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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.11 no.25 Ciudad de México may./ago. 2014

 

Dossier: Teorías de la justicia

 

La justicia internacional entre el humanitarismo y el igualitarismo global1

 

The International Justice Between Humanitarianism and Global Egalitarianism

 

Álvaro de Vita*

 

* Profesor titular del departamento de ciencia política de la Universidad de São Paulo (USP). Dirección electrónica: alvaro_vita@uol.com.br; alvarodevita@usp.br.

 

Fecha de recepción: 1 de noviembre de 2013
Fecha de aceptación: 28 de julio de 2014

 

Resumen

Una cuestión central que se presenta, en el debate sobre cuestiones de justicia internacional, se refiere a la perspectiva normativa apropiada para tratar las asimetrías abismales de condiciones de vida en el ámbito mundial. Uno de los problemas que han concentrado las atenciones en ese debate es el de determinar si esas asimetrías deben ser consideradas desde la óptica de principios de justicia igualitaria (como sustentan teóricos cosmopolitas como Kok-Chor Tan y Simon Caney) o, de modo alternativo, desde la óptica de un principio de humanitarismo (como sustentan teóricos políticos anticosmopolitas como Michael Walzer, John Rawls y David Miller). La posición que se defiende en este artículo es la de que el orden social y político global implica normas de justicia que, aunque no deban ser concebidas como principios igualitarios, son más exigentes que el humanitarismo.

Palabras clave: Justicia internacional, justicia social, liberalismo social, igualitarismo global, derechos humanos.

 

Abstract

When it comes to international justice, a central question in theories of justice discussions refers to the appropriate normative perspective to deal with large disparities in life perspectives in the world at large. It remains a controversial issue whether these disparities should be tackled with principles of egalitarian justice, as authors such as Simon Caney and Kok-Chor Tan argue, or, as it is argued by authors such as John Rawls, David Miller and Thomas Nagel, whether a principle of humanitarianism is the appropriate normative response. This article argues that, though a conception of global egalitarian justice does not qualify as a "realistic utopia", the existing political and socioeconomic order triggers rules of (noncomparative) justice that go beyond humanitarianism.

Key words: International justice, social justice, social liberalism, global egalitarianism, Human Rights.

 

Este artículo tiene el propósito de contribuir en la reflexión acerca de cuál es la forma más apropiada de articular el trato normativo de cuestiones de justicia socioeconómica en el ámbito interno de una sociedad democrática y en el plano internacional. Una cuestión central que se presenta, en el debate sobre cuestiones de justicia internacional, guarda relación con la perspectiva apropiada para tratar las asimetrías abismales de condiciones y oportunidades de vida alrededor del mundo. Uno de los problemas que más han concentrado la atención en ese debate es el de determinar si esas asimetrías deben ser consideradas desde la óptica de principios de justicia igualitaria, según sustentan teóricos cosmopolitas como Darrell Moellendorf (2002), Kok-Chor Tan (2004) y Simon Caney (2005; 2009), o de modo alternativo, desde la óptica de un principio de humanitarismo, según sustentan teóricos políticos anticosmopolitas como Michael Walzer (1983), John Rawls (1999), Thomas Nagel (2005) y David Miller (1998; 1999; 2007). Además de contrastar esas dos posiciones, la motivación central de la reflexión desarrollada en este artículo es sustentar que una tercera posición normativa sobre esas disparidades, alternativa tanto al humanitarismo como al igualitarismo global, puede ser más prometedora.

Aunque existan controversias sobre ello, no hay duda de que los niveles de pobreza y desigualdad globales son muy elevados. Según la estimación del Banco Mundial (BM), que sólo toma en cuenta la renta y el consumo de las familias, en 2008 había cerca de 1,300 millones de personas en el mundo que vivían abajo de la línea de pobreza de 1.25 dólares al día, esto es, que no tenían recursos suficientes siquiera para alimentarse de manera adecuada.2 Abajo de la línea de pobreza de 2 dólares al día, de acuerdo con la estimación del BM, se encontraba un 43.14% de la población mundial, o cerca de 2,500 millones de personas en el año 2008.3 Según el criterio de "pobreza multidimensional" adoptado por el Informe del Desarrollo Humano de 2010 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, o UNDP por sus siglas en inglés), que es más exigente que la línea de pobreza de 1.25 dólares al día —pero que aún es extremadamente austero—, y que toma en cuenta indicadores en tres dimensiones distintas (salud, educación y estándares de vida), hay 1,750 millones de personas en condiciones de pobreza extrema en el mundo (UNDP, 2010: 96). Esas son las personas que, de acuerdo con el Informe, sufren privaciones agudas (que pueden no ser captadas de manera adecuada sólo por indicadores de renta y consumo) y que corresponden a cerca de un tercio de la población de 104 países en vías de desarrollo. Para mencionar solamente uno de esos indicadores, al tiempo que la expectativa de vida al nacer es de 54 años en promedio, en los países del Africa Subsahariana, el mismo indicador, para los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE), es de 80 años. Cerca de un tercio de las muertes que ocurren anualmente en el mundo (18 millones), se deben a causas que están relacionadas a la pobreza. Thomas Pogge da el énfasis dramático necesario a esta última estadística: "mucho más personas —cerca de 360 millones— murieron de hambre y de enfermedades curables, en época de paz, en los 20 años que siguieron al fin de la Guerra Fría que aquellas que perecieron en guerras convencionales, en guerras civiles y en virtud de represión estatal a lo largo de todo el siglo XX " (Pogge, 2010: 11). Y cuando se pasa de indicadores de niveles de bienestar y desarrollo humano en un nivel bastante básico a indicadores de disparidades relativas, los contrastes no son menos evidentes. Con base en investigaciones domiciliarias realizadas en 120 países (y empleando las estimaciones de las tasas de cambio por la paridad del poder de compra adoptadas por el BM en 2005), Branko Milanovic (2011: 152-153) sustenta que la desigualdad de renta entre personas en el mundo permaneció, entre 1988 y 2005, en niveles extremadamente elevados, con el Coeficiente de Gini oscilando alrededor de los 70 puntos. Mientras los 10% más ricos se quedan con un 56% de la renta mundial, el 10% más pobre recibe apenas 0.7 por ciento de ella. Y mientras el 5 por ciento de arriba concentra un 37% de la renta mundial, al 5 por ciento de abajo tiene una participación insignificante, inferior a un 0.2 por ciento.

Esa breve caracterización empírica del problema parece ser suficiente para demostrar que existen fuertes razones para tratar las disparidades socioeconómicas en el mundo como un problema de justicia. Pero esa evaluación no encuentra aceptación siquiera junto a los teóricos políticos que creen que una concepción de justicia igualitaria se debe aplicar al ámbito doméstico de una sociedad democrática. Charles Beitz (1999a: 272-280; 1999b) denominó "liberalismo social" a la visión sobre la sociedad internacional que establece una acentuada discontinuidad entre los principios que se aplican al ámbito doméstico y aquellos que se aplican al ámbito internacional. A las instituciones domésticas cabe la responsabilidad moral primaria de garantizar el bienestar de los ciudadanos y la justicia social, al paso que la comunidad internacional tiene la responsabilidad moral de preservar las condiciones de fondo bajo las cuales puedan desarrollarse sociedades bien ordenadas. Para esa visión, sólo un principio de asistencia humanitaria se justifica para tratar disparidades socioeconómicas —las más agudas, que se relacionan con la pobreza en un sentido absoluto— a nivel internacional. Empezaré, para caracterizar los términos de ese debate teórico, por un examen de esa postura.

 

HUMANITARISMO, NO JUSTICIA IGUALITARIA

John Rawls y David Miller son los dos teóricos de mayor peso asociados a la postura que Beitz denominó "liberalismo social". Hasta muy recientemente, en medio de una literatura sobre justicia global dominada por teóricos cosmopolitas, The Law of Peoples (El derecho de gentes), de Rawls (1999), permanecía como el único esfuerzo más amplio de articulación teórica de esa posición. Un punto importante a resaltar con respecto a ese esfuerzo, que transciende la teoría específica de la justicia internacional propuesta en The Law of Peoples, es que allí se expresa un enfoque normativo sobre la justicia que rechaza la posición metodológica que Liam Murphy (1998) denominó "monismo".4 La idea básica del antimonismo es que diferentes tipos de principios se aplican a tipos diferentes de objetos que se pueden considerar como susceptibles de evaluaciones de justicia. Como afirma Rawls ya en el apartado 2 de A Theory of Justice,

No hay motivo para suponer de antemano que los principios que son satisfactorios para la estructura básica sean válidos para todos los casos. Esos principios pueden no aplicarse a las normas y prácticas de asociaciones privadas o de grupos sociales menos amplios. Pueden ser irrelevantes para las diversas convenciones y para las diversas costumbres informales de la vida cotidiana; pueden no elucidar la justicia, o, tal vez mejor, la equidad de arreglos cooperativos voluntarios o de procedimientos para realizar acuerdos contractuales. Las condiciones del derecho de los pueblos pueden exigir otros principios, inferidos de manera un tanto diferente (Rawls, 1971: 8).

Aunque Murphy, en el contexto de una discusión que tiene el propósito de criticar la posición según la cual los principios que se aplican al marco institucional no son los mismos que se aplican a la conducta individual, haya denominado a la posición de Rawls como "dualista", esa denominación, como observó Thomas Nagel (2005: 122), no es apropiada, ya que lo característico del antimonismo de Rawls es la idea de que "el principio regulador correcto para cualquier cosa depende de la naturaleza de esa cosa" (Rawls, 1971: 29).

