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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.9 no.20 Ciudad de México sep./dic. 2012

 

Artículos

 

Apuntes sobre la ausencia de la noción de "sujeto político femenino" en el pensamiento ilustrado

 

Notes on the absence of the notion of female political subject in the Enlightenment

 

Karina Ochoa Muñoz*

 

* Profesora Investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México. Dirección electrónica: karina8_a@hotmail.com.

 

Fecha de recepción: 14 de enero de 2009.
Fecha de aceptación: 27 de abril de 2010.

 

Resumen

La noción de "sujeto político femenino" se encuentra ausente en el pensamiento filosófico ilustrado. Lejos de responder a una inocente omisión, la articulación de las concepciones que rigen la teorización sobre el contractualismo en la filosofía política occidental evidencia el eco de una exclusión elocuente para el análisis de los espacios que ocupan las mujeres en las sociedades modernas. Recuperando los elementos conceptuales de Hobbes, Locke y Rousseau, a partir de la literatura feminista y del pensamiento crítico filosófico, elaboraremos la discusión sobre el espacio que ocupa el sujeto político femenino en la filosofía política moderna.

Palabras clave: Contrato social, filosofía política, sujeto político femenino.

 

Abstract

The notion of female political subject is absent in philosophical thought illustrated. Far from responding to an innocent omission, the articulation of the concepts governing contractualism theorizing in Western political philosophy echo evidence of an exclusion eloquent analysis of the spaces occupied by women in modern societies. Retrieving the conceptual elements of Hobbes, Locke and Rousseau, from feminist literature and critical thinking philosophical elaborate discussion of the space occupied by women in the political subject of modern political philosophy.

Keywords: Social contract, political philosophy, female political subject.

 

Hay dos maneras de perderse por segregación:
acorraladas en la particularidad
o por disolución en lo universal.

Sueli Carneiro

 

Introducción

Reconstruir la componenda del pensamiento filosófico ilustrado no es una tarea fácil, pues desentrañar las ideas de los autores que conforman el mapa intelectual moderno requiere un trabajo arduo y sistemático, siendo por demás excesivo si consideramos que el interés de este artículo no se centra en el debate mismo de la actividad filosófica y sus exponentes, sino en el particular desarrollo de las líneas interpretativas en torno al concepto de poder político y al constructo sujeto femenino dentro de la tradición ilustrada.

Por tal motivo, el sentido de este artículo no es perfilar una antología conceptual de los autores clásicos que nos lleve a los problemas omnipresentes del debate filosófico político; su utilidad reside en reconocer algunos elementos conceptuales recuperados en el debate de algunas autoras feministas y otros pensadores críticos, para discutirlos a la luz de la concepción moderna de la organización social y política, y particularmente del carácter que tienen las mujeres y sus espacios de acción en las sociedades modernas. Es decir, que la pertinencia de este debate se encuentra, justamente, en entender los contenidos de la subordinación femenina en las sociedades modernas mediante la lectura que desde el pensamiento crítico feminista y filosófico se hace a autores clásicos de la literatura política, como Thomas Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau, pues, como bien dice Eugenio Trías: "Esas obras del pasado que constituyen los textos clásicos son faros que iluminan el futuro" (Trías, 2005: 16).

 

Los vericuetos de la política en la tradición filosófica moderna. Thomas Hobbes: la omisión femenina

La concepción moderna del poder político dentro de la tradición filosófica occidental tiene una larga trayectoria interpretativa que pasa por autores como Aristóteles, Tomás de Aquino, Maquiavelo, Francis Bacon, entre muchos otros; sin embargo, la fundamentación racional del poder político encuentra su máxima expresión en los modelos clásicos iusnaturalistas, que si bien varían de acuerdo con las premisas trazadas sobre la cualidad primordial de la condición humana —sea ésta negativa o positiva—, en esencia comparten la idea de un pacto social originario.

El desarrollo de la idea del contrato originario tiene sus más sólidos registros en los postulados de Thomas Hobbes. En su principal obra, el Leviatán, destaca que la forma del Estado moderno nace a raíz de un contrato libremente ejercido por los seres humanos, cuya principal finalidad es que esa "entidad artificial" proporcione las garantías necesarias para salvaguardar la integridad de los individuos, ya que el estado de naturaleza humano se encuentra marcado por un egoísmo y violencia innatos que hace al hombre ser el lobo del hombre. Como apunta Fernández: "Con la expresión estado de naturaleza se hace referencia a una hipotética condición no-política en la que una pluralidad de individuos titulares de derechos naturales originales se dañan recíprocamente debido a la ausencia de un poder común" (Fernández, 2005: 13). Para el filósofo inglés, que vivió entre las últimas décadas del siglo XVI y la segunda mitad del siglo XVII, los seres humanos están cargados de razón y de pasiones, siendo "estas últimas, claramente negativas, (las que) dominan sobre la primera", por lo que el estado de naturaleza "impide a los hombres guiarse por su razón" (Serret, 2002: 54).

Bajo esta premisa, Hobbes plantea que la trascendencia de la condición originaria se gesta a raíz de la fundación del ámbito político. Por acuerdo y en ejercicio de su libertad, los seres humanos instauran el espacio de lo cívico y lo político con el afán de salvaguardar la seguridad personal y colectiva; y "(e)sa fundación de lo político, resultante del pacto o del contrato, constituye para Hobbes un 'Animal Artificial' que llama Leviatán: el estado y el poder del estado en el sentido moderno del término" (Trías, 2005: 40).

Detrás de los postulados de Thomas Hobbes respecto al estado de naturaleza y la universal enemistad entre los seres humanos, se expone un principio de igualdad entre los individuos, dado que todos comparten la misma predisposición hacia los impulsos pasionales. Existe, pues, una condición de analogía que "implica (...) igualdad de expectativas; (las mujeres y) los hombres todos desean las mejores condiciones de vida, aun a costa de los otros, desean la máxima riqueza, los mayores honores, el máximo poder". De igual forma, comparten la libertad que los capacita para forjar un pacto "que les permita salir de ese estado de guerra" permanente al que están confinados (Serret, 2002: 54-55).

De este modo, la libertad (de pactar) y la igualdad (de expectativas), que todos los individuos guardan como atributos comunes, son condiciones del estado pre-político o natural hobbesiano. Pero con el contrato inaugural —que da origen al espacio político mediante la constitución de ese "Animal Artificial" llamado Estado— quedan despojados de sus cualidades originarias al delegar en plenitud a un individuo —o una asamblea de individuos—, llamado Soberano, la capacidad para elegir y decidir por encima de sí mismos. Así,

[l]a violencia desparramada de manera anárquica, o como guerra irregular, se coagula y apelmaza en ese Animal Artificial que desde el instante en que le transferimos, por contrato, nuestra libertad poseerá el absoluto y exclusivo monopolio de toda violencia virtual o en ejercicio. Gracias a esa transferencia de nuestra libertad, o a ese acto libre de "servidumbre voluntaria", podemos conseguir eso que el estado natural nos negaba: seguridad. De este modo se pone fin a la guerra de todos contra todos, o a la violencia recíproca, en la que se materializaba y concretaba esa disposición cainita, fratricida, que a todos nos iguala en idéntica condición ensangrentada y criminal (Trías, 2005: 47).

Es claro que en el hipotético estado de naturaleza hobbesiano los individuos guardan como características esenciales: la predisposición a los impulsos pasionales, la igualdad de tener derecho sobre todas las cosas y la libertad de pactar para trascender el estado originario. De tal manera que en esta lectura, "no hay ningún dominio natural en el estado de naturaleza, ni siquiera el del varón sobre la mujer; atributos y capacidades naturales se reparten indistintamente entre los sexos" (Pateman, 1995: 64).

Con toda razón advierte Carole Pateman, en el libro que lleva por título: El Contrato Sexual, que Thomas Hobbes se distingue de otros autores clásicos al sugerir que en el estado natural "(n)o hay diferencia entre varones y mujeres en fuerza o prudencia, (ya que) todos los individuos están aislados y son mutuamente suspicaces respecto de los demás" (Pateman, 1995: 64).

