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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.9 n.20 Ciudad de México Sep./Dec. 2012

 

Artículos

 

La certeza de sí y este imposible sujeto

 

The certainty of itself and this impossible subject

 

Cristina Pérez Díaz*

 

* Profesora de Filosofía y de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, México. Dirección electrónica: bokabierta@gmail.com.

 

Fecha de recepción: 6 de septiembre de 2010.
Fecha de aceptación: 16 de mayo de 2011.

 

Resumen

Para pensar lo real buscamos antes del giro subjetivo kantiano a Descartes. Aunque parezca extraño este movimiento (Descartes, ¡el gran padre de la subjetividad!) lo damos porque él intenta, por un lado, dar cuenta de la realidad en tanto tal, aunque, por otro, vuelca la mirada hacia el sujeto para preguntarse por ella. Pero, al encontrar la certeza subjetiva, un movimiento metódico, retoma el preguntar metafísico, que, sin embargo, queda truncado por la forma de concebir el yo. Nos adentramos en las Meditaciones cartesianas para ver el nacimiento de este concepto y, desde ahí, otras resonancias que empujan hacia lo no subjetivo, sin perder el giro ya dado. Apuntamos al yo como actividad extática infundamentada.

Palabras clave: Sujeto, pensamiento, finito, infinito, exterioridad.

 

Abstract

In order to think reality, we search before the kantian subjective turn: Descartes. Though this may seem strange (Descartes, the father of subjectivity!), we do it because he indeed tries to think reality as such, even though he turns his sight towards subjectivity. After he has found the subjective certainty, a methodic movement, he takes up again the metaphysical questions. Nevertheless, this way keeps frustrated because of the way in wich Descartes concieves the self, so we indagate the Meditations to attend the birth of this concept and glimpse other ressonances, that push toward the non subjective reality, withouth loosing the concept we alredy gained. By doing this, we point to the self as an ungrounded extatic activity.

Keywords: Subjectivity, thought, finite, infinite, exteriority.

 

Introducción

Pensar lo real. Tomarnos en serio el pensamiento como capacidad de pensar lo real, y dejar de encerrarnos en el pensamiento que se piensa a sí mismo. Para ello volvemos la mirada al pensamiento anterior al giro subjetivo kantiano, comenzando por Descartes. Hay que ir al momento anterior a Kant, porque no se trata de preguntarnos cómo conocemos lo real y qué de lo real podemos conocer, sino de preguntarnos qué es lo real. La pregunta griega, se insistirá: ¿Por qué partimos, entonces, de Descartes y no de Grecia? Las preguntas son evidentemente distintas. Descartes no se cuestiona, como lo hicieron los griegos, ¿qué es? La pregunta moderna es: ¿cómo debo proceder para pensar certeramente lo real? Pero, si esta es la pregunta, entonces tampoco parecería justificada la selección del autor, puesto que no parecería llevarnos lejos de la mediación subjetiva. Efectivamente, Descartes ocupa una extraña posición en la historia de las preguntas filosóficas. Por un lado, intenta dar cuenta de la realidad en tanto tal; pero, por otro, vuelca la mirada hacia el sujeto para preguntarse por lo real. De manera que con él comienza el giro subjetivo, marca distintiva de la modernidad. Sin embargo, todavía en Descartes la vuelta hacia el sujeto es un movimiento metódico, que no aleja el cuestionamiento metafísico. El cogito es la respuesta a una pregunta por lo real, por lo verdadero, y metódicamente es la certeza que permite comenzar propiamente la indagación metafísica: a partir de la certeza del cogito puede preguntarse por el ego, por lo extenso y por Dios. La pregunta por el método es más bien un paso previo al continuar del pensamiento. Luego de encontrar la certeza que le permite llevar a cabo la investigación, Descartes retoma el preguntar metafísico: ¿qué soy?, ¿qué es la materia?, ¿existe Dios?

Lo que nos ocupa es, entonces, lo siguiente: ¿Qué sucede con la certeza de sí y por qué entendemos que es un momento digno de ser re-pensado? La certeza cartesiana es el surgimiento de un concepto: el concepto yo. No se trata de un concepto cualquiera. Es, propiamente, el concepto que marca a la filosofía moderna; un personaje que nos ha acompañado a lo largo de siglos de pensamiento, y que no deja de tener resonancias. Nuestro interés, sin embargo, no se limita a su importancia histórica. Nos interesa adentrarnos en las meditaciones cartesianas para ver el momento del parto del concepto y vislumbrar desde ahí otras resonancias; los caminos recorridos y los no vistos por él, pero constitutivos, vía negativa, de la historia posterior de la metafísica.

El pensamiento consciente de sí o reflejo, decimos, es lo vivo afirmándose ante sí mismo. Esto es propiamente la existencia: el ser desdoblado que se reconoce, se sabe y se regocija en ello. La afirmación "Yo soy, yo existo" es, pues, un éxtasis del ser, una certeza que lo lanza inmediatamente al exterior. Y por ello no es contingente, sino necesaria, porque la existencia se reafirma y confirma en ese su propio acto que es el pensamiento: se pone ante sí misma como lo patente. El pensamiento está vivo y en la autoconciencia celebra su actividad. Sale de la angustia de su posible banalidad (la total falsedad del mundo, el engaño absoluto).