Existen fuertes razones para subscribir el rechazo de Rawls al monismo en la teoría de la justicia, pero afirmar eso no implica endosar la forma en que él interpretó el antimonismo en su teoría de la justicia internacional. Hago una breve mención a eso. Como es conocido por los que acompañan ese tipo de debate teórico, Rawls no derivó implicaciones morales cosmopolitas de la teoría de la justicia igualitaria que propuso para los arreglos institucionales —para el objeto que denominó "estructura básica de la sociedad"— de una sociedad democrática en ámbito doméstico. En particular, rechazó una interpretación cosmopolita de su "principio de diferencia", según el cual las desigualdades socioeconómicas sólo son moralmente justificables si son establecidas para el máximo beneficio posible de aquellos que se encuentran (para simplificar) en el quintil inferior de la escala de distribución de oportunidades sociales, renta y riqueza de la sociedad. Rawls presentó más de un argumento para defender su perspectiva anticosmopolita con respecto a la sociedad internacional, pero el principal, a mi juicio, es el que puede ser denominado "argumento de los factores internos".5 Para resumir, se trata del punto de vista según el cual las vastas desigualdades de renta y de oportunidades sociales y los niveles de pobreza absoluta existentes en el mundo se deben esencialmente a características institucionales, a decisiones de política pública y a la cultura pública de las sociedades en las que la pobreza global está más concentrada (Rawls, 1999: 113-120), y no a circunstancias del orden político y económico global. Un "deber de asistencia" se justifica en relación a aquellas sociedades que Rawls denomina "sobrecargadas" por condiciones desfavorables, que les impiden desarrollar instituciones capaces de garantizar el cumplimiento, inclusive, de una lista mínima de derechos humanos básicos,6 pero la interpretación de ese deber deja claro que se trata de un deber positivo de prestar auxilio y no de una obligación de justicia internacional. Las obligaciones de los más privilegiados para con los pobres, en el ámbito global, deben ser entendidas como obligaciones de benevolencia y de asistencia humanitaria, y no como obligaciones de justicia que tuviesen por implicación la corrección de la inequidad distributiva de arreglos institucionales de los cuales los pueblos ricos, y los mil millones de personas más ricas de la humanidad, son los mayores beneficiarios. Más allá de ese nivel bajo de obligación moral establecido por el deber de asistencia, ninguna redistribución ulterior de recursos, riqueza o renta sería justificada como una cuestión de justicia. Como Rawls enfatiza, ese deber es de naturaleza transitoria y tiene "tanto un blanco como un punto límite" (Rawls, 1999: 119). Considerándose que la pobreza tiene causas que son esencialmente domésticas, un deber de asistencia es una respuesta normativamente más apropiada que un principio de justicia distributiva internacional, que negar la responsabilidad que las sociedades bien ordenadas deben tener por las consecuencias de sus propias instituciones y políticas (Rawls, 1999: 117-118). En lo demás, Rawls alía ese anticosmopolitismo en materia de justicia económica a una visión pluralista tradicional de la sociedad internacional, según la cual la justicia es una cuestión eminentemente doméstica, debiendo la sociedad internacional organizarse con base en principios de no interferencia y convivencia pacífica entre estados. Esa visión es enteramente compatible con la de autores como Michael Walzer y David Miller, para quienes la comunidad política nacional es el único contexto moral y político apropiado para que se planteen cuestiones de justicia social.

Consideremos ahora la posición de David Miller de "humanitarismo, no justicia igualitaria". El libro de Miller, National Responsibility and Global Justice (2007), es el esfuerzo teórico más importante, desde The Law of Peoples, para articular y defender lo que aquí (siguiendo a Beitz) estoy entendiendo por liberalismo social. Miller distingue justicia social, un ideal moral y político que prescribe una forma de tratamiento igual y de garantía de un status social igual a los conciudadanos de una comunidad política nacional, de justicia global, que se aplica a la humanidad toda y prescribe principios no comparativos y la garantía de un nivel absoluto de vida humana decente en cualquier sociedad. A esa distinción corresponde aquella que Miller (2007: 167-168) establece entre "derechos de ciudadanía" y "derechos humanos". Los derechos de ciudadanía constituyen el componente fundamental de un régimen político justo. Son derechos que definen condiciones exigentes de legitimidad política que, en una sociedad democrática, tienen conexión con una concepción de justicia social. Ya los derechos humanos constituyen el componente central de una idea de legitimidad internacional. Además de Miller, esa es una posición adoptada también por Rawls, Allen Buchanan (1999) y Charles Beitz (2009). Los derechos humanos, para Miller y Beitz, son estándares para las instituciones domésticas cuyo respeto o no respeto son objeto de preocupación internacional (Beitz, 2009: 128). La idea central de esa noción de legitimidad internacional es la de que si los estados, que tienen la responsabilidad moral primaria de garantizar el cumplimiento de esos estándares, fracasan en eso, violaciones graves de derechos humanos justifican alguna forma de intervención externa por parte de instituciones internacionales y sus agentes. "Cualquier Estado que cometiese o que permitiese violaciones a gran escala de derechos humanos dentro de sus fronteras", dice Miller, remitiéndose a Buchanan, "dejaría de ser considerado, por otros estados y por las instituciones internacionales, como un Estado legítimo y, por eso, perdería su inmunidad contra intervenciones externas" (Miller, 2007: 165-166).

Si Beitz y Miller coinciden en diferenciar los derechos humanos de concepciones de justicia social, y en conectarlos a una idea de legitimidad internacional, no extraen, sin embargo, las mismas implicaciones de esa distinción. Miller (pero no Beitz, y mucho menos Buchanan) sostiene que de ello deriva una visión "minimalista" de los derechos humanos, según la cual sólo se califican como tales aquellos derechos relacionados con necesidades básicas de libertad (las libertades de movimiento, de conciencia y de expresión y el derecho a la participación política), de seguridad física y de subsistencia. Bajo el rubro del derecho a la subsistencia, Miller coloca las necesidades básicas de nutrición, agua potable, vestido y vivienda, asistencia básica a la salud, de acceso a la educación media y de trabajo y ocio (Miller, 2007: 52, 163-168). Una lista de derechos humanos de ese tipo, fundamentada en una noción de necesidades básicas, y que es bastante semejante a aquella de Rawls, de "derechos humanos propiamente dichos"7, se presta a identificar un nivel absoluto o un mínimo global al que las personas tienen derecho como una cuestión de justicia (Miller, 1998; 1999; 2000: 167). El minimalismo de Miller deriva de la conexión de los derechos humanos a la idea en cuestión de legitimidad internacional, porque si derechos sólo se califican como derechos humanos internacionales si, en el límite, justifican la intervención de agentes externos (outsiders) para lograr que sean cumplidos, no son todos los derechos de ciudadanía reconocidos en ciertas sociedades, ni siquiera todos los derechos proclamados en documentos internacionales de derechos humanos, los que tienen esa propiedad.

Al sostener que las personas de todo el mundo y en todas partes tienen derecho a un mínimo global como una cuestión de justicia, Miller parece estar distanciándose del liberalismo social en materia de justicia internacional. Recordemos que, en la formulación que Rawls dio a esa postura, las sociedades bien ordenadas tienen solamente un deber de humanitarismo de prestar auxilio a las sociedades sobrecargadas por condiciones desfavorables. Ya Miller emplea el lenguaje de la justicia para criticar las disparidades socioeconómicas que propician que muchas personas en el mundo tengan una expectativa de vida 30 años inferior a la de personas que viven en países desarrollados, mueran de enfermedades fácilmente curables asociadas a la pobreza y no tengan un rendimiento suficiente para cubrir las necesidades más básicas de subsistencia. Y nada impide que el lenguaje de la justicia sea empleado para especificar un nivel de vida humana decente que sea definido en términos absolutos, esto es, que no trate como injusticias las disparidades relativas de renta, riqueza y de oportunidades de vida que se encuentran arriba de ese nivel. La justicia no es, por definición, una noción comparativa. Incluso cuando se trata del ámbito doméstico de una sociedad democrática, existen los que defienden que las preocupaciones en torno a la justicia distributiva se limitan a la garantía de un estándar de suficiencia para todos, independientemente de cuánto tiene cada uno en relación con otros en la sociedad. Harry Frankfurt (1987) y Roger Crisp (2003) sostuvieron que nuestro sentido de justicia es activado no por la exigencia de corregir disparidades relativas, sino (solamente) por el imperativo moral de dar prioridad a los necesitados.8

Considerando que Miller defiende su posición de "suficientismo" global como una cuestión de justicia, parece estar distanciándose del anticosmopolitismo del liberalismo social. Además, Miller admite que hay razones derivativas (no "intrínsecas") para preocuparse con desigualdades económicas internacionales que, a su vez, al convertirse en desigualdades de poder (entre países) en regímenes e instituciones internacionales, como la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), pueden volverse fuentes de injusticia (Miller, 2007: 75).9 Vastas desigualdades de riqueza y de poder comprometen la autodeterminación nacional de las naciones más pobres y vulnerables e impiden la adopción de términos equitativos de cooperación internacional. Se trata de razones derivativas porque, si fuese posible impedir que desigualdades materiales se conviertan en desigualdades de poder y en dominación política, nada de intrínsecamente malo habría en la desigualdad de riqueza entre los países (Miller, 2007: 79). Esas dos posiciones —el suficientismo y la preocupación por las desigualdades internacionales— permiten a Miller sustentar que su teoría de justicia global es una versión del cosmopolitismo moral, aunque se trate de un "cosmopolitismo moral débil", en contraste con un "cosmopolitismo moral fuerte".10

Algún esclarecimiento se hace necesario sobre eso. Miller subscribe la premisa moral cosmopolita tal como es formulada por teóricos como Charles Beitz y Thomas Pogge, según la cual esa forma de cosmopolitismo

[S]e ocupa no de las propias instituciones, sino de las bases a partir de las cuales instituciones, prácticas y cursos de acción pueden ser justificados. Su punto central se encuentra en la idea de que cada persona constituye igualmente un objeto de preocupación moral o, formulándola de modo distinto, de que la justificación de elecciones debe tomar igualmente en cuenta los intereses de todos aquellos que son afectados (Beitz, 1994: 120).11

De esa premisa de igualdad moral se desprende que debemos a todos los seres humanos alguna forma de consideración igual, pero, como Miller sostiene (correctamente), de eso no se desprende que esa consideración igual sólo pueda expresarse mediante principios de justicia igualitaria, posición que corresponde a aquello que él denomina cosmopolitismo moral fuerte. La consideración igual que es debida a todos los seres humanos, en virtud del status igual de todos como unidades últimas de preocupación moral, puede traducirse —y eso es lo que especifica el cosmopolitismo moral débil— en una concepción no comparativa de justicia.