La originalidad del modelo hobbesiano reside, justo, en este hecho, pues el supuesto que atribuye igualdad a todos los individuos (sin distinción de sexo) en el estado de naturaleza, es también el que prescribe que dicha condición "trae como consecuencia que cada (individuo) esté convencido de poder lograr lo que desea" (Fernández, 2005: 21). Pero si dos personas desean la misma cosa sin que ambas puedan obtenerla, entonces el conflicto se hace inminente;1 de tal manera que a dicha igualdad procede la desconfianza mutua. Y "(s)i a los efectos funestos de la condición de igualdad (...) sumamos aquellos más destructivos del deseo de poder, de ello resulta que el estado de naturaleza es un estado de guerra permanente", el cual se vuelve necesario trascender (Fernández, 2005: 24).

Como se ha dicho con anterioridad, desde la perspectiva de Hobbes, la única opción para superar el estado de guerra permanente entre los individuos es un pacto de unión que constituye el "poder común", el cual da origen al Estado. Sin embargo, la emergencia del Estado político, por vía del pacto social, tienen importantes implicaciones para los individuos, pues al transferir voluntariamente todos sus derechos a la persona o asamblea reconocida como detentora del poder soberano, trasmutan sus condiciones naturales para dar origen a un orden político que les garantice la protección y la preservación de la vida; "así pues el pacto de unión propuesto por Hobbes es un pacto de alienación total de los derechos naturales, excepto el derecho a la vida" (Fernández, 2005: 31), ya que hombres y mujeres renuncian a la libertad de ejercer sus atributos originarios en contra de otros individuos.

La renuncia voluntaria a los derechos naturales —desde el momento en que se delega al soberano la capacidad legítima de ejercer la violencia con el objeto de alcanzar la seguridad individual y colectiva— ubica a los pactantes en una situación de ruptura respecto a su estatus anterior, pues, mientras "en el estado de naturaleza todos los hombres son iguales, (...) la desigualdad que (prevalece) entre los hombres (después de la instauración del Estado político) fue introducida por las leyes civiles", es decir, se convierte en un rasgo post-natural. Así pues, "el estado de sociedad civil es radicalmente convencional" (Berns, 2004: 384, 381).

Parecería que existe una contradicción cuando se habla del derecho de naturaleza como derecho subjetivo que autoriza al individuo a hacer cualquier cosa, incluso la guerra, para garantizar la propia vida. Al mismo tiempo se habla de ley de naturaleza como el dictamen que introduce al ser humano a buscar la paz. La contradicción es sólo aparente: "El derecho es la facultad que el hombre tiene de hacer todo lo que sirve a la propia conservación; la ley natural es la regla que dicta la razón para hacer conseguir al hombre de manera más amplia su conservación". La no contradicción y también la distinción entre derecho natural y ley natural derivan de las célebres definiciones de Hobbes: "Derecho natural... es la libertad que cada hombre tiene de usar el propio poder como quiera, para la preservación de la propia naturaleza, es decir, de la propia vida; y por consecuencia la de hacer cualquier cosa en su juicio y en su razón" (Lev., XIV, p. 124); la ley de naturaleza "es un precepto o norma general establecida por la razón, que prohíbe a un hombre hacer lo que es lesivo para su vida o privarle de los medios para preservarla; o bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor preservada" (Lev., XIV, p. 124). Para Hobbes derecho y ley corresponden respectivamente a la libertad y a la obligación (Fernández, 2005: 28-29).

De los planteamientos de Hobbes se deriva que toda desigualdad y dominio vigente en un régimen político es una condición adquirida (artificial) que no corresponde a la naturaleza humana, al mismo tiempo que un requerimiento indispensable para erradicar definitivamente el estado de guerra de todos contra todos. En este sentido, "(l)os hombres (y mujeres que) han nacido iguales . deben, si quieren sobrevivir, volverse desiguales. (Dicho en) otras palabras, la igualdad es por naturaleza, pero la desigualdad es por convención" (Bobbio, citado por Fernández, 2005: 33).

Si bien en el discurso hobbesiano queda claro que la desigualdad es el sustento y el elemento característico de las sociedades políticas —ello en la medida en que es "aceptada la distinción entre el soberano (quien manda) y los súbditos (quienes obedecen)" (Fernández, 2005: 36)—, los argumentos planteados hasta ahora no logran explicar cómo se establecen otros niveles de sujeción y desigualdad, por ejemplo, el relativo a la asimetría existente entre hombres y mujeres.

De hecho Hobbes no aborda a profundidad este tema "más que cuando debe aludir al poder en la familia y, más específicamente, al dominio sobre los hijos" (Serret, 2002: 66). La explicación a la que recurre nuestro autor para manifestar la igualdad de las mujeres en el estado de naturaleza y el sometimiento frente a los varones en el estado civil, es la siguiente:

El dominio se adquiere por dos procedimientos: por generación y por conquista. El derecho de dominio por generación es el que los padres tienen sobre sus hijos, y se llama paternal. No se deriva de la generación en el sentido de que el padre tenga dominio sobre su hijo por haberlo procreado, sino por consentimiento del hijo, bien sea expreso o declarado con otros argumentos suficientes. Pero por lo que a la generación respecta, Dios ha asignado al hombre una colaboradora; y siempre existen dos que son parientes por igual: en consecuencia el dominio sobre el hijo debe pertenecer igualmente a los dos, (...) lo cual es imposible, porque ningún hombre puede obedecer a dos dueños.2 Y aunque algunos han atribuido el dominio solamente al hombre, por ser el sexo más excelente, se equivocan en ello, porque no siempre la diferencia de fuerza y prudencia entre el hombre y la mujer son tales que el derecho pueda ser determinado sin guerra. En los Estados, esta controversia es decidida por la ley civil: en la mayor parte de los casos, aunque no siempre, la sentencia recae a favor de padre, porque la mayor parte de los Estados han sido erigidos por lo padres, no por las madres de familia. Pero la cuestión se refiere, ahora, al estado de mera naturaleza (...) (en el cual o bien se acude al contrato o bien) el dominio corresponde a la madre porque (...) no puede saberse quién es el padre (Hobbes, citado por Serret, 2002: 66-67. Cursivas propias).

Existen algunas proposiciones tácitas alrededor de esta argumentación de Hobbes que vale la pena considerar. Primero, Hobbes manifiesta un conflicto latente entre hombres y mujeres por el dominio de los hijos en el estado de naturaleza, ya que un individuo no puede someterse al mismo tiempo a dos amos; y en la medida que la autoridad sobre los hijos corresponde a la madre —pues se puede no saber quién es el padre pero es incuestionable quién gesta y pare la progenie—, queda sobreentendido que el padre sólo puede establecer su poderío sobre la descendencia mediante el sometimiento-sumisión de quien detenta el mando de los mismos, es decir, la madre.

En el planteamiento del filósofo inglés cabe el hecho de que un individuo —en el estado de naturaleza— pueda someter a otro convirtiéndolo en su siervo; y ese dominio, según Hobbes, se establece por medio de la conquista. De tal suerte que el padre está en posición de subordinar a la madre —y así obtener la custodia los hijos— por la vía de la espada transformada en convención. En este sentido, que las mujeres hayan sido sometidas por los hombres en el estado original se convierte en una posibilidad que encuentra aforo en los argumentos hobbesianos.

Segundo, Hobbes establece la premisa que dicta que en el estado de naturaleza la fuerza entre hombres y mujeres no es substancialmente diferente como para que los hombres sometan, sin lucha alguna, a las mujeres. Sin embargo, hasta ahora no aclara por qué, si las mujeres están en condiciones de suscribir el pacto de unión para fundar el ámbito de lo político —dada su posición de igualdad frente a los varones en el estado de naturaleza—, los Estados o Repúblicas son establecidos primordialmente por los varones (padres), siendo las mujeres las grandes ausentes del convenio original.

Si partimos de las anteriores consideraciones, resulta coherente suponer que para Hobbes las mujeres fueron sometidas —en calidad de "siervas"— al dominio paternal desde antes de que se instituyera el espacio político y civil; de otra manera no podríamos entender cómo es que no forman parte del convenio inaugural de las Repúblicas modernas.

Al respecto, Carole Pateman sintetiza y re-elabora los postulados de Hobbes para sugerir que "cuando se selló el contrato social, todas las mujeres en estado de naturaleza habían sido conquistadas por los varones y eran ahora sus subordinadas" (Pateman, 1995: 71).

