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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.8 no.16 Ciudad de México may./ago. 2011

 

Dossier: Formas de la alteridad

 

Formas de la alteridad: un reto epistemológico y político

 

Forms of Otherness: an epistemilogical and political challenge

 

Donovan Adrián Hernández Castellanos*

 

* Maestro en Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras-UNAM. Profesor de epistemología en el Centro Universitario Emmanuel Kant. Responsable de la asignatura "Corrientes fenomenológicas" en el Instituto Mexicano de Psicoanálisis. Correo electrónico: crudez2000@yahoo.com.mx

 

Fecha de recepción: 19 de septiembre de 2010
Fecha de aprobación: 16 de febrero de 2011

 

Resumen

¿Cómo se conoce lo "otro", es decir, cómo podemos pensar la diferencia radical e irreductible a lo "mismo"? ¿Y cómo nos relacionamos con ella? Occidente ha respondido ambas preguntas: con la ontología, la primera; con la ética y la política, la segunda. En este ensayo se muestra el funcionamiento de ambas estrategias a través de diversos escenarios de pensamiento (ontología, lenguaje, política), para mostrar cuáles son las formas de la alteridad que trabajan y son trabajadas por la filosofía en la que nos reconocemos. Al final se insiste en re-politizar el pensamiento de la diferencia desde la perspectiva de la democracia radical en tiempos de la globalización.

Palabras clave: Diferencia, lo otro, lo mismo, exclusión, lenguaje.

 

Abstract

How do we know and think about the radical and irreducible difference to the "same"? And how we relate to it? Western thought has answered both questions: with ontology, the first, with ethics and politics the second. This essay shows the operation of both strategies through various stages of thinking (ontology, language, politics) to show what forms of otherness works and are worked by the philosophy that we recognize. On the final I insist on re-politicizing the thought of difference from the perspective of radical democracy in times of globalization.

Key words: difference, the other, the same, exclusion, language.

 

¿Qué queda cuando se ha dejado de lado el aspecto
de la alteridad y el del
kratos?

Nicole Loraux

 

VARIACIONES FILOSÓFICAS DE UNA PREGUNTA (O SOBRE EL PESO DE LA ONTOLOGÍA EN UNA TRADICIÓN)

La escena platónica

Platón, entre las diversas oposiciones que su pensamiento regaló a las distintas lenguas de Occidente, se resistió de manera singular, en uno de sus diálogos tardíos, a la última antinomia, la más definitiva, a la oposición que la gramática cree cimentar entre lo Mismo y lo Otro; como si para el viejo filósofo ateniense tautón y héteron no fueran los íntimos enemigos que la ontología eleática cree que son; como si la ontología misma, en el fondo, hubiera sido engañada por una apariencia de oposición difícilmente reconocible, puesto que se rehúsa a la lengua misma y al principio de identidad que, creemos, rige los dominios de la lógica. En efecto, ¿qué es más difícil, qué introduce más confusiones en esa algoritmia aplicada que la declaración de la existencia del "no-ser"? Recordemos una escena platónica de la ontología. Como se sabe, Platón puso en boca del Extranjero de Elea de su diálogo El Sofista su pensamiento acerca de la alteridad. Para el maduro filósofo que concibió el trabajo del pensamiento como un intercambio que tiene lugar entre dos interlocutores, la escena dialéctica se enfrentaba a un problema fundamental, heredado del "Padre Parménides", a saber, la identidad entre el Ser y el pensar y la exclusión de su opuesto, el no-ser. Puesto que lo propio de la ciencia dialéctica, como se sostiene en ese texto, es dividir las formas por géneros y no considerar que una misma forma es diferente de sí, ni que una diferente es la misma (Platón, 1988: 253d),1 ¿no deberá el filósofo, en esto enemigo de su "otro" el sofista, ser capaz de dividir de cuatro maneras los géneros máximos de los que participan los entes, en lugar de propiciar la suspensión escéptica del juicio sobre lo ente en tanto tal? Encontrar la diferencia en el seno de lo que se presenta como lo mismo es tarea del dialéctico, quien, por su parte, se relaciona siempre con la forma del Ser mediante los razonamientos, "a causa, esta vez, de la luminosidad de la región" (Platón, 1988: 254b).

Entonces, el dialéctico deberá ser capaz de dividir de cuatro maneras el eidos de lo existente, esto es: a) distinguir una sola forma que se extiende por completo a través de muchas, las cuales están separadas entre sí; b) distinguir las formas, distintas las unas de las otras, que están rodeadas desde fuera por una sola; c) aislar una sola forma, pero constituida en una unidad a partir de varios conjuntos; y d) distinguir muchas formas diferenciadas, separadas por completo, además de encontrar la manera en que los diversos géneros se comunican entre sí, y cuáles no lo hacen. Así, el problema de la ontología platónica consiste en especificar cuál es la identidad y la diferencia entre los géneros máximos, lo cual implica aceptar la existencia del "no-ser", puesto que la forma del Ser no es diferente de sí y es idéntica consigo misma, mientras que no es la misma forma que la del Reposo y el Cambio, y así sucesivamente. Lo Otro como tal es lo no idéntico a sí mismo y al ser como forma, lo cual introduce una ambigüedad en el texto platónico, corriendo el riesgo de confundir el génos de lo Otro con el del no-ser, la negatividad pura de la ontología de la identidad como oposición irreductible. Por otra parte, en esta gigantomaquia no deja de ser irónico que sea un extranjero (xénos) venido de Elea el propio encargado de cometer "parricidio" en contra de los postulados de Parménides en suelo ateniense. Y sin embargo, El Sofista es testimonio de esa alianza entre el Otro y el Ser, entre el principio de alteridad y el ámbito más propio del pensar. Se diría que a pesar de todas las evidencias, Platón es el primer pensador de la diferencia; al grado de considerarla el quinto género en su teoría de las formas fundamentales, al lado del Cambio y el Reposo, y entre lo Mismo y el génos del Ser. Lo Otro es una forma que atraviesa todos los géneros, que en su unión selectiva asigna especificidad y diferencia entre la unidad y la pluralidad de lo que es (Platón, 1988: 255e).

