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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.9 no.18 Ciudad de México ene./abr. 2012

 

Dossier: Los derechos: el tema de nuestro tiempo

 

Una educación ciudadana más allá de los derechos

 

Citizenship education beyond the rights

 

Ana C. Fascioli Álvarez*

 

* Doctoranda del Programa "Ética y Democracia", Universidad de Valencia, España. Miembro del grupo de investigación Ética, justicia y economía. Correo electrónico: anacfascioli@gmail.com

 

Fecha de recepción: 5 de junio de 2011
Fecha de aprobación: 27 de septiembre de 2011

 

Resumen

En este artículo se presenta el concepto de eticidad formal de Axel Honneth como punto de vista normativo sobre el ethos que debería animar a las sociedades democráticas. Se presenta y defiende la conceptualización de Honneth, quien considera dichas sociedades como comunidades postradicionales, en la medida que integran dos esferas de reconocimiento recíproco irrenunciables: el respeto y la solidaridad. Sobre esta base, se ofrece una reflexión sobre cuál es el modelo de educación cívica que permitiría alcanzar tal modelo de comunidad, proponiendo una mirada superadora del paradigma dominante centrado en los derechos.

Palabras clave: Honneth, eticidad democrática, derechos, respeto, solidaridad.

 

Abstract

In this article, I propose Axel Honneth's concept of formal ethical life as a normative standpoint of a democratic ethos. Democratic societies are presented as postradicional communities because they integrate two fundamental spheres of recognition: respect and solidarity. From this, I suggest that the model of civic education for such type of community needs to be beyond a model based on rigths.

Key words: Ethical life, democracy, Honneth, rights, solidarity.

 

INTRODUCCIÓN

La creciente preocupación por la educación ciudadana revela una toma de conciencia acerca de que la fortaleza o debilidad de una democracia depende, en buena medida, de los conocimientos, competencias y disposiciones de sus ciudadanos en relación con la vida en común. Ciudadanos que descreen de ideales comunes, volcados exclusivamente a su vida privada, sin interés alguno por los asuntos públicos o sin disposición a colaborar con objetivos colectivos, insensibilidad frente a las desigualdades o descuido del medio ambiente son obstáculos importantes para una plena convivencia democrática. Se alzan cotidianamente críticas a la democracia representativa: por terminar reduciendo la ciudadanía a un voto —muchas veces no informado y manipulable—; por transferir decisiones importantes a manos de expertos o de funcionarios; por ser susceptible a altos niveles de corrupción, lo que promueve a su vez, más apatía ciudadana. Ante ello, surgen propuestas para fortalecer la democracia con una mayor participación ciudadana, lo que habilita a algunos autores a hablar de una democracia fuerte (Barber, 2004), postliberal (Cortina, 2005) o deliberativa (Habermas, 1999), abriendo sin dudas la reflexión a nuevos problemas. En este contexto, resurgen diversas reflexiones y propuestas sobre cómo educar para la ciudadanía a las nuevas generaciones como condición para mejorar nuestra convivencia social. En los últimos años, la literatura sobre este tema ha aumentado significativamente y el énfasis se traduce en reformas educativas, incorporación de asignaturas a la currícula formal, inclusión de una educación para la ciudadanía en proyectos sociales con sectores excluidos, participación de la escuela en redes sociales, entre otras iniciativas. Aunque el sistema educativo no es el único lugar donde formar y fortalecer una eticidad democrática, y a pesar de la crisis de legitimidad de las instituciones educativas, seguimos poniendo en ellas nuestras esperanzas de construir disposiciones más democráticas. Sin embargo, que el tema esté de moda —como lo estuvo hace unos años la "educación en valores"— no implica que siempre esté claro qué educación cívica debería promoverse. De hecho, tras las diversas propuestas hay formas diferentes de entender la propia ciudadanía, la democracia y la vida en común.

La reflexión académica también refleja y acompaña este viraje. El debate entre liberales y comunitaristas en la década de 1980 dejó como saldo un acuerdo básico entre los filósofos políticos: que una sociedad justa requiere algo más que instituciones organizadas de acuerdo con ciertos principios de justicia, y que una buena democracia requiere de buenos ciudadanos, además de buenas leyes o de instituciones bien diseñadas. También es necesario contar con un ethos democrático, esto es, un cierto comportamiento personal por parte de los ciudadanos. Sólo desde ciertas disposiciones compartidas, desde cierto ethos cívico común, aquellos principios de justicia pueden operar realmente o los ciudadanos pueden efectivamente sentirse motivados a propiciar arreglos justos (Cohen, 1997; Wellmer, 1993). La tajante distinción que el liberalismo asumió entre la esfera ética y la política, entre la perspectiva personal y la perspectiva como ciudadano, mostró sus dificultades para explicar la necesaria identificación entre comunidad y ciudadanos que permite motivar a la participación y la colaboración en el ámbito público. Al parecer, el liberalismo igualitario terminó aceptando e integrando algunos de los principales reparos comunitaristas. El mismo John Rawls, en Liberalismo político, nos sorprende al reconocer que una sociedad democrática que quiera tener estabilidad, debe garantizar cierta cuota de cohesión social que no se lograría sólo desde el derecho —desde leyes impuestas coercitivamente— sino promoviendo ciertas conductas, disposiciones, valores, hábitos, en definitiva, ciertas virtudes, que están más allá de las reglas o diseños institucionales. Rawls reconoce allí que la política democrática, sin ciudadanos informados y dispuestos a participar, puede llevar a que instituciones muy bien diseñadas caigan en manos espurias (Rawls, 1995: 198).

