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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.9 n.18 Ciudad de México Jan./Apr. 2012

 

Traducción

 

Derechos y democracia*

 

Pietro Costa**

 

** Profesor de historia del derecho medieval y moderno en la Universidad de Florencia, Italia. También ha sido profesor en las universidades de Macerata y Salerno. Es director de la revista Quaderni Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno. Algunos de sus libros son Civitas. Storia della cittadinanza in Europa, Roma-Bari: Laterza, 4 vols., 19992001, con Danilo Zolo; Lo Stato di diritto. Storia, teoria, critica, Milán: Feltrinelli, 2002; Iurisdictio. Semantica del potere politico nella pubblicistica medievale, Milán, Giuffré, 2002; Democrazia politica e Stato costituzionale, Nápoles: Editoriale Scientifica, 2006; Il diritto di uccidere. L'enigma della pena di morte, Milán: Feltrinelli, 2010.

Traducción del italiano: Israel Covarrubias***

 

EL NEXO ENTRE DERECHOS Y DEMOCRACIA: UNA CARACTERÍSTICA DE LA "MODERNIDAD"

"Democracia"1 evoca el poder de un pueblo y no el poder de un individuo o sólo de algunos, antes bien el de muchos. Son los muchos que (al menos en última instancia) detentan el poder y son muchos los llamados (de alguna manera) a ejercerlo. El término "democracia" está, por consiguiente, ligado a la idea de una mayoría investida, en cuanto tal, del poder de decidir. Sin embargo, la democracia no está conectada con la "regla de la mayoría", en su dimensión estrictamente procedimental: incluso un colegio aristocrático puede adoptarla como un mecanismo útil para alcanzar una decisión. Lo que vuelve democrático a un régimen es el hecho de que en él el "mayor número" de personas es llamado para gobernar (Bobbio, 1981: 34-35).

El "mayor número" es un término vago y relativo: sirve para recordar simplemente que el pasaje de la mayoría a la totalidad es uno de los problemas (o de los dilemas) recurrentes de la democracia, incluso en su trayectoria moderna. Si además observamos a la democracia en el espejo de sus primeras definiciones teóricas (en Platón o Aristóteles), es presentada no como régimen de "todos", sino como poder de una parte, que a pesar de ser mayoritario (el pequeño pueblo contra los mejores), es obstaculizado porque no es capaz de colmar el vacío que separa a los "muchos" de la totalidad. Precisamente es el nexo entre mayoría, subalternidad y parcialidad, el vicio de origen que por un largo periodo relega la palabra "democracia" a los márgenes de la cultura político-jurídica, del mundo antiguo hasta la sociedad del antiguo régimen.

En aquel periodo de tiempo, en cambio, será constante la atención al tema de la participación política; es decir, el compromiso civil de los sujetos y su participación en la vida de la polis. Sin embargo, no fue la palabra "democracia" la que se empleó para expresarla; la suerte nos ha llevado a una distinta constelación lexical, dominada por el término "república".2

Hasta el siglo XVIII, se recurría principalmente al léxico republicano en la discusión del compromiso político y del activismo cívico que, por su parte, no fue proclive a traducir el ethos participativo en el lenguaje de los derechos. Estos últimos se habían desarrollado lentamente entre los pliegues de la refinada cultura jurídica del ius commune, para recibir después un impulso determinante por la afirmación del paradigma iusnaturalista. A lo largo del siglo XVIII se difunde la convicción de la existencia de un nexo "natural" (fundante) entre el individuo y los derechos que pretenden proteger esencialmente el proprium del sujeto, su apropiación-propiedad y su libertad "privada" (su libertad uti singulus), mientras que la participación política parece intentar hacer suyo el léxico de los derechos.

Incluso desde este punto de vista, las revoluciones de finales del siglo XVIII constituyeron un evento determinante. Es con la guerra de Independencia en América y después con la Revolución francesa que el lenguaje de los derechos celebrará su triunfo (sobre el terreno de la retórica política como de la proyección constitucional) y no sólo involucrará el espacio "privado" del sujeto, sino extenderá sus efectos al terreno de la participación política.

No obstante, la imagen de la participación sufrirá a su vez el efecto de la penetrante presencia de los derechos en el discurso público de la revolución: con creciente insistencia la actividad política será incluida y presentada como el ejercicio de un derecho; no menos importante, es un derecho distinto de la libertad-propiedad, ya que al estar conectado con una dimensión distinta de la libertad, será el ámbito ya exaltado por Rousseau como la expresión de un sujeto que finalmente puede adherirse a la dignidad del "ciudadano".

Para los hombres de la Revolución, participar en la vida de la polis es ejercer un derecho: es este el punto de conjunción entre dos universos de discurso —el léxico (originalmente iusnatural) de los derechos y el léxico republicano (democrático)—, destinados a un largo y durable matrimonio en todo el arco de tiempo de la modernidad. Los derechos son múltiples y no todos tienen relación (al menos en modo directo) con la organización de la polis; de hecho, algunos de estos tutelan la relación entre el individuo y la res publica, decretan su relevancia y garantizan su respeto.

Involucrada en el nuevo discurso de los derechos, la participación política no puede sino resentir los efectos de un principio que en los derechos era un componente esencial: la igualdad. Los derechos teorizados por el iusnaturalismo de los siglos XVII y XVIII —la libertad y la propiedad— eran derechos del ser humano como tal, independientes de las diferenciaciones y jerarquías político-sociales. Y son estos los derechos que la Revolución quiere bajar del cielo a la tierra para transformarlos en el fundamento del nuevo orden, finalmente emancipado de las desigualdades de jerarquía y de los vínculos feudales. La nación de Sieyés, el mythomoteur de la Revolución, es una nación que, coincidiendo con el Tercer Estado y expulsando de su seno a los pocos "privilegiados", es una nación de iguales: una nación compuesta por individuos igualmente libres.

Inseparable del nuevo orden de la libertad y la propiedad, la igualdad es uno de los grandes símbolos de la Revolución y, al mismo tiempo, la principal piedra de escándalo: ya en los años de aquella es alrededor de la igualdad (en la especificación de su sentido, extensión y aplicación) que florecerán conflictos lacerantes, cuyo destino es su extensión mucho más allá del colapso de la Revolución. Ya desde ese momento surgen tres conexiones temáticas importantes que se presentan con insistencia a pesar de la diversidad de las soluciones de vez en vez sugeridas. En primer lugar, el nuevo modelo político (republicano-democrático) es pensado a partir de una antropología rigurosamente individualista: el escenario está ocupado no por los grupos sociales y entidades colectivas, sino por los individuos en singular (Bovero, 2000: 18ss.; Duso, 2004: 107-138). Es por ellos y a través de ellos que cobra forma el "poder del demos". En segundo lugar (y en consecuencia), la participación política de los sujetos pasa a través de la titularidad y el ejercicio de los derechos políticos. El nexo entre derechos y democracia es, en este sentido, estrecho: un rasgo esencial de la democracia aparece ya en la atribución de los derechos políticos al "mayor número" de sujetos. En tercer lugar, el nexo entre derechos (políticos) y democracia pone en juego y reclama la igualdad, al grado de que no es fortuito el hecho de volverse uno de los componentes fundamentales de la retórica democrática.

Precisamente es de estos nexos (y de sus transformaciones) que quiero ocuparme en este trabajo. Por lo tanto, el objetivo de este artículo no será la democracia como tal, analizada en todos sus componentes; a ella la observaré sólo desde el ángulo visual ofrecido por el discurso de los derechos. En consecuencia, es necesario advertir que será posible únicamente una representación esquemática de sus fases de desarrollo y no un análisis extenso y más fino del fenómeno.

De cualquier manera, queda como una constante la necesidad de tener presentes tres distintos "niveles de realidad", involucrados en la relación que se está instaurando entre los "derechos" y la "democracia". En efecto, los derechos (y a través de ellos, la democracia) gozan de un estatuto de existencia complejo y diferenciado.

En primer lugar, los derechos, a partir del siglo XVIII hasta hoy, son un instrumento eficaz de la retórica política y una apuesta de los principales conflictos político-sociales. Su conexión con el principio de igualdad refuerza su valor proyectual, su capacidad de cuestionar el orden socio-jurídico existente y prefigurar una alternativa. El encuentro entre derechos y democracia es posible, por lo tanto, sobre el terreno del discurso público, en aquella "esfera pública" donde múltiples actores sociales manifiestan opciones éticas y proyectos políticos diversos y contrastantes (Eder, 2011: 247-279).

En segundo lugar, los derechos no sólo desarrollan una función retórica, sino ejercen también un papel ordenador en el momento en que se vuelven parte de un andamiaje normativo (de una carta constitucional, de un código) y se presentan como pretensiones (al menos en potencia) susceptibles de su realización (incluso coactiva). Sin embargo, la correspondencia entre la formulación jurídico-prescriptiva de un derecho y su efectivo goce por parte del titular no está dada ni es automática; es necesario, por lo tanto, tener presente al menos en la base —es esta la tercera línea de análisis— la probable disonancia entre la previsión normativa y la dinámica social concreta.

Estos tres niveles están conectados estrechamente y co-presentes, además, en un determinado contexto. Empero, cambia según las circunstancias su peso específico. Con relación al siglo XIX (y en alguna medida también durante las primeras décadas del siglo XX) es suficiente tener presente las resistencias, los conflictos y la lentitud que caracterizó el proceso de extensión del sufragio para darse cuenta de que, en ese periodo, es sobre todo en el terreno de la "esfera pública" que fue posible el encuentro entre los derechos y la democracia. La democracia se presenta como una instancia de democratización (Barberis, 2004: 21-41) y se traduce en una auténtica "lucha por los derechos" que, en nombre de la igualdad, exige la superación de las exclusiones presentes por la "ciudadanía activa". Gradualmente (y en tiempos distintos según el contexto) la vacuna electoral se extiende: los derechos políticos son depositados en circuitos cada vez más amplios de sujetos hasta la introducción del sufragio universal; y en cada una de estas fases los derechos políticos no son sólo el objetivo de una reivindicación hacia el futuro, sino también son un componente primordial de un específico andamiaje político-constitucional. De cualquier forma, queda la multiplicidad de las dimensiones que caracterizan el estatuto de los derechos políticos en el horizonte de una democracia en formación.

 

LOS DERECHOS POLÍTICOS Y LA TEORÍA "CLÁSICA" DE LA REPRESENTACIÓN

La participación política tiende a coincidir con la titularidad y con el ejercicio de una específica clase de derechos —los derechos políticos— y se realiza en el cuadro de una república caracterizada por la forma representativa. De Burke a Sieyés, a Hamilton, el nexo entre participación, derechos políticos y representación, a pesar de estar en contextos y culturas políticas distintas, se presenta como consolidado y destinado a un éxito duradero.

Es la forma representativa del Estado la que imprime a los derechos políticos su contenido específico: la elección de una clase de individuos llamada para asumir las decisiones políticamente determinantes. La teoría moderna de la representación se funda sobre una declaración de imposibilidad; siendo imposible convocar, para usar la expresión de Sieyés, la nation en corps, siendo no factible el modelo del ágora en el "gran Estado", es necesario introducir un mecanismo a dos tiempos: el demos escoge a sus delegados y éstos últimos deciden. El contenido primario de los derechos políticos no es la decisión, sino la selección de aquellos que deciden. La distinción-conexión (típicamente moderna) entre Estado y sociedad está en perfecta sintonía con este mecanismo.