No en balde Heidegger comenzó su obra magna El ser y el tiempo con aquel famoso epígrafe tomado del Sofista, en el que se hace énfasis en el asombro que ocasiona al pensar el fenómeno prístino del Ser puesto ante el horizonte de la temporalidad humana. Pero así como le achacamos al propio Parménides la confusión del ser con lo ente, eludiendo la diferencia ontológica, ¿podremos acusar al platonismo de haber confundido finalmente a lo Otro con la oposición a lo Mismo, suprimiendo en este desplazamiento semántico no sólo la diferencia ontológica —pues Platón también confunde al Ser con una forma, es decir, con un ente en general— sino, incluso, a la propia diferencia como tal?2 La metafísica entonces sería el doble olvido: del ser por un lado, y de la diferencia, de la alteridad radical, por el otro. Esa vieja pregunta resuena como un eco en el pensamiento contemporáneo. Pues, después de todo, "¿Qué queremos decir realmente con 'mismo' y con 'diferente'?" (Platón, 1988: 254e). ¿Será acaso una cuestión metafísica? ¿O es parte de la esencial antonimia que circunscribe nuestro lenguaje; es decir, de la manera en que construimos oraciones y enunciados, fruto de los trabajos de la lengua que anteceden siempre a las obras del pensamiento? ¿Será que, como ya vaticinaba Nietzsche, nuestro pensamiento, nuestra ontología, aquello que somos y decimos ser, no está libre de las redes del lenguaje?

La escena del lenguaje

El pensamiento entonces será una relación difícil con la alteridad primera e insalvable del lenguaje: la tiranía de la gramática. Lo que equivale a decir que es más bien una relación con el séquito de tropos y figuras idiomáticas con las que pretendemos dotar de unidad, esencia y existencia al mundo, bien como categorías constitutivas del esquematismo de la subjetividad (Kant), bien como estructuras formales halladas en las cosas mismas (Husserl), pero provistas por el discurso a la manera de metáforas, condensaciones, sustituciones y desplazamientos de significados que hemos olvidado que lo son. Ya el filósofo de la ciencia jovial escribía en 1873, que la diversidad de lenguajes es una clara prueba, enfática hasta la saciedad, de que por medio de las palabras no podemos llegar nunca a conocer las cosas en sí mismas, pues el lenguaje no es instrumento vacío de historia y de materialidad, sino que es fundamentalmente performativo, productivo, constitutivo incluso de la sensibilidad que anida en nuestro cuerpo. Del impulso nervioso a la imagen, y de la imagen a la articulación fonética, el cuerpo está imbuido de procesos de sustitución semántica (metaforización o metonimia) complejos, sobre los que ya no prestamos atención pues funcionan como maquinarias automáticas, como tecnologías de la percepción sensible. Este proceso de catacresis3 es, según Nietzsche, propio de toda formación de conceptos, entre ellos seguramente el de la alteridad. Pues toda "palabra se convierte inmediatamente en concepto desde el momento en que no debe servir justamente para la vivencia original, única, absolutamente individualizada, a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino al mismo tiempo, debe servir para innumerables experiencias análogas [...]. Todos los conceptos surgen por igualación de lo desigual" (Nietzsche, 2005: 90). Alteridad, en consecuencia, nombra en su generalidad todas las formas de la diferencia posibles; pero, ¿no será eso una violencia primera que ejerce el idioma sobre todo lo pensado? Puesto que el de alteridad no es, como creía el filólogo alemán, un concepto que nombre ninguna igualación en lo desigual, ni un mero antropomorfismo con el que construimos una imagen cultural del mundo, vivificándolo para la experiencia y el conocimiento.

Alteridad, por el contrario —según ha enseñado Derrida recientemente—, nombra la diferencia singular, siempre nueva, siempre irreductible; ajena incluso a todo antropomorfismo metafísico, como Foucault y Heidegger se empeñaron en demostrar el siglo pasado.4 La alteridad es un nombre que guardamos para todo lo Otro, lo que aún no ocurre, lo absolutamente nuevo cuyas formas no podemos prefigurar pero que desde lo porvenir se anuncian, e incluso pueden anunciarse como los heraldos de lo peor, de lo inhumano de la violencia extrema. Pero también nombra a todo aquello que la identidad de lo Mismo ha sometido, a su vez, a una violencia extrema, en el pasado tanto como en el presente. Violencia, por ejemplo, sobre las poblaciones expulsadas de sus territorios, inmersos en guerras civiles a escala internacional; expoliadas también de sus derechos políticos, civiles y humanos.