Hobbes supone que nadie voluntariamente rechazaría su vida, así con la espada del conquistador en el pecho, el vencido haría un contrato (válido) de obedecer a su vencedor. Hobbes define el domino o derecho político adquirido por la fuerza como "el dominio de amo sobre sus siervos". Conquistador y conquistado, entonces, constituye "un pequeño cuerpo político, que consiste en dos personas, una soberana, llamada amo o señor, la otra sometida, llamada siervo". Otro modo de establecer este punto es que el amo y el sirviente son una confederación contra el resto o, de acuerdo con la definición de Hobbes, son una "familia". Supongamos, de todos modos, que un individuo varón logra conquistar un individuo mujer. Para proteger su vida, practicaría un contrato de sumisión —y, así, ella también sería sirviente de un amo, nuevamente se habría formado una "familia" que se mantendría unida bajo la "jurisdicción paternal" del amo, lo que quiere decir, de su espada convertida ahora en contrato (Pateman, 1995: 69).

Aunque en Hobbes no hay una referencia explícita del motivo por el cual las mujeres quedan fuera del pacto de unión, al parecer "domina... la visión de (que las mujeres quedan) sometidas de antemano —por naturaleza— y como genérico a los hombres, y nuestro autor omite toda referencia a... (las) contradicciones (implícitas en ello). ¿Se trata sólo de un error?" (Serret, 2002: 71).

Resulta difícil pensar que las contradicciones que surgen en el discurso hobbesiano sean resultado de fortuitos olvidos o de errores fútiles, pues la minuciosidad con la que el autor trata otros temas hace dudar de dicha posibilidad. Para Ángeles Jiménez Perona, "el error de Hobbes responde en realidad a la clara conciencia que tiene de que el Estado moderno que él teoriza necesita una institución en cuyo seno las mujeres están sometidas. El 'supuesto error', pues, está al servicio de esta necesidad (...) Hobbes, pues, al traicionar su propio discurso crea las condiciones para legitimarlo" (Jiménez Perona, citado por Serret, 2002: 71).

Quizá por esta razón no fue relevante para Hobbes profundizar sobre las causas que impidieron a las mujeres formar parte del contrato que inauguró el nuevo orden civil entre los seres humanos. Lo cierto es que, desde las consideraciones expuestas por nuestro autor —y sin saber con certeza los motivos—, las mujeres pactan en el estado de naturaleza su sujeción a los varones. Y en el estado de sociedad civil la situación no varía, dado que su subordinación a los hombres "se ve asegurada por un contrato, esta vez un 'contrato' no forzado sino matrimonial"3 (Pateman, 1995: 70).

De hecho, para Hobbes la sujeción de la mujer al varón (es decir, la subordinación de carácter patriarcal) es un ejemplo de derecho político. Y en esto el autor se distingue de otros teóricos ilustrados, pues es el único que sostiene que el derecho matrimonial es un derecho de carácter político.

Por lo demás, es evidente que la teoría de Thomas Hobbes en torno a la constitución del poder y el ámbito político tiene que ser sometida a un examen minucioso si se quiere abordar, desde esta perspectiva, el problema de la constitución de los sujetos políticos femeninos, pues hasta ahora la conclusión que nos deja sobre el estado que guardan las mujeres en las sociedades políticas es: "que todas las mujeres quedan excluidas de convertirse en individuos civiles. (Por tanto) ninguna mujer es sujeto libre" (Pateman, 1995: 73. Cursivas propias).

 

John Locke: un proyecto ético-político excluyente

Prosiguiendo en esta línea de reflexión recuperaremos a otros autores con el objeto de profundizar en la lógica y las tensiones que se gestan en el discurso ilustrado cuando se toca el problema del poder político en su vínculo con la subordinación de las mujeres.

John Locke es uno de los pensadores que aborda puntualmente el problema de la naturaleza humana, el poder político y las mujeres, y aun cuando sus "conclusiones políticas son radicalmente diferentes (a las de Hobbes,) ... se apeg(a) a un esquema general prácticamente idéntico" (Serret, 2002: 55), pues este filósofo comparte el discurso construido bajo la lógica de las dicotomías: naturaleza/sociedad civil, espacio político/no-político, público/privado, masculino/femenino. Pero además sostiene una visión respecto a las mujeres que se ajusta al proyecto ético-político de la modernidad, excluyente y contradictorio.

El filósofo inglés, nacido en 1632, parte sin rodeos del problema mismo que encierra el poder político, y de entrada se pregunta ¿qué es y cómo entenderlo? En tanto que su primera y principal preocupación se sitúa en este plano, nuestro autor nos brinda una clara definición del poder político:

Por poder político entiendo, pues, el derecho de crear leyes, que estén sancionadas con la pena de muerte y, en consecuencia, con todas las penas menores para la regulación y conservación de la propiedad, y del empleo de la fuerza de la comunidad en la ejecución de estas leyes y para la defensa del Estado de perjuicios extranjeros, y todo ello por el bien público (Locke, citado por Goldwin, 2004: 452. Cursivas propias).

Esta definición ya plantea ciertas formulaciones respecto al fin último que persiguen los seres humanos al instituir las sociedades políticas, y encierra también el argumento que articula todo el cuerpo analítico del pensamiento de Locke.

El abordaje que el autor hace sobre el tema de la propiedad es el elemento que caracteriza su pensar, a la vez que el signo que lo distingue de otros autores. Por ejemplo, mientras en Hobbes "la preservación de la vida es el fin por el que un hombre se somete a otro" (Hobbes, citado por Pateman, 1995: 65), para John Locke "la cualidad esencial del hombre no es la vida sino la propiedad, pues, ¿cómo ha de conservarse la vida sin apropiarse de los bienes necesarios para ello?". En este sentido, la premisa de la que parte es que "el hombre, antes que nada, es propietario de sí mismo" (Serret, 2002: 57), de modo que cada individuo "tiene una propiedad en su (...) persona. (Y) (s)obre ningún cuerpo tienen derecho, salvo sobre el suyo propio" (Locke, citado por Pateman, 1995: 80).

Además de poseer la propiedad de sí mismo, cada persona tiene también su trabajo "que constituye la extensión inmediata de su persona". De tal suerte que "(l)a propiedad que cada quien tiene en su propia persona y en su propio esfuerzo (trabajo) es la propiedad original y natural" (Goldwin, 2004: 461).

Así es como Locke reconoce, de inicio, la existencia de la propiedad en el estado naturaleza de los seres humanos, por decirlo en términos hobbesianos. Pero para abordar los problemas consubstanciales a la formulación que Locke hace respecto a la propiedad y al trabajo es necesario revisar brevemente la caracterización que el autor hace sobre el estado de naturaleza, misma que en nada se asemeja a la de Hobbes.

Para Locke el estado de naturaleza no es, en exclusiva, una etapa que preceda a la sociedad política. Considera que "en el mundo nunca faltaron ni faltarán hombres que vivan en ese estado" (Locke, citado por Goldwin, 2004: 453), pues aunque existen comunidades que se someten —mediante un acuerdo voluntario— a una ley común, y dirimen sus diferencias mediante la intervención de un juez que tiene la autoridad para hacer valer dicha ley, también existen casos de comunidades que viven sin una autoridad que pueda servir como juez entre los hombres. Locke ejemplifica lo anterior exponiendo el caso de un suizo y un indio que habita los bosques de Estados Unidos, y al respecto dice: "se encuentra completamente en estado de naturaleza uno con respecto al otro" (Locke, citado por Goldwin, 2004: 453).

Esto significa que el estado de naturaleza y las comunidades políticas pueden coexistir simultáneamente en el mundo, en cualquier periodo histórico y en cualquier lugar. Pero además, en este planteamiento se sugiere que el estado de naturaleza "(e)s una cierta forma de relación humana; su existencia. no tiene nada que ver con el grado de experiencia política de los hombres que están en ella" (Goldwin, 2004: 454), sino con las estructuras (gubernamentales) necesarias para regular la convivencia de los individuos mediante leyes civiles.

La diferencia entre una comunidad política y el estado de naturaleza humano radica en la existencia o no de una autoridad capaz de hacer cumplir la ley civil, a saber, un juez que dirima los conflictos y castigue a los infractores. En este sentido, nuestro autor se distingue de Hobbes no sólo porque considere que los individuos no son por naturaleza malos o violentos, sino, y fundamentalmente, porque encuentra en el estado de naturaleza una forma específica de organización que se caracteriza por la ausencia de leyes (salvo las naturales) que puedan ser garantes de la permanencia de los atributos naturales de los seres humanos: la propiedad y el trabajo.