Cierto, para mantener establecida la unidad de fondo del orden general interviene el vínculo representativo. Sin embargo, este vínculo no cancela ni mitiga la distinción entre sociedad y Estado, entre electores y elegidos, al contrario, presupone un salto cualitativo entre ellos: los representantes son, en efecto, pre-seleccionados de los representados, pero actúan y deciden en nombre y por cuenta no ya de los electores, sino de la nación. Es la nación y no sólo el colegio electoral (los ciudadanos de Bristol del célebre discurso de Burke) la estrella polar que debe guiar la obra de los representantes. La representación no será concebida como un espejo de las voluntades y los intereses de los electores individuales. La Cámara de representantes será presentada no como la caja de resonancia o el lugar de la composición de las voluntades individuales ya formadas, sino como el motor de un proceso decisional capaz de alejarse de la inmediatez de los intereses particulares y de tomar los intereses durables de la totalidad (Pasquino, 1987: 77-98; Carini, 1990 y 1991; Accarino, 1999; Duso, 2003; Hofmann, 2007; Costa, 2004: 15-61).

Son los electos que como representantes de la nación otorgan a ésta última voz y visibilidad. La prohibición del mandato imperativo, reiteradamente confirmado por el constitucionalismo del siglo XIX, es la consecuencia clara de una visión de la representación que quiere asegurar a los representantes la más amplia autonomía de las decisiones. En este cuadro es oportuno situar el nexo biunívoco entre participación y derecho de voto. El voto hace visible la centralidad del consenso y el papel activo de los ciudadanos en el proceso de legitimación del Estado. Ello confiere un poder a los sujetos: aquel de seleccionar y colocar a algunos individuos en el vértice del aparato político-institucional. Al mismo tiempo, ratifica la diferencia estructural entre electores y elegidos, desde el momento en que estos últimos son, en efecto, designados por los primeros, pero actúan en nombre y por cuenta de una nación cuya voluntad no existe si no es a través de ellos.

Entonces, por un lado el voto constituye la valorización simbólica del vínculo que aproxima a los ciudadanos al poder, la multitud a la clase en el gobierno, pero, por el otro, confirma la distancia real de los muchos del proceso decisional: los muchos delegan y los pocos deciden. Si, por un lado, la representación permite subrayar la relación que vincula a los ciudadanos con la res publica, por su parte corroborará el alejamiento entre la voluntad de la nación soberana y los deseos de los sujetos representados, a partir del momento en que la voluntad de la primera está obligada a coincidir con las decisiones de los representantes. La representación ayuda, en resumidas cuentas, no a reunir, sino a crear la voluntad de la nación: desempeña un papel constitutivo, no sólo declarativo.

Por lo tanto, desde sus orígenes el nexo vinculante entre la participación política y ejercicio del derecho de voto (en el cuadro de los nuevos regímenes representativos) produjo un doble efecto: sobre el plano simbólico valoriza el protagonismo de los ciudadanos-electores, pero al mismo tiempo contrae la participación política en la simple decisión del representante y la separa programáticamente de la participación activa en el proceso decisional. Sin duda, la cualitativa diferenciación de los muchos frente a los pocos fue un componente constitutivo del mecanismo democrático-representativo.

Después, cuando descendemos del cielo de los principios hacia el terreno del concreto funcionamiento de los sistemas representativos, vemos que la diferenciación (entre quien elige y quien decide) —una diferenciación, por decirlo de alguna manera, consustancial al mecanismo representativo— estuvo acompañada por la diferenciación social pensada como presupuesto del derecho de voto, hará depender su existencia de una serie de requisitos (el censo y el género, para no hablar de la edad). Esta diferenciación se agravaba además por la adopción de una destreza institucional sobre cuya importancia y difusión ha llamado la atención oportunamente Bernard Manin (1995: 131ss.): la diferencia del régimen que caracterizaba al electorado activo del electorado pasivo. Tanto en Francia como en Estados Unidos fue tomada en serio la exigencia de que la designación de los representantes fuera posible al considerar la excelencia social de los candidatos (y se recurría, para este fin, a distintos expedientes: introducir requisitos más exigentes para el electorado pasivo o irrumpir en el procedimiento electoral).

El mecanismo representativo (en su estructuración constitutiva así como en su aplicación) se acomoda sin esfuerzo a un sistema socialmente diferenciado y estratificado, ofreciendo un notable soporte simbólico y argumentativo, por un lado, a la fidelidad de los representados, inducidos a sentirse parte activa en el funcionamiento del conjunto, y por la otra, a la autonomía decisional de la clase dirigente, emancipada de cualquier vínculo en las confrontaciones de las aspiraciones inmediatas y particulares de los electores.

En efecto, cuando se observa el funcionamiento concreto del sistema, los perfiles son menos claros: la separación entre electores y representantes, teóricamente clara y constitutiva de la teoría moderna de la representación política, se descompone en una compleja relación entre notables y clientes, fundada, por un lado, sobre el antiguo y persistente modo de proceder a partir de la "condescendencia" (de las clase inferiores en las confrontaciones de las clases socialmente elevadas), sobre la cual Bagehot no dejaba de insistir, pero también, por el otro, la presión que los intereses locales y sectoriales de los electores terminaban por ejercer sobre sus representantes.3

El cuadro originario de los regímenes democrático-representativos estaba destinado a cambiar en el curso del tiempo, cada vez más cuanto más se extendía el circuito de los titulares de los derechos políticos. Sin embargo, sería muy simplista deducir de la llegada del sufragio universal la desaparición de la mecánica de la dimensión "aristocrática" (la dialéctica entre los pocos y los muchos) que emergió como una característica constitutiva de los regímenes democrático-representativos (Manin, 1995; Manin, Przeworski y Stokes, 1999: 29SS.; Karsenti, 2006: 415-430).

Para aliviar dudas sobre tal conclusión intervinieron, entre el siglo XIX y XX (en un periodo donde era ya una realidad convincente en muchas partes la tendencia a la extensión del sufragio), las reflexiones de Mosca, Pareto, Michels, Weber, coincidentes en poner la atención en los éxitos generados por la organización de los nuevos partidos de masas, a pesar de ser el escenario de una democracia ya muy alejada de su matriz de los siglos XVIII y XIX. No bastaba la extensión del sufragio para suprimir de raíz la tensión entre el poder de los muchos y el poder de los pocos. En efecto, esta tensión estaba vinculada con la esencia de la democracia representativa, aun antes de los "accidentes" de sus distintas traducciones político-institucionales.

Es el nexo fuerte entre participación y derecho de voto en el cuadro del esquema democrático-representativo el que impone la distinción cualitativa entre los muchos que eligen y los pocos que deciden. Y es precisamente este nexo el que será expuesto a críticas feroces, a lo largo de una trayectoria ideal que encuentra en Rousseau un punto de origen y sigue (radicalmente transformada pero reconocible) con Marx y la tradición que de él deriva. Cierto, la línea Spinoza-Rousseau-Marx (si se puede usar esta fórmula simplista) se queda en los márgenes del desarrollo de la democracia en Occidente. Sin embargo, si miramos no al orden normativo y a las estructuras político-institucionales, sino al "discurso político" (un discurso refractario que sólo se mueve en los cauces del orden existente y es proclive a dar voz a exigencias insatisfechas e imágenes alternativas), nos damos cuenta que la palabra "democracia" evoca un nivel de participación que con frecuencia excede los límites del mecanismo representativo. Y también cuando es admitido el dispositivo de la representación para la futura sociedad finalmente "democratizada", también en este caso la eficacia retórica, la fuerza comunicativa y atrayente de la palabra "democracia" reside en el pathos participativo o directamente en los entusiasmos regeneradores que suscita.

En suma, la fascinación de la participación era fuerte y exigía dos estrategias distintas (pero al menos parcialmente convergentes): el intento de imaginar una participación directa del demos en el proceso decisional superando las estrecheces de la representación; o bien, cuando se pretendía evitar un ataque frontal al mecanismo representativo, la tendencia era a dirigir la atención sobre sus características peculiares y en específico sobre la distancia cualitativa que separaba a los muchos de los pocos y la participación (electoral) de la decisión (política). En ambos casos, como sea, fue reforzada en la esfera pública la exigencia y la expectativa de participación que era propuesta de nuevo con una insistencia significativa, si tomamos en cuenta las desilusiones que puntualmente iban encontrando.

 

LAS "LUCHAS POR LOS DERECHOS" EN EUROPA EN EL SIGLO XIX

La participación (componente esencial del modelo democrático-republicano) coincide, en la modernidad, con la titularidad y con el ejercicio de los derechos políticos. Y los derechos son inseparables (hasta su primera declinación iusnatural) del principio de igualdad: jurídicamente iguales en la esfera de las relaciones privadas, los ciudadanos serán iguales también frente a la república y todos gozarán de los mismos derechos políticos.

En realidad, una proposición de este tipo es problemática, como sabemos, incluso cuando la Revolución francesa se encuentra aún en pleno desarrollo. Si ninguno duda del principio de igualdad (clave, de cara a un orden que quiere escapar de una vez por todas del régimen "antiguo"), inciertas y controvertidas son las modalidades y la extensión de su aplicación. Los sujetos son, en efecto, iguales (con más precisión: deben ser tratados como si fuesen, en algunos casos, iguales): es necesario identificar con precisión a los sujetos a quienes se les conferirán los derechos. La aplicación del principio de igualdad vuelve apremiante la interrogante ¿quién es el sujeto?

Una pregunta de este género no es académica ni casual o gratuita la respuesta: es de la compleja intersección de tradiciones culturales, perspectivas ético-religiosas e intereses económico-sociales que brotan las imágenes antropológicas en las cuales la cultura dominante se reconoce. Entre los siglos XVIII y XIX, una convicción compartida es que el sujeto, el sujeto per excellence, sea el individuo propietario, masculino, adulto, blanco. Es por esta específica clase de sujetos que vale, sin límite alguno, el principio de igualdad en derechos. Cuanto más los individuos están alejados de encarnar el modelo socio-antropológico presupuesto, tanto más se multiplican sus "incapacidades" jurídicas.

La parábola moderna de la democracia se desarrolla a partir de esta rígida delimitación de la clase de los sujetos a los cuales es posible atribuir el status de titulares de derechos políticos: los modelos democrático-representativos, en su fase inaugural, se apoyan sobre una base numérica, en el mejor caso exigua (con la excepción efímera de la Francia revolucionaria). La legitimidad y el funcionamiento del orden político presuponen, en efecto, la participación y el consenso (el voto) de todos. Los "todos", sin embargo, son en realidad los "pocos": los sujetos pleno iure son todos (y solamente) los individuos comprendidos en un circuito delimitado por los parámetros del censo y género, mientras que la mayoría de la población queda "fuera" de este conjunto rígidamente delimitado.

Entonces, es comprensible que a lo largo del siglo XIX (y en cierta medida, en los inicios del siglo XX) el tema de la democracia se despliegue más en el espacio de la "esfera pública" que sobre el terreno de la concreta organización político-institucional: la democracia cobra forma en el discurso público como una instancia de democratización, como un proyecto de sociedad en la cual son abatidos los vínculos que impiden al "mayor número" la participación política.

El centro promotor de la democratización (su principal dispositivo retórico) es la igualdad, empleada como instrumento capaz de sacar a la luz las diferencias y denunciar la ilegitimidad de las barreras que fragmentan la sociedad nacional creando clases de ciudadanos recíprocamente extraños. Es el nexo participación-igualdad-derechos el que sigue sosteniendo las reivindicaciones democráticas en el curso del siglo XIX,4 tal vez implícitamente, actuando entre las líneas de distintas proclamas reivindicativas, pero con frecuencia abiertamente, como sucedió por ejemplo en los movimientos de impronta republicana, muy vivo en Francia de la primera mitad del siglo XIX y proclives a relacionar los objetivos y las conquistas de 1848 con la revolución incompleta de 1793.

