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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.7 no.13 Ciudad de México may./ago. 2010

 

Dossier: Crisis financiera, crisis estructural

 

La democracia en América Latina y la constante amenaza de la desigualdad

 

Latin American Democracies Under the Threat of Inequality

 

Petra Bonometti* y Susana Ruiz Seisdedos**

 

* Becaria de la Agencia andaluza de Cooperación Internacional al Desarrollo, para la gestión de proyectos de cooperación en Huancavelica (Perú); alumna de post–grado de la Universidad de Granada, España. Correo electrónico: <petrabonometti@yahoo.it>.

** Profesora contratada. Doctora del Área de Ciencia Política y de la Administración. Departamento de Derecho Público y Privado Especial de la Universidad de Jaén (España). Correo electrónico: <suruiz@ujaen.es>.

 

Fecha de recepción: 31 de julio de 2009
Fecha de aceptación: 21 de septiembre de 2009

 

Resumen

La transición democrática en América Latina ha hecho progresos importantes a lo largo de las últimas dos décadas. Sin embargo, en toda la región subsisten marcados déficits sociales. En este artículo se analiza el papel de la desigualdad en la debilidad de las democracias del subcontinente latinoamericano.

Palabras clave: Democracia, América Latina, desigualdad, corrupción, violencia.

 

Abstract

Democratic transition in Latin America has made an important progress in the last twenty years. However, strong social deficits persist all over the region. This article intends to analyze the role of inequality in the democracies of Latin American subcontinent.

Key words: Democracy, Latin America, inequality, corruption, violence.

 

INTRODUCCIÓN

En los últimos treinta años América Latina ha experimentado la transición y la consolidación democrática. Se han producido grandes avances para garantizar el derecho universal al voto, elecciones libres y transparentes y el acceso y la permanencia en el poder de los cargos elegidos; sin embargo, estos elementos no son suficientes para garantizar la solidez de los regímenes democráticos. Los acontecimientos recientes de Honduras son emblemáticos del riesgo de un retroceso autoritario y cómo éste puede materializarse de manera repentina.

La democracia en América Latina presenta elementos de debilidad relacionados con la incapacidad del Estado de extender los derechos humanos fundamentales a toda la población, requisito fundamental para convertir a los habitantes de un estado en ciudadanos a todo efecto y para garantizar la cohesión social, la participación, el sentido de pertenencia de la población hacia el Estado y el apoyo estable de la población a esa democracia, es decir, como elemento legitimador.

Pese a las diferencias entre todos los países de América Latina, algunas características comunes explican la debilidad democrática; la desigualdad es la más relevante, pues los mayores niveles de concentración de la riqueza mundial se encuentran en esa región. Las implicaciones son muy relevantes, pues la desigualdad que caracteriza a los países latinoamericanos se relaciona con la subsistencia de bolsas de pobreza e indigencia que chocan con los valores medios de riqueza de los países, siendo la mayoría de ellos de renta media y, en algunos casos, alta.

Se trata de una pobreza y de una desigualdad multidimensionales, que a la escasez económica agregan la falta de acceso a las necesidades y a los servicios básicos, la falta de oportunidad, la exclusión social y la discriminación. La discriminación social afecta a una pluralidad de grupos sociales (pobres, indígenas, campesinos, mujeres), creando así una masa enorme de excluidos.

La desigualdad afecta también, de manera directa, a las dinámicas políticas y la posibilidad de acceso al poder por la población. De hecho, la concentración de la riqueza y del poder implica el uso de instrumentos que permiten a los grupos privilegiados reproducir el statu quo. Esos instrumentos están representados principalmente por la violencia y la corrupción, fenómenos que alcanzan niveles elevadísimos en la región.

La inseguridad social es una de las mayores preocupaciones de la población latinoamericana, que además desconfía de la capacidad del Estado de desempeñar su función clave de protección.

Por otro lado, la corrupción debilita la cohesión social y reduce la posibilidad de construir un pacto social sólido entre la población. La desigualdad, a través de múltiples canales, impide la creación y consolidación de una base social bastante amplia capaz de sustentar el desarrollo de democracias sólidas y efectivas.

En las siguientes líneas, se tratarán algunos de estos temas, pues el objetivo de este artículo es evidenciar como, sin una acción decidida sobre las desigualdades, la democracia en América Latina tiene un destino muy incierto.

 

LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA

De 2005 a 2007 en muchos países de América Latina se celebraron elecciones democráticas, que contribuyeron en gran medida al mayor avance económico de las últimas décadas en la región.

Los resultados de la publicación anual de 2009 de Freedom House enseñan que 25 de las 35 naciones están clasificadas como libres, nueve son "parcialmente libres" y sólo Cuba está clasificada como "no libre" (Freedom House, 2009).

La clasificación de "libre" se refiere a un régimen electoral de tipo democrático donde el derecho al voto es universal, el acceso a las principales posiciones del gobierno se logra mediante elecciones, que son a la vez competitivas e institucionalizadas, y existen durante y entre esas elecciones diversas libertades políticas, tales como las de asociación, expresión, movimiento y de disponibilidad de información no monopolizada por el Estado o por un agente privado (O'Donnell, 2004).

Sin embargo, es posible distinguir entre un régimen democrático en sentido formal y una democracia de tipo integral. La segunda, más allá de una dimensión meramente electoral, se relaciona con su capacidad de incluir grupos sociales diferentes, de garantizar la libertad y el respeto de los derechos de toda la población, así como la posibilidad real de participar en la política de su país. Esas son las bases que a nosotras nos interesan, pues resultan fundamentales para el desarrollo sostenible de la humanidad.