Los individuos en el estado de naturaleza lockeano tienen de origen una propiedad en su persona, y el resultado de la obra de su esfuerzo es en consecuencia suyo. De tal forma que si esa persona agrega su esfuerzo (trabajo) a algo que la naturaleza ha dejado en estado común para todos los hombres —y "le ha anexionado por ese trabajo algo que excluye el derecho común de los demás" (Locke, 1976: 225).—, de facto lo convierte en propiedad suya.

Locke pone como ejemplo el "caso de (...) los montes comunales.; en ellos lo que da origen a la propiedad es el acto de coger algo de lo que es común, sacándolo del estado en que lo tiene puesto la naturaleza" (Locke, 1976: 225). Es, entonces, mediante el trabajo que se le imprime la propiedad individual a algo que antes fuera de derecho común, pero también es el que le agrega valor a los objetos, ya que en condición de naturaleza, las provisiones y los animales no representan favor alguno para los seres humanos hasta que se le incorpora el esfuerzo de aprovecharlo en su propio beneficio.

Pero la propiedad en la condición original sólo puede existir si la abundancia de provisiones de la naturaleza permite que siempre haya algo para los demás. "Si no hay bastante para todos, ni siquiera el trabajo puede establecer un derecho sobre alguna parte del todo, con exclusión de los demás" (Goldwin, 2004: 465). De tal suerte que sin la abundancia no puede haber propiedad natural.

Si la escasez sobreviniera en el estado de naturaleza, el panorama sería mucho más cercano al perfilado por Hobbes, pues las personas estarían obligadas a luchar entre sí por los recursos necesarios para la subsistencia. Sin embargo, desde la perspectiva de Locke, la abundancia de recursos naturales prevaleció por tiempo prolongado en el orden originario, dado el reducido número de personas que podían consumirlos (Goldwin, 2004).

De acuerdo a Locke, en la condición originaria se genera un cuantioso deterioro de los recursos disponibles que no es causado por intervención de la mano de los humanos, sino, al contrario, por el abandono al que quedan expuestos la mayor parte de los productos de la naturaleza, lo que representa una gran pérdida que debe ser modificada mediante la instauración de un nuevo orden social.

El problema de la tierra es, para nuestro autor, la mejor muestra de las penurias que ocasiona el deterioro de los recursos en estado original, pues un terreno sin labrar es menos productivo que uno cultivado. Por lo cual, "(l)os habitantes se sienten agradecidos a quien, mediante su trabajo de tierras abandonadas., acrecienta la cantidad de granos que ellos necesitan" (Goldwin, 2004: 466).

Desde esta perspectiva, no hay despojo en el acto de apropiarse de la tierra para cultivarla en favor propio; por el contrario, este hecho genera beneficios a todos aquellos que pueden acceder a los frutos del trabajo ajeno. El tema al que hace referencia Locke en este planteamiento es el relativo a los excedentes de la producción, los cuales representan el cimiento indispensable para la prosperidad de la condición humana, ya que es la única forma de trascender las carencias ineludibles de la condición originaria. Pero, sin las herramientas necesarias para que los frutos del trabajo humano sean consumidos antes de la descomposición, resulta difícil remontar sobre el trabajo productivo.

De este modo, los hombres en estado originario debían fraguar ".algo duradero que el hombre podía conservar sin que se echara a perder y que, por mutuo acuerdo, (...) aceptarían a cambio de artículos verdaderamente útiles para la vida" (Locke, citado por Goldwin, 2004: 467). Así es como aparece el dinero (una especie de "progresión natural" de la humanidad).

El surgimiento del dinero soluciona importantes problemas privativos de la condición original, dando paso también a la transformación de ese orden mismo. Sin embargo, esta no es, por sí misma, la causa que posibilitó la instauración de un nuevo estado entre los individuos. El uso del dinero, tan sólo

... precedió a la sociedad civil. El empleo del dinero se introdujo "por mutuo acuerdo" (Locke) de que los hombres lo aceptarían a cambio de bienes perecederos. Este "acuerdo tácito y voluntario" no presupone la existencia de la sociedad civil; fue hecho "independientemente de la sociedad y sin un convenio, asignando tan sólo un valor al oro y la plata y acordando de manera tácita el uso del dinero [...]" (Locke). Este acuerdo tácito por sí mismo no podría establecer la sociedad civil (Goldwin, 2004: 467).

El manejo del dinero favoreció ciertas transformaciones que hacían insostenibles el tipo de relaciones existentes en el estado de naturaleza, debido a que sustituyó "(la) igualdad de penurias reinante (en el estado de naturaleza humano). por una desigualdad económica" y de posesiones "proporcional a los 'diferentes grados de laboriosidad' entre los hombres" (Goldwin, 2004: 469).

Frente a este escenario, el tránsito a la sociedad política es inminente. Pero sólo mediante un pacto único los hombres logran constituirse en una comunidad "con poder de actuar como un solo cuerpo, lo que se consigue únicamente por la voluntad y determinación de la mayoría" (Locke, 1976: 226). De la siguiente forma lo expresa Locke:

Siendo, como hemos dicho, todos los hombres libres, e iguales e independientes por naturaleza, ninguno puede ser sacado de esa situación y sometido al poder político sin mediar su propio consentimiento. El único camino para desposeerse uno de esa natural libertad y ligarse con los vínculos de la sociedad civil es el asociarse con otros hombres para juntarse e integrarse en un comunidad con vistas a una vida cómoda, segura y pacífica de unos con otros, con un disfrute seguro de sus propiedades y una mayor salvaguardia contra los que no formen parte de esa sociedad. Eso lo puede realizar cualquier número de hombres, porque con ello no causa perjuicios a la libertad de los demás: éstos siguen estando en libertad del estado de naturaleza. Cuando un grupo de hombres ha acordado así formar una comunidad o gobierno, quedan con ello incorporados y forman un solo cuerpo político, en la cual la mayoría tiene el derecho de regir y obligar a los demás (Locke, 1976: 226-227. Cursivas propias).

Queda claro que el fin que persiguen los hombres al congregarse en esos cuerpos políticos llamados Estados es "la salvaguardia de su propiedad, salvaguardia que le faltan muchas cosas en el estado de naturaleza" (Locke, 1976: 227, 229). Esa salvaguardia ausente en el estado originario a la que hace referencia Locke es la ley "aceptada y reconocida" por todos los individuos, cuya finalidad es establecer lo que es "justo" y lo que es "injusto" para todos. Desde la perspectiva de nuestro autor, mediante dicha ley se logran dirimir todas las querellas que existen entre los hombres, pues a pesar de que la ley natural —que sostiene como principio la preservación de la vida desde el estado originario— es perceptible para todos los seres humanos, éstos no siempre están dispuestos a reconocerla cuando de por medio está su propio interés.

Por esta razón, la sociedad política necesita crear leyes civiles sólidas que regulen la convivencia humana, además de nombrar a una autoridad que arbitre entre los individuos —conforme a las leyes instituidas—, cuyo poder sea suficiente aceptado como para hacer valer los castigos y las sentencias. Así, el comienzo de una sociedad política se da por la instauración de un sistema de gobierno consentido por un pacto voluntario que garantiza la convivencia pacífica y el uso y aprovechamiento de los bienes materiales.

Nuevamente, como en el caso de Hobbes, el pacto de unión funge como el circuito inaugural de las sociedades políticas y del Estado, pero ahora con el objetivo de amparar los bienes materiales, es decir, la propiedad de los hombres.

Si bien nuestro autor reconoce que lo que obliga a los hombres a adquirir un compromiso colectivo, por el cual se convierten en integrantes de un cuerpo político, es la amenaza a la ley de naturaleza, en su disertación deja patente que esto no se debe a que las personas sean violentas por naturaleza o a la tendencia de los hombres a hacerse daño unos a otros, sino más bien a los peligros de propia condición natural humana que no garantizan ni una vida cómoda ni el disfrute de los bienes adquiridos.

