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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.8 no.16 Ciudad de México may./ago. 2011

 

Dossier: Formas de la alteridad

 

Identidades y extranjerías. Divagaciones a partir de Zygmunt Bauman

 

Identities and Strangeness. Ramblings from Zygmunt Bauman

 

Gilda Waldman M.*

 

* Licenciada en Sociología, Universidad de Chile; maestra y doctora en Sociología, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPYS), UNAM. Profesora titular del Centro de Estudios Sociológicos de la FCPYS de la UNAM. Correo electrónico: waldman99@yahoo.com

 

Fecha de recepción: 30 de agosto de 2010
Fecha de aprobación: 5 de febrero de 2011

 

Resumen

Este artículo pretende reflexionar en torno a identidades y extranjerías en la sociedad contemporánea tomando como eje crucial la obra del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, y como hilo conductor a uno de los personajes centrales de la novela Austerlitz, de Winfried George Sebald. En concordancia con las "afinidades electivas" entre Literatura y Sociología planteadas por el propio Bauman, el texto plantea también otros problemas, tales como el desarraigo, la movilidad y el viaje como metáforas distintivas de nuestro tiempo.

Palabras clave: Identidad, extranjería, viaje, pertenencia, hogar.

 

Abstract

This article pretends to reflect about Identities and Strangeness in modern contemporary societies taking as crucial axis the latest books by polish sociologist Zygmunt Bauman, and as main thread one of the main characters of G.W Sebalds's novel Austerlitz. In concordance with the "elective affinities" between Sociology an Literature, as posed by Bauman, the text also reflects about other problems: uprootedness, mobility, and voyages as distinctive metaphors of our time.

Keys words: Identities, strangeness, voyages, mobility, uprootedness.

 

Escribía el novelista alemán W G. Sebald en su novela Austerlitz:

[...] en la Central Station [de Amberes], en el vestíbulo de escaleras de mármol y en el techo de acero y cristal de las plataformas [se] reunía pasado y futuro [...] en los lugares elevados [...] se mostraban, en orden jerárquico, las divinidades del siglo XIX: la minería, la industria, el trasporte, el comercio y el capital. En torno al vestíbulo de entrada [...] había a media altura escudos de piedra con símbolos como gavillas de trigo, martillos cruzados, ruedas aladas y otros análogos, en los que por cierto, el motivo heráldico de la colmena de abejas representa el principio de la acumulación de capital [...]. Y entre todos esos símbolos... en el lugar más alto estaba el tiempo, representado por aguja y esfera [...]. El reloj, a unos veinte metros sobre la escalera en cruz que unía el vestíbulo con los andenes, único elemento barroco de todo el conjunto, se encontraba exactamente donde, en el Panteón, como prolongación directa del portal, podía verse el retrato del Emperador, en su calidad de gobernador de la nueva omnipotencia. [...] Desde el punto central que ocupaba el mecanismo del reloj de le estación de Amberes se podía vigilar los movimientos de todos los viajeros y, a la inversa, todos los viajeros debían levantar la vista hacia el reloj y ajustar sus actividades por él [...] (Sebald, 2001: 15).

A su vez, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman escribía: "La modernidad sólida planteaba que la duración eterna era el motor y el principio de toda acción" (Bauman, 2002: 134); y agregaba: "Y ese orden debía ser macizo, sólido, tallado en piedra o forjado en acero: pensado para durar. Lo grande era hermoso, lo grande era racional; grande era sinónimo de poder, ambición y coraje" (2002: 153).

La belleza nostálgica de la prosa literaria de Sebald al describir una realidad modelada por las formas de la arquitectura, y que evoca la memoria simbólica de una era moderna dirigida hacia el horizonte del futuro —confiada en asegurar la vida contra todo asalto del destino— coincide notablemente con la metáfora del sociólogo Bauman para aludir a aquella sociedad fuerte, homogénea, densa y compacta, de fronteras rígidas y tiempos congelados en un afán de larga duración. Si se regresa por un momento al narrador de la novela, es posible imaginarlo de pie en la gran sala de la estación de trenes —con su magnífica cúpula de sesenta metros y su imponente escalera de mármol— contemplando fijamente el reloj que corona la fachada del edificio, inaugurado en 1905 por órdenes del rey Leopoldo para mostrar al mundo la capacidad monetaria del país, derivada de la colonización africana; y ahora sedimentado como memoria de un pasado colectivo, histórico o mítico. El reloj de la estación, manchado de hollín y humo de tabaco, parece marcar una hora que es la de otro tiempo. Pero, a pesar de su inexorable lentitud, ese reloj haría posible el presente, obligando a todos los relojes del país a marcar la misma hora: la de la aparición en el horizonte histórico del ferrocarril, símbolo de un futuro cargado de porvenir. Sigamos imaginando al narrador del texto de Sebald (de quien poco se sabe, salvo que no tendrá otra misión en la novela que la de escuchar el dilatado relato de Austerlitz, el personaje que da título al libro, y con quien se encuentra por primera vez una tarde de mediados de 1965 en la estación) en los momentos iniciales de la novela, disponiéndose a seguir los pasos de quienes salen del vestíbulo de la estación de trenes, caminan por los andenes, suben los pasillos y se dirigen hacia la topografía de los espacios abiertos de la ciudad. Su mirada podría visualizar seres previsores, responsables y de seria intensidad, cuyos pasos reflejarán las sólidas huellas de un proyecto de vida ajeno a contingencias y ambigüedades. Idénticos a sí mismos, obsesionados por pensar el porvenir, aferrados a sus raíces e incrustados en sólidos mundos, compactos y cargados de valores decisivos; sus pasos denotan la seguridad de sus acciones, así como la certeza de caminar hacia un destino claramente establecido, convencidos de poder controlar el futuro. Supongamos, a su vez, que el sociólogo Bauman pudiera haberse basado en esas figuras imaginarias visualizadas por el narrador de Sebald, o en algunos otros personajes literarios de fines del siglo XIX, (alguien de La familia Budenbrook, por ejemplo) para construir la metáfora de lo que, a su juicio, es la figura central de la "modernidad sólida", el peregrino (Bauman, 1996). Es decir, el hombre que escoge tempranamente en la vida su punto de destino, confiando en el mundo sólido en el que vive, centrando en la estabilidad del trabajo su eje axial y aferrándose a las certezas cobijadoras de la pertenencia a un lugar, una vocación y una forma de vida, seguro de que sus huellas permanecerán, resguardadas en un mundo de fronteras sólidas y estables en las que se cobijan el poder y la riqueza.