Pero el cosmopolitismo moral de Miller y la implicación que deriva de ello, el compromiso con un mínimo global como una cuestión de justicia, quedan considerablemente debilitados cuando se considera, desde la óptica de su teoría de la justicia global, la imputación de responsabilidad por la garantía de ese mínimo a todos y en todas partes. Es en ese punto crucial que la distinción entre deberes de justicia y deberes de asistencia humanitaria vuelve con fuerza en la teoría de Miller. ¿A quién debe ser imputada la responsabilidad por reparar la condición de los 1,750 millones de personas que, de acuerdo con el Informe del Desarrollo Humano de 2010, están sometidos a la pobreza multidimensional? Para tratar de esa cuestión, Miller distingue dos ideas de responsabilidad, que se aplican no sólo a agentes individuales, sino también, y especialmente, a colectividades (Miller, 2007: cap. 4). La "responsabilidad de resultado" (outcome responsibility) es aquella que tenemos para con los resultados de nuestras acciones. Es la responsabilidad que caracteriza nuestra condición de agentes libres: somos responsables tanto por los beneficios como por los costos que, intencionalmente o no, derivan de nuestras acciones. La "responsabilidad reparadora" (remedial responsibility) entra en escena cuando hay personas que se encuentran injustificadamente en una condición de destitución o de riesgo y nos preguntamos si hay agentes a quienes la responsabilidad de rescatarlas de esa condición puede ser imputada. La pregunta hecha arriba implica la imputación de responsabilidad reparadora —a estados e instituciones internacionales— en lo que se refiere a la situación de las personas que se encuentran en situación de pobreza severa en el mundo. La responsabilidad reparadora sólo podría ser exigida de determinados agentes como un deber de justicia si fuese posible demostrar que a esos mismos agentes cabe también, al menos en gran medida, la responsabilidad de resultado por la situación de destitución en que los pobres globales se encuentran. Bien, es justamente esa imputación de responsabilidad a los ciudadanos y estados de los países ricos que Miller, contraponiéndose al enfoque normativo de Thomas Pogge sobre la pobreza global, rechaza (Miller, 2007: 238-259).

Miller menciona dos razones que podrían justificar, en cierta medida, responsabilidades reparadoras por parte de los países ricos (ambas enfatizadas por Pogge). Una de ellas es la injusticia histórica. Sin embargo, Miller es escéptico sobre la importancia que tienen injusticias históricas pasadas, como el colonialismo y la esclavitud, para explicar las inequidades distributivas y, en particular, la pobreza severa en el mundo actual. "Según parece", dice él, "vincular la injusticia histórica a la pobreza de hoy exigiría considerar casos específicos y mostrar los mecanismos causales en operación, en vez de apoyarse en afirmaciones categóricas amplias [como las que Pogge hace sobre eso]" (Miller, 2007: 251). La segunda razón se conecta al juicio derivado, mencionado anteriormente, para preocuparse por vastas desigualdades económicas y de poder en el plano internacional. Aunque los países pobres tengan derecho a exigir términos equitativos de cooperación internacional, que les ofrezcan oportunidades apropiadas de desarrollo ejerciendo su propia autodeterminación nacional, eso no es suficiente, en la visión de Miller, para justificar responsabilidades reparadoras, por parte de los ciudadanos y estados de los países ricos, por la pobreza global. La razón esencial de eso es que Miller no quiere eximir a las sociedades en las que la pobreza es endémica de la responsabilidad colectiva nacional por las instituciones, políticas y prácticas sociales domésticas que contribuyen para mantener a una porción significativa de sus poblaciones en una condición de destitución. Incluso bajo un orden global caracterizado por desigualdades de poder y de capacidad de negociación entre los países, las trayectorias de los países en desarrollo, como las de Ghana y Malasia, que eran sociedades igualmente pobres cuando pasaron a ser independientes de Gran Bretaña, en 1957, difieren significativamente (Miller, 2007: 241).

Estamos de vuelta a lo que antes fue denominado "argumento de los factores internos" reforzado, ahora, por una teoría normativa de la responsabilidad colectiva nacional. La responsabilidad reparadora de proveer los recursos necesarios para proteger los derechos humanos básicos de los 1,750 millones de pobres multidimensionales del mundo, para Miller, no recae primariamente sobre los ciudadanos y países más ricos, que son aquellos que más se benefician del orden global vigente. La cuestión que se presenta, desde la óptica de su teoría de la justicia global, entonces, es la siguiente: considerando que aquellos que son primariamente responsables por la garantía de esos derechos humanos básicos (subgrupos de las sociedades en que la destitución ocurre) están incumpliendo su responsabilidad colectiva nacional, ¿qué especie de deber recae sobre los ciudadanos y estados de los países ricos? La respuesta es: solamente un deber de asistencia humanitaria. Las obligaciones de justicia social debidas a los conciudadanos son como triunfos (valiéndose del lenguaje del juego de bridge), esto es, son consideraciones morales que tienen precedencia sobre el deber de asistencia humanitaria: "una visión razonable es la de que todas las obligaciones de justicia social para con los compatriotas deben tener precedencia sobre obligaciones internacionales que surgen de fallas de responsabilidad de terceros —y eso a pesar del hecho de que la condición a la cual estamos respondiendo pueda ser mucho peor en el caso de los outsiders" (Miller, 2007: 50).

Miller tiene razón en sostener que no hay razón para suponer que una concepción de justicia, y especialmente una concepción de justicia global, tenga necesariamente que ser de naturaleza comparativa. Es una suposición central de este artículo la de que, aunque una concepción de justicia se aplique al orden social y político global, no podemos interpretar sus exigencias sólo como una extensión del alcance de la justicia igualitaria para el ámbito internacional. Pero lo que se espera de una concepción de justicia global no comparativa, que Miller alega defender, es que establezca deberes de justicia distributiva internacional que sólo pueden ser imputados a los ciudadanos y estados de los países ricos, y a las élites de los países en desarrollo, y que, al menos potencialmente, sean pasibles de convertirse en normas de cumplimiento obligatorio. Recordemos que la razón fundamental para restringir el mínimo social que se puede exigir como una cuestión de justicia a un rol de derechos humanos básicos es la de que sólo esos derechos tienen fuerza normativa para justificar obligaciones internacionales. Cuando, sin embargo, examinamos el tratamiento que Miller da a la responsabilidad de erradicar la forma más obvia de inequidad distributiva en el mundo, la condición de pobreza severa en que se encuentra entre un cuarto y un 40% de la humanidad (según la medida adoptada), hay pocas razones para suponer que su teoría de la justicia global justifique más que deberes internacionales de asistencia humanitaria, cuyo cumplimiento ocupa un lugar secundario en relación con las obligaciones de justicia social que debemos a nuestros conciudadanos. Caractericé la postura de Miller, inicialmente, como la de "suficiencia, no justicia igualitaria". Su motivación más fuerte, sin embargo, es defender una posición de "humanitarismo, no justicia distributiva internacional". Permanecemos en los límites del liberalismo social.

 

IGUALITARISMO, NO ASISTENCIA HUMANITARIA

Una segunda posición que ganó prominencia en el debate teórico reciente sobre justicia global es la que sostiene, en contraste con el liberalismo social, que deberes bastante extensos de justicia distributiva deben ser reconocidos internacionalmente. De acuerdo con esa segunda posición, que Miller denomina "cosmopolitismo moral fuerte" (Miller, 2007: 27-31), las razones que justifican principios de justicia igualitaria para el ámbito doméstico de una sociedad democrática también se aplican globalmente. Si aceptamos principios liberal-igualitarios de justicia social para tratar, normativamente hablando, las disparidades socioeconómicas existentes en el ámbito interno de una sociedad democrática, entonces, de acuerdo con esta segunda postura, tenemos también que reconocer principios igualitarios análogos para trabajar con las disparidades socioeconómicas internacionales. Esa posición de "igualitarismo, no asistencia humanitaria" rechaza el antimonismo de Rawls en lo que se refiere a distinguir las obligaciones de justicia social de las de justicia internacional.