Es en esta perspectiva que son conducidos los ataques a los vínculos censitarios del sufragio, a los cuales la élite política y social y una parte consistente de la opinión pública opondrán una resistencia tenaz. La introducción del sufragio universal evoca para los principales exponentes del liberalismo decimonónico el fantasma del terror jacobino. Liberar los derechos políticos de la propiedad para volverlos una prerrogativa del ciudadano en cuanto tal, es hacer un uso (como decía Guizot) destructivo de la igualdad: es emplearla como un dique que cancela las distinciones, los méritos, la excelencia, sustituyendo el primado de la cualidad, el gobierno de la élite, por el dominio del número, de la cantidad (de la masa indiscriminada).

Si es adoptado el principio "un hombre, un voto", se desploma la relación entre propiedad y participación política, los árbitros de la situación serán los no propietarios: ya mayoría aplastante en el país, ellos tendrán, a través de sus diputados, mayoría en la Cámara representativa y podrán, con procedimientos formalmente legítimos, violar el derecho de propiedad y atentar contra la libertad. El fantasma jacobino se materializa en el más asfixiante de "los grandes miedos" del constitucionalismo del siglo XIX: la tiranía de la mayoría, el despotismo de una masa que, utilizando los derechos políticos como un caballo de Troya, se sirve de las instituciones parlamentarias para desmantelar el orden de la propiedad y la libertad.

Sin embargo, no será sofocada desde su raíz la igualdad: es entendida como una urgencia llena de temperamentos, en la convicción de que su aplicación extensiva conduciría al sofocamiento del componente "aristocrático" del orden democrático-representativo, con el doble resultado de hacer imposible un "gobierno de los mejores", y de abrir la puerta a una participación que llevaría a la ruina la libertad-propiedad, auténtico fundamento de la civilización moderna.

Para ninguna de las partes involucradas, los derechos políticos son "solamente" derechos políticos: no lo son a los ojos de aquellos que se oponen a extender sus atribuciones y no lo son para quien defiende su máxima expansión. A pesar de estar colocados en orillas opuestas de la esfera pública, partidarios y adversarios del proceso de democratización siguen pensando (sobre todo antes de 1848, pero también en alguna medida a lo largo del siglo XIX) que en el conflicto en torno a los derechos políticos está en juego no sólo la participación, sino también una apuesta mucho más alta: la forma y la estructura que soportan el orden socio-político.

Para los teóricos y los militantes que están exigiendo la extensión del sufragio, el horizonte de expectativas no se agota en una celebración de la participación política. En el movimiento complejo que explota en Francia en 1848, las reivindicaciones específicamente republicanas se entrecruzan con los programas de los socialismos nacientes y el objetivo común termina por ser, a la par de la conquista del sufragio general y a través de éste, la fundación de una república que se quiere "política" y "social": fundada sobre los derechos políticos iguales y precisamente por eso empeñada en una política de apoyo a los "ciudadanos en desgracia" (para usar la fórmula de 1793). Atribuir a la lucha por los derechos políticos un mérito más amplio y ambicioso no es una tendencia exclusivamente francesa: el movimiento contemporáneo a la experiencia francesa por la reforma electoral en Gran Bretaña — el "cartismo"— no duda identificar en la extensión del sufragio el trampolín para comenzar las profundas reformas sociales.

Es la instauración de una nueva sociedad la principal (incluso si no es exclusiva) vía de sentido del proceso de democratización exigido por numerosos protagonistas del discurso público decimonónico. Que la futura sociedad democrática sea una sociedad "distinta" (y que su diferencia esté más allá de la simple extensión del sufragio) es una expectativa compartida tanto por aquellos que se oponen a los limites censitarios del derecho al voto como por aquellos que critican la discriminación de género.

El proceso de democratización invocado en Europa en el siglo XIX por una parte (heterogénea y a la larga minoritaria) de la opinión pública se dirige a tirar los dos parámetros principales de la diferenciación política: el censo y el género. Incluso la literatura de carácter emancipador, empeñada en combatir la antigua y tensa idea de la natural vocación doméstica de la mujer y de su consiguiente incapacidad para entablar una relación directa (y jurídicamente formalizada) con la res publica, comparte dos convicciones identificables, como sabemos, con el clima de las revoluciones del siglo XVIII: la centralidad del discurso de los derechos y el recurso al principio de la igualdad para denunciar la ilegitimidad de la discriminación persistente y las incapacidades jurídicas. Sin embargo, es típica del movimiento de las mujeres la percepción (que se agudiza tiempo después) de la compleja dialéctica entre igualdad y diferencia y, por consiguiente, proclive a evitar un compromiso "jacobino" del igualitarismo para valorizar la especificidad del género (Rosi Doria, 2007).

Es precisamente la conciencia de que la diferencia femenina puede volverse de elemento discriminante en recurso para reforzar, en el movimiento emancipador, la expectativa de que la democratización de la sociedad puede y debe traducir una renovación profunda de la política, una transformación de las modalidades y de los contenidos de la participación. Una vez más, la lucha por la democracia no persigue sólo el objetivo de una extensión del sufragio, sino que importa su sentido último de expectativas más ambiciosas, que revisten la forma general de la sociedad finalmente "democratizada".

En la lucha por la democracia, con independencia de cuáles sean las discriminaciones (de censo y/o de género) que se desean derribar, regresan (a pesar de la diversidad de los enfoques y de los proyectos) algunos lugares retóricos fundamentales: el énfasis igualitario, el nexo entre derechos políticos-democracia, una fuerte instancia de participación (que con fatiga se mantiene en el estrecho halo de la lógica representativa) y, finalmente, una suerte de sobredeterminación simbólica de la democracia política, la convicción de que el alargamiento del sufragio habría posibilitado una profunda transformación de las relaciones de poder y de la estratificación social.

Cierto, Marx continuará ironizando sobre las fábulas jurídicas y sobre el "Estado libre", sobre la democratización perseguida por el partido obrero alemán; un partido olvidadizo que no necesita "liberar" el Estado, sino liberarse del Estado para dirigir la política a la sociedad, y sin tener noticias de las cosas en la cornisa de la "democracia vulgar" (jurídico-electoral) se abre a la fase definitiva de la lucha de clases (Marx, 1962: 29). Es con esta herencia marxista que la socialdemocracia alemana (superado el imprinting lassalliano y vuelta ortodoxamente marxista) debe hacer las cuentas; y se abre en su interior un complejo y lacerante debate (destinado a regresos continuos, mutatis mutandis, a lo largo del siglo XX), donde la idea de un uso puramente instrumental de los derechos políticos choca con una creciente valorización de la democracia parlamentaria.

Por consiguiente, con independencia de los éxitos del debate, la socialdemocracia alemana (y los partidos socialistas europeos) seguirá moviéndose, hacia finales del siglo XIX, en la estela de una tradición que resulta sustancialmente compacta al menos sobre un punto: considerar la introducción o el reforzamiento de la democracia no un fin que encuentra en sí mismo una fundación suficiente, sino un importante instrumento, el punto de Arquímedes que permita una salto hacia el futuro, el pasaje a una forma de sociedad alternativa y mejor.

En efecto, la celebración de la igualdad y el ataque a los privilegios, el juego de los proyectos y las expectativas, la tensión, en cierta medida religiosa, hacia el futuro, se consumen en la esfera pública, circulan en el espeso retículo de la comunicación social, con una vivacidad y una movilidad que contrastan con la viscosidad y lentitud de las transformaciones político-institucionales. Sin embargo, ello no permite imprimir al discurso público el carácter de una gratuita producción verbal y escrita y atribuirle —por conversión a la dinámica de los intereses y al ordenamiento de las instituciones— el papel de un motor autosuficiente de la historia. Antes bien, es la continua interacción de los distintos "niveles de realidad" el escenario en el cual es posible seguir la parábola de la democracia. Al contrario, la lucha por los derechos políticos ha producido efectos indirectos pero consistentes, desde el momento en que ha contribuido a extender espacios de libertad (piénsese en la libertad de asociación) todavía duramente hostiles en la Europa del siglo XIX.5

Es verdad que por mucho tiempo la democracia es "solamente" una palabra, un proyecto, un tema agitado en el discurso público del siglo XIX, pero es de igual modo verdad que ella termina por "precipitarse" en el bajo mundo de las constituciones y las instituciones, cambia su "estatuto de existencia", deja de estar (solamente) promovida y proyectada para (incluso) volverse una realidad y una experiencia. Basta echar una rápida mirada a la historia europea (y no sólo europea) entre los siglos XIX y XX para asistir a una suerte de marcha triunfal de la democracia política. En distintos tiempos, según el país que se tome en consideración, pero con logros convergentes, el proceso de democratización termina por imponerse en todas partes: los vínculos son removidos, las barreras derribadas y los derechos políticos dejan de depender de la propiedad y el género para volverse una expresión directa de la condición de ciudadanía. Podríamos hablar de un proceso de universalización de los derechos políticos que lleva a una extensión progresiva del circuito de sus titulares (primero superando el vínculo de la propiedad y después el del género) hasta hacerlo coincidir con la clase de los ciudadanos (mayores de edad), miembros de un mismo Estado; y nada nos impide hipotéticamente sugerir que el proceso de universalización pudo (o debió) proseguir más allá del circuito (de alguna manera de ahí arranca) de la ciudadanía (Ferrajoli, 2007b).

No obstante, al historiador le queda el honor de comprender cómo (y con cuáles conclusiones) este proceso se ha desarrollado. Por descontada hay que tomar (pero no por ello menos relevante) la referencia a los conflictos que han ocupado el camino de la democracia: se pone en acción utilizando las palabras, los escritos, las acciones de los protagonistas, de aquellos de primer plano, de los simples ciudadanos comprometidos en luchas con frecuencia durísimas (piénsese, por ejemplo, en el sufragismo inglés) en las confrontaciones de una clase política y un bloque de intereses solidarios con la conservación de las discriminaciones existentes. Sin embargo, sería ingenuo y reductivo concluir que el éxito de la democracia política fue el simple resultado de la creciente potencia de las fuerzas "antagonistas" y de la rendición incondicional de las clases gobernantes.

La gradual extensión del sufragio coincide con profundas transformaciones, culturales y estructurales en Europa a lo largo de los siglos XIX y XX. Con la intensificación y la difusión del proceso de industrialización saltan a la vista los nodos evidentes (en los países de industrialización más precoz) de los observadores más lúcidos —basta referir el nombre de Lorenz Von Stein— ya en la primera mitad del siglo XIX: la extensión de la conflictividad social y su difícil conciliación con la conservación del orden. Entre más se aproxima el fin de siglo, menos posible es persuadir (a pesar de Spencer) la invitación a confiarse sólo al libre juego de la oferta y la demanda, protegidos por la fuerza coactiva del Estado. Al contrario, pareciera que es urgente e indispensable repensar el papel del Estado, entenderlo como un instrumento de mediación (y no sólo de represión) de los conflictos sociales, incentivar su intervención asistencial, reforzar sus capacidades atrayentes y centrípetas. De esta exigencia será expresión la difusión de las ideologías solidarias (comtiana y positivista), el éxito de las metáforas organicistas, la multiplicación de las críticas a la tradición "individualista": estamos en el punto de origen de un proceso que conducirá, en el siglo XX, a la plena afirmación del "Estado social".

La extensión del sufragio no es ajena a este proceso. En efecto, la lucha por los derechos políticos ha participado de una atmósfera y ha sido avivada por expectativas preponderantemente refractarias a una mera "conciliación" con lo existente: ante todo su dirección de sentido era la proyección hacia un futuro distinto, cuya realización habría sido posible gracias a la introducción de la democracia política. Sólo en una sociedad futura, profundamente distinta de la actual, sería posible alejar las condiciones de minoría que separaba una clase de ciudadanos de toda la nación haciendo del proletariado —como escribió Marx— "una clase de la sociedad civil que no es una clase de la sociedad civil".