Regresando al narrador ficticio, imaginemos ahora que también él se interna en la urbe cargada de pasado, siguiendo los pasos de los "peregrinos" que salen de la estación del tren. Su mirada —reflejo de una conciencia desarraigada que percibe desde la extrañeza de lo inactual— adivina las historias que tejerán en sus recorridos aquellos seres que no conoce. Puede visualizar seres predecibles y ordenados, que habrían construido su identidad en la "modernidad sólida". Nuestro narrador sale con ellos al espacio urbano, y los observa minuciosamente cuando cruzan el Centro Histórico de la ciudad, o se detienen un instante ante alguna obra arquitectónica o algún palacio que conserva gloriosas tradiciones del ayer, o entran quizá a cierto museo en el que se preservan documentos y obras de arte que aprehenden simbólicamente el pasado, o pasean por barrios que se remontan muy atrás en el tiempo. El narrador adivina que todos ellos se reconocen en la herencia arqueológica y arquitectónica de la ciudad, y comparten una conciencia histórica como expresión de un "ser nacional" cuya manifestación superior existiría en los objetos que los representan, reflejándose cada uno de estos seres en una identidad colectiva sedimentada en una materialidad que habla por sí misma, en tanto forma de apropiación de la historia, ligada a un sentimiento de permanencia en el espacio y el tiempo.

No es casual que Bauman utilice la metáfora1 de la modernidad sólida (Bauman, 2002) para aludir a la cristalizada sociedad industrial en la que economía, política, cultura y organización social conformaban un orden ajeno a contingencias y ambigüedades, y en la que identidades sociales predecibles reflejarían en sus pasos las huellas de un proyecto de vida construido como núcleo de pertenencia (Bauman, 1996). En ella, la fuente de construcción de la identidad —orientada a "llegar a ser alguien"— se ligaría con la confianza en una temporalidad rectilínea que invita a pensar la vida como una historia continua dotada de sentido. Tampoco es casual que Bauman metaforice a la modernidad líquida —la nueva manera de vivir en una época de permanente fluidez en la que predominan la desterritorialización y el desarraigo, la proliferación de empleos inestables, el flujo de capitales extraterritoriales y volátiles, la desregularización privatizadora, la instantaneidad que busca gratificación inmediata, los cuerpos ligeros y los lazos personales esporádicos y tenues; y en la cual instituciones, cuadros de referencia, estilos de vida, creencias y convicciones se transforman antes de lograr su solidificación—2 no sólo como un asunto de lenguaje poético sino más bien, y esencialmente, como una modalidad del pensamiento que se ha expandido a últimas fechas en las ciencias sociales,3 aun sabiendo que lo que se gana en comprensión se pierde en precisión conceptual. ¿Quizá porque los conceptos ya no pueden aprehender una realidad huidiza como la actual y las metáforas —destellos oblicuos que captan un secreto sin revelarlo en su totalidad, relato figurado de trazos sugerentes— conjugan la intuición del poeta y la reflexión crítica del científico en un extraño polifacetismo intelectual? ¿Quizá porque el lenguaje de la metáfora, hurgando en el ámbito de la ambigüedad, traza un itinerario del pensamiento a través de espacios abiertos, sustraído a los discursos homogeneizadores, sistemáticos y unívocos?

Fluidez y liviandad —rasgos que Italo Calvino destacaba como tendencias narrativas del nuevo siglo— aparecen en el pensamiento de Bauman como estrategias de vida y de sensibilidad en un mundo en el que aquellas instituciones sobre las cuales nuestros antecesores solían planificar sus existencias (asuntos públicos, ideologías, formas de vida, reglas de conducta, criterios de éxito y estrategias para una vida satisfactoria, etcétera) tienen hoy una expectativa de vida mucho más corta, que obliga repetidamente a revisar los "planes a largo plazo" (o lo que Jean-Paul Sartre llamaba project de la vie). Bauman distingue nuevas formas de construcción de la identidad, ajenas a la continuidad y a la persistencia; ellas son más bien cambiantes y volátiles, inestables y frágiles, ligeras y veloces (Bauman, 1996). Estas nuevas identidades, para las cuales la inmovilidad será algo improcedente, cruzarán fronteras y puntos de vigilancia, al tiempo que dejarán atrás lazos sociales, instituciones, redes de pertenencia y órdenes simbólicos. Habitantes de esta modernidad líquida —según la metáfora baumanina— en la que elusividad, instantaneidad, obsolescencia y lazos personales esporádicos y tenues configuran una temporalidad anclada en un presente perpetuo que desconoce pasado y futuro, las nuevas figuras sociales en las que encarnan estas formas identitarias ya no se reconocen en la herencia arqueológica o arquitectónica de la ciudad, ni comparten una conciencia histórica como expresión de un "ser nacional". Tampoco dirigen su mirada hacia el horizonte como destino último, ni confían en poder asegurar la vida contra toda broma del destino (Bauman, 1996).