Auschwitz, los palestinos, las mujeres, los homosexuales, los negros sudafricanos en el apartheid, todos ellos son víctimas del etnocentrismo colonial, falocéntrico y genocida que ha acompañado a Occidente en su camino hacia la modernización, produciendo al mismo tiempo que las luces de la Aufklärung (Ilustración) la presencia ominosa y negativa de su Otro, concebido como opuesto: la violencia mortífera. Todas estas formas de la destructividad racional y calculada, de la necropolítica en suma, tristemente pueblan nuestro mundo y arrojan vaticinios pesimistas sobre la posibilidad de la convivencia política. Pero ya Walter Benjamin en sus "Tesis de filosofía de la historia" (1973) nos advertía del conformismo melancólico que comprueba, con sorpresa, que el mundo sigue su curso, cuando hoy día la violencia y la destrucción técnica de poblaciones enteras ha conformado su excepcionalidad como la regla del mundo en el capitalismo globalizado. ¿Qué hacer entonces con la voz del otro?

La escena política

Todavía dentro del ámbito de la ontología y típicamente griega por su vocabulario, Hannah Arendt sostuvo en la Condición humana que la pluralidad, no la alteridad, era el requisito sine qua non de la vida política. Sin embargo, y en esto reproduce el gesto platonizante que he mencionado atrás, la cualidad de los seres humanos de ser distinto "no es lo mismo que la alteridad" (2005: 206); pues la calidad de alteritas es uno de los cuatro atributos del Ser, trascendentes a toda cualidad particular. "En el hombre, la alteridad que comparte con todo lo que es, y la distinción, que comparte con todo lo vivo, se convierte en unicidad, y la pluralidad humana es la paradójica pluralidad de los seres únicos" (2005: 206). El discurso y la acción, sostuvo atinadamente la pensadora judeoalemana, son los únicos lugares en donde el recién llegado —la condición de la natalidad— puede mostrar su singularidad única, irrevocable, inexpropiable. Pero, ¿qué pasa entonces con la alteridad? ¿Planteamos una mala pregunta cuando interrogamos por toda condición de lo "otro" desde este significante? Quizá la ontología, que se pregunta únicamente por el Ser no sea el terreno desde el que se puede preguntar por la alteridad en general.

¿Será que a pesar de Platón, y debido a él, la pregunta por el Ser y la pregunta por lo Otro son antitéticas para nuestra lengua todavía metafísica? ¿La alteridad será entonces la promesa de una lengua por venir, capaz de poner en cuestión la metafísica y su dominio sobre nuestras experiencias de la diversidad?

 

EL SER Y EL OTRO

Se ha dicho también que las fuentes de las que brota el pensamiento de la alteridad son distintas de las que informan la tradición de la ontología griega, y que se oponen como dos hermanos separados: por un lado el pensamiento judío sobre la ley, por otro el pensamiento helénico sobre el ser. Ética y ontología disputarían así, una contra otra, el privilegio de la anterioridad. Tal proposición ha sido afirmada en nuestros días por Emmanuel Levinas, para quien la ética precede al esfuerzo por aclarar el sentido de la pregunta por el ser y propugna superar la clausura del pensamiento griego en la mismidad o identidad del ser, con la fundamental alteridad o apertura al Otro que distingue el pensamiento judío (Garrido, 1994). Esto no es gratuito, pues fue un filósofo que reivindicaba las fuentes hebraicas de la ley, y quizá la tradición teológica del judaísmo, quien defendió con mayor fuerza la idea de la anterioridad del Otro en contra de los esfuerzos destructores de la ontología contemporánea, que quizá no sean sólo destructores en el papel, pues "el ser se revela como guerra al pensamiento filosófico; [...] [y] la guerra se presenta como la experiencia pura del ser puro" (Levinas, 2002: 47). Después de los Lager5 (o para ser exactos, aproximadamente después de los años setenta del siglo pasado, cuando el genocidio se convirtió en un problema fundamental para el pensamiento crítico), ha sido imperativo reflexionar sobre los sistemas de pensamiento que nos constituyen en la modernidad, y cuestionar la clausura en la mismidad autorreflexiva que caracteriza la racionalidad en Occidente. Levinas encontraría la salida del totalitarismo de la identidad del ser en el pensar de la exterioridad pura, radical, anterior a toda relación, del Otro, y en la exigencia que aparece en su Rostro.

Como Alberto Constante ha apuntado agudamente, San Pablo, y con él todo el cristianismo hasta la modernidad, comprendió que el judaísmo, ese sujeto fiel a la memoria, que habitaba un libro como si fuera una patria y lo volvía infinito y abierto, representaba la presencia de una Otredad que el logos greco-cristiano no podía tolerar:

Fuera de la historia, ajeno al mensaje salvador de Jesús, testigo de lo intolerable por inasimilable, el "judío" atravesó la historia europea siendo el portador de una marca despreciable cuyo destino no podría ser otro que el de la asimilación o la desaparición. Quemar el Talmud fue el comienzo de una historia que culminó en la gran hecatombe de los cuerpos judíos en la gigantesca hoguera que los nazis construyeron como corolario del insostenible lugar de esa figura huidiza y extranjera en el seno de una civilización fundada en lo igual a sí mismo, es decir, en un logos doblegador incesante de toda diferencia. Auschwitz, es posible decirlo así, culminó lo que desde un comienzo habitó la conciencia cristiana, allí donde el "judío" fue definido como el responsable de la ejecución de Cristo y el causante de la postergación del fin de la historia y su corolario salvífico (Constante, 2009: 87).