La democracia moderna, surgida de la ruptura con formas sustanciales de vida comunitaria, se muestra así como nutriéndose, con igual importancia, de dos tradiciones diferentes —incluso opuestas— y a la vez complementarias: la tradición liberal y la tradición republicana. Por un lado, el impulso liberal que reivindica las libertades subjetivas expresadas como derechos fundamentales y por otro, el impulso republicano, que reivindica una praxis comunitaria pautada por la participación, que garantiza la realizabilidad de aquellos derechos. Por ello, un proyecto democrático fuerte será, como ha señalado Adela Cortina, aquel en que "se den cita las exigencias liberales de justicia y las comunitarias de identidad y pertenencia", y esto sólo puede darse a través del desarrollo y ejercicio de la "virtud moral de la civilidad" (Cortina, 2005: 25, 35).

Ahora bien, en las condiciones que impuso la modernidad —y que resultan irrebasables—, esas virtudes vinculantes no pueden responder a concepciones sustantivas o comprensivas del bien, sino que deben ser virtudes democráticas. Nuestras sociedades, cada día más plurales e interculturales, requieren un tratamiento igualitario de todos los ciudadanos, garantizado en el hecho de que el Estado no asuma ninguna idea sustantiva de buena vida en su orden institucional (Pereira, 2004). La cuestión, por tanto, de cómo conceptualizar este ethos democrático y estas virtudes y cómo promoverlas a través de la educación cívica, son temas que se han vuelto centrales en la reflexión ético-política de la última década.

A pesar del intenso debate, las prácticas educativas suelen moverse a un ritmo más lento. En el nivel de las prácticas educativas, el paradigma liberal de los derechos sigue siendo la forma más extendida de concebir el contenido básico de tal educación cívica. Es fácil constatar el amplio acuerdo que existe cuando de lo que se trata es de promover la apropiación por parte de los ciudadanos —sobre todo los jóvenes— de las reglas del juego democrático de su sociedad, esto es, que conozcan sus instituciones y regulaciones básicas. Hay quienes, superando el enfoque normativo, se proponen que los jóvenes comprendan el fundamento ético de estos derechos: el respeto por la igual dignidad de todos. Sin embargo, cuando el contenido pretende ir más allá y se comienzan a problematizar disposiciones, hábitos y valoraciones sociales, surgen rápidamente el desacuerdo, la falta de certezas mínimas, el relativismo y la parálisis. Apelar al discurso de los derechos es la salida más sólida que se encuentra ante tanta perplejidad.

En este trabajo me propongo recurrir a los conceptos de eticidad formal y comunidad postradicional desarrollados por la teoría del reconocimiento de Axel Honneth para postular que es necesaria una perspectiva de la educación cívica que supere el paradigma de los derechos —no por incorrecto, sino por insuficiente—, a la vez que proponer la relevancia de estos conceptos para alimentar una reflexión teóricamente sólida acerca de qué nos debemos éticamente unos a otros.

El concepto de eticidad formal propuesto por Axel Honneth es una propuesta de ethos democrático que integra a un tiempo la defensa liberal de los derechos individuales fundamentales con la defensa comunitarista de valores vinculantes. Su contenido es lo suficientemente formal como para dar cabida a diferentes concepciones sustantivas del bien, pero a la vez, está suficientemente encarnado como para motivar a los ciudadanos a la acción, porque se ha construido hermenéuticamente a partir de las intuiciones morales que nos proporcionan las experiencias concretas de sufrimiento moral.

Honneth se encuentra dentro del grupo de autores que, de alguna manera, han superado la polarización de posiciones que marcó el debate liberal-comunitario. Esta superación se logra volviendo la mirada a Hegel y a su propuesta de una reconciliación superadora entre individualismo y comunitarismo, pero esa mirada retrospectiva es una mirada cuidadosa. Es lógico que la primera reacción sea sospechar acerca de la posibilidad de servirse de Hegel para un modelo normativo democrático, cuando es sabido que su filosofía política tuvo una connotación antidemocrática y totalitaria. Honneth es consciente del peligro, y por eso propone reactualizar a Hegel —revalorizando el concepto de eticidad—, pero haciendo una relectura y un rescate de los rasgos de Hegel que sí son compatibles con las condiciones normativas de las sociedades modernas.

En lo que sigue, comenzaré presentando sintéticamente el concepto de eticidad en Hegel y el legado que nos deja de pensar cómo integrar la perspectiva individual de los derechos con la perspectiva comunitaria de la solidaridad. En el segundo, tercero y cuarto apartados, presentaré el concepto de eticidad formal de Honneth como propuesta de un ethos democrático y su conceptualización de las sociedades democráticas como comunidades postradicionales, que integran a la vez, dos principios de reconocimiento recíproco irrenunciables: el respeto y la solidaridad. Por último, me permitiré algunas consideraciones sobre el modelo de educación cívica que puede derivarse de su propuesta teórica.

 

VOLVER A HEGEL: UN RESCATE DEL CONCEPTO DE ETICIDAD

Las críticas comunitaristas al liberalismo procedimental que he mencionado, estaban inspiradas en las críticas de Hegel a la concepción formal kantiana de la moralidad. Hegel distinguió entre moralidad —el ámbito de los principios formales, justificables racionalmente— y eticidad —el ámbito de los valores concretos que el individuo comparte con la comunidad. Para Hegel, la forma en que Kant nos concibió como agentes morales era limitada, porque no tenía en cuenta los rasgos que asumimos en tanto miembros de un mundo social o de una comunidad en particular. El sujeto kantiano es un yo formal, estático, fijo, simple: pura instancia lógica. Para Hegel, tal sujeto no existe; el sujeto real se caracteriza por estar inmerso en una historia, en la historia. En definitiva, Hegel ataca la idea kantiana de la libertad, entendida como capacidad que nos eleva por encima de todas las contingencias de nuestra naturaleza, de la sociedad y de la historia, para actuar según la ley moral y alcanzar una buena voluntad. Para Hegel, por el contrario, no hay posibilidad de actualizar plenamente la libertad al margen de un marco social adecuado, al margen de un mundo social racional —en el sentido de razonable—, que nos garantice, mediante la estructura de sus instituciones, nuestra libertad. Por ello, Hegel cuestionó ya en su periodo de juventud, el atomismo de la tradición del derecho natural, tanto en la versión empirista de Fichte como en la formal kantiana. El origen de la vida social no son sujetos aislados, sino sujetos ya en relación recíproca que sólo pueden ser plenamente libres de forma conjunta. Por ello, consideró que toda teoría filosófica de la sociedad debía partir de los lazos éticos en que éstos ya, de hecho, se mueven.