En una era en la que el Estado —que ya no coincide necesariamente con la nación— ha cesado de ser el referente de un destino compartido, en la que los poderes estatales no ofrecen garantías de seguridad y las instituciones se han galvanizado —vaciando de sentido al concepto de ciudadanía— (Garretón, 2000; Lechner, 2002), el caleidoscopio de las identidades ya no se presenta como un reflejo integral, homogéneo, liso y coherente de sujetos estables y sólidos, sino como un cúmulo de figuras inconclusas reflejadas sobre un espejo en permanente fluidez. Estas nuevas formas identitarias emergen en el seno del imperativo de la flexibilidad laboral y la privatización de la vida, entre otros elementos, lo que se traduce en el socavamiento de las seguridades existenciales y en la primacía de la libertad a costa de la seguridad (Bauman, 2002); ya no se encuadran en el marco de la modernidad ilustrada, ni dentro de los muros de un mundo territorial aferrado a raíces y certezas cobijadoras. Incertidumbre, fragilidad, inseguridad, vulnerabilidad, inmediatismo, fluidez, volatilidad y precariedad constituyen hoy por hoy los ejes centrales de esta nueva "cartografía" social, política, económica y cultural que recorre actualmente a la casi totalidad de los espacios geográficos mundiales, aunque ciertamente con un ritmo e intensidad diferenciados.

Fenómenos como la globalización, los procesos de creciente diferenciación social, la flexibilización de los hilos homogeneizadores de la sociedad, la desterritorialización física y cultural, la revolución tecnológica y las transformaciones en las dimensiones de tiempo y espacio, las complejas interacciones entre universalismo y particularismo, la fragmentación de los esquemas fundacionales de la nación, las nuevas modalidades de la identidad social, la reformulación de los patrones de asentamiento y de convivencia urbanos, las implicaciones que plantean las tendencias multiculturales, la redefinición del papel del Estado, etcétera, no sólo desestabilizan los códigos políticos y culturales heredados de la modernidad, sino que transforman asimismo formas de vida y acción colectiva. En esta línea, en una nueva realidad en la que en el espacio público aparecen múltiples identidades, ya no necesariamente orientadas hacia el Estado como referencia central de la vida social, y en las que se anuncia la posibilidad de un mundo sin fronteras4 —o de fronteras en todo caso simbólicas que pueden ser traspasadas sin violencia por medio de la informática, el flujo de recursos y capitales financieros, la libre circulación de mercancías y personas, etcétera—, se han generado cambios importantes en las lealtades y adscripciones a través de las cuales los actores sociales se reconocían y eran reconocidos. Ello ha convertido a la identidad en principio básico de movilización social e interrogación personal, transformando a este concepto en uno de los términos que aparece y reaparece insistentemente en el debate político e intelectual de nuestro tiempo, en relación con problemas tales como la re-emergencia de conflictos nacionales y étnicos, el impacto de la religión en numerosos movimientos sociales, la relación entre cultura y democracia, la recomposición de la cultura nacional, las interacciones culturales y la convivencia multicultural, la construcción de nuevas representaciones sociales para imaginar al "Otro", etcétera.

Por otra parte, el impacto financiero, comercial, tecnológico y político de la globalidad, ligado a los alcances de nuevas formas culturales sustentadas en la informática, debilitan las fronteras nacionales y con ello, la identidad colectiva más importante de la modernidad: la identidad nacional (Habermas, 1989). En esta línea, sin duda, las fuerzas de la lógica globalizadora tienden a la homogenización planetaria, con el consiguiente debilitamiento de los vínculos ciudadanos con el Estado-nación. Pero, al mismo tiempo, los flujos de actividad económica en un mundo sin fronteras alientan la creación de procesos de regionalización económica, que se traducen, por ejemplo, en la conformación de Estados-regiones y de nuevas identidades regionales, distanciadas económica y culturalmente del centro de la identidad nacional (Ohmae, 1997).

Sin embargo, no se puede dejar de reconocer que hay procesos inversos que parecen desdecir lo anterior. En la era de la globalidad económica y de los medios de comunicación masivos han resurgido, indudablemente, nuevas formas de identidades colectivas que afirman, cada vez con mayor fuerza, sus raíces territoriales, históricas, culturales, étnicas y religiosas. Su resurgimiento se encuentra ligado tanto al declive de las grandes construcciones político-ideológicas de la era moderna —liberalismo y marxismo, fundamentalmente— como asimismo al imperativo de encontrar un repliegue significativo frente a un mundo súbitamente incontrolable e impredecible, frente al cual no se tienen cauces de representación (Castells, 1999). Frente a la dicotomía planteada —globalidad versus resurgimiento de identidades particulares— no se puede dejar de reconocer la emergencia a partir de la porosidad de las fronteras —derivada tanto del libre flujo de mercancías y personas como de las oleadas migratorias— de nuevas formas de identidad que pueden adoptar diversas modalidades. Así, por ejemplo, Ian Chambers elabora el concepto de "identidades nómadas" para referirse a aquellas identidades que, en búsqueda de morada en un mundo sin garantías, cruzan fronteras respondiendo a los desafíos de un mundo más vasto en constante mutación y transformación; permanentemente re-elaboradas y modificadas al no encontrar su raíz en una identidad originaria, ellas deshacen los vínculos que las ligan a un centro específico y se abren a una mutua imbricación entre el "nosotros" y el "ellos" (Chambers,1995). En esta línea, resulta ya imposible hablar de "identidades unívocas", pues las grandes corrientes migratorias, con sus variados y contradictorios efectos, crean identidades "mestizas", producto de combinaciones y mezclas de diferentes formas de vida, tradiciones, sensibilidades y visiones del mundo. Se tratará, en este caso, de una modalidad de identidad heterodoxa, variada y diversificada, en la que coexistirán tiempos históricos y espacios geográficos distintos (Flores Olea, 1993). Así, por ejemplo, el artista de origen mexicano Guillermo Gómez Peña escribe:

Me despierto como mexicano en territorio norteamericano. Con mi psique mexicana, mi corazón mexicano y mi cuerpo mexicano, tengo que hacer inteligible el arte para un público americano que sabe muy poco de mi cultura. Este es mi dilema diario. Tengo que forzarme a cruzar una frontera, y hay muy poca reciprocidad de la gente que está al otro lado. Vivo físicamente entre dos culturas y dos épocas. Tengo una pequeña casa en la ciudad de México, y una en Nueva York, separadas la una de la otra por miles de kilómetros luz en términos culturales. También paso tiempo en California. Como resultado, soy un mexicano una parte del año, y un chicano la otra parte. Cruzo la frontera a pie, en coche y en avión. Cuando estoy del lado mexicano, tengo fuertes conexiones artísticas con la cultura urbana pop latinoamericana y con tradiciones rituales de siglos. Cuando estoy del lado americano, tengo acceso a la alta tecnología y a información especializada. Cuando regreso a México, me sumerjo en una rica contracultura: los cimbrantes movimientos de oposición. Cuando regreso a Estados Unidos, soy parte del pensamiento intercultural que emerge de los intersticios del entorno étnico norteamericano. Mi viaje no sólo va del sur al norte, sino del pasado al futuro, del español al inglés y de un lado de mí mismo al otro (Citado por Papastergiadis, 2000: 19. Traducción mía).