Descartes se da cuenta de este regocijo en el ser y en la posibilidad, cuando dice: "¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente" (Descartes, 1997: 137). Todas las facultades del alma están atravesadas por el pensamiento, son pensamiento vivo, que se actualiza en su saber de sí. Descartes nombra a esta autoconciencia "una cosa que piensa", pero nosotros insistiremos, sirviéndonos de las propias meditaciones cartesianas, en que no es una cosa, pues no es algo inerte ni mucho menos un agente separado de su acción, sino justamente lo activo, la actividad misma de la existencia que es conciencia de sí misma y de su potencialidad. Puedo sentir, puedo querer, puedo imaginar, etcétera. Puedo, y sólo puedo porque soy en actividad, porque pienso y, por lo tanto, me muevo, me determino. Esto es ser, existir.

Recorreremos con cierta minuciosidad las primeras tres Meditaciones, observando cómo llega Descartes a la certeza de sí, cómo se constituye aquí el yo y qué es éste. Nuestra lectura será crítica, intentaremos ver los caminos por los que Descartes intenta discurrir a partir de la certeza, por qué atraviesa esos caminos y qué sucede. Plantearemos, además, los saltos y los prejuicios que lo determinan, para ver, a partir de sus caminos recorridos, los caminos no vistos, pero posibles y abiertos a partir de la propia certeza. Apuntamos en una dirección: Intentamos conducirnos hacia la posibilidad de pensar el yo como actividad infundamentada y no como sustancia.

 

Constitución del sujeto. El afuera se asoma

La formulación de la certeza

Descartes comienza la segunda meditación expresando la angustia siguiente: "Como si de pronto hubiese caído en unas aguas profundísimas, quédome tan sorprendido, que ni puedo afirmar los pies en el fondo ni nadar para mantenerme sobre la superficie" (Descartes, 1997: 133). En esta afirmación resulta relevante observar que la inmersión en la duda está siempre remitiendo al sí mismo. Aun antes de llegar a la certeza de sí, en el mismo proceso del método, la conciencia siente la angustia de saber de la incertidumbre. Quien duda y se somete al método de análisis nunca se pierde a sí mismo, y de ahí lo angustiante de perder todo fondo y toda superficie, pues sabe de ello. Aun en la absoluta indeterminación, habiendo eliminado toda existencia y todos los contenidos de la conciencia, ésta no desaparece. Está ahí y sólo en tanto que está puede preguntarse por sí misma. Dice Descartes: "Y yo, al menos, ¿no soy algo? Pero ya he negado que tenga yo sentido ni cuerpo alguno; vacilo, sin embargo; pues ¿qué se sigue de aquí? ¿Soy yo tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que sin ellos no pueda ser?" (Descartes, 1997: 134). En dicha indeterminación, yo, que me he sumergido en la duda y he suspendido el ser por un instante, ¿no soy algo? Yo no desaparece en la indeterminación, no puede cancelarse a sí mismo, pues es la actividad que nunca cesa. En tanto aparece un pensamiento (y siempre aparece) queda puesto el yo, pues el pensamiento es siempre determinado. No hay pensamiento que sea pura potencia no actualizada, y, para actualizarse, para ser acto, tiene que concretarse en un yo, en un ser que piensa, en un punto o lugar donde se da la actividad.

Sin embargo, podríamos preguntarnos si efectivamente es necesaria la existencia del yo ante la evidencia del acto del pensamiento. O más bien, es necesario preguntarse por el ser de ese yo que aquí se enuncia como necesario y que no desaparece nunca, incluso ante la duda más radical y destructiva.

La necesidad del yo se hace expresa en el siguiente razonamiento: "¿Estaré, pues, persuadido también de que yo no soy? Ni mucho menos; si he llegado a persuadirme de algo o solamente si he pensado alguna cosa, es sin duda porque yo era" (Descartes, 1997: 134). Pero nosotros preguntamos: ¿No es más bien sólo necesaria la existencia del pensamiento? Es decir, lo que se presenta como evidente es el hecho de que hay pensamiento. Bien, no obstante, este "hay pensamiento" sólo puede tener el carácter de una evidencia porque se presenta, y que se presente quiere decir que es para sí, es decir, que es conciencia, conciencia de ser. El pensamiento se presenta ante sí mismo. La certeza de que hay pensamiento es ya un pensamiento en acto, y sólo puede serlo porque se da para sí en una conciencia que piensa. Donde se ve, pues, claramente la necesidad del yo, sólo que hay que comprender entonces qué es ese yo que se afirma ante sí mismo. Tenemos hasta aquí la certeza del pensamiento y la necesidad del yo, mas no sabemos qué es ese yo que así se autopone.

El siguiente paso que da Descartes para dilucidar esta certeza del yo indeterminado lo observamos en la expresión siguiente: "Nunca conseguiré hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo" (Descartes, 1997: 134). Sin embargo, hemos de observar que este último "que soy algo" sale sobrando. Bastaría con decir: "nunca conseguiré hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando". El "que yo soy algo" añade una determinación innecesaria. La única certeza a la que se ha llegado es a que "soy pensamiento" o a que "en tanto que pensamiento me presento ante mí mismo". Sólo se ha afirmado la existencia del pensamiento ante sí, que se realiza en un yo. Pero este yo no puede determinarse como una cosa, no es algo; no es, hasta este momento de la meditación, nada más que esa actividad refleja del pensamiento. La introducción descuidada del pronombre indefinido, algo, nos inclina peligrosamente hacia la sustancialización injustificada de lo que sólo se ha puesto a sí mismo como acto. Bastaría, o en realidad sólo es necesario, que diga: "mientras yo esté pensando", pues es el acto mismo de estar pensando lo que se pone como objeto. Mientras esté pensando, no soy nada, sino que soy. Si se añade el algo, en todo caso, ese pronombre indefinido sólo puede sustituirse por pensamiento. Esto quiere decir, entonces, que la certeza es la siguiente: mientras esté pensando es necesario que yo sea, al menos, pensamiento. Por lo tanto, la proposición que Descartes enuncia como necesaria: "yo soy, yo existo", significa: yo soy pensamiento. Esta es la primera certeza: la imposibilidad del pensamiento de negarse a sí mismo.