El pensamiento filosófico-político del período de Jena ya se centraba en esta cuestión, y Hegel entendió tempranamente que el reconocimiento podía ser el concepto mediador entre la moderna noción de libertad —y su ideal de autonomía— y la concepción de la eticidad heredada de los antiguos. Hegel considera que la institucionalización de derechos subjetivos que surge con la sociedad civil moderna es un logro normativamente irrebasable. Esto significa que ya no hay vuelta atrás, es condición indispensable para hablar de una libertad política moderna. Pero también ve que esos derechos, que se oponen a la eticidad y a las formas premodernas de solidaridad —con la libertad negativa que les es propia—, tienden a disolver los lazos comunitarios porque producen un antagonismo social general. Así, Hegel buscará la construcción de una organización social cuya conexión ética se dé en el reconocimiento solidario de la libertad individual de todos los ciudadanos. En esta comunidad ideal, se integrarían la libertad individual y la general; la vida pública no sería una delimitación recíproca de la libertad privada, sino cumplimiento de la libertad de todos los singulares. En dicho orden, los ciudadanos podrían reconocer en la vida pública una expresión intersubjetiva de su particularidad. Solidaridad y libertad subjetiva se conservarían en una nueva eticidad que constituiría una superación integradora, una "unidad compenetradora de la universalidad y la individualidad" (Hegel, 1993: 679). Este momento universalista, representado por el Estado, restauraría una nueva eticidad sustantiva que tendría en cuenta la irrebasabilidad de la libertad moderna o negativa, superándola. El Estado sería la esfera de la eticidad, en la cual el antagonismo creado por la sociedad civil sería superado1 y se reestablecería una libertad comunicativa. Las instituciones políticas serían el lugar de esa libertad comunicativa, una libertad que también es preocupación por el bien común y los individuos llevarían una vida universal.

Ya en El sistema de la eticidad, obra de juventud en que se anticipa al planteamiento de Principios de filosofía del derecho, Hegel había explicado que la transición desde la eticidad natural a una forma de organización social concebida de esta forma —como totalidad ética—, se da a partir de una paulatina ampliación de las relaciones de interacción social. Este desarrollo es un proceso de repetidas negaciones por las que sucesivamente, las relaciones éticas de la sociedad pueden ser liberadas de unilateralidades y particularidades, conduciendo a la unidad de lo general y lo particular (Hegel, 2006: 83-86). En el paso de la eticidad natural a la absoluta, Hegel distinguió tres formas de reconocimiento: el amor, el derecho y la solidaridad. Los estadios de reconocimiento recíproco se miden según qué dimensiones de la identidad personal involucran. El primer estadio de la eticidad natural —que es un primer estadio de interacción social— lo constituye la familia; en ella los sujetos se reconocen recíprocamente como seres que aman, necesitados de emoción afectiva. La parte del sujeto que se encuentra reconocida por el otro es el sentimiento práctico o dependencia del otro singular en cuanto a los bienes necesarios para la vida. El segundo estadio son las relaciones de intercambio de propiedades contractualmente reguladas, propias de la sociedad civil. Esta nueva relación social surgió de una generalización jurídica. A partir de entonces, los sujetos se reconocieron portadores de pretensiones legítimas; se constituyeron en propietarios. Se refieren unos a otros como personas que poseen el derecho formal de responder "sí" o "no" a las transacciones que se les ofrezcan. Aquí cada individuo encuentra el reconocimiento de su libertad negativa. En esta segunda forma —también natural— de eticidad, el movimiento de reconocimiento supera los límites particularizantes del primer estadio —lazos del sentimiento familiar—, pero la generalización social se logra sólo con el vaciado y formalización de la parte del sujeto que consigue una confirmación intersubjetiva. Sólo la eticidad absoluta estará purgada del principio de singularidad. El tercer estadio supone una forma reflexiva de relaciones recíprocas entre los sujetos que implica el concepto de intuición recíproca: cada individuo se intuye a sí mismo en el otro. Surge allí la categoría de solidaridad, y los individuos que están aislados unos de otros por las relaciones jurídicas se vuelven a encontrar en el marco de una comunidad ética que es el Estado.

El problema es que este proyecto de eticidad fracasa en Hegel por una grave limitación: queda atado a una idealización del Estado prusiano y al ser asumida como una eticidad sustantiva que el Estado debe garantizar, deviene en un planteamiento totalitario. No estamos en Hegel ante una eticidad democrática, porque el hecho de que un Estado esté comprometido con una concepción sustantiva de vida buena atenta contra la posibilidad de dar un trato igualitario a todos sus ciudadanos —no lo daría a quienes no persiguen el modo de vida oficial. Por esto, cuando se reclama la necesidad de una eticidad democrática, se hace referencia a una eticidad no sustantiva en sentido fuerte. Sin embargo, como señala Gustavo Pereira, aunque Hegel no haya alcanzado a delinear una solución aceptable, al establecer esos dos momentos —particularista y universalista— nos heredó el desafío de

Comprender la tensión entre la perspectiva individualista propia de la tradición liberal encarnada en el iusnaturalismo y la perspectiva comunitaria que se manifiesta en solidaridad con la tradición republicana. En resumen, el alcance del proyecto puede establecerse en base a la pregunta sobre las condiciones de posibilidad de una forma democrática de eticidad bajo las condiciones de un derecho formal-igualitario (Pereira, 2004: 249).