Para Adorno y Horkheimer el antisemitismo ha sido constitutivo de la historia europea, permitiendo que durante el III Reich los judíos fueran marcados "por el mal absoluto como el mal absoluto" (Adorno y Horkheimer, 2005: 213), ideando nuevas formas de destrucción de la alteridad irreductible, irremediablemente otra. La lengua administrativa de la Alemania pre-nazi hablaba ya de "asimilación", como si la lengua quisiera acentuar el carácter de la extranjería insoslayable de los viejos herederos hebreos. Como señala el historiador Enzo Traverso, a los judíos se los condenó a resguardar el nombre de lo otro en su patria centroeuropea: "se nos impuso ser extranjeros" diría cualquiera de ellos. Pero, ¿qué hizo distinto el genocidio que conmovió al mundo de todas las matanzas coloniales, de las violencias en nombre de una falsa "autoctonía" que las sucedieron, y de las actuales guerras sin enemigo que caracterizan nuestro presente beligerante y tan ciego a lo político? Ciertamente no el genocidio mismo, puesto que de creerle a Bernard Bruneteau, sus tecnologías de exterminio fueron incubadas largamente en las experiencias coloniales, donde el enemigo fue animalizado, esto es naturalizado como animal de presa, reificando sus atributos humanos y disfrazándolos de formas de identificación con su medio (Bruneteau, 2006); como si lo humano fuera otro ardid más de la mimesis evolutiva y no una cualidad básicamente diferenciadora.

Si algo fue el genocidio nazi eso debió haber consistido en la instrumentalización de las vidas humanas en fábricas de la muerte, puesto que los nazis introdujeron a la guerra europea el repertorio de estrategias y tecnologías empleadas para dar la muerte a las víctimas del colonialismo. La diferencia del genocidio impulsado por los nazis fue el crimen administrativo y la ejecución industrial, que constituyen el crimen moderno por excelencia; que "puesto en práctica por una burocracia anónima, malogra la justicia, que no puede castigar colectivamente" (Brauman y Sivan, 2000: 24) como tristemente sabemos después de las experiencias de Argentina en la administración de Alfonsín, de Chile después de Pinochet o de Sudáfrica tras el apartheid.

Quizá, como señala el propio Bruneteau, después de la Guerra Fría y su consecuente pérdida del Enemigo ideológico determinante, Occidente ha generado una nueva relación con el Otro. Esta vez,

El campo de la alteridad ha migrado del exterior al interior de las sociedades que ya eran víctimas de la desintegración de sus lazos comunitarios. Lo que a veces llamamos con pereza "retorno del nacionalismo", o "repliegue étnico", no es, muy a menudo, sino esta voluntad de buscar al enemigo escondido, al Otro en las filas del Mismo. La política identitaria se muestra indiferente a las lógicas uniformizadoras de la democracia y a la extensión de la economía de mercado, y prospera en un mundo globalizado (Bruneteau, 2006: 311).

Y dicha uniformación como exigencia identitaria de la política democrática es justamente uno de los problemas que asedian nuestra concepción actual de lo político. Ya Carl Schmitt en su Prefacio a la segunda edición de Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual de 1926, defendía el concepto aristotélico según el cual toda auténtica "democracia estriba no sólo en que lo igual sea tratado como igual, sino que, como una consecuencia inevitable suya, lo desigual no sea tratado de manera igual" (Schmitt, 2008: 22-23). De donde el jurista alemán infiere que para una democracia es fundamental determinar primero la homogeneidad (sin que asigne criterios de ningún tipo para identificarla) y, "segundo —en caso necesario— la separación o aniquilación de lo heterogéneo"; y más adelante afirma: "La fuerza política de una democracia se revela en que sabe apartar o mantener alejado lo extraño y desigual, lo que amenaza la homogeneidad" (2008: 24). Pero, ¿cuál es el "caso necesario"? ¿Cómo se desprende lo homogéneo de lo extraño? ¿Cuáles son los procedimientos? ¿Desplazamientos forzados, limpiezas étnicas? ¿Son violentos por necesidad o contingencia? ¿Cómo se administran, o mejor, quiénes los administran? En el argumento de Schmitt todo concepto político es un concepto polémico que resguarda en su seno la posibilidad de distinguir entre amigo o enemigo, distinción antagónica por cierto, toda vez que enemigo como posibilidad óntica quiere decir para el jurista hostis, no inimicus en sentido amplio; usando la lengua griega "es pólemos, no ecthrós" (Schmitt, 2006: 59). Enemigo es todo aquél que, proveniente de un modo de vida otro, puede destruir el modo de vida propio que resguarda la igualdad sustancial de los iguales. Pero, ¿podemos seguir pensando en lo político de esta manera?

 

LA ESCENA DERRIDEANA

En diálogo con Mustapha Chérif, poco antes de su muerte, Jacques Derrida invitó a los filósofos a cuestionar el postulado de la homogeneidad como un pensamiento que no es privativo de la democracia, ni es intrínseco a su significado por venir. El pensador argelino-francés sostuvo que aquello que distingue la idea de la democracia de cualquier otro régimen político pensado por la tradición no es la autoctonía, que ha sido impuesta desde los griegos (la ciudadanía en consecuencia se naturalizaría como una letra inscrita en los propios cuerpos, como si el nacimiento biológico fuera criterio suficiente para resolver la cuestión de los derechos y obligaciones ciudadanas), sino el hecho de que la democracia, ese modelo sin modelo, acepta su propia historicidad, su propio devenir y por lo tanto la autocrítica de sus instituciones políticas. La democracia es el modelo político que puede estar en desacuerdo consigo mismo, ejercer la diferencia de sí como algo constitutivo y no extirpable en consecuencia. Por ello la democracia es una promesa, un acto performativo que compromete, en el presente, a inventar desde ya un futuro sin relaciones de dominación, donde las hegemonías actuales dejen de delinear el concepto de lo político. "La democracia —dice Derrida— siempre está por venir; es una promesa; y, en nombre de esa promesa, siempre es posible criticar, poner en cuestión, aquello que se presenta como democracia de hecho" (Chérif, 2007: 39).6