Ahora bien, el pensamiento no puede ser indeterminado, sino que es siempre pensamiento de algo. La certeza no afirma que hay pensamiento, sino que yo soy pensamiento. Esto es, que la actividad que es pensar se da en un lugar determinado, que por ahora se nombra yo, y que no sabemos qué es. Ese yo es el misterioso algo indeterminado que ha dicho Descartes que él es. Pero dijimos que ese algo sólo puede ser sustituido por pensamiento, soy pensamiento. Sin embargo, sabemos que no es pensamiento indeterminado, sino que al decir soy se indica un movimiento reflejo, un lugar en el que se está dando el pensamiento y que, sin embargo, no es por ahora más que... pensamiento. Es decir, que yo soy pensamiento es la expresión de un movimiento reflejo del pensamiento mismo, dándose cuenta de su propia actividad. Él es, pues, aquí, agente y acto.

No tenemos, entonces, un sujeto finito, sino el movimiento reflejo del pensamiento mismo. Pero, ¿cómo esta actividad puede regresar a sí misma y decir soy? Esto es, ¿cómo se determina el para sí del pensamiento? Descartes se ha deshecho de toda certeza, no puede considerarse como un sujeto finito: un cúmulo de determinaciones. ¿Cómo dar el paso?

El intento de determinar este pensamiento reflejo como real, concreto, lo lleva a cabo Descartes en dos momentos: 1), En un primer momento se pregunta "¿quién soy?"; 22), En un segundo momento intenta recuperar el contenido del pensamiento recuperando el mundo exterior. Que Descartes tenga que llevar a cabo estos dos movimientos pone de manifiesto para nosotros que el pensamiento no puede darse a sí mismo sus contenidos o determinaciones más allá de la certeza de estar en actividad. Para recorrer esta seña, veamos entonces detenidamente los dos intentos mencionados.

 

Intento de constituir al sujeto como sustancia. El difícil paso de lo infinito a lo finito

"¿Quién soy?"

Lo primero a descartar en esta búsqueda de determinaciones del pensamiento es la idea de "hombre", pues no es ésta una idea clara y distinta, evidente por sí misma, sino que remite a una multiplicidad de supuestos y definiciones.

Lo segundo, la creencia en la materialidad del ser del yo, la corporalidad. El cuerpo y sus pasiones no son tampoco ideas claras y distintas, esto es, no resisten a la duda del genio maligno. El cuerpo bien podría ser una ficción impuesta y las sensaciones que de él proceden o que se dan en él no pueden afirmar con verdad su existencia, pues bien podrían reducirse a pensamientos. En todo caso, lo que no puede negarse es que el yo piensa que siente. Sin embargo, aunque Descartes no lo diga —y justo por ello nos corresponde señalarlo— aquí se hace manifiesto que el yo está siempre remitido a una exterioridad. Esto es, que si bien no es inmediatamente cierto que tiene sensación, lo cierto es que sean éstas reales o ficticias, no se las puede dar a sí misma. Puede pensar que siente y que, por tanto, sus sensaciones no sean reales, pero, ¿de dónde viene este pensamiento de que siente?

Seguimos, pues, enfrentados con el mismo problema: ¿cómo se determina el pensamiento más allá de su acto reflejo? Por ahora se sigue sosteniendo la posibilidad de un genio maligno del cual podrían provenir estas determinaciones. Pero, si nos quedamos ahí la única conclusión posible es que el yo es una actividad refleja que recibe puros contenidos ficticios: esto es la absoluta banalidad del mundo y de uno mismo.

Lo tercero a considerar como posible determinación del pensamiento es que el yo sea enunciado como alma. Descartes pasa a considerar los atributos de ésta y descarta todas las pasiones que se dan en ella, en tanto que hacen referencia a un alma encarnada, y se queda con esta única facultad: pensar. Así, afirma: "Y aquí encuentro que el pensamiento es lo único que no puede separarse de mí. Yo soy, existo, esto es cierto; pero, ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que dure mi pensar; pues acaso podría suceder que, si cesase por completo de pensar, cesara al propio tiempo por completo de existir" (Descartes, 1997: 136).

Pero, entonces, nosotros nos vemos obligados a preguntar: ¿es que acaso nos hemos movido de la propia certeza? Descartes rescata un prejuicio: tengo o soy un alma. Lo pone a prueba investigando si alguno de los atributos que en el prejuicio le atribuía resiste a la duda, y encuentra que el atributo del pensamiento sobrevive. Sin embargo, lo que sobrevive es la certeza del pensamiento, esa certeza que ya teníamos: no hemos avanzado. No puede sobrevivir el prejuicio de que el alma es un atributo de algo, porque ese algo es justamente lo que se está buscando determinar mediante el alma. Descartes no ha logrado, pues, moverse realmente de la certeza refleja y dar el paso hacia la determinación del pensamiento. Por lo tanto, ese paso que da al afirmar: "soy, pues una cosa verdadera, verdaderamente existente. Mas ¿qué cosa? Ya lo he dicho; una cosa que piensa", es inválido. Nada se ha determinado aquí. La cosa sigue siendo igual a aquél algo indeterminado sólo substituible por pensamiento. Por lo cual, sería más razonable afirmar, en vez de una cosa, un acto; que consiste en dudar, entender, concebir, afirmar, negar, querer, no querer y, también, imaginar y sentir.