Axel Honneth, junto con otros filósofos neohegelianos, recoge esta herencia e intenta reactualizarla rescatando aquellos rasgos de la filosofía política de Hegel que son compatibles con las sociedades modernas. En particular, la teoría del reconocimiento de Honneth propone un concepto formal de eticidad que surge de una reactualización crítica del concepto hegeliano de eticidad que he expuesto.

 

EL PROYECTO DE UNA ETICIDAD FORMAL EN HONNETH

La teoría del reconocimiento de Axel Honneth puede presentarse, en parte, como una teoría sobre el conflicto social. Inspirándose en el modelo teórico del joven Hegel de una lucha por el reconocimiento,2 Honneth rechaza una visión puramente estratégica de la realidad socio-política, e integra la dimensión moral que tienen los conflictos sociales. A diferencia de Hobbes y la teoría política moderna, para Honneth, el concepto de lucha social no puede explicarse sólo como resultado de una lucha entre intereses materiales en oposición. También debe fundarse en sentimientos morales de injusticia, que surgen ante las experiencias de menosprecio, es decir, de privación de reconocimiento. Así, las luchas sociales que encontramos en nuestras sociedades —de las minorías étnicas, de las minorías sexuales, de las mujeres— pueden ser explicadas como luchas por el reconocimiento. Las experiencias de injusticia están basadas en una experiencia de falta de reconocimiento, y el logro de éste siempre implica un proceso conflictivo. Honneth reconoce que buena parte de los cambios sociales —aunque no todos— son impulsados por las luchas moralmente motivadas de grupos sociales, que pretenden colectivamente lograr un mayor reconocimiento recíproco institucional y cultural.

El giro teórico que Honneth imprimió a la Teoría Crítica consistió justamente en postular la categoría del reconocimiento, como la herramienta conceptual más adecuada para desentrañar las experiencias sociales de injusticia en su conjunto y para comprender la fuente motivacional de las luchas sociales. Ahora bien, es sabido que luchas por el reconocimiento hay muchas, y pretensiones también. Éstas forman un conjunto heterogéneo de reivindicaciones que pueden cubrir una amplia gama que va de lo emancipatorio a los planteamientos más reaccionarios. ¿Cómo distinguir aquellas que son legítimas de aquellas que no lo son?

Como representante de una teoría que pretende ser crítica, Honneth está interesado en encontrar, además de una explicación genética de las demandas sociales, un punto de vista normativo desde el cual poder evaluar qué reivindicaciones son justas o legítimas y cuáles no. Honneth pretende que su teoría del reconocimiento sea una teoría social normativa "en la que los procesos del cambio social deben explicarse en referencia a pretensiones normativas, estructuralmente depositadas en la relación de reconocimiento recíproco" (Honneth, 1997: 8).

Con una mirada claramente hegeliana, Honneth asume que es posible leer el proceso histórico de la humanidad como un proceso que revela cierta orientación, cierta dirección: las diferentes luchas sociales y los logros que la humanidad ha alcanzado a partir de ellas, revelan un proceso orientado a un progreso moral. Ahora, esta afirmación —tan fuerte filosóficamente— requiere de una fundamentación teórica de aquel punto de vista normativo desde el que podríamos hablar de un progreso. En palabras del propio autor, "para distinguir en la lucha social los motivos progresistas y los regresivos, es necesaria una medida normativa que permita señalar, bajo la anticipación hipotética de una situación final aproximada, una orientación del desarrollo [moral de la sociedad]" (Honneth, 1997: 203).

Como horizonte normativo o instancia crítica que permita realizar tal evaluación, Honneth postula una hipotética situación comunicativa, moralmente ideal. Ahora, mientras en la tradición kantiana, este punto de vista moral está representado por la posición universalista, que permite respetar a todos los sujetos como fines en sí mismos o como personas autónomas —la posición original de Rawls o la situación ideal de habla de Habermas—, para Honneth involucra un concepto de vida buena, involucra una cierta eticidad. Sin embargo,

este concepto de bien —o de vida buena—, [...] no debe ser entendido como expresión de convicciones valorativas sustancialistas, que constituyan el ethos de una concreta comunidad de tradición. Se trata más bien de los elementos estructurales de la eticidad que pueden normativamente destacarse de la multiplicidad de todas las formas particulares de vida, desde el punto de vista general de la posibilidad comunicativa de la autorrealización (Honneth, 1997: 208).

¿Cuáles son esos elementos estructurales de la comunicación, estas condiciones que integrarían una eticidad, no sustantiva, sino estructural, es decir formal? Honneth define tal eticidad formal como "el conjunto de condiciones intersubjetivas de las que puede demostrarse que, como presupuestos necesarios, sirven para la autorrealización individual" (Honneth, 1997: 208). Claramente, Honneth supone con esta definición una prioridad de lo justo sobre lo bueno: las condiciones que se buscan deben ser formales y abstractas para que no despierten la sospecha de ser interpretaciones sustantivas de vida buena. A diferencia de las éticas comunitaristas, que salen al rescate de una eticidad sustantiva y proponen un ideal de autorrealización con contenido sustantivo, Honneth pretende sólo establecer las condiciones formales que dan la posibilidad de una autorrealización lograda o exitosa. Pero estas condiciones que busca, además, deben ser plenas en cuanto a la materialidad de su contenido; esto es, deben decir más que la formulación de esta situación hipotética ideal en la tradición kantiana, que es "demasiado estrecha para integrar todos los aspectos que constituyen el objetivo de un reconocimiento no distorsionado e ilimitado" (Honneth, 1997: 206).