Locke ofrece también una amplia argumentación para combatir las explicaciones de Groccio y Hobbes en torno al poder absoluto de quien detenta la autoridad política, pues considera que aun cuando los hombres que entran en sociedad tienen que renunciar voluntariamente a sus atributos originales (la libertad y la igualdad), no puede ser admisible que "el poder de la sociedad (y los individuos) . se extienda más allá del bien común, sino que está obligado a asegurar la propiedad de cada uno, poniendo remedio a esos . defectos . (d)el estado de naturaleza" (Locke, 1976: 231).

Pero su debate con Hobbes no termina en estos temas. Locke, como Hobbes, sostiene que las mujeres no forman parte del contrato inaugural que origina las sociedades políticas o Repúblicas, pero difiere de su predecesor al sostener que "(l)as mujeres están naturalmente subordinadas a los hombres y el orden de la naturaleza se refleja en la estructura de las relaciones conyugales" (Pateman, 1995: 75). Da por hecho que al orden original preexiste la familia y el matrimonio, y, por tanto, que el poder que ejerce el esposo (varón) sobre la esposa (mujer) no es de carácter político. Más aún, el poder del esposo lo distingue de otro tipo de poderes:

Creo que no está fuera de lugar, a este propósito, que yo exponga lo que entiendo por poder político, a fin de que pueda distinguirse el poder de un magistrado sobre su súbdito, de la autoridad de un padre sobre sus hijos, de la del amo sobre sus siervos, de la de un marido sobre su esposa y de la de un señor sobre su esclavo (Locke, citado por Serret, 2002: 75).

De este párrafo, Estela Serret, en el libro La identidad femenina y proyecto ético, desprende tres conclusiones: primera, que el poder que se establece y ejerce dentro del núcleo familiar no es un poder político; segunda, que este poder se caracteriza por la capacidad para disponer de la vida de quienes le están sometidos; y finalmente, que dentro del núcleo familiar prevalecen tres formas de poderes: el del padre, el del amo y el del marido, y por lo general son ejecutados por la misma persona (Serret, 2002).

De nuevo notamos —como en Hobbes— ciertas contradicciones cuando se trata de justificar la condición subordinada de las mujeres en las sociedades políticas. Locke, al igual que Tomas Hobbes, define que el poder sobre los hijos no está en exclusiva reservado al padre, pues la madre también los ha engendrado, y si el padre ejerce este poder sobre sus descendientes es por el cuidado que les procura y no por alguna forma de transmisión generacional de vía patrilineal. Y aunque, nuestro autor habla de un poder conjunto (de padre y madre) sobre los hijos, no nos queda claro:

¿Cómo se explica aquel otro (poder) mencionado al principio, del marido sobre su esposa?

Pues bien: no se explica. O, más bien, se aporta al respecto argumentos ambiguos y contradictorios. No sólo se trata de que. hable nuestro autor unas veces del poder del padre y cada vez menos de ambos progenitores, sino, sobre todo, de la forma en que describe la relación entre marido y esposa (Serret, 2002: 76).

El registro que hace Carole Pateman del debate entre Sir Robert Filmer y John Locke sobre Adán y Eva es muy esclarecedor al respecto, pues Locke discute el "carácter del poder de Adán sobre Eva", pero no pone en cuestión el "fundado derecho conyugal del marido" sobre la esposa. "Locke insiste en que Adán no era un monarca absoluto, así que la sujeción de Eva no era nada más que 'la sujeción que [las esposas] deben de ordinario tener respecto de sus esposos' (Locke)" (Pateman, 1995: 76).

Para Locke, Adán —el primer esposo en la historia de la humanidad—, antes de acceder a la paternidad debe ejercer su "derecho conyugal" sobre Eva, su esposa. De tal suerte que la primera sociedad original se crea por esposos y esposas, y no por padres e hijos —como lo sugiere Hobbes. Una vez estipulado esto, "Locke no tiene necesidad de mencionar a la esposa cuando su esposo se convierte en monarca de la familia. Su sujeción a la regla del marido ya ha sido asegurada mediante un acuerdo previo" (Pateman, 1995: 132).

Ese acuerdo previo de sumisión no tiene un carácter político, dado que el único poder político reconocido en Locke es el del Estado. Por eso, cuando el autor distingue los poderes de padre, amo y marido con respecto a los del magistrado, los caracteriza como poderes no políticos, es decir, naturales. "Lo curioso... es que de los tres poderes no políticos de los que se ocupa, sea el poder del marido sobre la esposa el único fundado en la superioridad natural de los hombres [como hombres] sobre las mujeres [como género]" (Serret, 2002: 78).

El poder que el padre mantiene sobre los hijos proviene de un acuerdo tácito (no absoluto), susceptible a modificaciones; de igual forma sucede con el poder del amo sobre el siervo. Pero en el caso concreto del poder del marido sobre la esposa se utiliza una especie de "excepción", que deja algunas preguntas abiertas: ¿Por qué, si la subordinación de las mujeres a los hombres se sostiene sobre los particulares atributos naturales de los sexos, Locke ha de sugerir que las mujeres debieron ceder su libertad e igualdad originarias a los hombres mediante un contrato de carácter matrimonial? "¿Cómo puede haber un pacto entre desiguales? ¿Qué autoriza a una mujer —que, está claro, no es un individuo— a decir sí quiero, cuando su voluntad ha sido previamente enajenada?" (Serret, 2002: 80).

Lo cierto es que nuestro autor no proporciona respuesta alguna a estas interrogantes. Pero, en cambio, da por sentado que el convenio conyugal, o sea, el matrimonio (producido desde el estado natural), representa el acto convenido (pacto) que sella la subordinación de las mujeres. Una vez más, "el esquema se repite: si han sido previamente subordinadas, las mujeres no participan en el contrato que funda el Estado civil porque no son individuos, esto es, han cedido previamente su libertad e igualdad naturales como lo demuestra el pacto de obediencia a su señor implicado en el matrimonio" (Serret, 2002: 79).

Tratando de concluir, podemos decir que pese a las enormes diferencias que hay entre los autores revisados, las contradicciones que aparecen cuando se refieren al problema de la subordinación femenina en el Estado civil se encuentran y entrecruzan. En los planteamientos de Locke las mujeres nuevamente quedan fuera del ámbito político, por lo que no pueden ser reconocidas como "individuos libres e iguales sino (como) sujetos naturales" (Pateman, 1995: 76. Cursivas propias); quedando así naturalmente inhabilitadas para constituirse en sujetos políticos.

 

Jean Jacques Rousseau: la condición no política de las mujeres

Si bien a lo largo de estas líneas quedan dibujadas algunas de las inconsistencias en los discursos de John Locke y Thomas Hobbes respecto a las causas del estado que guardan las mujeres en las sociedades políticas, el caso más controvertido es el del precursor del romanticismo, Jean Jacques Rousseau.

En la reinterpretación que hace del relato sobre el estado de naturaleza humano y el contrato social plantea importantes rupturas con los pensadores que le preceden —aunque se mantiene dentro de la tradición iusnaturalista desde el momento en que parte de dichas nociones para explicar la vida social entre los individuos—, y va más allá de éstos al sostener que "la(s) mujer(es) no puede desarrollar la moralidad política necesaria para (ser) participantes de la sociedad civil", debiendo "estar sujetas al varón porque son naturalmente subversivas al orden político" (Pateman, 1995: 142, 136). De tal suerte, que la subordinación femenina frente a los hombres, en el pensamiento rousseauniano, se vuelve un elemento absolutamente indispensable para el mantenimiento del orden político establecido. Revisemos la ruta lógica y argumentativa que lleva a Rousseau a plantear esta operación.

Tal como menciona José Fernández en el libro: Hobbes y Rousseau, entre la autocracia y la democracia, la particularidad del filósofo ginebrino reside en la evaluación positiva que hace del estado de naturaleza humano y la evaluación negativa que da a la sociedad civil.

Para Rousseau, a diferencia de Hobbes, el estado de naturaleza no representa un momento de oscurantismo para la humanidad, por el contrario, es un estado original de pureza que se va degradando conforme los seres humanos avanzan hacia la constitución de relaciones sociales permanentes, mismas que dan pie a un proceso de civilización que acarrea el desarrollo de las pasiones, los vicios, las pugnas y las desigualdades.

