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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.10 no.23 Ciudad de México sep./dic. 2013

 

Artículos

 

El cuerpo preso tatuado: un espacio discursivo

 

The Prisoner's Tattooed-Body as a Discursive Space

 

Raquel Ribeiro Toral* y Noehemi Orinthya Mendoza Rojas**

 

* Profesora de La Facultad de Psicología, Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Doctora en Psicología Social por La Universidad Autónoma de Barcelona. Dirección electrónica: raquelribeiro42@gmail.com

** Docente de La Universidad La Salle Bajío, campus Salamanca, Guanajuato. Coordinadora del Área de Psicología Del Centro Estatal de Readaptación Social (Cereso) de Salamanca, Guanajuato. Dirección electrónica: orinthya@hotmail.com

 

Fecha de recepción: 03 de junio de 2011.
Fecha de aprobación: 15 de noviembre de 2012.

 

Resumen

La intención del artículo es difundir los resultados de una investigación realizada en un centro penitenciario de Guanajuato. El marco teórico y metodológico se apoya en la psicología social crítica, sustentada en la Maestría en Psicología Social, de la Universidad Autónoma de Querétaro. Concluimos que el sujeto preso, en medio de la rutina, el anonimato y privado del placer de conversar, recurre a tatuarse el cuerpo como un espacio discursivo donde recrea significaciones para darse sentido a sí mismo, a la situación que está viviendo y para dejar huella de su historia.

Palabras clave: Prisión, cuerpo, tatuaje, discurso, psicología social.

 

Abstract

The intention of this article is to show the results of a research that takes place in a penitentiary of Guanajuato State, Mexico. The theory and methodology that sustain this study is the critical social psychology, base of the Master Degree of Social Psychology on the Universidad Autónoma de Querétaro, Mexico. The conclusion is that the prisoner-subject involved in the routine, anonymity and lack of outlets to talk, chose tattoo his own body as a space of discourse, where can give significant and make sense of himself, of the situation he live, and also the leave permanent mark of his own story.

Key words: Prison, Body, Tattoo, Discourse, Social Psychology.

 

PROBLEMA ESTUDIADO

La cárcel, la más civilizada y sistematizada de las formas de administración de la justicia, se fundó en la igualdad de la ley sin distinción de personas. Se basa en la administración del tiempo de castigo y se fundamenta en los saberes de expertos, creando una verdad de la cual se sirve el sistema judicial para, como afirma Foucault (1975), administrar las ilegalidades o infracciones a la ley. En la cárcel se deposita todo aquello que atenta contra la civilidad, como fraude, violación, robo, delincuencia organizada, ejecuciones, secuestro, homicidio o tráfico de drogas. Posee funciones ocultas, como servir de válvula de escape a las tensiones sociales (Reason y Kaplan, 1975) o contribuir a la perpetuación de una marginalidad social, que es criminalizada en lugar de ser resuelta (Baratta, 1986). Además, la prisión busca cumplir dos funciones: por un lado, castigar e intimidar, para evitar las posteriores infracciones a la ley y al pacto social, y por el otro, reeducar, lo cual constituye una forma muy "civilizada" de castigo, pues no hay mejor función intimidatoria que la de transformar a alguien en su personalidad.

El sistema carcelario forma parte de un proyecto de sociedad inmerso en un determinado contexto histórico, en una compleja red de significaciones colectivas, relaciones sociales y transformaciones económicas y políticas. Todo ello implica modificaciones a los sistemas judiciales, reformas a los códigos penales, notas periodísticas y televisivas sobre la delincuencia, sentimientos ciudadanos de inseguridad social, prácticas de corrupción e impunidad, políticas y programas dirigidos a la seguridad ciudadana y los derechos humanos. A esta compleja red hay que agregar lo que podría llamarse el panoptismo tecnologizado. Recordemos con Foucault (1975: 203) que el panóptico fue un edificio diseñado por Jeremy Bentham (1748-1832), cuya periferia, en forma de anillo, estaba dividida en celdas y en el centro se encontraba una torre. Ello permitía que un solo vigilante, situado en ella, vigilara cada celda, sin cesar y reconociendo al momento cualquier incidente. El preso, por su parte, se sentía todo el tiempo vigilado. La tecnología de nuestro tiempo permitió ampliar ese principio a ciudades enteras. En nuestro país, por ejemplo, durante el primer año del sexenio de Felipe Calderón, se creó la "Plataforma México", consistente en la interconexión de redes de dependencias e instituciones vinculadas a la seguridad pública, que propician y facilitan el intercambio de información de sus diferentes bases de datos, en busca de hacer eficientes las estrategias y los operativos. También se creó el programa de Denuncia Anónima, dirigido a los ciudadanos. Asimismo, se creó el Sistema Único de Información Criminal, consistente en un registro nacional de identificación y huellas digitales de internos y liberados de los Centros de Rehabilitación Social (Cereso) de todo el país. Esta información se encuentra disponible en la página de la Presidencia de la República, en el Primer Informe de Gobierno (2007).

Según Foucault (1974-1975), el sistema carcelario, mediante los saberes de los expertos, llamados por él "tecnologías de saber", convierte al infractor de la ley en delincuente a partir de igualar al criminal con el crimen; mostrando que su vida, su medio social, sus cogniciones o su naturaleza biológica conspiraron para darle vida a un hecho criminal y al delincuente mismo. Además, somete al preso, mediante tecnologías de poder impuestas por la omnidisciplina, a una serie de experiencias en busca de su transformación. Sin embargo, existen severas críticas al sistema carcelario en cuanto a su función resocializadora; pero no nos detendremos en ello, porque nuestro centro de interés se dirige hacia el cuerpo tatuado del preso.