Con esto, Honneth aparta su modelo del reconocimiento de la tradición kantiana, porque no trata sólo de la autonomía moral del hombre —como autodeterminación— sino de un objetivo más amplio: su autorrealización, concretamente, de las condiciones para su autorrealización. La impronta hegeliana es clara: en la primera parte de su Filosofía del derecho, Hegel había argumentado contra la idea de autonomía entendida meramente como posibilidad de autodeterminación. Hay que recordar que Hegel denuncia allí que el derecho abstracto —que equipara la libertad a una pretensión jurídica: la garantía de los derechos subjetivos— o la moralidad —que la equipara a la autodeterminación moral—, ofrecen concepciones incompletas, aunque necesarias, de la libertad (Hegel, 1993: §§5, 6). La idea de una "voluntad libre" es, para Hegel, más compleja: implica una libertad individual comunicativa. Esta implica considerar además de la forma, la materia de la autodeterminación, o sea, considerar la libertad como forma de autoexpresión (Honneth, 2000: 14-15). Hegel pone como caso paradigmático de esta libertad ampliada lo que sucede en la amistad: en las relaciones de amor o amistad uno se autolimita gustosamente al otro, y en este autolimitarnos experimentamos una "autorrealización ilimitada y libre" (Hegel, 1993: §7). La noción de libertad debe ser lo suficientemente amplia para incluir este "ser-sí-mismo en el otro" (Honneth, 2000: 15). Esta es la interpretación hegeliana de la libertad, que da como resultado una autonomía entendida desde la intersubjetividad. Esta idea de una autonomía de reconocimiento recíproco es la que sustenta el enfoque de reconocimiento de Honneth. En el siguiente apartado, se aborda su análisis acerca de cuál es el contenido de esa eticidad formal, cuáles son esas condiciones intersubjetivas concretas que hacen posible la autorrealización individual como camino para pensar qué contenido puede tener un ethos democrático.

 

LA EXPERIENCIA DEL RECONOCIMIENTO INTERSUBJETIVO

Según Honneth, debemos buscar las condiciones (comunicativas) que nos permiten autorrealizarnos en la experiencia humana del reconocimiento. La posibilidad de nuestra autorrealización, depende de nuestra relación con otros. Si bien esta idea de una constitución intersubjetiva de la identidad ya se encuentra en Hegel y en la psicología social de George Herbert Mead (Mead, 1973), el aporte que Honneth realiza es una presentación sistemática que permite integrar las dimensiones ética, psicológica e histórico-política del fenómeno del reconocimiento.

Para realizarlo, Honneth recurre a los resultados que brinda un análisis fenomenológico del vocabulario moral cotidiano. Los términos con los que nos referimos a las ofensas morales que sufrimos —humillación, insulto— revelan una intuición moral básica: que debemos nuestra integridad al reconocimiento y la aprobación de otras personas y que dicho reconocimiento incide en nuestra autorreferencia práctica, entendiendo por tal, "la conciencia o el sentimiento que la persona tiene de sí misma respecto a las capacidades y derechos que le corresponden" (Honneth, 1997b: 25). Las formas de menosprecio social como el maltrato, la exclusión o la deshonra, se acompañan de sentimientos negativos y de una conciencia de no ser reconocido en la forma como nosotros mismos nos autocomprendemos. Esto hace concluir a Honneth que, en nuestras relaciones comunicativas cotidianas, se encuentran presentes ciertas expectativas normativas de reconocimiento social, y lo que es percibido como injusto surge cuando, contrariamente a sus expectativas, les es negado a las personas el reconocimiento que sienten que merecen (Honneth,1994: 71). Como el reconocimiento social es, a su vez, condición del desarrollo de la identidad, la negación o falla del mismo está necesariamente acompañada por un menoscabo en la personalidad.

Su contracara positiva es que la posibilidad de una autorrealización exitosa o lograda —entendida como un proceso de realización no forzada3 de los objetivos vitales que uno escoge (Honneth, 1997a), y esto quiere decir, sea cual sea su contenido concreto— se asienta en la posibilidad de construir una autorrelación positiva, la que depende, a su vez, de la experiencia de ser reconocido. Honneth encuentra en la literatura psicológica y antropológica cierto consenso en la distinción de tres niveles de autorreferencia práctica, y hace depender cada una de ellas de los tres modos básicos de reconocimiento intersubjetivo que ya Hegel había propuesto en el proceso de formación de la eticidad: el amor, el derecho y la solidaridad4 (Honneth, 1997a: 115-159).

A través del cuidado amoroso presente en las relaciones primarias, se procura el bienestar del otro en sus necesidades individuales, por lo que las personas se reconocen entre sí como sujetos necesitados. Este primer nivel de reconocimiento construye la primera forma de autorrelación positiva: nuestra autoconfianza, una confianza básica en el valor de las propias necesidades concretas. La segunda forma de reconocimiento mutuo, constituida por el derecho, implica que las personas de una comunidad se reconozcan como libres e iguales, trascendiendo el carácter particular y emocional del amor. Este estadio representa el ideal kantiano de que todo sujeto humano es igualmente digno y debe valer como un fin en sí mismo. Sobre esta esfera se erige nuestro autorrespeto, porque en la capacidad de reclamar derechos obtenemos una muestra objetiva y pública de que se nos reconoce como moralmente responsables. Ahora, junto con Hegel, Honneth sostiene que la relación jurídica de reconocimiento es insuficiente. Los derechos hacen que nos sepamos reconocidos por cualidades que compartimos con los demás miembros de la comunidad, pero las personas, necesitamos además, sabernos reconocidos por las cualidades valiosas que nos distinguen de nuestros compañeros de interacción. Así surge la necesidad de presentar una tercera forma de reconocimiento: esta es, la valoración social que merece un individuo o un grupo por la forma de su autorrealización o de su identidad particular, y por las particulares cualidades asociadas a ésta. Esta valoración permite construir la autoestima, un sentirse seguro de poder hacer cosas o de tener capacidades que son reconocidas por los demás miembros de la sociedad como valiosas. Es la valoración positiva de aquello que da contenido a nuestras identidades prácticas: nuestros proyectos particulares, los compromisos que asumimos y los particulares rasgos de carácter que requieren o expresan. Así, en cada estadio o forma de integración social, el sujeto es reconocido de una manera cada vez más amplia en su autonomía y su identidad personal.