No obstante, todas estas facultades, toda actividad, necesita determinarse, esto es, relacionarse con algo otro, tener contenido. Todavía la certeza de esta pluralidad de actividades del pensamiento sigue estando expuesta a la banalidad. Es decir, a que sea un mero pensar que se quiere, que se imagina, que se siente, sin ninguna correspondencia concreta o verdad. No se encuentra, entonces, en el supuesto sujeto finito poseedor de un cuerpo y de un alma ninguna otra verdad que la certeza de estar pensando.

Hay que ensayar, pues, la salida al exterior. La posibilidad de que lo objetivo no sea vacuo. Hay que intentar probar la verdad, esto es, la realidad concreta, de un objeto particular.

Descartes busca determinar el pensamiento introduciendo la sustancia que piensa, pero ya vimos que hay ahí un salto injustificado. La determinación del pensamiento no se da al plantear "algo que piensa", sino que tiene que plantearse un algo que es pensado, un momento que salga de la reflexión, aunque después siempre regrese a ella. Para determinar el pensamiento Descartes podía saltarse la pregunta ¿qué soy?, y pasar a la pregunta por la verificabilidad de los contenidos de su conciencia, pues es en estos contenidos que el pensamiento es pensamiento determinado, pensamiento de algo. Es en los contenidos de la conciencia donde se da el paso de lo infinito a lo finito. Esto es, de la actividad refleja a la actividad determinada y determinante. Es en esta pregunta en la cual aparece la necesidad de la salida al exterior, pues el puro pensamiento que se piensa a sí mismo y que es indeterminado no podría darse él mismo los contenidos, que son ya determinaciones. La actividad del pensamiento tiene, pues, que poder ejercerse no sólo sobre sí misma, sino también en dirección exterior. Entonces, tenemos que recuperar la sensibilidad, el cuerpo, en fin, pasar al sujeto finito, y entonces sí poder decir que hay alguien en donde se da la actividad del pensamiento. Sin embargo, llegar al sujeto finito, al alguien que piensa, no es tampoco llegar a la sustancia, pues la sustancia no puede ser lo finito, lo que no se sostiene en sí.

 

El mundo exterior

Descartes intenta poner a prueba, ya no su realidad interior, sino el contenido de su conciencia, remitido siempre a una exterioridad. Toma como objeto experimental un pedazo de cera que cree percibir. Veamos lo que sucede.

El pedazo de cera que cree tener frente a sí posee o cree observar en él todas las propiedades de eso que suele llamarse un cuerpo. Sin embargo, no puede aprehenderlo como algo fijo, pues, mientras cree observarlo, las propiedades de eso que cree percibir cambian. No puede decir, entonces, con certeza qué es ese objeto que cree estar percibiendo. Lo que sus sentidos creen captar no es, por lo tanto, algo cierto e indubitable.

Sin embargo —pasa a preguntarse Descartes—, ¿mi relación con esa imagen se limita tan sólo a lo que mis sentidos creen captar? No, aun cuando la cera cambie sus propiedades, sigo creyendo captar algo que permanece en el cambio. No son, ciertamente, las propiedades sensibles de ésta, sino ciertas determinaciones que no dependen de que yo tenga sensibilidad, sino de que piense, en general, un objeto. Esto es, en el cambio de mi supuesta percepción permanece lo que el pensamiento capta por sí mismo: la extensión y el cambio de figura. Dice Descartes:

Pero ¿qué es ese pedazo de cera que sólo el entendimiento o el espíritu puede comprender? Es ciertamente el mismo que veo, toco, imagino; es el mismo que siempre he creído que era al principio. Y lo que aquí hay que notar bien es que su percepción no es una visión, ni un tacto, ni una imaginación y no lo ha sido nunca, aunque antes lo pareciera, sino sólo una inspección del espíritu, la cual puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o clara y distinta, como lo es ahora (Descartes, 1997: 140).

Con esto, se nos muestra que no importa si el mundo objetivo es ficticio, banal; el pensamiento puede darse a sí mismo al menos una determinación cierta, que no depende de la veracidad de los objetos en que pone su atención, sino de que él mismo actúe. Sin embargo, vemos también que esto no significa que el pensamiento reflejo por sí mismo pueda darse determinaciones, sino que necesita salir de sí para aplicar su atención, aunque sea, como mínimo, a una imagen ficticia.

Descartes se dice a sí mismo: "y así comprendo, por sólo el poder de juzgar, que reside en mi espíritu lo que creía ver con mis ojos" (Descartes, 1997: 141). O sea, que no importa la banalidad del mundo, su posible ficcionalidad: el pensamiento siempre puede ejercer su actividad y configurar una certeza. Pero nunca es por sí mismo, sino que necesita eso que le hace resistencia. Sólo que aquí la resistencia puede ser una ficción, si bien no producida por la imaginación, sino por una potencia exterior (llámese genio maligno). Lo que depende del pensamiento no es, por lo tanto, el contenido, la determinación, sino la certeza. El pensamiento tiene la potencia, la única potencia propia de decirse a sí mismo: esto es cierto.