Foucault (1975) nos mostró que el cuerpo humano fue el organizador del poder moderno. En tiempos de la Revolución Industrial, el modo de aumentar la productividad, la eficiencia, la racionalidad y el progreso del capital consistía en explotar el gasto de las fuerzas musculares de los cuerpos de los obreros, llamada mano de obra. Para eso, el capitalismo construyó un cuerpo dócil útil a su realidad, mediante el saber de los expertos que lo educaron y corrigieron y mediante el control y la vigilancia de sus actos, decires y pensares, manipulando sus tiempos y movimientos en escuelas, hospitales, fábricas y cárceles. Por otro lado, el "cuerpo de la prisión" fue definido por Foucault (1975) como la articulación entre un poder y un saber. El poder ejercido a través del hacinamiento, las privaciones físicas, el frío, el encierro, la vigilancia constante, las rejas, los candados. Y el saber que lo fundamenta, enunciado por los especialistas (psiquiatras, psicólogos, criminólogos, abogados, jueces). Un saber que permite al Estado, a través de sus instancias judiciales, castigar no sólo las infracciones cometidas a la ley, sino 'las virtualidades del comportamiento", es decir, aquello que un sujeto catalogado como delincuente podría ser capaz de hacer (Foucault, 1974-1975). Bajo esta lógica, alguien puede estar preso, no por haber cometido un delito, sino para evitar que pueda hacerlo, en aras del respeto al pacto social, la seguridad y el bienestar ciudadanos y la legitimidad del Estado. Así lo enunciaba uno de los presos entrevistados, de 39 años, sentenciado a 11 meses por delitos contra la salud (posesión de mariguana), proceso adquirido en prisión mientras purgaba una pena de seis años por robo calificado: "[...] estamos aquí por lo que somos, no por lo que hicimos, estamos aquí por ser pobres [...] Estoy aquí por algo que no hice, pero a la ley no le interesa quién fue, no investiga, [...] lo único que provocan es que el odio y el resentimiento crezca, sólo nos convierten en bestias".

Habría que matizar estas ideas de Foucault sobre el cuerpo del preso, diciendo que ahora ya no vivimos en esas sociedades modernas sino en las posmodernas, que al decir de Giddens (1991) se destacan por sus transformaciones económicas, políticas, desarrollos tecnológicos, científicos y la proliferación de información a través de los medios de comunicación, provocando la apertura de la vida social, pluralizando los ámbitos de acción, los estilos de vida, las formas de ser, pensar, de vestir y trastocando las relaciones sociales y las identidades. También habría que considerar que hoy son posibles las transformaciones reales en los cuerpos humanos debidas a prácticas tecnológicas como trasplantes de órganos, cirugías cosméticas, perforaciones y tatuajes; sin olvidar otros fenómenos relativos al cuerpo, como su mercantilización a través de la pornografía y el tráfico de órganos, la proliferación de alimentos light o el incremento de la bulimia y la anorexia. Todo ello está en el ambiente de nuestra época e influye en la vida de cualquiera, aunque esté preso.

Las relaciones que se dan en la prisión son la ampliación de las que son comunes en la sociedad capitalista, basadas en el egoísmo y la violencia ilegal, en cuyo seno los individuos socialmente más débiles se ven constreñidos a funciones de sumisión y explotación (Bergalli, 1980). Según Aguirre (1995), las características más significativas del internamiento penitenciario son el asilamiento físico, afectivo y social. Los estudios de Baratta (1986) y Pinatel (1969) revelan que esto genera niveles elevados de ansiedad, alta frecuencia de depresión, elevadas tendencias al suicidio, empobrecimiento general del repertorio de conductas, con las consiguientes dificultades para el contacto social y la pérdida del sentido de la realidad. Goffman (1961) describe las prisiones como lugares fríos, malolientes, donde el preso no tiene garantizada su integridad física, aunque intente no involucrarse, ni siquiera como testigo, en actos violentos entre reos o con los custodios. El preso no puede defenderse del custodio como lo haría comúnmente ante cualquier otro, es decir, con gestos de mal humor, maldiciones entre dientes, expresiones de descontento o ironías, pues el personal podría reprimirlas alegando insolencia, mediante un severo castigo establecido desde criterios poco homogéneos y bastante caprichosos. En la cárcel no hay mucho que hacer. Una opción es tatuarse, aunque esté prohibido, aunque la tinta usada sea de la peor calidad, aunque la máquina parezca más de tortura que de creación artística, aunque duela.