Los avances democráticos

La observación del Índice de Democracia Electoral (IDE)1 sugiere que se han producido grandes mejoras desde 1977 (en un rango de 0 a 1, el valor era de 0.25) hasta hoy (valor de 0.87) en toda la región, y que los progresos más importantes se registraron entre 1977 y 1985.

En la actualidad, en todos los países de la región se reconoce el derecho universal al voto, pese a la permanencia de algunos problemas como el subregistro, las dificultades para la obtención de documentos de identidad o restricciones de voto a ciudadanos que viven en el extranjero. En la mayoría de las elecciones, desde 1980 no se verificaron irregularidades que influyeran de manera decisiva en el resultado, con excepción de República Dominicana en 1994 y Perú en 2000. Se han hecho relevantes progresos en la posibilidad de presentarse como candidatos y de expresar la propia preferencia electoral: el Estado ha mejorado su capacidad para garantizar la integridad física de los candidatos (con excepción de Colombia). También la efectiva ocupación de los cargos públicos por los candidatos ganadores ha aumentado, lo mismo que su permanencia durante los plazos establecidos. Además, a pesar de las caídas de gobernantes como producto de la movilización social, estas crisis casi nunca se han resuelto con intervención militar (ni siquiera en momentos de crisis como en Bolivia y Ecuador), lo que ha terminado con la secuela de golpes de Estado que caracterizaron el pasado reciente de América Latina. Sin embargo, el golpe de estado de Honduras de junio de 2009 constituye un inesperado paso atrás para las democracias centroamericanas.

Es probable que la disminución en los cambios violentos de gobierno sea resultado del rechazo de las experiencias de dictaduras sangrientas y corruptas. Por eso podemos decir que, aunque la población siente un cierto malestar hacia el funcionamiento de la democracia, no la cuestiona como mejor forma de gobierno (Latinobarómetro, 2008). Sin embargo, como veremos más adelante, la pobreza y la falta de bienestar ponen en riesgo esta postura en el largo plazo.

A pesar de los pasos que todos los países latinoamericanos han dado en los aspectos formales de la democracia, tenemos que profundizar nuestro análisis según una definición más amplia de democracia, que incluya el concepto de ciudadanía integral, formada por la ciudadanía política, civil y social, cuestión a la que nos vamos a dedicar en las siguientes líneas.

Una ciudadanía integral

La democracia se sustancia en la extensión de la igualdad jurídica a toda la ciudadanía; frente a un régimen autocrático, un régimen democrático convierte a los súbditos en ciudadanos si sus derechos fundamentales son reconocidos. Sin embargo, una verdadera democracia no sólo reconoce, sino que además garantiza, extiende y protege esos derechos.

En los países latinoamericanos, la incorporación de los principios universales de derechos humanos a través de la aprobación de la mayoría de los tratados internacionales, ha sido satisfactoria. Sin embargo, la puesta en práctica de los postulados teóricos de derechos humanos ha encontrado una multitud de dificultades desde las dictaduras militares americanas de los sesenta y setenta, a la crisis económica iniciada en los ochenta.

Se ha creado un panorama de grandes brechas entre los derechos políticos y los sociales y civiles: en la realidad actual los derechos humanos siguen siendo para amplios sectores de la población simples enunciados que no se traducen en una mejor calidad de vida. Dada la articulación indivisible que existe entre los diferentes derechos humanos y la democracia y el desarrollo es posible afirmar que no se logran avances relevantes en los derechos sociales, económicos y civiles. Los derechos políticos, tan difícilmente alcanzados en muchos países latinoamericanos, tienden a perder sentido; además, esas carencias impiden hablar de verdadera democracia y de desarrollo humano.

En este sentido, el concepto de ciudadanía se manifiesta en tres dimensiones fundamentales: política, civil y social (Machinea, 2004). Empecemos por la dimensión política.

No obstante los logros con respecto de la democracia electoral, la ciudadanía política sufre problemas relacionados con la participación y la representación. La participación es irregular y existen barreras para el ingreso de nuevos actores a la competencia electoral. Hay grupos sociales (en particular indígenas, afro–descendientes y mujeres) que tienen poca representación en el Parlamento. Además, la crisis de los partidos políticos dificulta la canalización de demandas ciudadanas, la representación de intereses diferentes y la educación de la ciudadanía (Cansino, 1995).

Asimismo, cabe destacar la persistencia de la interferencia del poder ejecutivo en el poder judicial, con todo y los logros en las reformas constitucionales para aumentar su independencia. En efecto, hay una concentración considerable de poder en el ejecutivo que pone en peligro la división de los diferentes poderes (legislativo, ejecutivo, judicial). Al mismo tiempo se produce una cierta interferencia de los poderes fácticos sobre los institucionales, lo que condiciona la capacidad de los gobiernos para dar respuesta a la ciudadanía.

Esos problemas se relacionan con la falta de control de la ciudadanía sobre el Estado, lo que resulta en la desafección hacia las instituciones. Según las encuestas de Latinobarómetro durante los últimos diez años el apoyo a la democracia por la ciudadanía se ha mantenido entre 53 y 63% (57% en 2008). Lo más destacado en esos porcentajes es la población que expresa indiferencia entre democracia y autoritarismo como condición para que mejore la situación económica. En particular, la desconfianza hacia la democracia se relaciona con los elevados niveles de desigualdad y los bajos niveles de movilidad social (Latinobarómetro, 2008).