Pero, habría ahora que preguntar: ¿basta con estas dos certezas? Esto es: 1 ) la certeza del ser del pensamiento en actividad, y; 2) la certeza de que la verdad "reside en mi espíritu" enfrentado con una exterioridad (real o ficticia). Con ellas la angustia inicial, la posible banalidad total del mundo y del sí mismo se ha aligerado, sí, pero tan sólo un poco. Sólo la mitad del miedo ha sido apaciguado. El mundo exterior sigue en peligro, sigue pudiendo ser una ficción totalmente exterior al yo. Y no sólo el mundo exterior, sino también el yo mismo en tanto que sujeto finito y determinado. Es decir, entonces, que Descartes no llega a encontrar la posibilidad real de la determinación del pensamiento, ni como lugar ni como contenido.

 

La idea de Dios. Dos posibilidades de lo infinito

Para salir de la posible banalidad total del mundo, para recuperar la verdad de los contenidos del pensamiento, Descartes intenta deshacerse finalmente de la posibilidad del genio maligno (el reino de la ficción absoluta). Se pregunta entonces por el origen de sus ideas y las clasifica en tres tipos: las ideas innatas, las provenientes de otra cosa que de sí mismo y las inventadas por el propio pensamiento. Pero la clasificación, según el propio autor, es arbitraria, pues no podría decidirse qué idea es de qué grupo, y si efectivamente hay tales grupos, hasta no saber de dónde provienen realmente las ideas. Esto es, que hace falta una pregunta previa. No basta con clasificar, sino que hay que saber el origen para ganar certezas.

En todo caso, las ideas por las que realmente interesa preguntar es por aquéllas que presuntamente provendrían del exterior. Se suele dar crédito al carácter ajeno de esas ideas como una actitud natural. Pero no es ésta una razón suficiente para aceptarlas, puesto que en el método que se ha propuesto se trata justamente de suspender dicha actitud. La verdadera fuerza con la que esas ideas se imponen como exteriores recae en la experiencia de que efectivamente no provienen ni dependen de la voluntad del propio pensamiento. Sin embargo, esta aparente resistencia de algo exterior al pensamiento y a la voluntad tampoco puede ser puesta como una idea clara y distinta, pues cabe la posibilidad de que el pensamiento posea una facultad desconocida (una especie de genio maligno interior) que las produzca y que perpetúe así la indeseable posibilidad de lo absolutamente banal. Por lo que, finalmente, queda descartada nuevamente la posibilidad de remitir las ideas a una exterioridad sensible.

Sin embargo, Descartes se da cuenta de que hay otras ideas que no parecen provenir de la sensibilidad y que, por lo tanto, no dependen de la realidad del mundo exterior. Es aquí donde se presenta la idea de Dios, esto es, la actualidad de la perfección absoluta. Descartes cree deducir la existencia de Dios a partir de la imposibilidad de que él, sujeto finito, pueda darse a sí mismo la idea de la suma perfección. No obstante, hay aquí una trampa: ¿De dónde sacó Descartes la afirmación de que él es un sujeto finito, si es justo el sujeto lo que aún no se ha logrado determinar? No se tiene, hasta este momento de las meditaciones, la certeza del sí mismo en tanto que sujeto finito, sino sólo en tanto que pensamiento. En el intento por determinar ese pensamiento Descartes ha sentido la necesidad de recobrar el mundo exterior para, a su vez, recobrarse a sí mismo como subjetividad finita en la que se da el pensamiento. Pero aún no ha llegado a eso, está en el intento, y, sin embargo, subrepticiamente introduce a ese sujeto finito que está buscando como si ya lo tuviese por cierto. Dice Descartes:

Bajo el nombre de Dios entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, por la cual yo mismo y todas las demás cosas que existen (si existen algunas) han sido creadas y producidas. Ahora bien: tan grandes y eminentes son estas ventajas, que cuanto más atentamente las considero, menos me convenzo de que la idea que de ellas tengo pueda tomar su origen en mí. Y, por consiguiente, es necesario concluir de lo anteriormente dicho que Dios existe; pues si bien hay en mí la idea de la sustancia, siendo yo una, no podría haber en mí la idea de una sustancia infinita, siendo yo un ser finito, de no haber sido puesta en mí por una sustancia que sea verdaderamente infinita (Descartes, 1997: 155).

Por otro lado, si la certeza que hasta aquí se tiene es la del pensamiento en actividad, no resulta evidente por qué esta propia actividad no puede ella misma producir la idea de la perfección máxima, así como poco antes se ha puesto la posibilidad de que el pensamiento, mediante una facultad desconocida, produjera las ideas del mundo exterior. Más aún, resulta plausible que el pensamiento se dé a sí mismo esta idea, si consideramos que, contrario a la creencia de Descartes, no nos encontramos frente a una idea clara y distinta, sino que la idea de Dios, parece más bien una mera ficción, una posibilidad. Descartes intenta probarla a partir de la finitud del propio pensamiento, aludiendo al hecho de que el pensamiento duda y desea, y, por lo tanto, es carente, imperfecto. Sin embargo, no se ve claramente por qué la conciencia de la propia imperfección remitiría necesariamente a una sustancia perfecta y confirmaría el prejuicio. Descartes sale del límite de la certeza y atribuye valores a la actividad.

Hay más realidad en la sustancia infinita que en la finita y, por tanto, [...] tengo en mí mismo la noción de lo infinito antes que la de lo finito, es decir, antes la de Dios que la de mí mismo; pues ¿sería posible que yo conociera que dudo, es decir, que algo me falta y que no soy totalmente perfecto, si no tuviera la idea de un ser más perfecto que yo, con el cual me comparo y de cuya comparación resultan los defectos de mi naturaleza? (Descartes, 1997: 155-156).