Veamos un poco más de cerca la práctica de tatuarse. Desde sus inicios, fue una práctica ritual y mística. En 1991 se encontró en un glaciar a un cazador de la era neolítica que tenía la espalda y las rodillas tatuadas. Antes de tal descubrimiento, la persona tatuada más antigua era la sacerdotisa egipcia Amunet, diosa del amor y la fertilidad, que vivió en Tebas alrededor del año 2000 a.C. Los antiguos pobladores de la Polinesia se encuentran entre los primeros en grabarse motivos en la piel, tatúandose hasta tal punto que no quedaba un trozo de piel desnuda en su cuerpo. Entre los moko maorí de Nueva Zelanda, el tatuaje era tribal e identificaba a cada individuo y su estatus dentro de un grupo, lo cual hacía a la persona única e inconfundible. Con la llegada del cristianismo, tatuarse se volvió una práctica prohibida, pues la modificación corporal se consideraba pecado, por alterar la imagen del hombre hecho a semejanza de Dios. También desde sus inicios los tatuajes fueron símbolo de posesión, esclavitud y control de prisioneros. Los egipcios, fenicios, griegos y romanos utilizaron el tatuaje para marcarlos. El tatuaje se ha identificado históricamente con estigma, pues las marcas hechas sobre la piel de un esclavo o un delincuente tenían como objetivo reconocerlo, visibilizar su culpa y la sanción. En las culturas antiguas de Oriente, como la India, China y Japón, el tatuaje estuvo reservado a quienes habían cometido crímenes severos; ser tatuado era el peor de los castigos porque eran aislados de sus familias. También hay una estrecha relación entre tatuaje y delincuencia. Se piensa —a partir de descripciones de tatuajes polinesios hechas en 1769— que los marineros de Cook retomaron este proceso. Inició así la tradición de los hombres de mar tatuados; gente que a menudo se embarcaba durante largo tiempo para evitar a la justicia (Tatoo Odin, 2011). En el siglo XX, los nazis usaron el tatuaje para numerar a los que cayeron en sus campos de concentración. Hoy en día, las culturas juveniles se han apropiado de esa práctica milenaria, generando una industrialización del trazado anatómico para decorar el cuerpo y manifestar una alteridad juvenil (Ganter 2005).

Nuestra inquietud por investigar la problemática del cuerpo preso tatuado como espacio discursivo surgió cuando una de nosotras hacía trabajo psicológico en un Cereso de Guanajuato y tuvo oportunidad de conversar con algunos internos acerca de sus cuerpos tatuados en prisión. Notamos dos cosas interesantes: que les daba gusto hablar de sus tatuajes y que los propios tatuajes hablaban de ellos. Leyendo a Ferdinand De Saussure (1945) definimos el acto de hablar como la puesta en funcionamiento individual de la lengua (española, en nuestro caso). Emile Benveniste (1970) dice que hablamos para dar cuenta de nuestra posición en el mundo ante los otros. Entendemos que, por esa razón, el hablar hace lazo social. El mismo Benveniste (1970) lo ejemplifica contando sobre grupos sociales que al terminar sus faenas al atardecer se reúnen a charlar por el gusto de "sostener" una conversación, con expresiones como "mmm" "ajá" "¡oh!", carentes de significación fija. Pensamos que en la cárcel, al preso le está negado ese disfrute de hablar. Por ende, conjeturamos que tatuarse el cuerpo era una forma que habían encontrado para sostener el placer de hablar y hacer lazo social en el rutinario y frío internamiento penitenciario en que vivían, y que los tatuajes los significaban a sí mismos y a esa situación en que vivían.

 

METODOLOGÍA

En México, los presos han sido objeto de investigaciones de corte sociológico, antropológico y criminológico, desde el siglo XIX, cuando importábamos de Europa las ideas positivistas de Darwin, Lombroso y Gall. En el libro La Castañeda (Rivera, 2010), se documentan varios estudios realizados en las cárceles de la ciudad de México, en tiempos de la Revolución, que a la vez eran referente de estudio en las primeras cátedras de psiquiatría y psicología. Tenemos estudios como el de Salillas y Panzano (1910) que muestra al sujeto delincuente como resultado de una construcción identitaria. Existen otros, en el campo de las psicologías clínicas, en los que el preso es abordado con objetivos descriptivos y clasificatorios, con el fin de ordenar las personalidades delincuenciales y tratar de normalizarlas. También se destacan estudios con orientación psicoanalítica (Marchiori, 1975), como los de Freud (1913), con aportaciones respecto a la instauración de la ley, los de Lacan con su texto Introducción a las funciones del psicoanálisis en criminología (1971) y los de Friedlander con su trabajo Psicoanálisis de la delincuencia juvenil (1950). Existen también investigaciones realizadas en nuestro país, desde los estudios de género (Amuchástegui y Parrini, 2007), que analizan las formas en que los internos viven su identidad, corporalidad y deseo sexual, hasta los de Payá (2006), quien propone una serie de conjeturas teóricas desde la antropología, la sociología y el psicoanálisis acerca del preso. Existen otros más que denuncian la situación de las prisiones y su incapacidad para disciplinar y reincorporar a los presos al orden social.

En lo que respecta a investigaciones sobre presos tatuados, encontramos que en 1899 el doctor Martínez Baca realizó el primer acercamiento, a través de una visión psicológico-médico-legal, analizando dos poblaciones: delincuentes y militares en el estado de Puebla. Mediante la realización de entrevistas, concluyó que no existía relación entre el signo tatuado y el oficio del sujeto, ni el delito cometido. También existen estudios en criminología, como el ya mencionado de Salillas y Panzano (1910), en donde se comprende el tatuaje como signo estigmatizante y unido a la personalidad, a un sentimiento de pertenencia grupal y a la identidad con referentes simbólicos compartidos. Existen otras investigaciones que buscan establecer patrones, como la realizada en 1995 en el penal de Almoloya de Juárez, que pretendía evaluar el número y diseño de los tatuajes en relación con algunas dimensiones de la personalidad, clasificándolos a partir de su contenido, para concluir que los internos acusados de homicidio poseían tatuajes diabólicos y los detenidos por delitos contra la salud y daño a propiedades tenían tatuajes con el rostro de personas. Concluyeron, además, que no existía relación entre el contenido de los tatuajes y las tendencias psicopatológicas y esquizofrénicas (Piña, 2004).