Luchar por la extensión del sufragio es oponerse a la condición de extraño e invisible en lo social que golpea a la mayoría de la población. Superar la discriminación existente en nombre de la igualdad significa ser reconocidos como integrantes a pleno título de la sociedad. Las luchas por los derechos tienen muchos méritos: si, por una parte, se proponen impactar en la estratificación social existente y hacer posible una distribución distinta de los recursos, por otro lado responden a la necesidad de reconocimiento que constituye una de las estructuras básicas de la dinámica intersubjetiva (Pizzorno, 2000: 210ss.; Pizzorno, 2007; Della Porta, Greco, Szakolczai, 2000: XXIIISS.). Por lo tanto, es en la sociedad futura que será posible un reconocimiento concreto y tangible a partir de la extensión de los derechos políticos. En realidad, en aparente paradoja, el efecto de reconocimiento comienza con su despliegue en el presente, como estandarte de un conflicto que harán perentoriamente visibles los actores sociales hasta aquel momento (dados por) marginales y secundarios.

La política sobre la cual gradualmente se inclinan las clases dirigentes en Europa entre los siglos XIX y XX, está en sintonía con esta demanda de reconocimiento y la satisface llevándosela al nuevo y ambicioso objetivo que se persigue: la integración de las partes sociales bajo la égida del Estado. Estamos frente a una complicada trama entre finalidades y estrategias distintas que, sin embargo, terminan por encontrar un punto de encuentro y equilibrio (Pizzorno, 1996: 961-1031). La extensión del sufragio fue, en efecto, una conquista que corona el empeño de muchas generaciones de militantes. Cambia profundamente el ordenamiento político-institucional del Estado y transforma la relación entre el ciudadano y las instituciones políticas (Bartolini, 2000). Sin embargo, en paralelo, en el pasaje de la democracia pensada a la democracia realizada, se vuelve problemática la confirmación de aquel objetivo —la creación de una sociedad profundamente renovada— que había acompañado y alimentado la lucha por los derechos políticos a lo largo del siglo XIX. El pathos de una renovación confiada al futuro se extingue, moderado por el logro de la inclusión en el orden político-social del presente.

De este modo, los perfiles no son tan claros y unívocos y aún por mucho tiempo (de hecho hasta la segunda posguerra en el siglo XX) tanto los antiguos miedos como las antiguas expectativas seguirían encontrando lugar de expresión: frente a una Cámara de representantes electa por el sufragio universal se vuelven a sentir los temores en las confrontaciones del "dispositivo de la mayoría", así como, en el lado opuesto, gobierna largamente (a pesar de los miles de contrastes) la hipótesis de un nexo fortísimo entre democracia política y transformación social (piénsese en las dificultades internas de las izquierdas europeas, a partir de la socialdemocracia europea).

Por consiguiente, se reduce la conflictividad en la medida en que las clases jurídicamente discriminadas obtienen reconocimiento y ganan la plena inclusión (político-jurídica y simbólica) en la unitaria compaginación de la sociedad nacional, pero al mismo tiempo aceptan (tácita o explícitamente) jugar su juego en el marco de los regímenes existentes. Cambia el escenario respecto de las barricadas de 1848. Sin embargo, el juego, a pesar del cambio de ambiente, no se presenta sencillo y sin dolor. Por una parte, la conquista del sufragio universal refuerza la convicción de que a los ciudadanos (a "todos" los ciudadanos) se les asegure una presencia significativa sobre la escena política. Por la otra, el sufragio universal presupone la aceptación del dispositivo de la representación: caracterizado por la distinción cualitativa, del vacío sin colmar, entre electores y electos. El momento de la participación parece estar destinado otra vez a pasar a través de la estrecha puerta de la simple designación (de los representantes), perdiendo mucho de su pathos y de su atractivo simbólico (Duso, 2006: 367-390).

De cualquier modo, es necesario tomar en cuenta el fenómeno que precisamente entre los siglos XIX y XX se difunde sobre el trasfondo de la extensión creciente del sufragio: la transformación del partido político; con más precisión, el nacimiento de un partido de tipo nuevo —los partidos socialistas serán su primera y principal encarnación— que no tiene mucho que ver con el "grupo de notables" que actuaba en el cuadro del viejo sistema político censitario, ya que es una organización caracterizada por una específica orientación ideológica y sostenida por las aportaciones de un número relevante de inscritos, militantes y simpatizantes (Compagna, 1986; Grassi Orsini y Quagliarello, 1996; Carini, 2001).

En muchos sentidos, el partido descompone las reglas del juego de la vieja democracia representativa. En primer lugar, ello pareciera ofrecer el trámite y pasaje entre los electores y los electos, garantizando la conexión categóricamente excluida de la teoría "clásica" de la representación política. Los representantes siguen decidiendo en nombre de la nación, pero los contenidos de la decisión provienen ahora "de abajo", a través de los canales dispuestos por el partido. Pareciera que los parlamentarios no deciden tan autónomamente, más bien anuncian decisiones que abrevan de otra fuente: la prohibición del mandato imperativo se revuelve (en la sustancia) y la misma institución parlamentaria corre el riesgo ahora de aparecer carente de sentido. Son éstos los nodos que salen a la luz en el debate en la República de Weimar, cuando Schmitt (1991: 42-47; Galli, 1997; Preterossi, 1996) y (en modo distinto, pero coincidente) Leibholz (1989; Alessio, 2000) enuncian la tesis de la incompatibilidad estructural entre la nueva forma-partido y las viejas instituciones parlamentarias (Scalone, 2008: 127-143).

La democracia política, en el momento en el cual llega a su cumplimiento (con la difusión del sufragio universal), sufre una distorsión que a no pocos (y no banales) observadores les resulta incompatible con su estructura representativa. En efecto, existe incluso la otra cara del fenómeno: entra en crisis el viejo esquema representativo-parlamentario, pero también se está formando un grupo político-social de tipo nuevo —el partido— que, si bien afecta los equilibrios del constitucionalismo del siglo XIX, promete favorecer la participación activa, el compromiso político de los ciudadanos asegurándoles una presencia y una influencia no reducidas al voto sobre el escenario político, a aquel simple acto de designación (es decir, al acto "instantáneo" de participación seguido de largos periodos de inacción), que en su momento ya era blanco de la ironía de Rousseau.

En realidad, que el partido permita un renovado protagonismo de los sujetos es (como ya he recordado) una tesis meramente consolatoria a los ojos del análisis politológico (y también jurídico) entre los siglos XIX y XX, ya que insiste sobre la estructura jerárquica y elitista del partido y reencuentra en sustancia y en un escenario radicalmente transformado, las apretadas oligarquías presentes (en otro modo) en la teoría y en la práctica de la democracia entre los siglos XVIII y XIX, compensadas simbólicamente por el sentido de una fuerte identidad colectiva y por compartir una "esperanza política" en el largo plazo (Pizzorno, 1993: 145ss.).

Por consiguiente, si al abrigo de la i Guerra Mundial, la democracia política obtuvo indudables logros sobre la impenetrable vía de su realización (desde el momento en que se refuerza en todas partes la tendencia a la extensión del sufragio), al mismo tiempo corre el riesgo de volverse para una parte consistente de la opinión pública un experimento peligroso y defectuoso. El nuevo papel del partido quiere aproximar a los ciudadanos al proceso decisional, pero, por un lado, reproduce en su interior jerarquías y oligarquías, mientras que, por la otra, pone en crisis el tradicional ordenamiento parlamentario. De igual modo, la creciente dependencia del parlamento por los nuevos partidos de masas actualiza, sobre todo a los ojos del electorado conservador, el riesgo de una "mayoría despótica", de una revolución "legal" (Di Givone, 2004: 309-331).

Se crea una situación aparentemente paradójica: por un lado, el parlamento se ubica ahora más cerca de la sociedad, rehén de los nuevos partidos que socavan la tradicional autonomía e independencia de sus componentes; por el otro lado lo que aún queda de la distancia del parlamento frente a los ciudadanos acentúa la insatisfacción en sus consideraciones. Es un indicio de la difusión, entre los siglos XIX y XX, de los intentos de imaginar una representación "otra"; una representación que es expresión y portavoz de grupos sociales específicos, económicos o profesionales, confiados en que los representantes vinculados a ellos defenderán sus intereses (Scalone, 1996; Ballini, 1997: 139-341; Rossi, 2002).6

Son señales de una crisis destinada a terminar (en Italia y Alemania) en el colapso de la democracia parlamentaria y en la formación de regímenes que precisamente del ataque frontal a ella extraerán elementos importantes de legitimación. El advenimiento de los "totalitarismos" no fue, obvio, la conclusión obligada de la crisis del parlamentarismo. Sin embargo, lo cierto es que con la gran fractura provocada por la i Guerra Mundial, la trayectoria del mecanismo representativo que venía de los siglos XVIII y XIX parece aproximarse a su conclusión y se manifiesta la exigencia de repensar a fondo los componentes esenciales de la democracia.

 

LA DEMOCRACIA CONSTITUCIONAL EN LA SEGUNDA POSGUERRA

¿Cuáles son las características de la democracia constitucional? Es conveniente evitar dar una respuesta clara y perentoria: enumerar las características de la democracia constitucional corre el riesgo, en efecto, de dar la impresión, en primer lugar, de que ella se realiza en modo idéntico en los distintos países europeos y, en segundo lugar, que el nuevo régimen se encuentra ya contenido por completo in nuce en las cartas constitucionales y que los desarrollos posteriores son, de alguna manera, predeterminados y previsibles. Obviamente no es así, y es necesario por lo tanto (para una efectiva comprensión del fenómeno) tomar en cuenta los distintos lugares y los tiempos diversos en los cuales el nuevo "modelo" se consolida y realiza. En este trabajo no es posible recorrer ni la primera ni la segunda directriz de indagación: me referiré fundamentalmente a la vicisitud italiana (proponiéndola como una suerte de estudio de caso), en un periodo comprendido entre la segunda posguerra y el final de los años setenta, y me limitaré a mencionar algunas de las características constitutivas del nuevo régimen, sin poder seguir en modo cercano la génesis, el desarrollo y el funcionamiento.

Una primera y esencial característica de la idea de democracia oscurecida por el constitucionalismo de la segunda mitad del siglo XX es la nueva relación que se va a establecer entre los derechos y la democracia. A los derechos se les atribuye una validez "absoluta" y ellos deben por lo tanto ser sustraídos de las decisiones discrecionales de la política. Lejos de disponer libremente de los derechos fundamentales, el soberano encuentra en los derechos, al mismo tiempo, límites y direcciones para su implementación. Los derechos fundamentales no deben ser involucrados en el juego de la mayoría y la minoría: la mayoría más aplastante no puede tener razón de los derechos, mientras son los derechos (auténticos instrumentos "anti-mayoritarios") los que funcionan como freno en las confrontaciones del poder (de cualquier poder, Dworkin, 1982); los derechos pertenecen (para usar la feliz expresión de Ferrajoli) a la esfera de lo indecidible y están al reparo de los golpes de mano de las mayorías parlamentarias (Ferrajoli, 2001: 15, y 2007b).7 En la democracia constitucional el poder del demos se ejerce en los corredores reconstituidos por los derechos fundamentales. La imagen de la democracia del siglo XIX se aleja: no sólo porque la democracia constitucional coincide ya no exclusivamente con los derechos políticos sino con todos los derechos (asumidos como) fundamentales, pero también porque en ella la relación entre los derechos y el soberano se ha invertido: lejos de ser otorgados por el soberano, es sobre el soberano que los derechos se imponen.