En consecuencia, la alteridad, la diferencia de sí, debe ser integral, constitutiva de lo democrático-político mismo, sin requisito previo de identificación con el Mismo (sea éste el mainstream como se apuntaba arriba, o la condición de sobreexplotación capitalista actualmente padecida). Pero, ¿hasta donde puede llegar este "deber de alteridad" cuando hoy constatamos que el "derecho de hospitalidad" es sustituido por la xenofobia en las formas más reactivas del pasado? ¿Qué tan pasado es el pasado de violencia y oprobio en el que los "otros", los plurales, los diversos, son sometidos a la ley del Mismo (actualmente la ley del mercado)? Esta condición de "huésped indeseable" que atraviesa las formas actuales de la alteridad (desde la ley Arizona, hasta los palestinos desplazados en Israel y más allá), ¿puede ser remediada? Por lo pronto, desde la democracia como porvenir, estas formas de la violencia pueden y deben ser criticadas de manera enfática, y de hecho lo están siendo gracias a las estrategias de resistencia elaboradas desde la alteridad misma, desde la condición de extranjería de quienes padecen en carne propia los avances de la xenofobia anti-inmigrante en Estados Unidos, en Israel, en Darfur y en innumerables partes del globo. Conviene no olvidar lo que el propio Derrida señaló para golpear el narcisismo autocomplaciente de la idea etnocéntrica de Europa y su orgullo civilizatorio: "lo propio de una cultura es no ser idéntica a sí misma. No el no tener identidad, sino no poder identificarse, decir 'yo' o 'nosotros', no poder tomar la forma del sujeto más que en la no-identidad consigo o, si ustedes lo prefieren, en la diferencia consigo" (Derrida, 1992: 17. Cursivas del autor). Si esto es así, no podemos consecuentemente concebir ni imaginar ningún relato monogenealógico verdadero narrado por ningún dominador para legitimar su poderío; en todas las culturas que hemos conocido, la diferencia está irremediablemente implicada en los procesos de identificación que gobiernan lo propio de la cultura.

A la experiencia metafísica de la alteridad que he descrito en la tradición ontológica del preguntar en Occidente, ¿le corresponde una traducción político-institucional? De esta opinión parece ser Nicole Loraux, quien en su exposición de la fenomenología de lo político en la Ciudad griega, ha mostrado lo que sucede cuando, para pensar la identidad cívica, se sitúa en el terreno de lo Mismo y de lo Otro; se cree entonces elegir su campo, como si se lo pudiera concebir sin lo otro, y como si, inversamente, pudiera reivindicarse una pura posición de alteridad, sin relación ni perspectiva, como una entidad y no como un aspecto colectivo, societal, político. "Sin duda —escribe la antropóloga—, para convencerse de ello bastará con leer el Sofista; pero hay un uso cívico de esas polaridades filosofantes (lo Mismo y lo Otro, el Reposo y el Movimiento) del que Platón ama mostrar los impasses y la atracción siempre renaciente" (Loraux, 2007: 100); y, como a ella, ese uso cívico es el que me interesa. Quizá más que un mero "uso cívico" la separación entre lo Mismo y lo Otro sea la condición de posibilidad, el a priori histórico de la cultura, para fijar y delimitar las rejillas de especificación, y los esquemas en los que se conforma y produce la subjetividad. Kantiano en su estilo propio y peculiar, Michel Foucault abundó en la idea de que la manera en que los discursos organizan la sintaxis que mantiene unidas y ordenadas de forma regular a las cosas en el mundo que habitamos, obedece menos a un arte combinatoria —estructura y combinatoria diría Lévi-Strauss y Althusser junto a él— que a instituciones, prácticas, tecnologías, en fin, epistemes y dispositivos que reagrupan las marcas identificables en las que reconocemos el límite de nuestra identidad (lo Mismo) y conminamos, irremediablemente, al exterior árido de la mismidad todo lo que, para una cultura, es a la vez interior y extraño y debe, por ello, excluirse (para conjurar un peligro interior), pero encerrándolo (para reducir la alteridad); el viejo arqueólogo del saber consideraba así que "la historia del orden de las cosas sería la historia de lo Mismo —de aquello que, para una cultura, es a la vez disperso y aparente y debe, por ello, distinguirse mediante señales y recogerse en las identidades" (Foucault, 2005: 9).

La experiencia de la alteridad sería entonces la lectura de las estrategias de exclusión históricamente constitutivas de lo Otro; una historia de silenciamiento y oprobio, mas nunca la historia de lo Otro como Otro. ¿Pero, cómo reconstruir los relatos de la alteridad, si en principio ésta ha sido (de)negada en el transcurso de la historia, y también ha sido suprimida de los relatos y las narrativas con las que nos la allegamos? ¿Cómo podemos conocer un objeto que fue suprimido de los medios de conocimiento de que Occidente nos ha dotado? Evidentemente este es el contexto punzante en el que han debido detenerse a reflexionar todos los saberes de la alteridad y el testimonio, para actualizar el potencial político y justiciero de las memorias locales de las víctimas de la violencia en el pasado.