En esta misma línea, por ejemplo, el recientemente fallecido periodista Ryszard Kapuscinsky afirmaba que existen ya espacios en los que esta síntesis se expresa claramente en la actualidad. Al analizar una ciudad como Los Ángeles, convertida en una geografía mixta de diferentes historias, culturas, memorias y experiencias, Kapuscinsky destacaba la convergencia entre las identidades culturales del Tercer Mundo con las cosmovisiones derivadas del mundo de la alta tecnología. En un sentido cultural y antropológico, Los Ángeles podría simbolizar un "laboratorio del futuro" en el que se construye una nueva identidad colectiva, en la que se transforman los lenguajes y se renuevan las maneras de actuar (Kapuscinsky, 1997).

Ciertamente, e incluso en los países desarrollados, el paulatino desmantelamiento del Estado de Bienestar ha dejado a la intemperie a quienes hasta ahora gozaban de educación y salud aseguradas, protección contra el desempleo y pensiones de retiro. Por otro lado, la reorganización productiva en el marco de una economía globalizada y competitiva ha trasladado el conflicto social a la "inclusión" o "exclusión" de los puestos de trabajo y del acceso al consumo. Recesión, rebaja real de salarios o desempleo se han traducido, para muchos, en deambulaje urbano o pérdida de hogar. Para otros, en el mejor de los casos, en la proliferación de trabajos parciales, temporales y contingentes, aun entre los cuadros profesionales más capacitados, carentes de beneficios sociales, garantía o seguridad. En esta línea, la revolución científico-tecnológica crea nuevas figuras sociales nómadas, sin referente o denotación, inestables y frágiles, que radicarán su promesa de libertad en el carácter de flujo de su identidad, y se reconocerán en la falta de arraigo, en la flexibilidad y la movilidad. Figuras metafóricas de una estrategia de vida y de una sensibilidad que se transforma en experiencia identitaria a través del toque superficial con lo que se cruza en el camino, ellas fluirán en un viaje errante que tiene horror a la permanencia y a la monotonía de permanecer largo tiempo en un mismo sitio. Metáfora de la condición posmoderna (Chambers, 1995) y encarnación de un espíritu epocal, estas figuras nomádicas —geográfica y culturalmente— pueden vivir en cualquier parte como si fuera el hogar. En esta línea, el escritor y periodista Pico Iyer desarrolla el concepto de "alma global" (Iyer, 2000), refiriéndose a una nueva forma de conciencia humana en un mundo sin fronteras, que le permite vivir simultáneamente en varias culturas, incluso separadas por siglos, instalando su hogar en todas y cada una de ellas, aun sabiendo que la "no pertenencia" es condición original y permanente para ello. Tal podría ser el caso, por ejemplo, de quienes pertenecen a corporaciones transnacionales y que residen en ciudades globales, y que se sienten pertenecer a un espacio social cuyo repertorio simbólico no los constriñe —ni cultural ni políticamente— a las fronteras particulares de un Estado-nación.

Pero, por otra parte, no hay que olvidar que grandes contingentes humanos se ven obligados a desplazarse de país en país y de continente en continente, y no sólo por razones económicas sino por motivos de índole política, étnica, racial o religiosa. Así, millones de seres humanos, víctimas de los imperativos de un proceso económico de globalización y reestructuración productiva —que libera un enorme excedente de "población superflua" (Enzensberger, 1994) o "desechos humanos" (Bauman, 2004) susceptibles de ser aislados, expulsados e incluso eliminados— confluyen como una gigantesca marea invasora, en busca de una nueva tierra que, si no es la prometida, al menos los pueda, y los quiera acoger. Para ellos, como para muchos otros, perseguidos por conflictos étnicos, políticos, raciales, o religiosos, también la palabra "hogar" ha dejado de existir. En ambos casos —la frontera entre los criterios económicos y no económicos suele desdibujarse— quienes emprenden este viaje nomádico se encuentran con el hecho de que no sólo ningún país está dispuesto a acogerlos, sino que los criterios para permitir el cruce de fronteras geográficas, jurídicas y políticas son cada vez más selectivos, fortificándose las barreras de los estados nacionales para vigilarlos y detenerlos. Al mismo tiempo, emergen nuevas formas de segregación residencial, social y cultural por parte de quienes se sienten "invadidos" por el "Otro", percibido como amenaza a su propio sentido de seguridad. En este sentido, si la movilidad es un proceso central en nuestra realidad actual, su correlato es la comunidad que se cierra sobre sí misma, aunque adopte formas distintas en contextos diferentes.