A diferencia de esas perspectivas, el objetivo de nuestro estudio no tuvo afán de clasificarlos, sino de escucharlos desde una perspectiva psicosocial. Partimos del referente de la psicología social crítica. Ésta sostiene que la realidad y la verdad son construcciones sociales, que se originan en las interacciones humanas dadas en los espacios discursivos (Berger y Luckmann, 1983; Ibáñez, 1989; Billig, 1991).

En ellos se construye un pensamiento social, un sensus communis, como le llamaría Vico (1725) a ese sentido comunitario con el cual significamos nuestra experiencia e interpretamos el acontecer diario. A esta perspectiva europea de la psicología social le añadimos la visión mexicana de Fernández Christlieb (1994), quien diría que lo que una sociedad piensa, siente y hace en el curso de su vida, deviene en el fluir de sus interacciones humanas y se materializa en las producciones de su tiempo, como las ciencias y las teorías cotidianas que van inspirando modos de ver el mundo, formas de vivir, modos de analizar lo social y formas de interactuar con otros, así como prácticas, herramientas, instrumentos, objetos y leyes. Esta perspectiva teórica (mezcla de visiones europeas y mexicanas) era la sustentada en la maestría en psicología social de la Universidad Autónoma de Querétaro, durante la primera década del siglo XXI, tiempo en que una de nosotras era estudiante y la otra docente de ese posgrado, y decidimos realizar esta investigación, con fines de titulación. Desde esta perspectiva decimos que el espacio discursivo es el que permite que viva el pensamiento colectivo, el lazo social y, por ende, la singularidad de cada uno, aunque esté preso.

La primera estrategia metodológica fue concebir a esos "cuerpos presos tatuados que narran" como un espacio discursivo, y por ende intersubjetivo, que circula en un laberinto de bifurcaciones entre drogas, agresión, autolesión, somatización o agresión sexual. Antes que buscar lo psicopatológico o la peligrosidad en sus discursos, buscamos darles la palabra a los internos tatuados y tatuadores, porque entendemos que el significado del tatuaje se va construyendo al platicar sobre él con otro. Este carácter dialógico del tatuaje nos permitió tomarlo como un discurso, esto es: "[...] una práctica cultural que configura el ámbito de lo social" (Filinich, 1998: 34), un acto lingüístico que configura relaciones, realidades y sujetos, en tanto se da en un contexto que le otorga sentido. Además, tomamos el enunciado como la unidad de análisis del discurso. Viéndolo así, tatuarse se volvía una acción significante, el tatuaje se volvía una materialidad simbólica de la experiencia penitenciaria y eso nos llevaba a escuchar lo que narraban sobre sus tatuajes como algo significativo de la experiencia carcelaria y de sí mismos.

La siguiente estrategia era entrar a la cárcel a conversar con los internos. Al hacerlo, nos encontramos con una puerta metálica de enrejado, cerrada por un candado; tras de la reja un uniformado en color negro con un llavero ruidoso cuestiona con el fin de que el que ingresa se identifique, especificando a dónde se dirige y con qué objetivo. El guardia de seguridad permite el acceso, no sin antes corroborar que cada persona se encuentra debidamente identificada por sus superiores. Tres pasos después otra reja; el lugar es cada vez más oscuro; ahora quien interroga puede estar escribiendo cosas en una libreta. Hablan en un extraño lenguaje, hecho de meros signos a través de su radio de comunicaciones; entre interferencias, ruido de llaves y de reja, se escucha algo así: "del 4 al 6, tengo una 19 para 23 que pasa al 6", y la respuesta es: "10 en 11 a que alfa 1 de una 45 con una 9". Mientras uno se revuelve en tratar de comprender qué tanto dicen de uno, la puerta metálica se abre deslizándose sobre un riel. Detrás ya camina un nuevo elemento de seguridad uniformado debidamente, con su radio de comunicaciones y antes de que uno pueda preguntar, aclara que siempre irá uno de ellos a acompañar a toda persona que ingresa, "por seguridad". Y uno se pregunta a quién cuidan de quién o de qué. Al llegar al final de las escaleras a uno lo envuelve el encuentro con un pasillo como de metro y medio de ancho, de concreto, las paredes de color sombrío, como sucio, el aire enrarecido. Hay tres lámparas de barras fluorescentes a lo largo del pasillo que resultó ser un túnel, al final del cual hay más escaleras. Además de muros fríos y lúgubres, uno puede sentir una atmósfera amenazadora. Definitivamente, un primer encuentro con la cárcel obliga a cualquiera a tomar aire (con sabor a metal y piedra), como si tratara de recomponerse luego de una gran impresión. Es difícil evitar un estremecimiento que arruga algo dentro del estómago, cuando uno cae en la cuenta de que el interior de las prisiones constituye una especie de laberinto, con puntos ciegos, pasillos oscuros, patios abiertos, áreas comunes, administraciones y saberes expertos.