Insistimos, ¿por qué el conocimiento de la propia finitud tendría que remitir a lo no finito? Esto es, ¿por qué lo finito reclamaría inmediatamente un complemento total?

A esto suma Descartes otro intento de prueba cuando dice: "esta idea de un ser sumamente perfecto e infinito es muy verdadera; pues aunque acaso pudiera fingirse que ese ser no existe, no puede, sin embargo, fingirse que su idea no me representa nada real" (Descartes, 1997: 156). No obstante, aquí no hay ningún argumento. Más bien parece que la idea de Dios no representa nada real, ya que no podemos tener una imagen clara y distinta de lo que se nombra con ella. Pues, ¿qué era una idea clara y distinta? Era aquélla que al presentarse con tanta fuerza al espíritu resistía hasta la duda más destructiva. ¿Sucede esto con la idea de Dios? ¿Acaso no hay una mínima posibilidad de dudar de este prejuicio? Evidentemente sí, pues ¿qué es la perfección? Si nos preguntamos esto, podemos darnos cuenta de que esa idea no nos representa nada real. No obstante, Descartes afirma lo contrario:

Es también muy clara y distinta, puesto que todo lo que mi espíritu concibe clara y distintamente y todo lo que contiene en sí alguna perfección, está contenido y encerrado en esa idea. Y esto no deja de ser verdad, aunque yo no comprenda el infinito y haya en Dios una infinidad de cosas que no puedo entender, ni siquiera alcanzar con el pensamiento; pues a la naturaleza de lo infinito pertenece el que yo, ser finito y limitado, no pueda comprenderla (Descartes, 1997: 156).

En este pasaje puede verse con claridad el paso traicionero: no se trata de una idea clara y distinta, sino de un prejuicio demasiado caro. La idea de Dios es, en realidad, lo no susceptible de comprensión, pues es inabarcable, no se puede presentar claramente al pensamiento. Y la idea de perfección absoluta es palabra vacía si no la remitimos a toda una cadena infinita de adjetivos. Descartes se deshace, además, muy fácilmente, de un argumento que parecería oponerse con fuerza a este prejuicio, afirmando: "Y no debo imaginar que no concibo el infinito por medio de una verdadera idea y sí sólo por negación de lo finito, como la quietud y la oscuridad las comprendo porque niego el movimiento y la luz; no, pues veo manifiestamente, por el contrario, que hay más realidad en la sustancia infinita que en la finita" (Descartes, 1997: 155).

Pasa entonces a considerar si es que acaso él mismo podría existir si no existiera Dios. Y presenta lo siguiente como su segundo argumento a favor de la existencia del último:

Y pregunto: ¿de quién tendría yo mi existencia? ¿De mí mismo acaso, o de mis padres, o bien de algunas otras causas menos perfectas que Dios, pues nada puede imaginarse más perfecto, ni siquiera igual a Él? Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier otro ser, si yo mismo fuese el autor de mi ser, no dudaría de cosa alguna, no sentiría deseos, no carecería de perfección alguna, pues me habría dado a mí mismo todas aquellas de que tengo alguna idea; yo sería Dios (Descartes, 1997: 158).

Se presenta aquí el gran problema del pensamiento. Cuando éste se pregunta por su origen, se encuentra con la idea de una potencia exterior absoluta de la cual él sería un efecto, sin embargo, no puede probar realmente la objetividad de esa causa. Descartes afirma que si esta causa no fuera exterior y objetiva, sino intrínseca o inmanente, entonces el pensamiento mismo (expresado en el concepto yo) sería Dios. Se da cuenta, pues, de que la condición del pensamiento es extraña: si bien, por un lado, es consciente de que duda y carece, por el otro, la certeza pone el pensamiento como la actividad infinita. Lo que Descartes atisba pero niega es que es ella misma, la propia actividad, la que pone la noción de lo infinito. No necesita salir de sí, remitirse a una exterioridad para tener esta idea, pues en realidad no es una idea que salga de los límites de la certeza, sino que es justo la idea, el concepto que se pone a sí mismo. En todo caso, esto nos llevaría a arriesgar una sentencia fuerte, correspondiente al desarrollo ulterior del idealismo: el Yo (el concepto que se da a sí mismo el pensamiento autoconciente) es lo infinito. Es posible que lo que le impida a Descartes concebir dicha posibilidad, que el pensamiento se fundamente a sí mismo, o más bien que sea lo infundamentado, sea la resistencia que opone la conciencia de la finitud. Sin embargo, habría que detenerse a considerar este choque. ¿Cómo se presenta la finitud ante la certeza del pensamiento? ¿Es un prejuicio conservado o pertenece al propio ámbito de la certeza?

La finitud se le ha presentado con el rostro de la duda. El pensamiento, en su acto reflejo, que es actividad infinita, se sabe finito. ¿No es esto una paradoja? Sí, pero ¿no se debe ésta a que Descartes se encuentra un tanto enredado, a mitad de camino entre el sujeto finito y el sujeto infinito? Es decir, plantear el pensamiento como finito porque muestra su carencia en tanto que duda, ¿no es el prejuicio de la criatura remitida ya, desde el principio, a un creador? Pues la duda no tendría que remitir inmediatamente a una valoración negativa, a una falta, si no se tuviese ya el prejuicio de una perfección distinta. Sin este prejuicio, ¿con base en qué se establecería la relación comparativa para afirmar la imperfección? Al final del día la respuesta a la pregunta ¿por qué pienso? carece de fundamento. Todo intento por contestarla se encuentra ante el abismo y enfrenta dos opciones: bien realizar el salto hacia la sustancia indemostrable; o bien quedarse en el límite del abismo, en el límite del pensamiento, esto es, sin fundamento. El pensamiento nunca puede ir detrás de sí y, en este sentido, siempre llega tarde para sí mismo.