Imaginemos ahora a nuestro narrador varias décadas después de aquel encuentro inicial con Austerlitz en Amberes. Visualicemos su presencia en nuestra era, observando a través de los ventanales de la cafetería de la estación, figuras sociales totalmente distintas a las que había observado en aquella primera ocasión. El caleidoscopio de las identidades se presentaría ahora como un cúmulo de imágenes cambiantes y volátiles, egos gonádicos, figuras sin referente o denotación, inestables y frágiles. Ligeros y veloces, provistos sólo con un equipaje ligero y de lo que Jacques Attali denominaba "objetos nómades" (Attali, 1992) —teléfonos celulares o computadoras portátiles, por ejemplo— cruzarán fronteras y puntos de vigilancia, al tiempo que dejarán atrás lazos sociales, instituciones, creencias, convicciones, redes de pertenencia y órdenes simbólicos. Habitantes de la "modernidad líquida" dotados de una sensibilidad temporal carente de la idea de historia que caracterizó a la "modernidad sólida", figuras metafóricas de una estrategia de vida elegida y de una sensibilidad que se transforma en experiencia identitaria como "proceso por construir", y que se goza en la capacidad de flujo transterritorial y en el toque superficial con lo que se cruza en su camino, ellos pueden detenerse libres de ataduras en casi cualquier lugar, en un viaje errante que tiene horror a la permanencia y a la monotonía de permanecer largo tiempo en un mismo sitio. Cualquiera de ellos podría encarnar al paseante (Bauman, 1996) es decir, a quien está en la multitud pero sin formar parte de ella, compartiendo el espacio físico pero sin interactuar con el "Otro", deslizándose suavemente en lapsos episódicos que transcurren en espacialidades desterritorializadas que encuentran en el centro comercial (mall) su alegoría perfecta (Sarlo, 2009). Quienes pasean por esos espacios de tránsito —"no lugares" cerrados en sí mismos sin riesgo— se desplazan permanentemente, miran, deambulan sin conversar ni detenerse ni pensar.

El paseante es, así, la metáfora más acabada de la identidad fluida, fácilmente moldeable, que se goza en el cambio incesante de sí mismo, que aborrece la permanencia y la monótona estadía en un mismo lugar por largos periodos (Bauman, 1996). El paseante puede detenerse en cualquier lugar, cambiar de vida en un instante en busca de una satisfacción instantánea, o desplazarse en una sucesión de lugares sin responsabilidad por las consecuencias. No se trataría de una versión actualizada del flaneur benjaminiano —aquel paseante anónimo y errático que se dejaba llevar por la ciudad paseando sin propósito, gozando del privilegio de la libertad de moverse en la arena pública, perdido y distraído entre los objetos— sino de la estrategia de vida de una nueva sensibilidad que se desliza suavemente entre la multitud sin interactuar con los "Otros". La ciudad es ahora, para él, un lugar de flujo y tránsito, pero sin formar parte de ella. ¿Cómo podría serlo, si la ciudad puede cambiar dramáticamente en algunos pocos años?

Para el paseante, la herencia patrimonial es un conjunto de marcas carentes de historicidad y de tradición. Si el flaneur benjaminiano indagaba en las ciudades aquel rasgo que, como una llave maestra, abriría la comprensión del conjunto, y se introducía en los pasajes como último reducto de un merodeo en el que lo importante es la experiencia del mirar, el paseante baumaniano es un consumidor que circula por el centro comercial sujeto a la novedad constante, sin satisfacer totalmente su deseo, moviéndose a través de circuitos repetitivos y centrado en la promesa de una libertad simulada, en la que podría absorber todas las experiencias del mundo del consumo (Bauman, 1996; Sarlo, 2009). Su libertad como ciudadano es reemplazada por la fantasía de la libertad del consumidor, en la que existirían infinidad de opciones posibles, y todas igualmente válidas. Si el flaneur era el observador por excelencia, que paseaba lentamente manteniendo su distancia con lo observado y extraviándose al buscar rumbos secretos, el paseante de Bauman se mueve a través de mapas y líneas rectas coleccionando sensaciones caleidoscópicas, libre de interferencias externas, ajeno a toda identidad idéntica a sí misma; se desplaza constantemente sin detenerse, sin conversar, sin pensar (Bauman, 1996). Si el flaneur benjaminiano era un personaje marginal, el paseante es el rostro de la fluidez líquida. Si el flaneur se constituye a través de movimientos, el paseante lo hace a través de circuitos repetitivos. Si el flaneur gozaba del privilegio de la libertad de moverse en la arena publica del pasaje, el paseante vive aisladamente, minimizando todo diálogo o contacto con los extranjeros, sin querer percatarse de que, probablemente, el extranjero no sólo puede ser el vecino con el que, aun sin quererlo, el paseante comparte el espacio urbano, o quien en el centro comercial vende frutas y verduras venidos de Asia, fabrica pasteles griegos, sana con hierbas o acupuntura china o corta el pelo hablando en vietnamita; el paseante puede no querer saber que el extranjero —quien posiblemente viva en ghettos pobres en condiciones precarias bajo amenaza de expulsión o de aniquilación de su otredad (Bauman, 2002)— podría ser también la cara oculta de su propia identidad (Kristeva, 1991).

Pero también, tal vez continúe reflexionando nuestro narrador, cualquiera de las figuras sociales que deambulan por el espacio urbano podría ser el turista (Bauman, 1996), es decir, aquella figura social dispuesta a desplazarse en cualquier instante en búsqueda de nuevas experiencias emocionantes, sin planificar necesariamente la duración de sus viajes ni contar tampoco con un itinerario fijo. Viajero por decisión propia (sea porque el hogar no le resulta suficientemente atractivo, o porque nuevas aventuras lo convocan) el turista no pertenece al mundo que visita; mantiene la distancia y evita la proximidad. Su Biblia es la guía de viajes; su mirada, la de la cámara fotográfica; su mundo, la red de lugares inscritos en ambas. Al observarlo, nuestro narrador puede recordar a Paul Bowles: "El viajero es el señor que sabe cuándo sale pero no cuándo regresa" (Bowles, 1992), y pensar que este viajero, si bien no pertenece a un lugar más que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra comparando paisajes, conductas sociales y geografías humanas, a diferencia del turista, que sólo se traslada de un lugar a otro. El mundo es para él una fuente de placeres sensuales, sabores, eventos espectaculares y cámaras listas para sacar fotos. La red de los lugares visitados constituye un mundo imaginario que le da la ilusión de experiencia. La suya es, en palabras de Simmel, la libertad de quien está físicamente cerca pero espiritualmente distante, ajeno a al imperativo de convertir la proximidad física en identificación espiritual (Bauman, 2005a). Por otra parte, quizá nuestro narrador no pueda dejar de reflexionar en que la literatura del turismo ha tenido un auge extraordinario o que la industria del turismo es la mayor del mundo, organizando especializados viajes hacia lugares de conflictos (ayer Cuba, Congo o Vietnam; hoy, Kosovo o Afganistán), o viajes para observar la deforestación que amenaza el ecosistema, o incluso curiosas exploraciones para tener contacto directo con inmigrantes clandestinos, patrullas fronterizas o centros de detención. Y quizá se pregunte: ¿acaso no existe también un turismo de la miseria? ¿Acaso, sobre las ruinas de la crisis económica actual, millones de desempleados —cuyas únicas raíces son la ruta, el viento, la lluvia y el sol— se desplazan en busca de trabajo y empleo?