Para realizar el trabajo de campo usamos el grupo focal y las entrevistas. El objetivo de ambos instrumentos era permitir que los internos hablaran de su experiencia de tatuar su cuerpo en la prisión. El grupo focal se mantuvo desde septiembre de 2007 a junio de 2008, funcionando una vez por semana; estuvo integrado por siete presos que hablaron sobre sus adicciones, concluyendo que era un modo de encarar la experiencia carcelaria. También hablaron de sus cuerpos tatuados, pero no permitieron que se registrara lo dicho, por lo que fue necesario hacer entrevistas individuales a cuatro internos tatuados y a dos tatuadores. Las entrevistas fueron individuales y abiertas. Las preguntas guía fueron por qué se tatuaron, qué significado le daban a sus tatuajes y si algo cambió en ellos y en la gente con la que trataban, después de tatuarse. Para analizar los registros de las sesiones del grupo focal y las respuestas de las entrevistas, nos inspiramos en el análisis del discurso practicado por la psicología social crítica, en trabajos como los de Íñiguez (2003), quien a su vez se nutre de anglosajones como Wetherell y Potter (1992) o Billig (1990). A continuación, mostramos los resultados del análisis.

 

RESULTADOS

Veamos primero por qué se tatuaron. Una de las razones fue para salir de la rutina cotidiana en la prisión. En sus conversaciones, trasmitían la idea de que la prisión es un espacio que secuestra la experiencia de vida bajo una forma legal. Así lo narraba uno de ellos, de 28 años, sentenciado a seis años de prisión por delito de robo calificado:

La cárcel es la gente con la que tienes que vivir. La rutina de que te levantas, la lista, comes, trabajo, la escuela, y luego "el toro" [la comida], la lista y en la tarde: la tele, el ejercicio. Siempre lo mismo, todos los días iguales, uno se aburre, el cuerpo se cansa de la cárcel [...] aunque en todos lados hay rutinas, aquí es diferente.

El preso está habitado por una "rutina diferente" porque ésta se da en medio de limitaciones de tiempo y lugar. La rutina es el modo de castigarlo y, al mismo tiempo, es "la terapia de rehabilitación". Hay horario para tomar los alimentos y especialistas que diseñan el menú; hay horario para apagar las luces y dormir; para empezar a trabajar y dejar de hacerlo; para el ejercicio y la intimidad. Mientras en la sociedad las personas duermen, trabajan, juegan y comen en distintos lugares, con diferentes participantes, autoridades y reglas en cada uno; en la cárcel estos distintos ámbitos de la vida no se separan. En prisión los sujetos están obligados al encuentro reiterado con los mismos compañeros y a dar cuenta de todos sus desplazamientos rutinarios, a través de mecanismos creados por la arquitectura, los saberes y los funcionarios de prisión. Arquitectura como torres de vigilancia, cámaras de video y radiocomunicaciones, que tratan de tener visibilidad y control sobre todos. Saberes como formularios y estrategias burocráticas. Así, se persigue controlar dónde y cómo está cada persona. Según Goffman (1961), es un régimen de vida artificial, que busca formar cuerpos obedientes y en donde la vigilancia y la convivencia obligadas crean un clima tenso.

Pero si bien esta vivencia de la rutina fue un tema insistente, también lo fue la idea de salir de ella, experimentando sensaciones que modifican la cotidianidad, ya sea drogándose, ya sea tatuándose. Al respecto de drogarse, otro de ellos, de 27 años, sentenciado a 13 años de prisión por homicidio simple intencional, decía: "[...] el castigo quita parte de la vida, familia, la novia, aquí sólo es una rutina de hacer lo mismo todos los días, por eso hace falta que te llegue a las manos una tinta [thinner] para salir de aquí por un momento". Al respecto de tatuarse, uno más, de 25 años, sentenciado a 28 años de prisión por homicidio calificado y robo, decía que "[...] ya andaba bien aburrido y pues para entretenerme aunque sea sentir dolor. Aquí uno no puede sentir nada, puro concreto frío".

Tatuarse el cuerpo es un modo de romper la rutina y de apropiarse de sus sensaciones corporales, aunque sean de dolor; además de dejar una inscripción en el cuerpo que le permite al sujeto singularizarse. Así lo enunciaba uno de los presos, de oficio tatuador, de 24 años, sentenciado a cuatro años de prisión por robo: "[...] me gusta sentir, duele mucho, pero me gusta. Cuando me lo estoy haciendo se siente bien machín, cuando ya terminas, se hincha, se te queda la tecatita así inflamada y caliente, caliente".

También se tatuaban para sentir que tenían algo: un tatuaje. Es que "la sensación de despojo" también fue algo enunciado de manera persistente. Narraban la imposibilidad de poseer gran número de pertenencias, la prohibición de apropiarse de espacios, de roles, la privación que les producía el propio confinamiento con respecto a sus relaciones cotidianas, generando la experiencia de desposesión de identidad. Así lo muestra este poema escrito por uno de los presos que lo compartió en el grupo focal:

Cuando me vaya de este lugar inmundo...
Podré hacer palabra mis pensamientos...
... seré un hombre al que llamarán por su nombre
Y no seré un número más
En la lista de los demás.

