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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.9 n.18 Ciudad de México Jan./Apr. 2012

 

Artículos

 

Apuntes sobre las relaciones entre política y democracia

 

Notes on relations between politics and democracy

 

Nicolás Azzolini*

 

* Licenciado en Ciencia Política. Actualmente, cursa el doctorado en Ciencias Sociales. Correo electrónico: nicolasazzolini@gmail.com

 

Fecha de recepción: 15 de abril de 2009
Fecha de aprobación: 8 de junio de 2010

 

Resumen

En este artículo se aborda el uso de ciertos conceptos directores para pensar la especificidad de la política. Puntualmente, explorando las relaciones entre las metáforas de orden y ruptura con la noción de democracia en la obras de Georges Sorel, Joseph Schumpeter y Jacques Ranciére. Al respecto, se problematiza la utilización de esquemas formales estructurados en oposiciones binarias para pensar la especificidad de la política; y se afirma que la relación entre orden y ruptura se vuelve paradójica y contradictoria, ya que la política habita en un terreno indecidible.

Palabras clave: Política, democracia, orden, ruptura, indecidible.

 

Abstract

This article discusses the use of central concepts to think the specificity of the politics. Punctually, exploring the relationship between the metaphors of order and rupture with the notion of democracy in the works of Georges Sorel, Joseph Schumpeter and Jacques Ranciere. To this respect, we discuss the use of formal schemes structured by binary oppositions to think the specificity of the politics, and states that the relationship between order and rupture becomes paradoxical and contradictory, because the political is in an undecidable area.

Key words: Politics, democracy, order, rupture, undecidable.

 

INTRODUCCIÓN

El pensamiento teórico referente a la política se ha caracterizado por intentar reflexionar sobre cuestiones que han preocupado, a lo largo de los siglos, a las diferentes colectividades políticas. Así, dichos intentos teóricos o filosóficos de analizar, explicar, interpretar, resolver o prevenir los problemas que atañen a la comunidad están ligados al propio marco estructural en el que se construyeron. En otras palabras, prácticas sociales existentes, procesos institucionalizados y procedimientos establecidos funcionan como condiciones de posibilidad para el desarrollo de las intervenciones teóricas sobre la política. Sin embargo, las reflexiones sobre el vivir organizados políticamente no sólo son el resultado del contexto histórico que las enmarcó, también están relacionadas con la continua reaparición de ciertas preocupaciones o temáticas, que en función de los diferentes períodos históricos, se han resignificado posibilitando la no unanimidad de respuestas (Wolin, 2001).

En este último sentido, la dicotomía instituida entre lo que Emilio De Ípola llama metáforas fundantes de orden y ruptura (De Ípola, 2001), suele ser una constante en las problematizaciones sobre la especificidad de la política. Según la metáfora del orden, la política posibilita la organización de una comunidad, ya que se la entiende "como un 'subsistema' dotado de funciones predeterminadas —en particular, la 'autorregulación de lo social'— o como una 'superestructura' del edificio social, con causas y efectos también predeterminados" (De Ípola, 2001: 9). Luego, la política es caracterizada como intervención normativa y administrativa que sedimenta sentidos compartidos por medio del consenso o la coacción.

En cambio, la metáfora de la ruptura permite pensar la política como desestructuración del orden preestablecido. Es decir, "como su dimensión de apertura, que posibilita la intervención eficaz de la decisión individual y colectiva sobre el mundo social y, en particular, que permite, dadas ciertas circunstancias, el cuestionamiento del principio estructurante de la sociedad, de su pacto social fundamental, ya para reafirmarlo, ya para subvertirlo y formar un nuevo orden" (De Ípola, loc. cit.). Aquí, la política viene a poner en duda los sentidos compartidos de una comunidad. Por ello, se la asocia con la idea de transformación —ya sea reformista o revolucionaria— de la sociedad. Precisamente, la política socavaría la autorregulación de lo social, consiguientemente, las prácticas sociales, procesos institucionales y procedimientos sedimentados. En correspondencia con la desestructuración del orden, la metáfora de la ruptura suele estar asociada con la dimensión de contingencia inherente a lo social, dado que el accionar de la política hace visible la arbitrariedad de todo principio sobre el que se ordena la vida en comunidad. De tal modo, se relaciona la metáfora de la ruptura con la categoría de "lo político" en oposición a la de "la política", en tanto ésta se refiere a la administración del vivir en sociedad y la primera al momento en que es cuestionado el orden social.

Ahora bien, presentada en tales términos, la política se inscribe en un esquema formal de pensamiento que se estructura en oposiciones binarias y, muchas veces, tiende a privilegiar uno de los polos del par dicotómico. En otras palabras, el lenguaje de la metafísica de la presencia1 atraviesa el carácter fundacional de las metáforas del orden y la ruptura. En tal sentido, las páginas que siguen son un intento de problematizar dicha distinción, y buscan destacar la tensión que constituye el terreno de la política. Para ello, retomaré tres intervenciones ligadas a contextos históricos y marcos teóricos disímiles, con el fin de señalar la persistencia de ciertos esquemas y conceptos directores a la hora de pensar la especificidad de la política. Concretamente, rastrearé las relaciones entre las metáforas del orden y la ruptura con la noción de democracia en las obras de Georges Sorel, Joseph Schumpeter y Jacques Ranciére.