Por otra parte, los importantes pasos dados en materia legislativa para la tutela de los derechos civiles, no se corresponden con la capacidad de los Estados de garantizarlos en la práctica. En América Latina, a pesar de la firma de los tratados internacionales y el reconocimiento de los derechos fundamentales en la legislación nacional, la aplicación efectiva aún se enfrenta con las actuaciones de grupos armados ilegales, y los organismos oficiales de seguridad a veces quedan fuera del control de los gobernantes electos.

La violencia ordinaria es alta, como muestra la elevada frecuencia de homicidios y actos de violencia contra las mujeres. Aunque todos los países hayan elaborado leyes contra la violencia familiar, el problema todavía es grave en la práctica cotidiana, sobre todo en entornos caracterizados por altos niveles de pobreza y bajos niveles de educación (CEPAL, 2007).

El ejercicio de los derechos de ciudadanía (en el ámbito del acceso a la justicia y de la posibilidad de obtener un proceso justo) está condicionado por el origen y condición social de la persona. Los grupos clasificados en las categorías más débiles en todos los países de la región, además de las mujeres, son los pobres, los inmigrantes y los indígenas. Ese panorama se completa con la subsistencia de carencias esenciales en la libertad de prensa y de la información, que permiten el abuso de poder a través de la manipulación discrecional de la información contra algunos sujetos.

El déficit social

A pesar de todo, la ciudadanía social es el campo en que subsisten los mayores problemas, que constituyen el origen de la falta de cohesión social y el factor más peligroso para la supervivencia y la efectividad de la democracia en América Latina.

El concepto de ciudadanía social incluye tanto la dimensión de las necesidades básicas como la de la integración social. La primera se refiere a los niveles de educación y salud y a la intervención estatal en el abastecimiento de los servicios básicos relativos, la segunda a los niveles de pobreza, desigualdad y desempleo (Ayuso, 2007b).

Aunque se hayan producido logros importantes en toda la región, la situación es aún grave. La mortalidad infantil es alta (33 niños muertos de cada 1000 nacidos vivos); la desnutrición afecta a 19% de los niños; la esperanza de vida aún no alcanza los 70 años. El gasto público medio en salud es de 3.3% del PIB. Aspectos fundamentales para asegurar ese derecho, como el acceso a cantidades suficientes de agua potable y a instalaciones sanitarias para la eliminación de excrementos humanos, todavía no están disponibles para toda la población (PNUD, 2008)

El derecho a la salud está vinculado con el nivel de riqueza, como demuestran algunos datos: el porcentaje de partos atendidos por personal especializado en Brasil era de 72% por 20 por ciento de la población (quintil) más pobre, que ascendía a 99% por el quintil más rico; en Bolivia ese mismo porcentaje varía entre 27% por el quintil más pobre y 98% por el quintil más rico. En Brasil, la desnutrición infantil revela una diferencia de 20% entre el primer y el último quintil (23% contra 2%).

En cuanto a la educación, destacan los progresos en el gasto público, que se ha duplicado entre 1980 y 2000, desde 3.1% hasta 6.3%. Sin embargo, los mayores progresos afectan a la extensión de la escolarización primaria, lo que es un óptimo punto de partida, pero no suficiente para crear un capital humano capaz de incrementar de manera duradera y decisiva el desarrollo de la región (PNUD, 2008).

La falta de integridad social constituye un problema aún más grave en la región. Los elevados niveles de pobreza, desigualdad y falta de empleo protegido y de calidad representan las mayores deficiencias de las democracias latinoamericanas. La falta de bienestar económico y de equidad social constituye una fuente de inestabilidad y fragmentación social, de frustración de las reformas económicas y de los progresos constitucionales y legislativos (Ayuso, 2007a).

En general, la evolución de los indicadores socio–económicos ha cambiado al principio del nuevo siglo. La pobreza de la región ha crecido entre 1980 y 2002 y luego ha bajado entre 2003 y 2007, como consecuencia del ciclo económico favorable y del aumento del gasto social en estos años.

En las últimas dos décadas del siglo XX más de 35% de los hogares eran pobres, es decir, que su ingreso no era suficiente para cubrir las necesidades básicas. Ese alto nivel de pobreza esconde situaciones de desigualdad, en términos de diferencias entre miembros familiares, entre zonas rurales y urbanas, y entre países (Milankovic, 2008). El porcentaje de los individuos pobres ha aumentado desde 40.5% hasta 43.8% en el periodo mencionado, lo que corresponde en términos absolutos a una variación desde 135 millones a 211 millones de individuos pobres en la región (PNUD, 2004).

Una mayor desagregación de los datos revela otra gran fuente de desigualdad; el grado de pobreza en las zonas rurales alcanza niveles que suponen el doble con respecto a las urbanas.

La pobreza entre 2002 y 2007 ha disminuido de 44 a 34.1% en la región. En particular, en el ámbito rural ha pasado de 61.8 a 52.1%, y en el ámbito urbano de 38.4 a 28.9%. Si bien los niveles generales de pobreza se han reducido, se mantiene la desigualdad territorial entre zonas rurales y urbanas. También la desigualdad entre países es elevada. Los países más pobres son: Honduras (79.1%), Nicaragua (67.4%), Paraguay (61.8%), Guatemala (60.4%) y Ecuador (60.2%). Los países menos pobres son: Uruguay (11.4%), Chile (20%), Costa Rica (21.7%) (CEPAL, 2008).

