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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.8 no.16 Ciudad de México may./ago. 2011

 

Dossier: Formas de la alteridad

 

Otro humanismo por articular

 

Enrique Díaz Álvarez*

 

* Licenciado en Ciencia Política, UNAM. Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona. El presente artículo forma parte de una estancia posdoctoral en el Centro de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, bajo el marco del Programa de Becas Posdoctorales de la UNAM 2010. Correo electrónico: endial@yahoo.com

 

Resumen

Partiendo de un contexto de intenso contacto intercultural marcado por la globalización económica, un profundo proceso de urbanización mundial y las amplias migraciones humanas, el presente artículo aboga por des-velar el carácter nacional-etnocéntrico que ha marcado al humanismo clásico, para proponer articular uno de corte pluralista, que incorpore y esté atento a otros relatos y formas de vida no occidentalocéntricas. El reto parece claro: una época marcada por la incomprensión y el conflicto de interpretaciones exige pensar en formas de comunicarse y solidarizarse entre diversos.

Palabras clave: Humanismo, pluralismo, interculturalidad, alteridad, hermenéutica.

 

Fecha de recepción: 21 de septiembre de 2010
Fecha de aprobación: 20 de noviembre de 2010

 

Sólo si creemos en esa aventura común podremos
dar sentido a nuestros itinerarios específicos. Y sólo
si creemos que todas las culturas son igual de dignas
tenemos derecho a valorarlas e incluso a juzgarlas,
en función precisamente de los valores inherentes a
ese destino común, que están por encima de todas
nuestras civilizaciones, de todas nuestras tradiciones
y de todas nuestras creencias.

Amin Maalouf

 

DES-VELAR EL CARÁCTER NACIONAL Y EPISTOLAR DEL HUMANISMO

En su célebre y polémica respuesta a la Carta sobre el humanismo de Heidegger, Peter Sloterdijk hace un recorrido crítico del concepto de humanidad que ha sobrevivido desde Cicerón. A partir de una frase del poeta Jean Paul, en donde afirma que los libros son voluminosas cartas a los amigos, Sloterdijk define la esencia y función del humanismo como una telecomunicación fundadora de amistad por medio de la escritura. Con esta corrosiva lectura epistolar del humanismo, este pensador pone en evidencia que un elemento primordial del humanismo clásico ha sido la conversación de pensadores e intérpretes que han forjado una amistad —o sociedad literaria— gracias a la lectura. Desde este punto de vista, entrar en dicha comunidad o república de las letras, implicaba compartir un culto común por obras canónicas, un círculo de iniciados que ha sobrevivido a través del tiempo y el espacio debido a las nuevas interpretaciones compartidas sobre lo que es o debe ser "lo humano".

En su crítica frontal del humanismo clásico, Sloterdijk denuncia que el tema latente a este proyecto se ha caracterizado por pretender rescatar al ser humano del salvajismo. Así, menciona que la tesis humanista podría resumirse en que la lectura correcta domestica, esta conjetura de que el acto de leer educa, que Sloterdijk no duda en calificar de bucólica, ha sido en efecto parte central de un proyecto que ha sobrevivido hasta nuestros días y que hoy, con el avance de las telecomunicaciones y la redefinición de lo próximo y lo lejano que ello conlleva, parece estar en una crisis profunda.

Buena parte de la culpa de esta decadencia estriba en que, como menciona Sloterdijk, detrás de esta escuela domesticadora se halla en juego una antropodicea, es decir, una definición del ser humano de cara a su franqueza biológica y a su ambivalencia moral. Hoy en día, insiste el filósofo alemán, la pretensión de conocimiento alrededor de una supuesta naturaleza del ser humano, encubierta en preguntas en torno a qué es o cómo podremos convertirnos en un ser humano "real" o "verdadero", no tiene sentido si no es formulada con respecto a los medios masivos de comunicación por intermedio de los cuales las personas concretas se orientan y con-forman (Sloterdijk, 1999).

Sloterdijk vincula la consolidación de las identidades colectivas, principalmente las nacionales, al desarrollo de la alfabetización y la lectura. Particularmente entiende que, entre los siglos XIX y XX, el humanismo dio un giro pragmático y programático que terminó transformándolo y ampliando su alcance; de un modelo de sociedad literaria terminó convirtiéndose en norma de la sociedad política. De ahí en adelante, menciona Sloterdijk: "los pueblos se organizan como ligas alfabetizadas de amistad compulsiva, conjuradas en torno a un canon de lectura asociado en cada caso con un espacio nacional" (Sloterdijk, 1999).

Al leer estas palabras de Sloterdijk es inevitable dejar de pensar en dos publicaciones del año 1983, que han tenido enorme influencia en la concepción teórica alrededor del origen del Estado-nación y los nacionalismos: Comunidades imaginadas, de Benedict Anderson, que analiza y revela el papel que juega la categoría de la imaginación dentro de la construcción de la comunidad nacional; y La invención de la tradición, de Eric Hobsbawm, que puso en evidencia la enorme importancia que han tenido mitos y ficciones diversas para cohesionar las identidades nacionales. En el caso de Sloterdijk parece evidente que sigue la estela de ese texto clásico de Anderson que, desde una perspectiva antropológica, define a la nación en tanto comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana: "[...] es imaginada porque aún los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión" (Anderson, 2007: 23).