Sin embargo, hay dos versiones de monismo en materia de justicia global. En una de esas versiones, que algunos denominan "asociativa" y otros "relacional" (Sangiovanni, 2007: 5-8), los principios de justicia igualitaria sólo se aplican si ciertas circunstancias están presentes, a saber, si las personas se encuentran situadas en relaciones que son institucionalmente mediadas de modo específico. Los principios de justicia son accionados por la existencia de un esquema institucional análogo a aquello que Rawls denominó "estructura básica de la sociedad", que, según él, es el principal objeto de la justicia, porque sus consecuencias son profundas y están presentes desde el inicio:

Aquí, la idea intuitiva es que esa estructura contiene varias posiciones sociales y que las personas nacidas en condiciones diferentes tienen expectativas diferentes de vida, determinadas, en parte, tanto por el sistema político como por las circunstancias económicas y sociales. Así, las instituciones de la sociedad favorecen ciertos puntos de partida más que otros. Esas desigualdades son muy profundas [...]. Es a esas desigualdades, supuestamente inevitables en la estructura básica de cualquier sociedad, que se deben aplicar en primer lugar los principios de justicia social (Rawls, 1971: 7).

El paso siguiente, para esa primera versión del monismo, consiste en mostrar que principios de justicia igualitaria, tales como un principio de diferencia de alcance global, se aplican porque la sociedad internacional es hoy suficientemente semejante a sus correspondientes domésticas en lo que se refiere a las características que son relevantes para justificar principios igualitarios de justicia distributiva. Esas características se refieren al grado de integración económica en los mercados internacionales de bienes, capitales y trabajo, generada por el proceso reciente de globalización y la creciente densidad institucional que se manifiesta en organizaciones y regímenes internacionales, especialmente los que regulan el comercio y el sistema internacional de derechos de propiedad, cuyas políticas tienen "consecuencias [que] son profundas y están presentes desde el inicio" y que, por eso, dan origen a exigencias de justicia.

Esa posición monista fue formulada y defendida en los trabajos pioneros de Charles Beitz (1979: 143-153) y Thomas Pogge (1989: capítulo 6) sobre justicia global.12 Pero esos dos exponentes del cosmopolitismo moral, aunque continúen siendo proponentes de concepciones asociativas (o relacionales) de justicia global, ya no interpretan sus exigencias con base en principios de justicia igualitaria.13 Aunque esto podría ser objeto de un examen más pormenorizado, en este momento me limito a mencionar lo que me parece ser un cambio de postura de dos autores centrales en ese debate teórico. El esfuerzo central de Pogge, en sus trabajos de años recientes, es el de demostrar que los arreglos institucionales globales, en eso incluyendo la prerrogativa asociada a la soberanía nacional que Pogge denomina "prerrogativa internacional de recursos naturales",14 causan daños a los pobres globales; y que aquellos que son beneficiados por esos arreglos institucionales, los cerca de mil millones de personas más privilegiadas del mundo (concentradas en los países ricos y en las élites de los países en desarrollo), tienen un deber de justicia de alterar esos arreglos con miras a erradicar la pobreza severa.15

Pero el enfoque de Pogge sobre la justicia global no está fundado en el igualitarismo. La posición de Beitz (2009) sobre esto es menos clara, ya que disocia su interpretación de la práctica global de los derechos humanos de una "teoría de la justicia global ideal" (Beitz, 2009: 128). ¿Pero qué sería una teoría de justicia global "ideal"? Beitz no esclarece, exactamente, qué es lo que entiende por eso, pero podemos suponer que tiene en mente una teoría incompatible con el hecho de que estados territoriales independientes siguen siendo la unidad básica de la estructura política mundial. La interpretación de la práctica global de los derechos humanos ha de tener en cuenta ese hecho y las patologías que le están asociadas. Cuando preguntamos por los propósitos justificadores de esa práctica, "preguntamos, entonces, considerando las características estructurales de tal orden político como más o menos establecidas, bajo qué condiciones sería razonable esperar que las personas la aceptasen y la apoyasen" (Beitz, 2009: 131), Beitz prosigue sosteniendo que la práctica global de los derechos humanos es capaz de especificar esas condiciones de justificación, si es entendida como un "aparato precautorio" (precautionary apparatus) que aspira a evitar las dos principales formas de patología de la sociedad de estados: las graves violaciones de intereses fundamentales de individuos, en el ámbito doméstico, y las agresiones externas.

Esa interpretación de los propósitos justificadores de la práctica no requiere el compromiso con ninguna concepción más abarcante de justicia global. Al abordar los derechos humanos internacionales antipobreza, Beitz resalta que, como esos derechos sólo establecen un umbral de "adecuación" en relación con los estándares de vida que deben ser garantizados a todos, "sus exigencias deben, por eso, ser compatibles con una gama de concepciones (a nivel doméstico) de justicia distributiva, de la más a la menos igualitaria, para que la implementación de cada una de esas concepciones garantice que el umbral sea alcanzado" (Beitz, 2009: 162). Beitz, como fue mencionado en el párrafo anterior, afirma que no es correcto comprometer su interpretación de los derechos humanos internacionales con una teoría de la justicia global ideal. Pero también podemos entender su posición como la defensa de una concepción de justicia global que establece las condiciones de justificación y de aceptabilidad de un orden político mundial que tiene —y que, hasta donde la vista puede alcanzar, continuará teniendo— como uno de sus elementos estructurales la existencia de jurisdicciones políticas independientes, cada cual con pretensiones de ejercer la autoridad política legítima dentro de sus fronteras. Y lo que esa concepción prescribe, en materia de justicia socioeconómica, es la garantía de un patrón no comparativo de adecuación, porque tener eso garantizado proporciona la única justificación aceptable, en caso de que los estados fracasen o se encuentren imposibilitados de propiciar ese umbral de bienestar a sus ciudadanos, para alguna forma de acción o de reforma institucional internacionales.

Encontraremos una defensa intransigente de principios igualitarios de justicia global en otra vertiente del monismo sobre las relaciones entre la justicia en ámbito doméstico y la justicia en ámbito internacional. Para una visión no relacional de justicia global, defendida por filósofos políticos como Kok-Chor Tan (2004) y Simon Caney (2005; 2009), los principios igualitarios de justicia que se aplican en ámbito doméstico también se aplican globalmente, porque unos y otros derivan de un principio más fundamental, de naturaleza pre institucional, de consideración y respeto iguales que son debidos a todos. Para ese tipo de cosmopolitismo moral, las obligaciones de justicia distributiva (especificadas por principios igualitarios), como algo distinto de las obligaciones de asistencia humanitaria, se aplican globalmente independientemente de la existencia de un sistema de interdependencia y cooperación que se califique como una "estructura básica global" e independientemente de la existencia de una estructura política mundial fundada en estados territoriales independientes. Simon Caney denomina a ese punto de vista de "concepción centrada en la humanidad" de la justicia global (Caney, 2009: 391 y demás). Es desde ese punto de vista que la posición "igualitarismo, no humanitarismo" ha sido defendida de modo más vehemente en la literatura teórica reciente sobre justicia global.

Podríamos preguntarnos cómo se podría interpretar un criterio de igualdad distributiva global, pero, antes de eso, lo que llama la atención en esa posición es el argumento con base en el cual se extrae una concepción de justicia igualitaria del principio de que una consideración y un respeto iguales son debidos a todos globalmente. Se trata de una versión generalizada del "argumento (rawlsiano) de la arbitrariedad moral", según el cual es injusto que las personas sufran las consecuencias distributivas de diferencias por las cuales no son responsables, interpretado de forma independiente de cualesquiera relaciones o vínculos de naturaleza institucional.16 Como afirmó Thomas Pogge, en un pasaje de su Realizing Rawls que suele ser mencionado en ese contexto, "la nacionalidad es sólo otra contingencia profunda (como la dotación genética, raza, género y clase social), sólo otra base de desigualdades institucionales que son ineludibles y que se hacen presentes desde el nacimiento" (Pogge, 1989: 247). Si tenemos una obligación de justicia de mitigar o de neutralizar las desigualdades de perspectivas socioeconómicas, en ámbito doméstico, que se deben a factores moralmente arbitrarios, como la etnia, el sexo o la clase social de una persona, entonces tenemos una obligación similar de mitigar o de neutralizar las desigualdades de perspectivas socioeconómicas, en ámbito global, que se deben a un factor que también es moralmente arbitrario, a saber, el lugar de nacimiento. De esa premisa de la arbitrariedad moral del país de nacimiento, para el "cosmopolitismo basado en la humanidad", se desprende que es injusto que las personas tengan oportunidades desiguales, globalmente, debido a diferencias moralmente arbitrarias como son la nacionalidad o la condición de ciudadano(a) de un Estado.

Obsérvese que esa línea de argumentación, para Simon Caney, pone en entredicho no sólo el liberalismo social de Rawls y Miller, sino también el cosmopolitismo relacional que antes fue mencionado. Rechaza el institucionalismo de Pogge, sea que de él se derive una concepción más igualitaria de justicia distributiva internacional (que se expresa en la generalización del principio de diferencia de la teoría de Rawls) o un patrón no comparativo de justicia (que se exprime en la idea de abolición de la pobreza severa). Para Caney (y Tan), si hay, como Pogge sostiene, un orden institucional global injusto que genera desigualdades y pobreza severa, eso no justifica que el alcance de la justicia igualitaria deba ser global; esa es sólo una consideración de refuerzo, que explica por qué nuestras obligaciones globales de justicia son más pesadas (Caney, 2009: 399).