El siglo XIX está lejos incluso en otro punto de vista: ya se ha agotado la imagen de aquel demos con el cual la democracia está vinculada, etimológica y conceptualmente. En realidad, entre los siglos XIX y XX comienza a ser cuestionada la imagen (para entendernos, rousseauniana) de la democracia: la idea de un pueblo capaz de expresar una voluntad unitaria que permea y plasma los más diversos sectores del ordenamiento. No sólo la naciente sociología política (de Mosca y Pareto, hasta llegar a Weber), sino también la jurispublicidad (piénsese, en Orlando y Jellinek y después en Kelsen) arrojaba agua sobre el foco de los entusiasmos de 1848: la democracia (el otorgamiento de los derechos políticos al "mayor número" de los ciudadanos en el cuadro del sistema representativo) no es el gobierno del pueblo por el pueblo (o más aún: la superación marxista de la disociación entre política y sociedad). No lo es (para Pareto y Michels) no sólo porque la sociedad y el ordenamiento en su conjunto no pueden sino ser desiguales y jerárquicos, sino porque también el proceso mismo de participación democrática recrea desde su interior (en el seno de los nuevos partidos de masas) una élite dirigente, sustancialmente separada de la masa de los inscritos. Para Kelsen, la democracia representativa, cuando se le presenta como el medio para asegurar la participación política de "todos", es un mito, una ficción legitimadora, mientras su núcleo racional es favorecer la formación de la clase dirigente (la selección de los capaces, para usar la expresión de Orlando).

La democracia ya en los inicios del siglo XX había sido expuesta al baño helado del desencanto. En efecto, cuando ella vuelve a ser una bandera, una palabra de orden pronunciada en el ambiente de un gigantesco conflicto, cuando se vuelve un símbolo transportable de la retórica antitotalitaria, la desilusión debe ceder el lugar a un renovado entusiasmo y el nexo entre democracia y poder "permitido" y "participativo" se vuelve fuerte y constitutivo. Es un nexo valorizado incluso en la asamblea constituyente italiana: el pueblo, por la Constitución, es sin duda soberano. Sin embargo, el punto es que la imagen del pueblo que los constituyentes comparten está muy alejada de aquella "rousseauniana". Ahora son otras las ascendencias culturales, heterogéneas pero coincidentes al subrayar el papel de las colectividades, de los grupos, de las "formaciones sociales" (para usar el léxico de la Constitución). El individuo del cual la Constitución celebra los derechos es un individuo "social", miembro activo de múltiples comunidades, y el pueblo es, en efecto, todavía el titular de la soberanía, pero lejos de ser presentado como una suma de individuos libres de contactos y de vínculos "horizontales" (como deseaba Rousseau), es descrito como el tejido conectivo de los grupos e individuos interactuantes.

Que la democracia rousseauniana sea producto de una estación ahora cerrada es una convicción que está ganando terreno. En 1942, Schumpeter (1955), con su famoso Capitalism, Socialism and Democracy, contrapone a la doctrina que él define "clásica" de la democracia, según la cual el sistema político gravita alrededor de la "voluntad del pueblo", un enfoque realista, que sustituye la imagen demiúrgica del pueblo por la descripción de una arena donde se desarrolla una (reglamentada) competencia entre formaciones rivales. Todavía es la idea de la democracia como instrumento que asegura un recambio (relativamente sin dolor) de la clase dirigente. El "pueblo" escoge: pero el "pueblo", releva, no en cuanto es capaz de expresar una "voluntad general", sino en la medida en que está compuesto por una multiplicidad de individuos y grupos a los cuales los líderes ofrecen, según una lógica concurrente análoga a la del mercado, propuestas políticas diversas.

Al monismo de la visión "clásica" de la democracia se está sustituyendo un enfoque pluralista, que domina la ciencia política norteamericana desde los años cincuenta del siglo XX en adelante, pero involucra también la cultura y la práctica de la democracia en Europa. Sobre la línea de la teoría schumpeteriana es puesta a punto —si se piensa en las contribuciones de Robert Dahl (1981; 1990; 1994; 2001)— una teoría de la democracia que se separa definitivamente de la idea del poder unitario del demos e insiste en su fragmentación en el interior de una pluralidad de grupos sociales en competición. Es su interacción conflictiva y "contractual" la que hace posible el funcionamiento de la democracia. Por consiguiente, ella evoca no el poder de un sujeto, sino el poder de muchos; no una "monarquía", antes bien, es una poliarquía.

Con la democracia constitucional cambian respecto al modelo de los siglos XVIII y XIX, tanto la visión de los derechos como la concepción del demos, ubicados en un paradigma abiertamente pluralista (Ridola, 1997; Barbano, 1999). De cualquier modo, no están ausentes las herencias recuperadas de la tradición: permanece como tema importante la participación política, que sigue proponiéndose con fuerza a pesar de que el cuadro donde tiene lugar ha cambiado profundamente, y vuelven a presentarse reivindicaciones emparentadas con aquellas "luchas por los derechos" que habían atravesado todo el siglo XIX. Al mismo tiempo, ambos temas —la participación política y las luchas por los derechos— se manifiestan en formas sensiblemente distintas de aquellas del pasado.

En relación con la participación, la principal fractura ya se había abierto (como lo he recordado) entre los siglos XIX y XX, cuando con la entrada en escena de los nuevos partidos de masas amenazaba con quebrar la frágil cristalería del parlamentarismo liberal. El ascenso de los regímenes totalitarios había cancelado uno de los términos del problema (el mecanismo democrático-representativo), pero había reforzado el nexo entre participación política y partido presentando éste último como el único y obligado trait d'union entre las masas y el Estado. Con el regreso a la democracia en la segunda posguerra, frente a la tesis (característica de los totalitarismos) de la necesaria unicidad del partido (el partido-iglesia como lo llamaba Panunzio) se le opone, en nombre de la libertad y el pluralismo, el derecho de dar vida a las más diversas organizaciones políticas, mientras al mismo tiempo es reintroducida la estructura democrático-representativa destruida por el fascismo y por el nacionalsocialismo. Ni siquiera en este caso, sin embargo, está en acto un simple "regreso" a la situación de inicios de siglo. No tienen más eco los gritos de alarma que Schmitt y Leibholz habían lanzado en los años veinte en las confrontaciones de los partidos de masas, rechazados por corromper y vaciar todas las instituciones de la representación. Al contrario, se le reserva al partido un papel de primer plano en el nuevo orden constitucional (Fioravanti, 1997: 195-205). El mismo Leibholz (1989: 32-33; 328-329), en algunas páginas escritas en la segunda posguerra, matiza la severidad de su diagnóstico y toma en consideración la insustituible mediación política de los partidos.

Los partidos se encaminan a dominar el escenario político en la Italia republicana: la nueva democracia constitucional se vale de la forma-partido como su esencial instrumentación, al grado de confiarle el honor de posibilitar la participación política (Ventrone, 1996), que, según los constituyentes, es un derecho-deber de todo ciudadano y es al mismo tiempo el principal cemento de la unidad nacional. En realidad, el nexo entre participación, partidos y república, promocionado por los constituyentes, se vuelve rápidamente problemático. La intensificación del conflicto entre los distintos partidos (ya en acción durante los trabajos de la asamblea constituyente) alcanza su punto culminante en el curso de la Guerra Fría: en un clima caracterizado por la contraposición de "bloques" y de "fe" incompatibles, los partidos terminan por parecerles a sus miembros no sólo articulaciones diversas de una misma comunidad política, sino la principal "reserva de identidad" por alcanzar, alimentando el choque entre "religiones" contrapuestas (Scoppola, 1991; Rusconi, 1993: 15ss.; Fioravanti, 2003: 301-314).

La participación pasa a través del canal del partido y a su vez el partido incide sobre el segundo elemento que la democracia constitucional toma de la tradición decimonónica, pero modificada en profundidad: una tensión reivindicativa que se expresa a través de la referencia (no exclusiva, sino relevante) a los "derechos".

Las constituciones (todas las constituciones de la segunda posguerra) se fundan sobre los derechos: "todos" los derechos reivindicados con pasión en el ambiente de los conflictos que habían incendiado Occidente a partir de las revoluciones de finales del siglo XVIII son ahora asumidos como el fundamento de la nueva democracia. Sin embargo, sería frío hipotetizar, sobre la base de esta constatación, que ellos han perdido, en la segunda mitad del siglo XX, su fascinación retórica y simbólica.

En efecto, los derechos no son más moral rights (para usar la terminología milliana y anglosajona), sino que pertenecen a pleno título al derecho positivo y pueden, de hecho, decirse "fundamentales" (incluso) en tanto son mirados junto a los fundamentos del ordenamiento (Palombella, 2002). Por consiguiente, es atajada la vía recorrida por la retórica político-jurídica de los siglos XVIII y XIX: fundada sobre la contraposición entre "derechos morales" y "derechos positivos", entre aspiraciones fundadas desde el punto de vista ético, social, histórico, pero aún no reconocidas por el ordenamiento y tomadas de manera formal en el plano jurídico.

Los derechos morales se han vuelto, en tanto constitucionalizados, derechos "positivos". La vieja vía se ha interrumpido, pero hay otra que se manifiesta más accesible, abierta por las constituciones mismas en razón de su original característica: su conformación (en buena medida) proyectual. La Constitución de 1948 no se limita a la organización de los poderes y a la caracterización (quizá en un preámbulo: era una hipótesis desarrollada en los debates constituyentes, pero después desechada) de algunos principios de manera general, sino que dedica toda su primera parte a una caracterización puntillosa de derechos de cuyo conjunto surge una imagen precisa de sociedad: no es una descripción (una transcripción jurídica) de una realidad en acción, antes bien, es la proyección de un orden destinado a realizarse en el tiempo gracias a la acción del legislador (Fioravanti, 2004 y 2009), llamado por lo tanto a desempeñar una acción reformadora, impuesta por el carácter vinculante de todos los derechos fundamentales (no sólo los derechos civiles y de las libertades "negativas", sino también los derechos sociales y la "libertad de la necesidad").

Este es el vacío mediante el cual la "lucha por los derechos" se presenta de nueva cuenta en el escenario de la democracia constitucional. En efecto, son los derechos, constitucionalmente garantizados, los que imprimen a la democracia una dimensión dinámica y proyectiva: la tensión hacia el futuro (característica de toda la lógica emancipatoria del siglo XIX) es ahora un componente interno del régimen democrático-constitucional. La sociedad futura no está "afuera" del ordenamiento vigente: está "adentro" de este, al estar contenida in nuce en su Constitución, que a través de los derechos fundamentales impone al ordenamiento un movimiento y una transformación. Es emblemático en este sentido el Artículo tercero de la Carta constitucional, que atribuye a la república el honor de ocuparse de la puesta en marcha de una igualdad que, entendida en su lado "sustancial", implica una profunda revisión de la existente estratificación social.

Es comprensible entonces que en la Italia republicana, vuelva a ser cultivada la retórica de la igualdad y los derechos. Aún son los derechos la puesta en juego, pero el eje de la argumentación se ha desplazado: no se lucha por los derechos, sino por medio de los derechos; el objetivo no es meterlos al ordenamiento, que ya los contiene, sino tomarlos seriamente, valorar su impulso reformador, llevarlos a la práctica. Es la implementación de la Constitución uno de los nodos del conflicto político-social en los años cincuenta y sesenta: se multiplican las denuncias apasionadas de Calamandrei (1956) sobre la Constitución descuidada y traicionada, mientras, sobre el lado opuesto, tiene lugar el intento de desjuridificar las prescripciones constitucionales más peligrosas en las confrontaciones del existente equilibrio político-social presentándolas como indicaciones meramente "programáticas", incapaces de cortar la plena discrecionalidad del legislador (Gregorio, 2006: 849-913).