Los tres modelos de reconocimiento son lo bastante formales para no depender de ideales de vida buena ni están vinculados con estructuras institucionales concretas, pero a la vez, son suficientemente ricos, desde el punto de vista del contenido, porque dan cuenta de las condiciones sociales y psicológicas concretas que son constituyentes de la autonomía individual (Anderson y Honneth, 2005). A partir de estas bases teóricas, Honneth ha contribuido a dar forma a una concepción intersubjetivista de la autonomía personal, una autonomía de reconocimiento recíproco, que desafía la forma individualista en que las concepciones políticas liberales, desde la modernidad, han entendido la autonomía personal.

Estos tres principios de reconocimiento —atención afectiva, igualdad jurídica y estima social o solidaridad— por los cuales los individuos pueden adquirir y preservar su integridad personal, constituyen para Honneth el contenido básico de una eticidad formal y son la infraestructura normativa de un mundo de la vida social que se ha ido configurando a partir de la modernidad, pero que sigue abierto a un desarrollo normativo en el devenir de la historia. La justicia social consistirá en garantizar tales condiciones intersubjetivas para todos los ciudadanos.

 

COMUNIDADES POSTRADICIONALES Y ETICIDAD DEMOCRÁTICA

La pregunta que surge inevitablemente es ¿qué modelo de sociedad exige este planteamiento? Como es sabido, el comunitarismo ha cuestionado la forma en que el liberalismo concibe a la sociedad, esto es, como un espacio en que los individuos se relacionan mutuamente, respetando sus respectivas esferas legales de libertad, y proponen en cambio, hablar de comunidad en tanto hay siempre y necesariamente, un ethos compartido. La solidaridad como patrón de reconocimiento llega a ser para el comunitarista tan vinculante, que se llega a justificar la imposición de ese ethos sobre el respeto de los derechos individuales. Honneth propone en cambio, que en el contexto del pluralismo de las sociedades contemporáneas y bajo las condiciones que impuso la modernidad, lo adecuado es proponer un concepto de comunidad postradicional (Honneth, 2007) que nuclea dos principios de reconocimiento irrenunciables: el respeto y la solidaridad.5 En una comunidad de estas características, los ciudadanos deben reconocerse mutuamente como seres igualmente autónomos y a la vez, como seres individualizados. Sólo esta doble dimensión del ethos democrático —reconocernos como iguales, y también como diferentes— puede garantizar las condiciones para la autorrealización individual de todos los ciudadanos.

Mientras que la integración de una sociedad implica que las cualidades compartidas por todos sus miembros reciben mutuo reconocimiento a través del marco jurídico, la integración de una comunidad implica que sus miembros se valoren entre sí por las cualidades y capacidades que poseen como individuos particulares o grupos, porque estas cualidades son de valor para el modo de vida compartido o las metas consideradas valiosas por la comunidad. La materialidad de tal valoración implica que los sujetos no sólo se valoran en su vacía capacidad común de autodeterminarse, sino que valoran los contenidos concretos de sus elecciones u objetivos vitales, por los que se diferencian entre sí. Por ello, la solidaridad es más que mero respeto o tolerancia; en este tipo de relación, cada individuo percibe que las metas de su propia vida, son algo que las habilidades del otro hacen posible o enriquecen.

El pluralismo de las sociedades contemporáneas hace posible modos diferenciados de autorrealización personal. La valoración social que recibe un individuo por la forma de su autorrealización o de su identidad particular, y por las particulares cualidades asociadas a ésta, depende de la autocomprensión cultural de una sociedad. Al igual que el enfoque hermenéutico de Charles Taylor, Honneth señala que el valor y sentido de nuestras propias actividades o de las ajenas es fundamentalmente formado por el terreno semántico y simbólico en que ocurre esta reflexión . Honneth denomina esta dependencia nuestra vulnerabilidad semántica (Anderson y Honneth, 2005: 136). Si los recursos semánticos disponibles para pensar una determinada forma de vida son negativos, es difícil que el sujeto pueda verla como una opción válida.

Esta estima mutua que Honneth denomina solidaridad, es entonces posible bajo el supuesto de que como sociedad hay un horizonte de valores y objetivos compartidos. Según Honneth, ya Hegel y Mead se habían percatado de que, aún en las condiciones modernas, los sujetos se encuentran bajo un horizonte de valor globalizador. Para autorrealizarse —saberse reconocidos en sus cualidades y capacidades particulares—, los sujetos necesitan una valoración social que sólo se logra sobre la base de objetivos colectivamente compartidos (Honneth, 1997a: 213-214). Hegel y Mead ya habían perfilado tal concepto de solidaridad como una valoración mutua entre ciudadanos jurídicamente autónomos, pero fracasaron al darle contenido a esa idea moderna de solidaridad.

