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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.10 n.23 Ciudad de México Sep./Dec. 2013

 

Artículos

 

Razón y espacio público en la democracia deliberativa. Una perspectiva habermasiana

 

Reason and Public Space in Deliberative Democracy. A Habermasian Perspective

 

Ángel Sermeño Quezada*

 

* Doctor en ciencia política, profesor-investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Dirección electrónica: angelsermeno@yahoo.com.mx

 

Fecha de recepción: 15 de febrero de 2012.
Fecha de aprobación: 10 de abril de 2013.

 

Resumen

Existe un conjunto de dilemas y problemas que debe resolver una concepción deliberativa de democracia. Algunas de tales cuestiones son: ¿Es posible rediseñar la relación entre Estado y sociedad de tal manera que permita una participación ciudadana de alta calidad en la toma de decisiones colectivas? ¿Es posible ejercer el ideal democrático de autogobierno? ¿Es posible rediseñar los espacios representativos convencionales a la influencia de la ciudadanía? ¿Pueden las decisiones políticas ser el resultado de un proceso de argumentación y de razonamiento público entre ciudadanos libres e iguales? En el presente trabajo se esboza una propuesta del diseño institucional que debe enfrentar el reto de responder convincentemente a tales desafíos. En concreto se expone y problematiza la relación entre el espacio público y los diseños representativos de la democracia liberal desde una perspectiva habermasiana.

Palabras clave: Participación, deliberación, espacio público, democracia, sociedad civil.

 

Abstract

There are a number of dilemmas and problems that must solve a deliberative conception of democracy. Some of these questions are: Is it possible to redesign the relationship between state and society that allows public participation in decision quality of collective decisions? Is it possible to exercise the democratic ideal of self-government? Is it possible to redesign the conventional representative spaces to the influence of citizenship? Are policy decisions may be the result of a process of public argument and reasoning among free and equal citizens? This paper outlines the institutional design must face the challenge of responding to such challenges convincingly. Specifically discussed and problematized the relationship between public space and designs representative of liberal democracy from a Habermasian perspective.

Key words: Participation, Deliberation, Public Space, Democracy, Civil Society.

 

INTRODUCCIÓN

Este trabajo tiene como objetivo revisar las nociones de razón y de espacio público en tanto condiciones o requisitos para el ejercicio práctico de una concepción deliberativa de democracia. Entiendo por democracia deliberativa ese movimiento intelectual que busca responder al desafío planteado por el creciente desencanto ciudadano con las instituciones (sus prácticas y procedimientos) democráticas en el mundo contemporáneo. Se trata, en consecuencia, de un esfuerzo intelectual colectivo empeñado en trabajar en torno de un riguroso ejercicio de fundamentación, justificación y reivindicación de la dimensión discursiva o dialógica en cuanto fuente de legitimidad sustantiva para la democracia (Elster, 1998). Es una propuesta que persigue ir más allá de la dimensión procedimental (sin desconocer o negar la importancia de las reglas y procedimientos democráticos), mejorando la calidad de la vida política a través de la incorporación del razonamiento público, el diálogo, la inclusión y la aceptación de la diferencia tanto dentro del funcionamiento de las instituciones representativas como, en un sentido más amplio, en el conjunto de la sociedad a través del fortalecimiento del espacio público.

Por lo dicho resulta obvio que este trabajo se propone un objetivo que puede calificarse de ambicioso, por cuanto involucra el aspecto más controvertido y complejo del así denominado "giro deliberativo" de la teoría democrática (Greppi, 2006). Esto es articular una definición de democracia que sea verdaderamente convincente y eficaz en rediseñar la relación entre Estado y sociedad; o, dicho de otra manera, entre autoridad y deliberación ciudadana. Se trataría, por una parte, de un rediseño de las instituciones y, por otra, de una transformación de la cultura política que corriesen en paralelo e interconectadas y que fuesen capaces de permitir la construcción de nuevos espacios y prácticas democráticas, en donde la ciudadanía se acerque de manera real y no retórica al ideal democrático del autogobierno.

Mi estrategia argumentativa en este trabajo se estructura a partir de la recuperación de la propuesta de un modelo democrático de circulación del poder político concebida por Jürgen Habermas (1998). A grandes trazos esta propuesta abre los espacios de decisión de los diseños representativos convencionales a la influencia de la ciudadanía y de la opinión pública. El objetivo perseguido es el de la incorporación de las demandas que provienen de diversos contextos societales y comunicativos, incluyendo aquellos claramente periféricos, mediante un curioso mecanismo de "esclusas". En la propuesta de Habermas, el modelo institucional del Estado democrático de derecho debe ser reconstruido con el fin de introducir modificaciones en el funcionamiento del mismo que permitan "regular" el flujo de la comunicación que proviene desde "abajo" y desde "fuera". Esto es, promover la permeabilidad de las instituciones políticas respecto de la opinión que fluye desde los más diversos puntos del sistema social. Las "esclusas" son, pues, los procedimientos democráticos que comunican la opinión pública generada de manera informal con la definición, esta vez formal, de la voluntad y la decisión política. Tal propuesta de circulación democrática del poder político naturalmente es inconcebible sin apelar a las categorías de razón y espacio público.

Cabría mencionar otras dos cuestiones esenciales para permitir una participación política de buena calidad por parte de la ciudadanía en un orden institucional democrático liberal. Una es la problemática cuestión que se pregunta si es posible construir una ciudadanía virtuosa. Otra es la de repensar justamente los instrumentos y mecanismos que en manos de los ciudadanos posibilitarían la rendición de cuentas y el control sobre los representantes autorizados. De estos dos aspectos no me ocupo por razones de espacio en el presente texto, aunque sostengo que su reflexión se vuelve obligada ante lo que me parece un portentoso reto práctico que consistiría en desplazar el centro de gravedad de la lógica formal e institucional del orden democrático hacia la facilitación y ampliación de la participación de los ciudadanos en sus mismas bases institucionales. Tal tarea es imprescindible para cerrar el círculo de la renovación normativa acaecida en la concepción contemporánea de la democracia.

Si este ejercicio de refundación conceptual de la teoría democrática contemporánea nos ha legado la justificación de nociones como soberanía popular, espacio público y razón comunicativa, la recuperación de la erosionada legitimidad democrática no se habrá alcanzado si dicha tarea de los filósofos y teóricos de la política no se complementa con propuestas, experiencias, ensayos o ejercicios tendientes a encontrar la mejor fórmula para la efectiva "procedimentalización" de las formas y ejercicios de la soberanía popular. En suma, se pone en juego, como digo, el ponderar si es posible, revisando para ello las más conocidas propuestas de adaptación institucional, la aplicación, en cualquier orden democrático y plural contemporáneo, del principio reformulado de legitimidad democrática, en razón del cual se exige a una decisión vinculante el que haya sido el resultado de un proceso de argumentación y de razonamiento público entre ciudadanos libres e iguales. En este trabajo se examina, pues, una de las propuestas mejor elaboradas en este sentido, sin que por ello se eluda revisar al mismo tiempo las principales críticas y réplicas de las que ha sido objeto.