Una práctica cotidiana que provoca en los presos esta sensación de despojo, es la constante revisión de sus celdas, sus pertenencias y sus propios cuerpos, en busca de objetos y sustancias prohibidas. Uno de los entrevistados, de 34 años, sentenciado a seis años por delito de robo calificado y dos años por portación de arma de fuego de uso exclusivo del Ejército y Fuerza Aérea, decía crudamente: "En este Cereso [...] los custodios son unos hostigosos [...] las revisiones son muy estrictas, mi visita no quiere venir porque la desnudan, es una humillación [...] aquí uno pierde todo, [...] uno tiene sus cosas bien acomodaditas y llegan hurgándote".

Payá (2006) dice que al ocupar un lugar en el espacio lo delimitamos con pertenencias; por eso, cuando la cárcel quita los objetos personales, corta el cabello, clasifica y uniforma a las personas, ello se vive como una mutilación. Goffman (1961) arguye que al ingresar a la cárcel se despoja al interno de su acostumbrada apariencia y de sus posesiones, tratando de acabar con la posibilidad de la propiedad privada. Eso permite que pueda ser palpado y registrado hasta el extremo por el carcelero, así como sus posesiones personales y su alojamiento; invadiendo así su intimidad.

También creemos que se tatuaban porque no tenían con quién hablar. En las entrevistas, reiteraban que no se sentían escuchados. Goffman dice que el custodio no escucha al preso. Cuando lo interroga, suele restarle valor a las contestaciones mientras atiende a los aspectos no verbales de su respuesta. Los custodios y los presos no conversan; esta ruptura discursiva en la vida cotidiana es la base para la distancia, la exclusión y el dominio de los primeros sobre los segundos.

Por último, consideramos que se tatuaban para distinguir su cuerpo del otro; para singularizarse ante la uniformidad de la vestimenta y del reglamento del Cereso, que dispone un trato igualitario hacia los internos, "sin distinción o privilegio". Payá (2006) sostiene que el sujeto preso, sometido a la falta de privacidad y al constante entrelazamiento con otros prisioneros, establece relaciones de confrontación para defender un lugar y para impedir la intrusión del cuerpo del compañero, que en su movimiento le invade el territorio, lo cual requiere una labor diaria de marcar terreno y distinguirse del otro.

Pensamos que ante esa falta de espacio discursivo en dónde reconocerse como sujeto social y ante la necesidad de distinguirse de los demás, el preso se vuelca hacia su cuerpo como espacio donde escribirse. Es como si dijeran: "dado que la vida en prisión es dolorosamente rutinaria, dado que somos despojados hasta de nuestra identidad y dado que nadie nos escucha, recurrimos a tatuarnos para hablar de nuestra existencia en esta situación". Lo que el preso escribe en su cuerpo es su propia historia, con lo cual puede sostenerse como un sujeto social.

Veamos ahora qué significado le daban a sus tatuajes. Los tatuajes, como todo enunciado, son actos ilocutivos, que tienen la capacidad de hacer cosas al tiempo que enuncian algo (Austin,1962). Analizándolos así, encontramos tatuajes que tenían por función recordar y otros cuya función era protestar contra la idea de readaptación. En cuanto a los primeros, los más comunes eran tatuajes como símbolo del recuerdo de la madre, la pareja, los hijos, la banda o el norte. Pareciera que al evocar el recuerdo del tatuaje se intentara escapar del presente carcelario en que no se es nadie, buscando ilusamente conservar la identidad que se tenía en el pasado. Un interno de 30 años, sentenciado a 13 años de prisión por homicidio simple intencional, muestra su tatuaje. Se trata de los nombres de él y de su novia simulando estar pintados en un muro y como si la pintura, de poca consistencia, se hubiera escurrido. Mientras lo muestra comenta: "[...] en este brazo tengo tatuado un dibujo que hizo mi novia y yo le prometí que me lo iba a rayar [tatuar]. Está todo feo porque así lo hizo ella cuando todavía podía ver, pero así feo y todo me lo puse como ella lo hizo. Son nuestros nombres así como si estuvieran todos escurridos en una pared".

Ver su tatuaje y hablar de él le da la posibilidad de evocar un pasado amoroso que vivió con alguien, en oposición a su presente hostil y solitario. Para Halbwachs (1968), toda memoria evoca un pasado vivido con otros y lo reconstruye de acuerdo con las creencias y las necesidades que tiene en el presente. Además, el recuerdo destaca la posición que el sujeto que rememora ocupaba al interior de un grupo. Sostenidas en estas premisas, creemos que los presos se tatúan recuerdos en un intento por ubicarse en un espacio y tiempo distintos a los de la prisión, en los que pueden conservar su identidad y relaciones sociales arrebatadas por el confinamiento. Es una posibilidad ilusoria de seguir perteneciendo a la colectividad. Cuando uno mira un tatuaje de recuerdos y escucha sus significados pareciera que sobre la piel estuviera escrito todo un sensus communis, un pensamiento social.

Otro tipo de tatuaje memorable es aquel en que se recuerda a los muertos, con la intención de pertenecer a una banda o como una promesa para no volver a matar, como el que tenía uno de los presos, de 27 años, sentenciado a 13 años de prisión por homicidio simple intencional. Al respecto decía:

[...] en este brazo tengo rayada una cadena de espinas, cada espina es un muerto. Tienen gotas de sangre porque yo tenía que matar a uno, unas ejecuciones, pero ahí no tenían que haber muerto una mujer y un niño y por eso tienen esas gotas de sangre [...] a veces creo que yo estoy más muerto que ellos, estoy muerto en vida [...] ellos ya están descansando, pero yo traigo el infierno por dentro [...] me prometí que nunca iba volver a hacer algo así y pensé cómo hacerle para que no se me olvidara y pensé en tatuarme eso.