La solidaridad que exige un ethos democrático es una solidaridad posconvencional. Esto significa que los horizontes de valor de una sociedad democrática deben ser "abiertos y plurales, de modo que cualquier miembro de la sociedad conserve la oportunidad de saberse socialmente valorado en sus capacidades" (Honneth, 1997a: 214). Lo que Honneth intenta esgrimir aquí, se entiende como respuesta a un contexto social en el que proliferan grupos que reclaman el reconocimiento de su identidad, aislados unos de otros e incluso contra otros. Ante esto, una sociedad democrática tiene una clara restricción normativa: el carácter universalista del respeto o las pretensiones que todos los sujetos tienen del respeto de su autonomía individual. La solidaridad democrática no es sólo valoración mutua entre individuos de un mismo grupo, clase o etnia, sino que es valoración mutua entre todos los integrantes —individuales y colectivos— de la sociedad. Honneth sostiene que en una sociedad democrática, el derecho siempre debe tener prioridad normativa frente a las demás esferas de reconocimiento, porque posee un efecto delimitante sobre las condiciones del amor y la solidaridad y puede intervenir en sentido correctivo sobre ellas.

Hablar de una comunidad postradicional implica la idea de que todos los miembros de la sociedad están ubicados, a través de una radical apertura del horizonte ético de valor, en la posición de ser reconocidos por su logros y habilidades, de tal forma que aprenden a valorarse a sí mismos (Honneth, 2007: 261). Esta idea de comunidad abierta es lo que la distancia del comunitarismo, porque mientras éste puede ver con recelo las luchas sociales como algo que pone en peligro el acuerdo social o el bien común, para Honneth la comunidad es el lugar y el resultado de la lucha por el reconocimiento: luchar por el reconocimiento es también luchar por la existencia de una comunidad que ofrezca a los individuos pleno reconocimiento de su identidad. Se puede concluir que a partir del concepto de comunidad postradicional, Honneth realiza una interesante síntesis entre lo mejor del liberalismo y del comunitarismo.

Como síntesis, la comunidad postradicional es aquella animada por una idea mínima del bien, por una eticidad democrática, que Honneth, siguiendo a Hegel y Mead, concibe como una relación de reconocimiento posconvencional que integra en un solo espacio el reconocimiento jurídico y el ético. La eticidad democrática es presentada por Honneth como la infraestructura comunicativa y normativa que permite que todos los ciudadanos puedan alcanzar una autorrealización. Como es claro, en el fondo del planteamiento encontramos nuevamente a Hegel y su idea de una libertad que se garantiza comunicativamente. Honneth afirma en su libro Suffering from Indeterminacy (2000) que Hegel ofreció en su Filosofía del derecho una teoría normativa de la justicia social que, en la reconstrucción de las condiciones necesarias de la autonomía individual, fundamentaba qué esferas sociales deben existir en una sociedad moderna para dar a todos sus miembros la posibilidad de autodeterminación. Según Honneth, Hegel supuso que tales relaciones comunicativas —las esferas de la eticidad— sólo serían estables y llegarían a todos si caían en las competencias de organización y control del Estado. El acierto de Hegel fue concebirlas como bienes públicos, pero su error fue someterlas a un excesivo control jurídico estatal (Honneth, 2000: 64). Para Honneth, un ethos democrático no puede ser totalmente institucionalizado, forma parte de una cultura democrática. Las esferas de reconocimiento son formas de autocomprensión colectiva de las sociedades modernas, es el acervo de saber del que nos abastecemos para significar ciertas situaciones como injustas y humillantes; horizonte normativo que es resultado de un proceso histórico.

Para Honneth, tal eticidad se encarna en hábitos de acción y formas de rutina compartidos intersubjetivamente que tienen cierta firmeza y estabilidad —y que pueden plasmarse en instituciones o regulaciones—, pero que trascienden el anclaje de la sanción jurídica del Estado porque tienen la plasticidad característica de la costumbre: son hábitos nunca completamente regulables. Consecuentemente, la eticidad democrática contiene aquellas relaciones de comunicación que se han puesto de relieve en el proceso de la modernización social, en el sentido que poseen, por un lado, un carácter estable, porque representan hábitos que están suficientemente anclados desde la perspectiva motivacional; pero por otro lado, están también abiertas a cambios internos y nuevas adaptaciones (Honneth, 2000: 65-67).

A la teoría del reconocimiento de Honneth, aún en construcción, le resta mucho por considerar cómo se forma dinámicamente esta infraestructura normativa de la sociedad, los factores que inciden en su desarrollo y los obstáculos y dificultades que encuentra, en diálogo, por ejemplo, con la lógica sistemática. Por otro lado, tampoco aparece en su planteamiento una teoría explícita de la ciudadanía. Por ello, en el último apartado pretendo ir con Honneth más allá de él, y sugerir algunas consideraciones sobre el tipo de ciudadano y de educación cívica que se requieren para construir nuestras sociedades como comunidades postradicionales.

 

RESPETO Y SOLIDARIDAD COMO CLAVES PARA UNA EDUCACIÓN CÍVICA

Considero que el concepto propuesto por Honneth de una eticidad democrática como horizonte normativo de comunidades postradicionales puede ser un insumo interesante para invitarnos a pensar qué modelo de educación cívica llevar adelante para garantizar sociedades plenamente democráticas. Al ver a la democracia como un orden donde ciertos modos de reconocimiento ético deben ser garantizados, nos indica por lo pronto, que algunas propuestas de educación cívica en implementación pueden ser insuficientes. Desde el modelo de Honneth, son altamente cuestionables las propuestas que bajo un modelo liberal hobbesiano asumen que no podemos pedirles a los jóvenes ningún tipo de virtud hacia lo colectivo ni disposición al reconocimiento del otro, y por tanto, sólo debemos entrenarlos en habilidades estratégicas que les permitan resolver conflictos y negociar sus intereses con otros compañeros, igualmente egoístas. Estas propuestas pretenden formar ciudadanos que se deben muy poco unos a otros. No es que estas habilidades no sean importantes para una vida democrática, sino que suele enseñárselas bajo una perspectiva netamente individualista y estratégica. Postular como lo hace Honneth un sujeto de reconocimiento recíproco supone colocarnos en las antípodas de este tipo de propuestas.