Desde entonces se ha arraigado la idea de que la representación, como facultad abstracta, es el factor clave en la construcción de una idea de nación; en tanto que la cultura e identidad nacional exige a sus miembros familiarizarse y solidarizarse con lo ausente, con los anónimos y desconocidos. Lo radicalmente nuevo de este vínculo nacional es que radica en una imagen común y con ello en la idea de compartir algo. Para Sloterdijk, el centro del poder de los humanismos nacionales, que tuvieron su apogeo entre 1789 y 1945, residía en un conjunto de filólogos que se sabían responsables de una misión importante: iniciar y vincular a millones de desconocidos al círculo de destinatarios de esas ejemplares cartas a los amigos (Sloterdijk, 1999). En este sentido, los maestros y filólogos humanistas tuvieron un papel clave en tanto que ellos detentaban el conocimiento privilegiado de los autores y escritos que pasaban por fundadores de la comunidad.

Es por esto que para Sloterdijk el humanismo nacional no era otra cosa que la facultad de imponer a los jóvenes la lectura de los clásicos y de establecer la validez universal de esas lecturas nacionales. Entendiendo esto, no sorprende que el autor de Esferas califique a los estados nacionales como productos literarios y postales, es decir, ficciones de un destino de amistad entre compatriotas remotos, basados en una afinidad empática entre lectores inspirados por autores de propiedad común: "¿qué son las naciones modernas sino poderosas ficciones de públicos letrados, convertidos a partir de los mismos escritos en armónicas alianzas de amistad?" (Sloterdijk, 1999).

Sloterdijk entiende que si la época del humanismo nacional-burgués llegó irremisiblemente a su fin, no es porque los seres humanos ya no se sientan inclinados a seguir cumpliendo su tarea literaria nacional, sino porque el arte de escribir cartas inspiradoras de amor a una nación de amigos, aun cuando adquirió un carácter profesional, ya no es suficiente para anudar un vínculo telecomunicativo entre los habitantes de la moderna sociedad de masas. A partir de la revolución mediática, tras el fin de la ii Guerra Mundial —y catapultada por la televisión y las revoluciones de redes actuales—, el sentimiento de pertenencia de las personas en las sociedades contemporáneas se ha vuelto a establecer sobre nuevas y diferentes bases.

Con esto Sloterdijk no pretende decir que la literatura haya llegado a su fin, sino que ya han pasado los días de su sobrevaloración como portadora de los genios y vínculos nacionales. Considera que la síntesis nacional ya no pasa predominantemente por libros o cartas, sino por los nuevos medios político-culturales de la telecomunicación. Desde este punto de vista, si la era del humanismo moderno como modelo escolar y educativo está en decadencia es porque se ha vuelto insostenible la ilusión de que las grandes estructuras políticas y económicas puedan seguir siendo organizadas siguiendo el modelo amigable de la sociedad literaria. Ante esta evidencia, Sloterdijk entiende que no hay que ser visionario o hacer un gran esfuerzo para entender que estas bases vinculantes o comunicativas son decididamente post-literarias, post-epistolográficas y, consecuentemente, post-humanísticas (Sloterdijk, 1999).

Aunque, como se verá más adelante, Sloterdijk ignora y subestima la capacidad que sigue teniendo la literatura en tanto forma de conocimiento y empatía entre extraños, es evidente que su ácida crítica hacia el humanismo clásico y la antropología soterrada que sustenta, es muy sugerente en términos interculturales. Las corrientes humanistas, suscribo, deben trascender la óptica nacional y actualizarse en clave pluralista partiendo de que la diversidad cultural no es una norma a prescribir, sino un hecho social que condiciona nuestras sociedades modernas.

 

UN HUMANISMO PARA LOS DIVERSOS

En pleno siglo XXI, la vocación humanista no puede ignorar o menospreciar que el proceso de urbanización mundial, aunado al flujo de capital, información y representaciones heterogéneas que han secundado la globalización económica, ha interiorizado en los sujetos la certeza de compartir un mismo hábitat con extraños; mientras a nivel virtual las telecomunicaciones nos conectan y aproximan cotidianamente con los hábitos y relatos de culturas lejanas geográficamente, a nivel físico los espacios públicos de las ciudades occidentales se han convertido en el escenario donde se concentra la diferencia y se manifiesta la multiculturalidad.

Si algo nos sugiere esta doble dimensión de contacto intercultural, es que el humanismo ya no puede tratar de educar o domesticar al hombre —para seguir con el léxico de Sloterdijk— en una idea de nosotros cerrada u orgánica que suele acabar en ideas de superioridad civilizatoria delirantes e injustificables; por el contrario, tendría que canalizar los esfuerzos para informarnos y familiarizarnos con los cada vez más visibles relatos, representaciones y formas de vida extrañas a las nuestras. Si por un lado suscribo la denuncia crítica de Sloterdijk hacia el carácter nacional y epistolar del humanismo hegemónico, por otro pienso que subestima el papel vinculante que la literatura y la lectura hermenéutica pueden seguir teniendo en una era de cosmopolitización1 y urbanización como la nuestra. Evidentemente ya no se trata de pensar ese vínculo imaginario en términos nacionales, sino interculturales. Es decir, como un medio fértil y potente para reconocer en esa diversidad y pluralidad manifiesta, lo común. Dialogar.