 

LA IDEA DE RAZÓN Y ESPACIO PÚBLICO EN HABERMAS

Buena parte del empeño intelectual del último Habermas gira en derredor de construir una explicación de la gestación y circulación empírica del poder político que, no obstante, sea también compatible con la autocomprensión normativa de los exigentes ideales democráticos de hoy. Esto significa que dicho autor debe explicar cómo se produce una voluntad pública que es, además, racionalmente formulada y que otorga un claro fundamento de legitimidad a los procesos y procedimientos institucionalizados de toma de decisión de los ordenamientos democráticos. Se trata, por tanto, de ofrecer una propuesta de cómo es posible hacer visibles los principios de funcionamiento del ejercicio empírico del poder. Habermas concibe este esfuerzo como una manera de "racionalizar" el uso del poder. Y, por "racionalizar", Habermas entiende imponer al poder restricciones normativas a su ejercicio. O, en otras palabras, encontrar un procedimiento social viable para someter el poder a la razón.

Con la teoría del discurso entra de nuevo en juego una idea distinta: los procedimientos y presupuestos comunicativos de la formación democrática de la opinión y la voluntad funcionan como importantísima exclusa para la racionalización discursiva de las decisiones de una administración y un gobierno ligados al derecho a la ley. Racionalizar significa más que mera legitimación, pero menos que constitución del poder (Habermas, 1998: 376).

Ahora bien, como ya se ha postulado, la razón a la que debe someterse al poder es aquella que se despliega o se articula a partir del desarrollo de una discusión abierta entre los individuos. Es decir, consiste en el ejercicio sin trabas de las capacidades racionales de los ciudadanos. No insistiré en los presupuestos teóricos para una concepción deliberativa o discursiva de la democracia sobre la que se fundamenta la idea del uso público de la razón en Habermas.1 Volveré, pues, a la descripción de una concepción deliberativa de la democracia, aunque vista ahora desde la perspectiva de su concepto operativo. Bajo tal óptica se muestra la conexión empírica existente entre "la formación de la voluntad política institucionalmente constituida y las corrientes de comunicación espontánea, no dominadas por el poder de una estructura pública, no programadas para la toma de decisiones y en ese sentido no organizadas" (Rabotnikof, 2004: 201).

Ante todo se impone una breve recapitulación. En una concepción deliberativa o discursiva de democracia se fusionan tres elementos. Primero, se recoge de manera prácticamente inalterada el marco institucional y procedimental del Estado democrático constitucional de derecho tal y como hoy lo conocemos (especialmente, en las democracias consolidadas del cuadrante noratlántico del planeta). Segundo, dicho marco institucional es interconectado con la existencia de la esfera pública que a su vez se concibe asentada sobre la sociedad civil y el mundo de la vida. Y, tercero, la relación entre espacio público y sociedad civil genera un flujo de comunicación que logra penetrar al referido marco institucional dando como resultado legitimidad a las decisiones emanadas de dicho marco. Es decir, Habermas apela a la génesis de procesos informales de participación ciudadana que presuponen la existencia de una vigorosa cultura cívica en donde a partir de un ejercicio social espontáneo de deliberación surge la opinión pública informal y las organizaciones cívicas. Todo este proceso es lo que contiene la concepción de uso de la razón pública en Habermas.

Existe, evidentemente, un vivo debate ocasionado por el claro contraste entre la descripción, que a simple vista se percibe cargada de idealizaciones, de este proceso y las realidades históricas que inequívocamente muestran los límites empíricos de tal descripción idealizada. Recuperaré necesariamente los contornos básicos de este debate alimentado por el referido contraste entre norma y factum. Pero también estoy obligado a defender, o al menos hacer explícita mi conformidad hacia la importancia de esta concepción del uso público de la razón. Procederé en tres pasos: primero expondré sintéticamente la idea de espacio público y de sociedad civil; en segundo lugar, señalaré las principales críticas formuladas a dicha concepción; para, en tercer lugar, recuperar la respuesta de Habermas a tales señalamientos y ponderar, finalmente los límites y aciertos de este esquema de justificación.

 

ESPACIO PÚBLICO Y SOCIEDAD CIVIL

El espacio público es concebido a semejanza de una "red" metalocal en donde se producen procesos de comunicación y deliberación pública. Es, pues, el ámbito en que se elaboran opiniones públicas y juicios colectivos como resultado de las interacciones entre los ciudadanos y entre éstos y el sistema político. En cuanto tal, es un espacio social que posee dimensiones micro sociológicas (cafés, clubes, foros locales), meso (medios de comunicación) y macro (sistema cultural). Esto es, implica, por supuesto, los encuentros cara a cara pero no se agota en ellos. De hecho, uno de los ámbitos sustantivos para la generación de estas interacciones comunicativas entre los ciudadanos está en los modernos medios electrónicos de comunicación de masas, los que, en la práctica, como atestigua la simple observación empírica, moldean e incluso modifican las ideas, posiciones y opiniones sobre los temas que intrínsecamente tienen una importancia público-política. Cabe, pues, admitir que, en una de sus expresiones extremas y más recurrentes, los medios de comunicación con frecuencia manipulan al público.

Es, por lo demás, el espacio público un concepto que está lejos de poseer una semántica simple y libre de la necesidad de recurrir a elaborados ejercicios hermenéuticos. De igual manera, cabe recalcar que una característica que ha estado asociada sustantivamente al concepto es su fuerte impronta normativa. Rasgo que, como veremos a continuación, ejerce de pararrayos concentrador de las varias y fundadas críticas al concepto. Pero que, en el caso de Habermas, se vuelve una característica irrenunciable. Es decir, Habermas dota su concepción del espacio público de un valor normativo irreductible y que en esencia consiste, como advertía desde las primeras líneas de este apartado, en legitimar el uso del poder por medio de un proceso de racionalización del mismo que emana, justamente, de discusiones públicas en el marco de deliberaciones ciudadanas libres. En palabras del propio autor:

Hasta ahora hemos hablado en términos generales del espacio público-político como una estructura de comunicación que a través de la base que para ella representa la sociedad civil queda enraizada en el mundo de vida. El espacio público-político lo hemos descrito como caja de resonancia para problemas que han de ser elaborados por el sistema político porque no pueden ser resueltos en otra parte. En esta medida el espacio público-político es un sistema de avisos con sensores no especializados, pero que despliegan su capacidad perceptiva a lo largo y ancho de toda la sociedad. Desde el punto de vista de la teoría de la democracia el espacio público-político tiene que reforzar además la presión ejercida por los problemas, es decir, no solamente percibir e identificar los problemas, sino también tematizarlos de forma conveniente y de modo influyente, proveerlos de contribuciones, comentarios e interpretaciones, y dramatizarlos de suerte que puedan ser asumidos y elaborados por el complejo parlamentario. Es decir, a cada función de señal del espacio público-político ha de sumarse también una capacidad de problematización eficaz. Y esta limitada capacidad para una elaboración propia de los problemas ha de estirarse y utilizarse además para un control del ulterior tratamiento del problema dentro del sistema político (Habermas, 1998: 439-440).