Pero probablemente, el turista se podría confundir con otra figura social del caleidoscopio baumaniano: el vagabundo (Bauman, 1996), aunque la fluidez de la modernidad líquida tenga diferentes sentidos para ambos. El turista, pese a las incomodidades que pueda experimentar en su travesía, sabe que tiene un hogar adonde regresar, aun cuando sienta que ésta pueda ser una prisión. El vagabundo, aunque también carece de itinerario fijo, no se desplaza por voluntad sino por obligación, desarraigado de su lugar de origen por fuerzas poderosas y misteriosas que no puede resistir. Su errancia nomádica carece de poesía, exotismo o folklore y, a diferencia de los hippies de la década de 1960, su moral es menos "glamorosa", su ruta es generalmente más corta, y carece de gasolina, fuerza o dinero. La travesía del vagabundo puede ser la de un refugiado cuyo destino es elegido por otros, o la de un inmigrante asediado por los controles de inmigración (Bauman, 2004). Puede ser, incluso, la de un sospechoso potencial, o la de un nómada que ha hecho de su hogar un ente móvil, relevado de la noción de hogar en un territorio específico, vagabundo en su propio territorio o en territorios extraños. No se trata, en este caso, de un vagabundo cuya miseria esté socialmente aceptada o de quien, dispuesto a ser útil, decida permanecer sedentariamente dentro de una comunidad. El vagabundo es una forma de identidad expulsada, rechazada y estigmatizada en una contemporaneidad en la que la exclusión ha reemplazado a la pobreza. Condenado a vivir en un mundo inhóspito, candidato natural a la marginación, nómada sin otra elección que el movimiento, carente de un lugar que garantice su permanencia o en el que pueda enraizar, desecho de un mundo diseñado para paseantes o turistas, no tiene otra elección que viajar al ser expulsado de su país nativo, pero negándosele la entrada a otro; no sólo cambia de lugar, sino que pierde su lugar en la tierra (Bauman, 2004). Lanzado a un "no lugar", se ha convertido en metáfora de la extraterritorialidad: no puede regresar al lugar de donde vino, pero no tiene a dónde ir. El vagabundo, donde quiera que llegue, será un extranjero. De hecho, el vagabundo podría ser la metáfora perfecta del extranjero, es decir, aquella figura identitaria que se niega a permanecer confinado en tierras lejanas o a abandonar las tierras a las que he arribado; de ahí que desafíe a priori la simple estrategia de la separación espacial y temporal.

El extranjero no se mantiene a distancia segura; tampoco al otro lado de la línea de batalla siendo, por tanto, una amenaza constante para el orden de un mundo cerrado en sí mismo. El extranjero constituye una figura ambivalente, que desdibuja las líneas fronterizas que delimitan la construcción de un orden social particular y, al mismo tiempo, una figura amenazante porque, al estar "afuera", la suya es una atalaya externa desde la cual observar y evaluar a quienes están "adentro". Siguiendo a Bauman, la extranjería es, ciertamente, no-pertenencia y precariedad, pero también es alteridad que permite develar lo oculto y lanzar una mirada lúcida sobre la opacidad de lo establecido. Ella es pérdida provisional y carencia de certezas, pero también distancia y contrapunto —desde los márgenes— a todo universo que se supone acabado o perfecto. El extranjero se niega rotundamente a pertenecer, pero sabe, no obstante, que los límites y las fronteras que encierran el territorio de lo familiar pueden transformarse, asimismo, en una prisión. No es casual, entonces, la metaforización de los dilemas de la extranjería en el judío, pues los judíos han sido los vagabundos por excelencia, es decir, la metáfora más clara de la desterritorialidad, la esencia misma del desamparo y la ausencia de raíces, al tiempo que ha sido precisamente esta distancia lo que les ha permitido la "perspectiva total" que ofrece la no-pertenencia. (Bauman, 2005a).

Pero la extranjería se ha vuelto, según Bauman —siguiendo a Sartre, Camus y Kafka— una condición humana universal: la mayoría de nuestros contemporáneos son extranjeros, nosotros mismos también. La extranjería no es sólo un desafío al aquí y ahora, sino que ella misma se ha convertido en cotidianeidad. Extranjería es, así, la forma identitaria del individuo que habita en cada momento de su vida varios mundos sociales divergentes, desarraigado en cada uno de ellos. En otras palabras: el extraño universal. Si antes el vagabundo podía ser una figura marginal que no podía establecerse en ninguna parte porque ya había seres arraigados allí —la ciudadanía misma estaba ligada con el arraigo y la ausencia de una pertenencia fija significaba exclusión de la ley y de la comunidad— en la modernidad líquida:

las calles cuidadas se degradan, las fábricas desaparecen junto con los trabajos, las habilidades ya no encuentran comprador, el conocimiento se vuelve ignorancia, la experiencia profesional se vuelve una carga, las redes de relaciones laborales se desmoronan. Ahora el vagabundo lo es no por la dificultad de establecerse, sino por la escasez de lugares establecidos, con arraigo [...]. El mundo se está rehaciendo a la medida del vagabundo (Bauman, 1996: 29).