Pero la finitud se presenta también desde otro lado e insiste en remitirnos a un origen creador. Dice Descartes respecto del poder de conservación: "Pues no siendo yo nada más que una cosa que piensa (o al menos aquí no se trata precisamente más que de esta parte de mí mismo), si tal poder estuviera en mí, ciertamente que yo debería, al menos, pensarlo y conocerlo; pero en mí no lo siento, y por lo tanto, conozco evidentemente que depende de algún ser distinto a mí" (Descartes, 1997: 159). Sin embargo, el argumento supone que el pensamiento es consciente de la totalidad de sus potencias, posibilidad que Descartes mismo había minado ya anteriormente, al pensar que era posible que las ideas que no dependían de la voluntad del pensamiento provinieran de alguna otra facultad aún desconocida.

Ahora bien, retomemos la paradoja planteada. Ésta podría conducirnos hacia los dos caminos: el de la sustancia y el de la actividad. Si nos deshiciéramos verdaderamente del prejuicio de la sustancia creadora, se abriría la posibilidad de la segunda vía. Para que esta apertura sea posible, tenemos que dilucidar dos sentidos distintos para la idea de infinito: 1) lo infinito, tal y como se presenta la actividad del pensamiento; 2) lo infinito, tal y como se entiende el concepto Dios. Al hacerlo quedará más claro el carácter de salto que tiene el planteamiento de la sustancia infinita.

El primer sentido del concepto hace referencia no a lo eterno, sino a lo que se abstrae de la determinación temporal, pone el énfasis, pues, en la actividad. Es una suspensión momentánea de la temporalidad, que se da sin embargo intratemporalmente. El segundo, en cambio, postula no una actividad, sino una sustancia que atraviesa todo el tiempo sin ser afectada por él. El énfasis está puesto en la permanencia inmutable. De manera que cuando afirmamos que la certeza reflexiva es conciencia del pensamiento como actividad infinita, no se plantea inmediatamente la identidad entre el yo y Dios. Tampoco se plantea que el pensamiento se dé a sí mismo la existencia. Sólo se da cuenta de su actividad por medio de una suspensión del tiempo, de una abstracción de toda determinación finita. Lo que se pone de manifiesto es la patencia, no su trasfondo. Cuál sea su origen y su porqué permanece desconocido para nosotros. ¿De dónde sale, entonces, la idea de infinito en el segundo sentido? Esto es, ¿dónde tiene su origen la idea de Dios? Tenemos que preguntárnoslo, porque no podemos simplemente aceptar el prejuicio cartesiano. Es la propia meditación de Descartes la que nos pone ante este problema, que se abre realmente cuando no tenemos la creencia previa.

Si tenemos la única certeza del pensamiento como actividad infinita, en el sentido recién explicitado, ¿de dónde viene la segunda acepción? No puede ser un mero reflejo de la propia actividad infinita, pues es infinita en un sentido distinto. No se trata, por lo tanto, de una analogía. Tampoco se da por negatividad, pues no puede negarse lo finito que aún no se ha recuperado. ¿Es posible que se la dé a sí mismo el pensamiento sin que esto signifique que se da a sí mismo la existencia? Nosotros afirmamos que es el pensamiento mismo quien ejerciendo su actividad da un salto injustificado, mostrando una especie de vértigo ante sí mismo, y produce una idea refleja que se refracta. Esto es, que dando cuenta de su propia actividad se da la idea de lo infinito, pero inmediatamente choca con su propia finitud y la idea de lo infinito es refractada y lanzada hacia fuera de la actividad refleja. ¿Esto qué significaría? Decimos que la certeza reflexiva, la conciencia de la actividad infinita, al no poder fundamentarse lanza su propia certeza hacia fuera de sí. Pero en este lanzamiento sustancializa la actividad y le da una permanencia.

Resumamos lo que ha sucedido hasta aquí con la sustancia objetiva. Descartes necesitó probar el origen de las ideas para determinar el pensamiento más allá de la certeza de sí. Como no pudo rescatar inmediatamente la realidad sensible, intentó probar la existencia de una sustancia exterior inmaterial que fuese causa de las ideas y garantizara así la verdad. Sin embargo, en sus intentos por probar dicha sustancia, Descartes salta constantemente, impulsado por prejuicios que no logra destruir del todo.

Nosotros intentamos vislumbrar el camino no recorrido a partir de la certeza de sí. Afirmamos que la idea de Dios tiene su origen en la propia actividad del pensamiento y que, además, dicha idea debería comprenderse no como sustancia, sino según un sentido distinto de la idea de infinito, que no sale de los terrenos de la certeza reflexiva.

Sin embargo, queda todavía como tarea para el pensamiento su propia determinación. Nosotros observamos los caminos fracasados de Descartes. Afirmamos que la pregunta "¿quién soy?" requiere una determinación previa: la salida al exterior de la actividad refleja. Afirmamos, además, que la postulación de un fundamento sustancial que origine la propia actividad del pensamiento no sólo es indemostrable, sino innecesaria. ¿Cómo puede, entonces, determinarse el pensamiento? Esto es, ¿a qué otros caminos puede conducirnos la certeza cartesiana?