En cuanto a los tatuajes cuya función era protestar contra la idea de readaptación, decían que se trataba de protestas frente al confinamiento, el despojo y la desfiguración de sus roles y su imagen social a que los sometía la prisión. Así lo deja ver el discurso de este otro preso, de 46 años, sentenciado a cinco años por posesión de mariguana:

[...] cuando me tatué mi cara no me dolió, yo quería expresar que el sistema no sirve, que la readaptación no existe, [...] si me tatuaba la cara entonces sí me iban a ver todos [...] me quería desquitar del gobierno [...] a veces pensaba: me voy a rayar todo el cuerpo, para darle en la madre al sistema, voy a picar a alguien, a un custodio, para que vean que la readaptación no existe, voy a matar a uno para quedarme ya aquí.

Veamos por último si algo cambió en ellos y en la gente con la que trataban, después de tatuarse. Los tatuajes, como todo enunciado, son también actos perlocutivos (Austin, 1962), dado que producen efectos en los sentimientos, pensamientos y acciones de quien los ve, e incluso del mismo que los porta. Así lo decía un preso de 24 años, tatuador dentro de la prisión y sentenciado a cinco años por delito de robo calificado: "[...] después de un tatuaje ya no vas a ser el mismo. Cuando se ponen un tatuaje, empiezan a sentirse una persona que no son, porque todos lo ven más temible, 'ése ha de ser bien chacalón', y se empiezan a sentir como más fuerte, todos lo respetan". He aquí otro enunciado que da cuenta de este carácter de macho que brinda el tatuaje, pronunciado por un hombre de 46 años, sentenciado a cinco años por delitos contra la salud: "[...] creo que me tatuaba porque sientes que nadie te pela, que no te toman en cuenta y te pones un tatuaje y la gente te mira, llamas la atención y como ya lo lograste, pues lo repites y lo repites [...] y uno piensa que así te ves más malo y te sientes como fuerte, como superhombre".

Pero esos efectos perlocutivos están fuera del control de los tatuados. Evidencia de ello es este singular discurso de uno de los entrevistados, tatuador, de 24 años, sentenciado a cuatro años de prisión por delito de robo:

Uno se hace un tatuaje para lucirlo, pero pierde uno muchas cosas [...] tu familia ya no te apoya y la gente por la calle te mira con temor, se cambian de banqueta [...] una vez vino un niño de la visita y le iba a dar una paleta y me vio y se fue llorando, yo creo le dio como miedo y es que el tatuaje es una expresión violenta, es como decir: soy malo y qué.

Resulta interesante que siendo la intención del sujeto tatuarse para verse malo ante los más malos que él, no consideró que los más buenos que él (como un niño) podrían intimidarse al verlo. Fue lo que le sucedió al pequeño, que lo primero que percibió en él fue su presencia física tatuada y ante el temor que eso le causó, ya no pudo ver la ternura con la que el preso se dirigía a él con una paleta.

En resumen, encontramos que los presos entrevistados se tatuaban para salir de la rutina de la prisión, para experimentar sensaciones corporales, para sentir que no vivían en una situación de despojo, para distinguir su cuerpo del otro, por no tener con quién hablar y para tener de qué hablar. Sus tatuajes tenían por función protestar contra la readaptación y también recordar su vida pasada, en la que podían conservar ilusoriamente su identidad y su pertenencia a la colectividad. Los efectos que sus tatuajes producían en ellos y en otros, eran el de temor, ya que un hombre tatuado se ve más fuerte. ¿Más macho? Con toda la connotación que esa palabra tiene en nuestro contexto mexicano.

 

CONCLUSIONES

Nuestro estudio muestra que el tatuaje en el cuerpo preso es un modo de romper con la rutina, la cual es el verdadero castigo. Es una manifestación frente a las privaciones, obligaciones y prohibiciones vividas en cautiverio. Tatuarse resignifica la experiencia carcelaria y hace posible que el preso manifieste una crítica tanto a la readaptacion social como al orden instituido por la complicidad de los saberes científicos con la organización policial.

Viéndolo así, el tatuaje es un símbolo que está en lugar de la palabra negada para quien se tatúa, pero encarnada en la piel. Tiene un significado acordado en el sensus communis; por eso, es posible conversar sobre ellos. Conversar es lo que hace que tatuarse tenga sentido, que sirva para algo, para lucirlo, para recordar, para protestar, para pertenecer a ese pensamiento social con el que se puede ocupar un lugar en el mundo, aunque sea el de ser temido y excluido. Aunque el significado de cada tatuaje parezca una realidad privada, su sentido y coherencia se encuentran en lo que colectivamente convoca. Por eso, tatuarse en prisión es un ejercicio creativo de reconfiguración de sí mismo y de la relación con los otros; es una práctica significante fundante de la subjetividad. Tatuarse singulariza y da identidad al sujeto ante la uniformidad carcelaria.