 

SOREL Y EL MITO DE LA HUELGA GENERAL PROLETARIA

Entre fines del siglo XIX y principios del XX, la crisis del liberalismo político y el origen de los estados totalitarios europeos —nazismo, fascismo y la Unión Soviética de Stalin—, signaron la intervención de uno de los principales referentes del sindicalismo revolucionario: el ingeniero francés Georges Sorel.2

En Reflexiones sobre la violencia (Sorel, 1971), la huelga general —como encarnación de la violencia proletaria— viene a cuestionar las prácticas sociales; los procesos institucionalizados o los procedimientos establecidos en los albores de la crisis del laissez faire, laissez passer. Para Sorel, la política se corresponde con una práctica rupturista, donde la violencia del proletariado es imposible de escindir del mito de la huelga general. De tal modo, una de sus guías reflexivas fue la acción política como desestructuración del orden democrático liberal.

Al respecto, las críticas de Sorel tuvieron como destinatarios —entre otros— a los socialistas parlamentarios. Según este autor, el socialismo parlamentario se caracterizaba por actuar como los partidos políticos del parlamentarismo. Por ello, consideraba que los representantes políticos estaban viciados en prácticas "contradictorias, bufas y charlatanescas", y hacían del proletariado una "masa dirigida [que no tendría] más que una noción muy vaga y prodigiosamente ingenua de los medios que pueden servir para mejorar su suerte" (Sorel, 1971: 170-171). Era explícito, pues, el desprecio de Sorel hacia los mecanismos representativos del modelo democrático liberal.

En oposición a los socialistas parlamentarios, para Sorel, el sindicalismo revolucionario, por medio de la huelga general, vendría a romper con el modo de entender la relación entre gobernantes y gobernados propia del orden parlamentario. En sus palabras:

[L]a idea de huelga general está tan bien adaptada al alma obrera que es capaz de dominarla del modo más absoluto y de no dejar ningún espacio a los deseos que pueden satisfacer a los parlamentarios. Advierten que esta idea es tan fundamental que, asimilada en su espíritu, permite a los obreros evadirse de todo control de los amos y que el poder de los diputados se aniquila. Sienten en fin de una manera vaga, que todo el socialismo podría muy bien ser absorbido por la huelga general, lo que tornaría inútiles todos los compromisos entre los grupos políticos, en relación a los cuales se ha constituido el régimen parlamentario (Sorel, 1971: 130).

Así, según este autor, para dar fin al cuestionado orden político de principios del siglo XX había "que recurrir a conjuntos de imágenes que evoquen globalmente y sólo por intuición, previamente a un análisis reflexivo, la totalidad de los sentimientos correspondientes a las diversas manifestaciones de la guerra entablada por el socialismo contra la sociedad moderna" (Sorel, 1971: 123). En tal sentido, el mito de la huelga general debía funcionar como horizonte de posibilidad de la violencia revolucionaria.3 En términos de Sorel, la huelga general era "el mito en el cual el socialismo se condensa enteramente, es decir, una organización de imágenes capaces de evocar instintivamente todos los sentimientos que corresponden a las diversas manifestaciones de la guerra entablada por el socialismo contra la sociedad moderna" (Sorel, 1971: 128-129). Justamente, dada la intensa capacidad articuladora que Sorel otorgaba al mito de la huelga general, la política puede entenderse como una intervención que hace visible la posibilidad de constituir un sentimiento de revuelta contra el orden establecido.

Ahora bien, Sorel diferenciaba la huelga general proletaria de la huelga general política. La primera hacía referencia a la acción —según él— propia del sindicalismo revolucionario y la segunda representaba al socialismo parlamentario. Dicha distinción puede interpretarse a partir de la oposición significativa de la política entre administración o momento desestructurante de la sociedad. Porque la huelga general política tiene que ver con términos de autorregulación y administración, ya que "sólo lograría transformaciones muy limitadas, mediante las cuales se podrían corregir las imprudencias cometidas" (Sorel, 1971: 166). En cambio, la huelga general proletaria puede leerse como encarnación de la metáfora de la ruptura, en tanto pretende poner en cuestión el orden social democrático liberal. Al respecto, Sorel argumentaba que:

[E]n todos los medios donde ha penetrado la idea de la huelga general: ninguna paz social posible, ninguna rutina resignada, ningún entusiasmo por los amos bienhechores o gloriosos, habrá el día en que los más mínimos incidentes de la vida diaria se conviertan en síntomas del estado de lucha entre las clases, en que todo conflicto es un incidente de guerra social, en que toda huelga engendra la perspectiva de una catástrofe total [...] y las tentativas hechas para realizar la paz social parecen pueriles, las deserciones de los camaradas que se aburguesan, lejos de descorazonar a las masas, las excitan más bien a la revuelta (Sorel, 1971: 136).

Como sucede con otros autores de su época,4 el lenguaje militar brinda a Sorel categorías para pensar la política. Por ejemplo, consideraba que la guerra era sinónimo de la huelga general del sindicalismo revolucionario. Precisamente, la huelga sería una guerra en la cual el proletariado se organizaría para llevar a cabo su batalla, alejándose netamente de los demás partidos políticos parlamentarios, dado que sólo se propondría la supresión del Estado. Por ello, Sorel diferenciaba los términos de fuerza y violencia como distinción necesaria a la hora de reflexionar sobre las problemáticas sociales. Donde, el significado de fuerza se correspondía con los actos de la autoridad que tenían "por objeto imponer una organización de un cierto orden social en el cual una minoría es la que gobierna, en tanto que la violencia tiende a la destrucción de ese orden" (Sorel, 1971: 178).