Aunque los niveles de pobreza sean chocantes, lo que destaca más son los enormes niveles de desigualdad: América Latina es la región que registra las mayores desigualdades del mundo en la distribución de recursos y de poder (O'Donnell, 2004). El promedio regional del índice de Gini2 es de 55.2, pero sube hasta 57 en Brasil, 58.4 en Paraguay, 58.6 en Colombia y 60.1 en Bolivia (PNUD, 2008). En Bolivia, el ingreso de 10 por ciento (decil) más rico de la población es 168 veces mayor del ingreso del decil más pobre (51 veces mayor en Brasil). El índice de Gini nunca desciende a niveles inferiores a 43% de Nicaragua. Y es que aunque se han producido algunas mejoras en los últimos años, la desigualdad se mantiene muy elevada.

Por otra parte, el desempleo ha aumentado en toda la región entre 1990 y 2002. En los últimos años, se han producido algunas mejoras, pues la tasa de desempleo ha bajado, recolocándose a 8.6% en 2006 (CEPAL, 2008). Sin embargo, la situación no ha mejorado lo suficiente en relación con la protección laboral, con el trabajo informal (44.9% en 2006), con la escasa calidad del trabajo y con la discriminación respecto de los grupos más desfavorecidos. La falta de empleo de calidad y de protección laboral y las discriminaciones laborales son factores que inciden muchísimo en las desigualdades sociales: en los países de la región, los ingresos laborales explican entre 71 y 92% de la desigualdad medida por el coeficiente de Gini.

El empleo femenino y juvenil se concentra en el sector informal o en sectores de baja productividad y rentabilidad. Pese a que se ha registrado una mejora paulatina entre 2002 y 2006 en diversos indicadores, los jóvenes y las mujeres tienen una posición abiertamente discriminada en el mercado del trabajo, lo que se manifiesta en la disparidad de los ingresos entre sexos y franjas de edad, en las tasas actuales de desempleo femenino (9.4%) y juvenil (12.9%) que han empeorado desde 1990, y en la deficiencia de la protección laboral. De hecho han proliferado las contrataciones consideradas atípicas y se mantiene la tendencia a la reducción del porcentaje de ocupados afiliados a sistemas de seguridad social y salud (CEPAL, 2008).

La crisis económica actual pone en serio peligro los avances económicos y democráticos que se han conseguido en América Latina en los últimos años. Los déficits sociales de la región intensificarán los efectos de la crisis, lo que repercutirá en el aumento de la desigualdad y el desempleo y afectará a las categorías más débiles.

A consecuencia de la crisis global que comenzó en 2008, las economías latinoamericanas decrecerán de 0.6% a lo largo de 2009 (Banco Mundial, 2009). Se tratará de una caída muy fuerte que se producirá a través de varias vías como la disminución de las exportaciones (que ya bajaron un tercio entre agosto y diciembre de 2008), de las inversiones directas extranjeras, del turismo, de las remesas (que constituyen hasta 24% del PIB en países como Honduras, Guyana y Haití).

La crisis en combinación con el déficit social de la región podría desembocar en un empeoramiento del empleo y de las condiciones de vida de las mujeres y de los jóvenes y de las personas pobres y marginadas. Según las previsiones de la Organización Internacional del trabajo (OIT, 2009), la desocupación afectará a 3 millones más de personas; los jóvenes, los pobres y los de menos educación serán los grupos más vulnerables. La crisis agudizará la discriminación laboral hacia las mujeres, cuya tasa de desocupación ya es 56% superior a la masculina. Además, empeorará la situación de las mujeres jefas de hogar, que representan un pilar básico de las familias latinoamericanas y un factor fundamental de protección social.

También se prevé que la crisis actual llevará a la pobreza a 6 millones de personas en la región en 2009 (Banco Mundial, 2009). Los más afectados por la crisis serán quienes se encuentran en las categorías más desventajosas y vulnerables a caer en los círculos viciosos de la pobreza, que se perpetúan a lo largo del tiempo (Martín, 2009). Como advierten la CEPAL y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), si la crisis global actual se prolongara un año más, no sólo se perderían los avances económicos y sociales recientes, sino que existe el riesgo de retroceder a la situación de los años ochenta. Esa situación pone en peligro el desarrollo democrático de la región, ya que la falta de equidad impide la sostenibilidad del desarrollo (FAO, 2008).

 

DESIGUALDAD: UN MONSTRUO CON MÚLTIPLES ROSTROS

Como hemos dicho en las páginas anteriores, los mayores problemas de las democracias latinoamericanas se vinculan con la carencia de derechos sociales y, en particular, con los elevadísimos niveles de desigualdad.

La desigualdad no sólo es un problema por sí misma, sino que también aumenta sus efectos negativos porque interactúa con otros fenómenos. Los altos niveles de desigualdad agudizan la pobreza y reducen la calidad de vida de la población. Además, afectan la cohesión social, porque en unión con la corrupción y la violencia reducen la calidad institucional y aumentan la conflictividad social. El objetivo de las siguientes líneas es profundizar en la responsabilidad de la desigualdad sobre las dificultades del desarrollo democrático de los países latinoamericanos.