Sin embargo, otras iniciativas más cercanas teóricamente se revelan también como insuficientes desde el modelo de Honneth. En particular, puede extraerse una crítica implícita a una educación ciudadana que pusiese el acento exclusivamente en el discurso y concientización acerca de los derechos propios y ajenos, y de los deberes correspondientes. Honneth advierte que las relaciones jurídicas sólo permiten reconocernos como iguales en aquel valor que es compartido: en nuestra dignidad, pero no nos acercan al valor de las cualidades particulares que el otro tiene como otro. Por otro lado, en general estas propuestas suelen quedarse en un abordaje cognitivo: apuntan a incorporar ciertos conocimientos, en el supuesto de que el conocimiento generará necesariamente, adhesión y por tanto, un comportamiento acorde.

Una teoría del reconocimiento como la de Honneth invita a pensar que nuestra autonomía personal es una construcción intersubjetiva y que, por tanto, los ciudadanos se deben algo más entre sí que el mero respeto de sus derechos individuales. En concreto, Honneth nos advierte que el reconocimiento jurídico —y el respeto, que es su trasfondo ético— es un nivel de reconocimiento importante, pero no suficiente. Nos debemos una estima mutua acerca del aporte de cada individuo por sus cualidades y capacidades particulares, y por tanto, lo que aporte por su género, por su raza, por su cultura particular, por sus intereses y habilidades a la vida de todos. En palabras de Honneth, nos debemos solidaridad. Y eso requiere superar un abordaje cognitivo, movilizando sentimientos y emociones que puedan transformar nuestras valoraciones y disposiciones hacia el prójimo.

Un ejemplo muy sencillo de lo que quiero expresar aquí: quienes trabajamos en centros educativos consideramos que es importante que los jóvenes conozcan sus derechos y deberes como estudiantes y también que conozcan los derechos y deberes del cuerpo docente. Pero también percibimos que algo importante de la relación ética se pierde cuando el discurso se centra exclusivamente en el reglamento escolar. Educar en el reconocimiento del otro no puede implicar sólo inscribirse en un marco regulativo, sino que implica también poder estimar, dar un valor concreto al aporte que el otro, diferente —docente o alumno— hace a la vida de todos. La educación ciudadana debería comenzar puertas adentro.

Educar en la estima mutua no es sencillo, e implicará sumar a los conocimientos las capacidades emocionales que permitan movilizarnos e interesarnos por entrar en el mundo de la vida del otro, y en la apertura a la diversidad, para poder comprenderlo y así, valorarlo. También implicará la compleja tarea de aprender a analizar críticamente nuestro propio entorno de valoraciones culturales, a la luz de las posibilidades que da a todos de lograr nuestra integridad como personas. Esto requerirá tematizar algunos asuntos como el consumismo, o el modelo de vínculos que establecen las redes tecnológicas, por poner dos ejemplos; cuestiones que la perspectiva liberal podría considerar como una intromisión ilegítima en los ideales de vida buena. Sin embargo, estos temas exigen ser debatidos en una cultura democrática, si de las valoraciones subyacentes se desprenden obstáculos para el desarrollo de nuestra integridad personal. Por ejemplo, denunciar aquellas formas de consumo y económicas en general que desconocen el reconocimiento básico debido a las personas como fines en sí mismos, porque las tratan como objetos, como simples medios. Los modelos de reconocimiento como el de Honneth, postulan un vínculo que nos obliga ya como seres humanos de una forma constitutiva. Por lo tanto, habilita para denunciar toda forma de reificación del otro o de uno mismo, que es un olvido de esta obligación originaria. El concepto de eticidad formal es un referente normativo desde el cual cuestionar los modelos de valor dominantes y hacernos entre todos esta pregunta: ¿están dadas en esta situación las condiciones que garantizan tu autorrealización y la de todos? Tal educación cívica no podrá ser una simple educación en el conocimiento y apropiación de derechos, sino una educación para el encuentro entre ciudadanos que se respetan y estiman mutuamente.

 

FUENTES CONSULTADAS

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NOTAS

1 Hegel rechazó el Estado liberal porque asimila Estado y sociedad civil, por lo que el Estado se dedica a salvaguardar intereses individuales. En cambio, propone considerar a la sociedad civil como una dimensión de la eticidad del Estado moderno, que institucionaliza el derecho a la particularidad, o la libertad negativa de los ciudadanos.

2 Este concepto aparece en sus escritos del período de Jena, concretamente en El sistema de la eticidad de 1802-1803.

3 Aquí no forzada o libre significa no sólo ausencia de coerción externa, sino también de bloqueos o inhibiciones internos y angustias psíquicas. Implica una libertad, en sentido positivo, que es confianza para articular nuestras necesidades y emplear nuestras capacidades y habilidades, confianza que ganamos a través de la validación que recibimos de otros.

4 Sólo que Honneth no los asocia necesariamente, como sí lo hizo Hegel, a la familia, la sociedad civil y el Estado.

5 La esfera del amor no está incluida en un ethos democrático, por ser una esfera esencialmente particularista y dependiente de un lazo emocional entre personas concretas. La exigencia universalista del respeto está en tensión con las limitadas y encarnadas demandas prácticas del amor. Por lo que, aunque las relaciones de amor sean relaciones éticas, exceden el ámbito de una eticidad democrática.

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