En consecuencia, la caracterización del mito de la huelga general nos presenta a Sorel como un autor que se inscribe en el esquema formal del pensamiento estructurado en oposiciones binarias, y define la especificidad de la política en términos de la metáfora de la ruptura. Es decir, Sorel entiende a la política como el accionar que —simbolizado en la huelga general— tiende a desestructurar el orden democrático parlamentario. Para el teórico francés, "el gran peligro que amenaza al sindicalismo sería la tentativa de imitar a la democracia" (Sorel, 1971: 185). Los intentos de Sorel por diferenciar el socialismo parlamentario del sindicalismo revolucionario; la huelga general proletaria de la huelga general política; o la distinción entre fuerza y violencia marcan la persistencia de ciertos conceptos directores en su reflexión sobre la política. Así, ésta es ruptura y la democracia el orden político que se viene a cuestionar.

 

SCHUMPETER: LA DEMOCRACIA Y LA METÁFORA DEL ORDEN

Ahora bien, un autor contemporáneo a Sorel, el economista austriaco Joseph Schumpeter, me permite mostrar una disímil relación entre las metáforas fundantes y la democracia. Si bien Schumpeter habla del paso del capitalismo al socialismo,5 en su concepción de tal proceso, la política está lejos de concebirse como el momento desestructurante del sistema capitalista. La política —más allá de poseer características aborrecidas por Sorel— permitiría, para Schumpeter, llegar al socialismo a partir de su accionar racionalizador y perfeccionante del orden democrático. Es decir, la transición de un modo de producción al otro no se daría mediante un proceso político revolucionario, sino, por el contrario, la política conduciría el paso a través del orden democrático parlamentario. Abordaré con mayor detenimiento cómo Schumpeter relaciona democracia y política con la metáfora de orden.

A Schumpeter le preocupaba redefinir el significante democracia problematizando el significado otorgado por la concepción clásica al mismo. Dicha concepción, a los ojos de Schumpeter, incluía dentro de sí la tradición griega, pasando por la democracia rousseauniana y sumando aristas del utilitarismo de autores como Jeremy Bentham. En sus palabras, "el método democrático [clásico] es aquel sistema institucional de gestación de las decisiones políticas que realiza el bien común, dejando al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones en litigio mediante la elección de los individuos que han de congregarse para llevar a cabo su voluntad" (Schumpeter, 1968: 65). Para este autor, por un lado, la noción clásica suponía la existencia de un bien común que funcionaba como faro de la política, y perceptible por medio del uso de la razón. Por el otro, implicaba la existencia de una voluntad general que tendería hacia la consecución de tal bien. Así, las cuestiones de mayor importancia política serían resueltas por los ciudadanos individuales, dejando los asuntos de menor envergadura a los representantes elegidos para el parlamento, los cuales reflejaban y representaban la voluntad de los electores.

Frente a la conjunción de corrientes y autores sintetizados en la concepción clásica, Schumpeter presenta su otra teoría de la democracia, definiéndola como aquella que "realmente es". Para ello, argumenta dos críticas decisivas contra la teoría clásica.6 En primer lugar, ataca la noción de bien común. En este sentido, Schumpeter sostiene que "no hay tal bien común, unívocamente determinado, en el que todo el mundo pueda estar de acuerdo o pueda hacérsele estar de acuerdo en virtud de una argumentación racional", ya que "para los distintos individuos y grupos, el bien común ha de significar necesariamente cosas diferentes" (Schumpeter, 1968: 322). El economista austriaco, en el contexto de inclusión de las masas a la política, era consciente de la pluralidad de ideas de bien que caracterizan a las sociedades contemporáneas. Por ende, como resultado de la diversidad religiosa, cultural, económica, etcétera, se rompe con la concepción clásica de una sociedad homogénea. En segundo lugar, si no existe un bien común como faro de la comunidad, seguidamente tiende a desvanecerse la noción de voluntad general. Porque si dicha voluntad se dirige hacia la consecución del bien comunitario, en el momento que se plantea la inexistencia de un centro claramente determinado y discernible para todos, la voluntad general como acción comunitaria consumadora del bien pierde sentido.

Así, las críticas que Schumpeter realizaba a la concepción clásica le permitían cargar las tintas sobre su otra teoría. La cual define al método democrático como "aquel sistema institucional, para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo" (Schumpeter, 1968: 343). En tal sentido, la definición schumpeteriana responde al tipo de teorías procedimentales sobre la democracia,7 dado que se la caracteriza por medio de procesos o procedimientos institucionales, mediante los cuales la política tendría como finalidad crear orden por medio del sufragio universal en una sociedad con plurales ideas de bien común.