La trampa de la desigualdad

A causa de la combinación de pobreza y desigualdad, la miseria en América Latina adquiere una forma particular. El nivel de vida es inferior al que cabría esperar según el nivel de ingreso nacional. La miseria que afecta a grandes sectores de la población no proviene solamente de la pobreza, sino que es básicamente una consecuencia de la distribución asimétrica de la riqueza. Si el nivel de desigualdad fuera igual al de países con similares niveles de desarrollo, la tasa de pobreza se reduciría a la mitad (Colburn, 1999). Esta situación reduce el impacto que el crecimiento económico podría tener sobre el combate a la pobreza; en cambio, existe una probabilidad alta de que ese crecimiento conduzca a mayores niveles de concentración de la riqueza en las manos de las élites, sin mejorar la situación de los pobres. Por tanto, no se pueden reducir sustancialmente los niveles de pobreza si no hay cambios en la distribución de la riqueza (Hoffman y Centeno, 2004).

El conjunto de desigualdad y pobreza configura una situación muy compleja que pone en serio peligro la estabilidad de la democracia en la región, ya que los derechos políticos no se acompañan de la efectiva extensión de los derechos civiles y sociales. En primer lugar, se configura un contraste muy fuerte entre economía y democracia. No es posible construir una democracia sólida sin asegurar bases económicas con niveles reducidos de pobreza y desigualdad (Ocampo, 2004). Los altos niveles de pobreza y desigualdad impiden la cohesión social y reducen el apoyo a la democracia por la población, que no percibe en absoluto la capacidad del gobierno de responder a sus demandas sociales. En esta situación no se puede excluir que, a largo plazo, la población apoye un régimen autoritario si éste pudiera dar respuesta a sus demandas de bienestar.

La distribución desigual de la riqueza es un problema antiguo, cuyo origen puede rastrearse en la historia colonial de América Latina. Sin embargo, hay evidencias que indican que desde los años setenta, ese fenómeno se ha agudizado en toda la región, como consecuencia de la crisis de la deuda de los años ochenta y de las políticas neoliberales implicadas por los planes de ajuste estructural (Boron, 2003).

La desigualdad siempre ha sido una constante esencial y definitoria de la región hasta configurar un sistema rígido caracterizado por una movilidad social mínima a causa de la interacción entre las variables de raza, género, clase y zona geográfica, y del sistema de tenencia de la tierra heredado de la conquista colonial (Hofmann y Centeno, 2004). El fracaso de los programas de ajuste estructural impuestos por los organismos financieros internacionales, contemporáneos a la transición democrática en la mayoría de los países democráticos, condujo a una desconfianza generalizada de la población hacia la democracia. En particular, la implantación de los principios neoliberales del Consenso de Washington desembocó en un aumento de la percepción de inseguridad económica del que se acusó el binomio democracia–mercado (Rodrik, 2001).

De hecho, las transformaciones políticas y económicas produjeron una situación paradójica en las sociedades de América Latina. Estas sociedades en vías de desarrollo en que las demandas sociales se expresan en un contexto de libertad política (democracia) y libertad económica (mercado) deberían llevar a mecanismos de crecimiento económico y fortalecimiento democrático. Sin embargo, en contextos de pobreza y desigualdad, las libertades políticas y económicas no recogen demandas sociales efectivas, en el sentido de que no hay una faja de población suficientemente extendida y representada que exprese sus necesidades. El resultado es que las reformas políticas y económicas no generan ni desarrollo económico ni desarrollo democrático.

La mejora de la situación actual de las democracias latinoamericanas tiene que considerar el sistema político de cada país junto a lo económico; el desafío mayor es la resolución de las tensiones entre los dos. Por eso, la búsqueda de estabilidad democrática debe priorizar los problemas de la pobreza y de la desigualdad, ya que niveles aceptables de bienestar e igualdad son condiciones imprescindibles para que la democracia se instale sólidamente en la región.

La pobreza y la desigualdad deben combatirse a través de los instrumentos de la democracia. La difusión de la ciudadanía integral a la mayoría de la población puede alcanzar una mayor cohesión y estabilidad social, que son los requisitos del crecimiento económico (Ocampo, 2004), creando de esta manera un círculo virtuoso de consolidación democrática y aumento del bienestar económico y social.

La desigualdad y los instrumentos del poder

El enlace entre economía y democracia afecta de manera directa la construcción de una base social y la capacidad estatal de garantizar los derechos sociales y, además, la percepción ciudadana hacia la democracia.

La desigualdad y la inefectividad del Estado pueden hundir la capacidad de presión de quienes están en la base de la sociedad para mejorar su calidad de vida, porque afectan negativamente los procesos de representación ciudadana, las decisiones de gasto social, la garantía de protección y de seguridad de la población.

La reducción de lo público, producto de las reformas económicas de los años ochenta, ha permitido fenómenos de captura del Estado por parte de los poderes fácticos: las élites privadas que ejercen el poder económico toman las decisiones políticas a través de mecanismos informales y los poderes criminales mantienen un espacio de acción muy amplio (PNUD, 2004).

Como profundizaremos en el párrafo siguiente, la violencia y la corrupción son factores vinculados con la desigualdad y con la incapacidad estatal. Por un lado, en presencia de desigualdad, de carencia de estructuras públicas y autoridades políticas eficaces, la violencia y la corrupción constituyen herramientas a través de las cuales las élites de poder y los poderes fácticos reproducen su poder al margen de los mecanismos institucionales que tendrían que garantizar la participación y representación de toda la población, pese a su condición social y económica.

La relación entre desigualdad y violencia

El tema de la conflictividad en América Latina adquiere particular importancia, ya que la mayoría de los países cuenta con experiencias de regímenes autoritarios. En la evolución hacia la democracia se han dado varios momentos de tensión institucional y de elevado conflicto social que a menudo han desembocado en la caída del poder de varios presidentes.