Desde una perspectiva hermenéutico-intercultural, las preguntas que la tradición de pensamiento humanista debe plantearse sobre la formación y el cuidado del hombre ya no pueden girar alrededor de una esencia atemporal de lo humano, ni pueden fundamentarse en esa racionalidad transhistórica ilustrada, sino actualizarse con base en nuestra condición concreta, dialógica y plural. Lejos de homogeneizar o postular una idea o esencia de ser verdaderamente humano, otro humanismo de corte pluralista tendría que recordarnos que a pesar de la diversidad y particularidad cultural manifiesta, todos los hombres han compartido, y comparten una humanidad común que se manifiesta, como menciona Richard Rorty, en coincidencias tan modestas y aparentemente superficiales como el sentir un cariño especial por nuestros padres o hijos (Rorty, 2000: 236-237).

A diferencia del humanismo clásico, el pluralista debe renunciar a establecer una ontología particular —que siempre conlleva el riesgo de provocar una cruzada etnocéntrica—, y partir del hecho de que la pluralidad cultural nos obliga, como hecho, a tratar de conocer e informarnos sobre las diversas manifestaciones de lo humano. Comunicarnos. En este sentido, humanizar sería estar dispuesto a, y ser capaz de escuchar e imaginar al otro, esto es, poder traducir e interpretar al extraño al grado de familiarizarnos con experiencias, concepciones de bien, formas de vida y relatos ajenos.

Lejos de caer en un "buenismo", la idea que gira entorno a esta disposición hermenéutica-cosmopolita hacia el otro es dotar a los sujetos de sociedades multiculturales de herramientas y virtudes públicas, para mediar y solucionar de forma deliberativa el inevitable conflicto de intereses y valores ético-políticos entre seres diversos que comparten espacios públicos de realización. En síntesis, la finalidad de un humanismo en clave pluralista podría centrarse en visibilizar y revalorar otros relatos, así como desarrollar en sujetos con diferentes identidades colectivas la capacidad para advertir, en el otro, esa condición común que denominamos humanidad; pensando que la solidaridad humana no es sino el reconocimiento de una humanidad que nos es común (Rorty, 1991: 207).

El hecho de que intelectuales y gobernantes conservadores como Samuel P. Huntington o Nicolas Sarkozy se pregunten en pleno siglo XXI lo que significa ser norteamericano o francés, está directamente relacionado con el papel que han jugado la nueva relación entre lo local y lo global, así como la inmigración y urbanización en la transformación de las sociedades modernas. Parece claro que la proximidad y simultaneidad global, aunada a la obsesión contemporánea por definirnos y entendernos como distintos, exige una nueva forma de relacionarse con la alteridad. Aunque es evidente que todo "yo" implica "otro", y todo "nosotros" se distingue de un "ellos", la omnipresencia del contacto y conflicto intercultural exige poner nuestra cultura política a la altura de los retos que plantea la globalización; de ahí que suscriba la necesidad de reconocer y re-construir al otro, es decir a esa comunidad, religión, nación y/o civilización que ha sido inculcada en nuestro imaginario y discurso como "enemiga" o "bárbara", lejos de los prejuicios y tópicos comunes (Maalouf, 2009: 338; Todorov, 2008).

Un gran reto del otro humanismo de carácter pluralista será desacreditar la unilateralidad encubierta del proyecto humanista clásico que, como desnudó Sloterdijk, obligó a sus miembros a la lectura de relatos y textos canónicos como parte de un modelo que pretendía alcanzar un solo ideal de hombre culto, juicioso o prudente. Además de su etnocentrismo encubierto, la ingenuidad del humanismo literario clásico ha quedado en evidencia a lo largo de la historia en crímenes de lesa humanidad perpetrados por sujetos educados y cultivados con esas lecturas "exquisitas" o "adecuadas". Hoy en día, es difícil seguir sosteniendo aquella premisa idealizada de que la educación y la lectura correcta, por sí solas, pueden amansar o erradicar la barbarie.

La idea de un diálogo intercultural no debe desacreditar, sino representar una alternativa para renovar o actualizar al humanismo desde una óptica no indiferente a la diversidad cultural. La tensión entre pluralismo y humanismo —reavivada en una época marcada por las políticas de identidad y reconocimiento— no debe resultar o traducirse en un antihumanismo. Hacerlo sería desechar o ignorar su capacidad para generar, enraizar y extender la posibilidad de diálogo, conmensurabilidad y solidaridad humana a partir de una educación sentimental. El reto parece resumirlo Amin Maalouf en un par de preguntas: "¿Sabremos, en los años venideros, edificar entre los hombres, por encima de todas las fronteras, una solidaridad de un nuevo tipo; universal, compleja, sutil, meditada, adulta? [...]. ¿Una solidaridad que pueda trascender las naciones, las comunidades, las etnias, sin acabar con la plétora de las culturas?" (Maalouf, 2009: 237).