Para Schumpeter, una de las características propias del orden político democrático se encontraba en la forma en que se establece la relación entre gobernantes y gobernados. Allí, según este autor, la competencia electoral que se da con la extensión del sufragio universal permitía diferenciarla de otras formas de decidir cómo autorregular la vida en sociedad. Es decir, la representación es vista como un aspecto positivo en el funcionamiento de la política, motivo por el cual, a diferencia de lo que sucede en la teoría clásica, aquí cobra primacía el rol de los gobernantes. De tal modo, aquellos que compiten por el voto son quienes van a fabricar la pseudo "voluntad del pueblo" a través de la propaganda política. En otras palabras, invirtiendo la relación de la teoría política clásica, son los representantes los que constituyen a los representados. Donde, es precisamente la crítica al sujeto racional lo que permite explicar la generación de la pseudo voluntad, ya que para Schumpeter, los electores son apáticos, irracionales, manipulables, etcétera. Emerge así la idea de racionalidad decreciente,8 según la cual mientras más se alejan los sujetos de sus experiencias cotidianas y cuestiones personales, su comportamiento es cada vez menos racional. De ahí que Schumpeter sostuviera que en las cuestiones políticas la conducta de los representados es casi irracional y consideraba "que la democracia es el gobierno del político" (Schumpeter, 1968: 362); pues, para el economista austriaco, la democracia parlamentaria estaba lejos de ser un "gran peligro que amenaza", al cual la política vendría a desestructurar en su intervención.

De este modo, se podría leer en Schumpeter una definición de la política en términos de la metáfora del orden, que sería encarnada por un procedimiento de selección de gobernantes que pugnan por el voto en una sociedad plural. No casualmente, teniendo en cuenta su formación académica, establece una analogía entre la competencia política y la competencia económica,9 donde, si bien es lejana la posibilidad de una competencia perfecta, en definitiva lo que se busca es equilibrio y orden. Como corolario, en Schumpeter se aprecia la persistencia de ciertos esquemas y conceptos directores a la hora de pensar la especificidad de la política. Porque a diferencia de Sorel, para el cual la política era la ruptura del orden democrático, para Schumpeter, la política implicaba orden y la democracia el procedimiento mediante el cual se puede realizar. Es decir, tanto para Sorel como para Schumpeter la democracia se liga a la noción de orden, pero, en el primero es incompatible con la intervención rupturista de la política; en cambio, en el segundo, por ser la política la autorregulación de lo social, la democracia es compatible y posibilita dicha autorregulación. Aquí, la tensión entre los extremos del par dicotómico cobra visibilidad a la hora de pensar la relación entre las metáforas fundantes y la noción de democracia. Si se supone que el uso de pares opuestos permite dividir el universo a explicar en dos esferas exhaustivas y exclusivas,10 ¿cómo se explica la disímil relación que se da entre política y democracia en los autores abordados?

 

RANCIÉRE: SUBJETIVACIÓN DEMOCRÁTICA E IRRUPCIÓN DE LA IGUALDAD

Sin embargo, las relaciones entre las metáforas de la política y la democracia no se agotan en las dos posibilidades presentadas. Tal como mencioné al principio del presente ensayo, los contextos de producción y la reaparición de ciertas preocupaciones han permitido, a lo largo de los siglos, la no unanimidad de respuestas en la definición de la política. Así, con la constitución de los —ya no— nuevos movimientos y conflictos sociales, sean éstos, étnicos, culturales, de género, etcétera, se considera que la política ha excedido los límites del Estado representativo democratizando la sociedad. En dicho contexto, la propuesta del contemporáneo Jacques Ranciére11 puede facilitarnos poner sobre la mesa una interpretación distinta de la relación entre las metáforas fundantes y la democracia, donde si bien la política es definida —al igual que en Sorel— como ruptura, a diferencia de éste y de Schumpeter, la democracia es el modo de la política en la desestructuración del orden establecido. Para el filósofo francés, la "democracia no es el régimen parlamentario o el Estado de derecho. Tampoco es un estado de lo social, el reino del individualismo o el de las masas. La democracia es, en general, el modo de subjetivación de la política, [...] es el nombre de una irrupción singular de ese orden de distribución de los cuerpos en comunidad" (Ranciére, 1996: 125-126). Ahora bien, para entender qué es la democracia y su relación con las metáforas fundantes en la propuesta de Ranciére, hay que introducir algunos de los puntos centrales de su corpus teórico.

Ranciére argumenta que más allá de la casi permanente existencia de la política en filosofía, no debemos creer que la filosofía política sea una rama que se desprende del árbol de la filosofía. En este sentido, sostiene que la "filosofía se convierte en política cuando acoge la aporía o la confusión propia de la política" (Ranciére, 1996: 8). Esto quiere decir, que la política es la pregunta acerca de qué cosas hay y no hay igualdad, entre cuáles sí y entre cuáles no; ¿qué son esas "qué" y quiénes son esas "cuáles"?; ¿cómo es que la igualdad consiste en igualdad y desigualdad? Tales preguntas son el aprieto de la política frente a las cuales la filosofía hace su intervención. Ahora, a través de dicha intervención, para este autor, la filosofía se propone eliminar los efectos nocivos de la política, en tanto se busca solucionar o eliminar el aprieto de la política. Pues, para Ranciére existe un desacuerdo —la mésentente— entre la filosofía y la política, en función de la tensión de dos términos, de dos lógicas: la lógica de la política —politique— y la lógica de la policía —police. El desacuerdo es entendido como "un tipo determinado de situación de habla", sin embargo, que se da en "aquellos casos en los que la discusión sobre lo que quiere decir hablar constituye la racionalidad misma de la situación de habla [...]. En ellos, los interlocutores entienden y no entienden lo mismo en las mismas palabras" (Ranciére, 1996: 8-9). En otros términos, el desacuerdo no es entre quien dice "bueno" y quien dice "malo", es el desacuerdo entre partes que dicen "bueno" pero no entienden lo mismo. En suma, para Ranciére, la filosofía política trata de suprimir el escándalo de la política, su falta de fundamento último.