La presencia endémica de la violencia es un problema de gran relevancia para América Latina. La región tiene una tasa de homicidios de 26 casos por cada 100 mil habitantes, lo que triplica la media europea (8.9), y se aleja mucho de la tasa mundial (8.8) (PNUD, 2008). Además, a diferencia de lo que ocurre en Europa, en América Latina los crímenes van en aumento. La violencia en América Latina y el Caribe es una de las preocupaciones ciudadanas prioritarias para la calidad de vida de todos los sectores sociales. Colombia, Venezuela, Guatemala y El Salvador se ubican entre los países con la mayor tasa de homicidios en el mundo.

Además del sufrimiento social, la violencia trae consigo elevados costos sociales que a menudo sobrepasan el gasto social. La violencia en América Latina ha adquirido una dimensión peculiar, conectándose con la situación de desigualdad difundida en la región y el ejercicio del poder por las minorías privilegiadas.

La visión clásica de la violencia, según la economía política del desarrollo, es su consideración como elemento favorable para las actividades productivas a través del monopolio de la fuerza por el Estado (Olson, 2000). En América Latina, ese monopolio no ha sido asociado con mejores condiciones para el crecimiento. Al contrario, la violencia ha sido la modalidad de reproducción de las élites económicas porque la dependencia de los estados latinoamericanos de la ayuda financiera internacional hizo que la legitimación del poder del Estado no se fundara sobre el consenso colectivo. En ese contexto, la violencia ha permanecido como instrumento de perpetuación de las desigualdades por parte de los grupos criminales o por los militares que actúan por cuenta de las élites de poder (Castellano y Lizárraga, 2006).

La relación entre desigualdad y violencia se produce también en la dirección opuesta: la desigualdad actúa sobre los niveles de conflictividad social y sobre la duración de los conflictos. La desigualdad es un factor importante de fomento y, sobre todo, de alargamiento de los conflictos (Muñoz de Bustillo Llorente, 2007) porque actúa a través de canales importantes con los que está estrechamente relacionada (contextos económicos de estancamiento o recesión, pobreza difundida, fracaso del Estado en el cumplimento de sus funciones, utilización patrimonialista de sus recursos y existencia de fuentes de rentas fácilmente apropiables).

En el marco de una visión pragmática del conflicto, la motivación a activarlo o alargarlo depende de un cálculo costos–beneficios en términos de percepción de los actores de las posibles ganancias o pérdidas conectadas al mismo. La viabilidad del conflicto como elemento explicativo de lo mismo tiene importantes consecuencias en términos de creación de instituciones representativas y de canales de diálogo, elementos esenciales para la resolución no–violenta de los conflictos. En este sentido, la implantación de la democracia y el potenciamiento de la participación es una línea de actuación esencial porque promueve una mayor inclusión social y una dialéctica pacífica entre individuos y grupos diferenciados. La democracia en sí no elimina las posibilidades de conflicto, sino que pretende ofrecer un sistema jurídico–político para garantizar la interacción pacífica y resolutoria de los mismos.

Es necesario fortalecer el rol del Estado y su competencia central en la provisión de seguridad como bien público. La presencia de la violencia cotidiana representa el síntoma del hundimiento de las capacidades del Estado de desempeñar sus funciones, a menudo por haber sido privatizadas de facto, por lo que se crea una situación en la cual grupos privados controlan los recursos colectivos para su propio interés. Por tanto el fortalecimiento de las instituciones públicas y de su capacidad de provisión de bienes públicos (entre ellos seguridad) constituye una herramienta fundamental de la estrategia de lucha contra los conflictos sociales.

En contraste con las consideraciones anteriores, las encuestas del Observatorio de las Élites Parlamentarias Latinoamericanas (2009) a los diputados latinoamericanos revelan su percepción acerca de la escasa eficacia de las instituciones democráticas para la consolidación de la paz y de la estabilidad social. Esa desconfianza se explica a luz de la presencia de factores que hacen menguar la calidad institucional de las democracias de la región.

Fenómenos como la captura del Estado y la corrupción tienen una relevancia central en el hundimiento de la percepción colectiva hacia la democracia y la capacidad del Estado en dar respuesta a las demandas colectivas y a la provisión de los bienes públicos, como la seguridad.

La relación entre desigualdad y corrupción

De acuerdo con el Informe 2008 de Transparencia Internacional, América Latina es una región muy afectada por la corrupción: su nivel medio (3.6)3 es el peor respecto de las demás regiones del mundo, con excepción de África (2.9) y las economías de transición de Europa Oriental (3.0). Los países más corruptos según dicho informe son Haití, Venezuela, Ecuador y Paraguay.

La perspectiva de los estudiosos de Ciencias Políticas y Económicas sobre la corrupción se ha ido transformando de manera relevante a lo largo del tiempo. Hasta mediados de los años ochenta, prevalecía la opinión de que la corrupción podía ser un factor positivo para la eficiencia económica (Leff, 1964; Huntington, 1968) y el crecimiento económico (Lui, 1985). A partir de los años noventa, la mayoría de los estudios sobre el tema empezaron a considerar la corrupción como una amenaza para los procesos de crecimiento económico y de desarrollo (Shleifer y Vishny, 1993; Mauro, 1995; Owoye y Bendardaf, 1996), las inversiones extranjeras, el libre comercio. En particular, se demostró que la corrupción incrementa la pobreza (Li, Xu, Zou, 2000) y reduce el crecimiento económico (Wei, 1999).