 

Conclusión

Descartes ha llegado a la certeza del yo como acto del pensamiento. Sin embargo, esta certeza sólo le da un yo indeterminado, el puro pensamiento que se piensa a sí mismo. Pero, no le basta con que el yo se sepa como pensamiento. Al no haber formulado la certeza de sí como "soy pensamiento", sino como "soy algo (indeterminado) que piensa", siente la necesidad de determinar este yo, y se pregunta entonces: ¿qué soy yo, que pienso? La respuesta a esta pregunta es la que da el salto a la sustancia: "soy una cosa que piensa".

Parecería que es necesario postular la existencia de una "cosa" o un "algo" donde se da el pensamiento, un lugar en donde éste se actualice y determine. Sin embargo, es una duplicación innecesaria plantear, por un lado, la cosa que piensa y, por otro, el pensamiento. Pues, ¿qué más puede ser esa "cosa" en donde se determina el pensamiento, sino pensamiento? Esa "cosa", el yo que se sabe existente, es absolutamente indeterminado, no puede ser, en realidad cosa alguna, sino que sólo es como pensamiento y en tanto que pensamiento. El "yo" no es más que la actividad misma. ¿Qué es, si no pensamiento que piensa, es decir, pensamiento en actividad? El propio Descartes parece ser consciente de ello cuando dice que podría suceder que dejara de existir si dejara de pensar; lo que muestra que no hay yo sin pensamiento y que, en realidad, son una y la misma cosa. El yo es el pensamiento en tanto que se piensa a sí mismo. El concepto que se da para sí a partir de la actividad refleja. En palabras de Descartes, el pensamiento es lo único que no puedo separar de mí mismo.

La certeza es, pues, certeza del pensamiento como actividad. El sujeto que aquí se constituye como cierto de sí mismo no puede comprenderse como sustancia, es un acto que no puede diferenciarse del acto del pensamiento. La certeza se da en un juicio reflexivo que indica la identidad entre el yo y el pensamiento. Para pasar de la certeza del pensamiento indeterminado a su determinación, de lo infinito a lo finito, y de ahí a la certeza del contenido, es necesario plantear la objetividad del mundo exterior y no la sustancialidad del yo ni la realidad de una sustancia absoluta exterior. El pensamiento se actualiza o determina mediante su propia actividad en relación con un mundo exterior objetivo, que permite la reflexividad o el regreso a sí, esto es, el sujeto.

En conclusión, Descartes no logra postular realmente ninguna sustancia, ni finita ni infinita. Pero lo importante aquí no es mostrar simplemente su error, sino ver que tampoco era necesario que las probara y por qué. La importancia de la certeza cartesiana recae en el giro que efectúa sobre la subjetividad, que permitirá, entre otras cosas, el desarrollo del idealismo posterior. A nosotros nos interesa arrancar el concepto de sujeto de éste, su nacimiento. Para ello, hemos creído necesario sumergirnos en las meditaciones cartesianas, como método para allanar un camino de pensamiento. Una vez que hemos obtenido el concepto y lo hemos limpiado de la multiplicidad de prejuicios que lo acompañaron en el parto, es posible hacerlo resonar en una nueva reflexión infinita. Esto sólo puede suceder porque lo que se formula es un concepto vivo. Esto es, un concepto que nos permite seguir pensando, que desencadena posibilidades de comprensión.

Si ahora nosotros regresamos sobre las meditaciones e intentamos rescatar el concepto, desligándolo de prejuicios que hoy ya no son efectivos, es porque entendemos que la subjetividad tiene que seguir comprendiéndose y que ese momento constitutivo del sujeto como concepto "yo" debe seguir siendo pensando. Pues no se trata sólo de un momento originario de la actividad filosófica, sino de un momento decisivo en la vida espiritual de la conciencia. Nos ha parecido que a través de la historia del pensamiento, en distintas figuras, este momento se ha desplegado hacia distintos conceptos y matices: la libertad idealista y romántica, la negatividad de Hegel, el salto de Kierkegaard, el empuñar las posibilidades propias en Heidegger, etcétera. El concepto ha estallado en multiplicidad de autocomprensiones.

Por último, nos interesa subrayar la importancia del momento reflexivo debida al poder que tiene de abrirnos al carácter infundamentado del yo, en tanto que concepto que se da a sí mismo el pensamiento como actividad infundamentada, y que nos remite también a la necesidad de las determinaciones, esto es, a una subjetividad finita que está en un mundo. La importancia del fracaso cartesiano en la constitución de un sujeto sustancial, no remitido a una exterioridad, consiste, justamente, en que muestra la necesidad de la relación del pensamiento con lo real, con lo que es, con lo que está ahí... y que esto no puede comprenderse como subjetivo. ¿No son estos conceptos, la falta de fundamento y la mundanidad, detonadores esenciales de nuestra comprensión actual? Hemos ido, pues, al nacimiento del concepto fundamental de la modernidad con la intención de proyectar puentes y líneas de pensamiento que nos traigan hasta nosotros mismos.

 

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Información sobre la autora:

Cristina Pérez Díaz. Licenciada en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Actualmente cursa la Maestría en Filosofía en la misma institución y es parte de la planta de profesores del Colegio de Filosofía y del de Letras Hispánicas de dicha facultad. Sus líneas de investigación son la historia de la metafísica desde el horizonte de la sustancia y del sujeto, la ontología-estética, y la propuesta ontológica-ética crítica de la Escuela de Kyoto. Publicaciones: "Para un arte del nuevo discurso", Actas del XLVI Congreso de Filosofía Jóven, Tenerife, 2009.

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