Para responderlas quizá podríamos aprender del éxito del nacionalismo, ya no sólo como movimiento político, cultural y social, sino en tanto proyecto estético-ideológico capaz de arraigar una potente solidaridad entre sujetos diversos y anónimos. Y es que si algo dejó claro el nacionalismo es que sólo es posible vincular a extraños provocando en ellos pasiones o emociones comunes. En este sentido, parece que es tiempo que la filosofía moral y política supere el trauma que representó la nefasta movilización de las pasiones por parte de movimientos fascistas durante la II Guerra Mundial y reconsidere moralmente la importancia de una nueva educación y cultivo de sentimientos como la fraternidad, la solidaridad o la simpatía entre extraños. Pensar responsablemente sobre las emociones. El contacto con otras formas e historias de vida a través de la representación poética, audiovisual o teatral, son hoy en día necesarias para desechar la implantación de una idea monolítica de lo humano que, sospechosa y peligrosamente, siempre coincide con el imaginario y cosmovisión de las comunidades hegemónicas occidentales.

Para interiorizar y dar paso a una ampliación de las responsabilidades y simpatías hacia sujetos de otras culturas, una educación humanista atenta a la diversidad podría girar alrededor de una lectura común y compartida de ciertos textos pero, a diferencia del humanismo clásico, tendrá que ampliar su espectro fuera del propio imaginario cultural o nacional. Es decir, que no debe limitarse, como menciona Edward W Said, a ensalzar patrióticamente las virtudes de nuestra cultura, nuestro idioma y nuestras grandes obras:

El humanismo es el ejercicio de las propias facultades mediante el lenguaje con el fin de comprender, reinterpretar y lidiar con los productos del lenguaje a lo largo de la historia, de otros lenguajes, y de otras historias. Tal como entiendo hoy en día su relevancia, el humanismo no es un modo de consolidar y afirmar lo que "nosotros" siempre hemos sabido y sentido, sino más bien un medio para cuestionar, impugnar y reformular gran parte de lo que se nos presenta como certezas ya mercantilizadas, envasadas, incontrovertibles y acríticamente codificadas, incluyendo las contenidas en las obras maestras agrupadas bajo la rúbrica de los "clásicos" (Said, 2006: 49).

A diferencia de lo planteado por Sloterdijk, sostengo que la dimensión literaria no debe ser desechada en la sociedad digital, sino que debe ser reincorporada en los programas de estudio en términos trans e interculturales; las cartas a los amigos homogéneos deben ser suplantadas por textos que nos expongan y aproximen ante otros heterogéneos. Este denso cruce simbólico nos permitirá conocer historias y formas de vida concretas, así como familiarizarnos con los hábitos y concepciones ético-políticas de sujetos con identidades colectivas diferentes, con los que, cada vez más, compartimos espacios públicos urbanos.

La consecución de un diálogo intercultural en sociedades heterogéneas pasará por la capacidad para ser críticos con la propia cultura, y cultivar hábitos que nos permitan reconocer e interesarnos por otras formas e historias de vida. Parte de este cambio implica revalorar el enorme poder y las capacidades morales que tienen sentimientos fundamentales como la amistad, la confianza o la fraternidad en los seres humanos. Factores que, independientemente de sus culturas particulares, no sólo incitan a la acción, sino a la identificación, la familiaridad y la ampliación de la responsabilidad entre personas y culturas cada vez más interconectadas.

 

HABITUARSE AL RELATO DEL OTRO

A partir de la Guerra Fría se han ido intensificando las críticas al grandilocuente proyecto del humanismo ilustrado. El contexto antibelicista y anti-segregacionista en los Estados Unidos de Norteamérica, aunado a la aparición en todo el mundo de un amplio conjunto de voces disidentes por parte de minorías y sectores críticos de esa visión provinciana del universalismo eurocéntrico —entre los que sobresalen los estudios poscoloniales y el feminismo—, han producido, a principios del siglo XXI, una fractura y cambio de perspectiva dentro del propio humanismo. Este nuevo pensamiento crítico que ha puesto en cuestión el universalismo homogéneo y estereotipado del humanismo eurocéntrico clásico, ha sido particularmente eficaz para poner en evidencia la parcialidad y pasividad de una doctrina e idea sobre lo humano que, durante siglos, sobrevivió sin tener en cuenta la experiencia histórica de las mujeres, los afroamericanos, y diversos grupos marginados o precarios. Como enfatizan los autores del giro decolonial (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007), el negarnos a escuchar y tomar en cuenta relatos otros es abonar una condición colonial que ha encontrado la forma de subalternizar e inferiorizar al "otro" no europeo hasta hoy.

Poniendo como caso a los Estados Unidos, Edward Said señala cómo la visión humanista en realidad ha sido cimentada en un concepto de identidad nacional, aún vigente, que se restringe exclusivamente a un pequeño grupo de la sociedad que no es representativo en la práctica, pues deja sistemáticamente afuera a grandes sectores de la misma. Si esta parcialidad es materia de análisis desde una perspectiva pluralista es porque se contrapone en la práctica con una sociedad que es cada vez más heterogénea y compleja culturalmente debido a las aceleradas migraciones desde múltiples países del mundo.