Al tatuarse para protestar contra la idea de readaptación y transgredir al poder carcelario, el tatuado se presenta como un sujeto respetado en el medio penitenciario, pues el que se tatúa se hace un cuerpo malo, ya no dócil; un cuerpo significante, que no obedece sino que recrea. Por su parte, el tatuador adquiere el poder de ser quien transforma a simples presos "uniformes" en gente visible, temible, valiente, más fuerte. Al tatuarlos, les brinda la posibilidad de transgredir la prisión, ser respetados, vivirse de otra manera o incluso ser temidos.

Tatuarse en la cárcel es un modo de escribir en un espacio discursivo; en el sentido de inscribir la historia de uno mismo en la colectividad. Este tatuarse en una cárcel mexicana del siglo XXI es muy diferente al ser-tatuado que vivieron las víctimas de los campos de concentración; éstas lo vivieron pasivamente, mientras los presos entrevistados lo hicieron por gusto. Las víctimas fueron numeradas con un tatuaje para borrar sus nombres propios y el lazo social al cual se amarraron al ser bautizados, como explica Velázquez (2013). Pensándolo desde esa lógica, diríamos que, contrariamente, nuestros presos se tatuaban para rebautizarse, es decir, para tener un nombre propio con el cual mantener el lazo social con los que están afuera. En este sentido, el tatuaje en los cuerpos presos del penal de Guanajuato sería más acorde con el de los moko maorí, que sirve para identificar el estatus de alguien en un grupo social, haciéndolo inconfundible.

Nuestro estudio muestra también que en la cárcel se abren espacios discursivos donde es posible sostener el lazo social y existir como ser social, a pesar de los intentos carcelarios por negarles el placer de hablar. A nuestro juicio, sería justamente el acto de hablar lo que devolvería su condición humana (recordemos al que decía "nos convierten en bestias"), y por tanto, consideramos que allí radicaría parte del trabajo de readaptación social.

En nuestras sociedades, el espacio discursivo que debiera darse en la vida social comienza a volcarse hacia el propio cuerpo, a causa del individualismo en que vivimos. Recordemos que desde el siglo XIX el positivismo logró omitir la discusión de puntos de vista y así omitió al semejante como interlocutor, separando a las personas entre sí. Fernández (1994) sostiene la tesis de que eso influyó para que, en la sociedad moderna, el cuerpo se volviera un espacio íntimo individual, hacia donde se replegó el espacio discursivo. Los resultados de nuestro estudio son acordes con esa idea.

Quizá por eso está prohibido que los presos se tatúen en las cárceles; sin embargo, afuera de las prisiones cualquiera que desee y pague puede hacerlo. Esta contradicción pone en jaque la idea de readaptación, en el caso de uno de los tatuadores entrevistados, sentenciado a cinco años por robo calificado, quien tiene pensado poner un negocio de tatuajes cuando salga de la cárcel, para reintegrarse a la sociedad y convertirse en un sujeto socialmente productivo. Pero en la cárcel no le dejan practicar ese oficio que lo llevaría a la readaptación. Como él dice:

No sé porqué no dejan rayar, yo podría sobrevivir afuera haciendo esto porque soy bueno en lo que hago, allá afuera hay muchos locales donde se hace eso, ya es como una moda, no sé por qué no me dejan desarrollarme en lo que sé hacer, en lo que me gusta, o sea que sí dibujo y hago repujado y eso, pero no es lo mismo".

Por último, decir que desde una perspectiva faucaultiana, la prisión pretende normalizar y reeducar sujetos obedientes, a partir de someter sus cuerpos y voluntades, regular sus conductas, fuerzas físicas y pasiones, desautorizar su palabra, anular la autonomía de su actuar, limitar sus relaciones sociales y aislarlos de la experiencia social. Pero si fuera completamente así, los cuerpos en prisión serían sumamente dóciles, de tal manera que lejos de comunicar, sólo obedecieran, y que lejos de significar, sólo repitieran. Sin embargo, en nuestro estudio hallamos algo distinto. Hallamos que frente a ese sistema carcelario omnidisciplinar y totalitario, el preso encuentra en su cuerpo una forma de hablar. El cuerpo preso tatuado es un espacio discursivo que lo significa. Sus tatuajes le asignan significados e intencionalidades, revelan sus saberes; por tanto, desde ellos él también se mira, se modela, le da sentido al mundo y a sus relaciones sociales, lo que le posibilita seguir siendo un sujeto social. ¿Será que dos siglos de organización y administración del poder totalitario han fracasado? ¿Será que la ciencia, referente que sostiene el saber y las tecnologías de la prisión en busca de la transformación de sujetos útiles, ha sido insuficiente?

 

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INFORMACIÓN SOBRE LAS AUTORAS:

Raquel Ribeiro Toral. Profesora de la Facultad de Psicología, Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Doctora en psicología social por la Universidad Autónoma de Barcelona, licenciada y maestra en psicología clínica por la UAQ. Línea de investigación: la subjetivación en la posmodernidad. Integrante del cuerpo académico Promep "Clínica, Psicoanálisis y Sociedad". Candidata al Sistema Nacional de Investigadores. Correo electrónico: raquelribeiro42@gmail.com

Noehemi Orinthya Mendoza Rojas. Docente de la Universidad de La Salle Bajío, Campus Salamanca, Guanajuato. Licenciada en psicología clínica por la Universidad Autónoma de Querétaro. Concluyó sus estudios de maestría en psicología social en la UAQ. Coordinadora del Área de Psicología del Centro Estatal de Readaptación Social (Cereso) de Salamanca, Guanajuato. Correo electrónico: orinthya@hotmail.com

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