Como señalan Anabel Cucagna y colaboradores: "La alteridad funciona como una operación de distinción entre semejanzas y diferencias que designa y ubica a 'otros' desde la perspectiva de un 'yo' o un 'nosotros'. Por medio de una disyunción, la alteridad establece un vínculo entre identidades y llega a naturalizar la relación entre ellas" (Cucagna et. al., 2007: 60). Dicho proceso de naturalización u ontologización ha sido estudiado por Judith Butler, particularmente sobre las operaciones del género y su incorporación mediante prácticas sociales normalizadoras (Butler: 1998). Pero así como hay disyunciones que separan y distinguen (algunas, de hecho, oponen, como ha ocurrido con las violencias segregacionistas y el régimen de apartheid), Derrida ha mostrado que también hay inyunciones del espectro que inauguran las políticas colectivas de la memoria, como formas del recuerdo social que exigen una justicia más allá del derecho. En este sentido, el espectro, las víctimas tanto como su recuerdo al cual se encuentran ligados quienes sostienen estas políticas de la memoria, se enfrentan al indecidible problema de la herencia; pues, ¿se es más fiel a la herencia de una cultura cultivando la diferencia de sí que constituye la identidad, o bien ateniéndose a la identidad en la que esa diferencia se mantiene concentrada, como hemos tenido ocasión de atestiguar con las violencias genocidas del siglo pasado? Este es el problema al que el llamado "multiculturalismo" ha dado la vuelta, despolitizando el ámbito de lo cultural con ese gesto. Lo mismo hace Levinas al señalar que el Otro es la trascendencia con respecto al Mismo, trascendencia en donde queda indeterminado si el Otro es el prójimo-igual-al-sí-mismo o la alteridad radical de Dios.

En cualquier caso, en esa diferencia en el seno de lo Otro, el predominio de la ética ha contribuido a borrar, o suprimir, la presencia de lo político en las relaciones entre los diversos (como los llama Hannah Arendt), pues si cualquier otro es cualquier radicalmente otro entonces ya no se puede distinguir entre una pretendida generalidad ética y la fe que se vuelve hacia lo divino.7 Como han señalado por su parte Derrida y Martínez de la Escalera (2008), el predominio de lo ético sobre lo político no supone el avance de la buena voluntad en el mundo, sino la despolitización activa del discurso, por ejemplo, de los derechos humanos, sexuales, etcétera; en donde la buena conciencia inmoviliza la posibilidad de comprender lo político desde un pensamiento de la diferencia de sí. Esto es urgente en un contexto en el que el "en el mundo entero, la europeización, la occidentalización, la americanización, con sus fracasos y progresos, engendran convulsiones, sordas revueltas, ilusiones, decepciones, formas alienantes de repulsión/atracción, todo ello agravado por la mundialización de las fracturas y las desigualdades" (Chérif, 2007:14). Y sobre todo, donde la ideología del progreso ha dado lugar a nuevas oposiciones determinantes en el escenario político, como las que tienen lugar, supuestamente, entre Oriente y Occidente, o las que dividen el globo en el capitalismo financiero entre Norte y Sur, con sus inevitables correlatos de exclusión de todo lo Otro que el ser. Después de todo, como afirma Geoffrey Bennington, el pensamiento de la alteridad absoluta tiene necesidad de expresar la alteridad en el lenguaje filosófico del logos griego: "si el pensamiento judío es distinto al pensamiento griego, no puede serle totalmente externo, sino replegado" como una figura no envolvente que atraviesa la ontología con la ausencia del Otro (Bennington, 1994: 306).

 

FIGURAS DE LA ALTERIDAD CONTEMPORÁNEA

A estas experiencias dañadas de la exclusión se aplica muy bien el testimonio desesperado del historiador judío Itzhak Schipper, quien justo antes de ser deportado a Majdanek dijo:

La historia está escrita en general por los vencedores. Todo lo que sabemos acerca de los pueblos asesinados es lo que sus asesinos han tenido a bien contar. Si nuestros enemigos logran la victoria, si son ellos los que escriben la historia de esta guerra [...] también pueden decidir borrarnos completamente de la memoria del mundo, como si no hubiéramos existido jamás (Shipper, citado en Ertel, 1993: 23).

Frente a este nihilismo paralizador, la historia, la filosofía, la antropología, la estética, las ciencias del lenguaje y la sociología deben recordar que, pese a todo, como bien ha insistido Didi-Huberman, podemos reconstruir los hechos de violencia y las supresiones que los dominantes introducen a la historiografía, debido fundamentalmente al valor del testimonio, no sólo como prueba jurídica, sino como archivo y memoria de lo que la hegemonía quiere olvidar. Después de todo lo que Derrida ha escrito sobre el texto (o sobre el archivo), como el doble juego marcado en ciertos lugares decisivos por una raspadura que deja leer lo que oblitera, inscribiendo violentamente en el texto lo que pretendía ordenarlo desde fuera, podemos decir que "deconstruir" el discurso de la hegemonía "sería así pensar la genealogía estructurada de sus conceptos" (por ejemplo, Solución final, desaparecidos, Sonderbehandlung —"tratamiento especial"—, etcétera; todos los eufemismos y las mentiras de la lengua dominante, como los "desplazados" hoy en Israel) de la manera más fiel, más interior, pero al mismo tiempo desde un cierto exterior incalificable por ella, innombrable; determinar lo que esta historia ha podido disimular o prohibir, haciéndose historia por esta represión interesada en alguna parte (Derrida, 1977). Nombrar lo innombrable, exhibir la exclusión por la cual una identidad hegemónica se constituye dejando fuera algo "exterior" a ella, lo no-mismo, la diferencia de sí, la alteridad constitutiva, es la tarea del pensamiento, pues la alteridad habita ahí.