Ahora bien, el espacio público se encuentra, como ya se dijo, asentado sobre la sociedad civil. Ambas dimensiones societales son espacios libres de interferencia estatal, así como también son ámbitos no regulados por los mercados. El "núcleo institucional (de la sociedad civil) lo constituye esa trama asociativa no-estatal y no económica, de base voluntaria, que ancla las estructuras comunicativas del espacio de la opinión pública en la componente del mundo de la vida, que (junto con la cultura y con la personalidad) es la sociedad" (Habermas, 1998: 447). Habermas, pues, recoge íntegramente la definición refinada de sociedad civil reelaborada por sus discípulos Cohen y Arato a partir del propio pensamiento habermasiano. La sociedad civil se compone, en consecuencia, de las asociaciones, organizaciones y movimientos surgidos espontáneamente y que, para los propósitos de establecer esta conexión entre sociedad civil y espacio público, recogen la resonancia de los grupos o listas de problemas emanados de los ámbitos de la vida privada que se encuentran en la sociedad. Es, por tanto, la sociedad civil la que "condensa" y "eleva" el volumen o voz de las problemáticas que son transmitidas al espacio de la opinión pública. "El núcleo de la sociedad civil lo constituye una trama asociativa que institucionaliza los discursos solucionadores de problemas, concernientes a cuestiones de interés general, en el marco de espacios públicos más o menos organizados" (Ibid.).

El espacio público y la sociedad civil se encuentran interconectados y articulados en términos de Estado de derecho. Los derechos fundamentales, especialmente los derechos de asociación, comunicación, de inviolabilidad de las personas y, en general, de garantías vinculadas al conjunto de libertades civiles y políticas que intervienen en el proceso de formación de la opinión pública, constituyen la base sobre la cual Habermas concibe las precisas y exigentes funciones que asigna al espacio público. Rabotnikof lo explica con las palabras siguientes: "esta esfera o esferas de lo público, pensadas ahora como redes informales o inclusivas, con límites temporales, sociales y materiales fluidos, se desarrollan más o menos espontáneamente en el marco de los derechos garantizados constitucionalmente" (Rabotnikof, 2004: 204). En suma, las asociaciones plurales de la sociedad civil son los lugares de generación de un poder autónomo, espontáneo, autorregulado que, en contacto con las instituciones formales del sistema político, se transformará en poder comunicativo. Esto nos lleva a una peculiar propuesta de Habermas.

En efecto, la conexión entre sociedad civil, espacio público e instituciones jurídicas y políticas del Estado de derecho que Habermas establece es ya bastante conocida y no por ello deja de ser ciertamente curiosa. Dicho autor se vale de la metáfora asociada a un "sistema de esclusas" aplicable al sistema político que, según Habermas, hace que su concepción discursiva de democracia no sea de antemano incompatible con la forma de operación de las sociedades complejas o "funcionalmente diferenciadas". Pues bien, este curioso modelo se configura, de acuerdo a como lo interpreta Fernando Vallespín, a partir de la distinción entre un "centro" y una "periferia".

El centro estaría compuesto por lo que cabría calificar como la política institucional, que abarcaría al gobierno y la administración, los tribunales de justicia y el sistema representativo y electoral (las cámaras parlamentarias, las elecciones políticas, la competencia interpartidaria). El procesamiento de las decisiones funcionaría aquí siguiendo inercias, rutinas y movimientos pautados que, sin embargo, obligan a que sus operaciones y procesos pasen por los estrechos canales de todo un sistema de esclusas, que se interponen en las relaciones entre los diferentes órganos e instituciones. La periferia estaría constituida por la acción de una esfera pública integrada por todo tipo de grupos y organizaciones sociales, capaces de conformar, alterar o impulsar la opinión pública, y que a su vez ejerce influencia y condiciona decisivamente las acciones del centro. En el centro nos encontramos con la auténtica capacidad de tomar decisiones políticas vinculantes, y donde cada uno de sus órganos tiene sus prerrogativas y relaciones claramente tipificadas. En la periferia impera un sujeto público descentrado, informal y descompuesto en una serie de redes organizativas, que lo más a lo que puede aspirar es a intentar imponer su influencia. Su acción fundamental estriba en intentar condicionar la acción del centro del sistema político. Evitar que este pueda funcionar a espaldas de los flujos de comunicación provenientes de la esfera pública y la sociedad civil (Vallespín, 1997: 219-220).

De acuerdo con esta didáctica presentación, el sistema político acabaría por abarcar también a la propia sociedad civil. Por otro lado, mediante procesos discursivos, la sociedad civil podría interferir y actuar políticamente sobre sí misma, pero también generar influencia sobre las instituciones políticas. De hecho, el aspecto decisivo sobre el que se sostiene la totalidad de este modelo radica en la energía y vitalidad que posea la sociedad civil y en su potencia y eficacia para problematizar y procesar públicamente todos los asuntos que afecten a la ciudadanía. Es decir, "su gran baza es la inmensa capacidad que tiene para suscitar temas, sensibilizar y llamar la atención sobre problemas, actualizar responsabilidades políticas en el centro, etc.; en suma, para problematizar su acción y mantener vivo el proceso comunicativo que debe prevalecer en un sistema democrático entre la ciudadanía y los órganos institucionales, en particular las cámaras representativas" (Vallespín, 1997: 220).

En todo caso, en este modelo Habermas mantiene la distinción entre poder comunicativo y poder administrativo. La relación entre ambos es de clara distinción jerárquica. El poder comunicativo se encuentra subordinado al poder administrativo. La finalidad del primero es generar influencia sobre el segundo de manera que en la medida en que ello es eficaz el poder comunicativo puede condicionar la aplicación del poder administrativo. Es decir, se trata de que el poder administrativo no pueda funcionar a espaldas de los flujos de comunicación provenientes de la esfera pública y la sociedad civil.

 

CUESTIONAMIENTOS CRÍTICOS AL ESPACIO PÚBLICO

El espacio público es un concepto que posee una elevada densidad normativa. Como sabemos, Habermas elabora este concepto a partir de una recuperación de la esfera pública burguesa. De la formulación inicial de la misma, el propio Habermas evoluciona hacia una comprensión menos exigente en términos de presupuestos normativos implícitos en la categoría. Sin embargo, los presupuestos principales siguen siendo asumidos como válidos por este autor.