En tal sentido, este teórico francés sostiene que el primer encuentro entre la filosofía y la política se bifurca en las alternativas de la política de los políticos o la política de los filósofos. Por ello, considera que el legado de los clásicos —fundamentalmente Platón y Aristóteles— sobre la política es que "no es un asunto de vínculos entre los individuos y de las relaciones entre éstos y la comunidad; compete a una cuenta de las 'partes' de la comunidad, la cual es siempre una falsa cuenta, una doble cuenta o una cuenta errónea" (Ranciére, 1996: 19). Ahora, la solución de la filosofía política consiste en realizar la política mediante la supresión de la política. La política de los filósofos es idéntica a lo que Ranciére entiende por policía. Ésta no se reduce a lo que actualmente entendemos por dicho término, sino que:

Es un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido (Ranciére, 1996: 44-45).

Por ende, la lógica de la policía es equivalente a la metáfora del orden, ya que dicha lógica implica administración o autorregulación de lo social. En contraposición a la lógica policial, la lógica política adquiere visibilidad cuando, en relación con la distribución del todo y las partes, una parte sin parte irrumpe en el escenario reinante. Para Ranciére, sólo hay política cuando el orden de la dominación es interrumpido por la aparición de la parte de los que no tienen parte. Así, la política muestra la radical indeterminación de la sociedad, la distorsión en la cual ésta se funda. La política hace visible la falta de fundamento último, que, según De Ípola, es propia de la metáfora de ruptura. En este caso particular, la irrupción de la parte sin parte implica la desestructuración del orden sedimentado. Ahora bien, la lógica de la política no debe entenderse como la lucha entre clases sociales que entran en conflicto por sus intereses opuestos, dado que si hablamos de clases como identidades constituidas ya estamos pensando en partes que deben ser ordenadas por la lógica policial. En la comunidad griega, la parte inconmensurable que interfiere en la cuenta es el demos —pueblo—, en tanto parte que pretende ser el todo. Esto se debe a que el pueblo es la masa informe que no tiene ninguna propiedad positiva, es decir, ni riqueza, ni virtud, etcétera; no obstante, se le reconoce la misma libertad que aquellos que poseen títulos positivos. En este sentido, el demos hace suya —como parte propia— la igualdad que pertenece a todos. Por ello, en Ranciére, la política se relaciona con la democracia y la metáfora de la ruptura, pero, donde en sí misma la política no tiene un significado propio. Su único principio es la igualdad, que a su vez, en sí misma no tiene nada de política. La política hace visible la igualdad de los individuos a los fines de contradecir la distribución de los cuerpos y funciones que implica el orden policial de la filosofía política. En palabras de Ranciére:

[E]l proceso de emancipación es la verificación de la igualdad de cualquier ser hablante con cualquier otro ser hablante. La igualdad siempre se plantea en nombre de una categoría a la que se niega el principio o las consecuencias de esa igualdad: los trabajadores, las mujeres, la gente de color u otros [...]. La igualdad existe en la medida en que ella es puesta a prueba. La igualdad no es un valor al que uno apela; es un universal que hay que suponer, verificar y demostrar en cada caso (Ranciére, 2000: 147).

De tal modo, la actualización de la igualdad en casos concretos tiene que ver con la desclasificación de la distribución de las partes en el todo, propia de la lógica policial. En otros términos, consiste en desestructurar la pretendida naturalidad del orden al hacer visible las figuras polémicas de la división sobre la que se asienta la sociedad. Sintetizando, Ranciére propone distinguir entre la política y la policía, donde según se vio, la política tiene que ver con la emancipación en relación con el manejo policial de un daño.

Ahora bien, este filósofo francés deja entrever cierta tensión entre ambas lógicas. Porque ante la dicotomía política/policía, Ranciére incorpora la noción de lo político, la cual no es equivalente a la metáfora de la ruptura; lo político es el terreno en el cual el enfrentamiento de las dos lógicas cobra visibilidad. Lo político es "el lugar donde la verificación de la igualdad se convierte necesariamente en el manejo de un daño" (Ranciére, 2000: 146). Así, se aprecia cómo el esquema formal del pensamiento de Ranciére se estructura en la oposición de las metáforas/undantes, y si bien es consciente del terreno poroso entre los extremos del orden y la ruptura, termina privilegiando la dimensión desestructurante de la política. Por ello, cabría preguntarse hasta qué punto Ranciére se aleja de la filosofía política, ya que la persistencia de ciertos esquemas y conceptos directores en su teoría lo encierran en el marco de la filosofía política. Es decir, si bien Ranciére busca abordar el fenómeno de la política alejándose de la tradición que ve en la filosofía política la determinación del Estado óptimo, su distinción entre lógica política y lógica policial se circunscribe en la tradición filosófica que intenta especificar la política, que la caracteriza y la hace tal, distinguiéndola, en este caso particular, de la lógica, que tiene como fin establecer las distribuciones en el espacio social.