Desde esta línea de pensamiento, el estado de naturaleza es la condición en la que un individuo no tiene necesidad de establecer relaciones de carácter duradero con otros individuos, con lo cual guarda un alto grado de independencia frente a los demás; sin embargo, en la medida que empiezan a desarrollarse, crecer y afianzarse las relaciones sociales entre los hombres se va perdiendo la pureza de la condición original y se abre paso a la sociedad civilizada, cuyo proceso es en esencia degenerativo y negativo. Pero el paso del estado original puro a la sociedad civil corrupta no se da de forma automática y directa, es un tránsito sucesivo que se ve permeado por la dimensión histórica de dicho proceso (Fernández, 2005).

De los autores revisados hasta ahora, el ginebrino es el primero que introduce un enfoque histórico al relato sobre el origen de las sociedades modernas. En sus planteamientos establece que, en el estado de naturaleza puro —entendido como la condición de ausencia de relaciones duraderas—, los hombres se caracterizan por ser independientes, autosuficientes e inocentes, "privados de aquellos vicios que los filósofos políticos precedentes le atribuyeron", y esas desviaciones y defectos a los que se hace referencia "sólo pueden ser adquiridos después de un largo periodo de civilización" (Fernández, 2005: 60).

Así pues, lo que Rousseau critica a sus precursores es que las características que le asignan al hombre en el orden original sólo pueden identificarse en la etapa en que las relaciones sociales entre los individuos son duraderas y persistentes; es decir, en el estado de sociedad civil. De tal suerte que para nuestro autor:

[l]os filósofos que han examinado los fundamentos de la sociedad, han sentido todos la necesidad de remontarse hasta el estado de naturaleza, pero ninguno de ellos lo ha logrado. todos hablando continuamente de necesidad, de avidez, de opresión, de deseos y de orgullo, han transportado al estado de naturaleza ideas tomadas de la sociedad: hablan del hombre salvaje y dibujan al hombre civil (Segundo Discurso, citado por Fernández, 2005: 59. Cursivas propias).

Al igual que Hobbes y Locke, el filósofo ginebrino nacido en 1712, considera que para conocer la realidad de las sociedades humanas es necesario recurrir a la descripción hipotética del estado de naturaleza, pero en su ejercicio descriptivo de la condición original de los seres humanos se desprenden conclusiones que ponen en cuestión las posiciones de Hobbes y Locke. Por ejemplo, "lo que Rousseau reprocha a Hobbes no es ya haber tenido la ida de un estado de guerra total, sino de haberlo atribuido al hombre de naturaleza antes que al hombre civil" (Bobbio, citado por Fernández, 2005: 65). Y es que en el estado de naturaleza rousseauniano no hay forma de que exista la guerra, ya que la ausencia de relaciones sociales entre los individuos impide cualquier posibilidad de conflicto: "La guerra puede solamente darse cuando los hombres se vuelven sociables y adquieren intereses, necesidades, pasiones por los cuales luchar" (Fernández, 2005: 65).

El hecho de que Rousseau cuestione con tanto afán a sus precursores por haberse equivocado en asignar a los hombres salvajes características que corresponden al hombre civilizado, se debe en gran medida a la propia concepción que el autor tiene sobre el proceso de civilización humana. De entrada, el filósofo ginebrino considera que a lo largo de la historia de la humanidad han existido diversos tipos de sociedades que no necesariamente se constituyen en entidades políticas; de tal manera que, antes de la existencia de un estado de razón (o estado político), han habido otras etapas de organización social que son resultado de un largo proceso civilizatorio.

Para Rousseau, al estado original (de pureza) —sucesivamente degradado por el paso del tiempo y la adquisición de vicios diferentes de las cualidades naturales— procede un segundo momento (negativo) de sociedad civil, donde se profundizan las desigualdades, la dependencia y la opresión. La solución a los problemas de la segunda etapa (o periodo de transición) se encontrará, según el autor, en un tercer momento también civil pero positivo: la República, la cual representa ese momento de civilización humana que deberá coronar "el reino de la igualdad y la libertad, y en ella el hombre superará sus pasiones y la corrupción y buscará su perfeccionamiento" (Fernández, 2005: 79).

En síntesis, "lo que la tradición de la filosofía política iusnaturalista encontró en el estado de naturaleza, Rousseau lo encuentra en el estado civil, y es así porque descubre una condición todavía anterior" (Fernández, 2005: 60), donde el hombre no está determinado por la maldad o los deseos. La descripción que los antecesores de Rousseau atribuyen al estado original estaría referida al estado de sociedad civil, en el que ya existen relaciones estables y duraderas que por su carácter históricamente envilecido dan lugar al conflicto, las pugnas y las desigualdades entre los individuos.

De esta forma, la sociedad civil que sucede al estado de naturaleza no representa una solución, como lo estipulan los autores iusnaturalistas anteriores a Rousseau, sino un problema que sólo podrá resolverse en el tercer momento civil llamado República.

Es claro que el modelo rousseauniano —aun cuando se sostiene bajo los conceptos clásicos de la tradición iusnaturalista y mantiene el discurso contractualista—, rompe parcialmente con la lógica que instituye la pareja dicotómica estado natural/sociedad civil, y sustituye esta ecuación por la tricotomía: estado de naturaleza/ sociedad civil/ República. Al introducir una etapa intermedia entre el estado de naturaleza y la condición superior de civilización humana le da un carácter singular a su propuesta, pues con ello sugiere que las sociedades modernas representan una "condición" no óptima para los individuos. Y es que para Rousseau la evolución histórica de la civilización no culminó, necesariamente, en la formalización de las máximas de la razón humana, a decir, la igualdad y la libertad; por el contrario, la institucionalización de la sociedad civil favoreció y profundizó las desigualdades sociales, particularmente entre ricos y pobres (Fernández, 2005).

Aunque el filósofo comparte con el resto de los iusnaturalistas que la instauración (o institucionalización) del poder político sólo se da mediante la estipulación de un contrato social, es necesario tener presente que la propia trayectoria histórica que llevó a los hombres a conformar la sociedad civil condicionó el tipo de pacto social. Así pues:

El pacto que instituye la "sociedad civil" (en cuanto "política") es propuesto por los ricos por los siguientes motivos: 1) los ricos no tenían razones válidas para justificar su dominio; 2) no contaban con la fuerza suficiente para ejercer permanentemente tal dominio; 3) el rico sufría porque no lograba mantener seguros sus privilegios en la lucha contra todos; 4) no tenía ni siquiera la solidaridad de los ricos, porque éstos estaban divididos por un celo recíproco (Fernández, 2005: 77).

Recordemos que para Rousseau los hombres en estado de naturaleza son autosuficientes e independientes, y la sociabilidad que se va desarrollando con el paso del tiempo y la evolución humana es producto de la aparición de nuevas necesidades que llevan a los hombres a establecer los primeros contactos con otros hombres.

De esta manera, el interés común —que se gesta por vía de la necesidad— lleva a la creación de uniones temporales que progresivamente se fueron constituyendo en uniones permanentes; "los primeros movimientos fueron lentos, pero en la medida en que aumentaron los contactos se hicieron rápidos progresos hacia la civilización" (Fernández, 2005: 73).

En la reconstrucción histórica que el ginebrino hace sobre la evolución de la civilización se distinguen por lo menos dos procesos relevantes: por un lado, el desarrollo de la sociabilidad y las interrelaciones sociales; y por otro, el incremento de la dependencia entre los individuos y la división del trabajo. Pero lejos de lo que se podría pensar, "(e)n el discurso de Rousseau, (el) desarrollo de las interrelaciones, de un lado, y (el) crecimiento de las actividades productivas y (la) división del trabajo, de otro, corren paralelos y se influyen recíprocamente" (Fernández, 2005: 74-75).

El primer tipo de sociedad que Rousseau reconoce es la familia "nuclear", y considera que se constituye en sociedad (no política) bajo los vínculos del afecto y la libertad de sus integrantes. Posteriormente, siguiendo con la línea de pensamiento del ginebrino, aparecen las comunidades integradas por varias familias (peuples sauvages), cuya necesidad de estabilidad las convierte en comunidades sedentarias. Sin embargo, en ambas sociedades humanas la condición natural permanece en esencia intacta, pues, aun cuando los individuos se encuentran ya en estado de asociación, no se ha instituido todavía —por acuerdo contractual— el poder político. Existen pues, hasta este momento, "sociedades naturales" que se constituyen como tales debido a la necesidad de autoconservación y los "intereses comunes" (Fernández, 2005: 73).

