, cuyas barricadas serían destruidas y, más tarde, imposibilitadas por el diseño de calles y avenidas centralizado en torno a la autoridad municipal comandada por el prefecto de París. La geografía política e imaginaria de la ciudad, con la memoria de sus revoluciones, se había transformado irremediablemente.

Algo parecido ocurría con las políticas representacionales del cuerpo, pese a que el propio Luis Napoleón intentara revivir la tesis medievalista de los "dos cuerpos del emperador" —fáctico y representacional de la nación, metonimia estudiada por Ernst Kantorowicz en su célebre The King's Two Bodies (1997)— resaltando, como cabe esperarse, los aspectos patriarcales de la emblematicidad del cuerpo soberano, opuestos a la forma femenina utópica y benefactora. Ciertamente el cuerpo político del Imperio funcionaba como una ideología cautivadora. Para Harvey, la "historia del Segundo Imperio puede leerse como un intento de reconstituir un cierto sentido de cuerpo político alrededor del poder imperial, en presencia de las fuerzas de acumulación del capital, que Clark considera correctamente antagonistas con semejante forma política" (Harvey, 2008: 117).

Los dieciocho años que duró el Segundo Imperio pueden observarse como el desarrollo de un experimento terrible que dio forma a un Estado autoritario, parodia de un socialismo nacional y policíaco-populista por antonomasia. Ésta sería una fase de pugna para adaptarse a un capitalismo floreciente y exigente en el que la haussmanización de París imprimió su huella autoritaria sobre la experiencia civil y urbana. Podemos definir el nuevo estilo urbanístico como un sistema de racionalidad ejercido sobre el espacio que elimina o acorta el espacio y el tiempo para la mejor circulación de las mercancías y el aparato represivo del Estado. El "embellecimiento estratégico", la mejora de las relaciones espaciales, obedeció a la decisión de situar a París en el centro de la nueva red ferroviaria, claramente tomada por razones políticas y estratégicas; todas en perfecta consonancia con el hecho de que París se había convertido en el principal mercado y en el centro industrial de la nación. Como señala Benjamin, la "actividad de Haussmann se incorpora al imperialismo napoleónico, que favorece el capitalismo financiero" (2009: 59).11 Su ideal urbanístico eran las perspectivas abiertas a través de largas calles. Finalmente, el "Imperio es el estilo del terrorismo revolucionario, para el que el Estado es un fin en sí mismo" (2009: 38). De tal forma que este "artista demoledor", como se hacía llamar a sí mismo Haussmann, intentó afianzar la dictadura poniendo a París bajo un régimen de excepción, lo cual, a decir del crítico berlinés, pone de manifiesto el carácter inhumano de la gran ciudad: "El verdadero objetivo de los trabajos de Haussmann era proteger la ciudad de una guerra civil. Quería acabar para siempre con la posibilidad de levantar barricadas en París" (2009: 47). El objetivo político de la ciudad de las fantasmagorías estaba claramente definido.

Recientemente David Harvey ha mostrado cómo el plan general de Haussmann conformaba no sólo una nueva concepción del espacio urbano, plenamente alineado a una política de clase, sino sobre todo una "unidad de funcionamiento"; preocupación persistente que diseñó justamente el "sistema de racionalidad" espacial benéfico para los intereses del capital: el objetivo de Haussmann era incluir los suburbios dentro de la región metropolitana, para evitar que un desarrollo sin reglas amenazara la evolución racional del orden espacial. En 1860, Haussmann terminaría por lograrlo. En este espacio nuevo y ampliado el prefecto de París creó una forma de administración territorial, encabezada por él mismo, "sofisticada y jerárquica, a través de la cual la compleja totalidad de París podía controlarse mejor mediante una descentralización y delegación de poder y responsabilidad en los veinte arrondisements" (Harvey, 2008: 143). En cada uno de ellos Haussmann levantó un mairie (ayuntamiento) que simbolizaba ante el proletariado la presencia constante de la Administración; todo ello se implementó a través de una legislación y una retórica basadas en el interés público de una evolución racional y ordenada de las relaciones espaciales de la ciudad. Fue "Haussmann [...] el que impulsó la lógica de la línea recta, el que insistía en la simetría, el que veía la lógica del todo, y el que estableció el tono de la escala y del estilo, así como los detalles del diseño espacial. Pero fue la amplitud de la escala y el alcance del plan y del concepto los que le aseguraron a Haussmann un lugar entre las figuras fundadoras de la planificación urbana moderna" (Ídem).