Este irreversible cambio del paisaje o espectro de nuestras ciudades tiene profundas consecuencias para el humanismo, ya no sólo en términos cuantitativos sino, sobre todo, cualitativos. En contraste con la formación humanística en la que se formó Said entre 1950 y 1960, es importante que un nuevo humanismo sensible al imperativo que marca la diversidad cultural siga adoptando una actitud reflexiva y autocrítica. Como menciona Said, incluso entidades antiguas como Grecia e Israel, están siendo sometidas a saludables revisiones que desacreditan buena parte del ideal o paradigma de la cultura europea. Actualmente son cada vez más los estudios que ponen en evidencia el vínculo de estas culturas con otros pueblos; los griegos con los africanos y semíticos, y a la antigua Israel como parte de un crisol complejo de razas que constituían la Palestina multicultural.

Como menciona Said, el universo estético y mental que se basaba lingüística, formal y epistemológicamente en el entorno europeo de los clásicos —con sus iglesias, imperios, idiomas, tradiciones y obras maestras— y que estuvo acompañado por un aparato ideológico de producción de cánones, síntesis, relevancia y conciencia, ha quedado en evidencia y se ha visto remplazado y/o acompañado actualmente por un mundo mucho más complejo y diverso en el que confluyen innumerables corrientes contradictorias, incluso antinómicas y antitéticas (Said, 2006: 67).

Para ilustrar el impacto cultural que ha representado este cambio, Said pone como ejemplo sus propias clases como catedrático en una prestigiosa universidad norteamericana. A diferencia de principios de los años sesenta cuando comenzó a dar clases, los alumnos ya no son en su mayoría varones arios, sino mujeres y hombres de múltiples comunidades culturales, étnicas, y con diversas lenguas:

Es un hecho universalmente admitido que, mientras que las humanidades solían ser el estudio de los textos clásicos informados por las culturas griegas, romana y hebrea antiguas, hoy día hay un público mucho más variopinto y de origen verdaderamente multicultural que está exigiendo y consiguiendo que se preste atención a un gran abanico de pueblos y culturas anteriormente descuidados o desatendidos que han invadido el espacio indisputado que otrora ocupaban las culturas europeas (Said, 2006: 66).

El giro pluralista del humanismo será clave pensando en el establecimiento y consolidación del diálogo intercultural, porque implica relativizar las respuestas de la propia tradición, y adoptar una mentalidad y relación abierta con la alteridad. El hecho de que nuestra misma condición humana nos obligue a interpretar constantemente nuestro entorno y forma de vida permite pensar que, en un mundo cada vez más contrastante e interconectado, se deben desarrollar actitudes y habilidades hermenéuticas que nos permitan observar y enfrentarnos a una realidad cada vez más compleja y diversa desde diferentes perspectivas. De ahí que sea importante el intento por ser cada vez más sensibles o receptivos a las corrientes históricas, teóricas y a las formas de vida no europeas o norteamericanas.

El humanismo eurocéntrico y nacionalista debe ser desechado para dar paso a uno en clave posnacional y pluralista, pensando en que no existe, y es inútil seguir preguntándose sobre una sola naturaleza humana correcta. Es necesario interiorizar que ninguna sociedad actual puede reducir su identidad histórica y cultural a una única tradición, raza o religión, como un paso para idear una situación de interacción y convivencia cívica de muchas tradiciones, representaciones y relatos que, como han demostrado los comunitaristas, siempre han existido dentro de las fronteras nacionales (Said, 2006: 69).

Uno de los retos que tiene otro humanismo a principios de milenio, es proporcionar modelos, hábitos mentales y formas de expresión que faciliten o favorezcan la discusión e interacción simétrica entre sujetos diversos culturalmente. Algo que sólo será posible cuando se pongan en cuestión y eliminen diversos prejuicios que fueron tolerados o incluso impulsados por el humanismo eurocentrista, el nacionalismo o los fundamentalismos religiosos. El primer paso es reconocer, por un lado, la propia hibridación de nuestra cultura, y por el otro que muchas de las representaciones que tenemos de los otros están viciadas por un vínculo o implicación con el poder, la posición social, la fe o un supuesto destino nacional. De otra forma será difícil aceptar que somos resultado del contacto, ni se pretenderá una comunicación abierta y simbólicamente densa con el otro.

El abrirse a otras tradiciones, ayudará a romper los estigmas y malas interpretaciones que siguen siendo difundidas y arraigadas, en gran medida, por los sistemas educativos y los medios de comunicación que, en su mayoría, siguen atendiendo a los intereses nacionales. Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, por poner un ejemplo claro y reciente, han proliferado y se han radicalizado los discursos que atribuyen o vinculan a los atentados suicidas con un supuesto carácter violento del Islam. Estos círculos conservadores han distorsionado la visión de Oriente, e ignorado que existen millones de musulmanes que no son integristas, sino que son personas que no sólo condenan tales prácticas sino que han sufrido también en carne propia múltiples atentados perpetrados por fundamentalistas.

Las interpretaciones reduccionistas del Islam generalmente olvidan u ocultan las numerosas aberraciones que son y han sido cometidas simultáneamente por el fundamentalismo judío, cristiano, o hindú. Las bondades de un humanismo pluralista nos ayudarían a ser conscientes y reconocer, por ejemplo, que el actual conflicto no es entre Oriente y Occidente, sino entre este último y el fundamentalismo islámico. Es esta incomprensión y prejuicios mutuos los que nos urgen, como menciona Said, a recuperar una de las funciones básicas de la vocación humanística; mantener una perspectiva laica y equilibrada que condene el fanatismo religioso, cualquiera que éste sea, y con ello se evite increpar exclusivamente al fundamentalismo ajeno o extranjero (Said, 2006: 73).