En relación al proceso de división del trabajo, el filósofo de Ginebra sugiere que éste nace como consecuencia de la aparición e incremento de las necesidades y las interrelaciones sociales. Reconoce en la familia las primeras formas de división del trabajo: "Fue entonces cuando se fijó o consolidó por primera vez la diferencia en la manera de vivir de los sexos, que hasta el momento no habían existido. Las mujeres se hicieron más sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y los hijos mientras que el hombre se dedicaba a buscar la subsistencia común" (Rousseau, citado por Serret, 2002: 81-82).

De hecho, la división del trabajo cobra relevancia en el discurso rousseauniano no sólo porque es el elemento que posibilita la aparición de las técnicas para transformar la naturaleza, la repartición de la tierra y apropiación de sus frutos, sino también porque representa el sustento del proceso de conformación de la propiedad. Así pues, la etapa en la que comienza a reconocerse la propiedad es una de las más importantes para el proceso de civilización, así como para la "sociedad civil" no política.

El papel que tiene la propiedad es fundamental en el discurso de Rousseau. A diferencia de Groccio, para el filósofo de Ginebra la propiedad no acarrea consigo ningún tipo de acuerdo contractual, se gesta a partir de un largo arco histórico durante el cual los hombres se van apropiando de técnicas para usufructuar la tierra y los recursos naturales, con lo cual la propiedad se deriva directamente del trabajo humano. Pero al tiempo que Rousseau establece su concepción respecto a la propiedad, lanza severas críticas a la misma, pues considera que:

Ésta da lugar a una determinada forma de desigualdad, la desigualdad entre proletarios y no-proletarios, es decir entre ricos y pobres. La propiedad es el reconocimiento público de las desigualdades y por lo tanto del dominio que va en detrimento de la libertad. Rousseau señala que el reconocimiento del derecho de propiedad y la consecuente distinción entre ricos y pobres fue el primer término de la institucionalización de las desigualdades (Fernández, 2005: 75).

En este sentido, las desigualdades corrieron paralelas al proceso de constitución de las "sociedades civiles" no políticas, y esas comunidades asociativas —degeneradas por la opresión y la desigualdad— no podían más que generar una civilización corrupta. El pacto social aparece en el momento en que las contradicciones y antagonismos, dentro de estas sociedades, se vuelven insostenibles. "Esto sucede porque los ricos dominaban por medio de la fuerza, pero este dominio era incierto porque a la fuerza podían recurrir también los pobres" (Fernández, 2005: 77). De tal suerte que la institución de la "sociedad civil" como sociedad política deviene de un "pacto" propuesto por los ricos que no encontraron motivos convincentes para justificar su dominación sobre los más pobres, lo que les impedía resguardar sus propios privilegios.

El "pacto social" que da origen a la formación del cuerpo político se desprende entonces de la inminente necesidad que tenían los ricos por legitimar e institucionalizar su dominio. Este pacto se presentó, por los más acaudalados, como la única salida viable a los conflictos antagónicos que vulneraban sus intereses, pero enmascarado bajo la premisa de garantizar a todos la libertad y la igualdad. La razón por la cual los menos favorecidos convienen el acuerdo de unión con los ricos se debe a que los últimos los convencieron de que la instauración del gobierno de las leyes garantizaría la justicia, la paz, la igualdad, la protección y el derecho de propiedad para todos. Por lo anterior, "Rousseau califica este pacto como una 'razón aparente' y, en sentido estricto, ilegítimo porque su aprobación se da sobre base inequitativas" (Fernández, 2005: 77).

Lo cierto es que este "pacto de unión" representó, por un lado, la institucionalización de la sociedad civil como cuerpo político, pero por otro concretó la institucionalización de la sumisión al favorecer a los sectores más acaudalados en menoscabo de los intereses de los sectores más desfavorecidos. Finalmente, los ricos consiguieron los consensos necesarios que les otorgaban las dispensas para ejercer el poder político, "pero en una sociedad corrupta, estas personas no pueden más que abusar de su poder" (Fernández, 2005: 78). Por ello, la diferenciación entre poderosos y desfavorecidos se constituye en el modelo rousseauniano en otro de los elementos de desigualdad que cobra tanta importancia como el referido con la institucionalización de la propiedad.

Rousseau considera que en las sociedades constituidas por un "pacto" ilegítimo, la paz y la armonía son aparentes, pues siguen sostenidas sobre la base de la distinción entre ricos y pobres. En este sentido, la única alternativa que puede favorecer a todos es la transformación profunda de la sociedad, con miras a la instauración de una convivencia que permita realmente asegurar la libertad y la igualdad entre los individuos.

"No se entiende a Rousseau si no se comprende que a diferencia de todos los otros iusnaturalistas para los que el Estado tiene el objetivo de proteger al individuo, para Rousseau el cuerpo político que nace del contrato social tiene la tarea de transformarlo" (Fernández, 2005: 81). Por ello, la República —como propuesta utópica de un Estado político equitativo— tendría la tarea de resolver las desigualdades sociales y los conflictos derivados del dominio de los ricos; es decir, que su papel sería instaurar el verdadero gobierno de las leyes mediante un "pacto social" legítimo, validado por la voluntad libre de los que conforman la asociación.

Como se observa anteriormente, "Rousseau suprime en la institución del poder político el elemento de sujeción a una persona o a una asamblea", siendo la condición de igualdad y de libertad entre los individuos el elemento esencial de dicho pacto. Y "(s)er libres e iguales quiere decir participar activamente en las decisiones que compete al 'yo común' y no ser sometidos a algún tipo de opresión" (Fernández, 2005: 86).

Si bien el filósofo de Ginebra revoluciona la visión sobre el estado original y la condición superior de la civilización humana, estableciendo como punto de partida el debate sobre la desigualdad y el poder, lo cierto es que, paradójicamente, nuestro autor no ofrece ninguna explicación respecto a la desigualdad y subordinación de las mujeres frente a los varones. Incluso, a lo largo de su principal obra, El contrato social, ni siquiera hace alusión a las mujeres, salvo cuando refiere las diferenciaciones en el seno de la primera sociedad humana: la familia.

Como vimos, Rousseau señala que con la constitución de la familia las mujeres se vuelven más sedentarias y se consagran al cuidado de la choza y los hijos, mientras lo hombres salen en busca de la subsistencia común, sin embargo, nunca explica los motivos por los cuales se gesta esa diferenciación entre los sexos, ni cómo incide este nivel de desigualdad en la evolución de la civilización humana, siendo un hecho que resulta por demás relevante, dado que su obra está enfocada a desentrañar las causas de las desigualdades y la opresión en sus vínculos con el poder político y no político.

"El resto de la historia de Rousseau sobre la transformación de la naturaleza humana y la creación de un orden civil participativo en el Discurso sobre la igualdad, se refiere al conocimiento y las actividades de los varones" (Pateman, 1995: 137), omitiendo de manera explícita a las mujeres. Pero detrás de la indolencia que permea el discurso rousseauniano, al obviar del todo al sexo femenino, prevalece una visión con posiciones muy claras respecto al estado no político que deben guardar las mujeres.

Nuevamente, como en Locke, Rousseau justifica la legitimidad del dominio masculino sobre las mujeres en la superioridad natural de los varones, dado que éstos tienen mayor fuerza y entendimiento. Desde esa línea argumentativa, la ley de la naturaleza dictada para las mujeres sólo puede ser la de guardar obediencia a los varones, porque su razón y su fuerza son, en síntesis, mayor a la que ellas pueden acceder (Serret, 2002). Pero al ginebrino con frecuencia se le rompe la vara con que mide, pues

¿Cómo hacer compatible aquella igualdad (imprescindible para acceder al estado civil óptimo de los seres humanos) con este sometimiento (de las mujeres)? Nuestro autor no se preocupa por ello. Mientras el dominio del sexo femenino por el masculino le resulta, sin más explicación, benéfico, la hipotética consideración del caso contrario le parece aterradora de un modo igualmente inexplicable (Serret, 2002: 83).

Lo cierto es que la incongruencia de avalar la opresión y subordinamiento de las mujeres —aun cuando estas sean resultado del ejercicio de un poder que en cualquier otra circunstancia consideraría ilegítimo—, nos plantea nuevamente un razonamiento de excepción, donde las mujeres, por naturaleza, no pueden acceder de ninguna forma al estatus de igualdad (Serret, 2002).