Quizá por ello sea preferible no hablar de la alteridad en términos de "formas", simulando el vocabulario metafísico de las entelequias que se realizan en una "materia" sometida a su influjo, sino de "figuras" de lo Otro, plurales y diversas en su constitución histórico-política, para evitar el restablecimiento de nuevas dicotomías reductivas de toda diferencia; como de hecho le sucede a la teoría contemporánea, que supone que "la filosofía occidental, y quizá toda filosofía, ha sido construida en torno a un sujeto singular" (Irigaray, 1995: 7).8

Ciertamente Occidente se ha constituido como un sujeto con capacidad máxima de acción, defensor de su propia soberanía y de su identidad sin fisuras ante el resto del globo, pero los acontecimientos recientes han demostrado estrepitosamente la falacia de esta auto-concepción complaciente. Como Susan Buck-Morss ha señalado en su libro Thinking Past Terror (2003), actualmente la esfera pública global se encuentra en un proceso de transición de las viejas formas de la hegemonía nacional a la participación activa del globo en su conjunto; hecho que ha generado formas de violencia como los ataques del 11 de septiembre de 2001, pero también nuevas formas de resistencia en contra de las manifestaciones sintomáticas de la violencia global del capitalismo. Entre estas nuevas resistencias e interlocutores se encuentra el Islam, que tiene una vocación política que debe ser atendida. Porque, en el fondo, lo que ha sido alarmante de los recientes ataques (que en nada son nuevos) es que su objetivo, su interlocutor y su mensaje son absolutamente inubicables e infinitamente repetibles: todos hemos visto las grabaciones hasta el cansancio, sin embargo, ¿sabemos acaso quién fue el sujeto agredido en aquellos ataques? Podría decirse que el Imperio y su ideal opresor de dominación global mediante la ampliación de mercados, pero, ¿ello explica el hecho de que, entre la numerosa población estadounidense, también hallan muerto personas provenientes de América latina, y trabajadores de intendencia que no necesariamente representan a la burguesía ni al american way of lije? Y que estas poblaciones vulnerables hayan sido agraviadas en el mismo acto, ¿no complica las conclusiones fáciles según las cuales el sujeto Imperio era el único interpelado?

Ciertamente no existe hoy en día ninguna esfera pública global en la cual las relaciones de violencia, de poder y dominación del pasado hayan podido ser destronadas finalmente, pero, como señala Buck-Morss, su mera invocación por parte de los intelectuales y las estrategias de resistencia en contra de la opresión y formas de violencia contemporáneas, le da domicilio a ese espectro de la justicia como un acto performativo que promete un porvenir otro, irreductible a la violencia que hoy vivimos. Así, "la noción de lo 'global' por sí misma circula globalmente hoy, describiendo y generando discursos de cambio social" (Buck-Morss, 2003: 22). ¿Acaso esa reapropiación del discurso sobre lo global podría abrirle la puerta a las nuevas figuras de la alteridad para construir una democracia radical?

 

FUENTES CONSULTADAS

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NOTAS

1 El autor cita aquí la obra platónica siguiendo el uso ya instalado entre los especialistas y en las mejores ediciones de los Diálogos que consignan, en numeración marginal, página (arábigos) y párrafo (letras a-e) de la antigua edición de Enrique Estéfano (París, 1578). [Nota del editor].

2 De esta opinión parecen ser algunos autores, para los cuales habría en el Sofista una doble utilización de la noción de lo "diferente", o lo "otro" —to héteron—, en la primera de las cuales lo "diferente" sería sinónimo de "no-idéntico", una definición privativa; mientras que en el segundo empleo, a partir de 263b, su uso se mide como oposición a ciertas nociones, denotando lo "contrario" o la "antítesis" del Ser y lo Mismo. Dicha opinión es compartida por el propio Jean-Pierre Vernant, quien en su estudio sobre las tipologías de la alteridad en Grecia, sostiene que "Platón opone la categoría del Mismo a la del Otro en general" (1986: 16). Sobre este problema pueden consultarse las notas que Luis Cordero introduce en su traducción y comentarios al Sofista, en la edición de Gredos (1988: 446ss). Así para Levinas la historia de la ontología occidental se piensa como la oposición que tiene lugar entre el esfuerzo por abrir la cuestión del Ser y el ocultamiento de la alteridad. Probablemente estas anfibologías sean muestra de la retoricidad básica del lenguaje, así como de la manera en que las oposiciones del discurso se deconstruyen si ejercemos sobre ellas sus operaciones y efectos de "o-posicionamiento", una lectura atenta, como sugirió en su momento Jacques Derrida.

3 Catacresis (del latín catachresis, que deriva a su vez del griego á , uso indebido), se refiere fundamentalmente al tropo que consiste en dar a una palabra un sentido traslaticio para designar algo que carece de nombre especial; por ejemplo, "la hoja de la espada"; "una hoja de papel". [Nota del editor].