Como recuerda Said (2006: 76), el humanismo no es un movimiento cultural e intelectual exclusivamente occidental, sino que ha sido desarrollado por tradiciones indias, chinas, africanas, japonesas, etcétera, y tampoco se puede negar que la contribución islámica representó un gran impulso en el auge del humanismo; doscientos años antes de que el humanismo se asentara en la Italia de los siglos XIV y XV, se practicaba ya en las madaris —escuelas y universidades musulmanas— de Sicilia, Túnez, Bagdad y Sevilla.

Habría que recordar que uno de los ejemplos históricos más importantes del pluralismo religioso, la tolerancia y el diálogo intercultural hasta nuestros días se dio en el Al-Ándalus medieval. Durante ese periodo conocido como la convivencia, y en una época en que la mayoría de Europa vivía bajo continuas guerras y un exacerbado fanatismo religioso, Córdoba se consolidó como un espacio ejemplar de con-vivencia cultural y religiosa entre musulmanes, judíos y cristianos, tan armónico como plural. En esa ciudad, como en ninguna otra del mundo medieval, se desarrollaron y transmitieron disciplinas como las matemáticas, la filosofía, la traducción, la astronomía, la poesía, la arquitectura y otras humanidades (Jahanbehloo, 2007: 69).

Pero no sólo Córdoba, también Toledo, Palermo o Constantinopla se constituyeron como centros urbanos multiconfesionales, y fueron testigos de un enriquecimiento e intercambio intercultural sin precedentes. Aunque estas ciudades estaban controladas por las reglas de la jerarquía cristiana o islámica que, según el contexto, detentaron el poder, funcionaron por algunos periodos como un oasis de paz y de mutuo reconocimiento multicultural, en medio de largos y cruentos periodos de guerras religiosas. Médicos, traductores, comerciantes, diplomáticos y clérigos de ambas confesiones religiosas, jugaron un papel predominante en el florecimiento y la gestación de proyectos culturales realmente cosmopolitas, como universidades y bibliotecas. Proyectos que sólo fueron truncados por ambiciones imperialistas de ambas corrientes, generalmente impulsadas por el ascenso y capricho de reyes y líderes fundamentalistas.2

La educación intercultural tendría que poner en evidencia la visión unitaria, monocultural y reduccionista de la propia identidad nacional; recuperar y difundir casos históricos de tolerancia intercultural como el de la Andalucía medieval, pero sobre todo reivindicar y desarrollar el acto de leer, traducir y reflexionar comprensivamente textos relevantes de otras culturas como un medio privilegiado para adoptar e imaginarse en el lugar de otros seres humanos concretos. La lectura, en su dimensión hermenéutica, conlleva la comprensión y re-vivencia de la experiencia personal que está estrechamente ligada con un proceso colectivo de transmisión de conocimiento, no sólo histórico, sino de hábitos, actitudes, emociones, conductas y sentimientos (Dilthey, 1978: 239); es decir, de forma de ver la vida. El humanismo pluralista tendría que buscar que los sujetos se habitúen a ponerse en el lugar de personas con entornos, itinerarios y circunstancias de vida muy distintos. Entre más satanizados por los discursos nacionales o religiosos heredados mejor. Desde esta perspectiva, más que fundamentarse en normas y principios abstractos, la ética intercultural tendría que ser sensible y saber valorar a las diversas manifestaciones de lo humano, así como saber apreciar los casos y experiencias humanas concretas, sin que esto represente dejar de ser crítico con ellas.3

 

EL UNIVERSALISMO POR-VENIR

El sentimiento de pertenencia a una cultura mundial, como podría ser la democrática o la de la defensa de los Derechos Humanos, sugiere la idea del diálogo intercultural y una disposición a acoger y administrar las diferencias culturales, religiosas y étnicas. Como menciona Ramin Jahanbehloo, la diversidad sólo se podrá garantizar en un espacio en el que se reconozca su valor en un contexto en el que las distintas identidades culturales muestren interés por la cultura humana en su conjunto. La cosmopolitización e interconexión del mundo nos obliga a informarnos e imaginarnos en el lugar de otras formas culturales, especialmente, como dije, de aquellas sistemáticamente estigmatizadas y/o con las que se mantiene un contacto más próximo o estrecho. El desarrollo de una cultura de diálogo hermenéutico y ético en el que los interlocutores traten de aprender de otras culturas nos impele a hallar una ética de comprensión mutua que fomente el cultivo de disposiciones y valores compartidos por todos los ciudadanos. Tenemos la necesidad de entendernos y deliberar entre diversos. La comunicación intercultural presupone que cualquier individuo puede entrar y salir de cualquier sistema de valores, incluyendo el suyo propio, por más difícil u obtuso que esto resulte de entender por parte de relativistas culturales y nacionalistas.