Críticas empíricas

En opinión de Fernando Vallespín, los presupuestos mínimos que informan el concepto normativo de espacio público son cuatro, a saber: a) simetría en el acceso al espacio público. Es decir, existencia de un espacio abierto a todos. Lo "público", lo es sin restricciones. Los ciudadanos, en consecuencia, tienen igual posibilidad de participar y hacerse oír; b) clara escisión entre el ámbito de lo público y lo privado. Ello exige que las cuestiones que son objeto de discusión son públicas y, por ende, políticas (afectan a todos por igual y repercuten sobre lo común); c) la libre interacción en dicho espacio de debate y de opinión debe regirse por el principio de que para acceder al uso público de la razón debe, como consecuencia, seguir rigurosos procedimientos deliberativos, hacer triunfar el mejor argumento; y, finalmente, d) el establecimiento de una clara diferencia entre quienes opinan y el medio a través del cual lo hacen (véase Vallespín, 2003: 467-468).

Este autor opone, a cada uno de esos presupuestos —que en su condición de principios regulativos no es esperable ni exigible su plena operativización y concreción en los procesos históricos de acceso ciudadano a la información—, amenazas reales y actuantes que en los hechos los pervierten o francamente los niegan o anulan. De esta suerte, los peligros que rondan la capacidad de deliberación racional libre de los ciudadanos provienen de: 1) las asimetrías y estratificaciones del espacio público; 2) las rupturas de la fronteras entre público y privado y la aparición del infontainment; 3) la subversión del mejor argumento, lo que claramente implica la banalización del discurso público; y, finalmente, 4) las distorsiones de la opinión pública. Cada una de estas amenazas está desafortunadamente muy bien documentada en cuanto realidad empírica. Son, en la práctica, condiciones estructurales que moldean la dinámica del espacio público en las condiciones del presente (Ibid.: 468-476).

En este sentido, frente al ideal de simetría en el acceso ciudadano a la información emergen poderosas fuerzas que transforman dicha simetría en asimetrías cuasi irremontables. Algunos factores estructurales que se pueden nombrar bajo esta lógica serían, a saber: a) la concentración de la propiedad de los medios en pocas manos; b) la aparición de medios y agendas que dictan eficazmente los hechos sobre los que la ciudadanía debe informarse y cómo; c) la sujeción de los medios públicos a la promoción de los gobiernos en turno (lo que provoca autocensura o impacto económico de la publicidad gubernamental); y, por último, d) la igualmente patente asimetría entre los diferentes participantes en la comunicación política (distinción entre speakers, gate-keepers y audiencia) (Ibid.: 469-470).

La ruptura de las fronteras entre público y privado, una característica estructural aparentemente propia de nuestra época posmoderna, constituye indiscutiblemente una de las metamorfosis más visibles del espacio público en el presente. Se trata de una transformación con consecuencias directas sobre la devaluación normativa de la esfera pública. Consiste, en pocas palabras, en una mutación en el interés público que le lleva a buscar afanosamente un sistemático "voyerismo" de lo privado. Esto implica que el interés público se estructura en sus contenidos más por la curiosidad y el morbo que provocan los vicios, infortunios o miserias morales privadas que por remitir a una real y genuina problemática social y común. En otras palabras, que la principal fuerza de lo público, a saber, su condición de transparentar lo oculto del ejercicio del poder se trastoca en un desvelamiento totalmente banal, trivial y despolitizado. A la contaminación por esta lógica del ámbito de la política se le denomina Infontainment y consiste en la contracción de información y entretenimiento. De esta suerte, "la política crece en interés cuanto más se regocija en el escándalo y vulnera o se aparta de las normas establecidas, lo pautado o lo políticamente correcto" (Ibid., 471).

Al ser el espacio público un lugar de discusión que explícitamente se asume como al margen del poder adopta una suerte de identidad extra-política. Mirada de manera positiva (es decir, no sólo como una carencia de poder) tal condición o identidad agrega un valor intrínseco a la opinión pública emanada de este espacio. Garantiza, en efecto, que la misma sea el resultado de un proceso de abstracción del espíritu de partido o facción y que, en consecuencia, sostenga o fundamente el principio de primacía de la racionalidad. La expresión normativa más conocida de este principio postula que en el ejercicio de las prácticas deliberativas entre la ciudadanía ésta se deja guiar por la primacía o predominancia del mejor argumento. Esto es, en un proceso deliberativo se aportan razones y son las mejores de esas razones las que terminan imponiéndose por la vía de la persuasión y el diálogo. Ante dicho postulado, por supuesto, no hace falta exhibir elevadas credenciales académicas en filosofía moral para aceptar la contrarréplica del sentido común: en realidad nada nos garantiza que los participantes en un proceso deliberativo se dejen llevar por el triunfo del mejor argumento en el debate racional.

Existen, pues, muchas estrategias argumentativas para sostener la irrealidad del principio del mejor argumento como criterio de solución de las controversias que se dirimen en el espacio público-político. Fernando Vallespín propone ordenarlas en dos conjuntos de problemas. Primero, consideraciones de orden práctico sobre cómo la misma dinámica empíricamente constatable de los medios de comunicación vuelve si bien no improbable, sí muy difícil el ejercicio del debate racional. En segundo lugar, consideraciones de tipo normativo (Ibid.: 472-474).

En relación con estas segundas se destaca la condición irremontable del "pluralismo cultural" interno de las sociedades avanzadas. Ello impide decidir "racionalmente" sobre cuestiones normativas que se sostienen sobre premisas "culturalistas" o de identidad que, como vimos en el anterior capítulo, están bien expresadas en el pensamiento de Rawls, a saber: en su noción de "inconmensurabilidad" de las concepciones de bien, lo que exige la apuesta por un "consenso traslapado" (Rawls, 1995).

Ahora bien, en el caso del primer grupo, las distorsiones que interfieren en los procesos de comunicación pública surgen, en su mayor parte, de la propia naturaleza organizativa y funcional de los medios de comunicación que se corresponden con las exigencias de una sociedad de consumo o de masas. No se trata, por tanto, de hacer un recuento exhaustivo de las mismas en este momento del discurso. Simplemente, de manera ilustrativa, mencionar por un lado las prácticas de banalidad y amarillismo (sobre todo en la televisión aunque los tabloides no escapan a dichas prácticas) en el manejo de la información, así como su vaciamiento y despolitización —es el caso de la prensa, sostiene Vallespín, que va incorporando poco a poco artículos más pequeños, esquemáticos, lineales y menos complejos (Ibid.: 473). Esta situación hace recordar claramente, por un lado, esa suerte de argumento antropológico de Giovanni Sartori (el triunfo del homo videns: 1999) sobre el deterioro de la capacidad reflexiva de la ciudadanía dominada cada vez más por la hegemonía de la imagen. Y, por otro, la conocida tesis de Bernard Manin (1998) sobre el desplazamiento y descentramiento de las instituciones de representación política por parte de los medios masivos de comunicación. Por supuesto, estas tendencias distorsionadoras de la comunicación no son totalmente concluyentes e irremontables. Frente a ellas es posible observar, si bien con mucha menor intensidad, situaciones ejemplares de espacios mediáticos en donde se producen sensatos y detenidos debates racionales sobre temas público-políticos.