 

V

De esta manera, la fantasmagoría propia de la civilización tendría su paladín en el prefecto parisino, y su expresión en las transformaciones de la ciudad luz, que inventarían el desorden de la percepción urbana de las masas, que comenzaban a habitar las metrópolis, y una nueva fuerza mítica que trazaría sobre las calles francesas, que tantos flâneurs recorrerían soñando sus propias quimeras, la leyenda del autoritarismo imperial. "Sin embargo —Benjamin destaca—, este destello y este esplendor del que se rodea así la sociedad productora de mercancías, y el sentimiento ilusorio de su seguridad, no están protegidos de las amenazas; el derrumbamiento del Segundo Imperio y la Comuna de París se lo recuerdan" (2009: 50). A lo largo de este ensayo he intentado mostrar que la categoría marxista de fantasmagoría, en su dimensión económica tanto como en su impacto sobre las políticas de la experiencia, ha servido, en el nivel de la discursividad crítica, como una categoría que nos permite definir un momento del proceso civilizatorio de Occidente. La fantasmagoría forma parte entonces de un período histórico que organizaba la experiencia y el cuerpo colectivo de ciertas maneras. La ciudad de las fantasmagorías, con sus dispositivos tecno-estéticos conforma todo un estilo político y radical constitutivo de un proyecto autoritario de modernidad. Surgida en el siglo XIX, probablemente tendría sus días contados; pues los actuales esfuerzos de gobernar la ciudad —toda ciudad; las grandes metrópolis del globo lo saben— a través de las tácticas y las tecnologías políticas de la seguridad, han modificado por entero los esfuerzos de los estados, en colindancia con los mercados internacionales, centrando sus preocupaciones en la gestión biopolítica de las sociedades contemporáneas.

Como escribe, siempre nítidamente, Susan Buck-Morss: "La imagen colectiva de la ciudad como espacio utópico fue sacudida de manera fundamental en la Segunda Guerra por los catastróficos ataques aéreos que tantas ciudades sufrieron [...]. El planeamiento urbano reciente ha estado más comprometido con la seguridad contra el crimen que con montar fantasmagorías para el deleite de las masas" (2005: 251). Los espectáculos de masas y la fantasmagoría urbana, que tanto para Harvey como para Kracauer, otorgaban legibilidad al espacio público, han sido opacados casi en su totalidad por el despliegue de una forma de gobierno que se mueve en lucha o en oposición al crimen (Simon, 2011). Me parece que la seguridad es el nuevo mito urbano del siglo XXI,12 pero un mito tan fuerte y pertinaz que ha logrado modificar, de una manera tan radical como veloz, casi todas las relaciones políticas heredadas desde el siglo XVIII. Actualmente gobernar la ciudad conlleva cimentar tantas fronteras y delimitaciones soberanas como sea posible, con la excusa de salvar la vida de una "población" y acabar con la de otra población definida como el enemigo absoluto. Ello, entre tanto, ha impactado sobre las formas del habitar, las narrativas con las que las poblaciones se cuentan su vida, y sobre todo sobre los dispositivos políticos que organizan actualmente la experiencia y el cuerpo colectivos con una eficacia centrada en la cuestión de la seguridad. En mi opinión, la ciudad de las fantasmagorías ha cedido su lugar a la ciudad de la seguridad biopolítica contemporánea. Por esta razón es que me parece pertinente hacer un trabajo arqueológico y genealógico sobre la discursividad crítica, no sólo para examinar las reglas de formación del discurso de todo un período sumamente rico y productivo en el conocimiento filosófico y social, sino sobre todo con miras a establecer un diagnóstico del presente que oriente nuestra experiencia en el mundo contemporáneo y, sobre todo, en las ciudades donde habita la mayor parte de la población mundial.