Por otro lado, es clara la asociación que existe entre el espacio familiar-doméstico y la naturaleza de las mujeres en los argumentos de Rousseau. Y aun cuando no habla mucho al respecto, es contundente al referir el origen distinto de la naturaleza femenina y la naturaleza masculina, lo cual lleva a sugerir la existencia de espacios naturales específicos para hombres y para mujeres. Es decir, la naturaleza femenina es para Rousseau esencialmente diferente de la masculina, "motivo por el cual nuestro autor parece obligado a concebir estados originarios diferenciales para describir a cada uno de los sexos" (Serret, 2002: 85).

La diferenciación entre los espacios naturales, tal como sugiere Serret, es el fundamento de los espacios desiguales (respectivos a cada género) en el estado de sociedad civil, a decir, del espacio público y del espacio privado. Y detrás de esta operación, lo que Rousseau —al igual que sus antecesores— tácitamente plantea es la prevalecencia de un orden no político dentro del orden político (Serret, 2002).

Baste decir que los tres autores revisados hasta ahora "dan por hecho que la familia es una estructura de poder [aunque discrepen en su carácter político], (...) (que) representa una ínsula en el Estado civil"; aunque, particularmente en Rousseau, "este espacio de excepción tiene, a su vez, distintos niveles", pues su fundamentación no se origina en un pacto entre iguales, sin embargo, uno de sus miembros (el varón y jefe de familia) participa plenamente en el espacio político, dada su inclusión en el pacto social que da origen al Estado civil (Serret, 2002: 85-86).

Lo cierto es que para Rousseau el espacio doméstico —como un espacio no político que estructura la subordinación y neutralización de las mujeres— es el ámbito necesario para que el hombre sea el excelso protagonista del derecho ciudadano. Así pues,

[l]a total dedicación de la mujer al hogar, sin importar cual sea la clase social a la que pertenezca, permite a Rousseau —uno de los fundadores de la ficción doméstica— soñar con el ciudadano de tiempo completo que, relevado de las preocupaciones de la vida familiar por su sierva privada, queda en libertad para dedicarse plenamente a los deberes de la fraternidad (Serret, 2002: 86).

Por otro lado, el siguiente nivel en el que se manifiesta el trato de excepción otorgado a las mujeres en la obra de Rousseau es el relativo a las características que se atribuyen al hombre civilizado. Para nuestro autor, los varones poseen un "principio innato" que los hace distinguir la idea del bien y el mal; y a ello le llama "conciencia", "moralidad", detrás de la cual hay un principio de justicia y de virtud con el que se juzgan las propias acciones y las ajenas (Fernández, 2005). Así, la naturaleza femenina también tiene implicaciones morales en la obra de nuestro autor.

Desde la perspectiva de Rousseau, "(l)as mujeres, a diferencia de los hombres, no pueden controlar sus 'deseos ilimitados' por sí mismas, por ello no pueden desarrollar la moralidad que se requiere para la sociedad civil" (Pateman, 1995: 137-138. Cursivas propias). Su reino no es compatible con el ejercicio del poder político, por el contrario, al carecer de toda capacidad para contener sus pasiones, representan una persistente amenaza para el orden social y político erigido por los varones. En síntesis, las mujeres son una fuente de subversión y desorden inaceptable, y la única opción para asegurar la estabilidad de la vida en la sociedad política, es que sean controladas por el juicio y la razón de los varones. Por lo tanto, no pueden ser parte del mundo de lo político.

Las mujeres, en la filosofía del ginebrino... quedan excluidas del rango de individuos libres e iguales porque carecen de las capacidades para soportar el singular cambio del que Rousseau no habla y que tiene lugar en los hombres cuando se crea la sociedad civil y "la justicia (y la moral) como una regulación de la conducta". Solo los hombres son capaces de desarrollar el sentido de justicia que se requiere para mantener el orden civil y apoyar la ley civil y universal de los ciudadanos (Pateman, 1995: 142).

El locus clasicus de los argumentos en Rousseau nuevamente nos sitúa frente al problema del no reconocimiento de las mujeres como sujetos libres, iguales y autónomos. Siendo también, esta narración, el fundamento y justificación de la subordinación femenina.

Cierto es que —como plantea Pateman— la época en que los teóricos del contrato desarrollaron su filosofía política es muy diferente al mundo social que hoy habitamos, sin embargo, aun cuando existen cambios sustanciales que operan en la familia y la sociedad contemporáneas, la narración del contrato sigue siendo el enclave en la comprensión del patriarcado moderno.

 

La sin razón del mundo de la razón

Los y las lectoras se preguntarán por qué dedicar tantas páginas a la revisión de filósofos como Hobbes, Locke y Rousseau. La respuesta es que los planteamientos esbozados por estos autores forjan la plataforma del proyecto ilustrado, el cual representa la "cuna del Liberalismo cuyas doctrinas políticas sientan las bases de las democracias occidentales" (Molina, 1994: 19); por tanto, son referentes obligados para entender la visión que constituye a las sociedades modernas. De lo expuesto con anterioridad se desprenden indicios del espíritu de una época que rompió con los órdenes tradicionales de las sociedades que le precedieron. Y, en este sentido, los relatos de los pensadores que hemos revisado focalizan su atención en la ineludible tarea de sustentar el nuevo orden de cosas. Pero, en dicha labor, nuestros filósofos terminan por autenticar la exclusión y dominación de las mujeres dentro del proyecto de la modernidad, una vez que "lo femenino" es definido como naturaleza y necesidad. De este modo, la "razón ilustrada" se ha convertido, históricamente, en la "razón patriarcal", que justifica la exclusión de las mujeres en el orden político y filosófico (Molina, 1994).

Así pues, los pensadores iluministas, como se les conoce comúnmente, "entreteje(n) planteamientos éticos, filosóficos y políticos con que una parte importante de la naciente sociedad moderna busca legitimarse y definirse a sí misma" (Serret, 2002: 47). Pero también son el punto de partida para justificar las paradojas que entrañan nuestras sociedades, una de las cuales se refiere al hecho innegable de que las mujeres quedaron fuera del proyecto de la Ilustración "como aquél sector que Las Luces no quieren iluminar" (Molina, 1994: 20).

Queda claro que las mujeres, desde la concepción iluminista, están por definición fuera del ámbito político, pues de inicio no son parte del pacto inaugural que da origen a los Estados modernos. De este modo, el poder que se gesta con el nacimiento de las sociedades modernas es un derecho exclusivo de los varones. Aunque los motivos por los cuales las mujeres no forman parte del pacto de unión pueden variar en cada uno de nuestros exponentes (sea porque las mujeres ceden su libertad natural a los hombres por vía del contrato matrimonial o sexual —establecido dentro o fuera de las sociedades políticas, como una relación que se arrastra desde el estado original—, o por un convenio de subordinación que ofrece protección a cambio de obediencia), de cualquier forma, la "libertad natural, igual se convierte en subordinación y dominio civil" sobre las mujeres (Pateman, 1995: 108). Y en la medida en que entran a las sociedades políticas en calidad de subordinadas, no pueden ser consideradas desde las más acuñadas tradiciones filosóficas como sujetos políticos y autónomos.

 

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Notas

1 Ver los textos selectos de Thomas Hobbes en Clemente Fernández, 1976. Los filósofos modernos. Selección de textos, tomo I, Madrid: Edica, pp. 169-196.

2 Extrañamente este argumento tuvo un papel importante para justificar entre los ilustrados y sus herederos la subordinación de las mujeres. Y decimos "extrañamente" porque con la ilustración cobra renovados bríos la noción de negociación política y corresponsabilidad del poder. El argumento se produce casi exactamente en los mismos términos en casi todo autor ilustrado que aborda el tema. Una de las voces Mujer de la Enciclopedia de Diderot dice al respecto: "Pero aunque marido y mujer posean los mismos intereses en sociedad, es esencial que la autoridad de su gobierno pertenezca a uno u otro" [compilado en Puelo, 1993: 37] tomado de Serret (2002: 66-67).

3 Ver Pateman, op cit.

 

Información sobre la autora:

Karina Ochoa Muñoz. Doctora en Desarrollo Rural por la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco. Actualmente es Profesora Investigadora de tiempo completo en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

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