En suma, para Ranciére la democracia es el modo de subjetivación de la política mediante el cual, en nombre de la igualdad, se hace visible una irrupción singular de ese orden de distribución de los cuerpos en comunidad. Así, partiendo de la no unanimidad de respuestas en la relación entre las metáforas /undantes de la política y la democracia, como Sorel, Ranciére define a la política como ruptura, pero, a diferencia del sindicalista revolucionario y de Schumpeter, se vale del modo de subjetivación democrático para cuestionar el principio estructurante de la sociedad.

 

LA AMBIGÜEDAD DE LA POLÍTICA: METÁFORA DE METÁFORAS E INDECIDIBILIDAD

A lo largo del ensayo, valiéndome de la distinción entre las metáforas de orden y ruptura, presenté diferentes definiciones de la política y su relación con la democracia. Se me podría objetar cierto determinismo al precisar que los autores abordados suponen la afiliación a una de las metáforas /undantes. Sin embargo, mi interés fue mostrar cómo un pensamiento dicotómico adhiere al lenguaje de la metafísica de la presencia. En tal sentido, ciertas tensiones que pueden encontrarse en los argumentos de los autores presentados —y el privilegio de uno de los polos— me generan dudas sobre la utilidad de los pares opuestos para pensar teóricamente la política. Pues, más allá de cuál pueda ser la metáfora utilizada para caracterizar lo específico de la política, según se vio, en su relación con la democracia, esta última ha sido incluida y excluida dentro de uno de los ejes dicotómicos. Es decir, si bien Ranciére y Sorel definen la política como ruptura, en el primero, la democracia es el modo de subjetivación que adquiere la política en su dimensión desestructurante del orden establecido; en cambio, para Sorel encarnaba el mal que debía ser erradicado. En otras palabras, la metáfora rupturista excluía tanto como incluía dentro de sí a la democracia. Porque, para Ranciére democracia desestructura y para Sorel ordena. De la misma forma, en relación con el argumento de que la democracia ha sido excluida e incluida dentro de uno de los polos, al volver a Schumpeter se puede ver, al igual que en Sorel, que democracia significaba orden. Pero, en la división del campo de análisis, democracia y política no se excluían como en el teórico del sindicalismo revolucionario, sino que se incluían y complementaban a través de la competencia por el voto.

Por otra parte, sucede algo similar con la noción de representación. Por ejemplo, en Sorel, la representación se bifurca en posiciones contradictorias, dado que figura una práctica propia de la democracia liberal que debe ser eliminada; pero es por medio de la representación que se puede lograr dicho cometido, ya que el mito de la huelga general termina organizando una serie de imágenes que evocarían indistintamente las diversas manifestaciones de la guerra socialista. Así, partiendo del supuesto de que las relaciones de representación son constitutivas de toda identidad, se advierte que en Sorel la representación adquiere un carácter ambiguo porque se liga al orden que debe ser desestructurado y a la posibilidad de poder desestructurarlo. Luego, la representación es tanto la manipulación —en sentido schumpeteriano— propia del orden democrático como el horizonte de posibilidad de la ruptura. A su vez, en el caso de Ranciére, la representación hace posible que una particularidad se presente como la totalidad de la comunidad. Entonces, en primera medida, la representación queda subsumida al campo analítico de la ruptura, en tanto permite que una parte reclame ser el todo legítimo. Ahora bien, si se duda de la utilidad de los pares dicotómicos, cabría preguntarse qué sucede una vez que se consuma la irrupción de la parte sin parte. En otros términos, si la distribución de los cuerpos que prosigue a toda irrupción continúa siendo democrática o se convierte en un orden de distribución nuevo, susceptible de volver a ser dislocado, o si los destituidos del viejo orden reinante toman la posta de la irrupción democrática. Lo que aquí aparece como problemático en el esquema formal estructurado en oposiciones binarias es el límite entre ambas metáforas; incluso, cómo se determina la relación entre los extremos a la hora de pensar la especificidad de la política.

Aventurando algunas respuestas, en primer lugar, podría sostener que la delimitación entre los polos dicotómicos está dada por una de relación lineal, en la que se tendría el paso directo de uno hacia el otro; es decir, donde una vez consumada la ruptura, la política deja de identificarse con ella para hacerlo con la metáfora del orden. Así, debería preguntarse cuál es el carácter ontológico del orden y la ruptura a fin de poder determinar cuándo contamos con el paso de uno al otro y del otro al uno de los extremos. En términos distintos, qué es lo uno y lo otro que permite la división entre ellos. No obstante, aquí nos encontramos con los problemas propios del sistema jerarquizado de oposiciones de la metafísica de la presencia, ya que los dos conceptos deberían tener una presencia en sí misma que permita diferenciarlos y jerarquizarlos —por ejemplo, la ruptura en Ranciére y el orden en Schumpeter. Citando a Derrida, se podría decir que la utilidad de la clasificación en pares dicotómicos no nos permite "pensar su inversión o trastrocamiento, es decir, el paso no dialéctico del uno al otro de los valores contrarios". No nos posibilita pensar "su contaminación a partir de lo que se mantiene más allá del uno y el otro de los valores contrarios" (Derrida, 1998a: 60). Pues, a partir de la clasificación orden/ruptura, en la lectura de los autores tratados, la relación que delimita ambas metáforas nos sitúa en una concepción clásica que reduce o somete un polo al otro, en tanto uno de los dos termina siendo privilegiado. Así, a la hora de analizar fenómenos históricos, nos encontramos en la necesidad de comprobar a qué hora pasó el tren por la estación ruptura y a qué hora llegó a la estación orden; esto es, establecer la imposible precisión objetiva del momento en que un fenómeno sociopolítico dejó de ser tal para ser otro.