El último tema que Vallespín revisa en este contraste entre principios normativos de la comunicación e inercias distorsionadoras de la misma, gira en derredor de la cuestión de si es posible y cómo se objetiva eso que el público piensa y opina, a saber: la opinión pública. ¿Existe, se pregunta este autor, una opinión pública autónoma de los medios que la formalizan y que exprese un ejercicio crítico de una ciudadanía consciente? Para abordar esta cuestión, Vallespín selecciona cuatro de las más destacadas respuestas que existen en la literatura sociopolítica de nuestra época. Dos tienen una indudable connotación negativa y dos defienden la condición de realidad concreta de la opinión pública.

Habermas encabeza esta interpretación positiva al sostener la tesis en razón de la cual la opinión pública encarna y expresa la conciencia crítica de una sociedad y, en cuanto tal, es la fuente que imprime dinamismo a las prácticas democráticas. A esta visión se suma (y de hecho se apoya sobre ella) la más extendida concepción meramente estadística y numérica de la opinión pública. En razón de esta visión se considera que la opinión pública es algo que puede ser objetivado mediante encuestas y por tanto que a través de las mismas se le puede medir el pulso al pensar, sentir y elegir de una comunidad política inclusiva y democrática.

El lado de los impugnadores de esta interpretación queda ejemplificado por la posición de autores como Bourdieu y Luhmann. Para el primero, la opinión pública no es otra cosa que "ideología" que la clase política invoca para justificar sus decisiones, políticas y conductas. Luhmann, en cambio, tiene una visión más cáustica e irreverente de la opinión pública. Él piensa que ésta es solamente un "residuo"; esto es, aquello que va quedando por la acción de los medios de comunicación.

Críticas normativas

De entre la varias posibilidades de retomar miradas críticas al espacio público vuelvo la mía a un segundo desarrollo cuestionador del modelo ideal normativo habermasiano de espacio público. Me refiero al interesante aporte de Nancy Fraser, que concentra su crítica en la dimensión propiamente normativa del espacio público. Como punto de partida cabe anotar que Fraser reivindica la importancia de la categoría habermasiana de esfera pública, a la que califica como un "recurso indispensable" para teorizar de manera apropiada los "límites de las democracias en las democracias capitalistas tardías". "El concepto de Habermas de espacio público —sostiene la autora— proporciona una vía para evitar algunas confusiones que han plagado a los movimientos sociales progresistas y a las teorías políticas asociados a ellos" (Fraser, 1993: 24). Sin embargo, la segunda parte de su tesis sobre la importancia de esta categoría proporciona una de las miradas más sugerentes sobre la necesidad de someterla a un cuestionamiento crítico, toda vez que "la forma específica en que Habermas ha elaborado esta idea no es completamente satisfactoria" (Ibid.: 25). Para salvaguardar la función crítica del espacio público (y para "institucionalizar la democracia") se vuelve necesaria, desde esta lógica, una rigurosa reconstrucción de la categoría que nos permita desarrollar un "modelo post-burgués" del espacio público.

Extrañamente (sostiene Fraser al desarrollar su tesis crítica), Habermas se detiene en seco ante la necesidad de desarrollar un nuevo modelo post-burgués del ámbito público. Más aún, nunca problematiza explícitamente algunas conjeturas dudosas que sustentan el modelo burgués. Como resultado, al final de La transformación estructural nos quedamos sin una concepción del ámbito público lo suficientemente distinta de la concepción burguesa como para cubrir las necesidades de la teoría crítica hoy (Fraser, 1993: 26).

Las críticas normativas al espacio público se estructuran a partir de una perspectiva "historiográfica revisionista" del "relato idealizado" del espacio público liberal. En este sentido, cabe precisar que no contrastan la dimensión armónica y utópica de la categoría (que el propio Habermas admite que nunca ha sido ejercida en la práctica) con el funcionamiento problemático e imperfecto de las esferas públicas realmente existentes hoy; sino que, más bien, dicho contraste toma como referente las probables fallas hermenéuticas de Habermas a la hora de elaborar dicha categoría, sin tomar en cuenta interpretaciones alternativas que habrían ofrecido una imagen distinta del espacio público burgués en su momento fundacional. De hecho, es posible sostener, afirma Fraser, una imagen más "oscura" del ámbito público burgués que la que emerge del estudio de Habermas. Justamente, este autor puede "idealizar" su concepción de espacio público debido a que ignora o no examina otros ámbitos públicos que coexistían con el burgués en su momento fundacional.

Desde esta perspectiva, son básicamente dos los argumentos que emergen con total claridad. En primer lugar, que "a pesar de la retórica acerca de lo público y la accesibilidad en la que se apoyaba el ámbito público oficial, era claro que ésta en gran medida estaba constituida por un número de exclusiones significativas" (Ibid.: 28). Propiedad y clase, género, además de raza y etnicidad han sido criterios de exclusión de lo público en cierto sentido casi irremontables. De modo que aunque con el paso de los siglos algunas de estas exclusiones han cedido terreno en el ámbito formal, muchas veces persisten en el ámbito informal de la cultura.

El segundo argumento también denuncia una condición de exclusión maquillada y apunta hacia el momento de consolidación de la sociedad civil. En cuanto soporte del espacio público burgués, la sociedad civil burguesa entendida como esa red de clubes y asociaciones (filantrópicas, cívicas, profesionales y culturales), "era todo menos accesible a cualquiera". Además, la sociedad civil operaba a partir del establecimiento en su interior de normas de comportamiento basadas en una cultura patriarcal. Por supuesto, existía un discurso "ideológico" que la clase burguesa en tanto clase dominante emergente elabora respecto de sí misma y de su concepción de la sociedad civil y el espacio público. Este discurso posee evidentemente fines de legitimación que se estructura, a partir de una maniobra discursiva de "distinción". Se trata, en efecto, de "un discurso de lo público que solicita accesibilidad, racionalidad y la suspensión de las jerarquías de estatus (pero que) es también desplegado como una estrategia de distinción" (Ibid.: 30). En suma, una sociedad civil y un espacio público que ocultan su condición excluyente (especialmente en razón de clase y género) y que, así sea de manera sutil, también establecieron relaciones conflictivas con otros públicos existentes en dicha sociedad.