La realización de los derechos y la implementación de la Constitución se vuelven una bandera de los partidos y de los movimientos de izquierda, que desde una estrategia elaborada de este modo pueden obtener dos importantes ventajas: por un lado, pueden alimentar la tensión hacia el futuro y detener la promesa de una sociedad distinta y más justa, reforzando con ello la confianza de los inscritos y su lealtad en las confrontaciones del liderazgo; por el otro, pueden presentar la prometida transformación como el cumplimiento del ordenamiento existente, y no ya como su revolucionaria subversión, y sobre esta base acreditarse como fuerzas capaces de mantener bajo control el conflicto social.

Los derechos siguen proponiéndose como una palabra de orden eficaz y como el principal coeficiente de una democratización que no se agota con la Constitución, pero extrae de esta última un fundamento distinto y nuevas modalidades de desarrollo. El éxito de esta estrategia no radica, por su parte, solamente en su eficacia retórica, sino se vincula con el conjunto de la coyuntura político-social dominada, en el primer trienio republicano, por las perspectivas y por las políticas de bienestar y keynesianas.

Sin embargo, los derechos no son el único componente de la democracia constitucional. Una característica suya no menos importante es el abandono del monismo rousseauniano. Por consiguiente, si por un lado se desarrollan y se intensifican las luchas por los derechos (o por medio de los derechos), concebidas como volantes de una extensión de la democracia garantizada por la Constitución, por otro lado se consolida una sociedad plural, poliárquica, caracterizada por la presencia de grupos diversos, que representan intereses específicos, en competición entre ellos. En resumidas cuentas, están madurando los presupuestos de un tipo de régimen que en los años setenta será definido como neocorporativo (Schmitter, 1974: 85-131).8 Se refuerza la tendencia de las grandes organizaciones (sindicatos) para monopolizar su función representativa y para instaurar relaciones de colaboración recíproca, en una concertación que involucra a los poderes públicos e incide sobre la política económica y social de los gobiernos (Pizzorno, 1980).

En una sociedad donde los protagonistas parecen ser los grupos antes que los individuos, el incremento de las negociaciones políticas y de colaboración entre las principales organizaciones actuantes en el terreno económico-social ponen de manifiesto un tipo de representación que también en el pasado había exigido (pero sin mucho éxito) un puesto al sol: la representación de los intereses (Bobbio: 1988: 3-27). El espectro de la representación se vuelve aún más complejo: ya su esquema "clásico" había sido seriamente modificado (pero no cancelado) por la clara presencia de los partidos (Morlino, 2008) que, jugando sobre el carácter dinámico y procedimental, abierto al futuro, del orden democrático-constitucional, hacían el conflicto a un solo tiempo legítimo y controlado. Con el perfilarse de la fórmula "neocorporativa", aquel modelo de integración (de carácter exquisitamente político, y por decirlo de algún modo, "general") tendrá que ver con una estrategia en cierta medida distinta, que no se juega en el "buen uso" del conflicto, sino en su potencial superación; una estrategia preocupada por el presente más que por el futuro, por los intereses más que por los fines "últimos", por la conciliación más que por choque (Regini, 1982: 137162).

En efecto, en la concreta dinámica político-social las distinciones no son tan claras y las dos estrategias (la lucha por los derechos —o por medio de los derechos— y las instancias de democratización, por un lado, y por el otro, la atención a la dinámica de los intereses y el intento de representarlos eficazmente) se entrecruzan e influyen recíprocamente y los partidos son cada vez más proclives a descuidar las grandes concepciones políticas para volverse mediadores de intereses particulares (Ridola, 1988: 3-27). No es fortuito que ambas estrategias sean atacadas con fuerza —a partir de finales de los años sesenta— por sectores de la esfera pública que se estaban convenciendo de que las instancias regenerativas —vivas en el ethos y en el imaginario de la resistencia— se habían ya destemplado, sustituido, en los partidos de la izquierda "histórica", por una aceptación comprometida con lo existente.

Un ejemplo, en cierta medida paradigmático, de las múltiples declinaciones a las cuales se presta la realización del modelo democrático-constitucional es ofrecido por el derecho al trabajo y su evolución. Las relaciones de trabajo habían sido el epicentro de los principales conflictos sociales de los siglos XIX y XX e incluso en el primer trienio republicano siguieron siendo un importante laboratorio de los principios de la libertad y la igualdad enunciados por la Constitución. Sin embargo, el terreno era impenetrable y aún en los años cincuenta el respeto a las libertades fundamentales (la libertad de expresión del pensamiento, la libertad de asociación) parecía detenerse en el umbral de la fábrica, bloqueadas por la disciplina impuesta por el "sujeto fuerte" de la relación de trabajo.

En este contexto, una estrategia sugerida por algunos juristas del trabajo (como lo fue Natoli) gravita en torno al papel de los derechos fundamentales y a su vocación "expansiva", a su necesaria vigencia en todo sector de la vida social y, por lo tanto, también en el interior de las relaciones de trabajo. En esta perspectiva, la implementación de la democracia constitucional pasa a través de una lucha por los derechos que se dirige a la posibilidad de otorgar al individuo, al trabajador, todas las libertades constitucionalmente garantizadas. De la eficacia de esta estrategia, sin embargo, se comienza a dudar hacia finales de los años sesenta, cuando juristas como Mancini y Giugni sugieren combatir en otra dirección: no mirar solamente a los "derechos del sujeto", no observar únicamente el empowerment de una posición estrictamente individual, sino mirar a las relaciones de poder y a las fuerzas en acción, desplazar la atención del sujeto individual hacia el sujeto colectivo, de los derechos hacia el poder, y ofrecer al sindicato la posibilidad de actuar como un interlocutor autorizado y respetado de la contraparte (Romagnoli, 1991; Cazzetta, 2007; Ichino, 2008).

Estamos frente a modos distintos de hacer las cuentas con el modelo democrático-constitucional, que se harán sentir incluso durante el paréntesis formativo de la principal reforma del sector: el Estatuto de los trabajadores de 1970. No obstante, el estatuto terminará no por sancionar la victoria de una parte de las dos perspectivas, sino por valer como una cornisa dentro de la cual la teorización del contrapoder sindical y la exigencia de proteger la dignidad y los derechos del trabajador sobre el lugar de trabajo surgirán como estrategias complementarias.

Es lo que sucederá en otros sectores del ordenamiento, impactados entre los años sesenta y setenta por el largo recorrido de la implementación constitucional: las luchas por los derechos se intensifican y se traducen en reformas significativas, de las cuales el Estatuto de los trabajadores es sólo un ejemplo. El frente de las reivindicaciones es amplio y articulado. Eso echa sus raíces en el cambio general de los valores compartidos y del imaginario colectivo (en algún modo coincide con el proceso de "modernización" que está impactando Italia entre los años cincuenta y sesenta), pero su punto de articulación con la democracia sigue siendo el discurso de los derechos.

Está en acción la convicción de que la democracia coincida con el potenciar y extender los derechos fundamentales asegurados por la Constitución y todavía la democracia se traduce en una instancia de "democratización" de la sociedad y de su ordenación. Aspectos importantes de la vida individual y colectiva son alcanzados y transformados por una ola reformadora que parece encontrar crecientes consensos en la esfera pública. Sólo es posible en este trabajo una sumaria e incompleta caracterización: pensemos en las reformas que expanden la esfera de la libertad y de la autodeterminación individual (tales como las leyes sobre el divorcio, el aborto, la objeción de conciencia al servicio militar); pensemos en las intervenciones que, en nombre de la igualdad, pretenden remover las discriminaciones que golpean a las mujeres, a los menores, a los homosexuales, a los que están en desventaja; pensemos finalmente en las batallas que sostienen los derechos del individuo en contra de la presión "totalizante" de las instituciones —la cárcel, el manicomio, el hospital— y producen efectos relevantes (de la ley Basaglia al reconocimiento de los "derechos de los enfermos") (Rodotá, 1995a: 356ss.).

El elenco está incompleto y las indicaciones son sumarias, pero (espero) sean suficientes para llamar la atención sobre los múltiples componentes de aquel proceso (en desarrollo entre los años sesenta y setenta) que gira alrededor de la relación democracia-democratización. Democracia significa (a partir de las constituciones de la segunda posguerra) pluralismo, participación y derechos. Sin embargo, la relación que es instaurada entre estos componentes, en el largo proceso de "aseguramiento" de la Constitución, es complejo. La participación pasa (como ya estaba previsto por los constituyentes) a través del canal del partido, que adopta el discurso de los derechos dentro de un programa de largo término funcional al reforzamiento de la lealtad de sus miembros y a su integración en el ordenamiento existente (Pizzorno, 1977: 407433). No obstante, la integración depende a su vez no sólo de la retórica reivindicativa del partido, sino también de la negociación política de las principales organizaciones de intereses, capaces de colaborar con los poderes públicos y de influir la política económico-social del gobierno (y aumentan, por lo tanto, las correlaciones y los entramados de la representación política y la representación de los intereses). Al mismo tiempo, si bien la forma-partido mira a la concentración y al agotamiento en sí mismo de la instancia de participación y de la retórica de los derechos, éstas en realidad parecen poseer una vitalidad y una "reserva de sentido" ulteriores, la cual el discurso público sigue descubriendo para poner en el debate la autosuficiencia de los poderes9 y oponer a un incontrolable "gobierno" de los sujetos el primado del individuo y de su autodeterminación.

 

LA CRISIS DE LA DEMOCRACIA

En las tres primeras décadas de la República italiana después de la segunda posguerra, la democracia constitucional delineada y proyectada por la asamblea constituyente, se ha desarrollado a lo largo de tres direcciones, distintas pero conectadas: la centralidad de los derechos, la dominación de la forma-partido y el protagonismo de los jueces. Sin embargo, a partir de los años ochenta cada uno de estos elementos sufrió transformaciones relevantes que inciden sobre la caracterización general de la democracia.

En los últimos veinte años del siglo pasado apareció la crisis del Estado social que había encontrado su terreno de insurgencia en la Europa de las últimas décadas del siglo XIX, de igual modo es la ocasión ideal para proponer un salto de calidad en las constituciones de la segunda posguerra. Con los años ochenta, si no es posible registrar una abrupta e inmediata disminución de la tradición del bienestar, es fácil sin embargo tomar los signos de un creciente alejamiento de ella, a causa del éxito (en apariencia radical) de un modelo distinto, vinculado al desarrollo de un sistema postfordista y postindustrial de producción, a la desregulación de los mercados financieros y al triunfo de las políticas thatcherianas y reaganianas; un modelo de inspiración neoliberal, indiferente con relación a la cuestión pública, a sus controles y a sus políticas redistributivas (Ferrara, 1993a; Ferrara, 1993b; Ferrara y Gualmini, 1999; Ferrara, 2005; Rosanvallon, 1997; Ritter, 2003; Handler, 2004).

Un modelo con estas características era compatible con la ingeniería institucional de la democracia representativa, que se ha venido formando, entre los siglos XVIII y XIX, en la cornisa de una antropología (que los críticos llamarán) "individualista" y en los surcos de una igualdad pensada en su valoración jurídico-formal ("contractual", "conmutativa"), capaz de reflejar y respetar la lógica del intercambio mercantil.