Además, la corrupción afecta la distribución de los recursos públicos: por un lado, impacta sobre las finanzas públicas y aumenta la regresividad del sistema fiscal; por otro lado, desvía el gasto público desde la maximización del bienestar social hacia inversiones de capital improductivas que permiten extraer mayores sobornos (Tanzi y Davoodi, 1997). En particular, la corrupción está relacionada con un mayor gasto militar (Gupta, Mello y Sharan, 2000) y menores gastos sociales en servicios básicos como educación y salud (Gupta, Davoodi y Tiongson, 2000).

Sin embargo, en la literatura de las ciencias económicas y políticas ha prevalecido una perspectiva neoliberal que adopta una concepción de la corrupción limitada al abuso de rol público para beneficio privado (Transparency Internacional, 2001). Esa definición limita el fenómeno al sector público e incita a pensar que para solucionar el problema de la corrupción es necesario reducir el tamaño del Estado, a través de la privatización y el aumento de la competencia en el mercado.

En la realidad, no es el tamaño del Estado el factor que más incide en los niveles de corrupción, sino la desigualdad y la calidad institucional. Esa relación entre corrupción y desigualdad se produce en ambas direcciones y tiene mayor efecto en regímenes democráticos (You, Khagram, 2004).

Por un lado, corrupción y desigualdad se refuerzan mutuamente creando un círculo vicioso; en este sentido, la corrupción "cumple con su deber" en cuanto instrumento de las élites para manipular las instituciones a favor de sus intereses y de la consolidación de su poder, lo que incentiva y aumenta las oportunidades de recurrir a actos de corrupción para perpetuar esta situación de privilegio. Este mecanismo explica la persistencia de ambos fenómenos, corrupción y desigualdad. Por otro lado, la desigualdad tiene un papel fundamental en ese círculo, ya que, a través de la corrupción, se produce una reducción del tamaño del Estado y de la calidad de la política y de las instituciones, lo que provoca el desvío de las políticas de bienestar colectivo hacia intereses particulares, disminuyendo los gastos sociales y aumentando la regresividad del sistema fiscal.

El efecto de la desigualdad sobre la corrupción es mayor en las democracias que en las autocracias, porque en estas últimas la imposición violenta sustituye la corrupción en la toma y en el mantenimiento del poder. Esto significa que las democracias son los contextos más vulnerables para la interacción entre desigualdad y corrupción, y también que el proceso de democratización de sociedades muy desiguales puede generar un aumento de la corrupción en el corto plazo, el cual, en ausencia de una política pública adecuada, exacerba los niveles de desigualdad y reduce los niveles de crecimiento económico.

La corrupción es un fenómeno institucional que afecta a ambas esferas, la pública y la privada y que debilita la capacidad de la organización para cumplir sus propios objetivos. Además, la colusión entre dos actores que colaboran para violar las reglas organizativas tiene efectos sobre los implícitos morales que subyacen a la organización. El impacto es la debilitación del tejido social, ya que la cohesión social se funda sobre un pacto colectivo. La corrupción quebranta todo el sistema institucional, incluso la propiedad, la contratación privada y el mercado. Sin confianza y acuerdo social, no puede existir mercado. Por eso, la solución neoliberal de introducir medidas de mercado para solucionar la corrupción no es viable (Hodgson y Jiang, 2008).

Así que podemos concluir que la corrupción en unión con la desigualdad constituye un factor de debilitación del Estado, de la calidad institucional y de la cohesión social, y todos estos elementos a su vez amenazan el desarrollo democrático. El papel fundamental que juega la desigualdad reconduce la atención sobre el papel del Estado en el diseño y ejecución de políticas adecuadas para reducir la brecha entre pobres y ricos, y para aumentar la cohesión social y la participación popular; reconduce la atención, finalmente, sobre los mecanismos de buen gobierno en las instituciones públicas y privadas y sobre la responsabilidad colectiva en la creación de un entorno desfavorable para la corrupción.

 

A MODO DE CONCLUSIÓN: EL PAPEL DEL ESTADO

En los últimos treinta años, América Latina ha experimentado la transición y la consolidación democrática. Podemos considerar eso como un gran avance para la región, en el sentido de que la democracia es la forma más idónea para asegurar el desarrollo humano, el aumento de oportunidad de elección de las personas, así como el respeto y la inclusión de las diversidades que cada sociedad presenta. Sin embargo, las democracias de América Latina no satisfacen los requisitos fundamentales para que sean democracias integrales, es decir capaces de garantizar realmente los derechos políticos, civiles y sociales de la ciudadanía.

Son sobre todo las debilidades sociales las que ponen en serio peligro los avances democráticos de la región, y, en particular, la desigualdad es el factor que está en el origen de las deficiencias de los estados latinoamericanos, incide en los altos niveles de pobreza, aumenta la conflictividad social, mina la seguridad pública y debilita la calidad institucional.

La desigualdad aunada a la pobreza ocasiona una gran vulnerabilidad en relación con la situación internacional. Los efectos de la crisis global actual en un contexto de profundo déficit social ponen en riesgo los avances económicos y sociales de las últimas dos décadas. Esa situación hace peligrar el desarrollo democrático de la región, ya que la falta de equidad impide la sostenibilidad del desarrollo. Un bienestar no repartido entre la población no representa el progreso del conjunto de la ciudadanía, sino sólo el enriquecimiento de una élite a costa de la mayoría.