El reconocer a cada ser humano como un interlocutor permite pensar en la posibilidad de plantear lugares comunes, al margen de la diversidad cultural manifiesta, para el establecimiento del diálogo intercultural. Esta dinámica, implica la adopción de un universalismo interactivo atento a la diversidad cultural. Como menciona Seyla Benhabib, más que centrarse en una suerte de racionalidad común, la pretensión de universalidad debe centrar sus objetivos en la ampliación del juicio y la profundización del encuentro, interpretación y diálogo con otras experiencias, cosmovisiones y formas de vida particulares:

El universalismo interactivo reconoce la pluralidad de modos de ser humano, y las diferencias entre seres humanos, sin avalar todas estas pluralidades y diferencias como válidas moral y políticamente. Si bien admite que las disputas normativas pueden solucionarse racionalmente, y que la equidad, la reciprocidad y algún procedimiento de universalizabilidad son constituyentes, es decir, condiciones necesarias del punto de vista moral, el universalismo interactivo ve la diferencia como un punto de partida para la reflexión y la acción. En este sentido la "universalidad" es un ideal regulativo que no niega nuestra identidad materializada y enraizada, sino que apunta a desarrollar actitudes morales y alentar transformaciones políticas que puedan producir un punto de vista aceptable para todos (Benhabib, 2006: 176. Cursivas mías).

Más que en principios o nociones abstractas y ahistóricas de ser humano, el universalismo democrático interactivo debe apelar a la responsabilidad e imaginación individual para ponerse en el lugar de otro concreto (Benhabib, 2006: 182-183). Esta ampliación o mirada cosmopolita requerirá, más que de normas y principios imperativos, del contacto con historias de vidas concretas —y diferentes a las nuestras— que permitan destruir los estereotipos y prejuicios que frecuentemente impiden despertar el reconocimiento, la simpatía y la solidaridad entre seres culturalmente distintos. La ampliación de nuestro universo u horizonte moral requiere de ejemplos que nos inciten a encarnar, aunque sea por unos minutos, otros escenarios y formas de vida.

Como Judith Butler, entiendo que el ser capaz de reconocer que los patrones de universalidad —incluyendo la idea de lo humano contemplada en la ampliamente aceptada noción de Derechos Humanos—, corresponden o han sido históricamente determinados, constituye una forma de exponer y aceptar los límites de los conceptos de universalidad actuales. Para Butler, la disposición a revisar constantemente los patrones existentes, desde una perspectiva más amplia e incluyente, no es en modo alguno una empresa autodestructiva, sino crucial para el futuro de la propia democracia:

La importante tarea que nos plantea la diferencia cultural no es otra que articular la universalidad a través de un difícil proceso de traducción. Esta tarea pretende transformar los términos mismos de que está formada la universalidad y darles nueva significación; de ahí que el movimiento de esa transformación no anticipada establezca el universal como aquello que todavía ha de lograrse y que, a fin de resistir a la domesticación, nunca se podrá lograr de forma total y definitiva (Butler, 1999: 66. Cursivas mías).

En términos interculturales es muy sugerente vincular estrechamente esta noción de universalismo siempre por articular con la tarea de la traducción cultural, entendida como un proceso que permite comprender, dentro de las diferentes afirmaciones del universal que pueden entrar en juego, qué versiones del universal se proponen, y en qué tipo de exclusiones se basan. Esta actualización interactiva y hermenéutica de la ética, ajena al rigorismo ético de principios, permite argumentar que los seres humanos no sólo son capaces de abstraer y razonar, sino de disponer de ciertos hábitos y capacidades morales, emocionales y cognitivas que les permiten traducir o interpretar las concepciones de bien o justicia del otro. En este sentido, como menciona Butler, lo que todavía no ha sido "aprehendido" por el universal es lo que esencialmente lo constituye (Butler, 1999); un ejercicio hermenéutico de traducción que enfatiza el desafío de incluir y contemplar a quienes no están comprendidos en él.

La mirada de otro humanismo —pluralista con disposición a entrar en contacto con la alteridad— es apropiada para combatir o erradicar aquellos prejuicios y estereotipos que el nacionalismo y el fundamentalismo religioso han edificado en torno al otro, en teorías tan monolíticas, parciales y beligerantes como el choque de civilizaciones de Huntington.4 En una época en que el riesgo (Beck, 2005) se ha consolidado como el elemento que priva en el discurso y los imaginarios colectivos —ejemplo y consecuencia son los ejércitos que se movilizan e invaden naciones en busca de un solo sujeto, la aprobación de una ley demencial y racista en Arizona, o la expulsión de los gitanos de Francia—, urge reflexionar de una forma crítica sobre los excesos y las contradicciones de la praxis política hegemónica en Occidente. El tránsito de la mera coexistencia a la con-vivencia y diálogo democrático pasa por reconocer las limitaciones de la propia perspectiva, así como desarrollar nuestra capacidad para interpretar e imaginarnos en el lugar del otro en el sentido del pensamiento ampliado (enlarged thought) que plantea Hannah Arendt, y lejos de los estereotipos y prejuicios heredados. Re-construirnos entre diversos.