Hacer una genealogía de la seguridad excede los límites de este trabajo. Pero, para concluir, habrá que reflexionar todavía sobre el intempestivo impacto de lo mítico en la experiencia urbana. Como escribe Balzac en La Vieille Fille: "Los mitos modernos se comprenden aún menos que los mitos antiguos, aunque estemos devorados por los mitos". Si París fue el mito más grande del siglo XIX, como creía también Roger Caillois junto a Benjamin, ello se debía a que lo mítico de la experiencia tardomoderna también producía sus propias formas de subjetivación. Puesto que, como escribe el francés, "el mito pertenece por definición a lo colectivo, justifica, sostiene e inspira la existencia y la acción de una comunidad, de un pueblo, de un gremio o de una sociedad secreta" (Caillois, 1998: 167). En este sentido el París de las fantasmagorías estuvo imbuido en el mito de las modernas sociedades de masas, plenamente sumergido en el misterio del fetichismo mercantil, que confiscó las fuerzas revolucionarias del ensueño colectivo, que sólo despertarían brevemente, pero con una eficacia radical, en la Comuna parisina, mito de nuevo pero esta vez de la revolución y la posibilidad de un mundo sin la dominación del hombre por el hombre. Durante el siglo XIX, Europa estuvo en presencia de una poetización de la civilización, de una adhesión realmente profunda de la sensibilidad a la ciudad moderna, que nacía con sus transfiguraciones actuales. "Pues si esa transfiguración de la ciudad claramente es un mito, debe ser, como los mitos, susceptible de interpretación y reveladora de destinos" (1998: 177). Quizá Caillois tenga razón, y los misterios de París se perpetúen a sí mismos: "los mitos no son tan fugaces como se cree" (1998: 173).

 

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Notas

1 Basada en los principios de la no organicidad de la obra, el uso de la alegoría y el montaje como formas de expresión, y la discontinuidad de la experiencia sensible, según argumentara Peter Bürger en su conocida Teoría de la vanguardia (2009).

2 Por su parte la Escuela de Frankfurt había insistido en la necesidad de la antedicha mediación. En la opinión de sus más destacados miembros, el factor que mediaba entre el Estado autoritario del nacionalsocialismo y la personalidad autoritaria no era otro que la familia, institución fundamental de las relaciones capitalistas en su período monopolista que había aniquilado la autonomía del individuo burgués del liberalismo. Max Horkheimer, Friedrich Pollock y el propio Adorno sostenían esta visión desde una teoría marxista del Estado capitalista, que avanzaba peligrosamente desde el totalitarismo hacia un mundo administrado plenamente, mientras que Franz L. Neumann veía el fascismo como un fenómeno europeo que no modificaba por entero las relaciones políticas de los países democráticos. Para una historia de estas discusiones y del Institut für Sozialfroschung en el exilio norteamericano, no es inútil la lectura del clásico estudio de Rolf Wiggerhaus titulado La Escuela de Frankfurt (2010).

3 Michael Löwy, quien señalaba el influjo surrealista en la dialéctica benjaminiana, observaba esta tendencia arcaizante del comunismo del berlinés de la siguiente manera: "la utopía revolucionaria debe pasar por el redescubrimiento de una experiencia antigua, arcaica, pre-histórica: el matriarcado (Bachofen), el comunismo primitivo, la comunidad sin clases ni Estado, la armonía original con la naturaleza, el paraíso perdido del que nos aleja la tempestad del 'progreso', la 'vida anterior' en la que la adorable primavera no había perdido todavía su olor (Baudelaire). En todos estos casos, Benjamin no propone una vuelta al pasado, sino más bien, según la dialéctica propia del romanticismo revolucionario, un desvío a través del pasado hacia un porvenir nuevo, que integre todas las conquistas de la modernidad desde 1789" (Löwy, 2008: 82). Evidentemente Adorno no entendía de esta manera la propuesta benjaminiana.

4 Lo cual le hizo señalar a Siegfried Kracauer que el método de Benjamin era monadológico, y estaba emparentado con cierta escolástica y una tradición cabalista (Kracauer, 2009: 163-169); como es notorio, el crítico frankfurtiano llevaba razón en muchos de sus señalamientos.

5 Sigrid Weigel ha defendido, con verosimilitud, que el concepto benjaminiano de la imagen no proviene de una tradición pictórica moderna, sino que proviene de actualizar críticamente una tradición bíblica o judía acerca del carácter escriturario de la imagen (Weigel, 1999: 102).

6 "La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, la otra mitad es lo eterno e inmutable" reza la famosa sentencia baudelairiana, escogida como epígrafe por David Frisby para su estudio sobre lo moderno (1986: 14). Habermas ha discutido el esteticismo modernista como configuración ideológica (véase Foster, 2008: 21).