Sin embargo, como estoy poniendo en cuestión el sistema anterior, una segunda respuesta al problema del límite y la relación entre los extremos es la idea de gatopardismo o transformismo,12 en el que se plantea cierto "espíritu de escisión", pero finalmente se lo hace con el fin de hacer primar por sobre él una recomposición transformista del orden. Si bien se puede reconocer una diferencia con la primera respuesta, en cuanto cobra visibilidad la tensión que existe en un par dicotómico como el de orden y ruptura, la primacía de uno de los dos extremos termina colocando la segunda respuesta en el marco general de la primera. Es decir, hay un punto cero a partir del cual las dos metáforas pueden ser separadas, ya que la ruptura gradualmente termina convirtiéndose hacia el orden. Por ende, también habría que ver a qué hora pasó el tren que, haciendo paradas (graduales) nos lleva finalmente a la estación del orden. En este mismo sentido, si se veía al principio de este trabajo que la política como ruptura, según De Ípola, permite el cuestionamiento del principio estructurante de la sociedad, de su pacto social fundamental, ya para reafirmarlo, ya para subvertirlo y formar un nuevo orden; salvo que pensemos en términos de trasformismo gradual, la ruptura tendría poco sentido si lo que se pretende es reafirmar el principio estructurante de una sociedad dada.

Una tercera respuesta, reconociendo la tensión que el trasformismo pone en escena, es pensar la relación que delimita el par dicotómico a partir de un movimiento pendular.13 Esto es, la existencia de un juego inestable entre las tendencias de orden y de ruptura hace perpetua la tensión entre los dos polos, sin resolverla o inclinarse por ninguno de sus dos extremos. Por ende, la frontera que delimita sería siempre inestable y estaría en constante desplazamiento. Así, se podría explicar por qué pierde sentido la utilidad de la clasificación dicotómica, dado que el movimiento pendular tendría tendencias tanto a incluir como a excluir dentro de uno de los polos a un elemento cualquiera. Aunque la noción de juego pendular nos brinda una nueva forma de entender el límite entre los dos extremos sin dar primacía a ninguno de ellos, ¿no nos seguimos moviendo en una lógica de pensamiento de pares dicotómicos separados entre sí, y que se relacionan por el movimiento pendular? Si la respuesta es afirmativa, dicha relación no nos permitiría pensar su inversión o trastrocamiento como contaminación a partir de lo que se mantiene más allá del uno y el otro de los valores contrarios. Hasta qué punto seguimos ante la presencia de dos polos distintos y conectados por trenes que hacen el recorrido entre las estaciones de forma pendular. Pues, cierta utilización de pares dicotómicos puede hacernos caer en la tradición clásica para pensar la especificidad de la política, en otras palabras, de vernos tentados a determinar el momento en que pasamos de un extremo hacia el otro.

Ahora bien, partiendo de un marco teórico posfundacional —donde la imposibilidad de fundamentos últimos nos señala que éstos son el resultado de decisiones contingentes, antagónicas y particulares—, la relación entre orden y ruptura se vuelve paradójica y contradictoria. Porque como todo orden definitivo es imposible, esa imposibilidad es también su condición de posibilidad: ya que la contingencia hace necesaria la institución de un orden, éste es no siendo. Es decir, en tanto hay orden hay ruptura; en tanto la ruptura imposibilita el orden esa imposibilidad es la que lo posibilita. Como sostiene Derrida: "[p]orque hay inestabilidad es que la estabilización se vuelve necesaria; porque hay caos es que hay necesidad de estabilidad [...]. El caos es al mismo tiempo un riesgo y una posibilidad, y es aquí que se cruzan lo posible y lo imposible" (Derrida, 1998b: 162-163). Entonces, si en lugar de pasos lineales se piensa en la complicidad y solidaridad entre ambos polos, se podría entender la ambigüedad de la política como metáfora de metáforas. Donde, por ejemplo, la democracia podría ser incluida y excluida al mismo tiempo, en cuanto el orden puede ser ruptura y la ruptura orden. A la par, la política sería una metáfora que incluye otras metáforas, entre ellas: las de orden y ruptura. En tal sentido, nos encontramos con que no hay más que metáforas de metáforas. Lo cual implica que éstas no son instrumentos del lenguaje, de las que los teóricos se valen para intentar determinar la especificidad de la política, sino que son las que gobiernan el lenguaje y los discursos. Así, la especificidad de la política habita en un terreno indecidible,14 esto es, imposible de determinar conceptualmente. Por ende, el intento de controlar el sentido de la política es un proyecto imposible porque la indecidibilidad mina cualquier pretensión de criteriología. De esta manera, creo que la postura de los autores aquí abordados aloja en sí misma la /antasmaticidad que posibilita desconstruir su criteriología. Si uno ve cuáles son los autores tratados que definen la política como ruptura, son aquellos ligados al campo teórico de la izquierda, es decir, donde la política se asocia al concepto de emancipación, y el orden como uno de los polos del par dicotómico es subordinado por su opuesto. Pues, los autores serían retomados por aquello que pretenden subvertir y, en consecuencia, toda resistencia es entonces cómplice de aquello a lo que resiste en el momento mismo en que resiste. Esto no sólo pasaría con los autores de la ruptura, en el caso de Schumpeter el movimiento es el inverso.