La desigualdad está también en las raíces de la debilidad institucional y democrática de los estados latinoamericanos. La falta de equidad económica y social se vincula con fenómenos, como corrupción y violencia, que contribuyen a la perpetuación del poder por los poderes fácticos y por las élites privilegiadas y a la exclusión de los demás ciudadanos del bienestar económico y de la toma de decisiones.

En consecuencia, de la exclusión social se crea un círculo vicioso en el que la población reduce su confianza hacia el Estado y las instituciones democráticas. Además, la desigualdad, tanto vertical como horizontal, es un factor que repercute en el aumento de la conflictividad social y en la reducción de la cohesión social.

La corrupción aunada a la desigualdad tiene una relevancia central en el desmoronamiento de la percepción colectiva hacia la democracia, pues reduce la calidad democrática del Estado, la eficacia y la credibilidad de sus instituciones. Un Estado corrupto es un Estado débil y enfermo, por lo tanto incapaz de garantizar reglas igualitarias que permitan la participación equitativa de toda la ciudadanía y de responder adecuadamente a las demandas públicas. Es un Estado ineficaz y, sobre todo, pierde legitimidad a los ojos de sus ciudadanos.

La relevancia de la desigualdad como factor de hundimiento para el desarrollo democrático reconduce la atención sobre el papel del Estado en la reducción de la pobreza y de la desigualdad.

En América Latina hacen falta regímenes democráticos que garanticen y fomenten la participación ciudadana y un Estado eficaz en el diseño y la ejecución de políticas adecuadas, para reducir la brecha entre pobres y ricos, y aumentar la cohesión social y la participación ciudadana. Hace falta un Estado activo en términos de acciones redistributivas, de fomento del tejido económico y del desarrollo rural, factores clave para fortalecer e independizar la economía nacional de los capitales extranjeros.

Es necesario construir un pacto fiscal que favorezca la redistribución de la riqueza y que asegure recursos económicos estables y suficientes para implementar las políticas sociales. Esas políticas tienen que respetar el principio de universalidad y ser diseñadas e implementadas con el objetivo de que un mayor número de personas puedan acceder a sistemas educativos y sanitarios de calidad, a políticas laborales que potencien el empleo digno y la protección socio–laboral, con especial atención a las categorías más débiles. Sólo a través de políticas económicas y sociales orientadas hacia la equidad y el fomento del tejido asociativo y representativo pueden aumentar la cohesión social y las oportunidades reales para que la ciudadanía participe en la democracia y en el poder. Sólo una acción constante y sólida de fortalecimiento institucional y de reconstrucción del Estado puede extender la democracia entre la población y aumentar la percepción de que esa democracia tiene un contenido real, una calidad diferencial y ventajas estables. Sólo desde aquí puede empezar el círculo virtuoso entre democracia, desarrollo humano sostenible y ciudadanía integral e integrada en el Estado.

 

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NOTAS

1 El IDE es un indicador sintético de la democracia formal creado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y se compone de cuatro variables: derecho al voto; elecciones limpias; elecciones libres; elecciones como medio de acceso a los cargos públicos. El índice varía de 0 a 1; cuanto más alto sea el valor numérico, más alto será el grado de democracia electoral.

2 El índice de Gini varía entre 0 y 100. Valores mayores de 50 indican niveles muy elevados de concentración de los recursos.

3 El Índice de corrupción percibida varía entre 0 y 10. A valores mayores del índice corresponden menores niveles de corrupción.

 

INFORMACIÓN SOBRE LAS AUTORAS

PETRA BONOMETTI. Becaria de la Agencia andaluza de Cooperación Internacional al Desarrollo, para la gestión de proyectos de cooperación en Huancavelica, Perú; alumna de posgrado de la Universidad de Granada, en España. Licenciada en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Brescia, en Italia; Licenciada en Ciencias de la Educación por la Universidad de Verona (Italia). Máster Interuniversitario en Gestión de la Cooperación Internacional y de las ong por la Universidad de Granada. Líneas de investigación: América Latina, género, democratización, cooperación al desarrollo. Es coautora con Susana Ruiz Seisdedos de "Mujeres en América Latina: Indicadores y datos" (Revista de Ciencias Sociales de Costa Rica. San José, Costa Rica, en imprenta).

SUSANA RUIZ SEISDEDOS. Es doctora del Área de Ciencia Política y de la Administración. Departamento de Derecho Público y Privado Especial por la Universidad de Jaén (España). Doctora en Ciencia Política y de la Administración por la Universidad de Granada, mención cum laude por unanimidad, y obtuvo el premio a la mejor tesis doctoral del Instituto de Desarrollo Regional de la Universidad de Sevilla. Master en Gestión de la Cooperación Internacional y de las ong, por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Universidad de Granada. Actualmente es Subdirectora de Convergencia Europea y Calidad de la Escuela Universitaria de Trabajo Social de la Universidad de Jaén. Sus líneas de investigación son América Latina, género, políticas públicas, descentralización, democratización, cooperación al desarrollo. Es coautora, con Petra Bonometti, de "Mujeres en América Latina: Indicadores y datos", Revista de Ciencias Sociales de Costa Rica. San José, Costa Rica (en prensa). También ha publicado "Idas y venidas de la cooperación autonómica y local", en Rodríguez Manzano, I. y Teijo, C. Ayuda al desarrollo: piezas para un puzle. (Madrid: La Catarata, 2009) y De la teoría y praxis de la cooperación descentralizada: Análisis de tres estudios de caso. (Montevideo, Observatorio de Cooperación Descentralizada Unión Europea–America Latina, 2009) por el que obtuvo el Premio de investigación del Observatorio).

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