Pero, extranjero —o ¿vagabundo?— puede ser también cualquier de nosotros, pues "hace falta muy poco para que el arraigado se vea arrancado de sus raíces y para que el feliz y sosegado pierda su lugar al sol" (Wiesel, 1991: 19) por efectos de la reestructuración laboral traducida en exclusión social y cultural. O pueden ser los millones de emigrantes que deambulan por los caminos, los centenares de miles de personas expulsadas de sus hogares por la violencia política, las guerras y masacres tribales, los refugiados sin rostro despojados de cualquier identidad excepto la de ser refugiados sin patria, sin hogar y sin función alguna (Bauman, 2005b). Extranjeros pueden ser todos aquellos que, por cualquier motivo, son desgarrados de cuajo de su geografía, su lengua, su cielo y las fuentes de su tradición; o quienes no tienen otra elección que el movimiento. En fin, extranjeros pueden ser hoy, en palabras de Edward Said, todos aquellos que experimentan la grieta insalvable entre ellos y toda noción de hogar (Said, 1984). En última instancia: ¿alguien puede decir hoy que "pertenece"? ¿Quién de nosotros tiene el suelo seguro bajo los pies? ¿Dónde está el "hogar" y qué significa estar en él? ¿Dónde está el hogar, sea físico —espacio doméstico— o simbólico, en tanto espacio de identidad? ¿Cuál es el hogar cuando los confines territoriales están debilitados? ¿O cuando las fronteras son móviles, porosas, movedizas? ¿Cómo es el hogar en un mundo provisional, precario, frágil, desterritorializado? ¿Cuál es el hogar cuando vivimos en una época en la que los flujos móviles transforman las pertenencias construidas a partir de la residencia? ¿Dónde está el hogar en un mundo planetario habitado cada vez más por figuras nómadas, para quienes la falta de hogar es una condición elegida, y que recrean el hogar en cualquier parte? ¿Dónde está el hogar para alguien que, como afirma Rosi Braidotti, "lleva sus pertenencias esenciales con él/ella adonde sea que vaya, y puede recrear una base hogareña en cualquier lugar" (Braidotti, 2000: 49); o para alguien como Gloria Anzaldúa cuando asevera: Soy una tortuga; donde quiera que voy, llevo mi hogar? (Anzaldúa, 1990: 21).

La metáfora del viaje, y las figuras que sugieren movilidad, se han convertido, así, en un símbolo sugestivo en un mundo de flujo y turbulencia, creciente porosidad, permeabilidad de los confines y continuo cruce de fronteras, alentado por los medios de comunicación, la tecnología, el turismo, el consumo, etcétera. El desarraigo —elegido o forzado— y la vivencia del desplazamiento constituyen hoy experiencias centrales de nuestro tiempo. La rápida circulación de personas —agregada a la de "capitales sin lugar", y a la veloz diseminación de símbolos, ideas, imágenes, tecnología e información— vuelve central al "sujeto sin hogar". No sólo millones de seres humanos se encuentran en movimiento, sino que incluso aquellos que no se han movido de sus hogares experimentan el impacto del incesante movimiento a nivel planetario. Y entonces, cuando las partidas y los regresos raramente son finales, y la experiencia del movimiento produce nuevas contradicciones y complejidades del pertenecer, las trayectorias, desplazamientos, viajes y flujos constituyen no sólo experiencias del cambio de hogar y/o pertenencias originales, sino también experiencias para imaginar hogares alternativos o soñar con vidas mejores, sin excluir tampoco las pesadillas de la pérdida. Convertido el viaje en una multiplicidad de caminos en nuestro mundo fluido y mutable, ni los códigos culturales que permitían distinguir entre lugar de partida y llegada son vigentes, ni el hogar es definible en términos de una locación fija, ni es posible pensar que nuestro hogar era el único lugar donde no podían penetrar los extranjeros. El nuevo hogar puede quedar, entonces, inscrito en el intersticio entre de la imposibilidad de reconocer el origen (y recuperar lo propio) y una promesa —marcada por la incertidumbre— de encontrar un nuevo espacio de pertenencia; es decir, en una grieta sujeta tanto a una memoria de límites cada más precarios como a la posibilidad de imaginar nuevos mundos o vidas posibles. (Appadurai, 2001). El hogar puede estar, así, en cualquier parte; pero también en ninguna. O, fracturadas ya las nociones tradicionales de espacio, pertenencia y comunidad, el hogar se puede resignificar a través de una diversidad de lazos múltiples y parciales, inscritos entre lo local y lo global. Se puede reconstruir, también, con lenguajes, memorias, historias y culturas diversas. El hogar puede ser, entonces, el "desarme" del hogar homogéneo, del punto de vista único; o se puede resignificar en el desgarramiento entre el hogar que se lleva en la sangre y el que aparece formalmente en un documento de identidad. O se puede reconstruir en la experiencia diaspórica en la que el hogar no es definible en términos de un lazo vectorial único con un lugar de origen, aunque se mantengan nexos con éste —construyendo una narrativa común que es vivida, reproducida y transformada a través de la memoria, colectiva e individual— al tiempo que se crean nuevos hogares dislocados del hogar natal (Clifford, 1999).