A partir de esta base que proporciona la denominada "historiografía revisionista" es posible cuestionar, sostiene Fraser, los cuatro supuestos que moldean la peculiar concepción de ámbito público en el pensamiento habermasiano. Estos supuestos son: 1) Que es posible poner entre paréntesis las diferencias de estatus entre los participantes en la deliberación que se genera en el espacio público. La autora cuestiona que este supuesto asume como dado que "la igualdad social no es una condición necesaria para la democracia política". 2) Que una concepción unitaria de ámbito público es preferible para el desarrollo democrático a un nexo de múltiples públicos. 3) Que la deliberación en el ámbito público debe restringirse a temas y problemáticas que competan al bien común. O, dicho en otras palabras, que "la aparición de intereses privados en la deliberación es siempre indeseable". Finalmente, 4) que un ámbito público en funciones requiere de una clara y tajante separación entre sociedad civil y Estado (Ibid.: 34).

El primer supuesto es claramente desmentido por la historia. En la práctica, el ideal de acceso abierto a la esfera pública nunca se ha efectuado. Sin duda puede argumentarse que a lo largo de los siglos muchos impedimentos formales a la paridad participativa han sido removidos. Y ello, si bien es problemático, dado que no siempre puede acreditarse que sea un proceso de expansión universal, es un dato objetivo. Pero para Fraser el punto no estriba en que tales exclusiones del espacio público (como clase, género o raza) hayan sido superadas, aunque siempre de manera parcial, a través de mecanismos jurídicos formales, sino que aun a pesar de ello las interacciones discursivas dentro de los terrenos públicos formalmente inclusivos no logran realmente generar condiciones de paridad participativa. Documentándose en investigaciones orientadas por la teoría política feminista, la autora defiende la tesis en razón de la cual advierte sobre la paradoja que supone el que la "deliberación puede servir como máscara para la dominación". Es decir, las desigualdades sociales materiales "pueden contaminar la deliberación inclusive frente a la ausencia de cualquier exclusión formal". Por otra parte, cuestiona el presupuesto de que en el espacio público sea posible ingresar a un lugar de "grado cero" de la cultura. Operar tales ficciones (igualdad material e igualdad cultural) necesariamente tiene que traducirse en ventaja para unos (élites dominantes) y desventaja para otros (grupos alternativos). Visto desde esta perspectiva, la tarea para la teoría crítica es descomunal. Por una parte, debe luchar por hacer visibles las formas en que la desigualdad social "contamina los ámbitos públicos existentes que son formalmente inclusivos y corrompe la interacción discursiva dentro de los mismos". Por otra parte, debe sumarse, junto con muchas otras tradiciones intelectuales progresistas, a la búsqueda de aquellas propuestas que estructuralmente tratan de alcanzar la paridad participativa y la equidad social. Una tarea que, como podemos constatar a simple vista, hasta ahora ha sido siempre inacabada e incompleta.

Ahora bien, el segundo presupuesto normativo en examen permite revisar el carácter de las interacciones entre los diferentes públicos que alimentan al espacio público. Fraser, como ya vimos, impugna la interpretación habermasiana que concede una suerte de hegemonía al público burgués y a su específica concepción del espacio público frente al surgimiento tanto de públicos adicionales o alternativos, como de la lógica generación de sus propios espacios públicos alternativos. A estos últimos, Fraser propone llamarles "espacios contra públicos subalternos". En este presupuesto se encuentra, a su vez, implícita la tesis que asigna a estos otros públicos y espacios públicos alternativos una condición tardía e infradesarrollada que "se debe leer bajo el signo de la fragmentación y la decadencia".

Como salta a la vista, en la crítica anterior se entrelazan dos cuestionamientos. El primero sostiene que las desigualdades de estatus social y las relaciones de dominación y subordinación entre los grupos que deliberan en el espacio público no pueden en realidad ponerse entre paréntesis. De este modo, se señala que el principio de igualdad formal de la concepción burguesa del espacio público es, en los hechos, una manera sutil de maquillar dicha asimetría que, por lo demás, no puede dejar de operar en favor de la clase dominante. El segundo cuestionamiento, por su parte, defiende la necesidad de que los distintos grupos o públicos generen sus respectivos espacios de debate y deliberación. En efecto, en aquellas sociedades en donde haya un único ámbito público dominante las diferencias de estatus se exacerbarían. De ahí que el principio que se defiende desde esta perspectiva sostiene que los miembros de los grupos subordinados necesitan sus propios espacios para la deliberación. Es decir, lugares para discutir sus "necesidades, objetivos y estrategias". De lo contrario, resultaría muy difícil establecer procesos comunicativos que no estuvieran bajo la supervisión de los grupos dominantes. Y ello "los haría menos capaces que en otros casos de articular y defender sus intereses dentro del ámbito público dominante" (Ibid.: 40). Más allá de qué tan virtuosos sean en su interior estos contraespacios alternativos (algo que en cada caso debe someterse a una revisión empírica), su importancia radica en las funciones que cumplen, a saber: como espacios de "repliegue" y "agrupamiento" y como sitios de "entrenamiento". Es en dichas funciones, señala Fraser, donde radica el potencial emancipatorio de estos contraespacios alternativos. Por supuesto, este esquema que afirma la importancia de la controversia entre públicos en competencia exige una definición del ámbito público mucho más general. Esto es, entender al ámbito público como "el marco estructurado en donde tiene lugar el concurso o la negociación cultural o ideológica entre una variedad de públicos" (Ibid.: 42-43).

La revisión del tercer presupuesto normativo conduce a rediscutir el difícil tema de las fronteras del ámbito público. No puede ser de otro modo dado el flexible y mudable esquema de relación entre lo público y lo privado. En este sentido, Fraser es una autora que sostiene la tesis en razón de la cual puede defenderse que no existen fronteras ya dadas, naturales a priori entre público y privado. Lo que debe ser un asunto de interés común es aquello, afirma la autora, que sea decidido por medio de una controversia discursiva. Fraser se adscribe, pues, a una concepción del bien común que emana de una perspectiva cívico-republicana más que de una convencional concepción liberal del bien común. La ventaja de una versión cívico-republicana del bien público estribaría en que coloca a la deliberación en el centro de su concepción de la política, de modo tal que son los individuos racionales discutiendo con argumentos los que a través de tal proceso descubren o crean el bien común. Por tanto, se defiende la idea de que los intereses, las preferencias y las identidades colectivas son tanto resultado como antecedente de la deliberación pública.