Sin embargo, la sola generalización del argumento de la arbitrariedad moral no ofrece más que una justificación rudimentaria para el igualitarismo global. Para esa vertiente del cosmopolitismo, cabría a los no monistas en materia de justicia social explicar por qué los principios que se aplican al ámbito internacional difieren de aquellos que se aplican domésticamente, a la estructura básica de una sociedad democrática. La cuestión es relevante, y está entre aquellas que deben enfrentar los que defienden el rechazo al monismo. Pero obsérvese, antes que nada, que eso invierte la obligación de la prueba. ¿Por qué un conjunto único de principios de justicia siempre se aplicaría doméstica y globalmente, sea que se trate de un criterio rawlsiano de justicia o, tal vez, de un "igualitarismo de fortuna" global, según el cual "el objetivo de la justicia distributiva es el de anular los efectos de desigualdades de circunstancias no elegidas sobre las personas, y no el de compensarlas por sus [malas] elecciones" (Tan, 2004: 70). La respuesta más prominente a esa cuestión, ofrecida por el cosmopolitismo basado en la humanidad, consiste en una versión generalizada del argumento de la arbitrariedad moral. Pero eso vuelve tautológico el argumento a favor del igualitarismo global. Como Andrea Sangiovanni mostró (2011: 574), podemos formular ese argumento de la siguiente forma: ya que debemos neutralizar diferencias globales de perspectivas de vida que se deben a circunstancias no escogidas, debemos contrarrestar las desigualdades de perspectiva que se deben al país de nacimiento. Se desprende de forma directa de la premisa de que cualesquiera disparidades relativas de renta, riqueza o de oportunidades sociales que se deban a la nacionalidad o a la participación en un esquema institucional doméstico son ipso facto consideradas injustas. La conclusión —la igualdad global debe ser promovida— no es más que una paráfrasis de la premisa del argumento.

Lo mínimo que se podría esperar, para que la conclusión no presuponga aquello que debe ser demostrado, es un argumento independiente que muestre por qué deberíamos considerar la nacionalidad, o la condición de ciudadano de determinado Estado,17 como moralmente arbitraria, de la misma manera que lo son la etnia, el sexo o la "lotería social" (que determina la posición social de una persona, en la sociedad, al nacer). Hay un sentido obvio en el que esa analogía es verdadera, considerando que nadie escoge su país de nacimiento y que nacer en un país del África Subsahariana o, alternativamente, en un país de la OCDE, impacta de manera dramática las perspectivas de vida de una persona. Pero no es necesario estar completamente de acuerdo con el análisis de David Miller sobre la nacionalidad, antes mencionado, para admitir que la condición de ser ciudadano de un Estado difiere, en un sentido normativamente relevante, de otros atributos moralmente arbitrarios, como el sexo o la etnia de una persona. Como Miller observa (2007: 31-33), hay una ambigüedad en el uso de la expresión "arbitrariedad moral" en el argumento del cosmopolitismo basado en la humanidad. Una característica de una persona puede ser "moralmente arbitraria" en el sentido de que la persona no puede ser considerada moralmente responsable por la característica en cuestión. En ese primer sentido, la nacionalidad, o la ciudadanía, es un atributo arbitrario en la gran mayoría de los casos. En un segundo sentido, menos trivial, una característica es moralmente arbitraria porque se considera que no debería afectar la forma en que la persona es tratada y, en especial, no podría justificar un tratamiento desigual. Si la nacionalidad es arbitraria en ese segundo sentido, entonces las desigualdades de perspectivas de vida que existen entre personas que pertenecen a comunidades políticas distintas son injustificadas. Sin embargo, como sostiene Miller, "es preciso que exista un argumento substantivo que defienda la irrelevancia de la nacionalidad, y no sólo un argumento formal que se vale de la ambigüedad del término 'arbitrariedad'" (Miller, 2007: 33). La dificultad de colocar la nacionalidad entre los factores moralmente arbitrarios, en ese segundo sentido de arbitrariedad, está en su conexión con una idea de agencia o de responsabilidad colectiva que está asociada a la autodeterminación política. Esa idea (de responsabilidad nacional) se puede cuestionar, si se trata de privaciones severas, sobre todo si esas privaciones son sufridas por personas que viven bajo regímenes dictatoriales y que, por eso, se ven impedidas de participar de decisiones políticas que podrían mejorar sus perspectivas de vida,18 pero parece poco plausible rechazarla enteramente cuando se trata de trabajar con las disparidades relativas de recursos entre los ciudadanos de diferentes Estados. Basta atribuir algún peso normativo a la autodeterminación política nacional para que distanciamientos significativos respecto a un patrón de igualdad global, como quiera que sea definido, tengan que ser admitidos.

La crítica de Miller al cosmopolitismo basado en la humanidad se apoya en el valor moral de la nacionalidad. Para Miller, es necesario que los estados tengan una nacionalidad compartida para que fines comunes puedan ser perseguidos.19 En especial, una identidad nacional compartida es necesaria para que sean puestas en práctica políticas públicas redistributivas y para que exista en el grado exigido, entre los ciudadanos, la disposición de asumir los costos impuestos por la justicia social. La identidad nacional compartida es el fundamento normativo de la responsabilidad colectiva nacional, lo que incluye la responsabilidad por instituciones y políticas domésticas que puedan resultar en disparidades distributivas en el ámbito global. Pero no es necesario recurrir al nacionalismo para criticar la vertiente de cosmopolitismo que estamos considerando. Lo que aquí quiero resaltar es el contraste entre una perspectiva no institucional o, como fue denominada antes, entre una perspectiva no relacional de justicia y una relacional. Aunque ese contraste, por sí sólo, no sea suficiente para demostrar cabalmente la superioridad de un enfoque relacional sobre un enfoque no relacional como el cosmopolitismo basado en la humanidad, se presta a evidenciar dos formas muy distintas de pensar la justicia, en general, y la justicia global, en particular. Y se presta, sobre todo, a justificar la posición asumida en este ensayo.

Para colocar ese contraste en foco, consideremos un pasaje de Kok-Chor Tan:

[...] la globalización, la "conexión mutua" económica mayor, convirtió la cuestión de la justicia global en algo aún más relevante. Pero es importante no comprender de forma equivocada la relación entre justicia e instituciones. El hecho de que haya arreglos institucionales compartidos hace necesario tomar en cuenta a la justicia. En otros términos, aunque un esquema social compartido sea una condición suficiente para la justicia, no es una condición necesaria. Desde una perspectiva distinta, que nuestras acciones u omisiones tengan implicaciones morales para otros es una condición suficiente para que otros tengan exigencias de justicia que hacernos [...]. El hecho de que compartamos "la superficie de la Tierra" [como Kant afirmó en La paz perpetua] es suficiente para tornar relevantes consideraciones de justicia. Las exigencias de la justicia son previas a los arreglos institucionales, y la justicia puede convocarnos a establecer instituciones comunes donde ellas no existen, si hacerlo fuese necesario para facilitar la realización de sus fines [de la justicia] (Tan, 2004: 33-34).

Lo que Tan está sugiriendo es que podemos pensar en lo que la justicia requiere, en el ámbito global, sin considerar, necesariamente, los arreglos institucionales existentes. De hecho, es eso lo que hace el cosmopolitismo basado en la humanidad. Para pasar de la premisa de la consideración igual que es debida a todos para justificar, con base en el argumento de la arbitrariedad moral, una concepción de justicia igualitaria global, no es necesaria ninguna referencia a características institucionales del orden económico y político global. No es de ese modo que el argumento de la arbitrariedad moral entra en la justificación de una concepción rawlsiana de justicia para el ámbito doméstico de una sociedad democrática. La reflexión sobre la justicia social, desde esa perspectiva, es condicionada por hechos sobre instituciones desde el principio. Las exigencias de la justicia no son, como Tan afirma en el pasaje citado arriba, "previas a las instituciones". ¿Y por qué, desde la óptica de la perspectiva rawlsiana, no lo son?

Para responder a esa cuestión es necesario detenerse un poco más en la distinción, ya mencionada antes más de una vez, entre teorías "monistas" y "no monistas" o "antimonistas" sobre la justicia. La cuestión más relevante que esa distinción levanta es: ¿las instituciones sociales hacen diferencia, no instrumentalmente, para determinar la fuerza y el alcance de los deberes de justicia? El monismo responde negativamente a esa cuestión. Al negar que las instituciones hagan una diferencia fundamental para explicar la fuerza y el alcance de los deberes de justicia, el monismo sostiene que se debe hacer cualquier cosa que contribuya para mejorar la distribución (de acuerdo con el distribuendum adoptado) como un todo y, si el monismo se combina con el cosmopolitismo, como es el caso del cosmopolitismo centrado en la humanidad, el deber de hacer eso tiene alcance global. Como sostiene Liam Murphy,

De acuerdo con la visión dualista ["antimonista", en nuestra discusión], nuestra preocupación con la desigualdad o con la cantidad de sufrimiento en el mundo es necesariamente mediada por estructuras institucionales. Pero si la igualdad o el bienestar es la preocupación fundamental que motiva una teoría de la justicia, ¿por qué las personas no se preocuparían directamente con esas cosas? Si las personas tienen un deber fundamental de promover instituciones justas, ¿por qué no tienen un deber de promover aquello para lo que las instituciones justas son? [...] el monismo no concibe las responsabilidades de las personas como fundamentalmente mediadas por la cuestión del diseño institucional tal como el dualismo lo hace (Murphy, 1999: 280).