4 Lo que significa que lo Otro no necesariamente tiene que ser fijado en las formas levinasianas del prójimo, la huérfana y el extranjero, aunque no las excluya tampoco. Pensar que lo Otro sólo puede ser el Otro prójimo reproduce ya un primer etnocentrismo constitutivo del filosofar en Occidente, según el cuál sólo lo propio, lo idéntico a sí, puede ser pensado mientras que todo lo que implique una diferencia de sí es inmediatamente rechazado, excluido, segregado, eliminado porque introduce una lógica heterogénea que no se doblega al principio de identidad. ¿O creer que todo lo Otro que no se reduce a las figuras conocidas de lo humano es lo antagónico no ha llevado a excluir de las relaciones sociales a las diferencias que parasitan a lo Mismo? Mujeres, gitanos, judíos, palestinos, negros, homosexuales, disidentes, todos ellos reclaman para sí la figura de la extranjería dentro de una cultura mayoritaria (Gayatri Spivak la ha llamado de manera tradicional mainstream); pero también la reclaman todos los "otros" que no son ántropos ni áner (ciudadano, masculino, adulto, nacido en la tierra) como los animales, el medio ambiente, etcétera, que exigen y requieren de cuidados, incluso de derechos. Por tanto, el otro no es necesariamente el prójimo, tampoco requiere cuidados asistencialistas que lo disminuyan en tanto otro. Derrida, siguiendo a Walter Benjamin, ha hablado en Políticas de la amistad (1998) de la posibilidad de una amistad en la extranjería, de una amistad que no requiera una igualdad primera para realizarse sino que sostenga las diferencias, todas ellas, que son primeras fenomenológicamente, anteriores a nuestra venida al mundo, como condición de una política por-venir. Por su parte, "tanto para Heidegger como para Foucault, sólo sería posible pensar distinto una vez que el antropocentrismo de la modernidad sea abandonado y se recupere el pensamiento que se acerque al claro del ser, o una vez que las positividades que han organizado los aprioris históricos de una episteme se modifiquen tan profundamente que un nuevo orden de las cosas pueda tener lugar" (Hernández, 2010: 137-138).

5 Campos de exterminio de los nazis. [Nota del editor].

6 ¿La democracia entonces será similar a un ideal kantiano cuyo significado no puede ser llenado con ningún significante, que permanece vacío y flotante a la vez que es integrado en discursos que lo movilizan para realizar en su nombre lo mejor de lo político? Finalmente, ¿qué diferencias hay entre la "democracia por venir" de la que habla Derrida y la "democracia radical" de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe? Dejo estas preguntas a la reflexión del lector.

7 Derrida señala en Dar la muerte: "Mas, como Levinas no renuncia tampoco a distinguir entre la alteridad infinita de Dios y la 'misma' alteridad infinita de cada hombre, o del otro en general, no puede tampoco decir simplemente nada distinto de lo que dice Kierkegaard. Ni uno ni otro pueden asegurarse un concepto consecuente de lo ético ni de lo religioso ni, sobre todo y por consiguiente, del límite entre ambos órdenes" (Derrida, 2006: 96). ¿Será que a su manera particular también Levinas se encuentra preso de la indistinción schmittiana de lo teológico-político? ¿O debido a esa indistinción Levinas se encuentra en una posición desde la que es difícil abordar lo político en sí mismo? Este es un problema que amerita un ensayo independiente, me limito a señalarlo en este lugar.

8 Cabe destacar que para Luce Irigaray el gesto platónico por el cual del Mismo se desprende el Otro es dependiente de la diferencia sexual como una cesura que es, de hecho, estructural a todos los lenguajes conocidos por Occidente, lo cual ha supuesto, en su argumento, que la mujer se ha pensado como lo otro, la alteridad irreductible del hombre, y que éste último ha sido configurado por los sistemas de pensamiento falocéntricos como el Sujeto por excelencia, del cual todos los demás agentes sociales participan (en términos platónicos) y son una mimesis del original masculino. Aunque importante para el feminismo de la diferencia, considero este un argumento reductivo, puesto que, de creerle a Judith Butler (1998), Irigaray, en el fondo, sigue reforzando una postura heterosexista en el pensamiento de género, que reduce la diferencia a un binomio de opuestos estructurales mientras que el género, por su parte, incluye una serie compleja de actos performativos que lo reproducen y lo perpetúan, por lo cual también existe la posibilidad de ejercer políticas en resistencia contra la manera en que se ha gestionado el género desde las relaciones de poder estatales, que se fundan exclusivamente sobre el género heterosexual y normalizado. Pero sólo anoto esta acotación para comenzar a debatir nuevamente estos viejos problemas.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Donovan Adrián Hernández Castellanos. Es Maestro en Filosofía por la UNAM, en el área de Filosofía de la Cultura. Es profesor de epistemología en el Centro Universitario Emmanuel Kant, y también es responsable de la asignatura "Corrientes fenomenológicas" en el Instituto Mexicano de Psicoanálisis. También es integrante del Centro de Estudios Genealógicos para la Investigación de la Cultura en México y América Latina. Sus líneas de investigación son: la teoría crítica, la arqueología de los discursos sobre lo político, problemáticas de género y la filosofía de Jacques Derrida. Publicaciones recientes: el libro: La crisis en la cabeza. Reflexiones desde el pensamiento de Michel Foucault (2010), México, FFyL-UNAM/AFÍNITA. Artículos: "Arqueología del saber y orden del discurso: un comentario sobre las formaciones discursivas" (2010), en En-Claves del pensamiento. Revista de Humanidades: Arte, Filosofía, Historia, Literatura, Psicología. Año IV, núm. 7, Junio.

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