Bien, hasta aquí Habermas y Fraser coinciden en la importancia y capacidad de la dimensión discursiva de la sociedad para dar forma a aquello que se define en cada momento como el contenido del bien común. Sin embargo, Fraser, con su crítica, intenta ir más allá. Restringir la deliberación a un "único y omniabarcador nosotros —sostiene— pone las demandas de interés propio y de interés de grupo fuera de lugar. Esto funciona —precisa— en contra de una de las principales metas de la deliberación: específicamente, la de ayudar a los participantes a esclarecer sus intereses aun cuando esos intereses choquen entre sí" (Ibid.: 49-50). Por tanto, respaldando la adscripción de Habermas a una concepción cívico-republicana del bien común, Fraser, sin embargo, rechaza las restricciones formales sobre los temas y contenidos que deben alimentar la deliberación racional y que en la concepción de Habermas volverían consistentes las funciones del espacio público. Es decir, para Fraser, si la existencia o no de un bien común no puede inferirse con anterioridad al proceso deliberativo, entonces "no hay ninguna garantía para imponer un tipo de censura sobre qué temas, intereses y opiniones son aceptables en la deliberación" (Ibid.: 50). Debe asumirse, con una perspectiva realista, afirma esta autora, que los conflictos de interés son irremontables. Quizá, entonces, el riesgo analítico de esta postura radique en que si bien no vuelve de antemano insuperable construir el bien común demuestra que alcanzar verdaderos consensos sociales supone condiciones mucho más complejas que las establecidas en la concepción habermasiana del bien común. Pero, en contrapartida, la virtud de esta perspectiva es que fundamenta una advertencia crítica contra las razonables restricciones exigidas por la concepción fuertemente normativa del espacio público en el autor alemán.

Según Fraser, nada justifica que no denunciemos que las restricciones formales normativas ya señaladas "operen para el beneficio sistémico de algunos grupos de personas y en detrimento sistémico de otras, hay razones prima facie para pensar que la postulación de un bien común compartido por explotadores y explotados puede muy bien ser una mistificación" (Ibid.: 51).

El cuarto y último presupuesto en revisión postula que para un funcionamiento democrático del espacio público es necesario separar la sociedad civil y el Estado. Frente a esta tesis, Fraser sostiene que la función conceptual de la misma consiste en construir una distinción entre lo que ella denomina espacios públicos "débiles" y espacios públicos "fuertes".

En efecto, por espacios públicos débiles se entiende, precisamente, ese ejercicio deliberativo de la ciudadanía en el espacio público que se alimenta del vigor asociativo autónomo que le proporcionan las organizaciones cívicas de la sociedad civil y que, al final del proceso, genera la opinión público-política. Se trata, no obstante, de una opinión público-política que carece de capacidad de decisión institucional o gubernamental. En cambio, los espacios públicos fuertes son aquellos espacios formales institucionales que representan la soberanía del pueblo y la autonomía del Estado, en razón de lo cual sus procesos deliberativos y discursivos incluyen tanto la formación de opiniones como concretamente la de decisiones vinculantes (o leyes) sobre los temas de la agenda pública en consideración. El ejemplo típico, como a simple vista se percibe, de un espacio público-político estatal —es decir, un espacio público "fuerte"— es el Parlamento.

Pues bien, más que una crítica específica al contenido de este presupuesto, Fraser señala la necesidad de repensar con mayor detenimiento los alcances e impactos de la adopción del mismo en los términos operativos que de él se desprenden para una concepción concreta de la teoría democrática. Según esta autora, la dimensión insatisfactoria de la distinción entre los dos tipos de espacios públicos es la ambigüedad que genera la naturaleza de la relación que se debe establecer entre ambos (recuérdese, al respecto, la propuesta de Habermas, líneas arriba expuesta, sobre el sistema de "esclusas" en el espacio público). "Estos desarrollos, dice Fraser, generan algunas interesantes e importantes preguntas sobre los méritos relativos de los públicos fuertes y débiles y acerca de los respectivos papeles que las instituciones de ambos tipos podrían jugar en una sociedad democrática igualitaria" (Ibid.: 55).

Al respecto, podríamos pensar, por ejemplo, que Fraser simpatizara con los críticos de Habermas que califican su modelo de deliberación pública insuficiente por la condición débil de los públicos. Existe, en efecto, la propuesta alternativa de una concepción de Poliarquía Directamente Deliberativa (PDD) (Cohen, 2000) que, en oposición a Habermas, defienden el valor de la inserción de los ciudadanos en los distintos niveles formales de toma de decisiones de las principales instituciones públicas para que participen con voz y voto en la toma de decisiones. También podemos concebir la adhesión y apoyo de la autora en cuestión a las emergentes y novedosas experiencias de participación ciudadana que están permitiendo desarrollar toda una teoría del "accountability social" a lo largo y ancho de América Latina. En todo caso, parece claro que la autora rechaza la necesidad de establecer esta tajante separación entre sociedad civil y Estado, dado que ello limita severamente el aporte sustantivo (y aún insuficientemente explorado) del espacio público a la profundización de la democracia. "Por esto, la concepción burguesa del ámbito público no es adecuada para una teoría crítica contemporánea" (Ibid.: 56).

 

A MODO DE CONCLUSIÓN: LA RESPUESTA DE HABERMAS

Cuando un ideal o un grupo de ideales no llega a la práctica, una típica respuesta a tal desafío consiste en sostener que los ideales permanecen inalterados toda vez que es posible concebir la superación de las fallas de operacionalización o concreción que se producen en el terreno de lo empírico. Es decir, que si se dan las condiciones para la realización de dichos ideales, sería cuestión de tiempo que se le diera cobertura práctica e institucional a su elaboración u obtención. Otra estrategia posible para responder a una situación como la referida consiste en desmontar la presunta veracidad empírica de las tesis que contradicen a dichos ideales. En su respuesta a las críticas tanto normativas como empíricas, Habermas hace una combinación de estas dos posibles estrategias. Por un lado, muestra la indiscutible validez de ambos grupos de críticas que cuestionan abiertamente su modelo de la esfera o espacio público, sostiene que éste conserva, por un lado, y a pesar de todo, su pertinencia normativa para la "modelación" del discurso democrático contemporáneo, y, por otro, que en el ámbito estrictamente empírico es posible constatar que tanto el aparente control del Estado o la penetración del mercado con su lógica manipuladora sobre lo público no son absolutamente irremontables.

En este sentido, como ya se dijo, Habermas en Facticidad y validez admite, al mismo tiempo que contrarréplica, que:

1) "La sociología de los medios de comunicación de masas ofrece una imagen bastante escéptica de los espacios públicos de las democracias occidentales dominadas por los medios de comunicación" (452).

2) Qué las señales que emiten las agrupaciones de la sociedad civil (movimientos sociales, foros ciudadanos, asociaciones políticas) son impulsos con frecuencia demasiado débiles "como para provocar a corto plazo los procesos de aprendizaje en el sistema político o para reorientar los problemas de toma de decisiones" (453).

3) Y, sin embargo, el espacio público con toda su complejidad y diferenciación no solamente permanece "poroso" a sus distintos niveles: micro, meso y macro sociales sino que, además, conserva un potencial de autotransformación de la sociedad.

4) Esta capacidad de influencia de los públicos sobre las instituciones políticas fluctúa en razón de la condición en que se encuentre el mundo de la vida; es decir, si dicho mundo de la vida se encuentra colonizado por los medios del dinero y el poder o si en cambio ha sido capaz de fortalecer su proceso de racionalización interna. "Los procesos de comunicación pública pueden efectuarse de forma tanto menos distorsionada, cuanto más abandonados quedan a la lógica de y dinámica específica de una sociedad civil que nace del mundo de la vida" sostiene Habermas (1998: 457).