Como observó Thomas Pogge en su ensayo de crítica a la posición monista de Gerald Cohen y Liam Murphy,20 hay dos formas distintas de pensar la justicia. El monismo ve la justicia, sobre todo, como una característica del estado de cosas del mundo y de la distribución de bienes y cargas entre individuos. Todos los factores bajo control humano que afectan esa distribución, de arreglos institucionales a elecciones personales, son justos en la medida en que promuevan la calidad moral de esa distribución (Pogge, 2000: 168-169). Se trata de un enfoque profundamente consecuencialista sobre la justicia. "En contraste con ese enfoque esencialmente consecuencialista", dice Pogge, "el dualismo es motivado por la idea de que la justicia es inherente a acciones y relaciones humanas y por la idea de que la responsabilidad moral que se tiene en relación con otros es afectada por la naturaleza de la propia implicación en su suerte" (Pogge, 2000: 169).

Esa distinción entre un "enfoque relacional" y un enfoque monista, que tiene un fuerte componente de consecuencialismo moral, también está en el centro de la distinción que Rainer Forst establece, en un ensayo reciente, entre una interpretación de la justicia "orientada al receptor" y una interpretación de la justicia "basada en la estructura" (Forst, 2014). Aunque el objetivo central de esa distinción sea contraponer una interpretación estructural de la justicia a la modalidad de consecuencialismo del enfoque de las capacidades de Amartya Sen y Martha Nussbaum, la crítica de Forst a la justicia "orientada al receptor" también se aplica, creo, al monismo consecuencialista que aquí estoy examinando. Descuidar la naturaleza estructural e institucional de la justicia (y de la injusticia), equivale a suponer la existencia de una gran máquina distributiva que sólo necesita ser programada correctamente empleando la métrica apropiada de justicia (Forst, 2014: 26) o —se podría agregar— el principio pre institucional apropiado de justicia. La justicia, como sustenta Forst de un modo que hace eco a la distinción de Rawls entre "justicia distributiva" y "justicia de asignación",21 es siempre de naturaleza relacional; no pregunta por estados de cosas, ni (directamente) por la distribución de bienes o de calidad de vida entre las personas, sino por relaciones entre personas y por aquello que cada uno debe a los demás y por cuáles razones. Las exigencias de la justicia son accionadas por contextos en los cuales lo que está en cuestión son relaciones entre personas que necesitan justificación, en los que quienes están implicados se encuentran vinculados por relaciones que involucran coerción y cooperación en la producción y distribución de bienes. Lo que la justicia requiere, sustenta Forst de una forma que parece muy próxima al enfoque institucional rawlsiano, es la erradicación de la dominación social (Forst, 2014: 27). Es desde esa perspectiva relacional, y no como principio pre institucional de justicia (como un principio de "igualitarismo de fortuna") que el argumento de Rawls de la arbitrariedad moral debe ser entendido.

Es porque la estructura básica de la sociedad —de la cual (normalmente) no existe la opción de "salida"— se pone en práctica de forma coercitiva y tiene efectos "profundos y desde el inicio" sobre las perspectivas socioeconómicas de todos aquellos que están sujetos a sus normas, que nos preguntamos por lo que sería necesario para que ese sistema institucional pudiera ser justificado. Los nexos institucionales entre los ciudadanos de una sociedad democrática, que resultan del empleo de la coerción colectiva y determinan la distribución de bienes —derechos y libertades fundamentales, oportunidades educacionales y ocupacionales, renta y riqueza— que son esenciales para que cada persona pueda hacer algo valioso de su vida, no pueden ser justificados para todos si son moldeados para beneficiar a los que tienen mejor suerte en la "lotería genética" y en la "lotería social". Los dos principios de la teoría de Rawls son propuestos como un ideal de justicia igualitaria que busca mitigar los efectos de factores moralmente arbitrarios en la distribución institucional de derechos y deberes fundamentales, de los beneficios y costos de la cooperación social y, de ese modo, tornar esa distribución justificable para ciudadanos considerados libres e iguales. Ese es el "papel social" o el "papel práctico" que una concepción públicamente aceptable de justicia desempeña: el de proporcionar "un punto de vista públicamente reconocido, con base en el cual todos los ciudadanos pueden inquirir, unos frente a otros, si sus instituciones sociales y políticas son justas" (Rawls, 2005: 9).22 Para ser públicamente aceptable, es esencial que una concepción de justicia sea capaz de desempeñar ese papel práctico.

Dos implicaciones importantes para la teorización sobre la justicia social se desprenden de lo que acabo de afirmar: por un lado, se toma en cuenta que los arreglos institucionales políticos y sociales existentes, apoyados en la coerción colectiva que los ciudadanos de una sociedad democrática ejercen unos sobre los otros, tienen efectos decisivos sobre las perspectivas socioeconómicas de cada persona; por otro, al especificar qué exigencias deben idealmente satisfacer esos arreglos institucionales a fin de que sean justificables para todos, una concepción de la justicia capaz de desempeñar ese papel práctico no sería contaminada, como Tan parece temer, por las injusticias de las instituciones existentes. Se trata de una concepción formulada en el ámbito de lo que Rawls denomina "teoría ideal" de la justicia. Sin embargo, como observa Michael Blake (2001) en un importante ensayo sobre el tema, una teoría ideal de tipo institucional "es la que más probablemente es capaz de ofrecer orientación en el mundo real; y hace eso no por aceptar condiciones no ideales, sino por mostrarnos cómo nuestras instituciones podrían ser justificadas bajo circunstancias ideales" (Blake, 2001: 264, nota 7). Eso corresponde al propósito central de la filosofía política tal como es concebida por Rawls, que es el de formular lo que él denominó una "utopía realista";23 y una de las condiciones para que una concepción de la justicia sea realistamente utópica es la de que "sus principios y preceptos fundamentales sean practicables y aplicables a arreglos sociales y políticos existentes" (Rawls, 1999: 13).

El cosmopolitismo basado en la humanidad, como ya se vio, deriva una concepción de justicia igualitaria de alcance global apelando a una versión generalizada del argumento de la arbitrariedad moral, que fundamenta una norma pre política y pre institucional de respeto y consideración iguales debidos a todos globalmente. Podemos preguntarnos cómo debería ser una estructura básica global para satisfacer las exigencias de una teoría ideal de la justicia de esa naturaleza. Aunque parezca difícil saber incluso por dónde se debería empezar para responder a esa pregunta,24 la cuestión fundamental, desde la óptica de una perspectiva relacional, es otra. En vez de preguntar qué es lo que una concepción pre institucional de la justicia requiere de los arreglos institucionales globales, tenemos que preguntar por aquello que es necesario para que las instituciones del orden económico y político global puedan ser justificadas. Esa es la pregunta que debe ser hecha si queremos que nuestra concepción global de la justicia sea capaz de ofrecer orientación para la acción.

 

NI HUMANITARISMO, NI IGUALITARISMO

¿Qué concepción de la justicia es la más justificable —por ser capaz de ejercer su papel práctico— para las circunstancias del orden político global contemporáneo, que se caracteriza, por un lado, por una combinación de condiciones de globalización económica, interdependencia y aumento de la densidad institucional que dan origen a exigencias de justicia, y, por otro, por el hecho de que los estados soberanos y separados continúan siendo la unidad básica de la organización política mundial? Este es el problema a ser enfrentado, si lo que se tiene en vista es contribuir a la formulación de una teoría de la justicia socioeconómica global alternativa tanto al liberalismo social como al igualitarismo basado en la humanidad. Con el liberalismo social, esa perspectiva alternativa comparte el rechazo al monismo en la teoría de la justicia. Pero el rechazo al monismo no implica aceptar la tesis del liberalismo social según la cual, fuera de las formas de coerción y de cooperación en la producción de bienes colectivos que son características de las relaciones asociativas que los estados soberanos crean entre sus ciudadanos, nada se aplica, en materia de normas de justicia económica, que sobrepase los límites de la asistencia humanitaria. Esa tesis del liberalismo social, que es de carácter asociativo, fue vigorosamente defendida por Thomas Nagel (2005).

La argumentación de Nagel merece un examen cuidadoso. Sin embargo, para los propósitos del momento, basta decir lo siguiente: una cosa es sustentar que los vínculos asociativos en que las personas se posicionan unas en relación con otras como miembros de un mismo Estado, en la doble condición de ciudadanos que están sujetos a normas de cumplimiento obligatorio y que, como Nagel argumenta, son corresponsables por esas normas,25 justifican principios de justicia igualitaria; otra, mucho más discutible, es sustentar que sólo el Estado, y los vínculos asociativos que crea entre sus ciudadanos, puede dar origen a exigencias de justicia (Cohen y Sabel, 2006: 163). Contra esta segunda proposición, el argumento es que, a pesar de que las formas de coerción y cooperación existentes en el plano internacional difieren de aquellas que caracterizan las relaciones entre los ciudadanos de un Estado soberano, es moralmente injustificado restringir las exigencias de justicia sólo a las relaciones asociativas internas de dicho Estado. Aunque no se pueda afirmar que caracterizan un sistema de cooperación semejante a la "estructura básica de la sociedad", en el sentido de Rawls, las instituciones y regímenes del orden económico y político global, como las normas del comercio internacional, las normas que regulan (o que deberían regular) las condiciones de trabajo y las normas del sistema financiero global y del régimen internacional de comercio y de derechos de propiedad son suficientemente coercitivas para que ningún país pueda escapar a sus consecuencias; y sus efectos distributivos responden, al menos en parte, a los niveles de desigualdad y pobreza hoy existentes en el mundo.26 Ese argumento, que es tanto normativo como empírico, aspira a demostrar que si pueden ser imputados efectos distributivos significativos a instituciones y regímenes internacionales, entonces aquellos que hoy son los beneficiarios de esos arreglos institucionales se encuentran bajo una obligación de justicia, lo reconozcan o no, de modificarlos en el sentido de promover la abolición de la pobreza severa en el mundo. No podemos suponer —lo que es una implicación del liberalismo social— que organizaciones y agencias internacionales como la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el BM, el FMI y la OMC pueden tomar decisiones altamente relevantes por sus consecuencias sobre normas internacionales en un vacío normativo.27 Entre otras consideraciones que pueden ser relevantes (como las que se refieren a normas de gobernanza), han de ser consideradas exigencias de justicia socioeconómica. Incluso reformas institucionales a escala relativamente modesta, como la abolición de las barreras tarifarias y no tarifarias que los países ricos imponen a la importación de productos agrícolas, textiles y otras manufacturas intensivas en trabajo de los países pobres o la institución de un régimen internacional diferenciado de patentes de medicamentos esenciales, como el propuesto por Thomas Pogge,28 tendrían un impacto significativo sobre la pobreza severa global.29