En suma, otra forma de entender la relación entre la política y las metáforas /undantes es pensarla a través de la noción de indecidibilidad, más que a partir del privilegio de uno de los polos. Precisamente, en relación con el objetivo de este ensayo, se podría señalar, parafraseando a Derrida, que el terreno de la política es un campo de perpetua tensión, donde la relación entre orden y ruptura puede entenderse como un doble movimiento, una oscilación caracterizada por la figura tropológica de "una hipérbole en el origen del bien y del mal, una hipérbole común al uno y al otro, una hipérbole como diferencia entre el bien y el mal, el amigo y el enemigo, la paz o la guerra. Lo que hace dar vueltas a la cabeza es que esa hipérbole infinita sea común a los dos términos de la oposición y, así, haga pasar del uno al otro" (Derrida, 1998a: 132).

 

FUENTES CONSULTADAS

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NOTAS

Agradezco los comentarios de Pablo Gudiño Bessone y de los evaluadores anónimos de la revista.

1 Aquí me remito al nombre que Jacques Derrida da a la filosofía occidental.

2 Quien admiró tanto la Revolución rusa como el totalitarismo italiano, y despertó el interés de Lenin y Mussolini.

3 Cabe aclarar que Sorel no concedía importancia alguna a las objeciones de tipo práctico sobre la huelga general, sino que el mito funciona como la categoría tropológica que articula las tendencias a romper con el orden establecido.

4 Uno de los casos podría ser la posterior distinción entre guerra de movimiento y guerra de posición en los cuadernos de Gramsci (1998).

5 Cabe aclarar que para Schumpeter no sólo la llegada al socialismo es distinta a la propuesta clásica de la lucha de clases, revolución, etcétera. Lo que él entiende por socialismo dista de la idea sedimentada en el campo de la reflexión política, económica y social, ya que hacía referencia a un modo de organizar la economía industrial, en el cual las organizaciones económicas y políticas adquieren una gran escala, permitiendo la fusión de las empresas capitalistas y el Estado.

6 Otra de las críticas de Schumpeter se dirige hacia la noción de sujeto racional, el cual tendría la capacidad de erigir una voluntad general y participar decidiendo sobre las cuestiones de mayor relevancia política a partir de su motivación personal y disponibilidad de información.

7 Teorías dentro de las cuales se pueden incluir la propuesta de una democracia plebiscitaria de Max Weber (1982), o la idea de poliarquía de Robert Dahl (1989). Si bien esta última es tributaria de la propuesta schumpeteriana, la definición del economista austriaco sobre la democracia tiene su antecedente en Weber.

8 Piénsese que Schumpeter era testigo de la adhesión de sectores medios ilustrados a los totalitarismos europeos, y de la creciente utilización de la propaganda política.

9 Los partidos políticos serían cámaras de empresarios o comerciantes, los electores consumidores y las políticas los productos.

10 Al respecto es ilustrativa la utilidad que el italiano Norberto Bobbio encuentra en los ejes dicotómicos para el análisis político. Según el cual, el uso de dichos pares suele permitir distinciones que posibilitan: a) dividir un universo en dos esferas, conjuntamente exhaustivas, en el sentido de que todos los entes de ese universo quedan incluidos en ellas sin excluir a ninguno, y recíprocamente exclusivas, en el sentido de que un ente comprendido en la primera no puede ser al mismo tiempo comprendido en la segunda; b) establecer una división que al mismo tiempo es total, en cuanto todos los entes a los que actual o potencialmente se refiere la disciplina deben entrar en ella, y principal, en cuanto tiende a hacer coincidir en ella otras dicotomías que se vuelven secundarias con respecto a ella (Bobbio, 1999: 12).

11 Filósofo francés, otrora colaborador de Althusser junto con —entre los más destacados— Alain Badiou y Étienne Balibar.

12 De Ípola y Portantiero (1989), a partir de la oposición entre lo nacional-popular y lo nacional-estatal, hacen referencia al transformismo gradual para criticar la concepción rupturista del populismo en Laclau (1978). Dichos autores acentúan la concepción ordenadora del populismo, ya que el modelo nacional-popular sería equivalente a la metáfora de la ruptura y el modelo nacional-estatal —dentro del que circunscriben al populismo— a la metáfora del orden.

13 Aunque Gerardo Aboy Carlés (2003) utiliza la noción de movimiento pendular para caracterizar el populismo, creo que su propuesta es válida para entender otra forma de relación entre las metáforas aquí tratadas.

14 Esto es, caracterizado por "unidades de simulacro, 'falsas' propiedades verbales, nominales o semánticas que ya no se dejan comprender en la oposición filosófica (binaria) y que no obstante la habitan, la resisten, la desorganizan, pero sin constituir nunca un tercer término, sin dar nunca una 'solución' en la forma de la dialéctica especulativa" (Derrida, 1977: 55).

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