Dicho de otra manera, si los medios de comunicación en su dimensión y uso manipulador de lo público fueran imposibles de eludir, la vida democrática sería, en efecto, una farsa o una quimera. Sin duda, existen lógicas centralizadoras y homogeneizadoras que emanan tanto del Estado como del mercado para reducir la autonomía de la sociedad y del espacio público. Pero dichas lógicas presentan importantes tendencias de contrapeso que van desde "la respuesta hostil de la comunicación cotidiana a los intentos de manipulación directa (hasta) el desarrollo de nuevas tecnologías de comunicación, que abre posibilidades para formas de comunicación descentralizadas y centralizadas" (Arato y Cohen, 1999: 48).

Bajo tal premisa cabe sostener que los efectos de los medios sobre el espacio público son de cierta manera inciertos. Por otra parte, Habermas le apuesta al papel positivo del derecho. En un genuino Estado constitucional de derecho los medios están sometidos a eficaces regulaciones legales orientadas a garantizar su buen uso desde una lógica democrática. Tales medidas legales serían capaces de neutralizar el poder de los medios. Poner el poder de los medios bajo control del derecho alimenta la visión de Habermas en Facticidad y validez. Ello sería lo que sostendría condiciones sociales acordes con una política pública deliberativa entre la ciudadanía y evitaría así, en consecuencia, la colonización política y económica de la esfera pública. En tal perspectiva sostiene Habermas:

Más claras son las reacciones normativas al fenómeno relativamente nuevo de la posición de poder de los complejos mediáticos en la competencia político-publicista. Las tareas que los medios de comunicación de masas habrían de cumplir en los sistemas políticos estructurados en términos de Estado de derecho, las han resumido Gurevich y Blumler en los siguientes puntos: 1. Vigilancia sobre el entorno socio-político, informado sobre desarrollos que probablemente repercutirán, positiva o negativamente en el bienestar de los ciudadanos; 2. Una buena configuración del orden del día, identificando los asuntos clave de cada día incluyendo las fuerzas que les han dado forma y que tienen capacidad para resolverlos; 3. Plataformas para una defensa inteligible e iluminadora de las cuestiones que fuere por parte de los políticos o por parte de los portavoces de otras causas y de los portavoces de grupos de interés; 4. Diálogo a todo lo ancho de un espectro variado de puntos de vista, así como entre las personas que ocupan posiciones de poder (en la actualidad o prospectivamente) y el público de a pie; 5. Mecanismos para hacer que quienes ocupan o han ocupado cargos públicos den cuenta de cómo han ejercido su poder; 6. Incentivos que empujen a los ciudadanos a aprender, a escoger, a implicarse y a limitarse simplemente a seguir y mironear el proceso político; 7. Una resistencia de principio contra los intentos por parte de fuerzas externas a los medios de subvertir la independencia, integridad y capacidad de éstos para servir a su público; 8. Un sentido de respeto por cada miembro del público, en tanto que potencialmente concernido y capaz de buscar y dar un sentido a lo que ve en su entorno político (Habermas, 1998: 459).

Cabe mencionar que Habermas no se pronuncia por una política de control estatal sobre los medios. Tal cosa, está demostrado históricamente, no es una solución apropiada, sino que con frecuencia es una solución contraproducente y contradictoria con el ejercicio de una genuina vida democrática. En realidad, más allá de su propuesta concreta, Habermas admite que aún no sabemos lo suficiente empíricamente para encontrar la más óptima precomprensión normativa de cómo los medios y el público civil deberían relacionarse.

En suma, una manera de sintetizar la respuesta de Habermas a las críticas tanto empíricas como normativas a su concepción del espacio público consiste en reconocer que al final de las mismas para este autor "sigue estando disponible una esfera pública que, 'desde afuera', evalúa, critica e influye sobre la política. A pesar de que 'por su estructura anárquica' está mucho más expuesta a los 'efectos de represión y exclusión provenientes de la desigual distribución del poder social, el poder estructural y la comunicación sistemáticamente distorsionada' es un complejo salvaje que no se deja institucionalizar" (Vallespín, 2003).

 

FUENTES CONSULTADAS

Arato, A. y Cohen, J. (1999), "Esfera pública y sociedad civil", en Metapolítica, núm. 9, México: CEPCOM. p. 37-56.         [ Links ]

Cohen, J. (2000), "Procedimiento y sustancia en la democracia deliberativa", Metapolítica, núm. 14, México: CEPCOM. p. 24-47.         [ Links ]

Elster, J. (comp.), (2001), La democracia deliberativa, Barcelona: Gedisa.         [ Links ]

Fraser, N. (1993), "Repensar el ámbito público: una contribución a la crítica de la democracia realmente existente", en Debate feminista, núm. 4, vol. 7. México: p. 23-58.         [ Links ]

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Vallespín, F. (1997), "¿Reconciliación a través del derecho? Apostillas a Facticidad y Validez de Jürgen Habermas", en Gimbernat, J.A. (ed.), La filosofía moral y política de Jürgen Habermas, Madrid: Ed. Biblioteca Nueva, p. 199-224.         [ Links ]

---------- (2003), "Un nuevo espacio público: la democracia mediática", en A. Arteta, E. García Güitián, R. Maíz, (eds.), Teoría política: poder, moral, democracia, Madrid: Alianza.         [ Links ]

 

NOTA

1 En efecto, una fundamentación "post metafísica" sostiene una interpretación de la deliberación democrática que abandona expresamente una concepción de la sociedad como totalidad. Admite, de igual manera, la autonomía sistémica del mercado y de la administración. Además, la idea de soberanía popular necesariamente tiene que desencarnarse de un sujeto (concreta o abstractamente concebido ya sea como pueblo o como nación). El titular de la soberanía y de la voluntad general es, pues, una condición impersonal y descentrada. Esto es, consiste en un flujo comunicativo. Dicho flujo comunicativo no sólo se despoja de su asociación con una colectividad concretamente presente sino que reconoce la pluralidad y la diferencia en la sociedad. La voluntad general no proviene de un fondo homogéneo de la sociedad y esto vuelve más comprensible la apuesta habermasiana por el derecho y el espacio público como mecanismos centrales de integración social. "La política deliberativa obtiene su fuerza legitimadora —dice Habermas— de la estructura discursiva de una formación de la opinión y la voluntad que sólo puede cumplir su función sociointegradora gracias a la expectativa de calidad racional de sus resultados. De ahí que el nivel discursivo del debate público constituya la variable más importante" (véase Habermas, 1998: 363406).

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:

Ángel Sermeño. Doctor y maestro en ciencia política por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor-investigador de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Correo electrónico: angelsermeno@yahoo.com.mx

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