La posibilidad de reconocer la humanidad del otro no pasa por la homogeneización o estandarización de una supuesta esencia humana, sino por aceptar la pluralidad radical como aquello que tenemos en común; de otra forma no podremos compartir temas y sensibilidades comunes entre sujetos y comunidades diferentes. Humanizarnos, desde esta perspectiva, radicaría en el hecho de reconocernos mutuamente como interlocutores, y con ello en desarrollar la disposición y el esfuerzo por traducir, interpretar y encontrar sentido a las múltiples representaciones e imaginarios culturales que nos rodean.

La consecución del diálogo intercultural, en este sentido, está íntimamente ligada a un hábito o disposición cosmopolita por parte de los sujetos culturales involucrados por interpretar y ponerse en el lugar del otro. Un esfuerzo que permite conocer y comprender las distintas variables de lo humano. El hecho de que el punto de vista del universalismo generalmente haya estado sustentado por conceptos, principios, normas y puntos de vista abstractos, neutros o imparciales, ha representado, dentro de la filosofía moral, una marginación de la experiencia, sensibilidad y forma de vida particular de los sujetos concretos. Esta renuncia a profundizar en la contingencia y el contexto, debe ser cuestionada por toda perspectiva ética pluralista que busque, a la luz de la globalización y cosmopolitización, ya no la mera indiferencia o tolerancia entre comunidades cerradas, sino una comunicación e interacción real entre sujetos diversos.

 

FUENTES CONSULTADAS

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Benhabib, S. (2006), El ser y el otro en la ética contemporánea, Barcelona: Gedisa.         [ Links ]

Beck, U. (2005), La mirada cosmopolita o la guerra es la paz, Barcelona: Paidós.         [ Links ]

Butler, J. (1999), "La universalidad de la cultura", en Marta Nussbaum, Los límites del patriotismo. Identidad, pertenencia y "ciudadanía mundial", compilado por Joshua Cohen, Barcelona: Paidós, pp. 59-66.         [ Links ]

Castro-Gómez, S., Grosfoguel, R. (eds.) (2007), El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, Bogotá: Siglo del Hombre/Instituto de Estudios Contemporáneos-Universidad Central/Instituto de Estudios Sociales y Culturales-Pontificia Universidad Javierana.         [ Links ]

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Todorov, T. (2008), El miedo a los bárbaros, Barcelona: Círculo de Lectores.         [ Links ]

 

NOTAS

1 Ulrich Beck reflexiona sobre la necesidad de establecer una diferenciación entre globalización y lo que denomina cosmopolitización, entendida como el proceso multidimensional, forzoso e involuntario que se plasma en la praxis, con la institucionalización de movimientos globales como el reconocimiento universal de los derechos humanos, la protección al medio ambiente y la consolidación de organismos y empresas trasnacionales. Desde este punto de vista, la cosmopolitización de las relaciones sociales, económicas y políticas es una condición o denominador común que determina la realidad interdependiente e interconectada que caracteriza al siglo XXI. Un fenómeno que no debe identificarse o reducirse con el globalismo económico de mercado que defiende el neoliberalismo. Tanto las organizaciones supranacionales como los movimientos antiglobalización, son indicios o conatos de un cosmopolitismo interiorizado que pone de manifiesto el hecho, históricamente irreversible, de que los seres humanos de distintas ciudades y localidades del globo viven ya en una relación de interdependencia real que incide en sus vidas cotidianas (Beck, 2005: 19).

2 Los múltiples conflictos de interpretaciones religiosas, plenamente manifestadas en las cruzadas medievales o en la Jihad y Fatwa vigentes, han eclipsado en el imaginario colectivo moderno momentos históricos suficientemente amplios y bien documentados para demostrar que judíos, musulmanes y cristianos han convivido pacífica y fructíferamente mediante relaciones de mutua comprensión y respeto. Conocer y difundir estos procesos y coyunturas históricas, representaría alejarse de una postura maniquea y estigmatizadora del otro. Véase por ejemplo O'Shea (2006).

3 Para Rorty la gran utilidad e innovación de Freud radica en su capacidad de apartarnos de lo universal y dirigirnos hacia lo concreto, disuadiéndonos de encontrar verdades universales, creencias imprescindibles, y orientarnos a las contingencias personales de nuestro pasado individual y a las ciegas marcas que nuestras acciones llevan y terminan representando para el individuo en un elemento crucial para la percepción de sí, pero también pueden ser comunes a los miembros de una comunidad históricamente condicionada (Rorty, 1991: 54-57).

4 En este sentido, no es fortuito el gran recibimiento que tuvo entre los islamistas esta conocida tesis de Huntington. Al respecto, Todorov recuerda que en 2001 un periodista de Al-Yazira le preguntó a Osama Bin Laden su opinión acerca del "choque de las civilizaciones" a lo que éste respondió: "No hay la menor duda al respecto. El 'choque de civilizaciones' es una historia muy clara, que demuestra el Corán y las tradiciones del Profeta, y ningún verdaderamente creyente que proclame su fe debería dudar de estas verdades" (Todorov, 2008: 135).

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Enrique Díaz Álvarez. Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Nacional Autónoma de México y Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su línea de investigación gira alrededor de la hermenéutica intercultural; la forma de vida y el espacio público urbano; y la literatura como forma de expresión política. Recientemente publicó una entrevista a Chantal Mouffe: "El sistema democrático funciona sobre la base de reconocer al otro como adversario" para la sección "Masa Crítica" de la Revista Barcelona Metrópolis.

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