Imaginemos que anochece. Sin tener muy claro hacia dónde dirigirse, nuestro narrador enfila sus pasos hacia la estación de trenes. Recuerda la aseveración de Bauman: "Todos estamos en movimiento" pero, a su vez, reflexiona en que la metáfora del viaje, del desplazamiento, ha sido central en la tradición occidental. ¿No estamos en movimiento desde que Dios expulsó a Adán y Eva del paraíso? Abraham obedeció el imperativo de moverse, para no regresar nunca a su hogar; Odiseo vagó durante 20 años hasta regresar a Ítaca; Edipo fue expulsado de su ciudad. Nuestro narrador ha llegado ya a la estación. No puede dejar de pensar que si el tren le había permitido al hombre perder las ataduras geográficas al acortar las distancias y posibilitarle viajes largos de manera frecuente, rápida y segura, la revolución científica ha modificado su vida al transformar radicalmente sus códigos de espacialidad y temporalidad. Si el tren había actuado en cada país como factor de constitución del Estado-nación integrando el territorio nacional, ahora el alcance de los medios de comunicación y las redes cibernéticas —que rompen fronteras, culturas, idiomas, religiones o regímenes políticos— construye nuevos territorios, que ya no son necesariamente los del país, la región o la ciudad. Si el tren había sido el ícono que simbolizaba el futuro, la informática produce un mundo sin cronología, de caótica diversidad. Si el viaje en tren permitía atravesar amaneceres y anocheceres desplazándose por mundos diferentes y permitiendo advertir los cambios en la geografía física y humana, la red cibernética procura vencer al tiempo en su afán de instantaneidad. Si el viaje en tren posibilitaba entablar relaciones de sociabilidad, convivencia y tolerancia con quienes viajaban en un vagón, la cibercultura ha creado una realidad fragmentada, virtual y simultánea. Sin embargo, nuestro narrador imaginario contempla, con asombro, que el movimiento de los horarios aparece incesante en los tableros electrónicos; que los itinerarios del ayer se entretejen con los del hoy, que los trenes viajan repletos, que el ferrocarril ha renovado su vitalidad a pesar de la relativa decadencia en que cayó después de la ii Guerra Mundial, cuando parecía haber perdido la batalla frente al automóvil o el avión; y que el tren convive con otros medios de transporte como expresión de la diversidad social y cultural de la sociedad. Mientras se pierde en las lejanías del inmenso y moderno andén, reflexiona que el ferrocarril no es sólo un vestigio del pasado al que sólo se pueda preservar con mirada nostálgica sino que representa una herencia patrimonial contemporánea, actual y cotidiana. El tren, el gran símbolo de la "modernidad sólida", no sólo no quiere desaparecer, sino que constituye también la gran metáfora del desplazamiento permanente, con sus llegadas y partidas, que es hoy nuestra realidad: el inconcluso viaje en el que todos, según Zygmunt Bauman, estamos inmersos. Y mientras se dispone a subir a su tren, nuestro narrador piensa que quizá la estación sea el espacio clave del viaje. Allí se espera, allí se desenvuelve el acto mágico de preparar la partida para introducirse a un mundo nuevo dejando el rastro de lo ya vivido en la idea de volver a reconocerlo. Finalmente, la estación del tren puede ser el tiempo en el que se encuentran el antes y el después, el nativo y el extranjero, el Yo y el Otro.

 

FUENTES CONSULTADAS

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NOTAS

1 La imaginación sociológica se entreteje, así, con la imaginación poética, encargadas ambas, de manera complementaria, no sólo de dar cuenta de la experiencia humana de "estar en el mundo", sino de ofrecer una profunda mirada sobre el modo como esas experiencias son construidas e interpretadas. Literatura y sociología rompen así los muros tras los cuales lo evidente parece "estar allí", descubriendo lo inasible, preguntando críticamente y develando lo escondido, aunque sin duda, sus maneras de interrogar y narrar sean diferentes. Si Sebald es un escritor que vuelve irrelevantes los límites entre ficción y biografía, Bauman —empeñado en traducir el mundo en textos— escapa a las fronteras disciplinarias y no vacila en destacar que literatura y sociología están lejos de ser ajenas. En este tenor, Bauman indica: "Debo señalar que mis profesores en Polonia nunca se preocupan por las diferencias entre 'filosofía social' y 'Sociología' propiamente dicha. Pero sobre todo, ellos consideraban a los novelistas y poetas como sus camaradas de armas y no como competidores o mucho menos como antagonistas [...]. Yo aprendí a considerar a la Sociología como una forma de aquellas numerosas narrativas, de muchos estilos y géneros, que dan cuenta, después de haberla primero procesado y reinterpretado, de la experiencia humana. La tarea conjunta de tales narrativas era ofrecer un insight más profundo del modo como esa experiencia fue pensada y, de ese modo, ayudar a los seres humanos para controlar sus destinos individuales y colectivos. En esa tarea, la narrativa sociológica no era superior a otra narrativa [...]. Yo, por ejemplo, me celebro de haber ganado a través de Tolstoi, Balzac, Dickens, Dostoievsky, Kafka o Thomas Mann muchos más insights sobre la sustancia de las experiencias humanas que de centenares de relatos de investigación sociológica. Sobre todo aprendí a no preguntar de dónde viene una idea, sino solamente cómo ella ayuda a iluminar las respuestas humanas sobre su condición, asunto tanto de la sociología como de las 'bellas letras'" (Bauman, 2003: 8-9).

2 Fluidez y liviandad metaforizan, para Bauman, la naturaleza del presente: lo fluido no mantiene su forma, sino que viaja fácilmente y sin obstáculo, y por tanto requiere estar libre de barreras, fronteras o puntos de vigilancia, y en el cual configuran una temporalidad anclada en un presente perpetuo que desconoce pasado y futuro, así como una espacialidad que disuelve pertenencias fijas: residir en un solo lugar, tener un solo empleo en la vida, etcétera (Bauman, 2002).

3 "Tercera ola", "sociedad informática", "sociedad amébica", "aldea global", etcétera. Véase al respecto Ortiz (1997).

4 Sin desconocer la tenaz persistencia de añejos troncos étnicos, religiosos o culturales.

 

INFORMACIÓN SOBRE LA AUTORA

Gilda Waldman Mitnick. Es Profesora Titular de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM. Estudio la Licenciatura en Sociología, Universidad de Chile. Maestría y Doctorado en Sociología, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM. Sus líneas de investigación: Sociología de la cultura, Literatura y sociedad, Historia y Memoria. Recientemente publicó: El rostro en la frontera, en Emma León (edit.): Los rostros del otro. Reconocimiento, invención y borramiento de la alteridad, Madrid, Editorial Anthropos, 2009, y Chile: desafíos para una sociedad desmemoriada, en Horacio Cerutti (coord.), La concepción de la utopía desde América Latina (en homenaje a Fernando Aínsa), Quito, Universidad de Helsinki-Editorial Abya Yala, 2009.

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