Sin embargo, en contraste con la postura defendida por el cosmopolitismo basado en la humanidad, esas exigencias de justicia global son mejor captadas, normativamente hablando, por una concepción no comparativa que tiene por componente central una idea de derechos humanos básicos. Esa es la segunda parte de la argumentación, que aquí formulo de manera preliminar, mucho más como un guión para investigación y reflexión posteriores.

Esa argumentación comparte, junto al cosmopolitismo basado en la humanidad, la premisa del cosmopolitismo moral, ya mencionada antes, tal como fue formulada por Thomas Pogge: 1) seres humanos, o personas, son las unidades fundamentales de la preocupación moral; 2) el estatus de unidad fundamental de preocupación moral se extiende igualmente a todos los seres humanos, y 3) ese estatus especial tiene fuerza global (Pogge, 2008: 175). Pero lo que se desprende de esa premisa del cosmopolitismo moral, cuando se trata de especificar una perspectiva normativa con base en la cual es posible trabajar con las desigualdades y la pobreza globales, es una concepción no comparativa de justicia y no, como sostiene el cosmopolitismo basado en la humanidad, una concepción de la justicia global igualitaria.30 Recordemos que, para una perspectiva relacional o asociativa, una concepción de la justicia sólo se justifica si es capaz de desempeñar su papel práctico. Y, para cumplir con esa condición, es necesario que la concepción en cuestión especifique qué exigencias deben satisfacer las instituciones existentes para que se puedan justificar ante todos los que están sujetos a sus efectos. Cuando se trata de la justificación de una concepción de la justicia global, esa justificación es condicionada por una idea de legitimidad internacional que ya fue introducida antes, en la discusión de la posición de Miller. Sólo los derechos humanos internacionales pueden ofrecer un estándar de justificación y de legitimidad internacionales en una organización política mundial —y eso es un hecho acerca de los arreglos institucionales existentes que no puede ser ignorado en la justificación de una concepción de la justicia global— en la cual los estados soberanos y territoriales aún constituyen la unidad básica. Desde este punto de vista, ciertos intereses humanos fundamentales sólo califican como derechos humanos internacionales si la violación o la no garantía de esos derechos, en el ámbito doméstico, constituyen razones suficientemente fuertes como para justificar la imputación de deberes a organizaciones e instituciones internacionales. A diferencia de lo que suponen Miller y, más aún, Michael Ignatieff, esa idea de legitimidad internacional no nos compromete con una concepción minimalista de los derechos humanos.31 Lo que debe contar como derechos humanos internacionales, cuando disparidades socioeconómicas y desigualdades profundamente arraigadas (como las de género) están en cuestión, es parte de la discusión. Cohen y Sabel sostienen que los derechos humanos deben ser interpretados con base en una idea de inclusión: "los derechos humanos, como tales, no se confinan a derechos negativos que puedan ser especificados aparte de las instituciones, y sí pueden abarcar las reivindicaciones por bienes y oportunidades institucionalmente definidos que son necesarios para la inclusión o la participación en una sociedad política organizada" (Cohen y Sabel, 2006: 173). Concebir los derechos humanos básicos como "condiciones para la inclusión" parece prometedor como idea orientadora. Eso está de acuerdo, creo, con la posición de Allen Buchanan (2010b), para quien cualquier reconstrucción crítica plausible tiene que considerar el componente de igualitarismo de los derechos humanos internacionales. Ese componente se manifiesta de manera clara en los derechos económicos, sociales y culturales, que prescriben un patrón de vida adecuado, teniendo en vista no sólo la satisfacción de necesidades relacionadas a la subsistencia, sino sobre todo las condiciones que posibilitan a una persona ser miembro pleno de la sociedad; y en fuertes derechos antidiscriminación racial y de género. Pero ese componente de igualitarismo, aunque imponga restricción a las desigualdades distributivas admisibles, debe ser interpretado, como destaca Buchanan (2010b: 685-686), no con base en principios igualitarios de justicia distributiva, sino con base en una noción de igualdad de estatus. Nada de lo que ha sido dicho antes sobre que los derechos humanos internacionales se restrinjan a derechos básicos excluye la posibilidad de interpretarlos recurriendo a una idea de inclusión en una sociedad política organizada o con base en una idea de igualdad de estatus.

Independientemente de cómo sean concebidos, los derechos humanos internacionales no pueden ser equiparados a los derechos especificados por una teoría de la justicia tal como, por ejemplo, una teoría liberal-igualitaria de la justicia distributiva, porque, como observa Charles Beitz, "los derechos humanos son cuestiones de preocupación internacional y no es plausible sostener que la comunidad internacional deba ser responsabilizada por la justicia de sus sociedades componentes" (Beitz, 2009: 142). Específicamente, los derechos humanos antipobreza, como los derechos a la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y la educación básica, sólo establecen el derecho a un estándar adecuado de vida, cuyas exigencias deben ser compatibles con una diversidad de concepciones más exigentes de justicia social que pueden ser realizadas en el ámbito doméstico. Y realizarlas, en el ámbito doméstico, una vez que el nivel básico sea garantizado, sólo puede ser responsabilidad, mientras el mundo sea dividido en estados soberanos, de la autodeterminación política nacional.

En suma, contra el liberalismo social, el argumento es que el esquema institucional del orden global impone obligaciones internacionales que van más allá de la asistencia humanitaria; pero contra el cosmopolitismo basado en la humanidad se argumenta que aquello que es distintivo del criterio de justicia aplicable a ese orden no es el igualitarismo, y sí, si queremos que sea justificable, un estándar de adecuación especificado por un cierto rol de los derechos humanos básicos. Como "utopía realista" para la estructura básica de una sociedad democrática, las exigencias de la justicia se expresan en una idea de "consideración igual, status igual y oportunidades iguales". Como "utopía realista" para la sociedad internacional, las exigencias de la justicia se expresan en una posición de "suficiencia, no igualitarismo". Cómo debe entenderse ese estándar de suficiencia es una cuestión que sigue siendo altamente controversial, pero que vincula, de acuerdo con la argumentación que ha sido desarrollada en este artículo, la teoría de la justicia socioeconómica global a la teoría de los derechos humanos internacionales.

 

FUENTES CONSULTADAS

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Notas

1 Este artículo es producto de una investigación en curso, que cuenta con financiación del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq), Ministerio de Ciencia y Tecnología de Brasil. Agradezco los comentarios detallados y pertinentes realizados por uno de los evaluadores anónimos de esta revista, que, tanto como me fue posible en los límites de este artículo, intenté tomar en cuenta y que me serán muy provechosos en trabajos futuros. Traducción de Naila Freitas.

2 Ese es el dato disponible en línea en http://data.worldbank.org/indicator, consultado el 6/06/2012. El Banco Mundial (BM) utiliza líneas de pobreza de 1.25 dólares y de 2 dólares al día, calculadas por la Paridad del Poder de Compra (PPP, en la sigla en inglés) de dólares de 2005. Están abajo de la línea de pobreza de 2 dólares al día aquellas personas cuyo poder de compra por día es inferior al poder de compra que 2 dólares tenían en los Estados Unidos en el año 2005.

3 Para Pogge (2010: 12), se encuentran en una situación de pobreza severa las personas que no tienen acceso seguro a la alimentación adecuada, agua potable, vestido, vivienda y a la asistencia médica y educación básicas. Pogge (2010: capítulos 3 y 4) critica de manera contundente la adopción de la línea de pobreza del BM (que pasó de 1 dólar al día en 2000 a 1.25 dólares en 2005) para establecer el primer objetivo de la Declaración del Milenio de las Naciones Unidas (firmada por 191 países en septiembre de 2000) de reducir a la mitad, hasta 2015, el número de personas viviendo en condiciones de pobreza extrema en el mundo.

4 G. A. Cohen (1992; 1997) y Liam Murphy rechazan el antimonismo de Rawls en otro frente de discusión: el que se refiere a si los principios que se aplican a la conducta individual y a elecciones individuales que pueden tener impacto distributivo deberían ser los mismos que se aplican a la estructura institucional de la sociedad. En la sección "Igualitarismo, no asistencia humanitaria", más adelante, examino esa distinción entre monismo y antimonismo de forma más pormenorizada.

5 El punto de vista que denomino argumento de los factores internos (Vita, 2008: 240-248) corresponde a aquello que Pogge (2008: 145-150), bautizó como "nacionalismo explicativo".