En realidad, es en las confrontaciones de la nueva democracia (de la democracia constitucional que se fija en la segunda posguerra) que la crisis del Estado social se perfila como una seria amenaza. Un carácter constitutivo de aquella democracia es, en efecto, el principio de invisibilidad de los derechos: es con "todos" los derechos (y no sólo con los derechos de la libertad) que ella se quiere vincular y es en la igualdad (la igualdad "sustancial", en el tenor de que la república pueda volver "más iguales" a sus ciudadanos) que encuentra la democracia su proyección dinámica y futura. Es verdad que todos los derechos asegurados en la Constitución miran al futuro y pueden ser asumidos como criterios de transformación del ordenamiento en su conjunto, pero son particularmente los derechos sociales los que parecen encerrar las promesas de renovación formuladas en los años de la lucha contra los totalitarismos. Poner en cuestión (o incluso sólo en paréntesis) la implementación de los derechos sociales y los efectos redistributivos de la igualdad "sustancial" significa atentar contra un nodo vital de la democracia constitucional.

En realidad, un síntoma (y al mismo tiempo una caja de resonancia) de las dificultades que se irán encontrando los derechos sociales está señalado por la tendencia desde hace tiempo presente en la Unión Europea: la tendencia de asumir la libertad (la libre circulación de las mercancías) como el principio guía de la Unión, confiándole a la política nacional la implementación de los derechos sociales. Con aparente paradoja, es acaso en tiempos recientes (a pesar de la crisis planetaria del Estado social) que la Unión Europea ha decidido dar una mayor visibilidad a los derechos sociales (a partir del Acuerdo sobre la política social incluido en el Tratado de Maastricht (1992) y después con la Carta de Niza, en el 2000). Esta reciente orientación está dictada quizá por la exigencia de salvaguardar la cohesión social manteniendo bajo el nivel de conflictividad; por su parte, es una exigencia que no deja de sentirse también en el interior de los países miembros: en ningún caso, una preocupación de este tipo parece suficiente para impedir la contracción de las políticas de bienestar y para mantener en calma la centralidad del principio de la igualdad "sustancial" (Cantaro, 2000: 97-120; Cantaro, 2007; Roccella, 2001: 329-343; Romagnoli, 2001: 133-143; Giubboni: 2003; Sciarra, 2006: 41-54).

Puesta en duda la oportunidad (o directamente la posibilidad) de una política del bienestar, se debilita la imagen de una democracia dirigida hacia el futuro, confinada en la progresiva implementación de la igualdad. La dialéctica entre democracia y democratización —aquella tensión entre presente y futuro que había caracterizado toda la historia de la democracia y se había presentado de nuevo, en el interior del ordenamiento democrático constitucional— observa comprometida su condición de posibilidad, una vez agotados los efectos promotores de la igualdad. Un elemento constitutivo de la democracia constitucional se tambalea y su crisis repercute sobre cada uno de los elementos angulares del edificio.

Un elemento involucrado en la crisis de la estación del bienestar —un elemento importante del proyecto constitucional— es el partido político. Fue el partido el que se propuso como el despacho de la ciudadanía activa, del ejercicio de aquel derecho/deber de participación celebrado por el ethos republicano-democrático, y fue el partido el instrumento principal de mediación entre ciudadanos y Estado. Las instancias de democratización, en las primeras tres décadas republicanas habían encontrado en los partidos una orilla importante. En efecto, entre los años sesenta y setenta se habían multiplicado los movimientos contestatarios que se canalizaban en el cauce predispuesto de los partidos y se había acentuado la distancia entre el discurso público y la "cultura de partido". Sin embargo, en su conjunto aún quedada firme la conexión entre las expectativas de una progresiva democratización de la sociedad y el papel de los partidos, en la medida en la cual estos sugerían, en la realización de los derechos y en la extensión de la democracia, el punto fundamental de su proyecto político en el largo plazo. Precisamente todavía era la promesa de una mejor sociedad futura la que garantizaba al partido la confianza de los inscritos y simpatizantes y al mismo tiempo le permitía acreditarse como un instrumento de integración de las masas.

Cuando esta promesa deja de ser formulada con convicción o no aparece más creíble, el partido pierde rápidamente su capacidad de proponerse como colector de los valores y proyectos a largo término y deja de funcionar como vehículo de identidad y reconocimiento para mostrarse en toda su desnuda realidad de máquina política: salen al descubierto las tendencias oligárquicas y autorrefenciales (por otra parte consustanciales a su estructura) y se vuelven dominantes los mecanismos clientelares y los estrechos vínculos con particulares agregaciones de intereses (también estos implementados en todas las fases de la democracia representativa), mientras las instancias de participación activa a la polis, si bien aún vivas y vitales, buscan canales alternativos para manifestarse.

El segundo elemento atenuado por la tempestad provocada por la crisis del Estado social es aquel principio de invisibilidad de los derechos compartidos tanto por las asambleas constituyentes en la segunda posguerra como por los redactores de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Múltiples documentos internacionales en la segunda mitad del siglo XX reiteradamente han confirmado aquél principio, pero sin que sus buenas intenciones normativas hayan permitido contrastar en los países la progresiva erosión de las políticas de bienestar.

Los derechos ("todos" los derechos) eran, como hemos visto, la palanca (simbólica y retórica) y al mismo tiempo el objetivo del proceso de democratización comenzado y promovido en las tres primeras décadas republicanas. No apenas se expande el terreno que hace posible (o al menos creíble) la relación de complementariedad entre los distintos derechos y su nexo con la democracia, decae otro de los elementos característicos de la democracia constitucional.

No por esto se ha reducido la relevancia de los derechos en la dinámica social y en el discurso público de las tres últimas décadas: la "revolución de los derechos" ha caracterizado profundamente nuestra civilidad jurídica, pero el sentido de la reivindicación se ha transformado profundamente. Separados de la dialéctica democracia/ democratización, los derechos pierden su atractivo como guías de la transformación social (que por otra parte deja de ser el objetivo de largo periodo de las grandes organizaciones políticas y sindicales) y se vuelven instrumentos de una extendida micro-conflictividad social: momentos de un adversarial legalism (Kagan, 2001; Burke, 2002) que prospera en el vacío abierto por la fragmentación del sistema político, y está tipológica y conceptualmente alejada de la "lucha por los derechos" (o por medio de los derechos) característica de las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Derechos y conflicto siguen estando ligados, pero los términos de la relación han cambiado: el conflicto social se resuelve en una fina multiplicación de contrastes individuales y a su vez todo el discurso de los derechos cambia en profundidad. Ha cambiado (como ya lo he recordado) por los efectos derivados de la crisis del Estado social; pero ha cambiado también porque en tiempos recientes se ha transformado la visión del sujeto, en consecuencia con la impresionante difusión de las biotecnologías. El nexo entre autonomía individual y derecho, que podía ser dada por evidente en el momento fundacional de la democracia constitucional, en nuestro presente está en el centro de una contienda entre opuestas e inconciliables visiones ético-antropológicas: a la lucha por los derechos (y por medio de los derechos) se le sustituye una lucha "en torno a los derechos"; un conflicto en el cual la puesta en juego no parece ser (al menos en modo directo) la democracia, acaso lo es la tutela de la autonomía individual en las confrontaciones de las pretensiones biopolíticas de un molesto "poder social" (Rodotá, 1995b y 2006).

Por su parte, el concepto mismo de derecho del individuo es sujeto hoy a tensiones múltiples, que involucran la antropología "individualista" subyacente a la parábola de la democracia: en la creciente co-presencia de culturas diversas en un mismo espacio sociopolítico, la tutela de los derechos individuales debe encontrar una no siempre fácil composición con la valorización de las identidades colectivas (Kymlicka, 1999; Belvisi, 2000; Casals, 2006).

Los derechos siguen siendo importantes en las prácticas sociales y en el discurso público, pero su relación con la democracia ha cambiado. Del mismo modo, ha cambiado rápidamente, pero no ha desaparecido, el protagonismo de los jueces que la revolución de los derechos había exigido: el adversarial legalism no puede sino reforzar la visibilidad y la relevancia social de la función jurisdiccional (y por otra parte la creciente complejidad —y el exasperado desorden— del sistema normativo todavía más que en el pasado tiene necesidad del juez como de una indispensable válvula de clausura del ordenamiento). Pierde terreno la idea de un juez que, en cuanto policy maker, actúa en coherencia con las distintas instituciones de la república, para realizar los derechos y extender la democracia. Pero no por eso se suprime la tensión entre los jueces y la clase política. Al contrario, esa tensión se acentúa, desde el momento en que la magistratura se ha propuesto con insistencia como la principal instancia de control de la clase política y como una importante fuente de reconocimiento en la esfera pública (Pizzorno, 1998), mientras la clase política se sustrae del análisis del poder judicial e incluso derriba las relaciones de fuerza existentes para sacar ventaja.

El rechazo de las políticas de bienestar, la crisis (o la transformación) de los partidos, la debilidad del nexo entre derechos y democracia no son los únicos componentes de un cambio que ha impactado en la sociedad y en el sistema político en las últimas décadas. Es necesario al menos mencionar (aunque sea imposible analizarlo más detalladamente) dos fenómenos, ambos determinantes para el destino de la democracia: por un lado, el proceso de erosión de la soberanía nacional, asediada por los crecientes poderes de múltiples organismos supranacionales y supraestatales (Ferrarese, 2006), debilita la calidad de una democracia cuya parábola histórica se ha desarrollado en el interior de las específicas comunidades estatales (Baldasarre, 2002; Greblo, 2004); por el otro lado, la cada vez mayor incidencia de la maquinaria multimedial sobre el proceso decisional de los ciudadanos parece poner en crisis la idea de un sujeto libre y autónomo, idea también conectada con la consolidación de la democracia (Zolo, 1992 y 2008).

En este escenario, es inevitable hablar de crisis: en general de la democracia y, en particular, de la democracia que se ha construido en Italia después de las tres primeras décadas republicanas. Colin Crouch (2003: 25ss.; también Salvadori, 2009: 54ss.) sugiere persuasivamente hablar de posdemocracia, para indicar una situación en la cual las principales características del modelo han cambiado, permaneciendo aún vigente las principales reglas formales o procedimentales contempladas en el proceso. Es un diagnóstico que se ubica en la línea, a pesar de su acentuado pesimismo, de la caracterización bobbiana de las "promesas no cumplidas" de la democracia (Bobbio, 1984), las cuales sin esfuerzo podríamos actualizar y extender. Incluso si miramos rápidamente el itinerario que he intentado trazar es fácil caracterizar las distorsiones que el modelo democrático-representativo ha sufrido en su larga trayectoria histórica.

En esta trayectoria al menos tres elementos son recurrentes: el reclamo de la igualdad (la necesidad de ser tratado por los otros como su "igual"; aquella necesidad que ya Pudendorf (1758: 153) había expresado con una frase pintoresca: "utique non canis sum; sed aeque homo, atque tu"10); la exigencia de no ser los destinatarios pasivos de decisiones incontrolables, sino volverse parte activa, en alguna medida corresponsable, de la vida de la polis; la tendencia para proyectar la satisfacción de ambas exigencias en el futuro (en una sociedad renovada y distinta a la realidad presente).

En todo el periodo de la modernidad, la necesidad de participar se ha expresado en la forma sugerida por el dominante lenguaje de los derechos: democracia y derechos políticos se conectan estrechamente y la democratización de la sociedad coincide con la realización del sufragio universal. Participar significa votar y el derecho de voto (en el cuadro de la dominante lógica representativa) es un simple poder de designación de representantes, ejercido presuponiendo una fractura cualitativa entre electores y elegidos (tutelada por la prohibición general del mandato imperativo). El dogma de la soberana autonomía del representante, es constantemente "falsificado" por la difusión y por la relevancia de las estructuras clientelares y por los mecanismos de intercambio existentes entre los electores y el candidato, y posteriormente es puesto en cuestión por la difusión de la forma-partido (que quiere ofrecer a las masas un canal directo de participación). A su vez, el partido, por un lado, no cancela, sino reencuentra en su interior la presión de los intereses sectoriales y de las probadas lógicas clientelares, mientras, por otra parte, tiene lugar una estructura oligárquica y jerárquica relativamente impermeable a las presiones y exigencias que provienen "desde abajo".