7 Al menos según lo sugiere Susan Buck-Morss en su ensayo "La ciudad como mundo de ensueño y catástrofe" (2005). A decir de la conocida pensadora la utopía urbana de Europa del Este era la producción, mientras que en el Oeste se trataba de una utopía del consumo; ambas, sin embargo, se basaban en un mismo optimismo sostenido por la ideología del progreso a través de la industrialización. Para ver una historia de las metrópolis, política y cultural, no son desestimables los trabajos de Peter Fritzsche (2008) y Carl E. Schorske (2011) sobre el Berlín decimonónico —y sus dispositivos de visibilidad— y la Viena de fin de siglo respectivamente; sobre la división entre arte alto y cultura de masas en el mismo periodo, conviene revisar los escritos de Andreas Huyssen (2006).

8 Ya el Renacimiento había establecido una línea de pensamiento que conectaba el tema de la alegoría con el descubrimiento de los jeroglíficos: pensados como un lenguaje divino que mostraba los arquetipos de las cosas a través de un objeto sensible, el neoplatonismo había insistido en la preeminencia de la imagen sensible e ideográfica frente a la escritura y la argumentación. Para una historia minuciosa de esta reflexión, véase de Rudolph Wittkower "Los jeroglíficos en el primer Renacimiento" (2006: 174ss.). Para una visión alterna a la de la escuela de Aby Warburg, conviene leer de Fernando R. de la Flor, Imago. La cultura visual y figurativa del Barroco (2009). En su Dialéctica de la mirada, Buck-Morss desarrolla una muy pertinente reconstrucción de las disputas teológicas inmersas en esta revitalización de los jeroglíficos durante el siglo xvii (2001: 193ss.); para la revaloración de la alegoría en Walter Benjamin el clásico sigue siendo su libro El origen del Trauerspiel alemán (2006: 217-459).

9 Lo cual nos permite sospechar que todo fetichismo de la mercancía recurre en el fondo al tropo de la prosopopeya en el ámbito de la experiencia en general; como se sabe, la prosopopeya, recurso típico de la alegoresis, habilita cualidades humanas y animistas en lo que no es humano (animales, plantas, ruinas, etcétera), con lo cual presenta una narrativa sugerente, eventualmente edificante, que introduce una "metáfora sensibilizadora", una personificación: describir las mercancías como personificación de relaciones sociales, el "efecto teológico" del que Marx habla —la mercancía como cosa sensible-suprasensible— es en realidad un efecto de la prosopopeya en la experiencia sensible. Para una descripción detallada de esta condición tropológica de la lengua, véase el Diccionario de retórica y poética de Helena Beristáin (2009: 310-317).

10 Sobre el inconsciente óptico conviene ver de W Benjamin el ensayo Pequeña historia de la fotografía, donde escribe: "La naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla al ojo; distinta sobre todo porque, gracias a ella, un espacio constituido inconscientemente sustituye al espacio constituido por la consciencia humana" (2004: 26). Sobre el diagnóstico de la estetización de la política, administrada aunque no inventada por el fascismo, el clásico es La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (2003: 96-99); recientemente Frederic Spotts ha continuado y analizado el dictum benjaminiano en su libro Hitler y el poder de la estética (2011), el cual cuenta con un abundante material histórico para discutir.

11 El lector puede encontrar una historia meticulosa e inmediata en el célebre escrito de Marx El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1978).

12 Argumento que, entre otros, defiende Andreas Cavalleti en su libro Mitología de la seguridad (2011); pero ese postulado deberá ser examinado minuciosamente en un trabajo posterior.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:

Donovan Hernández Castellano. Maestro y doctor en filosofía por la UNAM. Participa en diversos proyectos de investigación en la UNAM y la UACM. Es profesor en la División de Educación Continua de la FFyL de la UNAM y se hace cargo de la asignatura "Corrientes fenomenológicas" en el Instituto Mexicano del Psicoanálisis. Ha escrito sobre la sofística griega, políticas de la memoria colectiva, genealogía de lo político y deconstrucción. Recientemente ha publicado en revistas especializadas como En-Claves del Pensamiento, Intersticios, Argumentos, Andamios, Espiral, Reflexiones marginales y es autor de capítulos de libro en textos colectivos. En 2010 apareció su libro La crisis en la cabeza, reflexiones desde el pensamiento de Michel Foucault publicado por la FFyL de la UNAM y la editorial Afínita. Dirección electrónica: donovan.ahc@gmail.com

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