6 Siguiendo a Shue (1996), Rawls adopta una lista restringida de derechos humanos "propiamente dichos", que se limita a los derechos a la libertad y a la seguridad personales, que implican derechos de subsistencia. Estos últimos, para Shue, tienen como objeto la garantía de "aire no contaminado, agua no contaminada, alimentación adecuada, vivienda adecuada y un sistema de salud pública preventiva mínimo. [...] la idea básica es propiciar el consumo de aquello que es necesario para garantizar una oportunidad decente de tener una vida razonablemente saludable y activa, con una duración más o menos normal, excluyendo ocurrencias trágicas" (Shue, 1999: 23).

7 Esa lista se encuentra en Rawls (1999: 65).

8 En Vita (2012), critiqué esa posición de "suficientismo [sufficientarianism], no igualitarismo", como una concepción de justicia social alternativa a la del liberalismo igualitario para el ámbito doméstico de una sociedad democrática.

9 Charles Beitz (2001) llama la atención hacia razones derivativas similares para preocuparse con la desigualdad global.

10 Miller examina diferentes variantes de cosmopolitismo en (2007: capítulo 2).

11 Pogge (2008: 175) y Tan (2004: 94) formulan la idea de modo semejante.

12 Moellendorf (2002) también ejemplifica esa variante de monismo sobre la justicia distributiva internacional.

13 Me estoy refiriendo a trabajos recientes de Pogge (2007, 2008 y 2010) y de Beitz (2009).

14 Se trata del derecho ilimitado que un gobierno tiene, cualesquiera hayan sido los métodos utilizados por sus líderes para conquistar el poder político, de utilizar los recursos naturales de un país de la manera que mejor le parezca. Como Pogge (2008: 29-31; 169-172) sustenta, esa prerrogativa, reconocida por los arreglos institucionales globales del sistema de estados, ofrece fuertes incentivos a la perpetuación de élites políticas depredadoras en algunos de los países (como Nigeria, Zimbabwe o Zaire/República Democrática del Congo) en los cuales, pese a que son ricos en recursos naturales, la pobreza global se concentra.

15 Sobre el criterio de Pogge de pobreza severa, véase la nota 3, supra.

16 Enfaticé la importancia de ese argumento como fundamento normativo de una concepción liberal-igualitaria de justicia distributiva para los arreglos institucionales básicos de una sociedad democrática en Vita (2008: 37-60) y en Vita (2012: 304-306).

17 Aunque la distinción entre identidad nacional y ciudadanía común pueda constituir un problema para la perspectiva normativa nacionalista de David Miller, desde la óptica de la presente discusión, la "nacionalidad" y la "condición de ser miembro de un mismo Estado" se están tratando como equivalentes.

18 Un evaluador anónimo de este artículo observó que, aunque la nacionalidad no pueda ser considerada como un factor moralmente arbitrario, en un sentido general, sí debería serlo en ese caso particular. Si esto implica que, en casos así, la responsabilidad de rescatar a esas personas de la pobreza severa en que se encuentran no se restringe sólo a instituciones y élites políticas domésticas, sobre las cuales esas personas no ejercen ningún control, y eso corresponde precisamente a aquello que la concepción de justicia global defendida en este artículo recomienda.

19 Ese argumento es desarrollado en Miller (1995). En Miller (2000: capítulo 9), el argumento es el de que la nacionalidad común es la única cosa que puede generar la confianza y la lealtad que una ciudadanía republicana requiere.

20 Véase la nota 4, supra.

21 Mientras la "justicia de asignación", que Rawls asocia al consecuencialismo utilitarista, objetiva garantizar cierto modelo de distribución de bienes entre personas, independientemente de nexos institucionales y de las relaciones cooperativas existentes entre ellas, la "justicia distributiva", para la "justicia como equidad", se ocupa de los términos equitativos de cooperación que deben aplicarse al sistema público de normas bajo el cual las personas producen y distribuyen esos bienes entre ellas (Rawls, 1971: 88-89).

22 Véase Rawls (1971: 3-6 y 58) para la formulación de la misma idea en A Theory of Justice.

23 Para Rawls, "la filosofía política es realistamente utópica cuando extiende aquello que ordinariamente se tiene como límites de la posibilidad política practicable y, al hacer eso, nos reconcilia con nuestra condición social y política" (Rawls, 1999: 11).

24 Como Miller observa (2007: 62-68), aunque sea claramente posible identificar grandes desigualdades de educación y salud entre personas de diferentes países, parece muy difícil dar un significado preciso, inclusive como una cuestión puramente normativa, a una idea de igualdad global de oportunidades. Es posible concebir reformas institucionales para evitar (o al menos reducir substancialmente) las cerca de 18 millones de muertes que ocurren anualmente en el mundo en virtud de enfermedades curables asociadas a la pobreza severa. En esa dirección, Thomas Pogge (2008: 222-261) propuso instituir un régimen internacional diferenciado de patentes para garantizar el acceso de personas pobres a medicamentos esenciales (aquellos que son vitales para la supervivencia) y para fomentar el desarrollo de nuevas drogas esenciales, como vacunas contra el VIH/SIDA y la malaria (dos epidemias que tienen efectos devastadores en países pobres). Pero es difícil imaginar qué reformas institucionales serían necesarias para garantizar, por ejemplo, una igualdad de oportunidades educacionales entre personas de sociedades diferentes.

25 Nagel interpreta de modo hobbesiano la condición de que somos "coautores" de las normas del sistema coercitivamente impuesto por el soberano, lo que, en determinadas circunstancias, es una suposición bastante fuerte. Pero, de momento, no es necesario detenerse en ese punto.

26 Un árbitro anónimo de esta revista observó que el argumento, en ese punto, debería evitar pronunciarse sobre la existencia de una estructura básica global. Esa observación es precisa. De hecho, la posición sobre la justicia global defendida en este artículo depende de la suposición de que ya no vivimos en un mundo constituido por comunidades políticas separadas y autosuficientes, en las cuales las relaciones asociativas generen deberes de justicia sólo entre conciudadanos, y tampoco vivimos todavía en un mundo en el cual los arreglos institucionales globales ejerzan formas de coerción (por ejemplo, a través del derecho civil o del derecho tributario) que incidan sobre individuos y provean bienes colectivos que son necesarios para que los individuos puedan perseguir un plan de vida y que, por eso, activen principios de justicia igualitaria. Desde un punto de vista relacional, sólo es posible especular, como hace Julius (2006: 190-192), que, si cierto umbral de conectividad internacional es sobrepasado, haciendo que la sociedad internacional se aproxime a esa segunda descripción, el alcance global de una norma de justicia como el principio de diferencia se justificaría.

27 En el contexto de una discusión sobre la legitimidad de instituciones internacionales generadoras de normas, Allen Buchanan (2010a) tiene objeciones a la visión de que el derecho internacional es una mera creación de los estados, a través de tratados y del derecho consuetudinario internacional. Aunque los estados hayan consentido voluntariamente en la creación de instituciones de gobernanza global, como la OMC y otros regímenes internacionales, esas instituciones adquieren una capacidad propia (y creciente) de generación de normas de derecho internacional que, por eso, ya no pueden ser entendidas sólo como una expresión del consentimiento de los estados. Esa es una de las razones que explican por qué la legitimidad de esas instituciones, y la justicia de sus decisiones son colocadas en entredicho, puesto que ya no dependen exclusivamente del consentimiento estatal, no se pueden responsabilizar frente a públicos democráticos y, pese a eso, se están volviendo cada vez más relevantes por las consecuencias de su accionar para el bienestar individual (Buchanan, 2010a: 93).

28 Ver nota 24, supra.

29 Pogge (2010: 55) estima que reformas institucionales (como la adopción de un Impuesto o Tasa Tobin o de un Dividendo Global de Recursos [Pogge, 2008: cap. 8]) que aseguren 300 mil millones de dólares anualmente (0,8% del PNB combinado de los países ricos), no para "tirar dinero sobre el problema", sino para posibilitar acciones, tales como el financiamiento de servicios de salud y educación básicos, de programas de vacunación, de vivienda básica, de saneamiento básico, de infraestructura física, etcétera, podrían garantizar la erradicación de la pobreza severa en el mundo.

30 Ese punto de vista coincidiría con el de Miller, que fue examinado antes, si la postura de Miller no terminase colapsando, como intenté mostrar, en una defensa de obligaciones de asistencia humanitaria.

31 Para Ignatieff, los derechos humanos "propiamente dichos" (para utilizar la expresión de Rawls) no incluyen derechos económicos, sociales y culturales, reduciéndose a un núcleo restringido de derechos civiles y políticos que son necesarios para proteger a los seres humanos de la crueldad (Ignatieff, 2001: 89 y 173).

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:

Álvaro de Vita. Profesor titular del departamento de ciencia política de la Universidad de São Paulo (USP). Doctor en ciencia política por la misma universidad. Post doctorado en ciencia política por la Columbia University. Sus principales intereses de investigación son la teoría política normativa contemporánea, específicamente los temas de justicia social, tolerancia, teoría democrática y justicia internacional. Sus últimas publicaciones son: O liberalismo igualitario. Sociedade democratica e justiça internacional (São Paulo: WFM Martins Fontes 2008) y "Liberalism, Social Justice, and Individual Responsibility". World Political Science Review 8 (1), 2012, pp. 297-329. Dirección electrónica: alvaro_vita@uol.com.br; alvarodevita@usp.br

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