De cualquier modo, la participación de los sujetos (de "todos" los sujetos) en el proceso decisional resulta ser una promesa no cumplida (o quizá una promesa imposible) de la democracia. A pesar de que no ha coincidido con un capilar y efectivo empoderamiento de todos los sujetos, el éxito de la democracia y la difusión del sufragio universal ha promovido (por una singular heterogénesis de los fines) el "reconocimiento igual" de los ciudadanos y de su integración en la unidad de la sociedad nacional-estatal.

Con el pasaje a la democracia constitucional el cuadro cambia: los derechos esenciales para la democracia no son únicamente los derechos políticos, sino también los derechos civiles y sociales; la participación pasa fundamentalmente a través del canal del partido pero adopta también un significado más amplio y se vuelve —para usar la definición eficaz de Marshall (2002: 10)— "una forma de igualdad humana fundamental conectada con el concepto de plena pertenencia a una comunidad"; permanece sólida la promoción de su implementación, la tensión hacia el futuro, la dialéctica entre democracia y democratización, a partir del momento en que la Constitución predispone las reglas para su implementación y se proyecta hacia un "todavía no" que constituye el horizonte de sentido del orden que ella funda.

De hecho, las promesas de la democracia constitucional tendrán que dirimir viejas y nuevas dificultades (la relación instituida entre la participación y la forma-partido, la viscosidad de los intereses sectoriales, el funcionamiento del conflicto político, la presión de las coyunturas económico-sociales) y finalmente son engullidas por la vorágine de las transformaciones más recientes, que amenazan con ahogar la savia de la cual el orden constitucional se había nutrido. Son presionadas algunas características de la democracia constitucional, entre las cuales se encuentra aquella que había sido la base indispensable de toda la parábola democrática: la promoción de su arquitectura, el horizonte de una temporalidad que alcanza el futuro, sustituto de la concentración del "aquí y ahora" de la necesidad y el consumo.

Sin embargo, sería muy simplista concluir que de la larga y ardiente parábola democrática sólo queda una (humeante) pila de cenizas. Al menos un legado importante puede ser mencionado; un elemento que, si bien se queda en los márgenes de la visión "clásica" de la democracia, es un rasgo característico de la democracia constitucional de la segunda posguerra: el pluralismo; y es con la tutela de la pluralidad (de las opiniones, de los intereses, de las políticas) que muchas de las reglas procedimentales sobrevivientes en la posdemocracia mantienen un nexo funcional (sacando provecho por conversión de una significativa legitimación, que nos ayuda a no minimizar su importancia).

Además, conviene señalar (a pesar de la imposibilidad de un análisis refinado) una ulterior herencia de la tradición democrática.

En primer lugar, es aún perceptible la exigencia de la igualdad de reconocimiento que alimenta desde los orígenes las luchas por los derechos y la democracia. Si esta exigencia aparece ya satisfecha para los miembros de las sociedades nacional-estatales de Occidente (los protagonistas del proceso de democratización de los comienzos hasta tiempos recientes), nuevos actores han entrado en escena, ya que se asiste a la producción (con personajes distintos) del mismo drama: la creciente presencia de los "migrantes" en nuestras sociedades opulentas pareciera actualizar el nexo entre derechos y participación y proponer de nueva cuenta, en este escenario, la alternativa entre reconocimiento y desconocimiento, entre inclusión y exclusión (Dryzek, 2000: 85ss.). En segundo lugar, está vivo aún el núcleo originario (o si se prefiere, el mythomoteur) de la democracia: la necesidad de ser miembros activos de una comunidad, de ser los protagonistas y no sólo los destinatarios pasivos de las decisiones, de ser precisamente "sujetos", no "objetos" del control de otros.

Se desarrollan bajo nuestros ojos directrices y movimientos que testimonian la irreducible vitalidad de esta exigencia, pero al mismo tiempo sugieren su satisfacción superando o renovando los topoi de la tradición democrática. Por ejemplo, es acentuada la necesidad de darle el control a los sujetos, para ir más allá de la añeja distinción entre público y privado, de las más diversas organizaciones que erogan servicios fundamentales para la vida cotidiana de los ciudadanos, sin embargo son refractarias a cualquier acondicionamiento que emane "desde abajo" (Hirst, 1999: 42ss.). Las instancias de democratización, si por un lado parecen perder mordazmente en relación con la esfera pública, regresan a proponerse con relación a poderes "otros": si un viejo frente parece ya comprometido, otros frentes se abren para un juego que, en sus dinámicas elementales y profundas, parecieran mantener su reconocible continuidad.

No sólo para las instituciones de gobierno puede ser válido el nexo democracia-participación-control; y no sólo para el centro, sino también para la periferia. En efecto, no es nuevo el frente que se abre evocando la dialéctica "centro-periferia": al contrario, estamos frente a uno de los más antiguos bancos de prueba de la democracia. Es un movimiento "de abajo hacia arriba", la metáfora recurrente en toda la literatura democrática: es eso que está en la base lo que es llamado a la fundación y legitimación de lo que está arriba. Toda la tradición federalista llama a esta metáfora y se cruza con la problematización de la democracia.11

Es una tradición que constantemente ha acompañado, como una suerte de contra-melodía, la construcción de la democracia en Italia, a pesar del predominio del alineamiento centralista. De alguna manera, el centralismo está afectado por las directrices "regionalistas" presentes en la asamblea constituyente; sin embargo, en las tres primeras décadas republicanas no sólo es lenta y contrasta la implementación del título vii de la Constitución, sino sobre todo es deudora de la forma-partido (y de su estructuración centralista) la organización efectiva de la participación, a pesar de la presencia de nuevas instituciones regionales. Es sólo con la crisis que impacta, a partir de los años ochenta, a la democracia constitucional en su conjunto, y por lo tanto también el nexo entre participación y partidos, que adquieren un nuevo vigor e impulso, en toda Europa, los movimientos regionales.

No me interesa en este artículo evaluar la declinación "identitaria" presente en la idea de participación de muchos movimientos autonomistas (en Italia, la Liga del Norte) hacia finales del siglo pasado (Diamanti, 1995 y 1996; Tambini, 2001; Vandelli, 2002). Sin embargo, es significativo el desarrollo de una tendencia de carácter más general (e independiente del fenómeno de la Liga): la tendencia a concebir la comunidad local como el lugar de realización de una democracia que compense las deficiencias de participación imputables a los partidos tradicionales (Eder, 1993: 101ss.; Allegretti, 1995: 21ss.; Bobbio, 2002; Della Porta, 2002 y 2004; Biorcio, 2003; Vitale, 2007). Es la hipótesis de una democracia "participativa" y "deliberativa" que, en el más estrecho espacio de una "pequeña patria", intente involucrar en el proceso de-cisional al mayor número posible de individuos (Budge, 1996; Elster, 1998; Dryzek, 2000; Fung, Wright, Abers, 2003; Sousa Santos, 2003; Behrouzi, 2005; Bobbio, 2006: 11-26; Delwit, 2007; Pállinger, 2007).12 Regresa en formas nuevas y distintas la antigua necesidad de hacer de cada uno un sujeto activo, partícipe en primera persona en una actividad de gobierno que no puede ser delegada a las instituciones, sino debe ser entendida como "un proceso de decisiones interactivo, dinámico, complejo [...]" (Moro, 1998: 31; también 2005). La comunidad local pareciera ser el espacio más favorable para la experimentación de un tipo de participación capaz de superar los límites verticales y formales de la democracia representativa.

Es la crisis de la soberanía nacional la que induce a la valorización de las pequeñas patrias y los lugares "descentrados", buscando en ellos el terreno de desarrollo de nuevas formas de participación y democracia; y es la misma crisis la que permite la formación de movimientos políticos que se mueven explícitamente en un horizonte transnacional (Della Porta, 2003) y en su interior a su vez proponen el tema de la legitimación democrática del orden político.

Con independencia de sus desarrollos y sus éxitos de las múltiples iniciativas de salvar o transformar o refundar la democracia, parecieran presentarse aún una vez más las exigencias y los símbolos fundamentales que sugieren pensar la democracia (Lefort, 1994: 4583) como un fenómeno más complejo que una forma de gobierno o una fórmula política: no sólo un orden confiado a las artes de una conocida ingeniería institucional, sino un horizonte dentro del cual la afirmación de sí, la reivindicación de los derechos y la exigencia de reconocimiento se traduzcan en discurso y permitan la crítica de lo existente y la imaginación de alternativas.

 

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NOTAS

* Texto publicado originalmente en: Costa P (2010), "Diritti e democrazia", en Alessandro Pizzorno (ed.), La democrazia di fronte alla stato. Una discussione sulle dificoltá della politica moderna, Milán: Fondazione Giangiacomo Feltrinelli, pp. 1-46.

*** Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

1 Un análisis ahora "clásico" de los significados múltiples del término, en Sartori (1969 y 2007). Una reflexión importante sobre las más recientes transformaciones de la democracia la ofrece Rosanvallon (2008).

2 Sobre la tradición republicana, véanse Pocock (1980); Viroli (1999); Skinner (2001); Geuna (1998: 101-132); Van Gelderen y Skinner (2002); Bacelli (2003); Magrin (2007).

3 Bobbio (1984: 10ss.) recuerda la prohibición del mandato imperativo como un dogma sistemáticamente desatendido en la práctica. Al respecto, es de gran relevancia el análisis histórico-sociológico de las estructuras clientelares. Véanse Eisenstadt y Roniger (1984); Caciagli (1996), Maczak (2005) y Piattoni (2007).

4 Para el caso francés, véanse Rosanvallon (1992, 1998 y 2000).

5 Sobre este aspecto, insiste en modo oportuno Della Porta (2011: 193-229). Véase también Ridolfi (2005).

6 Un esfuerzo diferente de superar la persistente "distancia" de los representantes frente a los representados está expresado por los coautores del sistema "proporcional". Véase Piretti (1990 y 1995).

7 La tesis opuesta es sostenida, en Italia, por Pintore (2003). Véase también Holmes (1996: 167-208); con un enfoque diferente Gauchet (2005). Los derechos son puestos a salvo también de las mayorías calificadas exigidas por la revisión de la constitución: en efecto, presentados como la forma misma del ordenamiento, ellos no pueden ser removidos por los procesos decisionales que presuponen su forma y su desarrollo en el interior de ella. Cfr. Beaud (2002) y Piazza (2002).

8 Schmitter insiste en la contraposición entre pluralismo y neocorporativismo, contra la tesis de quien expresa que esto último es una evolución y una declinación del primero. Véanse Maraffi (1981: 31ss.); Lehmbruch y Schmitter (1982); Berger (1983); Bordogna y Privasi (1984); Crouch y Dore (1990).

9 Para Bobbio (1984: 43-44), la extensión de la democracia es sobre todo el pasaje de la democracia política a la democracia social, o bien, la extensión de la lógica representativa a sectores antes dominados por organizaciones burocráticas y jerárquicas.

10 "Puesto que no soy perro, soy hombre, igual que tú". [Nota del editor].

11 Robert D. Putnam ha insistido sobre la importancia de los grupos intermedios y de las instituciones regionales para la vitalidad de la democracia en Italia. Al respecto, véase Almagisti (2008).

12 Sobre la relación entre democracia representativa y democracia deliberativa, véase Ginsborg (2006: 70ss.). Importantes reflexiones sobre la relación entre la administración, la Constitución y las transformaciones de la democracia, se encuentran en Allegretti (2009).

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